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ArribaAbajo«El pájaro voló»: Observaciones sobre un leitmotif en Fortunata y Jacinta

Roger L. Utt


Notable en la crítica dedicada exclusivamente a la obra de Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta, es la tendencia a preocuparse por cuestiones que en sí ofrecen un campo de análisis e interpretación muy amplio. Me refiero a los veintitantos artículos aparecidos desde 1950 (punto inicial del auge de la crítica galdosiana, que sigue creciendo hasta la fecha) cuyo acento recae casi siempre en uno de estos tres temas básicos: el estudio de personajes (sobre todo, Fortunata y Maximiliano Rubín); el análisis de la estructura general de Fortunata y Jacinta; o la exposición en términos generales del significado socio-político-filosófico de la novela. Esta tendencia reiterativa hacia la interpretación de largo alcance es sin duda comprensible, dada la extraordinaria extensión de la novela y la consecuente necesidad de establecer un caudal de coordenadas interpretativas que nos permitan juzgar la verdadera contribución de esta obra al género literario predominante del XIX. (Claro está que la tarea no rebasa el estado germinal: todavía apenas se conoce esta novela tan importante fuera de una entusiasta cofradía de hispanistas.)

Sin embargo, la misma amplitud de Fortunata y Jacinta ofrece, a su vez, un campo casi intacto para el estudio detenido de sus componentes, digamos, «secundarios» (o bien, «primarios», según el partido de crítica literaria a que uno jure su fidelidad), es decir, los recursos literarios subyacentes que contribuyen a un conocimiento íntimo de la novela. El presente trabajo seguirá uno de estos «caminos secundarios»: el simbolismo múltiple de la imagen del ave y de las alusiones al aire (o a la falta de él) en Fortunata y Jacinta95.

Casi toda la acción de la novela ocurre en interiores, sea en la venerable casa de los Santa Cruz o en la menos prestigiosa de doña Lupe, sea en varios apartamentos y tiendas madrileños, sea en el convento de las Micaelas, o en las sucesivas tertulias cafeteriles. Incluso el episodio del viaje de novios (I, v) se reduce substancialmente a una sucesión de escenas de interiores yuxtapuestas unas a otras. No nos debe sorprender el que una novela urbana y hasta cierto punto social como ésta se desarrolle entre paredes y tapias -donde, en efecto, aparece normalmente congregada la sociedad civilizada; pero sí es interesante la sensibilidad de Galdós respecto al confinamiento de algunos personajes en la medida en que éste afecta y refleja diversos estados de ánimo. Por de pronto notamos que la trama de la novela se inicia, significativamente, con la descripción del ambiente opresivo de la Cava de San Miguel, donde conocemos por primera vez a Fortunata, y termina con la angustiada declaración del loco Maximiliano al dejarse llevar al encierro en el manicomio. Leemos en el último párrafo del relato: «-¡Si creerán estos tontos que me engañan! Esto es Leganés. Lo acepto, lo acepto y me callo, en prueba de la sumisión absoluta de mi voluntad a lo que el mundo quiera hacer de mi persona. No encerrarán entre murallas mi pensamiento...»

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Hay pocas excepciones notables en la novela a este constante encierro de sus personajes. Por un lado, en las partes tercera y cuarta, notamos las apuradas salidas de Fortunata a la calle, soñadas y reales, cuando ya no puede más, cuando se siente sofocada por su encierro físico y por la presión que su lucha moral determina en su espíritu; por otro, encontramos un caso muy interesante de sucesos que ocurren en exteriores en el capítulo que lleva el título significativo, «Las Micaelas, por fuera» (II, v) -un capítulo curioso, tanto por el cambio abrupto de tono narrativo como por el contenido- en el cual Galdós juega intencionadamente con alusiones al aire libre, hasta establecer, en la imagen del «disco de noria», un símbolo de importancia secundaria. Quizás también encontremos aquí una motivación psicológica de la triste exclamación final de Maxi, pues en este capítulo presenciamos una temporada en la vida del desdichado farmacéutico en la que se encierra entre murallas la encarnación de su pensamiento y esperanza única. Me refiero a la reclusión de Fortunata en las Micaelas a fin de hacerse «digna», a los ojos de la familia Rubín, de casarse con Maximiliano.

La primera vista directa del convento se nos da al final del capítulo anterior (II, iv, 8) cuando Maxi y Fortunata se pasean por los altozanos de Vallehermoso. Por primera vez en la novela, los personajes -y el lector- salen a las afueras de la capital para apreciarla en su totalidad: «Maximiliano le hizo notar lo bien que lucía desde allí el apretado caserío de Madrid, con tanta cúpula y detrás un horizonte inmenso, que parecía la mar. Después le señaló hacia el lado del Oriente una mole de ladrillo rojo, parte en construcción, y le dijo que aquél era el convento de las Micaelas, donde ella iba a entrar» (660a)96. La narración sigue en el próximo capítulo con una breve reseña histórica de la llamada «faja Norte» de Madrid, lugar predilecto en esa época para las casas de corrección de mujeres; y por fin, se efectúa la entrada de la «neófita».

Sintiendo que la narración ahora requiere un sondeo de los pensamientos del novio abandonado, y previendo la improbabilidad de que éste se los revele a ningún otro personaje, Galdós sitúa a Maximiliano de nuevo en alta y solitaria oposición al «apretado caserío de Madrid» y, más inmediatamente, a «aquellas paredes tras de las cuales respiraba [notemos bien el verbo] la persona querida». En esta coyuntura narrativa sería de esperar un monólogo interior; lo que se nos ofrece es más original: lo que Maximiliano ve desde la colina resulta mucho más elocuente de lo que el personaje mismo nos hubiera dicho en ese trance. El episodio del ir tapiando poco a poco el convento, lo cual, a su vez, prefigura la muerte de una gran ilusión en el corazón del pobre Rubín, es de extraordinaria delicadeza e intensidad dramática:

Alejándose hasta más allá de la acera de enfrente y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía por encima de la iglesia en construcción un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos. Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella interesante parte de la interioridad monjil como la ropa que se extiende para velar las carnes descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaba a ver las zapatas de los maderos que sostenían el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las chimeneas, y aun para columbrar éstas era preciso tomar la visual desde muy lejos.


(665a)                


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Perdido el contacto visual con el interior del convento, Maxi ahora cae distraído, midiendo el horizonte del campo circundante y de su propia melancolía. De repente ve algo que le interesa:

[...] lo más visible y lo que más cautivaba la atención del desconsolado muchacho era un motor de viento, sistema Parson, para noria, que se destacaba sobre el altísimo aparato a mayor altura que los tejados del convento y de las casas próximas. El inmenso disco, semejante a una sombrilla japonesa a la cual se hubiera quitado la convexidad, daba vueltas sobre su eje pausada o rápidamente, según la fuerza del aire.


(665b)                


A partir de este momento, podemos ver desarrollarse, en el empleo simbólico del «disco de noria» y el consecuente juego de «aire-alegría», un aspecto singular dentro del procedimiento novelístico galdosiano: la elevación, en el plano artístico, de un objeto cotidiano y accidental a un nivel simbólico, y el desarrollo paralelo, en el plano psicológico, del mismo objeto como estímulo consciente o subconsciente del personaje. He aquí el esquema de esta técnica:

1) Una atracción espontánea por un objeto, en su función o condición natural, pronto se convierte en una fascinación:

La primera vez que Maxi lo observó, movíase el disco con majestuosa lentitud, y era tan hermoso de ver con su coraza de tablitas blancas y rojas, parecida a un plumaje [calificación que no carece totalmente de significado, como veremos luego], que tuvo fijos en él los tristes ojos un buen cuarto de hora.


(665b)                


2) En virtud de circunstancias perfectamente plausibles, pero bien controladas por el autor, el objeto va adquiriendo potencialidades simbólicas:

Así como los ojos de Maximiliano miraban con inexplicable simpatía el disco de noria, su oído estaba preso, por decirlo así, en la continua y siempre igual música de los canteros, tallando con sus escoplos la dura berroqueña. Creeríase que grababan en lápidas inmortales la leyenda que el corazón de un inconsolable poeta les iba dictando letra por letra. Detrás de esta tocata reinaba el augusto silencio del campo, como la inmensidad del cielo detrás de un grupo de estrellas.


(665b)                


3) El objeto se apodera de la imaginación del personaje y aumenta, a la vez, el realismo de las acciones de éste, dándoles un punto fijo e inmediatamente reconocible, en contraste con el cual las acciones se ponen en fuerte relieve «visual»97. En sucesivas excursiones diarias «al campo de sus ilusiones», Maxi, como hipnotizado, se deja guiar desde muy lejos por lo que le «comunica» el disco:

Era como ir a misa para el hombre devoto, o como visitar el cementerio donde yacen los restos de la persona querida. Desde que pasaba de la iglesia de Chamberí veía el disco de la noria, y ya no le quitaba los ojos hasta llegar próximo a él. Cuando el motor daba sus vueltas con celeridad, el enamorado, sin saber por qué y obedeciendo a un impulso de su sangre, avivaba el paso. No sabía explicarse por qué oculta relación de las cosas la velocidad de la máquina le decía: «Apresúrate, ven, que hay novedades». Otros días lo veía quieto, amodorrado en brazos del aire... Hubiera él lanzado al aire el mayor soplo posible de sus pulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podía remediar.


(666a)                


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4) Y en la etapa final del procedimiento, el objeto, ya transfigurado subjetivamente por el personaje, se integra plenamente en el aparato simbólico de la narración:

«El estar parado el motor parecíale señal de desventura». Se reúnen concisamente en esta corta frase las tres dimensiones narrativas del disco: a) la realidad objetiva del disco en sí: «El estar parado el motor...»; b) el vínculo subjetivo entre el disco y el personaje: «parecíale...»; y c) la obvia función simbólica del disco en la narración: «señal de desventura». Establecida ya la triple función del disco, el autor podrá volver a mencionarlo, cuando parezca oportuno, con toda seguridad de que su alcance simbólico, por mínimo que sea, no pasará inadvertido para el lector atento98.

Mediante el recurso literario del disco de noria, Galdós insiste una y otra vez en el contraste implícito e irónico entre el enclaustramiento no totalmente voluntario de Fortunata en las Micaelas y la libertad de Maximiliano; libertad ilusoria, porque el patológico Rubín llega a sentirse prisionero del disco, convirtiéndolo poco a poco en símbolo particular de su propia desgracia, mientras Galdós efectúa simultáneamente una conversión simbólica paralela -ahora en un plano técnico- cuyos múltiples efectos giran, nunca mejor dicho, alrededor del movimiento o quietud del aire. Y no se agota con esto la capacidad simbólica de este episodio. Según veremos en la segunda parte del presente artículo, Galdós yuxtapone, al principio de la novela, la horrorosa escena de las aves condenadas en la Cava de San Miguel, donde luchan entre sí, «para respirar un poco de aire» (notemos otra vez el verbo), a la introducción repentina de Fortunata, cuyos primeros gestos le dan «cierta semejanza con una gallina». Surge así una clara conexión simbólica: Fortunata, ave común a los ojos de la «buena» sociedad madrileña, quedará ahogada y hecha víctima por esa sociedad. Luego, en el capítulo que acabamos de analizar, Galdós vuelve a pintar -esta vez, desde otra perspectiva y en términos humanos- aquella misma escena de la Cava, ahora llamada el convento de las Micaelas; y no es nada fortuito, aunque bien lo parezca, el que las «malas pájaras» allí «enjauladas» se llamasen filomenas (véanse las notas 5: 12 y especialmente 4: 3). Y, en fin, este complicadísimo aparato simbólico está tan plenamente integrado y entretejido en la trama de la novela que apenas se fija el lector en lo que todo esto muestra de la extraordinaria capacidad técnica del escritor.

*  *  *

Estrechamente relacionada con el uso deliberado de una serie de referencias al aire es la alusión constante al ave. Estas referencias ornitológicas, demasiado frecuentes para no ser tomadas en cuenta (hay por lo menos 45 citas significativas en la obra99), a veces ocurren como denuestos espontáneos, a veces en función de metaforización popular, pero en la gran mayoría de los casos, con un sutil, pero insistente, peso simbólico, como veremos en seguida. Sea lo que fuera, la imagen del ave, y su obvia relación con la libertad y con la sensación del espacio abierto, está tan presente en Fortunata y Jacinta como para establecer un «leitmotif», hábilmente elaborado, que sirve de contrapunto periódico a la corriente principal de la acción de la obra. Insistimos en el término «leitmotif».   —41→   No es que Galdós construya un aparato simbólico torpe y pesado, una tecla que pueda tocar de vez en cuando para despertar a sus lectores. Nada de eso. Una vez claramente fundada la imagen dominante del mecanismo en el tercer capítulo de la primera parte, sigue latente a lo largo de la novela, reapareciendo a la vista sólo para añadir un leve toque simbólico que, sin entorpecer el ritmo y buen sentido de lo narrado, siempre ayuda a enriquecerlo.

Se nos presenta el leitmotif «Ave-Aire» por primera vez en la escena de la visita de Juanito Santa Cruz al viejo Estupiñá en el séptimo piso de la Cava de San Miguel (I, iii, 4). Aquí Galdós introduce enfáticamente ambos aspectos del tema. Al entrar Juanito por la tienda de aves y huevos, se le presenta la escena espantosa del exterminio violento de «no sólo las presentes, sino las futuras generaciones gallináceas». Notemos el tono falazmente fúnebre, casi esperpéntico (no obstante la chispeante ironía galdosiana que asoma siempre por entre las líneas), del pasaje que sigue: «A la derecha, en la prolongación de aquella cuadra lóbrega, un sicario manchado de sangre daba garrote a las aves. Retorcía los pescuezos con esa destreza y donaire que da el hábito, y apenas soltaba una víctima y la entregaba agonizante a las desplumadoras, cogía otra para hacerle la misma caricia» (474b). Y a renglón seguido, Galdós inyecta la imagen, muy acentuada, de la prisión sofocante de estas criaturas miserables -una imagen, además, que no deja de sugerir un reflejo -en escala microcósmica- del «apretado caserío» de Madrid y del caos moral que resulta, en parte, de tal compresión urbana: «Jaulones enormes había por todas partes llenos de pollos y gallos, los cuales asomaban la cabeza roja por entre las cañas, sedientos y fatigados, para respirar un poco de aire, y aun allí los infelices presos se daban picotazos por aquello de si tú sacaste más pico que yo..., si ahora me toca a mí sacar todo el pescuezo».

Luego, después de navegar a tientas por entre esta carnicería, Juanito sube la famosa escalera, que «parecía la subida a un castillo o prisión de Estado», y de paso ve por primera vez a la que tanto sufrirá luego en manos de varios desplumadores». Echando una mirada curiosa por una puerta abierta,

pensó no ver nada, y vio algo que, de pronto, le impresionó: una mujer bonita, joven, alta... La moza tenía pañuelo azul claro por la cabeza y un mantón sobre los hombros, y en el momento de ver al Delfín se infló con él, quiero decir que hizo ese característico arqueo de brazos y alzamiento de hombros con que las madrileñas del pueblo se agasajan dentro del mantón, movimiento que les da cierta semejanza con una gallina que esponja su plumaje y se ahueca para volver luego a su volumen natural.


(475a)                


Para reforzar la asociación «Ave-Fortunata», Galdós añade el detalle genial del huevo crudo que Fortunata está sorbiendo con toda tranquilidad y donaire -una acción perfectamente natural y plausible en tales circunstancias y que de paso lleva un riquísimo simbolismo múltiple a lo largo de la novela: Fortunata y la novela, en fin, ya se han definido.

Galdós pone remate a la escena con la salida ruidosa y abrupta de Fortunata, con su grito «¡yiá voy!»: «Y al soltar aquel sonido, digno canto de tal ave, la moza se arrojó con tanta presteza por las escaleras abajo, que parecía rodar por ellas. Juanito la vio desaparecer, oía el ruido de su ropa azotando los peldaños de piedra, y creyó que se mataba. Todo quedó al fin en silencio...» (475b).

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Todo este pasaje del primer encuentro de Fortunata y Juanito muestra una patente intencionalidad artística -y no mera descripción documental, realista por parte de Galdós, de acuerdo con el método novelístico señalado antes en el comentario sobre el disco de noria: Rige siempre una ley de causalidad que fomenta la acción y que la hace verosímil, mientras el genio artístico se vale de un gesto o detalle aparentemente espontáneo para enriquecer la narración, haciéndolo correr por ella con leves ecos simbólicos que resuenan en el fondo de la obra, a impulso, casi nos parece, de su propia vitalidad interna.

Así podemos hablar de una serie de menciones de un ave, ninguna de las cuales es sorprendente de por sí, pero que vistas en conjunto con todas las demás alusiones que iremos señalando, podríamos calificar de «sugestivas». Por tales tomamos dos referencias al pavo, usadas en una frase coloquial de la época de Galdós: «edad del pavo»100. En los contextos respectivos, Galdós se vale de esta expresión (reproducida, en todas las ediciones que he manejado, en letra bastardilla, queriendo indicar así la procedencia popular de la expresión) para subrayar con sutil ironía lo caduca que es la resistencia moral de los bien acomodados jóvenes que describe. Hablando de la difícil transición afectiva entre los jóvenes Juanito y Jacinta (I, iv, 2), dice el narrador que Barbarita «no tenía inconveniente en dejar solos largos ratos a su hijo y a su sobrina; porque si cada cual en sí tenía el desarrollo moral que era propio de sus veinte años, uno frente a otro continuaban en la edad del pavo, muy lejos de sospechar que su destino les aproximaría cuado menos lo pensasen» (479-80). En otra ocasión, a propósito de una descripción de Olmedo (II, i, 3), ese personaje que encarna los peores rasgos del señoritismo «achulao», sale la misma calificación del autor, y con la misma reserva irónica: «Si existiera el uniforme de perdido, Olmedo se lo hubiera puesto con verdadero entusiasmo y sentía que no hubiese un distintivo cualquiera -cinta, plumacho [nótese el término] o galón-, para salir con él diciendo tácitamente: «Vean ustedes lo perdulario que soy». Y en el fondo era un infeliz. Aquello no era más que una prolongación viciosa de la edad del pavo» (598a).

En otros pasajes el pavo se menciona para realzar de una manera indirecta el contraste entre las costumbres domésticas de la familia Santa Cruz y las de Fortunata101. Ahora el pavo aparece como objeto de una comida, y no de una comida cualquiera, sino como plato del suntuoso menú de la casa Santa Cruz, tan distinto del sabroso pero humilde escabeche de besugo que Fortunata le prepara alguna vez (756a) a su amante. Notamos la mención del pavo en este sentido primero en la entrevista subrepticia en San Ginés entre Barbarita y Estupiñá, cuando éste le cuenta a aquélla los resultados de su inspección del mercado ese día, «que los pavos de la escalerilla no están todo lo bien cebados que debíamos suponer... y, francamente, mi parecer es que se los compremos a González. Los capones de éste son muy ricos...» (I, x, 4: 570b), y luego al describirnos Galdós las costumbres culinarias de aquella gran familia: «¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz!... Los pavos y capones eran para los días siguientes...» (I, x, 5: 572a).

En esta vena, es mucho más significativa la asociación de Jacinta y Juanito con el ave comestible. Pensamos en uno de los diálogos entre los recién casados   —43→   durante su viaje de novios, ahora parados en una estación de fonda, camino de Sagunto (I, v, 4):

-¡Pájaros fritos! -gritó Jacinta, a punto que Juan bajaba del vagón-. Tráete una docena... No; oye...: dos docenas.

[...] Jacinta decía que en su vida había hecho una comida que más le supiese.

-Éste sí que está de buen año... ¡Pobre ángel! [¡«ángel» dice, nada menos, palabra clave de toda la novela!102] El infeliz estaría ayer con sus compañeros posado en el alambre, tan contento, tan guapote, viendo pasar el tren, y diciendo: «Allá van esos brutos»..., hasta que vino el más bruto de todos, un cazador, y... ¡pum! ... Todo para que nosotros nos regaláramos hoy. Y a fe que están sabrosos. Me ha gustado este almuerzo.»


(489b)                


Estas observaciones de Jacinta, aparentemente espontáneas y consecuentes con su carácter de mujer cuyo «generoso corazón se desbordaba en sentimientos filantrópicos» (488a), llegan a ser, sin que por ahora lo sepa Jacinta, ni quizás el lector, un resumen irónico de todo el conflicto venidero: Fortunata y Jacinta trata, en principio, de la suerte de dos «pájaras» inocentes -«ángel» es la una, y la otra quiere serlo -atacadas por un «cazador» amoral. El que bien lo sabe es, desde luego, Galdós, y su acierto artístico, tanto aquí como en otros pasajes que vamos observando, es el haber sabido manejar un simbolismo tan rico y complejo sin dejarse ver la mano siempre regidora del artista. (No nos atrevemos a pisar el terreno resbaladizo de la interpretación freudiana de tal simbolismo). Dentro de los límites y criterios de nuestra investigación, este pasaje, en fin, no tiene igual en toda la narración.

En otro momento (I, viii, 3), encontraremos de nuevo una referencia importante al ave comestible. Juanito, habiéndose tomado otra comida rica, y pensando con maliciosa satisfacción en que «todavía no había acabado él de cometer una falta, y ya estaba [Jacinta] perdonándosela» (522b), suelta espontáneamente el vocativo que antes a su mujer «le disgustaba por ser un desecho de una pasión anterior» (I, v, 2: 484a): «Aquí te tengo reservada esta pechuga de calandria. Toma, abre la boquita, nena» (523b).

En realidad, lo que antes le era a Jacinta un resquemor, pronto se convertirá en una sospecha triste y profunda que al fin culminará en un desprecio total hacia su marido y en una mezcla compleja de miedo, aborrecimiento, conciliación y respeto hacia su formidable rival, Fortunata. A medida que Jacinta va enterándose de las trampas que le arma su marido, Galdós caracteriza en varios pasajes, esmeradamente paralelos, el estado de ánimo de la dulce mujer engañada, valiéndose de la metáfora del ave, concretamente de la paloma, símbolo universal de la paz familiar y de la celosa agresividad:

Jacinta, al quedarse otra vez sola con su marido, volvió a sus pensamientos. Le miró por detrás de la butaca en que sentado estaba.

«¡Ah, cómo me has engañado!...»

[...] Las inequívocas adivinaciones del corazón humano decíanle que la desagradable historia del Pitusín era cierta... ¡Entróle de improviso a la pobrecita esposa una rabia!... Era como la cólera de las palomas cuando se ponen a pelear...»;


(I, viii, 5: 529b)                


Y cuando pasaba un rato largo sin que [Juanito] se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones... El Pituso se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo!...   —44→   Entonces sentía las cosquillas, pues no merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de paloma que la dominaba...»


(I, x, 2: 564a)                


Y más adelante, al final de la escena teatral de la entrevista engañosa en la casa Santa Cruz entre Guillermina Pacheco y Fortunata, ésta descubre la presencia de Jacinta, quien lo ha oído todo desde la alcoba contigua, pasmada y aterrorizada por lo que Fortunata ha dicho de su relación adúltera con Juanito. Guillermina, que con harta razón se siente culpable de este fiasco, trata de salvar la situación tan comprometedora:

-Perdónala, querida mía, que [Fortunata] no sabe lo que se dice.

-Y usted... -añadió, saliendo a la puerta- bien comprenderá que debe retirarse. Hágame el favor...

Quizá todo habría concluido de un modo pacífico; pero la Delfina se levantó de repente, poseída de la rabia de paloma que en ocasiones le entraba...»


(III, vii, 3: 841a)                


La asociación de Fortunata con la imagen del ave es constante desde la introducción de este personaje en el pasaje que ya hemos visto. Esta asociación suele ocurrir en forma de un epíteto dicho con referencia a Fortunata por otros personajes, o por el autor mismo, en tono despectivo o irónico. A partir de la parte tercera de la novela veremos complementarse cada vez más ambos aspectos de nuestro tema -el del aire, que por una parte sofoca el pájaro y que por otra le da libertad, y el del pájaro mismo; la correlación de estos elementos se intensifica a medida que el conflicto de Fortunata se precipita hacia el clímax. En el capítulo titulado «La revolución vencida» (III, iii, 1), Juanito, motivado por «un profundísimo hastío de Fortunata», consigue, no sin dificultad, llevar a cabo la nueva ruptura con ella, pero no antes de oír, entre sollozos y gritos, estas resentidas palabras de la prójima: «-Bien, bien; bastante hemos hablado... Te vas; pues muy santo y muy bueno. Lo sentiré, calcula si lo sentiré...; pero ya me iré consolando. No hay mal que cien años dure. ¡Aire, aire!» (757a; más adelante volveremos a encontrar esta misma exclamación perentoria que nos recuerda la triste condición de las aves condenadas en la Cava de San Miguel)103.

Atormentada por los acontecimientos aciagos de aquel encuentro, sale Fortunata la noche siguiente, obedeciendo a «uno de esos formidables impulsos en línea recta que conducen a toda acción terminante», con determinación de provocar un escándalo en la familia Santa Cruz: «Ver el portal [de los Santa Cruz] fue para la prójima, como para el pájaro que ciego y disparado vuela, topar violentamente contra un muro...» (III, iii, 2: 758a).

Al enterarse Fortunata de la posible venida de su rival a visitar a la enferma Mauricia la Dura, ésta, viendo el apuro de Fortunata, le dice así. «-Pues, chica, no seas pava... Vete arrepintiendo de todo, menos de querer a quien te sale de entre ti, que esto no es, como quien dice, pecado. No robar, no ajumarse, no decir mentiras; pero en el querer, ¡aire, aire!, y caiga el que caiga» (III, vi, 1: 803-04). Una vez más la mujer de Maximiliano Rubín anhelará el desahogo físico y espiritual de la calle libre, lejos del marido que le inspira tanto asco:   —45→   «El mantón, ¿dónde estaba? No pudo recordarlo: pero lo buscaría, a tientas también y una vez hallado, saldría de la alcoba, cogería el llavín que estaba colgado de un clavo en el recibimiento, y ¡aire!..., ¡a la calle!» (III, vi, 6: 821a). Luego, movida a compasión y remordimiento al observar una tarde en casa de doña Lupe la lastimosa condición de su esposo insano, dice Fortunata para sí:

«¡Si Dios quisiera que [Maxi] se pusiera bueno...! Pero como va Dios a hacer nada que yo le pida... ¡Si soy lo más malo que él ha echado al mundo! Para mí esta casa se tiene que acabar. ¿Adónde me retiraré? ¿Qué será de mí? Pero adondequiera que vaya me gustará saber que este pobrecito, el único que me ha querido de verdad, el que me ha perdonado dos veces y me perdonaría la tercera... Y la cuarta... Yo creo que me perdonaría también la quinta, si no tuviera esa cabeza como un campanario. Y esto es por culpa mía. ¡Ay, Cristo, qué remordimiento tan grande! Iré con este peso a todas partes, y no podré ni respirar.»


(IV, iii, 3: 902a)                


Y en otro pasaje hacia el final (IV, vi, 7), Guillermina le avisa a Ballester de la desaparición inesperada de Fortunata, que acaba de parir: «-¿Viene usted a esta casa? -le dijo la dama-. Pues tómelo con paciencia, que el pájaro voló. La señora esa se ha ido a la calle» (950b).

Cuando Fortunata propone marcharse de la casa de doña Lupe (IV, iii, 5), ésta considera bien las consecuencias escandalosas de tal acción. Pidiendo consejo a la efigie de don Pedro Manuel de Jáuregui («el de los Pavos»), a Lupe «le faltaba poco para ver a su marido salirse de aquel cuadro en que retratado estaba, tomar vida y voz para decirle: «Si no arrojas de tu casa a esa pájara, me voy yo, me borro de este lienzo en que estoy, y no me vuelves a ver más. O ella o yo». Y cuando la pájara repitió que se marchaba, doña Lupe no pudo menos de decirle con acritud: «Pero ¿qué haces que no has echado ya a correr?»... (906b).

Como hemos visto, la aplicación de términos ornitológicos se extiende hasta a algunos personajes secundarios. A Mauricia la Dura, quien desempeña el papel del alter-ego de Fortunata, una vez le habla Guillermina así: «-Déjate de tonterías... ¿Y cómo está esta pájara hoy? ¿Qué tal, hija? (III, vii, 2: 804a). Claro está que para Guillermina todas las perdidas como Mauricia deben llamarse así.

Más importante, sin embargo, es el caso de Maximiliano. Al introducirnos al patético Maxi (II, i, 2), el autor no deja lugar a dudas sobre el sino del futuro esposo de Fortunata: «Usaba de su escasa memoria como de un ave de cetrería para cazar las ideas; pero el halcón se le marchaba a lo mejor, dejándole con la boca abierta y mirando al cielo» (594b). Y luego se nos dice que en su noche de boda, Maxi, incapacitado por una «desazón espasmódica», debida, según se lee entre renglones, a un terror subconsciente de una confrontación íntima, «dormía como los pájaros, con la cabeza bajo el ala. El mezquino cuerpo se perdía en la anchura de aquella cama tan grande, y allí podía pasearse en sueños el esposo como en los inconmensurables espacios del Limbo» (II, vii, 4: 706b).

Muy avanzada la narración, Galdós introduce, con intención quizá demasiado obvia, el episodio de los pájaros enjaulados en la casa de «doña Desdémona», es decir, la señora «esférica» de Quevedo que vive al lado de «la de los Pavos». Maximiliano, ya totalmente perdido en su manía por las sublimidades de la «lógica», y trastornado por el adulterio de su mujer, responde un día a la   —46→   invitación de la señora a que viniera a admirar su colección ornitológica. Al entrar en la casa de la señora de Quevedo,

Maximiliano seguía torneando en su cabeza las ideas de la noche anterior. «La mataré a ella y me mataré después, porque en estos casos hay que poner el pleito en manos de Dios. La justicia humana no lo sabe fallar.»

-¡Qué mala es esta pájara! -decía Doña Desdémona-. No sabe usted lo mala que es [frase harto frecuente en la boca de Fortunata, y también de Mauricia, cada una hablando de sí misma]. Ha matado ya tres maridos..., y de los hijos no hace caso. Si no fuera por el macho, que es, ahí donde usted lo ve, toda una persona decente, los pobrecitos se morirían de hambre.

-Hay que perdonarla -replicó Maxi con humorismo-, porque no sabe lo que se hace... Y si la fuéramos a condenar, ¿quién le tiraría la primera piedra?

-Vamos ahora a los pericos, que ya están alborotados.

«La lógica exige su muerte -pensaba Rubín colgando cuidadosamente una jaula en que había muchos nidos-. Si siguiera viviendo, no se cumpliría la ley de la razón.»


(IV, v, 3: 925-26)                


Si aceptamos la ironía multíplice de esta escena, entonces nada más natural que posteriormente la misma Doña Desdémona así le anunciara así a Maxi el nacimiento clandestino del verdadero «Pitusín»: «-Querido -dijo a Rubín la dama esférica, tocándole amistosamente en el hombro-. Hágame el favor de decirle a Lupe, que la pájara mala sacó pollo esta mañana..., un polluelo hermosísimo..., con toda felicidad...» (IV, v, 4: 930b).

Es digno de destacar que Fortunata nunca se aplica a sí misma el apodo que tantos otros usan para describirla, sino en el momento de su «apoteosis» moral. Aquí se cruzan plenamente, por primera y única vez en la novela, el leitmotif del ave y la preocupación fundamental de la obra. Me refiero a «la Idea» vindicativa que justifica y motiva el espíritu de Fortunata y que, al final, le confiere la profunda satisfacción de haber vencido la ley social por la fuerza superior e irresistible que es, para ella, la ley de la sangre. En el momento culminante de la novela, Fortunata dice para sí:

[...] «¡Qué contenta estoy, Señor, qué contenta! Yo bien sé que nunca podré alternar con esa familia, porque soy muy ordinaria y ellos muy requetefinos; yo lo que quiero es que conste, que conste, sí, que una servidora es la madre del heredero, y que sin una servidora no tendrían nieto. Esta es mi idea, la idea que vengo criando aquí, desde hace tantísimo tiempo, empollándola hasta que ha salido como sale el pájaro del cascarón...»

[...] Quedábase muy convencida después de sentar estas arrogantes afirmaciones, y la satisfacción le producía tal contento, que se ponía a cantar en voz baja, arrullando a su hijo; y cuando éste se dormía, continuaba rezongando como la pájara en el nido...


(IV, vi, 2: 938a)                


Con estas palabras triunfantes de Fortunata104, se cierra el leitmotif del ave en la novela. Por supuesto, no debemos situar en el mismo plano simbólico el pasaje que acabamos de citar con aquellas «metáforas automáticas» de Guillermina y doña Lupe o con los afectados eufemismos de la señora de Quevedo. Pero lo que sí hay de común entre ambos tipos de expresión es un arraigo en la metáfora espontánea del habla corriente. Los personajes del mundo novelístico   —47→   de Galdós metaforizan la realidad sin darse cuenta de lo que hacen y, por consiguiente, sin ser conscientes (ni tienen por qué serlo) del potencial simbólico latente en su expresión espontánea. Y no sólo los personajes. Acomodados por el calor humano y buen humor del estilo ameno, íntimo, casi conversacional del autor, fácilmente pasamos por alto el sutil toque simbólico del calificativo (señalado anteriormente en estas páginas) que el narrador emplea, en tres ocasiones distintas, para describir el estado de ánimo de Jacinta, enfurecida por el escándalo que le ocasiona el adulterio de su esposo (529b; 564a; 841a). Estas expresiones, precisamente por ser propiedad del habla corriente, por no «oler a literatura», no llaman la atención del lector; sin embargo, no pueden dejar de manifestar una capacidad simbólica que añade otra dimensión al personaje de Jacinta (= la dulce paloma enrabiada) con respecto a Fortunata (= la mala pájara, tosca, enjaulada, sofocada).

Luego veremos un procedimiento semejante, aunque desarrollado en menor grado, en lo que toca a las alusiones al aire. El complicado juego tripartito de ave/disco/aire, que subraya el forzado encerramiento de Fortunata, desemboca luego en otra metaforización de su encierro físico-espiritual. Cuando Fortunata, desesperada, busca salida de su situación intolerable con Maximiliano, habla en un lenguaje natural, rico de metáforas comunes a todo hablante español («¡aire!..., ¡a la calle!...: «no podré ni respirar...»); esta naturalidad, sin embargo, no impide que haya resonancias simbólicas -por muy remotas que sean- en lo que dice, pues aquí habla, a su modo y en sus propias circunstancias particulares, el lenguaje de las aves enjauladas en la Cava de San Miguel.

A lo que venimos es a la conclusión de que Galdós ha sabido incorporar en el arte de novelar lo que tiene de potencial artístico el idioma cotidiano -el de los personajes, el de un narrador muy personal y, salvo tal cual expresión ya pasada de moda, el de nosotros los lectores también. Nosotros, no menos que los que habitan el mundo galdosiano, vivimos todos rodeados de símbolos o tropos lingüísticos cuya identidad poética yace en un olvido asegurado por la repetición inconsciente. Lo que hace Galdós es aprovecharse de esta tendencia natural e inevitable, para sus propósitos artísticos; se aprovecha del simbolismo disfrazado en el habla idiomática sin que tal resurrección o identificación falsee el perfecto fiel de balanza que debe existir entre la exactitud y la belleza, según la famosa sentencia del propio autor.

Enlazando cabos sueltos, diríamos que la novela demuestra en lo básico dos procedimientos complementarios en el manejo del leitmotif Ave-Aire. Por una parte, el autor siempre intenta que los efectos simbólicos de una determinada situación dramática se desarrollen internamente, que surjan por dentro de la situación misma, a su vez netamente plausible y consecuente con el contexto narrativo en que ella ocurre (pensamos no sólo en el episodio de la noria, sino también en la imagen de Fortunata comiéndose el huevo crudo, en el pasaje de los pájaros fritos, o bien en la escena en casa de Doña Desdémona). Establecidas así las dimensiones simbólicas de la obra, se infunde en la narración una sugestividad simbólica derivada del habla aparentemente natural, espontánea y coloquial de los personajes (y del mismo narrador), creando así resonancias sutiles que bien sobrepasan los requisitos mínimos de observación indispensables a toda gran novela realista, sin perjudicar la ilusión de verosimilitud.   —48→   La prueba del genio de Galdós artista, tanto como del valor de la novela en calidad de obra de arte, se funda en que esta técnica siempre obedece a una ley de proporción que exige, como dijo Flaubert, que la mano del artista esté presente en todas partes de su obra, sin ser visible en ninguna105.

University of California, Santa Barbara



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