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ArribaAbajoIV. Les origines de la civilisation moderne

Bienvenido Oliver


Bajo este seductor epígrafe acaba de publicar en Bélgica una notabilísima obra en dos tomos en 4.º de XLVI-387 y 316-LIX páginas, elegantemente impresos, el sabio profesor de la Universidad de Lieja, Sr. D. Godofredo Kurth. Y habiendo tenido la atención el autor de enviar un ejemplar, con afectuosa dedicatoria autógrafa, á esta Real Academia, nuestro Director, con acuerdo de la misma, se sirvió designarme para que emitiese sobre dicha obra el oportuno informe.

Vengo, pues, hoy á cumplir con este deber, muy grato para mí, por tratarse de un libro pensado con alta inteligencia, sentido al calor de la fe religiosa y de la convicción científica más profundas y arraigadas, preparado de largo tiempo, nutrido de selecta y abundantísima erudición, y escrito con todas las galas del buen decir y con la brillantez de una imaginación viva y animada; de un libro, además, esencialmente histórico, y que interesa á los españoles, para quienes no debe pasar desapercibido aquel largo período de la historia de la humanidad durante el cual se verificó el trabajo sagrado de su regeneración moral é intelectual, con el fin de conocer la parte que en él tomaron nuestros antepasados, y reivindicar, si fuere necesario, ante la gran república científica europea, la gloria que les corresponde por los esfuerzos que hicieron   —42→   en pro de esa misma civilización moderna, que defendieron con tanta constancia, abnegación y entusiasmo, y que propagaron de igual modo por todos los ámbitos de la tierra.

Tal vez el cumplimiento de aquel deber sea superior á mis fuerzas. No lo dudo. Pero si no logro dar una idea exacta de la magnífica obra del Sr. Kurth, tengo la seguridad de que conseguiré al menos, excitar vuestro interés hasta el punto de que no podréis permanecer mucho tiempo sin leerla. A este resultado solamente aspiro; y si lo realizo, confío que no sentiréis la molestia que os cause la lectura de este informe, en el que intentaré presentar sucintamente expuestos el plan, desarrollo y contenido, de tan excelente publicación.


I.

Comienza el libro del Sr. Kurth por una extensa introducción, destinada á fijar la verdadera naturaleza del principio civilizador. Tratándose de una obra que tiene por objeto la historia de la civilización, era forzoso fijar, ante todo, el sentido de esta palabra, que el autor define diciendo, que es aquella forma de la sociedad que ofrece á sus miembros la mayor suma de medios para conseguir el fin último de cada uno.

Pero admitida esta definición como exacta, no por eso desaparecen las dudas y perplejidades que antes existían. Porque ¿cuál es el fin último del hombre? O en otros términos: ¿para qué fin ha sido criado el sér racional? Hé aquí el problema de los problemas, que ningún hombre sabio ó ignorante, culto ó salvaje habrá dejado de proponerse alguna vez en su vida.

La solución de él no se encuentra en ninguna ciencia humana hay que buscarla exclusivamente en la revelación divina. El fin del hombre, como el de todas las cosas creadas, es Dios; es decir, la salud eterna.

Con arreglo á este principio fundamental, es imposible hallar señales de la verdadera civilización en la antigüedad. Según la creencia general de todos los pueblos antiguos, el fin último del hombre era el Estado, la Patria, de la que todos eran esclavos,   —43→   aun los que se creían más libres. La misma filosofía por boca de sus ilustres maestros, Platón y Aristóteles, rendía adoración al ídolo del género humano, al Dios Patria. Y conocidos son los resultados tristísimos de esta doctrina, y el envilecimiento en que por consecuencia de ella, cayó el alma humana.

A sacarla de tan abyecto estado vino la enseñanza salvadora de Jesucristo, proclamando el mandamiento nuevo, el gran principio, en aquellas sublimes palabras: Amad á Dios sobre todas las cosas y al prójimo como á vosotros mismos, que se encarnó para siempre en la especie humana mediante la creación de un órgano infalible -la Iglesia- que lejos de absorber ó destruir al antiguo -el Estado- le dió una gran permanencia y estabilidad, también eternas, con aquella memorable y divina fórmula: Dad al César lo que es del César y á Dios lo que es de Dios, que constituye por sí sola el gran principio civilizador de la humanidad, fundamento indestructible de la política cristiana. La cual puede resumirse en estos dos preceptos absolutamente inseparables: obediencia (no servilismo), al poder civil dentro de la esfera de sus derechos; desobediencia pasiva (no rebelión), á ese mismo poder cuando se sale de su propia esfera.

Pero esta política cristiana no es una utopia, sino la más viva y positiva de todas las cosas reales, según lo demuestran los portentosos resultados del trabajo que viene realizando desde tantos siglos el principio civilizador para modelar y fundir la sociedad europea, á imagen y semejanza de la sociedad eterna, que lo lleva en su seno. Ved, si no, cómo las fronteras de la civilización han llegado á confundirse con las del cristianismo, y que solo pueden llamarse cultas aquellas clases que están más penetradas del principio cristiano, y cómo los mismos que niegan el origen y las fuentes de las enseñanzas cristianas, son los que, al propio tiempo les prestan obediencia y acatamiento, y cómo el ideal de la justicia que el cristianismo pone sobre todas las cosas de este mundo, es el que ha producido la paz entre los hombres y el desarrollo de las relaciones sociales. Observad, luego, que al genio cristiano se deben las más grandes conquistas de que se envanece, y con razón, la civilización moderna; tales como la inviolabilidad personal, la de la conciencia, la de la familia, la del Estado,   —44→   y esa aspiracion que en nuestro siglo ha tomado tanto vuelo y que yo me atrevo á calificar de internacionalismo, es decir, el desarrollo de las relaciones sociales, no ya entre los Estados europeos, sino entre todos los pueblos cultos del mundo. Y por último, importa notar que es tan estrecha la solidaridad entre la Iglesia y la civilización, que aparecen siempre, entre los enemigos de aquella, los campeones de todos los errores y de todas las iniquidades, que son la más rotunda y brutal negación de la cultura moral é intelectual.




II.

Fijada la verdadera noción del principio civilizador y con ella lo que se entiende por civilización moderna, el autor, después de cerrar la notable introducción de su libro con la grata y consoladora esperanza del triunfo definitivo de aquel, á pesar de los generales é intencionados ataques de que es objeto en nuestra época, entra desde, luego á exponer los orígenes de esa misma civilización, examinando, en los 13 capítulos de que se compone la obra, el estado del mundo en los nueve primeros siglos de la Era cristiana, las grandes modificaciones que sufrió al ponerse en contacto con la doctrina del Evangelio, las vicisitudes que la propagación del mismo experimentó en cada pueblo, y el triunfo definitivo de la política cristiana con el glorioso reinado de Carlo-Magno.

De buen grado entraría en la exposición del contenido de cada uno de esos capítulos, que son á la vez magníficas y elevadas síntesis de grandes y extraordinarios cielos históricos. Pero esta tarea, que sin duda excede los límites de mis fuerzas, ocuparía demasiado la atención de la Academia que necesita dedicarla á otros asuntos, en verdad no tan importantes, pero más relacionados con los propios y peculiares de su instituto. No por eso quiero excusarme de presentar á vuestra consideración las ideas culminantes que contienen los capítulos en que divide su libro el Sr. Kurth, y el hilo de oro misterioso que entrelaza y une todas las partes de su preciosa obra, para que podáis juzgar del extraordinario mérito de la misma.



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III.

Si el origen y la causa permanente de la civilización moderna, se halla en la sociedad cristiana, la forma última y más acabada de la antigua civilización, se encuentra en el Imperio romano. Heredero este de todos los esplendores y de todos los goces de los pueblos antiguos de Oriente y Occidente, constituye el tipo perfecto de la cultura pagana. Para los romanos, el Imperio era eterno y universal; en él se realizaba la misión de la humanidad; era Dios, y por un proceso evolutivo, su divinidad se comunicaba al hombre en quien se había encarnado. De aquí la omnipotencia imperial, que alentó las ambiciones, desencadenó la anarquía y entregó el poder al más fuerte, proclamado por los soldados, que vendían su fidelidad á peso de oro. A cambio de este despotismo, el pueblo solo exigía del Emperador la seguridad de la vida privada y el goce tranquilo del mayor número de placeres, que llegó á convertirse en una pasión nacional y universal, merced á lo que se extendió la degradación y corrupción por toda la superficie del Imperio, cuyos habitantes quedaron esclavizados y empobrecidos por el impuesto, desapareciendo la pequeña propiedad de la tierra, que en gran parte quedó yerma y estéril. Los filósofos, los políticos y hasta el mismo Dios Imperial, colocado en la cumbre del mundo antiguo, se consideraban impotentes para evitar la gran catástrofe que se avecinaba.




IV.

Al lado de ese mundo culto y refinado, existía otro, desconocido de los romanos al principio, odiado después, temido siempre, al que llama el Sr. Kurth, el Mundo germánico. Aunque en el fondo eran los pueblos bárbaros hermanos del romano, pues procedían de la misma patria y de los mismos padres, les separaban grandes diferencias. Nómadas al principio, y más sedentarios después, la feroz independencia de su personalidad fué en ellos   —46→   el más poderoso obstáculo á la formación de una verdadera sociedad civil.

En los tiempos más cercanos á la invasión, se advierten los comienzos de un régimen político, constituído por las familias, las marcas, los cantones, la nación y por el rey, quien comparte el poder y la jurisdicción con las asambleas generales ó particulares, descansando todo el mecanismo de la vida pública y privada sobre la idea de la fuerza bruta, hasta el punto de que para el germano no había otro tipo más perfecto que el hombre de guerra, el militar.

Era en los germanos la guerra á modo de religión nacional, cuyos Dioses sanguinarios y feroces son la expresión de los sentimientos y de las pasiones de aquellas gentes. Pero á medida que por los repetidos encuentros con los romanos, se pusieron en contacto con la civilización antigua, consolidaron los vínculos políticos; y á principios del siglo III aparecen temibles confederaciones á orillas del Danubio y del Rhin, que esparcen el terror por todo el Imperio. Sus exigencias aumentan con las concesiones arrancadas al miedo; y después de tres siglos de una guerra permanente, la Germania, una vez fuera de sus bosques, amenaza por todas partes la civilización antigua. En aquellos angustiosos momentos, pudo dudarse del porvenir del género humano, combatido á un tiempo por el despotismo romano y la anarquía bárbara.




V.

Mas antes de verificarse este choque gigantesco y cuando Augusto, convertido en árbitro de la tierra, creía haber afirmado para siempre el Imperio de los Césares, había nacido otro Imperio, para el que eran estrechos los límites de la civilización romana. El cual, después de aniquilar al antiguo, debía extenderse entre los bárbaros, para terminar la lucha que estos sostenían contra la antigua civilización, reconciliándoles en el seno de su armónica unidad, y abarcar el género humano todo entero en una sociedad verdaderamente universal y eterna. La unidad del Imperio romano favoreció su crecimiento; la maravillosa   —47→   estructura de sus instituciones jurídicas fué la gran palanca de su organización humana, y la misma capital del mundo, Urbs Orbis, fué convertida en centro de la nueva sociedad. El Imperio de Dios, como así se llamaba, ofrecía el más radical contraste con el Imperio de Roma y con todas las sociedades humanas hasta entonces conocidas. Componen aquel todos los seres racionales sin distinción, los vivos y los muertos; á todos los cuales ofrece, como único bien, la transfiguración gloriosa del cuerpo y del alma en la luz de la justicia y de la verdad divinas. Hállanse unidos por el solo vínculo del amor; y siendo hermanos, tienen por jefe al mismo Dios que por caridad se había hecho hombre y que solo aspira á reinar sobre los corazones, pues su reinado no es procedente de este mundo (imagen), sino que dimana de solo Dios y reside principalmente en el santuario de la vida interior. De los grupos de la nueva sociedad, solo uno se apoya en la ciencia humana, el de los vivos, al que reserva el nombre de Iglesia militante. Extendida su doctrina por todos sus miembros como el alma en el cuerpo, ejerce sobre este la misma irresistible acción que un principio libre ó inteligente sobre la fuerza brutal, librando combates incesantes contra los asaltos de esta, y nutriendo á cada miembro de su leche y de su sangre. Y es tal su importancia, que desde su aparición, todo se hace en favor ó en contra suya, hasta el punto de que constituye desde entonces la primera preocupación del género humano; y la narración de sus relaciones con este es, propiamente hablando, la historia de a civilización.

A pesar de lo humilde y casi despreciable de sus comienzos, la Ciudad de Dios se esparció por todo el mundo con la rapidez del relámpago, conservando sus diversas agrupaciones la unión más estrecha por los lazos de la caridad, el celo de sus obispos, á cuya elección concurrían el asentimiento popular y el sufragio de un clero escogidísimo, encargado del culto y de los pobres. La unidad de la jerarquía constituida bajo la suprema dirección del Obispo de Roma, se distinguió por el admirable sistema de educación interior y de disciplina, y por la eficacia de dos armas tan poderosas como el trabajo y la abstinencia. Abrillantaron y ennoblecieron la castidad, la virtud de las virtudes; y, en la caridad   —48→   para todas las miserias, encontraron la verdadera solución del problema social. El perfume que esparcían estas virtudes, más que el dogma y el culto que profesaban los cristianos, ofendían á la sociedad pagana; la cual, ayudada de los judíos, inició aquella serie de persecuciones que ha hecho tristemente memorable al Imperio romano. Pero este aparecía cada vez más exaltado contra los censores de sus crecientes vicios y crímenes, contra los que protestaban de la divinidad de los Emperadores, y contra los que soportaban con plácida serenidad los más crueles é inhumanos suplicios que nos refieren las actas de las mártires, cuya sangre llegó á ser simiente de cristianos, porque predicando la doctrina de Cristo, la practicaban de la manera más elocuente y persuasiva; que era dando por ella la vida. Victoriosa la Iglesia de las persecuciones imperiales por el heroismo de los mártires, lo fué también de los polemistas paganos y de las mismas herejías (nacidas unas de los conversos eclécticos, como los gnósticos, y otras de los rigoristas y exaltados), por los apologistas, por los escritores de los tres primeros siglos y por los catequistas, guiados siempre por el sucesor de San Pedro, guardián infalible de la verdad católica.

Así al cabo de tres siglos, la Iglesia, la sociedad espiritual, se presentó en el Mundo sacando de sí propia y sin tomar nada prestado a este, todos los elementos que constituyen una completa civilización, ofreciendo solución viva y original á todos los problemas filosóficos y sociales, y enviando á sus propios miembros por todas las comarcas de la tierra, los cuales acampaban como peregrinos á la sombra de los monumentos de la Ciudad Civil ó puramente humana.




VI.

Debilitado cada vez más el Imperio romano por su corrupción, combatido por los bárbaros y profundamente conmovido por el cristianismo, era necesario para salvarle que estas dos grandes fuerzas se uniesen, dando de esta suerte á la civilización romana una base más ancha y verdaderamente universal.

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Tal fué la obra que inició Constantino el Grande, que persiguieron sus sucesores, y que no encontró obstáculo alguno en los cristianos ni en los bárbaros, deseosos estos y aquellos de llegar á una inteligencia con el Imperio. Pero este no supo aprovechar tan felices disposiciones. Lejos de transformar á los bárbaros en ciudadanos romanos, no logró más que contagiarles con sus vicios y pasiones. Y á pesar de engañosas apariencias y de ciertas parciales conquistas realizadas por el espíritu cristiano en el orden político, el Imperio continuó siendo pagano. Hasta tal punto estaba encarnada en los emperadores cristianos la idea de la divinidad del Estado, que Constancio, fautor del arrianismo, pudo contestar á los prelados que invocaban las leyes de la Iglesia: «Mi voluntad tiene la misma fuerza que los sagrados cánones,» que era la traducción del principio de Ulpiano, «Quod principi placuit, legis habet vigorem.» De aquí surgió otra vez la lucha entre la Iglesia y el Estado; lucha más terrible que las anteriores, pues tenía la Iglesia por enemigos, no á los paganos, sino á los que ostentaban la fe del bautismo que habían abrazado sin vocación y solo por el prestigio de la victoria, los cuales encontraban en las herejías, que justificaban sus pasiones, la fórmula más soportable del cristianismo. De todas ellas la que comprendió mejor el espíritu de la reacción pagana interna fué el arrianismo; por eso fué también la más popular y duradera. Oscilando entre varias fórmulas de doctrina, solo manifestó fijeza en condenar la autoridad de la Iglesia y ensalzar la del Imperio, hasta el punto de proclamar Obispo universal al mismo Emperador; y aspirando á una concordia imposible entre el paganismo y el Evangelio, solo consiguió ser el azote de los fieles que profesaban el verdadero dogma, y precipitar la caída de la doctrina gentílica que arrastró consigo la del mismo Imperio, empujado por el irresistible ímpetu de la invasión mongólica, que oportunamente contuvieron, aunados y confederados, romanos y germanos en los campos de Mauriac, en donde termina propiamente el Imperio de Roma.



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VII.

Entre tanto la Iglesia se había propagado por todo el mundo, sometiendo á su acción civilizadora las regiones más apartadas del Asia, apoyada en la admirable organización de sus instituciones, en sus asambleas generales ó particulares, en sus grandes Obispos y Santos, en la ejemplaridad de la vida de los verdaderos cristianos, quienes desde entonces comenzaron á distinguirse de los aparentes ó semipaganos, en las grandes obras sociales inspiradas en la caridad, en la superioridad intelectual de sus escritores y oradores, y sobre todo en el escogido ejército de ascetas y anacoretas, centinelas avanzados de la Iglesia y custodios de sus virtudes heróicas y perfectísimas, en medio de las tempestades de la barbarie y de la corrupción, que había penetrado también en la sociedad cristiana, no perdonando á la misma jerarquía. La Iglesia, con estos fortísimos apoyos, se dedicó á lanzar de su seno los elementos impuros que en ella habían penetrado, y á reclutar otros más vigorosos y sanos, que aun vegetaban en las eriazas del paganismo, después de haber conquistado la gratitud de los pueblos. Salvándolos para convertirlos en instrumentos de su gloria, la Iglesia apareció majestuosa é imponente en la persona de San León el Grande, en quien el papado se manifiesta cómo había de ser en las edades venideras, alma de la civilización universal y árbitro del mundo, verdadero fundador del imperio espiritual y eterno de Roma, cuando el de los Césares abandonó su antigua sede para trasladarse á Bizancio.




VIII.

Merced á las condiciones topográficas de esta ciudad, el edificio político del paganismo cristiano, pudo subsistir durante diez siglos más, ofreciendo el espectáculo de una sociedad lasciva y decrépita, enfermiza, encerrada en su capital, baluarte y prisión á la vez, en la que no podía vivir ni morir, y dejando una gran   —51→   enseñanza al género humano. El cesarismo encontró en aquella nación griega, de costumbres orientales, el terreno más á propósito para crecer y desarrollarse, y el eclecticismo insano y pestífero, la mejor base para sus progresos. Los mismos generosos esfuerzos que hacían los verdaderos cristianos, fueron el mayor acicate de su persecución; y la valerosa voz que desde Roma censuraba constantemente la autocracia religiosa de los Emperadores bizantinos, precipitó á estos en los horrores del cisma, en nombre de un falso patriotismo. Política insensata, que separaba á los cristianos de Oriente de la alianza saludable de los latinos, privándoles de sus únicos defensores en la hora terrible en que el Islamismo les declarase guerra de exterminio. Los resultados de tales doctrinas fueron una insípida y superficial religiosidad en la forma, y un denigrante paganismo en el fondo, cuyos síntomas principales se revelan en el cesarismo más humillante, en la frivolidad y corrupción de las costumbres públicas y privadas, en la cobardía del ejército, en la desorganización de los servicios y exacción intolerable de los impuestos, en la esterilidad de las inteligencias, y en la espantosa y general degradación de carácter de los bizantinos, mezclada con un necio desdén hacia los extranjeros y una petulante vanidad, cifrada toda ella en ostentosas insignias, títulos vanos y pomposos, y ceremonias palaciegas, aparatosas y teatrales. Reducida de día en día la superficie del Imperio bizantino á consecuencia de las conquistas realizadas por los pueblos limítrofes, y á causa de su propia y natural desorganización, que no bastaron á contener remedios tan impotentes como la creación de cierto feudalismo territorial, llegó un momento en que no teniendo más extensión que la de su capital, pudo con la conquista de esta desaparecer instantáneamente aquel Imperio, «verdadera momia de la antigüedad abandonada en las orillas del Bósforo»; no sin haber contagiado con su maléfico aliento á los pueblos eslavos que en la Europa oriental aún respiran el espíritu bizantino, y sin que el mundo civilizado le deba otro beneficio que haber sido durante varios siglos el infranqueable baluarte contra la invasión mahometana.



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IX.

Apartando la mirada del Imperio Oriental, arrancado á la civilización, hay que volver los ojos al Occidental en los momentos mismos en que tiene lugar la gran invasión de los bárbaros; uno de los acontecimientos más grandes y terribles de la historia de la humanidad.

Conviene, desde luego, distinguir en aquellos, dos grupos geográficos, cuyas tendencias y destinos se diferencian profundamente. El del Norte, formado de francos, alemanes y anglosajones, conserva toda su rudeza primitiva. El del Sur, excepción hecha de los vándalos, parece más apto para asimilarse la cultura romana. Y sin embargo, mientras el último perece en los primeros albores del mundo nuevo, que ilumina con su brillo fugaz, el primero es el que ha tenido el honor de fundar la civilización moderna. ¿A qué se debe tan singular fenómeno? Según el Sr. Kurth, á que los bárbaros meridionales adoptaron las costumbres y cultura latinas, viniendo á ser los últimos restos de la decadencia romana. La historia de los reinos que fundaron en Francia, Italia, España y África, prueba lo que el elemento bárbaro, entregado á sí mismo, es capaz de hacer por la civilización. Ni las grandes cualidades de algunos reyes, ni los nobles esfuerzos de sus ministros consiguieron realizar la grande obra de la asimilación ó fusión de las sociedades romana y bárbara. Era preciso algo más para fundar una nueva sociedad. Faltaba aquel principio de vida, el de la divinidad de nuestra Redención, de que carecían todas las sociedades constituídas por los barbaros, desde que, por las sugestiones de los emperadores de Oriente, abrazaron el arrianismo; especie de racionalismo cristiano, frío, estéril para el bien, cortesano, servil, fanático perseguidor de la Iglesia, el cual, irritando á las poblaciones católicas, fué á la postre la verdadera causa de la deshonrosa desaparición de aquellas jóvenes nacionalidades, en pos de la que comenzaron una nueva existencia, bajo los auspicios de la Iglesia católica, en mejores condiciones de vitalidad, y con un porvenir de gloria y de grandeza.



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X.

Triste y lúgubre se presentaba el de la Iglesia católica y el de la civilización cristiana al terminar el siglo V, lo mismo en Oriente que en Occidente. Lejos de continuar sus progresos, parecía que se iniciaba un movimiento de retroceso y decadencia, en el cual la fe católica, oprimida por Bizancio y por el arrianismo bárbaro, parecía próxima á desaparecer, entregado el mundo á estos dos agentes funestos de destrucción.

En tan crítica situación, un suceso extraordinario resonó en toda Europa: la conversión de Clodoveo con sus 3.000 guerreros. Desde aquel instante, se inician una serie de triunfos para el jefe de los francos, para la Iglesia y para la humanidad entera. Como dice el Sr. Kurth, «en la pila bautismal de Reims encontró Clodoveo la corona de toda la Galia,» y merced á ella extendió su poder más allá del Rhin, sometiendo á los alemanes y turingios. Poco después, la Europa católica aplaudió la conversión de los feroces anglo-sajones, realizada por los valerosos misioneros que envió San Gregorio el Grande. A esta conversión siguió la de los suevos, visigodos y lombardos. Y para completar el cuadro, volvieron al seno de la Iglesia los bretones é irlandeses, separados de ella en puntos accidentales. El aspecto del mundo había variado radicalmente en un siglo, merced á un doble movimiento de atracción entre la Iglesia y los pueblos bárbaros, y sobre todo á la virtud propagandista del cristianismo, practicada en el seno de estas, con una dulzura y discreción que encanta y maravilla, y de la que nos ofrece acabado ejemplo la carta de aquel Pontífice sobre las misiones de los anglo-sajones. Al empezar el siglo VIII todo el Occidente era católico, y la unidad de la fe reunía en una sola familia pueblos y naciones distintos, bajo el cayado del Obispo de Roma, convertido, contra su voluntad, en soberano de la Ciudad Eterna, y que en la persona del mismo San Gregorio adquirió un brillo extraordinario por las grandes empresas á que dió cima, así en el orden temporal como espiritual, dirigiendo su mirada y sus consejos á todos los lugares, hasta los más remotos   —54→   del mundo cristiano; con cuyo trabajo de concentración preparó este gran Pontífice la unidad moral é intelectual de Europa, que él presentía al hablar por primera vez en nombre de la República cristiana, de la que muy pronto debía ser Cabeza y Rector.




XI.

Mas el bautismo no convirtió de repente á los bárbaros en verdaderos cristianos. Era preciso regenerarlos, dominando sus pasiones y estirpando sus antiguas preocupaciones, y á esa tarea se entregó con afán la Iglesia. La historia de los pueblos europeos presenta en sus primeras páginas el cuadro de esa lucha incesante entre el cristianismo y la naturaleza del hombre degenerada; lucha que en ningún pueblo adquirió mayores proporciones, ni ofrece tan favorables condiciones para la observación, como entre los francos, pues por su misma situación en el centro de Europa y por hallarse en contacto con todos los pueblos cultos y bárbaros, cuyas vicisitudes llenan los anales de los comienzos de la Edad Media, intervino en todos los acontecimientos, desempeñando el primer papel. Por eso puede decirse que en el pueblo franco se debaten y se resuelven todos los problemas sociales, que hacia él convergen todos los rayos de luz que despide la historia sobre los primeros siglos, y que en él propiamente nace la civilización moderna. De aquí la predilección del Sr. Kurth por el estudio de este pueblo, verdaderamente universal, del que ha dependido, durante muchos siglos, el porvenir de la sociedad moderna.

Para demostrar lo que hubiera sido esa nación si la Iglesia, apoderándose de sus fuerzas desordenadas, no hubiese establecido el orden y la armonía creadora, el autor examina el estado de las sociedades galo-romana y franca después de la conversión de Clodoveo, y la manera como se realizó la reunión de ambos pueblos constituyendo un poderoso reino. En la sociedad galo-romana, las fuerzas sociales habían sustituído á las políticas, y compartían el gobierno del país los grandes propietarios, que poseían la riqueza, y la Iglesia, que gozaba el prestigio. En la sociedad   —55→   franca la propiedad individual sustituye á la colectiva; la Realeza á las antiguas asambleas; y los delegados del rey, los Condes, á las locales; las familias vivían diseminadas en el campo, sin formar centros de población; cultivaban el lino y la vid, prefiriendo la ganadería y la caza; pero el nivel intelectual y moral de los individuos de esta raza no era más elevado que el de los feroces Queruscos del siglo I.

La reunión de galo-romanos y francos se verificó lenta é insensiblemente por la moderación que estos usaron en la conquista y por la resignación con que los primeros aceptaron la nueva dominación, llegando bien pronto á confundirse en las costumbres y en las leyes las dos razas, sin más diferencia que una superioridad honorifica ó vana del franco sobre el romano. La nueva sociedad, lejos de reconocer la diversidad de razas, como hicieron las monarquías arrianas, solo admitió la distinción de clases, según la riqueza de cada uno; las cuales, gradualmente escalonadas, dieron origen á una poderosa aristocracia territorial, á cuya cabeza estaba la Realeza. Mas esta institución, que aspiraba á reunir bajo una sola autoridad todos los miembros del cuerpo social, encontró viva resistencia en aquella aristocracia acostumbrada, desde la época del Imperio, á prescindir del Soberano. De aquí surgió una lucha violenta entre ambas instituciones, que constituye toda la trama de la historia de la Monarquía merovingia, cuyas tristes, sangrientas y bárbaras vicisitudes traza de mano maestra el Sr. Kurth; sobresaliendo por su ferocidad los excesos á que se entregaron los corrompidos y abyectos miembros de la dinastía merovingia, de que son dechado perfecto los aborrecibles nombres de Brunequilda y Fredegunda, que precipitaron á la nación en la corrupción y en la ignorancia; resultado fatal del contacto de la brutalidad primitiva del bárbaro con la decrepitud romana, de que llegó á contagiarse la misma Iglesia en todos los grados de su jerarquía.




XII.

En medio de este cataclismo general que amenazaba concluir para siempre con todo el resto de la cultura, la Iglesia, no solo   —56→   escapó del peligro de verse ella misma sumergida en la barbarie, sino que transformó por completo la faz del mundo por una serie de prodigios nuevos que la historia de la civilización debe explicar y dar cuenta; por más que renuncie á trazar el cuadro con toda su vasta y majestuosa grandeza. Apoyada en la admirable economía de su constitución y en los esfuerzos de su clero, salvo algunas raras excepciones, lleno de celo y abnegación, emprendió valerosamente la dificilísima tarea de hacer penetrar en el rudo entendimiento de los bárbaros el espiritualismo cristiano, y en su corazón, poseído de las más enardecidas pasiones, el orden y la regularidad de la vida del Evangelio, convencida de que la regeneración de toda sociedad debe comenzar por la de sus miembros. Y llevando á efecto este plan reformó la vida moral del individuo; elevó la condición de la mujer; dulcificó las costumbres; extirpó gradualmente la esclavitud; fundó establecimientos de caridad y desarrolló las instituciones penitenciales, verdadera escuela en todos tiempos de la perfección interior. Obtenida la regeneración de los individuos, siguió necesariamente la transformación de la sociedad, advirtiéndose esta influencia en los Códigos bárbaros, mediante las superiores enseñanzas de los Obispos y de los decretos conciliares. De generación en generación se iluminan, «los bosques espesados y tupidos del derecho germánico,» por un rayo de justicia y de caridad, que brilla á través de sus tinieblas; y estudiando las leyes bárbaras puede determinarse la fecha de su redacción, según su respectiva superioridad moral. Como digna recompensa de tantos triunfos, se vió la Iglesia enriquecida por los fieles y honrada por los Poderes públicos, no sin que tuviera que luchar á menudo con estos últimos, celosos del prestigio y de la riqueza del Clero y de los Prelados, quienes más de una vez se vieron obligados á resistir las pretensiones del Poder real, inspirado en el cesarismo romano y en el despotismo bárbaro. Verdad es que la Iglesia triunfaba; pero los combates que sostenía por la causa de la civilización, no carecían de peligro para ella, que en más de una ocasión parecía próxima á sucumbir.



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XIII.

Afortunadamente la Iglesia conservaba una vigorosa reserva, cuya enérgica intervención bastaba para reconquistarlo todo, en el mismo momento en que todo parecía perdido. Esa reserva la constituían los millares de almas dulces y humildes, que por toda la superficie de la Europa cristiana corrian á la soledad primero y al claustro después, para realizar los consejos evangélicos que encaminan á la perfección cristiana, estribando su dicha y su gloria en dejarse penetrar y modelar por la ley de Dios, mientras la gran masa de los bárbaros conservaba todos los vicios del paganismo ó los abandonaba poco á poco y con pena. La historia de la civilización, no debe desdeñar el estudio de una legislación tan sabia como la monástica, que durante tanto tiempo ha dirigido los espíritus más sublimes y puros de la sociedad cristiana. Y en efecto, el Sr. Kurth presenta el más bello y patético cuadro de la vida monástica en todos los países de Europa, explicando el atractivo que ejerció sobre las diversas clases sociales de los pueblos bárbaros, el generoso y desinteresado apoyo que dió al clero en los momentos más críticos, los servicios grandes que prestó á la cultura intelectual y material, y la cariñosa acogida, por los mismos pueblos dispensada, á las comunidades religiosas, que llegaron á ser, en aquellos turbulentos tiempos, verdaderos asilos de la libertad humana.

En esta lucha del Evangelio con la barbarie, de un principio eterno con la pasión del momento, aparece la Iglesia abrazando al mundo bárbaro desde sus cimientos hasta la cúspide para llenarle en todos sentidos de su propio espíritu.

El campo predilecto para las luchas es la intimidad de la conciencia; y allí obtiene los mayores triunfos, que son á la vez la victoria de la civilización. La Iglesia, aun en medio de las peripecias y ardores del combate, jamás olvidó ninguno de los elementos de la cultura antigua en Irlanda, España, Italia ó Inglaterra, mientras el Imperio franco descendía rápidamente, por la pendiente, á la ignorancia más profunda.



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XIV.

Mas esta lucha no podía ser interminable, y dada la incontestable superioridad de la Iglesia sobre la sociedad civil, era de esperar que del seno del pueblo franco surgiese una reacción que inspirada en el espíritu cristiano, restableciese el equilibrio, conformando la vida del cuerpo social á las leyes inmutables de su principio espiritual. Así sucedió en efecto, merced á la doble y poderosa iniciativa de los ilustres y gloriosos descendientes de Pipino y de Arnulfo, administradores soberanos de la pequeña monarquía de Austrasia, y más tarde de toda la Galia, y de los grandes sucesores de San Pedro. Los primeros refrenan la autoridad real y normalizan en su nombre la vida pública, sometiendo á su obediencia nuevos Estados, rechazando con gloria la invasión mahometana y creando en fin, un poderoso imperio; y los segundos reanudan la íntima comunicación con la sociedad y el clero francos, durante más de un siglo interrumpida, promoviendo la reunión de Concilios y la reforma de la vida eclesiástica, propagando el conocimiento de la antigua literatura sagrada y profana, sometiendo por la virtud de los misioneros, como San Bonifacio y San Willibrordo, al yugo del Evangelio, naciones y pueblos feroces que habían resistido al de César, y multiplicando entre los recien convertidos la creación de monasterios, centros á la vez de religión y de cultura. Impulsados por tan elevados móviles el jefe del imperio franco y el Pontífice de la Iglesia universal, bien pronto se convirtieron en aliados, para recorrer juntos el glorioso camino de la civilización, prestándose mutuo apoyo. La Iglesia ciñó la corona real á las sienes del más egregio de los sucesores de Pipino, y este, agradecido, libró al Obispo y al pueblo de Roma del despotismo imperial de Bizancio y del furor de los lombardos, con su victorioso ejército, otorgando al primero una independencia y soberanía temporales absolutamente necesarias para el ejercicio del supremo Magisterio y Jurisdicción.

Desde aquel solemne instante aparecen estrechamente unidas dos grandes fuerzas que, nacidas del mismo origen, debían sus   —59→   progresos á los servicios que habían prestado y á la intensa necesidad de orden y de justicia que atormentaba á las almas puras, fatigadas del cesarismo pagano y de la barbarie común; y empiezan á distinguirse, de un modo más visible, los rasgos de una civilización en la que los dos Poderes, distintos por su naturaleza y por sus medios de acción, pero unidos en la prosecución del mismo augusto fin, habían de trabajar de concierto para extender el imperio de la justicia y procurar el reinado de Dios.

Indudablemente de esta armonía, que por primera vez dominaba en la sociedad, debía resultar algo grande y extraordinario.




XV.

Y así fué en efecto.

La Providencia puso á la cabeza del imperio franco un hombre sin igual, el más grande de todos los reyes cristianos que, llena toda su época y da nombre á su siglo -Carlo Magno,- el cual no trajo la misión de innovar ó reformar, sino la de continuar y consumar la obra iniciada por sus predecesores, de concierto con la Iglesia. Su reinado representa el esfuerzo más gigantesco y reflexivo que haya podido realizar sociedad alguna en el sentido de la civilización; y probablemente el mundo no volverá á presenciar unos tiempos en que el progreso haya seguido una marcha tan enérgica como seductora.

Afirmó la cohesión de los diversos pueblos que componían el vasto imperio franco, sofocando las rebeliones interiores y las desobediencias de los que le rendían vasallaje; ensanchó sus fronteras desde el Ebro hasta el Elba y desde el Garigliano al Eyder, asegurando la integridad del territorio contra nuevas invasiones; impulsó la acción civilizadora de la Iglesia, extendiendo y fomentando las misiones entre los pueblos más rudos y salvajes; reconstituyó la nación bajo la unidad de su cetro, dejando á cada uno de los veinte pueblos distintos que lo formaban sus peculiares jefes, leyes y lenguas; limitó su propia autoridad solicitando el consentimiento del pueblo, á quien convocó frecuentemente para consultarle los negocios más arduos, fiándole además   —60→   la legislación y la administración de la justicia; creó un verdadero cuerpo de funcionarios amovibles y dependientes del Poder real, que llevaran la acción del mismo á los más apartados lugares y fueran, al propio tiempo, la expresión de las necesidades y aspiraciones de los habitantes cerca del Soberano; neutralizó con sabias y prudentes medidas las pretensiones contrarias á este gran movimiento centralizador, manifestadas por la aristocracia territorial, organizando el Señoriado como poder intermedio entre la clase popular y el rey; reorganizó el ejército bajo la base de la igualdad y de la disciplina, convirtiéndolo en poderoso auxiliar de sus planes; echó los primeros cimientos de la legislación penal, interponiendo la autoridad del Estado entre el ofensor y la víctima, suavizando las penas y ejerciendo la prerrogativa del indulto, favoreció las artes; reglamentó el comercio; fomentó la agricultura; atendió al socorro de los pobres, haciéndolo obligatorio; impulsó la cultura intelectual, buscando y recompensando á los sabios de todos los pueblos para rodearse de ellos primero y enviarlos después á las provincias, y haciendo de la instrucción, como hace la Iglesia, poderoso instrumento de civilización; y difundió entre sus súbditos el amor á las ciencias y á las letras de la antigüedad, cuyo cultivo renació, sin sacrificar el espíritu cristiano, ni las tradiciones nacionales.

Todo el reinado de Carlo Magno es un combate por la civilización; y bajo su dirección la Europa entera luchó con infatigable ardor para conquistar los supremos bienes de la vida social, guiado por las altas enseñanzas de la Iglesia. Adoctrinado en el estudio de los cánones y teniendo por ideal la Ciudad de Dios de San Agustín, Carlo Magno no tuvo otra ambición más elevada que la de modelar la sociedad de los hombres por esta sociedad perfecta, de que la Iglesia ofrece un acabado tipo, colocando el primero entre sus deberes, el de defenderla y protegerla; á cambio de lo cual, si bien obtuvo algunas prerrogativas esencialmente eclesiásticas, jamás intentó desnaturalizar su posición subordinada dentro de la misma Iglesia, que, según él mismo, no era otra que la de un nuevo Josué que peleaba en la llanura, mientras el Papa, cual nuevo Moisés, oraba en las alturas. ¿Ni qué necesidad tenía de usurpar las atribuciones del poder espiritual un príncipe, que era   —61→   «el órgano armado de la cristiandad, el jefe universal del orden civil, un verdadero monarca internacional», cuyo prestigio se extendía tanto como el de la misma Iglesia? Por eso cuando esta creyó que había llegado el momento de elevar el rango de su defensor sobre todas las dignidades humanas, le sorprendió el Papa Leon III en la noche de Navidad del año 800, proclamándole y coronándole con el título de Emperador romano, «que venía á expresar el verdadero caracter de la magistratura ecuménica que de hecho ejercía»; de cuyo augusto título solo aceptó Carlo Magno la alta significación religiosa que encerraba, considerándose desde entonces como investido más particularmente de la misión de apresurar el progreso de la vida cristiana y el advenimiento del Reino de Dios.

Mas aquel acto del Pontífice era algo más que la coronación de un hombre; era la de una nación entera, que había merecido bien de la Iglesia, y daba su verdadero carácter al régimen social, del que los francos eran los representantes en el mundo. Bajo este punto de vista puede decirse que la coronación de Carlo Magno es «el acta de nacimiento de la civilización moderna.»

La idea cristiana, la más sublime que los hombres han concebido de la sociedad, comenzaba á realizarse. El género humano había adquirido la verdadera intuición de ella; todos los grandes espíritus se complacían en formularla y explicarla; Carlo Magno mismo la había expresado bajo la forma de una alegoría bíblica; y correspondía al Pontificado, conciencia viva del mundo cristiano, presentarla de una manera clara y perceptible á la imaginacion popular; lo cual realizó precisamente el mismo Pontífice León III al trazar de su mano sobre los venerandos muros de San Juan de Letrán, aquellas tres pinturas simbólicas, que representan, la del centro al Salvador del mundo de pié sobre la montaña; la de la derecha á Jesucristo en el acto de entregar al papa San Silvestre las llaves, símbolo de su sagrada dignidad, y al emperador Constantino el lábaro, emblema de su misión guerrera; y la de la izquierda á San Pedro que confiere á su sucesor la potestad espiritual, en forma de estola, y á Carlo Magno la temporal, mediante la entrega del estandarte; coronando esta triple representación del Reino de Dios en la tierra un arco de   —62→   triunfo, del que se destacan como himno que viene de lo alto, aquellas sublimes palabras, oidas desde la cuna del cristianismo, y que serán en el porvenir el cántico de la civilización: Gloria á Dios en los cielos, y paz en la tierra á los hombres de buena voluntad.




XVI.

Así termina, señores académicos, la preciosa obra del eminente profesor belga, de la cual acabo de hacer un frío y descarnado análisis, que dista del original, tanto como los cuadros de Rafael ó de Murillo de los dibujos en lápiz sacados por la mano de algún aficionado. Es tal la impresión que la lectura de esa obra me ha producido, que no he acertado á encontrar vacíos ó lunares, dado el plan adoptado, ni afirmaciones ó juicios verdaderamente fundamentales que me ofrezcan el menor reparo, resultado que depende acaso de ciertas corrientes de simpatía que, desde el primer momento, se han establecido entre el autor y el que estas líneas escribe. Pero de todos modos he de confesar ingenuamente que no conozco obra alguna que presentando un conjunto de doctrina tan completo y acabado sobre la historia de la civilización en los nueve primeros siglos de nuestra Era, reuna tanta profundidad en el pensamiento, mayor claridad en la expresión de las ideas elevadas y abstractas, estilo tan preciso, flúido y bello, erudición tan rica, variada y discreta, y una potencia sintética y generalizadora, tan enérgica y vigorosa, que el lector queda encantado y maravillado al contemplar, en cada uno de los grandes acontecimientos que describe, la idea generadora y el sin número de detalles con que la viste y hermosea; fruto necesario del concienzudo y reflexivo estudio de las fuentes históricas y de los trabajos publicados para ilustrarlas.

Porque una de las cualidades que avaloran el libro del señor Kurth y la que sin duda alguna le hace más acreedor al particular aprecio de nuestra Academia, es el interesante apéndice de 59 páginas, puesto al fin del tomo II, en el cual bajo el modesto epígrafe de Notas bibliográficas se descorre á nuestra vista la rica y selecta urdimbre con que se ha tramado la obra, es decir, el largo   —63→   catálogo de todos los materiales que le han servido para escribirla, presentados, no á modo de abecedario y para afectar erudición extraordinaria, según aconsejaba á Cervántes, el festivo y satírico amigo que le sugirió el prólogo del Quijote, sino un catálogo debidamente ordenado, que es á la vez abreviada reseña crítica de las fuentes históricas y de los libros publicados posteriormente sobre ellas, correspondientes á cada uno de los asuntos tratados en los capítulos de la obra, revelando la manera con que está presentado y redactado ese Catálogo, que el autor se ha preparado para escribir su obra, como él mismo asegura, desde largos años, reuniendo y estudiando á fondo y con madurez los abundantes materiales con que hoy brindan y abruman las ciencias auxiliares de la Historia, así profana como sagrada. Con todo lo cual ha logrado el Sr. Kurth dar á su trabajo la gravedad, importancia y autoridad que son condiciones ineludibles para que ejerza sobre individuos y pueblos la saludable influencia que se propuso al publicarlo.

Fundado el que suscribe en las anteriores consideraciones, propone á la Academia se sirva acordar se manifieste al Sr. D. Godofredo Kurth el singular aprecio con que ha recibido el ejemplar que se ha dignado remitir con destino á la misma y que tengo el honor de devolver, á reserva de proponer á la Academia oportunamente otra manifestación más señalada de aquel aprecio.

Madrid 20 de Junio de 1886.

BIENVENIDO OLIVER.