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ArribaAbajoCapítulo VI

Poderes de los procuradores


Los procuradores de Cortes, en su calidad de mensajeros de los concejos, necesitaban cartas de creencia para ser reconocidos por tales, con expresión de las facultades de que iban revestidos por las ciudades y las villas en cuyo nombre otorgaban al Rey los servicios, presentaban las peticiones generales o particulares, hacían pleito homenaje y en fin cumplían los deberes propios de su mandato.

Por la primera vez en las Cortes de Sevilla de 1362 consta que los procuradores se presentaron «con procuraciones suficientes para facer lo que el Rey les mandase»; pero ya en el Ayuntamiento de Bubierca de 1363, en el cual fueron juradas herederas del reino, cada una en sucesión de la otra, las tres hijas de D. Pedro y Doña María de Padilla, se cambia la frase por la de «poderes bastantes», y esta es la que prevaleció48.

No es decir que antes no los tuviesen. La procuración era un oficio público que confería el concejo, autorizando el acto los escribanos mayores a quienes competía dar fe de lo que pasaba ante ellos, según se desprende de un ordenamiento hecho en las Cortes de Zamora de 143249.

Llevaban los procuradores poderes especiales y limitados con instrucciones de los concejos, de las cuales no podían apartarse una línea, según cumplía a su mandato imperativo, y en los casos imprevistos reservaban su voto hasta consultar a las ciudades y villas que los habían enviado. Así lo hicieron los procuradores a las Cortes de Medina del Campo de 1430, cuando D. Juan II les pidió su parecer acerca de las medidas de rigor que convendría emplear contra los Infantes de Aragón rebelados en Alburquerque50. Todo esto guardaba perfecta armonía con la ficción legal que estaba el concejo presente; de modo que si hablaba el procurador, era la voz de Burgos o Toledo.

Pedía suceder que el Rey convocase las Cortes para tratar algún negocio grave; y luego sobreviniendo otro acontecimiento de igual o mayor gravedad, se pidiesen nuevos poderes por no ser los primeros bastantes. Sirva de ejemplo el mismo D. Juan II que llamó los procuradores a Valladolid por Enero de 1425 para jurar a la Infanta Doña Leonor; y como a poco hubiese nacido un varón, despachó sus cartas a todas las ciudades ordenándoles que les enviasen nuevos poderes, a fin de que jurasen, como juraron, al Príncipe D. Enrique.

En otra ocasión prorrogó los poderes a los procuradores y les mandó que usasen de sus procuraciones acabadas las Cortes, pues quería pedirles consejo en negocios que importaban a su servicio; abuso notorio, pero no tan grave como parece, considerando que D. Juan II no gozaba a la sazón de toda su libertad. Tratábase de legitimar el atentado contra el Rey, conocido en la historia con el nombre de el caso de Tordesillas, y se urdió esta intriga para aprobarlo.

Solía acontecer que la procuración viniese en discordia; y como no había ley ni costumbre establecida que determinase la autoridad competente para dirimirla, era necesario fijar la regla conforme a los principios del derecho público admitido en la edad media.

Los procuradores pretendían para sí la facultad exclusiva de conocer de los casos de discordia y decidir las cuestiones relativas a los poderes dudosos, con absoluta independencia del Rey y de otra justicia; pero D. Juan II no juzgó prudente desprenderse de esta prerrogativa, sea que la estimase como un acto de soberanía, o sea que no quisiese privarse de este medio de influencia en la elección de los procuradores; y así les respondió en las Cortes de Valladolid de 1442, «quando la procuración viniere en discordia, el conoscimiento quede a mi merced para lo ver e determinar51».

Según el testimonio de Hernando del Pulgar cada una de las diez y siete ciudades y villas que concurrieron a las Cortes de Toledo de 1480 envió «dos personas por procuradores con sus poderes bastantes para las cosas que se oviesen de contratar52». Este pasaje unido al silencio de los cuadernos de Cortes, sino convence, persuade que seguía en observancia la práctica antigua respecto a los poderes de los procuradores.

No se sabe a quien se presentaban los poderes para su examen y aprobación, aunque del ordenamiento hecho por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442 se puede colegir que en estas diligencias nadie intervenía sino el Rey, y solo en el caso de discordia.

Las de Burgos de 1515, convocadas por Fernando el Católico en nombre de Doña Juana, ofrecen la novedad de entregar los procuradores sus poderes al secretario y al escribano de las Cortes por mandado de su presidente D. Juan de Fonseca, obispo de Burgos, quien al siguiente día, de acuerdo con los demás señores que componían lo que hoy llamamos la mesa, declaró ser «bastantes para tratar en Cortes.» Lo mismo pasó en las primeras que celebró Carlos V en Valladolid el año 1518.

La revisión de los poderes por los señores, esto es, por el presidente y los del Consejo que con el título de asistentes y letrados representaban al Rey y eran los ministros de su autoridad en las Cortes, dio principio a una serie de actos encaminados a cohibir la libertad de los concejos y de los procuradores.

Abrió la campaña Carlos V con la cédula de llamamiento a las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, en la cual mandaba a los corregidores: 1.º Que ordenasen a la ciudad o villa de su jurisdicción proceder a la elección y nombramiento de sus procuradores; 2.º Que con toda diligencia cuidasen de que fuesen buenas personas aceptas a su servicio y deseosas del bien público; y 3.º Que llevasen el poder conforme al traslado que les enviaba con la carta.

Si la segunda cláusula repugna por sospechosa, la tercera debió parecer irritante a los pueblos a quienes el Emperador obligaba a romper con la antigua costumbre de otorgar poderes especiales y limitados, según lo pedía la naturaleza del mandato imperativo. No era una simple cuestión de forma: era un golpe de estado, porque los poderes generales absolutos y concordes variaron la constitución de los reinos de León y Castilla en un punto esencial.

Antes de esta novedad participaban los consejos de la vida política al extremo que en las Cortes se reflejaban las libertades municipales: después, roto o relajado el lazo de unión entre el concejo y los procuradores, que llevaban su voto, faltó a las Cortes la savia que las nutría y les comunicaba la fuerza necesaria para resistir a la voluntad del monarca. Las ciudades y villas, lejos del trono, daban instrucciones públicas o secretas con plena libertad y sin ningún temor; mas los procuradores, en presencia del Rey, carecían de valor y fortaleza para oponerse a sus deseos, y tal vez se humillaban hasta obedecerle y servirle, como se deben hacer los servicios de siervo a señor53».

Obedecieron los más de los concejos lo mandado acerca de los poderes; pero algunos no se allanaron con tanta facilidad. Los procuradores de Córdoba y Jaén se excusaron de votar lo que se les proponía en nombre del Emperador con las instrucciones de sus ciudades: los de Valladolid tenían dos poderes, y los de Murcia y Madrid dijeron que los traían limitados.

Duró esta porfía mucho tiempo, porque no solo en las Cortes celebradas en el reinado de Carlos V, sino también en las posteriores, a pesar de la tenacidad de Felipe, II, protestaron las ciudades y villas contra la nueva forma de los poderes, enviando procuradores sin la entera libertad que el Rey quería.

Discurriose el medio de tomarles juramento de no venir ligados con alguna palabra o promesa que limitase sus poderes; obligóseles a exhibir al presidente de las Cortes cualesquiera instrucciones o restricciones que tuviesen o esperasen recibir, y se dio orden a los corregidores para que negociasen con los concejos alzar todo pleito homenaje hecho por los procuradores, y enviasen al Rey los votos de los regidores, signados del escribano del ayuntamiento.

Continuó la resistencia más o menos viva. Felipe II, lejos de apelar al rigor, optó por la tolerancia, y fueron admitidos varios procuradores que presentaron poderes limitados. En una ocasión mandó soltar a los regidores presos por desobedientes y reprendió al corregidor porque empleó con ellos la severidad, en vez de persuadirlos y atraerlos «usando de medios suaves sin hacerles vejación, molestia ni violencia.»

Quedó el juramento llamado de la libertad de los poderes, y mejor dicho, del libre ejercicio de la procuración, como una de las primeras diligencias de los autos de Cortes, o parte del ceremonial de todas las que se celebraron en los siglos XVI y XVII.

No faltaba razón a los comuneros para suplicar al Emperador que cuando se hiciesen Cortes y fuesen llamados los procuradores de las ciudades y villas que tenían voto, no enviasen los Reyes a los concejos instrucción ni mandamiento sobre la forma de otorgar los poderes, sino que las ciudades y villas los otorgasen libremente de su voluntad a las personas que les pareciere estar bien a su república54.

Los comuneros defendían las antiguas libertades de Castilla contra los ministros flamencos obstinados en introducir novedades peligrosas.




ArribaAbajoCapítulo VII

Salarios de la procuración


La cuestión de los salarios, aunque parezca cosa de poco momento, no carece de importancia, y acaso no la tiene menor que la de los poderes, por su relación con la libertad de los procuradores.

Estaban los oficios concejiles remunerados con mas o menos largueza según las ordenanzas y costumbres de cada ciudad o villa. Los alcaldes de Burgos, por ejemplo, percibían el salario anual de 1000 mrs., y los regidores el de 650, en virtud de un privilegio concedido por Enrique III en 140455. En otras partes gozaban los oficiales del concejo de mayor salario, pues ascendía a 2000 mrs. y a 3000 en Toledo56.

La procuración de Cortes era un oficio de regimiento, porque el procurador salía del concejo y le servía tratando con el Rey los negocios que importaban al bien general y al particular de la ciudad o villa que le enviaba. Por este servicio merecía salario tanto mas crecido, cuanto debían tomarse en cuenta los gastos del viaje a la corte, de la estancia y de la vuelta a su casa.

No había ley u ordenamiento que fijase el salario de los procuradores. Cada concejo se regía por sus estatutos o por la costumbre, de lo cual resultaba una grande desigualdad. Añadíase que unos eran ricos y otros pobres, unos mas y otros menos generosos, y algunos nunca tuvieron por conveniente obligarse a pagar salario a los que servían la procuración.

Fernando III en el privilegio que dio al de Segovia en 1250, tasó el de los caballeros que le enviase, «por cosas que oviere de fablar con ellos», en medio maravedí cada día, si hubiesen de ir hasta Toledo, y uno si fuesen «de Toledo contra la frontera57». Esta es la más antigua noticia que ha llegado a nosotros acerca del salario de los procuradores; pero el privilegio de Sevilla no tiene mayor alcance que el de una simple ordenanza municipal.

Continuaron los concejos pagando los salarios de la procuración como una carga de las ciudades y villas que enviaban procuradores a las Cortes, según consta del ordenamiento de los hijosdalgo dado por el Rey D. Pedro en las de Valladolid de 135158. Algunas que eran francas, se daban por agraviadas, entre ellas Burgos y Toledo; y de otras debe presumirse que por ahorrar la costa, dejaron caer en desuso el derecho de ser comprendidas por los Reyes en sus convocatorias.

Don Juan II, celebrando Cortes en Ocaña el año 1422, acordó que los salarios de los procuradores fuesen pagados de sus rentas59.

Era sin duda esta merced peligrosa. El mismo D. Juan II retiró a Mosen Diego de Valera que había incurrido en su desgracia, los salarios de la procuración que se le debían, cuyo ejemplo basta para probar como las ciudades y villas, indiferentes a la estrechez de sus procuradores, brindaban a los Reyes con la ocasión de minar sus libertades60.

Cuentan algunos autores la nueva forma de pagar los salarios de la procuración entre las causas principales de la decadencia de las Cortes, sin considerar que la regla establecida por D. Juan II, si pudo interrumpir durante su reinado la costumbre antigua, no duró lo necesario para desterrarla.

En efecto, consta por documentos fidedignos que D. Felipe y Doña Juana escribieron una carta a la ciudad de Toledo mandándole pagar los salarios debidos a sus procuradores en las Cortes de Valladolid de 150661.

Las de Burgos de 1512, al conceder un servicio de 150 cuentos de maravedís, añadieron 4 para salarios de los procuradores, introduciendo la novedad de pagar al reino lo que hasta entonces había sido una carga exclusiva de las ciudades y villas de voto en Cortes, y una justa compensación de su privilegio62.

En las siguientes, también celebradas en Burgos el año 1515, suplicaron los procuradores al Rey Católico, gobernador de Castilla por Doña Juana, que mandase dar cédulas para las ciudades y villas a fin de que les pagasen el salario de los días empleados en ir y venir y estar «con lo demás que se suele acrescentar de ayuda de costa», y se quejaron de la cortedad de los salarios63, petición renovada en las de Santiago y la Coruña de 1520 y con frialdad acogida.

Nacía la confusión de falta de ley o costumbre que la supliese. El ordenamiento de D. Juan II era letra muerta: los concejos mostraban poca voluntad de pagar los salarios: los procuradores volvían los ojos al Rey y le instaban para que interpusiese su autoridad: el Rey, por hacerles merced, expedía cédulas a las ciudades y villas, y los regidores, liberales en extremo con los parientes y amigos, pecaban de mezquinos con los extraños, tal vez porque no había sido libre su elección.

Por otra partelos procuradores se quejaban de que por estar los salarios en una pragmática muy antigua, «eran muy poco para sufrir los gastos e costas que de presente se facen por los caminos», y suplicaban a Carlos V que los mandase crecer con moderación, «por manera que las cibdades e villas hallen quien solicite sus negocios sin perder de sus faciendas», temerosos de que si no los tasaba, darían los concejos por favor salarios excesivos gastando los propios en lo que no debían y era prudente reservar para atender a las necesidades de los pueblos64.

Carlos V legó la cuestión de los salarios con todas sus dificultades a Felipe II. Las Cortes de Toledo de 1559 y las de Madrid de 1583 y 1586 acordaron suplicar al Rey que mandase dar salarios a los procuradores que no los tenían, y aumentar los de aquellos que no los gozaban competentes.

Verdaderamente los procuradores que no eran ricos, padecían necesidad; y los demás consumían su patrimonio en servir a las ciudades y villas que los enviaban a la corte. Las quejas fueron muy vivas desde que Felipe II introdujo la mala costumbre de alargar las Cortes, llegando a durar dos, tres o mas años, carga penosa para los procuradores que se ausentaban a su costa65.

Tendían los procuradores al aumento e igualación de los salarios, y se quedaron cortos al pedir que las ciudades fuesen obligadas a darles cada día otro tanto como era costumbre dar a los regidores de sus ayuntamientos, cuando salían a entender en negocios del común66.

Felipe II los entretenía con buenas esperanzas sin tomar resolución definitiva. Su política era hacerse de rogar, y contentar a cada procurador con 150 o 200 ducados de ayuda de costa, considerando la carestía de los tiempos y la duración de las Cortes.

El sistema que prevaleció fue añadir cuatro cuentos a los 450 que importaban los servicios ordinario y extraordinario, para gastos de Cortes; y de esta suma adicional o de las sobras del encabezamiento (si las había) se hacían por la mano del Rey mercedes a los procuradores, descargando a las ciudades de voto en Cortes de su deuda y cargándola al reino67.

Hubo procuradores escrupulosos que se negaron a recibir la parte que les correspondía de los 12.000 ducados de que el Rey les hizo grata donación, a cuenta del encabezamiento general, en las Cortes de Madrid de 1579. Otros, en las de Madrid de 1571, se opusieron a toda petición de salarios y ayudas de costa, «porque cada ciudad (decían) tiene ya ordenado lo que han de llevar sus procuradores cuando vienen aquí, y lo traen entendido, y ansí lo aceptaron y aprobaron, pues vinieron a servir.» La corriente los arrastró, y continuó Felipe II siendo el dispensador de las mercedes que solicitaban los procuradores so color de salarios y ayudas de costa. No dijo como D. Juan II que se pagasen de sus rentas; pero aun saliendo «de los dineros del reino», no libraban los contadores mayores a los procuradores y escribanos de Cortes un maravedí sin su mandado. Felipe III opuso un, «no conviene hacer novedad», a la petición de los procuradores a las Cortes de 1607, para que se igualasen los salarios y los pagasen las provincias. Unos llevaban salarios diversos a costa de las ciudades, y otros ninguno de suerte que el temperamento adoptado por Felipe II fue de corta duración68.

El instinto de la libertad dictó a los comuneros las siguientes palabras: «Ítem, que los procuradores de Cortes solamente puedan aver y llevar el salario que les fuere señalado por sus ciudades o villas, y que este salario sea competente según la calidad de la persona y lugar y parte a donde fueren llamados para Cortes; o que este salario se pague de los propios e rentas de la ciudad o villa que le enviare, e que se tase e modere por el concejo, justicia e regidores de la dicha villa69».

En esto, como en otras cosas, los comuneros que pasaron a la posteridad con la nota de novadores atrevidos, oponían al César, reformador de las antiguas leyes y costumbres de Castilla, el culto de la tradición




ArribaAbajoCapítulo VIII

Celebración de las cortes


Cuando los Reyes acordaban celebrar Cortes, escribían a los grandes y prelados mandándoles presentarse el día señalado para tratar y resolver los negocios que cumplían al bien del reino. También escribían cartas de llamamiento a las ciudades y villas requiriéndolas que enviasen sus procuradores, y acontecía repetirlas hasta dos y tres veces, si por ventura no los enviaban en virtud de la primera.

De esto ofrece la historia varios ejemplos; pero basta citar el caso de Isabel la Católica que despachó segunda convocatoria a la ciudad de Toledo, amonestándola que se hiciese representar en las de Valladolid de 1475, y apercibiéndola que de lo contrario «las Cortes continuarían hasta fenecer, sin los mas llamar», y les pararía perjuicio lo que acordasen en su ausencia70.

La convocación a Cortes era entonces como ahora un derecho inherente a la soberanía de los Reyes o una prerrogativa esencial de la corona. Nadie podía convocarlas sino el Rey o quien ejerciese la autoridad real en su nombre. Los tutores y gobernadores del reino, en caso de minoridad o incapacidad del monarca, firmaban las cartas de llamamiento por él, pero siempre empleando fórmulas repetidas en los cuadernos de Cortes, de las cuales aparecía que obraban por delegación.

Así pasaron las cosas durante las minoridades de Fernando IV, Alfonso XI y Enrique III, y siendo gobernador de Castilla por la Reina propietaria Doña Juana su padre el Rey Católico71.

Porque faltó la convocatoria por autoridad legítima no merece el nombre de Cortes el Ayuntamiento de Valladolid de 1282, a pesar del numeroso concurso de prelados, ricos hombres, caballeros y ciudadanos, en el cual tomó para sí la corona el Infante D. Sancho en vida y contra la voluntad de su padre. En vano protestó Alfonso X contra aquella usurpación consumada en las pretendidas Cortes, «si acaso (dijo) se les puede dar este nombre72». Sancho IV fue Rey de Castilla y Alfonso X desheredado de todo; pero la excepción no forma regla, ni la fuerza corrige el derecho.

Don Juan I ordenó en las Cortes de Bribiesca de 1387 que el Consejo librase por sí varias cosas, y entre ellas las cartas de llamamiento para guerra o para Cortes73. Esto no significa que el Consejo pudiese convocarlas sin preceder mandato del Rey, sino que firmadas por tres del Consejo y un escribano de la Cámara, debían ser obedecidas y cumplidas.

Sin embargo no vacilaron el Arzobispo de Toledo, el Condestable y el Almirante de Castilla en acordar que el Consejo convocase Cortes para Burgos en 1506, cuando con la muerte inesperada de Felipe I, la enfermedad de doña Juana y la ausencia de D. Fernando el Católico, hubo peligro de discordia entre los grandes, y fundados temores de que se encendiese la guerra civil. De hecho estaba el trono vacante, y nadie con más autoridad que el Consejo podía recoger las riendas del gobierno.

Con todo eso el Duque de Alba fue de parecer que solo al Rey pertenecía el llamamiento a Cortes, y lo defendió con obstinación.

Despacháronse las cartas, y se reunieron pocos procuradores, habiendo advertido las ciudades y villas que no llevaban la firma de la Reina. Tan arraigada estaba la opinión que de más alto lugar debía venir la convocatoria.

Era natural conceder un plazo razonable para que los concejos pudiesen elegir los procuradores y presentarse los elegidos en la corte. Ninguna ley ni costumbre lo fijaba, y así todo pendía del prudente arbitrio del monarca. Nadie se quejó del abuso de esta libertad hasta las Cortes de Toledo de 1525, en las cuales suplicaron los procuradores a Carlos V que diese mas término de treinta días para que viniesen, y tuviesen tiempo de entenderse y concertarse con las ciudades y villas sobre el uso de su mandato. Tal vez fuese la razón contraria la que movió al Emperador a estrecharlo. Lo cierto es que se limitó a prometer que cuando mandase llamar procuradores de Cortes, daría término convenible sin mas explicación74.

Ordinariamente designaban los Reyes el día y el lugar en que se debían juntar las Cortes; pero también acontecía convocarlas para lugar incierto, empleando la frase «onde quier que yo sea» u otra equivalente, de lo cual ofrecen varios ejemplos los reinados de D. Enrique III, D. Juan II y D. Enrique IV.

En donde se hallaba el Rey, allí se celebraban las Cortes; y si el Rey mudaba de residencia antes de despedir a los procuradores, le seguían, y las Cortes se continuaban y concluían en un lugar diferente de aquel en que habían empezado.

En cualquiera ciudad, villa o lugar podía el Rey tenerlas, lo mismo en ciudades cabezas de reino como Burgos, León o Toledo, que en villas de poca nombradía como Cuéllar, Carrión o Santa María de Nieva. La costumbre propendía a escoger algún lugar de Castilla, y Felipe II acabó por fijarlas en Madrid.

Por esta razón no agravió Carlos V a los castellanos al convocar las de Santiago y la Coruña de 1520. Podían quejarse de las incomodidades del viaje y murmurar que Chevres las quería a la lengua del agua para poner en salvo su persona y bienes, si estallaba algún motín75; pero también debían recordar que el Rey D. Pedro las tuvo en Bubierca, lugar del reino de Aragón, en las cuales fueron juradas herederas sus tres hijas, cada una en sucesión de la otra, y que nadie protestó contra el derecho de Doña Constanza, ni puso en dada la legalidad del acto, ni pronunció una palabra de censura contra el Rey de Castilla por haber reunido en Aragón las Cortes76.

Era costumbre celebrarlas en una misma ciudad o villa para los castellanos y los leoneses después de la reunión de ambas coronas en las sienes de Fernando III el año 1230. La práctica de llamar a Cortes generales o comunes a los dos reinos hermanos, contribuyó sobremanera a formar un solo cuerpo político de aquellos estados en mal hora desunidos a la muerte de Alfonso VII, y enemistados a causa de las guerras que hubo entre Alfonso VIII de Castilla por una parte, y por otra Fernando II y Alfonso IX de León.

Algunas veces se faltó a esta regla, y se celebraron Cortes separadas para los castellanos y para los leoneses, como fueron las de Burgos y Zamora de 1301, las de Medina del Campo de 1302 particulares de Toledo, León y Extremadura, las de Valladolid y Medina del Campo de 1318 y las de Burgos y León de 1342.

Ordinariamente se dividían las Cortes «por guardarse de pelea»; pero a pesar de la excusa, no dejaron de suplicar los procuradores en las de Medina del Campo de 1302, que «cuando el Rey hubiere de hacer Cortes, las hiciese con todos los hombres de su tierra en uno», a cuya petición respondió Fernando IV que le placía y la otorgaba77.

Otra explicación muy distinta tiene la división de las Cortes en 1432. Deseaba Alfonso IX poner cerco a la villa de Algeciras y rendir la plaza que estaba en poder de los Moros. Para atender a los gastos de la conquista discurrió imponer en todo el reino el tributo de la alcabala; y recelando que las Cortes no se lo concederían, optó por el medio de pedirlo primero en Burgos y después en León , persuadido de que le sería más fácil vencer la resistencia de los grandes, prelados, caballeros y ciudadanos tomados separadamente, que si todos juntos formasen un haz.

No había plazo dentro del cual estuviesen los Reyes obligados a llamar a Cortes. Los sucesos, y no el tiempo, determinaban la necesidad de convocarlas. Algunos Reyes, como D. Fernando IV y D. Juan I, celebraron Cortes casi todos los años: otros cada tres o cuatro, y no es raro que pasen diez o más sin reunirse. Túvolas D. Juan II a menudo, ya para consultar a los procuradores sobre los medios de reprimir las turbulencias de su reinado, y ya para pedirles servicios sin tasa. Los Reyes Católicos pusieron demasiada distancia entre las de Toledo de 1480 y 1498, bien que en parte los disculpa la guerra de Granada.

Carlos V y Felipe II las convocaron de tres en tres años, porque era costumbre conceder el servicio ordinario con sujeción a este período regular. No pidieron un plazo más breve los comuneros en 1520.

Si los tutores de Alfonso XI se obligaron a llamar Cortes generales cada dos años entre San Miguel y Todos Santos en las de Palencia de 1313, fue una condición impuesta por los procuradores para saber como obraron en el tiempo pasado» y de ningún modo una ley perpetua del reino78.

Llegado el día fijado en la convocatoria, los grandes y caballeros, los arzobispos y obispos, los maestres de las órdenes, los procuradores de las ciudades y las villas y todos los demás a quienes se habían dirigido cartas de llamamiento, se juntaban en el alcázar real, o en una iglesia, o en la sala capitular de algún convento o monasterio, y empezaban las Cortes. Las de Madrid de 1391 se celebraron en una cámara que estaba en el cementerio de la iglesia de San Salvador79.

Autorizaba el Rey con su presencia el acto de dar principio a las Cortes. Don Juan II, cuya inclinación al fausto es bien conocida, revistió esta ceremonia de mayor solemnidad que la acostumbrada por sus antecesores. En una gran sala, tal vez un refectorio o una catedral, ponía en alto su asentamiento. Sobre cuatro gradas se levantaba la silla real cubierta de rico brocado, y a su derecha o izquierda tomaban asiento los tres estados del reino militar, eclesiástico y general. De aquí vino la frase «hacer asentamiento en las Cortes» o «estando el Rey asentado en Cortes», para denotar que habló desde el trono cercado de la nobleza, el clero y el pueblo en una ocasión solemne, según pertenecía a un monarca dictando leyes con todo el aparato de la majestad.

Cuando el Rey no podía asistir a las Cortes, diputaba persona muy allegada a él para que entendiese en todo como si fuese presente. Así es que el Infante D. Fernando suplid en las de Toledo de 1406 la falta de D. Enrique III a la sazón enfermo, y el Príncipe D. Felipe, gobernador de España, la del Emperador ausente en las de Valladolid de 1548.

La primera diligencia de los procuradores debía ser mostrar los poderes que tenían de las ciudades y las villas. Verificarlos y darlos o no por bastantes era, al parecer, facultad exclusiva de los procuradores antes de las Cortes de Valladolid de 1442, en las cuales se reservó Don Juan II el conocimiento de los casos de discordia80.

En las de Burgos de 1515 convocadas por D. Fernando el Católico, se advierte la novedad de exigir el presidente a los procuradores juramento de guardar secreto en todo lo que allí se platicase. El Obispo de Burgos D. Juan de Fonseca, tuvo buen cuidado de añadir que lo pedía porque, «siguiendo esta costumbre», lo mandaba su Alteza.

La verdad es que la costumbre de guardar secreto no se compadecía con la expresión «Cortes públicas» varias veces repetida en las crónicas y en los cuadernos81. Una sola vez propusieron los procuradores deliberar en secreto sobre la respuesta que habían de dar a la Reina Doña Catalina y al Infante D. Fernando, tutores de D. Juan II, cuando pidieron a las de Guadalajara de 1408 sesenta cuentos de mrs. para la guerra de los Moros; pero ni la iniciativa partid de los tutores, ni hubo juramento, ni se guardó secreto, ni manifestó nadie la intención de extenderlo a todo lo que se tratase; de donde resulta que tal costumbre no existía al principio del siglo XV. Tampoco hay noticia de haberse introducido en las Cortes posteriores del siglo XVI, a pesar de la marcada tendencia a modificar las antiguas instituciones de Castilla que apunta en las de Valladolid de 1506, y fue la constante política de los Reyes de la casa de Austria.

El juramento formó parte del modo de proceder en los autos de Cortes en los reinados de Carlos V y sus sucesores. Juraban los procuradores el primer día que se juntaban guardar el secreto de todas las cosas tocantes al servicio y estado de su Majestad y bien de estos reinos que se tratasen y platicasen, y que no lo descubrirían ni revelarían por sí ni por interpósita persona de cualquier estado y calidad hasta ser acabadas las Cortes, salvo si por su Majestad o por el señor Presidente otra cosa fuere acordada82.

Asentado el Rey en Cortes, manifestaba a los grandes, prelados y procuradores las causas que le habían movido a convocarlas, exponía las necesidades del reino y depositaba su confianza en la buena intención y lealtad de los tres estados, esperando que le servirían como fieles vasallos a su señor natural.

Esta habla o razonamiento se hizo con mayor solemnidad desde las Cortes de Burgos de 1515, en las cuales su presidente D. Juan de Fonseca, en nombre de D. Fernando el Católico, mandó leer un escrito a los procuradores para enterarles del estado de los negocios públicos en Italia, de la opresión y despojo de la Iglesia, de los aprestos militares del Rey de Francia, y en fin de la necesidad de conceder algún servicio, pues era llegada la ocasión de apercibirse a la guerra.

Presidió las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520 D. Pedro Ruiz de la Mota, Obispo de Badajoz, y él fue quien, sentado Carlos V en su silla real, hizo el habla por su mandado a los procuradores. Este documento abraza muchos puntos relativos a la política interior y exterior, y en todo se parece a un discurso de la Corona de nuestros días.

En conclusión, el Obispo de Badajoz pedía al reino un servicio por tres años para los gastos del viaje y de la coronación de Carlos V como Emperador de Alemania, sembrando al descuido halagos, esperanzas de alivio y promesas de agradecerlo en general y en particular. Carlos V confirmó en breves palabras lo dicho por el presidente de las Cortes.

Este documento que abre el proceso de todas las celebradas en los reinados posteriores, recibió el nombre de proposición, de la cual da una idea exacta la que hizo Felipe II en las de Madrid de 1563. «Procuradores de Cortes destos reinos de Castilla (les dijo): Yo os he mandado venir aquí para daros cuenta del estado de mis negocios, y porque son de calidad que requieren que los entendáis particularmente, mando que se os digan por escrito. «Luego los mandó cubrir, y el secretario de las Cortes empezó la lectura de la proposición. Acabada de leer, los procuradores respondieron agradeciendo al Rey que hubiese tenido a bien darles cuenta del estado de sus negocios, y protestando la voluntad que tenían de servirle conforme a la posibilidad del reino; pero conviene suspender la relación del proceso de las Cortes a fin de recoger algunas noticias necesarias a la cabal inteligencia del resto83.




ArribaAbajoCapítulo IX

Prosigue el mismo asunto


De los tres estados en que se dividía el reino, a saber, el militar o de los hijosdalgo, el eclesiástico y el general, llamado también real, el primero fue por mucho tiempo el preponderante. La vigorosa organización del feudalismo y la continua guerra con los Moros daban al orden de la nobleza la justa superioridad que pertenece, cuando impera la fuerza, a los hombres ejercitados en las armas.

Una clase tan poderosa en la edad media debía ocupar un lugar preeminente en las Cortes. Mientras fueron dos los brazos del reino, llamaban los Reyes a los grandes y prelados para consultar con ellos los negocios graves y arduos que se ofrecían, y después de la entrada del estado llano respondían a las peticiones de los procuradores con su acuerdo o su consejo.

Unas veces concurren a las Cortes los principales de la nobleza, y otras los de menor rango y fortuna; pero todos forman un solo cuerpo, muy celoso en la defensa de los privilegios y franquicias de la hidalguía.

El ascendiente que poco a poco fueron cobrando los procuradores, sobre todo desde que la famosa Doña María de Molina llegó a comprender que para salvar el trono vacilante de su hijo Fernando IV necesitaba ganar la voluntad de los concejos, amenguó el influjo de la nobleza en las Cortes. Los Reyes pudieron olvidarla en sus convocatorias, cuando las llamaban para pedir pechos y servicios, desde que en las de Valladolid de 1307 otorgó Fernando IV que «no los echaría desaforados en la tierra», es decir, sin demandarlos a los procuradores de las ciudades y villas que debían llevar la carga de los tributos84.

Así se observa que en los siglos XIV y XV se celebran Cortes a las cuales no concurren los grandes ni los prelados, sino solamente los procuradores, y otras a las que asisten en corto número, como denota la frase «algunos o ciertos condes, perlados, ricos homes e caballeros85».

Era la primera voz en Cortes, hablando por la nobleza, el Señor de la casa de Lara, privilegio que ganó para sí y sus descendientes el Conde D. Pedro en las de Burgos de 1177, al resistir la imposición de cinco mrs. por cabeza que Alfonso VIII pedía a los hijosdalgo a fin de estrechar el cerco de Cuenca, tan largo y porfiado.

El Conde estaba en el campo de Gamonal cerca de la ciudad al frente de tres mil caballos, cuando envió al Rey un mensaje diciéndole que allí tenían el tributo en la punta de sus lanzas y podía salir a cobrarlo. Como la franqueza de pechos distinguía a los nobles de los plebeyos, agradecieron los hijosdalgo al Señor de Lara la defensa que hizo de su más estimado privilegio y vincularon en su casa la voz en Cortes por la nobleza castellana.

Con este título habló el primero en las de Toledo de 1406 el Infante D. Fernando, y su primogénito D. Alonso en las de Guadalajara de 1408, y el Infante D. Juan en el Ayuntamiento de Tordesillas de 142086.

La intervención del clero superior en las Cortes no fue menos activa que la de la nobleza, a juzgar por el número de ordenamientos de prelados de que hay noticia, pues no son menos de siete, por uno solo de hijosdalgo dado por el Rey D. Pedro en las Cortes de Valladolid de 1351.

Cuando no eran llamados los grandes, tampoco los obispos y maestros de las órdenes, en cuyo caso no se tenían por Cortes generales. Los procuradores a las de Valladolid de 1295, orgullosos con su importancia, no quisieron que el arzobispo, ni los obispos, ni los maestres entendiesen en lo que ordenaban, y enviaron decir a Doña María de Molina que los mandase a sus casas, «ca si estudiesen, non vernían en ninguna guisa, e que luego se irían para sus tierras. E la Reina con su buen entendimiento (prosigue la Crónica) fabló con ellos, e rogoles que se fuesen para sus posadas fasta que pasase aquello87»

Del cuaderno de las Cortes referidas consta que la Reina otorgó las peticiones de los procuradores con el consejo de los maestres de Santiago y Calatrava, prelados, ricos hombres y otros hombres buenos «que y eran connusco88»; pero también consta por un documento auténtico y fidedigno que el Arzobispo de Toledo D. Gonzalo por sí y en nombre de varios prelados, ricos hombres e hijosdalgo protestó contra la fuerza que se les hizo al apartarlos, extrañarlos y sacarlos de las dichas Cortes, en las cuales (añadió) «non fue la cosa fecha con nuestro conseio... nin con nuestra voluntad, nin consentiemos nin consentimos en ello89».

La segunda voz en Cortes era el Arzobispo de Toledo, primera dignidad del estado eclesiástico, a quien pertenecía hablar por su Iglesia y por todos los prelados del reino así presentes como ausentes. Estos, por no perder su derecho ni faltar a la obediencia debida al Rey, solían dar sus poderes a otro prelado y constituirle su procurador.

Hubo vivas contiendas entre ciertas ciudades sobre la precedencia en los asientos, la prerrogativa de hablar por el estado general, la prioridad en el juramento, en el pleito homenaje y demás actos de Cortes. Hasta las de Alcalá de Henares de 1348, la ciudad de Burgos estuvo en la quieta y pacífica posesión de ocupar el primer lugar y llevar la voz de todas. En aquella ocasión pretendió la de Toledo el primer voto y el mejor asiento, fundándose en su mayor antigüedad y nobleza y en haber sido la corte de los Reyes godos.

Contradijo Burgos la pretensión alegando la posesión no interrumpida y la honra y preeminencia que merecía conservar por su calidad de cabeza de Castilla. Alfonso XI aplacó la discordia de los procuradores manteniendo a la ciudad de Burgos en la posesión de su privilegio sin descontentar demasiado a los de Toledo con las palabras tan sabidas: «Los de Toledo farán lo que yo les mandare, e así lo digo por ellos, e por ende fable Burgos90».

Renovose la porfía en las Cortes de Valladolid de 1351, y el Rey D. Pedro sosegó a los procuradores de ambas ciudades rivales pronunciando la fórmula usada por Alfonso XI en las de Alcalá de 1348.

Juntamente con la cuestión de primera voz en Cortes por las ciudades y villas, se había suscitado la del asiento. Burgos ocupaba el primero del banco destinado a los procuradores, y a los de Toledo señaló el Rey otro en medio de la sala fronterizo a la silla real.

Rayó el altercado en tumulto en las Cortes de Toledo de 1402 ó 1403, y tanto fue el calor de los procuradores, que casi llegaron a las manos. Intervino Enrique III levantándose airado de su silla y arrancando del asiento reservado para los de Burgos a los de Toledo que se habían anticipado a ocuparlo91.

En las Cortes de Toledo de 1406 hubo gran discordia, porque entre los procuradores de Burgos, Toledo, León y Sevilla se disputó el derecho de hablar primero, «e comenzaron a dar tales voces, que ni los unos ni los otros no se podían entender.» El Infante D. Fernando, como tutor de D. Juan II, se abstuvo de fallar el pleito; mas se sabe por lo que dijo el canciller, que regía la costumbre de hablar primero Burgos, en seguida León , Sevilla, Córdoba, y después las demás ciudades, y el rey por Toledo92.

Cuando fue jurada por heredera de los reinos de Castilla la Princesa Doña Juana en las Cortes de Madrid de 1.442, se renovó la contienda entre los Burgaleses y los Toledanos. Enrique IV, «por quitar la porfía», mandó que los de Segovia hiciesen primero el pleito homenaje; y al llegar todos los procuradores delante de él, concluido aquel acto, dijo: «Yo hablo por la cibdad de Toledo: hablen los de Burgos o los de León93».

También Granada, honrada y favorecida por los Reyes Católicos, anteponiendo su nombre al de Toledo en la enumeración de los títulos reales, tuvo la pretensión de preceder a la ciudad imperial en voz y asiento en las Cortes, pero sin fruto, pues no se hizo novedad.

Repitiéronse semejantes escenas en todas las que después se celebraron, porque como el pleito entre Burgos y Toledo quedó pendiente, cada vez que se encontraban sus procuradores, resucitaba la contienda sobre la primera voz y el primer asiento en las Cortes. Todavía en las de Madrid de 1566 y 1570, leída la proposición, los de Burgos y Toledo se levantaron en pie y a la par, y comenzaron juntos a querer responder a su Magestad.

Felipe II los sosegó pronunciando estas palabras: «Toledo hará lo que yo mandare: hable Burgos94».

Templose con el tiempo el ardor de unos y otros, y quedó el simulacro de la reyerta como parte del ceremonial de las Cortes y para recuerdo del amor que las ciudades tenían a sus antiguos privilegios. El culto ardiente de la tradición paró en daño de las libertades públicas, porque impidió que se transformasen y acogiesen al amparo de una ley común.

En suma, era la primera voz en Cortes por las ciudades y villas con voto, Burgos, y la tercera cuando se juntaban los tres estados del reino. En orden a los asientos Burgos ocupaba el primer lugar, y luego seguían León, Granada, Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén. Toledo formaba excepción, pues hablaba el Rey por la ciudad, cuyos procuradores se sentaban en un banco aparte.

Estas son las ocho ciudades cabezas de reino de voto en Cortes. Las restantes, a saber, Zamora, Toro, Soria, Valladolid, Salamanca, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara, cabezas de provincia, a las que se agregaron después Oviedo, Galicia y Palencia, no guardaban entre sí orden alguno95.

Para responder al razonamiento o proposición del Rey, sobre todo en lo tocante a la concesión del servicio, deliberaba cada estado por sí; pero ni faltan ejemplos de una deliberación común, pues juntos, o por lo menos de conformidad los tres brazos del reino hicieron el cuaderno de peticiones generales en las Cortes de Valladolid de 1351, sin que el Rey D. Pedro pensase en estorbarlo, ni la separación impedía que se comunicasen y concertasen los acuerdos, como sucedió en las de Valladolid de 1506 cuando los procuradores se entendieron con el Almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez para oponerse al encierro de la Reina Doña Juana en la fortaleza de Mucientes.

En las de Valladolid de 1527 deliberaron los tres estados separadamente acerca del servicio extraordinario que les pidió el Emperador; y en las generales y muy concurridas de Toledo de 1538, aunque por dos veces solicitaron los grandes y caballeros la licencia necesaria para que los procuradores de las ciudades se juntasen con ellos a fin de platicar y conferir lo conveniente acerca del tributo de la sisa, la tentativa se estrelló contra la política de Carlos V, obstinado en mantener el juramento de guardar secreto para debilitar las Cortes separando la causa de los tres brazos96.

Solían ser largos y acalorados los debates de los procuradores, ir y venir mensajes cuando convenía hablar al Rey, hacerse proposiciones, nombrarse comisarios y al fin tomar acuerdos. Votaban las ciudades y villas por el orden de sus asientos, y regulaban los votos los escribanos mayores de las Cortes.

Duraban estas el tiempo necesario para tratar y resolver los negocios que habían obligado a convocarlas. Felipe II las alargó al extremo de durar muchos meses y aun años enteros, lo cual justifica la petición de los procuradores para que se redujesen a un plazo más breve, a fin de excusar las grandes costas y gastos que se hacían con tan larga asistencia97.

Concluidas las Cortes, los procuradores se retiraban a sus lugares; y aunque no consta de ninguna ley u ordenamiento la obligación de dar cuenta al concejo del uso que habían hecho de sus poderes, era esto muy conforme a la naturaleza del mandato imperativo.

La experiencia confirmada en las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520 sugirió a los comuneros la idea de suplicar al Emperador, entre otros capítulos acordados en Tordesillas, que acabadas las Cortes, dentro de cuarenta días fuesen obligados a ir personalmente a sus ciudades y dar cuenta de lo que hubieren fecho, so pena de perder el salario y el oficio98».

Pagó por todos Rodrigo de Tordesillas, procurador de Segovia, que otorgó el servicio tan disputado en dichas Cortes. Tal vez se rindió como leal vasallo a la voluntad del Emperador; pero el haber negociado para sí un buen corregimiento le hizo sospechoso. Quiso la mala ventura de este pobre caballero que la furia popular se ensañase con él, y la gente amotinada, sin oír sus disculpas, le arrastró por las calles, y medio muerto fue colgado de la horca. Mas hubiera valido abrir un severo juicio de residencia a cada procurador, y aplicar al débil o culpado las penas establecidas en la ley, que dar pretexto con el silencio de la justicia a tan bárbaras ejecuciones.




ArribaAbajoCapítulo X

Facultades de las cortes


Conocidas son las palabras de Alfonso IX en las Cortes de León de 1188: Promissi etiam quod non faciam guerram, vel pacem, vel placitum, nisi cum concilio episcoporum, nobilium et bonorum hominum, per quorum consilium debeo regi99. He aquí el texto más antiguo que se puede invocar para exponer las facultades de las Cortes. Alfonso IX no se despojó de su soberanía al prometer que no haría la guerra, ni la paz, ni celebraría tratado sino con el consejo de los obispos, de los nobles y de los hombres buenos de su reino. Eran tres casos graves por el peligro que había de comprometer la seguridad del Estado, y acaso la existencia de la nación.

Prometió el Rey pedir consejo, pero no se obligó a seguirlo, y quedó libre y exenta de toda traba su potestad para determinar y resolver lo conveniente respecto a la administración de la justicia y al gobierno de los pueblos.

Antes de la entrada del estado llano en las Cortes, y mientras fue la monarquía electiva, tuvieron los grandes y prelados tanta participación en los negocios públicos como los obispos y magnates en los Concilios de Toledo. La nobleza y el clero elegían los Reyes, y cuando la monarquía se hizo hereditaria por la costumbre, regularon el orden de suceder en la corona. Si las hembras podían ceñirla a falta de varón; si para asegurar los derechos del hijo después de los días del padre, se introdujo la práctica de jurar al infante heredero; si por ser el Rey de menor edad era necesario nombrarle tutor; si el testamento de los Reyes había de tener validez; si ocurría algún caso de sucesión dudosa; si estallaban discordias civiles a propósito de la tutoría; si se trataba de hacer la guerra a los Moros, o pretendía el Monarca dar mayor fuerza y vigor a las leyes, interponían su autoridad la nobleza y el clero juntos en Cortes.

Después que hubo procuradores de las ciudades y las villas, las Cortes cobraron nueva vida, y la institución adquirió una importancia muy superior a la que tuvo antes de ser llamados los concejos.

Lo primero que ocurre averiguar es cuándo o con qué motivo debían los Reyes convocar las Cortes. Ninguna ley u ordenamiento lo declara de un modo terminante, salvo el caso de «echar pechos o servicios en la tierra», pues D. Fernando IV se obligó a pedirlos, respondiendo a una petición que lo dieron los caballeros y hombres buenos de las ciudades y las villas en las Cortes de Valladolid de 1307100.

Los procuradores a las de Madrid de 1419 suplicaron a D, Juan II que, pues sus antecesores siempre habían acostumbrado, cuando algunas cosas generales o arduas querían ordenar, hacer Cortes con ayuntamiento de los tres estados del reino, no fuese contra esta buena costumbre, ni contra la razón y el derecho, y les hiciese saber primero lo que cumplía a su servicio para determinar lo conveniente, «habiendo su acuerdo e consejo con ellos»; a cuya petición respondió el Rey, «que en los fechos grandes e arduos así lo había fecho, e lo entendía facer en adelante101».

Una vez que D. Enrique IV se apartó de la antigua amistad y confederación que los Reyes de Castilla tenían con el de Francia para formar alianza con el de Inglaterra, los procuradores a las Cortes de Ocaña de 1469 lo recordaron las leyes del reino, según las cuales, «cuando había de hacer alguna cosa de gran importancia, no lo debía hacer sin el consejo y sabiduría de las principales cibdades e villas», y aun se lo reprendieron sin faltar al respeto que merecía la persona del Monarca, pero también sin dejar de hablarle con franca libertad102.

Resulta de los textos citados que, salvo el caso de la concesión de pechos y servicios, prerrogativa esencial de los procuradores de las ciudades y villas, autorizada por la costumbre y reconocida por Alfonso X en las Cortes de Burgos de 1269, y después de él respetada por sus sucesores, quedó al prudente arbitrio de los Reyes calificar los hechos grandes y arduos, o las cosas de mayor importancia que requerían la intervención de los tres estados del reino.

Solamente la historia de las Cortes puede darnos luz en medio de la oscuridad a que nos condena el vacío del derecho escrito. Adoptado este criterio, no será difícil enumerar, sino todas, las principales facultades de las Cortes.

Asentado el orden de suceder en la corona por derecho hereditario, era natural que cuando un nuevo Rey ascendía al trono, los grandes y caballeros, los prelados y maestres de las órdenes, y los hombres buenos de las ciudades y villas se apresurasen a reconocerle por su señor y otorgarse por sus vasallos. Alfonso el Sabio, en el Libro de las Siete Partidas, así lo ordenó y así se practicó en diferentes ocasiones103. Las Cortes de Segovia de 1407 hicieron a D. Juan II el pleito homenaje, «que segunt los derechos e costumbres de los reynos de Castilla se debe facer al Rey nuevo cuando reina», es decir, cuando empieza a reinar104.

Sienten algunos autores que a la muerte del príncipe reinante debían celebrarse Cortes generales, y añaden que después de constituida la monarquía hereditaria, la nación conservó la regalía de juntarse para protestar con este hecho que, si había cesado en las funciones de elegir, no por eso renunciaba absolutamente este derecho. Dicen más: si la nación consentía que los Reyes fuesen elevados al trono de sus mayores, antes de ceñir a sus sienes la corona, debían jurar la observancia de las leyes, el respeto a las costumbres patrias y la conservación y fiel custodia de los derechos del pueblo y de las libertades nacionales105.

Semejante opinión tiene un sabor demasiado moderno para que sea aplicable a sucesos que pasaron en tiempos antiguos, y, por otra parte, no se compadece con el testimonio de la historia.

No esperaban los Reyes llamados a suceder en la corona en virtud del derecho hereditario el consentimiento de las Cortes para sentarse en el trono de sus mayores; y, al contrario, solían darse prisa a mandar que alzasen pendones por ellos, y a proclamarse y coronarse, sobre todo cuando podía haber peligro en la tardanza.

En Ávila recibió Sancho IV la noticia del fallecimiento de su padre Alfonso X, y allí mismo se hizo aclamar y tomar por Rey. En seguida partió para Toledo, en donde se hizo coronar, y luego corrió a Sevilla, en cuya ciudad los ricos hombres y los vecinos le reconocieron por Rey y señor y le juraron obediencia. Ni en Ávila ni en Toledo hubo entonces Cortes; y si se celebraron en Sevilla el año 1254, no fueron generales.

El Rey D. Pedro subió al trono en 1350, así que finó D. Alfonso XI en el Real de Gibraltar, y hasta Mayo o Junio de 1351 no celebró las Cortes de Valladolid, las primeras de su reinado, según La Crónica106.

Los grandes del reino, que se hallaban en Valladolid a la sazón que murió D. Juan II en 1454, alzaron por Rey a su hijo primogénito D. Enrique IV. Poco después se celebraron las Cortes de Cuéllar para tratar de la guerra de los Moros y no para otra cosa.

Los Reyes Católicos tomaron posesión del trono vacante por su propia autoridad. Los prelados, los grandes y caballeros y los procuradores de algunas ciudades y villas acudieron, unos en pos de otros y sin día fijo a darles la debida obediencia, después de su proclamación en Segovia el año 1474.

Mucho más constante es la práctica de juntar Cortes a la muerte de un Rey, cuando el derecho de suceder en la corona recae en su hijo menor de edad. Confirmar los tutores nombrados en el testamento, tomar otros en caso necesario, imponer condiciones al ejercicio de su autoridad, pedirles juramento de guardar la persona del Rey y los privilegios, buenos usos y costumbres, franquezas y libertades del reino, y en fin, decidir todas las cuestiones relativas a la tutoría, y tal vez apagar el fuego de la guerra civil, son facultades privativas de las Cortes, de las que hicieron uso muy frecuente en las minoridades de Fernando IV, Alfonso XI, Enrique III y Juan II; y así es que la elevación al trono de estos Reyes va seguida de la inmediata celebración de Cortes generales.

Las que seguían al advenimiento de un Rey a quien favorecía el derecho hereditario, significaban por una parte la confirmación de su título a suceder en la corona mediante el pleito y homenaje de los tres estados del reino, y por otra la facultad de recibirle el juramento que en tales casos se acostumbraba. El de obediencia y fidelidad que prestaban los prelados y maestres de las Órdenes, los grandes y caballeros y los procuradores de las ciudades y las villas era un acto de vasallaje templado con la condición de respetar el Rey los derechos de sus vasallos.

En efecto, juraban los Reyes al subir al trono guardar los fueros, privilegios, franquicias y libertades otorgadas por sus antecesores. Cuando el Rey era menor de edad, solía jurar por él su tutor, como lo hizo el Infante D. Enrique en nombre de Fernando IV, según consta del cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1295107. Enrique III, estando aun en tutoría, prestó el juramento, «puestas las manos en una cruz de la espada que le tenían delante», en las Cortes de Madrid de 1391108.

A la antigua fórmula del juramento se añadió la cláusula de no disminuir, enajenar ni separar de la corona ciudades, villas, aldeas, lugares, términos ni jurisdicciones, salvo con el acuerdo del Consejo y de seis procuradores de seis ciudades, con lo cual quedó declarado que todas las cosas pertenecientes al señorío de la corona fuesen inalienables e imprescriptibles para siempre jamás, en virtud de una ley hecha por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442, confirmada por D. Enrique IV en las de Ocaña de 1469 y por los Reyes Católicos en las de Madrigal de 1476109.

Gran ruido y escándalo movió el doctor Zumel, procurador de Burgos, en las de Valladolid de 1518, con inducir a los demás a que no jurasen al Rey mientras él no jurase al reino guardar sus libertades, privilegios, usos y buenas costumbres, y especialmente los capítulos otorgados por el Rey Católico en las Cortes de Burgos de 1512, que prohibían dar oficios y dignidades a extranjeros y habilitarlos para obtenerlos concediéndoles cartas de naturaleza110.

La disputa se encendió en términos que los ministros de Carlos V amenazaron con la prisión al doctor Zumel, y aun se atrevieron a decirle que había incurrido en pena de muerte y perdimiento de bienes. Al fin, y después de muchas idas y venidas, la mayor parte de los procuradores juró antes que el Rey, y solamente un corto número se obstinó en seguir a Zumel. En resolución, los procuradores hicieron el pleito homenaje de costumbre, y luego Carlos V juró guardar y cumplir lo concertado con ellos111.

En esta acalorada disputa había algo más que una cuestión relativa al ceremonial de las Cortes. Jurar al Rey antes de ser reconocido y aclamado era volver los ojos a la monarquía electiva, como jurar después del pleito homenaje era confirmar el derecho hereditario. Martínez Marina pretende que procedía lo primero según la tradición recibida en Castilla, como si no hubiese cambiado el espíritu de los tiempos; y por tan errado camino va su juicio, que sería muy difícil rebuscar textos y ejemplos más decisivos que los alegados por él mismo para probar lo contrario de lo que intenta112. La opinión del doctor Zumel hubiera prevalecido contra el enojo de Carlos V y la resistencia del partido flamenco, si el animoso procurador de Burgos la hubiese podido fundar en la observancia de las leyes y antiguas costumbres del reino.

Bastante mas fácil es determinar la intervención de las Cortes en la jura del inmediato sucesor. Esta práctica que se remonta al principio del siglo XII, fue constante y llegó hasta nuestros días. No la desdeñó la monarquía absoluta, porque, como dice el historiador de Felipe II, «de presente da nuevo derecho, y en lo venidero aprovecha para el pleito que se moviere sobre la sucesión113». Sin este pleito homenaje anticipado, es probable que Sancho IV no hubiese ceñido a sus sienes la corona de Castilla contra las pretensiones de los Infantes de la Cerda, ni logrado Fernando IV sostenerse en el trono, ni ganado Isabel la Católica el pleito sobre la sucesión de Enrique IV.

Pocos Reyes de Castilla ocuparon el solio que no fuesen antes jurados herederos según buenas costumbres de Cortes. Entre los pocos se cuentan Carlos Il por haber fallecido Felipe IV cuando ya estaban convocadas las que debieron reunirse en Madrid para jurarle el año 1665, Felipe V, heredero más que sucesor de Carlos II, y Carlos III, hermano de Fernando VI, muerto sin descendencia legítima en 1759.

Regularon las Cortes el orden de suceder en la corona, pues no sólo haciendo pleito homenaje al infante heredero consagraron el derecho de primogenitura, sino que también reconocieron el de las hembras a falta de varón elevando al trono de Castilla a Doña Urraca en las de Toledo de 1109, y a Doña Berenguela en las de Valladolid de 1217. Alfonso el Sabio redujo a escritura en el Libro de las Partidas, y pasó con esto a ser ley del reino, la costumbre introducida y autorizada por las Cortes.

Nada más natural que interviniesen en las renuncias de la corona, para velar sobre la fiel observancia de las leyes de sucesión. Así aceptaron la que hizo Doña Berenguela en favor de su hijo Fernando III, heredero del reino.

Rompió Carlos V el hilo de la tradición abdicando en Felipe II sin el concurso de las Cortes; y aunque estaba muy poseído de la grandeza de su poder «como Rey que en lo temporal no reconocía superior», no dejó de formar algún escrúpulo, ni de prevenirse para desvanecerlo, insertando en la carta de renuncia la cláusula «queremos que sea habida, tenida y guardada por todos por ley, como si por nos fuese fecha en Cortes a pedimento y suplicación de los procuradores de las ciudades, villas y lugares de los dichos nuestros reinos, estados y señoríos de la nuestra corona real de Castilla y León»114.

Felipe V también abdicó en Luis I que falleció a poco de ocupar el trono. A pesar de la solemne renuncia de sus derechos y de su firme resolución de recogerse a la vida privada, empuñó de nuevo el cetro cediendo al ruego de los altos cuerpos del Estado.

De la abdicación dijeron los legistas que no era válida, porque Felipe V tomó esta grave determinación sin el acuerdo de sus vasallos, que tenían derecho a ser regidos por aquel príncipe a quien juraron fidelidad, no mediando impotencia legítima para el gobierno, ni edad decrépita que no pudiera tolerar el trabajo; y consultado el Consejo Real, añadió que de rehusar el Rey lo que con tantas veras le suplicaban, faltaría al recíproco contrato que por el mismo hecho de haber jurado los reinos celebró con ellos, sin cuyo asenso y voluntad comunicada en las Cortes, no podía hacer acto que destruyese semejante sociedad115.

Solían los Reyes llamar a Cortes para con su acuerdo hacer la guerra, y prevenirse de dinero a fin de sostener la campaña con ventaja. Alfonso VIII tuvo consejo con los grandes de su reino y los obispos antes de romper las hostilidades con el Miramamolin de África, a quien venció en la batalla de las Navas de Tolosa116. Alfonso XI, si no celebró Cortes generales en Sevilla el año 1340, convocó los prelados, ricos hombres, caballeros, hijosdalgo y muchas gentes de las ciudades, villas y lugares de sus reinos para tratar de la guerra con los Moros, que terminó gloriosamente con la victoria del Salado117. Enrique III pidió a las Cortes de Toledo de 1406 su parecer y consejo acerca de si la guerra que pensaba hacer al Rey de Granada era justa, y en tal caso, qué número de gente de armas y peones debería llevar consigo, y qué suma de dineros sería necesaria para aquella entrada118. Fernando el Católico en las Cortes de Burgos de 1515, Carlos V en las de Valladolid de 1523 y Felipe II en las de Madrid de 1563 y demás que celebró durante su reinado, cuidaron de dar cuenta a los procuradores de las cosas pertenecientes a la guerra, porque así cumplía para mejor vencer cualquiera resistencia a la concesión del servicio que se les demandase, excusando el gravamen con la razón de estado que obligaba a tomar las armas.

En algunas ocasiones juntaban los Reyes las Cortes para pedirles su parecer y consejo acerca del otorgamiento de treguas o celebración de las paces. Don Juan I sometió a la aprobación de las de Bribiesca de 1387 el tratado ajustado en Bayona con el Duque de Lancáster119. Don Juan II consultó con los procuradores si debía hacer las treguas que le demandaba con instancia el Rey de Granada, y no concluyó la paz perpetua que solicitaba el de Portugal sin el acuerdo de los de su Consejo y de los procuradores de las ciudades y villas; y por último, firmaron los capítulos de la concordia asentada con los Reyes Alonso V de Aragón y Juan II de Navarra varios prelados, condes y ricos hombres y los procuradores de veintidós ciudades y villas de los reinos de León y Castilla120.

Pocas veces desde las Cortes de Madrid de 1329 dejaron los procuradores de apremiar a los Reyes para que negociasen con el Papa a fin de que proveyese los beneficios, canonjías y dignidades de las Iglesias Catedrales en naturales de estos reinos con exclusión de los extranjeros. Las razones que se fundaban se exponen en otro lugar.

Aunque los Reyes siempre dieron respuestas favorables a peticiones tan justas y conformes a la antigua disciplina de la Iglesia de España, continuaron los abusos denunciados por los procuradores, y todavía se introdujo la mala práctica de conceder con demasiada facilidad cartas de naturaleza, habilitando así a los extranjeros para obtener cargos públicos eclesiásticos, como si hubiesen nacido en estos reinos.

Los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1447 representaron a D. Juan II que por haber dado cartas de naturaleza a muchos extranjeros gozaban de pingües beneficios y rentas en fraude de las leyes; a lo cual respondió que no libraría ninguna en lo sucesivo, y mandaría hacer información acerca de las otorgadas para proveer lo conveniente121.

No se corrigió el mal con esto, según consta del cuaderno de las Cortes celebradas en Santa María de Nieva de 1473122. El mismo Enrique IV, que dio por nulas y de ningún valor ni efecto las cartas de naturaleza concedidas ligeramente por él, y prometió no concederlas en adelante sino mediando justa causa vista y averiguada por los de su Consejo, cometió la flaqueza de rendirse a la voluntad de sus favoritos, cuyos ruegos e importunidades prevalecieron contra la ley de Nieva.

En las Cortes de Madrigal de 1476 suplicaron los procuradores a los Reyes Católicos que revocasen todas las cartas de naturaleza dadas por Enrique IV antes y después de dicha ley, y que prometiesen y jurasen no librarían ninguna, salvo a persona de grandes servicios a pedimento de los procuradores de Cortes; petición que hallaron justa y razonable123. Esta ley de Madrigal fue confirmada por los mismos Reyes Católicos en las de Toledo de 1480124.

Una reñida contienda que duró más de dos siglos sobre la provisión de los beneficios y dignidades eclesiásticas en naturales de estos reinos con exclusión de los extranjeros, dio origen a la facultad de las Cortes de intervenir en el otorgamiento de las cartas de naturaleza; y este precepto legal imprimió una huella tan honda, que se halla repetido en la Constitución de 1812125.

El acrecentamiento inmoderado de los oficios públicos, sobre todo en los borrascosos reinados de D. Juan II y D. Enrique IV, despertó el celo de los procuradores, que suplicaron repetidas veces a los Reyes que los redujesen a su número antiguo. Tan lejos estaban de pensar en aumentarlos, que no perdían ocasión de proponer que se consumiesen las vacantes.

La procuración de Cortes era uno de tantos oficios públicos, pues al fin el procurador no dejaba de ser un mensajero del concejo. Agregábase a esto la tenaz resistencia de las ciudades y villas de voto en Cortes a todo conato de extender a otras su prerrogativa; de suerte que ambas causas concurrían a encerrar la representación del estado general en los angostos límites de un privilegio.

El solo rumor de que algunas ciudades y villas solicitaban de los Reyes la merced del voto en Cortes, puso en alarma a los procuradores a las de Valladolid de 1506 y Burgos de 1512 que alegaron contra la pretensión de las excluidas las leyes que prohibían el acrecentamiento de los oficios, la confusión que se seguiría y el agravio y perjuicio que se causaría a las diez y ocho llamadas a gozar de esta preeminencia desde tiempo inmemorial126.

Cerraron el proceso las Cortes de 1632 y 1649 al imponer por condición de la prórroga del servicio de millones en la forma ordinaria, que el Rey no concedería nuevos votos sin el consentimiento del reino junto en Cortes; por lo cual necesitó Felipe IV obtener el de las celebradas en Madrid el año 1650 para beneficiar la venta de los dos que se dieron, el uno a la provincia de Extremadura, y el otro a la ciudad de Palencia127.

Dice Martínez Marina que las leyes, para ser valederas y habidas como leyes del reino, se debían hacer precisamente en Cortes generales, o por los miembros de la gran junta, o a propuesta y con acuerdo y consejo de los representantes de la nación128. Apura el docto jurisconsulto las fuerzas de su ingenio para probar un imposible, a saber, que en la edad media, como en nuestros días la potestad legislativa residía en las Cortes con el Rey.

Por más grato que nos fuese reconocer la antigüedad de este principio constitucional, no puede el mejor deseo prevalecer contra la verdad de la historia, ni toda la autoridad de Martínez Marina basta para obligarnos a interpretar los textos antiguos contra su recto y natural sentido.

Si Alfonso X en las Cortes de Zamora de 1274, Alfonso XI en las de Alcalá de 1348, Enrique II en las de Toro de 1371, Juan I en las de Burgos de 1379 y Guadalajara de 1390 y Enrique III en las de Segovia de 1396 dieron leyes con el consejo y tal vez con el acuerdo de los prelados, maestres, condes, ricos hombres, caballeros y procuradores de las ciudades y las villas del reino, otras muchas veces legislaron los Reyes de su propia autoridad asentados en Cortes o por sí solos129.

El mismo Alfonso X que en las de Zamora de 1274 dio leyes con el consejo de los prelados, religiosos, ricos hombres y alcaldes de Castilla y León, escribió en el Libro de las Partidas: «Emperador o Rey puede facer leyes sobre las gentes de su sennorío, e otro alguno non ha poder de las facer en lo temporal, fueras ende si lo ficiere con otorgamiento dellos»130.

Alfonso XI que hizo el Ordenamiento de Alcalá, también con el consejo de los prelados, ricos hombres, caballeros y hombres buenos que estaban con él en aquellas Cortes, afirmó que al Rey pertenece hacer fueros y leyes, declararlas, interpretarlas y corregirlas, cuando viere que cumple a su servicio131; y Juan I, que en las de Burgos de 1379 tomó consejo de los prelados, ricos hombres, órdenes, caballeros, hijosdalgo y procuradores de las ciudades, villas y lugares, se reservó allí mismo la facultad de dar cartas desatando los ordenamientos hechos en Cortes, o dejarlos en su estado, lo cual era arrogarse la plenitud de la potestad legislativa132.

Hacer leyes en Cortes no supone la participación necesaria en este acto de soberanía de los tres brazos del reino. Juan I hizo varios e importantes ordenamientos sin el acuerdo ni el consejo de las Cortes en las de Bribiesca de 1387 y en las de Guadalajara y Segovia de 1390, y las promulgó con toda solemnidad en presencia de los grandes, prelados, caballeros y procuradores que rodeaban el trono133. Fernando el Católico publicó en las Cortes de Toro de 1505 las leyes de este nombre consultadas con los de su Consejo y oidores de sus Audiencias, según consta del cuaderno de las empezadas en Toledo el año 1502, continuadas en Madrid y fenecidas en Alcalá el de 1503134. Las muchas pragmáticas dadas por los Reyes Católicos para la buena gobernación del reino, recopiladas e impresas por Juan Ramírez en 1503, no fueron obra de las Cortes, sino de la fecunda y vigorosa iniciativa de aquellos ilustres monarcas tan persuadidos de su poderío real absoluto, que comunicaron a su última voluntad fuerza y vigor de ley con expresa derogación «de cualesquiera leyes, e fueros, e derechos, e costumbres, e estilos, e fazañas que lo pudiesen embargar»: cláusula exorbitante no inventada por ellos, sino autorizada con el ejemplo de D. Enrique III y D. Juan II135.

La única limitación de la potestad legislativa de los Reyes fundada en un texto legal se halla en cierto ordenamiento de D. Juan I dado en las Cortes de Bribiesca de 1387 que dice: «Et otrosí es nuestra voluntad que los fueros valederos, e leyes, e ordenamientos que non fueron revocados por otros, non sean perjudicados sinon por ordenamientos fechos en Cortes, maguer que en las cartas oviese las mayores firmezas que pudiesen ser puestas136.

Esta ley que contradice la respuesta del mismo D. Juan I a la petición de los procuradores en las Cortes de Burgos de 1379, tuvo por objeto desterrar el abuso de librar cartas contra derecho, cediendo a la importunidad de las personas que las demandaban y obtenían en perjuicio de tercero. La cláusula ordinaria de las cartas «no embargante ley, o derecho, o ordenamiento», fue suprimida por respeto a la justicia.

Asentado el principio que los fueros, leyes y ordenamientos no revocados por otros no podían ser perjudicados sino por ordenamientos hechos en Cortes, desde aquel momento quedó limitada la potestad legislativa de los Reyes a los casos nuevos, pues dejaron de tenerla para anular o reformar por sí solos los fueros, leyes y ordenamientos que estaban en observancia.

Esta ley de Bribiesca fue confirmada por D. Juan II en las Cortes de Valladolid de 1442. Quejáronse los procuradores al Rey de las exorbitancias de derecho que ponía en sus cartas, tales como «y mando que se guarden y cumplan no obstante leyes, ordenamientos y otros derechos», o bien «lo mando de cierta ciencia y sabiduría y poder real y absoluto, y revoco, caso y anulo las dichas leyes, etc.»

El Rey, respondiendo a tan justa petición, prohibió el uso de estas exorbitancias y cláusulas derogatorias en las cartas que fuesen entre partes o sobre negocios privados, para que floreciese la justicia, se guardase su derecho a cada uno y nadie recibiese agravio, pero sin llegar D. Juan II a donde llegó D. Juan I en la ley de Bribiesca, pues se abstuvo de reconocer por necesario el concurso de las Cortes en el caso de perjudicar los fueros, leyes y ordenamientos no revocados137.

Razonando los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1506 una petición presentada a D. Felipe y Doña Juana, dijeron: «Y por esto los reys establecieron que cuando oviesen de hacer leys... se llamasen Cortes o procuradores y entendiesen en ellas; y por esto se estableció ley que no se ficiesen ni revocasen leys sino en Cortes»; por lo qual les suplicaban que «quando leys se ovieren de hacer, mandasen llamar sus reinos e procuradores dellos... porque fuera de esta orden se han fecho muchas premáticas de que vuestros reinos se sienten por agraviados...» y así mismo mandasen reverlas, y proveyesen y remediasen los agravios que las tales pragmáticas tenían138.

A varias reflexiones convida la petición anterior. La afirmación que los Reyes establecieron llamar a Cortes para hacer leyes está desnuda de pruebas y es tan vaga, que el testimonio de los procuradores no puede prevalecer contra el silencio de todos los cuadernos conocidos. Que había una ley para que no se hiciesen ni revocasen leyes sino en Cortes, es una alusión trasparente a la de Bribiesca, pero forzando su sentido hasta llegar a donde no llegó la intención de su autor, y las pragmáticas que se citan son las de los Reyes Católicos publicadas como un nuevo cuerpo legal por Ramírez.

Tenían razón los procuradores al pedir que no se hiciesen ni revocasen leyes sino en Cortes, y no la tenían al fundar su petición en precedentes que en un solo caso y para un solo efecto registra la historia.

Por otra parte, al principio del siglo XVI se deslizaba la monarquía por la rápida pendiente del poder absoluto, y poco habrían adelantado los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1506 con lograr de Don Felipe y Doña Juana una respuesta favorable, porque toda limitación a la potestad legislativa de los Reyes desaparecia ante la fórmula «quiero y mando que lo contenido sea habido y guardado por ley, y tenga fuerza y vigor de tal como si fuese fecha y promulgada en Cortes a pedimento y suplicación de los procuradores»; fórmula usada por Carlos V en dos ocasiones solemnes de su vida, esto es, al renunciar la corona y al otorgar testamento, y adoptada como una feliz invención por todos los Reyes que después de él ocuparon el trono139.

No por eso dejaban las Cortes de tener participación en la obra del legislador presentando peticiones al Rey en las cuales denunciaban los males que padecían los pueblos y proponían los remedios convenientes. El Rey daba sus respuestas, que si eran favorables, equivalían a una sanción y estaba hecho el ordenamiento; y si por el contrario rehusaba otorgar la petición, se pasaba a otra cosa sin más efecto.

La práctica de formar cuadernos de peticiones seguidas de las respuestas oportunas empezó en las Cortes de Valladolid de 1293 y se arraigó después de las celebradas en Carrión en 1317.

Aunque casi siempre partía la iniciativa de los procuradores, hay ejemplos de haber dirigido peticiones al Rey el clero o la nobleza por separado para obtener la confirmación de sus privilegios y promover sus intereses; y de aquí los ordenamientos de prelados y de los hijosdalgo que no pasan del siglo XIV140.

Comúnmente hacían los procuradores peticiones generales; pero también las hacían especiales o particulares a ciertos concejos o villas, y tal vez a una sola ciudad. Las primeras, o sean los capítulos generales, daban origen a leyes del reino; y las segundas, también habidas por leyes, no tenían fuerza obligatoria sino para los vecinos y moradores de la ciudad y los lugares de su término como toda ordenanza municipal141.

Por humilde que parezca esta facultad de las Cortes, es lo cierto que el discreto ejercicio del derecho de petición contribuyó sobremanera a satisfacer quejas, corregir abusos, reformar la administración de la justicia y mejorar el gobierno de los pueblos. Muchas de las leyes debidas a la solicitud de los procuradores han merecido y continúan mereciendo las alabanzas de la posteridad, y no sin causa, porque su espíritu vive en la legislación vigente como fruto de la experiencia de los siglos; y cuando no vive, son rayos de luz que podrán servir de guía a quien se proponga estudiar las vicisitudes de nuestro derecho al través de la historia.

Alzadas las Cortes se libraba a los procuradores que lo pedían el cuaderno de las peticiones y respuestas para llevarlo a sus respectivos concejos. Don Juan II, cuyo reinado fue funesto a las antiguas libertades de Castilla, dio a sus sucesores el mal ejemplo de diferir las respuestas a los capítulos generales, de lo cual se quejaron con sobrada razón los procuradores a las Cortes de Valladolid de 1440, con cuyo motivo le suplicaron que mandase ver en un plazo breve todas las peticiones presentadas en las anteriores desde su salida de la tutela en 1419, pues decían «hay peligro en la tardanza»142. Otra petición semejante hicieron al Rey Católico los procuradores a las Cortes de Burgos de 1512143. En las de Toledo de 1525 suplicaron a Carlos V mandase ver y proveer, «primero que en ninguna otra cosa se entienda, después de otorgado el servicio», los capítulos generales y particulares de las ciudades, porque de no hacerlo así se dejaban de ordenar muchas cosas, y se iban los procuradores con respuestas generales sin llevar conclusión de lo necesario144.

También Felipe II tuvo por costumbre dilatar la contestación a los capítulos generales y particulares, quedando muchas veces por resolver los suplicados en unas Cortes hasta después de celebrar las siguientes u otras más tarde145. Los Reyes de la casa de Austria adoptaron la política de suspender toda resolución mientras los procuradores no concedían el servicio que se les demandaba; y no es caso raro que, logrado este deseo, descuidasen el otorgamiento de los capítulos suplicados. De aquí provino la contienda sobre si la concesión del servicio debía preceder a la respuesta que esperaban los procuradores o al contrario, contienda que adquirió grandes proporciones en las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, y no fue ajena a la exaltación de los pueblos que precedió a la guerra de las comunidades, según diremos mas adelante.

Nunca las leyes y ordenamientos hechos en Cortes fueron guardados y cumplidos con el necesario rigor, como lo prueba la circunstancia que casi todos los cuadernos se parecen en el contenido de las peticiones y respuestas. Aparte de algunas que guardan relación con los sucesos graves y extraordinarios que coinciden con la celebración de las Cortes, si no la provocan, las demás versan sobre un corto número de materias de justicia y gobierno casi siempre las mismas o semejantes.

La flojedad en la ejecución de las leyes subió de punto en los reinados de D. Juan II y D. Enrique IV, y llegó al extremo de que los procuradores formaban el cuaderno de las peticiones y los Reyes daban las respuestas por fórmula. Este culpable abandono dio origen a poner en duda si debían o no debían ser habidas por leyes las hechas en las Cortes de Salamanca de 1465, porque no se publicaron ni se usaron en todo el tiempo que medió hasta las de Ocaña de 1469. El mal echó tan hondas raíces, que dos veces, en iguales términos, suplicaron a Carlos V los procuradores a las Cortes de Santiago y la Coruña de 1520, que mandase guardar los capítulos prometidos y jurados en las de Valladolid de 1518146.