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Conversaciones con Gide

Ricardo Gullón





Decididamente, Gide continúa despertando admiración, antipatía y curiosidad con la misma fuerza que cuando vivía. Nuestros lectores saben cuánta emoción están produciendo las páginas inéditas de su Diario, ahora aparecidas en volumen, donde cuenta los secretos, bastante bien guardados hasta ahora de su matrimonio. Casi al mismo tiempo, Claude Mauriac, hijo de François Mauriac, publica, con el título de «Conversations avec André Gide» abundantes extractos del diario que redacta hace más de veinte años.

A partir de 1937, Gide y Claude Mauriac mantuvieron una relación amistosa que en el verano de 1939 les llevó a convivir durante algunos días, primero en Malagar, residencia de los Mauriac; luego, en Chitré y Pontigny. El testimonio de Claude Mauriac, si no dice nada consustancialmente nuevo sobre Gide, sí matiza de manera suficiente puntos que conviene destacar; así, esa extraordinaria juventud, de cuerpo y espíritu, gracias a la cual casi pudiera afirmarse que el autor de «Los monederos falsos» nunca fue viejo. A los setenta años (en 1939), su vitalidad era tan grande como su curiosidad, como su interés por cuanto preocupaba y apasionaba a los hombres de las generaciones ascendentes.

El gran escritor permaneció hasta el fin tímido y modesto; cada vez que la ponía a prueba, se asombraba de su influencia, de la eficacia de sus intervenciones en el área de la vida cultural y política francesa. La imagen de Gide que nos presenta su amiga casi siempre resulta atrayente y simpática: es la de un hombre sencillo en su enorme complicación, atento, bondadoso, desvalido a menudo, resuelto a entregarse y sin decidirse del todo, sin decidirse a abandonar sus defensas. (Alguna vez el joven Mauriac advierte el aspecto diabólico de la persona gidiana y no vacila en registrar con lealtad sus impresiones).

Entre las confidencias recogidas destacamos una que aclara singularmente la forma en que Gide realizó su obra: «Nunca consigo decir verdaderamente en un solo original lo que me proponía expresar. ¿Dónde colocar capitales observaciones? ¿Cómo fundirlas en un texto preexistente? No logré sino asediar mi asunto y expresar todo lo que le rodea, salvo precisamente lo esencial, lo que le constituye. Salgo del paso publicando aparte esas notas que no sé cómo utilizar. En forma de diario, por ejemplo. Así puedo verdaderamente expresarme. Es más fácil que fundirlas en un texto único».

La relación entre Gide y Mauriac, en parte acaso por la guerra, perdió intimidad y vigor. Su punto máximo de intensión lo alcanzó en junio y julio de 1939, pero en los días de Pontigny, en agosto de ese año, el alejamiento se inicia.

Averiguar las causas sería tarea harto delicada. Mauriac reprocha a Gide falta de rigor profundo y descubre que «su intransigencia exterior oculta un corazón siempre dispuesto a pactar».





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