Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo- XXXI -

¡Es una hipócrita!


Esto caía sobre mi mente como recio martillazo sobre el yunque, y hacía vibrar mi ser todo.

  -187-  

«Pero, Lica, cálmate, razona...».

-Yo no calculo, tonto, yo siento, yo adivino, yo soy mujer.

-¿Qué has visto?

-Pues últimamente Irene daba muy mal las lecciones. Iba para atrás como los cangrejos. Todo lo enseñaba todo al revés... Una tarde... Ahora doy más importancia a estas cosas... la pillé leyendo una carta. Cuando entré la guardó precipitadamente. Tenía los ojos encendidos... Luego este afán de ir a casa de su tía... ¡Qué fresco! Voy comprendiendo que también la tía es buena lámpara...

-¡Leía una carta! Pero esa carta, ¿por qué había de ser de tu marido?

-Yo no sé... la vi de lejos, un momento... Fue como un relámpago... No vi las letras; pero mira tú, me parecía ver aquellas pes y aquellas haches tan particulares que hace José María... Esa chica, esa... No, no, aquí hay algo, aquí hay algo. Esta noche hablaré clarito a mi marido. Me voy para Cuba. Si él quiere mantener queridas, y arruinarse, y tirar el pan de mis hijos, yo soy madre, yo me voy a mi tierra, yo me ahogo en esta tierra, yo no quiero que la gente se ría de mí, y que con mi dinero echen fantasía las bribonas... ¡Mamá, mamá!

Y a punto que aparecía doña Jesusa, pesada y jadeante, Lica, la buena y pacífica Manuela cayó en un paroxismo de ira y celos tan violento, que allá nos vimos y deseamos para hacerla entrar en caja. Después de llorar copiosamente en brazos de su madre, la cual daba cada gemido que partía el corazón, perdió el conocimiento, y disparados sus nervios, empezó una zambra tal de convulsiones y estirar de brazos y encoger de piernas, que no podíamos sujetarla. Tan sólo el ama con su poderosa fuerza pudo domeñar los insubordinados músculos de la infeliz esposa, y   -188-   al fin se tranquilizó esta, y le administramos, por fin de fiesta, una taza de tila.

«Nos iremos, niña de mi alma -le decía doña Jesusa-, nos iremos para nuestra tierra, donde no hay estos zambeques».

Toda la tarde y parte de la noche tuve que estar allí, acompañándola. Cuando me retiré, José María no había venido aún. Pero a la mañana siguiente, cuando fui, después de la clase, a ver si ocurría un nuevo desastre, encontré a Manuela muy sosegada. Su marido había entrado tarde, y al verla tan afligida, le había dado explicaciones que debieron de ser muy satisfactorias, porque la infeliz estaba bastante desagraviada y casi alegre. Era la criatura más impresionable del mundo, y cedía con tal ímpetu a las sensaciones del último instante, que por nada se enardecía, y por menos que nada se desenojaba. El furor y el regocijo se sucedían en ella llevados por una palabra, como lucecillas que con un soplo se apagan. Su credulidad era más fuerte siempre que su suspicacia, y así no comprendo cómo el bruto de José María no acertaba a tenerla siempre contenta. Aquel día lo consiguió, porque en los momentos críticos de la vida sabía el futuro marqués emplear algún tacto o más bien marrullería. Él también estaba festivo, y cuando hablamos del peligroso asunto, me dijo:

«Parece que todos sois tontos en esta casa. Porque se me haya antojado decir dos bromas a Irene y la llevara ayer tarde en mi coche, se ha de entender... Sois verdaderamente una calamidad, y tú, sabio, hombre profundo, analizador del corazón humano, ¿crees que si hubiera malicia en esto, había de manifestarla yo tan a las claras?».

-No, si yo no creo nada. Lo que haya de cierto, al fin se ha de saber, porque ninguna cosa mala se libra hoy del correctivo de la publicidad, correctivo ligero ciertamente, y   -189-   para algunos ilusorio, pero que tiene su valor, a falta de otros... Ya que de esto hablamos, ¿no podrías dar alguna luz en un asunto que me ha llenado de confusión? ¿No podrías decirme de dónde le ha venido a doña Cándida esa fortunilla que le permite poner casa y darse lustre?...

-Hombre, qué sé yo. Aquí me trajo unas letras a descontar... Le di el dinero. No es gran cosa, una miseria. Sólo que ella pondera mucho, ya sabes, y cuenta las pesetas por duros, para gastarlas después como céntimos. Si he de decirte de dónde provenían las letras, verdaderamente no lo sé. Tierras vendidas, o no sé si unos censos... en fin, no lo sé, ni me importa. Supongo que la casa que ha puesto será algún cuartito alto con cuatro pingos... ¡Pobre señora!... Vamos, ¿y qué dices de la sesión de ayer? Si vieras; salió el ministro con las manos en la cabeza, y el centro izquierdo quedó fundido con el ángulo derecho... ¿Te has enterado de las declaraciones de Cimarra? Nosotros...

-No me he enterado de nada.

-Y en el correo de pasado mañana debe venir mi acta. Si tú no fueras una calamidad, podrías aceptar los ofrecimientos que me ha hecho el ministro.

-Hombre, déjame en paz... Volviendo a doña Cándida...

-Déjame tú en paz con doña Cándida.

Conocí que no era de su agrado aquel tema, y tomé nota.

«¡Ah!... aquí tienes los periódicos que se ocupan de la velada... Mira; este te llama concienzudo, que es el adjetivo que se aplica a los actores medianos. Aquel te pone en las nubes. Váyase lo uno por lo otro. Con respecto a Peña, están divididos los pareceres: todos convienen en que tiene una gran palabra, pero hay quien dice que si se exprime lo que dijo, no sale una gota de sustancia. ¿Quieres que te diga mi opinión? ¡Pues el tal Peñita me parece un papagayo! ¡Lo que vale aquí la oratoria brillante y esa facultad española de   -190-   decir cosas bonitas que no significan nada práctico! Ya hablan de presentar diputado a Peñita y dispensarle la edad... Como si no tuviéramos aquí hombres graves, hombres encanecidos... Te lo digo con franqueza... me revienta ese niño y su manera de hablar... Lo que es en el púlpito no tendría igual para hacer llorar a las viejas... pero en un Congreso... ¡Hombre, por amor de Dios! Es verdaderamente lamentable que se hagan reputaciones así. Después de todo, ¿qué dijo? Las Cruzadas, Cristóbal Colón, las hermanas de la caridad con sus tocas blancas... Por amor de Dios, hombre, yo creo que concluiremos por hablar en verso, del verso se pasará a la música, y, por fin, las sesiones de nuestras Cámaras serán verdaderas óperas... Vete al Congreso de los Estados Unidos, oye y observa cómo se tratan allí las cuestiones. Hay orador que parece un borracho haciendo cuentas. Y sin embargo, ve a ver los resultados prácticos... Es verdaderamente asombroso. Nada, nada, estos oradores de aquí, estas eminencias de veinte años, estos trovadores parlamentarios me atacan los nervios. Y lo que es el tal Peñita me revienta. Yo le pondría a picar piedra en una carretera, para que aprendiese a ser hombre práctico. Y desde luego a todo aquel que me hablase de ideales humanos, de evoluciones, de palingenesia, le mandaría a descargar sacos al muelle de la Habana, o a arrancar mineral en Río Tinto para que adquiriera un par de ideas sobre el trabajo humano. Por amor de Dios, hombre, no digas que no. Háganme autócrata, denme mañana un poder arbitrario y facultades para hacer y deshacer a mi gusto. Pues mi primera disposición sería crear un presidio de oradorcitos, filósofos, poetas, novelistas y demás calamidades, con la cual dejaría verdaderamente limpia y boyante la sociedad».

-¡José! -exclamé con efusión humorística y hasta con entusiasmo-, eres el mayor bruto que conozco.

  -191-  

-Y tú la octava plaga de Egipto.

-Y tú la burra de Balaam.

Parecíame que se amoscaba... Pues yo también.

-Pues todos en presidio, veríais qué bien quedaba esto.

-Sí, la nación sería un pesebre.

-Eso... lo veríamos. Yo hablaría...

-Y dirías mu...

-Hombre, la vanidad, la suficiencia, el tupé de estos señores sabios es verdaderamente insoportable. Ellos no hacen nada, ellos no sirven para nada; son un rebaño de idiotas...

Y se amoscaba más.

«Pero la vanidad del ignorante -dije yo-, además de insoportable es desastrosa, porque funda y perfecciona la escuela de la vulgaridad».

-Pues mira cómo estamos, gobernados por tanto sabio.

-Mira cómo estamos, gobernados por tanto necio.

-No, señor.

Se puso pálido.

-Pues sí señor.

Me puse rojo.

-Eres lo más...

-Y tú...

Trémulo de ira salió, cerrando la puerta con tan furioso golpe, que retembló toda la casa. Y cuando nos vimos luego, evitaba el dirigirme la palabra, y estaba muy serio conmigo. Por mi parte, no conservaba de aquella disputa pueril más que la desazón que su recuerdo me producía, unida a un poquillo de remordimiento. Deploraba que por cuatro tonterías se hubiera alterado la buena armonía y comunicación fraternal que entre los dos debía existir siempre, y si hubiera sorprendido en él la más ligera inclinación a olvidar   -192-   la reyerta, me habría apresurado a celebrar cordiales y duraderas paces. Pero José estaba torvo, cejijunto, y al pasar junto a mí, no se dignaba mirarme.




ArribaAbajo- XXXII -

Entre mi hermano y yo fluctuaba una nube


¿Saldría de ella el rayo? Mi propósito era evitarlo a todo trance. Hablé de esto con Lica, que en el breve espacio de un día había vuelto a caer en sus inquietudes y tristezas. La reconciliación matrimonial había sido de tan menguados efectos, que no tardó el espectro de la discordia en anularla pronto, erigiéndose él mismo sobre el altar del destronado himeneo. Durante todo el día que siguió a la trivial disputa, acompañé a mi hermana política, escuchando con paciencia sus quejas que eran interminables... Sí; ya no la engañaría más, ya iba aprendiendo ella las picardías. Ya no volvería a embaucarla con cuatro palabras y dos cariñitos... Por fuerza había algo en la vida de su esposo que le sacaba de quicio. José no era el José de otros tiempos.

Con estas jeremiadas entreteníamos las horas de la tarde y de la noche, que eran largas y tristes, porque Lica había suprimido la reunión, y no recibía a nadie. José María no se presentaba en la casa sino breves momentos, porque había recibido su acta, la había presentado al Congreso, había jurado, le habían elegido presidente de la comisión de melazas, y el buen representante del país, consagrado en cuerpo y alma a los sagrados deberes del padrazgo parlamentario y   -193-   político, no tenía tiempo para nada. En esto transcurrieron cuatro días, que fueron para mí pesados y fastidiosos, porque Irene no me había dado el prometido aviso o venia para ir a su casa; y yo, con mi delicada escrupulosidad, no quería infringir de ningún modo una indicación que me parecía mandato. Me pasaba la mayor parte del día acompañando a la olvidada y digna esposa de José María, la cual, entre las salmodias de su agravio, aprovechaba mi constante presencia en la casa para inclinarme a ser su pariente, casándome con su hermana. ¡Proyecto tan bondadoso como infecundo! Reconociendo yo como el primero las excelentes cualidades de Mercedes, no sentía ni la más ligera inclinación amorosa hacia ella, y además se me figuraba que le hacía muy poca gracia para marido y menos para novio.

Rompían, por cierto muy desagradablemente, la monotonía de nuestros coloquios los malos ratos que nos daba el ama con su bestial codicia, sus fierezas y el peligro constante en que estaba Maximín de quedarse en ayunas. Yo maldecía a las nodrizas, y hubiera dado no sé qué por poder hacer justicia en aquella, más animal que cuantas nos envían montes encartados y pasiegos, de todos los desafueros que cometen las de su oficio. Lica y yo temíamos una desgracia, y en efecto, el golpe vino hallándonos desprevenidos para recibirlo.

Me disponía a salir una mañana para ir a clase, cuando se me presenta Ruperto sofocadísimo.

«Niña Lica que vaya usted pronto allá. El ama de cría se ha marchado hace un rato. El niño no tiene qué mamar...».

-¿No lo dije?... Esto sí que es bueno... ¿Y el señorito José María, qué hace?

-Mi amo no fue esta noche a casa. El lacayo ha salido   -194-   a buscarle... Mi ama que vaya usted pronto... para que le busque otra criandera...

-Yo... ¿y dónde la busco yo?... ¡Pero vamos allá!... ¿Y la señorita Manuela qué hace?

-Llorar. Le están dando al nene leche con una botella. Pero el nene no hace más que rabiar.

-Bueno, bueno... Ahora busque usted un ama...

Bajaba la escalera, cuando una muchacha que subía me dio una carta. ¡Fuerzas de la Naturaleza! Era de Irene. Rasgué, abrí, desdoblé, leí, tembloroso como la débil caña sobre la cual se desata el huracán:

«Venga usted hoy mismo, amigo Manso. Si usted no viene, no se lo perdonará nunca su amiga...-Irene».

La escritura era indecisa, como hecha precipitadamente por mano impulsada del miedo y del peligro...

¡Dios misericordioso! ¡Tantas cosas sobre un triste mortal en un solo momento! Buscar ama, ir al socorro de Irene... porque indudablemente había que socorrerla... ¿contra quién? Había peligro... ¿de qué?

«¿Qué tiene usted, Mansito?» me dijo doña Javiera, que volvía de misa.

-Pues poca cosa... Figúrese usted, señora... Buscar un ama... volar al socorro...

-¿Hay fuego?...

-No, señora; no hay más sino que el ama...

-¿El ama del niño de su hermano? No hay peste como esas mujeres. Yo, mire usted, aunque estaba muy delicada, no quise dejar de criar a mi Manolo. Y los médicos me decían que por ningún caso. Y mi marido me reñía. Pues bien saludable ha salido mi hijo, y yo... ya usted ve.

-Usted no sabría de alguna...

-Veremos, veremos; voy a echarme a la calle... Y a propósito, amigo Manso, ¿ha visto usted a Manuel anoche?

  -195-  

-¿Qué he de ver, señora?

-Esta es la hora que no ha venido a casa. Creo que tuvieron cena en Fornos... ¡Ay qué chico! ¡Pero qué afanado está usted!... Pobre D. Máximo, ¡qué sin comerlo ni beberlo!... Aprenda, aprenda usted para cuando sea padre.

-Señora, si usted tuviera la bondad de buscarme por ahí una de esas bestias feroces que llaman amas de cría...

-Sí, voy a ello... Espere usted: la vecina me dijo que conocía... Ya, sí... es una chica primeriza, criada de servir, que se desgració. Estaba en casa de un concejal que hace la estadística de nacidos... hombre viudo, y que debía tener interés en que se aumentara la población... Voy allá... Creo que tiene la gran leche; es morenota, fresconaza... un poco ladrona. También sé de una muy sílfide, una traviatona que bailaba en Capellanes, casada; pero que no vive con su marido. Sabe muchos cantares para dormir a los niños, y tiene aires de persona fina... Pues no me quito la mantilla y echo a correr. Vaya usted por otro lado. No deje usted de ir a la Concepción Jerónima, a casa de Matías, donde van a parar todas las burras de leche que vienen a buscar cría. Es aquello, según dicen, una fábrica de amas y un almacén de ganado. Ea, hombre, no se quede usted lelo; coja usted La Correspondencia y lea los anuncios. Ama para casa de los padres. ¿Ve usted? Váyase pronto al Gobierno Civil donde está el reconocimiento... Si encuentra usted alguna, no se fíe de apariencias: llévese un médico. Escójala cerril, fea y hombruna... Pechos negros y largos. Mucho cuidado con las bonitas, que suelen ser las peores... No dejen de examinar la leche, y fíjense en la buena dentadura. Yo voy por otro lado; avisaré lo que encuentre. Abur.

Diome esperanzas la solicitud de aquella buena señora. Y yo, ¿a dónde acudiría primero? No había que vacilar y   -196-   corrí a casa de Manuela, pensando en Irene, en su carta garabateada a prisa, y no cesaba de ver la trémula mano trazando los renglones, y me figuraba a la maestra amenazada de no sé qué fieros vestiglos. Y en tanto mis alumnos se quedaban sin clase aquel día, que me tocaba explicar El interior contenido del Bien.

Encontré a Manuela desesperada. Con mi ahijado sobre las rodillas, rodeada de su madre y hermana, era la figura más lastimosa y patética de aquel cuadro de desolación. Maximín chillaba como un becerro; Lica se empeñaba en que chupara de la redoma; apartaba él con furiosos ademanes aquella cosa fría y desapacible, y en tanto, las tres aturdidas mujeres invocaban a todos los santos de la Corte celestial. Se habían mandado recados a varias casas amigas para que diesen noticia de alguna nodriza, pero ¡ay!, la familia confiaba principalmente en mí, en mi rara bondad y en mi corazón humanitario.




ArribaAbajo- XXXIII -

¡Dichoso corazón humanitario!


Eras un adminículo de universal aplicación, maquinilla puesta al servicio de los demás; eras, más propiamente, un fiel sacerdote de lo que llamamos el otroísmo, religión harto desusada. Si dabas flores, te faltaba tiempo para ponerlas en el vaso de la generosidad, abierto a todo el mundo; si echabas espinas, te las metías en el bolsillo del egoísmo, y te pinchabas solo... Esto pensaba, camino del Gobierno de provincia, lugar seguro para encontrar lo que   -197-   hacía falta a mi ahijadito. Antes había tratado de ver a Augusto Miquis, joven y acreditado médico, amigo mío. No le encontré, pero sus amigos me dijeron que quizás le hallaría en el Gobierno civil. Afortunadamente estaba encargado del reconocimiento de amas. Esta feliz coincidencia me animó mucho; di por salvado a Maximín, y sin tardanza me personé en aquella paternal oficina, ejemplo que, con otros muchos, viene a confirmar la vigilancia omnímoda de nuestra administración y lo desgraciados que seríamos si ella no cuidase de todo lo que nos concierne, llevándonos en sus amorosos brazos desde la cuna al sepulcro. Con decir que por darnos todo nos daba hasta la teta, está dicho. Yo había visto la administración-médico, la administración-maestro, y otras muchas variantes de tan sabio instituto; pero no conocía la administración-nodriza. Así, quedeme pasmado al entrar en aquella gran pieza, nada clara ni pulcra, y ver el escuadrón mamífero, alineado en los bancos fijos de la pared, mientras dos facultativos, uno de los cuales era Augusto, hacían el reconocimiento. El antipático ganado inspiraba repulsión grande, y mi primer pensamiento fue para considerar la horrible desnaturalización y sordidez de aquella gente. Las que habían tomado por oficio semejante industria se distinguían al primer golpe de vista de las que, por una combinación de desgracia y pobreza, fueron a tan indignos tratos. Las había acompañadas de padres codiciosos, otras de maridos o socios. Rarísimas eran las caras bonitas, y dominaba en las filas la fealdad, sombreada de expresión de astucia. Era la escoria de las ciudades mezclada con la hez de las aldeas. Vi pescuezos regordetes con sartas de coral, orejas negruzcas con pendientes de filigrana; mucho pañuelo rojo de indiana tapando mal la redondez de la mercancía; refajos de paño negro redondos, huecos, inflados como si ocultaran un bombo de lotería; medias negras,   -198-   abarcas, zapatos cortos, botinas y pies descalzos. Faltaban en la pared los escudos de Pas, Santa María de Nieva, Riofrío, Cabuérniga y Cebreros, y como inscripción ornamental, el endecasílabo de aquel poeta culterano que, no teniendo otra cosa que cantar, cantó la nodriza, y la llamó lugarteniente del pezón materno.

Entraban personas que, como yo, iban en busca del remedio de un niño, y se oían contrataciones y regateos. Había lugarteniente que elogiaba su género como un vinatero el contenido de sus pellejos. Había exploraciones de que en otro lugar se espantaría el recato, curioso de durezas para distinguir lo muscular de lo adiposo, y, como en el mercado de caballos, se decía veamos los dientes, y se observaba el aire, la andadura, el alzar y mover las patas. ¡Permitiera Dios que no os hubiera visto en tal cantidad, flácidos ubres, aquí saliendo con vergüenza de entre bien puestos cendales, allí surgiendo de golpe como pelota de goma por la abertura de un pañuelo rojo, y que no os mirara estrujados por los dedos experimentadores del profesor o de la partera! En un lado el facultativo examinaba aréolas; en otro Miquis, después de rebuscar vestigios de pasadas herejías, cogía el lactoscopio y poniendo en él la preciosa sustancia de nuestra vida, miraba junto a la ventana, al trasluz, la delgadísima lámina líquida, entre cristales extendida.

«En esta, todo es agua... -decía-; esta tal cual... mayor cantidad de glóbulos lácteos... Hola, amigo Manso, ¿qué busca usted por estos barrios?».

-Vengo por una... y pronto, amigo Miquis. Deme usted lo mejor que haya, y a cualquier precio.

-¿Se ha casado usted o se ha hecho padre de hijos ajenos?

-Más bien lo segundo... Tengo mucha prisa, Augusto; me están esperando...

  -199-  

-Esto no es cosa de juego; espere usted, amiguito.

Me miró, sin apartar de su ojo derecho el maldito instrumento, con tan picaresca malicia, que me hizo reír, aunque no tenía ganas de bromas.

Y cuando preparaba el adminículo para echar en él nuevo licor, me amenazó con rociarme, diciendo:

«Si no se quita usted de delante...».

¡Maldito Miquis! Siempre había de estar de fiesta, sin tener en cuenta la gravedad de las circunstancias.

«Querido, que tengo prisa...».

-Más tengo yo. ¿Le parece a usted que es agradable este viaje diario por la vía láctea?... Estoy deseando soltar los trastos y que venga otro. Luego nos queda el examen químico con el lacto-butirómetro... Porque hay falsificaciones, amigo. ¿Ve usted? Las hay que son cartuchos de veneno, y aquí velamos por la infancia. Pero, a pesar de nuestros esfuerzos, la generación futura va ser bonita, sí señor; se van a divertir los del siglo veinte, que será el siglo de las lagartijas.

-Pero Miquis, que es tarde, y...

-A ver, Sánchez, Sánchez.

Sánchez, que era el otro médico, se acercó.

«A ver, aquella, la que vimos antes. Es la única res que vale algo. La segoviana... ahí está, la que tiene una oreja menos, porque se la comió un cerdo cuando era niña».

-¿Es buena?

-Bastante buena, primeriza, inocentísima. Me ha contado que era pastora. No recuerda de dónde le vino la desgracia, ni sabe quién fue el Melibeo... Esta gente es así. Suele resultar que las ignorantonas saben más que Merlín. Allí está. Vea usted qué facciones, jamás lavadas... Creo que para salir del paso... ¿Es para un sobrinito de usted?

-Y ahijado por más señas.

  -200-  

-A veces más vale un padrino que un padre... Diga usted, ¿es cierto que José María se ha hecho hombre de distracciones?... Ahora le veo todos los días. Es vecino mío.

-¡Vecino de usted!

-Sí; vivo allá por Santa Bárbara. En el tercero de mi casa se nos ha metido hace tres días una señora...

-¡Doña Cándida! -murmuré, sintiendo que la malicia de Miquis se infiltraba en mi corazón, cual mortífera ponzoña.

-Mi mujer me ha contado que la vio subir con una joven. ¿Es hija suya?

-Sobrina.

-Bonita. Su hermano de usted va todas las tardes... Eso me han dicho. Cuando nos encontramos en la escalera, hace como que no me conoce, y no me saluda.

-Mi hermano es muy particular...

Y diciéndolo me puse torvo, y cayeron al suelo mis miradas con pesadez melancólica, y se quedó embargado mi espíritu de tal modo que dejé de ver el reconocimiento, el antipático rebaño y los médicos...

«Aquí la tiene usted -me dijo aquel señor Sánchez, bondadosísimo, presentándome una humana fiera, vestida de paño pardo, rodeada de refajo verdinegro que la asemejaba a una peonza dando vueltas-. Es buena. No haga usted caso de esto de la oreja. Es que se la comió un cerdo cuando niña. Por lo demás, buena sangre... buena dentadura. A ver, chica, enseña las herramientas. No hay señales de mal infeccioso».

Y mirándola apenas, me dispuse a llevármela conmigo. Ella graznó algo, mas no lo entendí. Como aldeano que tira del ronzal para llevarse el animalito que ha comprado en la feria, así tiré de la manta de lana que la pastora llevaba sobre sus hombros, y dije: «vamos».

«Abur, Manso».

  -201-  

-Miquis, abur, y muchas gracias.

Al salir, observé que el ronzal arrastraba, con la bestia, otras de su misma especie, a saber: un padre, involucrado también en paño pardo, como el oso en su lana, con sombrero redondo y abarcas de cuero; una madre, engastada en el eje de una esfera de refajos verdes, amarillos, negros, con rollos de pelo en las sienes; dos hermanitos de color de bellota seca, vestidos de estameña recamada de fango, sucios, salvajes, el uno con gorra de piel y el otro con una como banasta a la cabeza.

Y en la calle el venerable cafre que hacía de padre, me paró y ladró así:

«Diga, caballero, ¿cuánto va a dar a la mocica?».

-Porque somos gente honrada -regurgitó la mamá silvestre-. Mi Regustiana no va a cualquier parte.

-Señor -bramó uno de los muchachos-. ¿Quiéreme por criado?

-Oiga, señor -añadió el autor de los días de Regustiana-. ¿Es casa grande?

-Tan grande que tiene nueve balcones y más de cuarenta puertas.

Cinco bocas se abrieron de par en par.

-¿Y a dónde es? ¿Y cuánto le va a dar a la mocica?

-Se le pagará bien. Verán ustedes qué señora tan buena.

-¿Es buena la señora? Llévenos pronto.

-Ahora mismo. Y les voy a llevar en coche.

Abrí la portezuela. Consideré las fumigaciones a que debía someterse después el vehículo, si llevaba todo aquel rústico cargamento...

-No, conmigo no van más que la chica y la madre. Los hombres que vayan a pie.

-No, señorito, llévenos a todos -exclamaron a coro, con el tono plañidero de los mendigos que asaltan las diligencias.

  -202-  

-No, lo que es sin mí no va mi hija -manifestó gravemente el papá, con aspavientos de dignidad.

-¡Llévenos a todos!... Yo me monto atrás -dijo uno de los chicos-. Diga, señor ¿me tomará por criado?

-Y yo alante -gritó el otro.

-Diga, señor, ¿y cuánto me dará?

Me aturdían estrujándome, porque hablaban más con las patas delanteras que con la boca, me sofocaban con sus preguntas, con sus gestos, y al fin, deseando concluir pronto, cargué con todos y los llevé a casa de mi hermano.

Cuando entré, me reía de mí mismo y de la figura que hacía pastoreando aquel rebaño. Tuve intención de decir: «ahí queda eso», y marcharme a donde me solicitaban mi curiosidad y mi afán; pero esto hubiera sido muy inconveniente, y me detuve hasta ver qué tal recibía Máximo a su nueva mamá, y cómo se desenvolvía Manuela con los indómitos padres y hermanitos de la tal Robustiana. Atenta mi cuñada a la necesidad de su hijo, y a ver si tomaba bien el pecho, no se cuidaba de la cola que el ama traía. Sentado en el recibimiento, el padre aguardaba con tiesa compostura el resultado de la prueba; los chicos huían por los pasillos, aterrados de la vista de Ruperto; y la madre, sin separarse de su moza, examinaba todo lo que veía con miradas de espanto y júbilo, y estaba como suspensa y encantada. Tan maravillosa era la casa a sus ojos, que sin duda se figuraba estar en los palacios del Rey.

Y Maximín, ¡oh Virgen de la Buena Leche!, chupaba, y veíamos con gozo sus buenas disposiciones gastronómicas y aquella codicia egoísta con que se agarraba al negro seno, temeroso de que se lo quitaran. Lica lloraba de contento.

«Eres un ángel del Cielo, Máximo. Si no es por ti... ¡Qué mujer me has traído! Ya la quiero más... Tiene ángel. En seguida la vamos a poner como una reina. ¿Y su madre?...   -203-   ¡qué buena es! ¿Y su padre? Un santo. ¿Y los hermanitos?, ¡unos pobrecillos! Ya he dicho que les den de almorzar a todos... ¡los pobres!... ¡Me da una lástima!... Es preciso protegerlos bien, sí. Me dijo la madre que no tienen nada de comer, que no ha llovido nada, que no cogen nada y tienen que pedir limosna... ¡Gente mejor...!».

Todo esto me parecía muy bien. Yo no hacía falta allí... Andando. Pasillos, escaleras, calle, ¡qué largos me parecíais!




ArribaAbajo- XXXIV -

¡Y al fin entré por tu puerta, casa misteriosa!


Y subí tu escalera nuevecita, estucada, oliendo todavía a pintura, fresco el barniz de las puertas y del pasamanos. En el principal vi una placa de cobre que decía: Doctor Miquis. Consulta de 4 a 6; más arriba encontré un carbonero que bajaba, luego el panadero con su gran banasta, una oficiala de modista de sombreros con la caja de muestras, y a todos les preguntaba con el pensamiento: «¿venís de allá?».

Y al fin tiré del botón de aquel timbre, que me asustó al sonar vibrante, y abriome la puerta una criada desconocida que no me fue simpática y me pareció, no sé por qué, avechucho de mal agüero. Y heme aquí en una salita clara, tan nueva que parecía que yo la estrenaba en aquel momento. De muebles estaba tal cual, pues no había más que tres sillas y un sofá; pero en las paredes vi lujosas cortinas, y entre los dos balcones una bonita consola con candelabros y reloj de bronce. Se conocía que la instalación no estaba concluida, ni mucho menos. Así me lo manifestó   -204-   doña Cándida, que majestuosa se dejó ver, acompañada de una sonrisa proteccionista, por la gran puerta del gabinete.

«Pero, chico... me da vergüenza de recibirte así... Si esto parece una escuela de danzantes. Estos tapiceros, ¡qué calmosos!, una cosa atroz. Desde el 17 están con los muebles, y ya ves; que hoy, que mañana. Espera, hombre, espera: no te sientes en esa silla, que está rota... Cuidado, cuidadito; tampoco en esa otra, que está un poco derrengada».

Dirigime a la tercera.

«Aguarda, aguarda. Esa también... Melchora te traerá una butaca del gabinete... ¡Melchora!...».

Dios y Melchora quisieron que yo al fin me sentara.

«¿Irene...?» le pregunté.

-Quizás no la puedas ver... Está algo delicada...

Toda mi atención, toda mi perspicacia, mi arte todo de leer en las fisonomías no me parecían de bastante fuerza para descifrar el jeroglífico moral que con fruncimiento de músculos, cruzamiento de arrugas, pestañeo, pucherito de labios y una postiza sonrisilla se trazaba en el rostro egipcio de doña Cándida. O yo era un ser completamente idiota o detrás de los oscuros renglones de aquel semblante antiguo había algún sublime sentido. ¡Desgraciado de mí que no podía entenderlo! Y ponía al rojo mis facultades todas para que, llegando al último grado de su poder y sutileza, me dieran la clave que deseaba.

«Con que delicada...» murmuré, pasándome la mano por los ojos.

Mi cínife iba a decir algo, cuando Irene se presentó. ¡Qué admirable aparición!

«¿Qué tal te encuentras, hijita?» le preguntó su tía, en quien sorprendí disgusto.

-Bien -replicó secamente Irene-. Y usted, Máximo, qué caro se vende.

  -205-  

¡Maldito Calígula! Sin género de duda, quería desviarme de mi objeto, distraerme, interponerse entre Irene y yo con pretextos rebuscados.

«¡Ah! -exclamó con aspavientos que me causaron frío-, ¿no has visto lo que dicen de ti los periódicos?... Te ponen en las nubes. Mira, Irene, trae La Correspondencia de la mañana. Allí está sobre mi cómoda».

Irene salió. Observé (yo lo observaba todo) que tardaba más tiempo del que se necesita para traer un papel que está sobre una cómoda. Vino al fin, trajo el periódico y me lo puso delante. Sobre el periódico había un papelito pequeño, y en él, escritas con lápiz y al parecer rápidamente, estas palabras: Ha venido usted tarde. Nunca hace las cosas a tiempo. No puedo hablar delante de mi tía. Me pasan cosas tremendas. Despídase usted diciendo que no vuelve en una semana y vuelva después de las tres.

Haciendo que leía La Correspondencia guardé con disimulo el papelejo. Irene me parecía desmejoradísima. Palidez suma y tristeza confirmaban, diluidas en la tinta suave de su semblante, la veracidad de aquellas cosas tremendas. Y yo, puesto en guardia con lo que el papel decía, hablé de lo que no me importaba, de lo alegre de la casa, de sus buenas vistas y...

«¿Pero no sabes, Máximo -me dijo Calígula de improviso-, que anoche hemos tenido ladrones en casa? ¡Qué susto, Dios mío!».

-¡Señora!

-Ladrones, sí, lo que oyes... una cosa atroz. Esa Melchora que duerme como un palo, dice que no oyó ni vio nada... Te contaré... Yo duermo ahora muy mal... estos tunantes de nervios... Serían las dos de la madrugada, cuando sentí ruido en una puerta. Levanteme, llamé a Irene... Esta asegura que dormía profundamente... Yo tenía un miedo...   -206-   ya puedes figurarte. En fin, que alboroté toda la casa. Melchora dice que yo veo fantasmas... Podrá ser que mis nervios... pero juraría que a la claridad de la luna... porque no encontré los malditos fósforos... a la claridad de la luna vi un hombre que escapaba...

-¿Por la ventana?

-No, por la puerta de la escalera.

Miré a Irene para ver qué decía sobre las fantásticas apariciones, pero en aquel momento se levantaba y salía diciendo:

«Han llamado, tía; creo que será la modista».

-¿Pero no está Melchora?... Pues, sí, Máximo, hemos pasado un susto... La pobre Irene, al oír mis gritos, salió despavorida. Busca los fósforos por aquí y por allí... nada. Melchora se reía de nosotras y decía que estábamos locas...

-¿Pero usted vio...?

-Hombre, que vi... La suerte es que no nos han robado nada. He registrado, y ni una hilacha me falta... cosa atroz.

-Resultado, que esos ladrones no robarían más que los fósforos...

Esto lo dije, dejando que mi espíritu, espoleado por su pesimismo, se precipitara en las más extravagantes cavilaciones. Despeñada mi mente, no conocía ningún camino derecho. ¿Sería verdad lo que doña Cándida contaba?... Y si no lo era, ¿qué interés, qué malicia, qué fin...?

Pero mi primer cuidado debía ser cumplir el programa consignado con lápiz trémulo por la mano de la institutriz. Retireme diciendo que no volvería hasta dentro de una semana, y pasé las horas que para la misteriosa cita faltaban, discurriendo por la Castellana, el barrio de Salamanca y Recoletos. A las tres y media tiraba otra vez del timbre, y la misma Irene abría la puerta. Estábamos solos.

«¡Gracias a Dios! -le dije sentándome en el mismo sillón   -207-   que algunas horas antes había sacado Melchora para mí y que aún estaba en el mismo sitio...-. Al fin me puede usted decir qué cosas tremendas son esas...».

-¡Y tan tremendas!...

¡Qué temblor el de sus labios, qué falta de aire en sus pulmones, qué palidez mortal y qué timbre de pánico y duelo el de su voz al decirme:

«¡Si usted no me salva, si usted no me prueba que se interesa por esta huérfana desgraciada...!».

No sé, no sé lo que pasó en mi interior. La efusión de mi oculto cariño, que se expansionaba y se venía fuera, cual oprimido gas que encuentra de súbito mil puntos de salida, hallaba obstáculos en el temor de aquella soledad traicionera, en el comedimiento que me parecía exigido por las circunstancias; y así, cuando las más vulgares reglas de romanticismo pedían que me pusiera de rodillas y soltara uno de esos apasionados ternos que tanto efecto hacen en el teatro, mi timidez tan sólo supo decir del modo más soso posible:

«Veremos eso, veremos eso...».

Y lo dije cerrando los ojos y moviendo la cabeza, mohín de cátedra, que la costumbre ha hecho más fuerte que mi voluntad.

«¿Pero usted no lo adivina?... ¿usted no comprende que mi tía me tiene aquí prisionera para venderme a D. José? Esta es la cosa más tremenda que se ha visto. ¿Quién ha puesto esta casa? D. José. ¿Quién ha amueblado aquel gabinetito? D. José. ¿Quién viene aquí las tardes y las noches a ofrecerme veinte mil regalos, cositas, porvenires, qué sé yo, villas y castillos? D. José. ¿Quién me persigue con su amor empalagoso, quién me acosa sin dejarme respirar? D. José. He tenido la desgracia de que ese señor se enamore de mí como un loco, y aquí me tiene usted puesta entre lo que   -208-   más odio, que es su hermanito de usted, y la necesidad de matarme, porque estoy decidida a quitarme la vida, amigo Manso, y como hoy mismo no encuentre usted medio de librarme de esto, lo juro, sí, lo juro, me tiro a la calle por ese balcón».

Petrificado la oí; balbuciente le dije:

«Lo sospechaba. Si usted no me hubiera prohibido venir acá desde el primer día, quizás le habría evitado muchos disgustos».

-Es que yo...

Al argumentarme, había tropezado en una velada y misteriosa idea, quizás en la misma que a mí me faltaba para ver aquel asunto con completa claridad. Ocurrióseme entonces un argumento decisivo.

«Vamos a ver, Irene -le dije procurando tomar un tono muy paternal-. ¿Por qué tenía usted tanta prisa en salir de la casa, donde no debía temer las asechanzas de mi hermano? ¿No consideraba usted, en su buen juicio, que doña Cándida al poner esta casita y traerla a usted, la traía a una ratonera? Yo lo sospeché; mas no me era posible intervenir en asunto tan delicado... ¿Por qué le faltó a usted tiempo para abandonar aquella colocación honrada y tranquila?».

-Allí también me perseguía.

-Pero allí precisamente tenía usted poderosas defensas contra él, mientras que aquí...

-Porque mi tía me engañó.

-Imposible. Doña Cándida no puede engañar a nadie. Es como las actrices viejas y en decadencia que no consiguen producir ilusión ninguna en quien las ve representar. Por la atrocidad excesiva de sus embustes, esta infeliz señora se vende a sí misma, apenas empieza a desempeñar sus innobles papeles. Su loco apetito de dinero ha corrompido en ella hasta los sentimientos que más resisten a la corrupción.   -209-   Yo creí que usted no caería en semejante lazo, tan torpemente preparado. Usted misma se ha lanzado al abismo... Y no se justifique ahora con razones rebuscadas; llénese usted de valor y dígame el motivo grande, capital, que ha tenido para abandonar aquella casa. Ese motivo no lo sé, pero lo sospecho. Venga esa declaración, o me faltará la fe en usted que me es necesaria para salir a su defensa. Nada hay más erróneo, Irene, que la mitad de la verdad. Yo no puedo patrocinar la causa de una persona, cuya conciencia no se me manifiesta sino por indicaciones incompletas y vagas. No quiero evitar un mal y proteger neciamente la caída en otro peor. Desde el momento en que usted llama a un abogado en su defensa, muéstrele todos los lados de su asunto; no le oculte nada; infúndale con su franqueza el valor y la convicción que él, a causa de sus dudas, no tiene. Una persona que la ha tratado a usted de cerca me ha dicho: «no te fíes de ella, es una hipócrita». Arránqueme usted las raicillas que estas palabras han echado en mi pensamiento, y ya me tiene usted pronto a servirla como jamás hombre alguno ha servido a mujer desvalida.

Esto le dije; estuve elocuente, y un si es no es sutil o caballeroso. A medida que hablaba, comprendí el grandísimo efecto que cada palabra hacía en su espíritu turbado, y antes de terminar, observela desasosegada, luego afligida, al fin llena de temor.

Yo creía hallarme en terreno firme.

«Reconoce usted -le dije en tono de amigo-, que antes de pedirme mi ayuda para salir de la ratonera, debe declararme alguna cosa, ¿no es eso?, ¿alguna cosa que nada tiene que ver con mi hermano?... Digamos, para mayor claridad, que es como un mundo aparte».

Humildemente dolorida inclinó su cabeza, y como próxima a sucumbir, respondió:

  -210-  

«Sí, señor».

Esta afirmación respetuosa me lastimó en el alma, como si me la hendieran de arriba abajo, con formidable sacudida. Sentí un hundimiento colosal dentro de mí, algo como al caer de la vida, la total ruina mía interior. Costome trabajo sumo sobreponerme a la aflicción... No la quería mirar, abatida delante de mí, con no sé qué decaimiento de suicida y resignación de culpable. Conté y medí las palabras para decirle:

«Puesto que eso que necesito saber no es ni puede ser vergonzoso, no me tenga usted en ascuas más tiempo».

¡Dios mío, nunca dijera yo tal cosa! La vi acometida repentinamente de horrible congoja... Su cara fue el dolor mismo, después la vergüenza, después el terror... Rompió a llorar como una Magdalena, levantose del asiento, echó a correr, huyó despavorida y desapareció de la sala.

No supe qué hacer; quedeme perplejo y frío... Sentí sus gemidos en la habitación cercana. Dudé lo que haría, y al fin corrí allá. Encontrela arrojada con abandono en un sillón, apoyada la cabeza sobre el frío mármol de una consola, llorando a mares.

«No quiero verla a usted así... no hay motivo para eso... -murmuré, conteniéndome para no llorar como ella-. Usted se juzga quizás con más rigor del que debe... Desde luego yo...».

Con la mano derecha se cubría el rostro, y con la izquierda hizo un movimiento para apartarme.

«Déjeme usted... Manso... yo no merezco...».

-¿Qué, criatura?

-Que usted me... proteja. Soy la más desgraciada...

Y más llanto, y más.

«Pero sea usted juiciosa... Veamos la cuestión; examinémosla fríamente...».

  -211-  

Esta tontería que dije, no hizo, como es de suponer, ningún efecto. Y ella con la izquierda mano me quería alejar.

«No, no me marcharé... No faltaba más... Ahora menos que nunca».

-Yo no merezco... Me he portado tan mal...

-Pero hija mía...

No pudiendo calmar su horroroso duelo, ni arrancarle una palabra explícita, volví a la sala, donde estuve paseándome no sé cuánto tiempo. Al dar la vuelta me veía en el espejo con semblante tétrico y los brazos cruzados, y me causaba miedo. No sé las curvas que describí ni los pensamientos que revolví. Creo que anduve lo necesario para dar la vuelta al mundo, y que pensé cuanto puede irradiar en su giro infinito la mente humana. Los gemidos no concluían, ni aquella tristísima situación parecía tener término. De pronto sonó el picaporte: alguien entraba. Sentí la voz de Melchora armonizada ásperamente con la de doña Cándida. Al fin llegaba la maldita; ¡buena le esperaba!... Entró...

No sé pintar el asombro de la señora de García Grande al abrir la puerta de la sala y verme. Con rápido chispazo de su vista perspicua debió de conocer mi enojo y la tormenta que le amenazaba. Por mi parte, nunca me pareció más odiosa su faz de emperador romano, que, con la decadencia, tocaba en la caricatura, ni me enfadaron tanto su nariz de caballete, sus cejas rectilíneas, su acentuada boca, su barba redondita y su gruesa papada a lo Vitelio que le colgaba ya demasiadamente, y con el hablar le temblaba y parecía servirle de depósito de los embustes. Su primer pensamiento y palabra fueron:

«Pero qué... ¿se te olvidó algo?...».

No le respondí. Mi cólera me puso una mordaza... La papada de doña Cándida temblaba y sus cejas culebrearon.   -212-   Acercose a la puerta del gabinete, abriola, vio a su sobrina consternada, y mirome después. Tuvo miedo, y de tanto temer, no pudo decirme nada. Yo seguía paseándome, y el silencio y las miradas suplían con ventaja entre los dos a cuanto pudiera expresar la voz... Pasado el primer momento de enojo, debió Calígula pedir fuerzas a su malicia, porque me pareció que se envalentonaba. Después de gruñir, con artificio de cólera digna, sentose, y sin mirarme se permitió decir:

«Me gusta... Como si cada cual no supiera lo que tiene que hacer en su casa, sin necesidad de que vengan los extraños a mangonear...».

Entre ahogarla y afrontar su descaro con ventajosa actitud de ironía y desprecio, preferí esto último. Entrome una risa nerviosa, fácil desahogo de la cólera que me amargaba el corazón y los labios, y con todo el desdén del mundo dije a mi cínife:




ArribaAbajo- XXXV -

Proxenetes


-¿Qué, hombre?

-Proxenetes. Se lo digo a usted en griego para mayor claridad.

-¡Ay!, estos señores sabios ni siquiera para insultarnos saben hablar como la gente.

-Alguien vendrá que le hablará a usted más claro que el agua.

-¿Quién?

-El juez de primera instancia.

  -213-  

Ni con risitas, ni con un gesto desdeñoso pudo disimular su terror. Yo seguía paseándome. Siguió larga pausa, durante la cual vi que el fiero Calígula batía compases con una mano sobre el brazo del sillón... Su ingenio debió de inspirarle el cómodo partido de desviar el asunto, ingiriendo otro completamente extraño, en el cual podía hacer el papel de víctima.

«Tú siempre tan inoportuno y tan... filosófico. Vienes aquí cuando no se te llama, y haces aspavientos. Mejor te ocuparas de lo que más nos importa a todos, y no me pusieras en mal lugar, como lo has hecho hoy... Sí: porque de haber sabido lo que pasaba, de haber sabido que Maximín se quedó sin ama, ¿cómo no hubiera volado yo a casa de Lica para buscarle al instante otra?... ¡Ay, qué apunte eres! Como si yo no existiera... Es hasta una falta de respeto, sí señor. Bien sabes que tengo tanto interés como tú, como la misma Manuela... Francamente, este olvido me ha llegado al alma. ¡Y tú tan sabio como siempre! En vez de correr en busca mía y contarme lo que pasaba, te fuiste al Gobierno civil para buscar por ti mismo... Ya, ya sé que llevaste a la casa una familia de cafres... Precisamente conozco un ama que no tiene precio. Véase aquí lo que se saca de interesarse por los demás: desaires y más desaires».

Y yo, pasea que pasearás... La oía como quien oye llover sandeces.

«Luego se espantan de que se nos agrie el carácter, de que un disgusto tras otro, y por añadidura, los achaques y males nerviosos pongan a una infeliz mujer en el estado moral más triste del mundo. De aquí resultan cosas que parecen distintas de lo que son. Cada una en su casa hace lo que le acomoda, siempre dentro del límite de los deberes y de la dignidad a que las personas de cierta clase no podemos faltar nunca. Viene luego cualquiera que no está   -214-   en antecedentes, y por lo primero que ve, juzga y sentencia de plano sin enterarse. Una chica mimosa y llorona contribuye con sus tonterías a embrollar la cuestión; el sabio se acalora, se pone a hacer papeles caballerescos... y si mediara una explicación, todos quedarían en buen lugar...».

Aquel zumbido me mortificaba de un modo indecible. No me podía contener.

«Señora...».

-¡Qué!

-¿Quiere usted hacer el favor de callarse?

-¡Qué falta de respeto! ¿Quieres tú hacer el favor de marcharte? Estoy en mi casa... Mucho estimo a tu familia, mucho quise a tu madre, aquel ángel del cielo, aquella criatura sin igual... ¡Ah!, no os parecéis a ella, y si resucitara y se nos presentase aquí, me juzgaría como merezco... Digo que mucho la quise, y mucho vale para mí su recuerdo al hallarme delante de tu descortesía; pero esta puede llegar a ser tal que no pueda perdonarla... Porque esto es una iniquidad, Máximo; una cosa atroz. Lo que haces conmigo no tiene nombre. ¡Venir a insultarme a mi propia casa!... sin respetar mis canas... sin acordarte de aquella santa...

La papada se movía tanto que parecían agitarse impacientes dentro de ella todas las farsas, todos los embustes y trampantojos almacenados para un año. Al mismo tiempo pugnaba Calígula por traer a su defensa un destacamento de lágrimas, que al fin, tras grandes esfuerzos, asomaron a sus ojos.

«Nunca -gimió, sonándose con estrépito para aumentar artificialmente el caudal lacrimatorio-, nunca hubiera creído tal cosa de ti. Me debes, si no otra cosa, respeto. Y antes de formar malos juicios de esta desgraciada, a quien podrías considerar como tu segunda madre, debes informarte   -215-   bien, preguntarme... Yo estoy pronta a responder a todo, a sacarte de dudas... ¿Quieres saber por qué llora Irene? Pues no se lo preguntes a ella, pregúntamelo a mí, que te lo diré. Estas muchachas de hoy no son como las de mi tiempo, tan recogidas, tan sumisas. ¡Quia!, una cosa atroz... No hay vigilancia bastante para impedir que hagan mil coqueterías y enredos. ¿Quieres que te la pinte en dos palabras?... Pues es una mosquita muerta... No lo creerás, sé que no lo vas a creer y que descargarás tu furor contra mí. Pero mi deber es antes que todo, y el interés que me tomo por ella. Allí, en la propia casa de Lica, donde la sujeción parecía ser tan grande como en un convento, la muy picarona, ¿lo creerás?, pues sí, tenía un novio. No hay como estas tontuelas para ocultar las cosas. Ni Lica ni tú, ni yo que iba allá todos los días, sospechábamos nada... ¿Qué habíamos de sospechar viendo aquella modestia, aquella conformidad mansa, aquella cosita... así...? Pero estas mansas son de la piel de Barrabás para esconder sus líos. ¡Un novio! Cuando nos mudamos lo descubrí, y si quieres que te lo pruebe...».

La ira que se encendió súbitamente en mí era tal, que me desconocí en aquel instante, pues en ninguna época de mi vida me había sentido transformado como entonces en un ser brutal, tosco y de vulgares inclinaciones a la venganza y a todo lo bajo y torpe. Cómo se levantaron en mi alma revuelta aquellos sedimentos, no lo sé.

-¿Quieres que te lo pruebe? -repitió doña Cándida a la manera de las hienas, sorprendiendo, con su feliz instinto, mi momentánea bajeza, y creyendo que la suya permanente podría hallar en mí fugaz acogida-. ¿Quieres que te lo pruebe?... Cuando nos mudamos, en aquel desorden de los baúles, sorprendí un paquete de cartas... no tienen firma... ¿conocerás tú...?

  -216-  

Afianzó las manos en los brazos del sillón para levantarse. Vacilé un momento... ¡Dios! ¡Descubrir el misterioso enigma, saber el fin...! ¡No, por aquel medio jamás!

«Señora, no se mueva usted -grité con brío, ya repuesto en mi normal ser-. No quiero ver nada».

-Tú quizás sepas... Algún moscón de los muchos que van a aquella casa... La pícara mulata era quien traía y llevaba las cartitas... ¿Pero cómo se las componen estas criaturas para envolver en tan gran misterio sus picardías...? Yo estoy aterrada, y de seguro voy a sucumbir a fuerza de disgustos... Esta criatura, a quien he consagrado mi vida... ¡Oh! Máximo, tú no comprendes este dolor atroz este dolor de una madre, porque madre soy para ella, madre solícita y siempre sacrificada... Y ya ves qué pago...

Otra vez su cinismo agotaba mi paciencia.

Yo no la miraba, porque su semblante me hería. Éranme particularmente antipáticas la papada trémula y la despejada frente cesárica, en la cual ondulaban las arrugas de un modo raro, como se enroscan y se retuercen los gusanos al caer en el fuego.

«Señora, hágame usted el favor de callarse».

-Bien, lloraré sola, me lamentaré sola. ¿A ti qué te importa, caballero andante y filósofo aventurero?

Y en aquel punto los dolorosos gemidos de Irene se oyeron de nuevo... El corazón se me dividía ante aquella angustia secreta, apenas declarada, que venía a combinarse dentro de mí con otra angustia mayor. El dolor mío se agitaba entre accidentes de despecho y enojo, como llama entre tizones. Me embargaba tanto, que daba perplejidades a mi voluntad y yo no sabía qué hacer. Pensé acudir a Irene, que parecía sufrir gravísimo paroxismo; pero no sé qué repugnancia me alejaba de ella. Doña Cándida se levantó, diciendo con agridulce voz:

  -217-  

-La pobrecita está tan afligida... Es que la he reñido... No me puedo contener. Es preciso darle una taza de tila.

Dejome solo. Y yo pasea que pasearás. Me rodeaba una atmósfera de drama. Presentía la violencia, lo que en el mundo artificioso del teatro se llama la situación... ¡Tilín!, ¡el timbre, la puerta!... ¡Mi hermano!...




ArribaAbajo- XXXVI -

¡Esta es la mía!


Los segundos que tardó en aparecer en la sala, ¡cómo se deslizaron pavorosos!... Entró, y al verme... No, jamás ha sufrido un hombre desconcierto semejante. Yo me sentí fuerte y dueño de mis facultades para operar con ellas como me conviniera... Mereciera o no la mosquita muerta mi ardiente defensa, ¿qué me importaba? Yo, caballero del bien, me disponía a dar una batalla a su enemigo, que era también el mío. A la carga, pues, y luego veríamos.

La sorpresa pudo en José más que la turbación, y se le escapó decirme:

«¿Qué demonios buscas aquí?».

Advertí en él esfuerzos inauditos para poner concierto en sus ideas, disimular su cogida y cubrir el flanco de su amor propio:

«¡Ah! -exclamó fingiéndose asombrado-. ¡Qué casualidad! Los dos venimos de visita... nos encontramos... Es verdad; te dije que pensaba venir».

Y el tunante no caía en la cuenta de que no nos hablábamos desde la disputilla, siendo por tanto imposible que   -218-   me hubiera avisado su visita. Viéndose cogido en su red, cambió de táctica. Inició torpemente dos o tres temas de conversación (a punto que Melchora traía otra butaca, por no ser suficiente una para los dos); pero desde las primeras palabras se aturullaba y confundía. Dejose ver por la puerta del gabinete doña Cándida, tan turbada como mi hermano, y más con la papada que con la voz nos dijo:

«Dispénsenme los Mansitos; pero estoy tan ocupada... Vuelvo...».

Y desapareció como espectro que tiene pocas ganas de ser evocado. Las tenía tan grandes mi hermano de hacerme creer que a la casa venía por vez primera, que no quiso esperar la segunda aparición del espectro para decirle a gritos:

«Al fin me tiene usted por aquí...».

Pero notando mi empaque severo, me miró mucho. Estábamos sentados el uno frente al otro.

«Pues sí, es bonita la casa. No la había visto. ¿Habías estado tú aquí?».

-Es la primera vez.

-Muy fría la sesión de esta tarde... La discusión de presupuestos sumamente lánguida. Tres diputados en el salón de sesiones. Pero en las secciones hemos tenido mar de fondo. Hay un tacto de codos que Dios tirita. Es verdaderamente escandaloso lo que pasa, y luego con la plancha que se tiró ayer el ministro de Gracia y Justicia... La Comisión de melazas no ha dado aún dictamen. Tendremos voto particular de Sánchez Alcudia, que se empeña en proteger los alfajores de su tierra...

Y yo callaba. Él debía de estar sobre ascuas viendo mi torvo silencio. Presagiaba sin duda una escena ruda y quiso debilitarme anticipadamente con la lisonja.

«¡Ah!, se me olvidaba -dijo tomando la máscara de la   -219-   risa, que le sentaba como al Cristo las pistolas-. Tengo que darte las gracias. Ya me contó Manuela. El pobre Maximín, si no es por ti, se nos muere hoy. Anoche no pude ir en toda la noche a casa, porque... es verdaderamente cargante. Hasta las dos y media estuve en la comisión de melazas. Luego fui con Bojío a cenar a casa de su padre el marqués de Tellería. El pobre señor se agravó tanto anoche que tuvimos que quedarnos allí varios amigos... ¡Cuánto sentí esta mañana, al ir a casa, lo que había pasado con la tunante del ama! Parece que es buena la que llevaste... Pero, mira, allí me encontré un familión... El padre me abordó con aire marrullero y me dijo: 'Ya sé que el señor marqués va para menistro. Si quisiera dar algo a estos probecitos de Dios...'. Empezó a pedir. Figúrate, no quiere nada el angelito. Ve contando: el estanco del pueblo y el sello para su hijo mayor; para el segundo la cartería, y para sí propio la cobranza de contribuciones, la vara de alcalde, el remate de consumos y la administración de obras pías... Yo me desternillaba de risa y Sainz del Bardal le prometió proponerle para una mitra».

Con fuertes carcajadas celebraba José la gracia del cuento... Y yo siempre callado, serio. Estaba impaciente, deshecho, porque no quería romper el fuego hasta que estuviera delante el emperador Vitelio. Pero probablemente la taimada había hecho propósito de no presentarse, dejando que los Mansitos se despacharan solos a su gusto. De repente se levantó José. Le había entrado súbito afán de admirar las dos grandes láminas que doña Cándida había colgado en la pared de su salita.

«¿Pero has visto esto? Es un grabado verdaderamente magnífico. Naufragio del navío INTRÉPIDO delante de las rocas de Saint-Maló. ¡Qué olas! Parece que le salpican a uno a la cara. ¿Y este otro? Naufragio de la Medusa, por Gericault...   -220-   Pero aquí todo son naufragios. En esto el reloj dio las once. Eran las cinco».

-Allá se va este reloj con los de mi casa -observó mi hermano sentándose-. Todos parecen de reblandecimiento de la médula catalina... Pues señor, me gusta este modo de recibir visitas. Si no se presenta pronto doña Cándida, me voy.

Farsas, puras farsas. Bien conocía él que en la casa pasaba algo grave. Mi inopinada presencia, mi silencio sombrío le causaban miedo, por lo que pensó en ponerse en salvo.

«¿Tú te quedas?».

-Sí, y tú también.

-Hombre, eso es mucho decir.

-Tenemos que hablar.

-¿Tienes algo que decirme?

-Algo, sí.

-Pues mira, no se conoce. Hace un cuarto de hora que estoy aquí.

-Yo quería que estuviese presente doña Cándida; pero ya que esa señora tiene vergüenza de ponerse delante de los dos...

José palideció. Hice propósito de explanar mi interpelación con todo el comedimiento posible y de no hacer lógica con violencia ni manotadas. Mi enemigo era mi hermano. ¡Difícil y peligroso lance!

«Pues dímelo pronto», indicó él, festivo a fuerza de contracciones de músculos.

-En dos palabras. Has estado haciendo la farsa de que venías aquí por primera vez, cuando vienes todas las tardes y noches, desde que vive aquí doña Cándida. Entre esta señora, a quien voy a recomendar al juez del distrito, y tú, padre de familia y representante de la nación, habéis armado una trampa... poco digna, quiero ser prudente   -221-   en las calificaciones... una trampa contra esa pobre joven honrada, sin padres ni pariente alguno...

-No sigas, no sigas -dijo mi hermano, echándoselas de espíritu fuerte-. Eres verdaderamente un caballero andante. ¿Eres tú padre, hermano, esposo o siquiera novio...? Y si no lo eres, ¿para qué te metes a juzgar lo que no conoces? ¿Vienes en calidad de filántropo?

-Vengo en calidad de indiferente. Soy el primero que pasa, un hombre que oye gritos de angustia y acude a prestar socorro a... quien quiera que sea. Hablo con el título de persona humana, el único que se necesita para entrar donde martirizan, y desempeñar las primeras diligencias de protección mientras llegan Dios y la justicia terrestre. No tengo más que decir sobre mi derecho a intervenir aquí.

-Pero vamos a ver... es preciso poner las cosas... -balbució José enredado en el laberinto de sus confusos conceptos, sin saber por dónde salir-. Tú no puedes hacerte cargo... Lo primero que hay que tener en cuenta...

-Es que tu conducta ha sido impropia de un caballero y más impropia aún de un padre de familia. En tu misma casa trataste de pervertir a la que era maestra de tus hijos. No conseguiste nada... ¿Pues qué, creías, gran tonto, que no hay más...? Pero tú necesitabas emplear ciertas perfidias. Allá no era posible. Te confabulaste con esta desgraciada mujer, te valiste de su feroz codicia, armasteis entre ambos el lazo... Pero ya ves, ni con tus visitas, ni con tus regalos, ni con tus promesas, ni con tus amabilidades, que son tan empalagosas como la comisión de melazas, has conseguido tu objeto. Acosada por ti y maniatada por su tía, la víctima ha encontrado en su virtud fuerzas bastantes para defenderse...

-Pero, hombre, escúchame, déjame hablar un poco... Hay que presentar las cosas como son... Te diré... Tú te pones a filosofar, y abur... Cosa absurda... Aguarda... oye.

  -222-  

-No proceden así los caballeros. Si tienes pasiones, véncelas; si no puedes vencerlas, trampéalas con dignidad. En resumidas cuentas...

-En resumidas cuentas, tú no te has enterado... Por amor de Dios, Máximo, estás hablando ahí... y no es eso, no es eso...

-Pues, ¿qué es?...

Tal era su atontamiento, que no acertaba a salir del ovillo de conceptos en que se había envuelto. Tenía la boca seca, el rostro encendido, y fumaba cigarrillos con nerviosa presteza. Ofreciome uno, y le dije:

-Pero, hombre, ¿ahora vienes a saber que no fumo ni he fumado en mi vida?

-Es verdad; pues vamos a ver... Yo he venido aquí la otra tarde por casualidad, cuando salí de la comisión... Pero no es eso. Lo primero es definir bien... porque así, presentadas las cosas con ese aparato de moral... Aquí no hay lo que crees... Empezaré por decirte que Irene... No es que piense mal de ella... Tú no estás enterado... Y ya se ve, cuando sin estar en autos... En cuanto a caballerosidad, yo te aseguro que nadie me ha dado lecciones todavía... Y vamos al caso... Por amor de Dios, hombre...

-Al caso, sí. Mira, José María; descubierta la poco noble conspiración fraguada por ti y doña Cándida, y desarrollada con sus ideas y tu dinero...

-Poco a poco... De que yo ampare a los desvalidos, no se deduce... Ven a razones, hombre. Aquí no somos filósofos, pero sabemos razonar... Porque tú... Entendámonos...

-Sí, entendámonos. Descubierto el plan poco noble, no puedes salir adelante, José. Dalo por frustrado. Haz cuenta que en una jugada de bolsa perdiste el dinero que has dado a doña Cándida. Esto se acabó. No hay más que hablar. En este juego prohibido se ha presentado la policía, y poniendo   -223-   el bastón sobre la mesa, ha dicho: «Ténganse a la justicia». La policía soy yo. Estoy pronto a indultar, si esto se da por concluido. Estoy pronto a hacer un escarmiento si esto sigue.

-Dale, dale... Si no comprendes... Eres verdaderamente testarudo... Déjame que te explique... No hay que tomar las cosas tan por lo alto... ¡dale!...

-¿Sabes cuáles son mis armas? La publicidad, el escándalo son espadas de dos filos que hieren a ti y a mi protegida. Pero no importa: es inocente. Dios cuidará de ella. Te amenazo, pues, con la publicidad, con el escándalo, y además con el juez.

-Dale, si no es eso...

-¿Cómo que no es eso?... Veremos. Ten presente lo que acabo de decir: el juez...

-¿Pero qué juez ni qué niño muerto?

-En cambio, si esto se queda así, si me prometes no volver a poner los pies en esta casa, habrá paz; tu mujer no sabrá nada, y puedes dedicarte tranquilamente a la vida pública.

-Hombre, te estoy oyendo -gritó mi hermano envalentonándose mucho y cruzándose de brazos-, y no sé qué pensar... ¡Estamos bonitos!... ¿Qué significa esto? Te he oído con paciencia; pero yo no la tengo... Con que es decir que yo soy un criminal, un no sé qué, un... Tus filosofías me apestan... No habrá más remedio que tomarlo a risa... Y en último caso, ¿a qué se reduce todo?... A nada, a una bobada... Tanta bulla, tanta ponderación y tanta soflama por una cosa sin maldita importancia. Estos sabios son verdaderamente idiotas... Que se me haya antojado decir cuatro tonterías a Irene... ¡Por amor de Dios, hombre!, que aquí en esta casa le haya dicho también cuatro tonterías, o cinco... ¡por amor de Dios!, ¿es eso motivo?... Ni sé cómo te escucho...

  -224-  

-Quedamos en que esto se acabó -dije, gozoso de verle batiéndose en retirada.

-Pero si no se ha empezado, si no hay nada, si todo es figuración tuya... Francamente, yo no sé cómo te aguantan tus amigos... Si te casaras, tu mujer se tiraría por el viaducto y tus hijos te maldecirían. Eres muy plantillero, el colmo de la impertinencia, de la pedantería y del entrometimiento. Vamos, que si no conociera tus buenas cualidades...

-Quedamos en que no volverás más aquí.

-Eres tonto... Como si yo tuviera algún interés en ello... Eso bien lo puedes creer, y si hay algo aquí que me ha costado el dinero, interprétalo con más caridad, hombre, atribúyelo a compasión de esta desgraciada familia. Dime tú, ¿los beneficios se hacen públicamente o con cierto recato? Al menos yo he aprendido que la caridad debe practicarse en silencio. Vosotros los filósofos lo entendéis de otro modo.

-Eres un santo... Vamos, ¿a qué concluyes por pedir que te canonicen...?

-Y cuando yo me intereso por los desvalidos, cuando les ayudo a vencer las dificultades de este mundo, hago las cosas completas, no me quedo a la mitad del camino. Poco me importa que después venga la calumnia a desfigurar mis acciones... Yo desprecio la calumnia. Cuando mi conciencia está tranquila...

No lo pude remediar: rompí a reír, viendo que el muy farsante, acalorándose más con el papel que representaba, pretendía nada menos que darme a mí la feísima parte de calumniador. Y quería sacar partido de su falsa posición, y tornándose en juez, me decía:

«Y vamos a ver, camaradita, ¿quién me asegura que tú, con esos aires caballerescos, y esas protecciones y esas cosas sublimes, no vienes aquí con una intención solapada...?   -225-   Me parece que eres de los que las matan callando. Eso sería bueno: que quien sólo ha tenido propósitos benéficos y caritativos pase por hombre corrompido, tramposo y malo, y que el señorito filósofo, sabio y profesor de moral sea el verdadero perseguidor de la honra de las doncellas puras... Verdaderamente...».

Se puso delante de mí, y con su bastón iba marcando sus palabras más arriba de mi cabeza, sin tocarme, se entiende.

«Yo te he visto caracoleando en el cuarto de Irene, haciéndola la rueda en el paseo, como un pavito real, muy hueco y filosófico; yo te he visto relamido y sumamente pedante y traviatesco junto a ella... Es verdad que nunca sospeché que te pudiera querer... Eres muy antipático...».

Y se fue delante del espejo a estirarse el cuello de la camisa y acomodarse la corbata, que andaba un poco descarriada.

«Si saldremos ahora con que un señor catedrático de moral anda enamorado... ¡Por amor de Dios, hombre!... Con esa cara de cura y esa respetable fisonomía, pues no parece sino que detrás de cada vidrio de tus gafas están Platón y Aristóteles... y con esa cortedad de genio... Por María Santísima, Máximo, no hagas el oso... Tú no sirves para eso: nunca gustarás a las mujeres».

Aun siendo tan poco autorizado quien las hacía, aquellas burlas me mortificaban.

«Yo no comprendo el interés ridículo que te tomas por la pobrecita Irene, que de seguro se reirá de ti bajo aquella capita de bondad... porque eso sí; otra que tenga mejores modos y que sepa esconder tan bien sus picardías...».

Se paseaba por la sala haciendo molinete con el bastón.

«Mira, José -le dije-, haz el favor de marcharte de una vez. Abandona el campo, y déjanos en paz. Si te empeñas   -226-   en ser pesado, yo me empeñaré en ser inflexible. Te he cogido en tu propio lazo; no tienes defensa contra mí. Márchate; este disgustillo se acabó, y desde mañana seremos hermanos».

-No, no, si en mí no hay disgusto, ni despecho... -balbució contradiciendo sus palabras con la expresión colérica de su semblante-. ¿Crees que doy importancia a tus majaderías? No, hombre, no hago caso: mi conciencia está tranquila... He sabido amparar a una familia desgraciada: veremos lo que haces tú ahora... Me marcharé...

-Pues de una vez...

-Te dejo en plena posesión de tu papel de desfacedor de agravios. Trabajo te mando, camaradita, porque no es oro todo lo que reluce. Y no es que yo quiera agraviar a la pobre Irene. Yo me he interesado por ella, no como un sabio filósofo, sino como un buen padre, como un hermano. Que viene doña Cándida a contarme que ha descubierto paquetes de cartas... Bueno, ¡cosas de chicas!, es natural que se enamoren de cualquier pelagatos... es natural que lo disimulen, que hagan mil tapujos y tonterías... Que doña Cándida me dice: «Irene llora; a Irene le pasa algo; Irene anda en malos pasos». Bueno: la juventud, la ilusión... cosas de niñas que leen novelas. No doy importancia a tales boberías... Que yo mismo observo a cierta persona rondando la casa por las tardes, por las noches... ¡Qué le hemos de hacer! Mientras haya coquetas, habrá gomosos. He tenido ganas de andar a galletas con uno, mejor dicho, de aplacarle el resuello. Pero eso tú lo harás ahora, tú, el señor de la protección caballeresca. Veremos si con rociadas de moral ahuyentas al enemiguito. Échale los espejuelos encima, y saca el Cristo, o el Sócrates. O si no, otra cosa...

Se echó a reír como un condenado.

«Otra cosa. Trae al juez, hombre, trae a ese juez con   -227-   que me amenazabas, y dile: 'señor juez, aquí tiene usted a un novio de mi futura: métalo usted en la cárcel, y a mí mándeme a un tonticomio...'. Eso es, eso. Aquí te quiero ver, escopeta».

Francamente... le iba a contestar algo; pero pensé que era más digno no contestarle nada.

«Y yo me marcho. Te obedezco, hermanito. Aquí te quedas. Ya me contarás y nos reiremos».

Le vi dispuesto a marcharse. Algo me ocurrió entonces que decir; pero me callé para que se fuera de una vez. Salió sin decirme nada, tarareando una musiquilla, pero con la rabia en el corazón. Alegreme de este resultado, porque mi objeto estaba conseguido, y conociendo a José María como le conocía yo, bien podía asegurarse que daba por perdido el juego. Su miedo al escándalo me garantizaba su vencimiento y abandono de sus planes. Por el momento yo había triunfado, y lo mejor era que había conseguido mi objeto sin gritería ni violencia. No había habido drama, cosa en extremo lisonjera para todos.

José me conocía; debía comprender que en caso de reincidencia, yo daría el escándalo, intervendría la justicia, se enteraría Manuela. Era probable que esta pidiera la separación de bienes, y se marchara a Cuba... El marrullero, el hombre práctico no podía menos de detenerse ante la amenaza de estos peligros verdaderamente terribles. ¡Campaña ganada, y ganada sin batalla, por la prematura retirada del enemigo, antes convencido que derrotado! O esto es estrategia sublime, o no sé lo que es.



  -228-  

ArribaAbajo- XXXVII -

Anochecía


La propia doña Cándida trajo en sus venerables manos una luz con pantalla, y poniéndola sobre la mesa, me dijo con voz temerosa y cascada:

«Ya se ha ido... ¡Jesús!, yo creí que íbamos a tener función gorda... Pero ambos sois muy prudentes, y entre buenos hermanos... La pobre niña...».

-¿Qué?

-Le ha entrado fiebre; pero una fiebre intensa. Ya la hemos acostado. ¿Quieres pasar a verla?... Se ha calmado un poco; pero hace un rato deliraba y decía mil disparates.

-Que suba Miquis.

-Le hemos dado un cocimiento de flor de malva. Creo que le conviene sudar. Anoche debió constiparse horriblemente cuando aquella alarma de los ladrones...

-Que suba Miquis...

-Creo que no será preciso. Siéntate. Parece que estás así como perplejo. Delirando hace un rato, Irene te nombraba.

-Pero que suba Miquis...

-Le llamaremos si es preciso... ¿Quieres entrar a verla? Parece que duerme ahora. Mañana le diré que pasaste a verla y se alegrará mucho. ¡Qué sería de nosotras sin ti!

Tanta melosidad me ponía en ascuas. Pasé al gabinete, que se comunicaba con la alcoba por un gran hueco entre columnas de hierro pintadas de blanco y oro, manera arquitectónica que está muy en boga en las construcciones nuevas. En aquella entrada me detuve. La alcoba estaba casi a oscuras, pero pude ver el cuerpo de Irene modelado   -229-   en esbozo por las ropas blancas del lecho. Era como una escultura cuya cabeza estuviese concluida y el tronco solamente desbastado. La veía de espaldas; se había vuelto hacia la pared, y de sus brazos no asomaba nada. Su respiración era fatigosa y febril, acompañada de un cuchicheo que más parecía rezo que delirio. Me hacía pensar en el rumorcillo de una fuente de poca agua que mana entre yerbas y rompe melancólicamente el silencio del bosque. Puse atención para entender alguna sílaba; pero ¡cosa extraña!, siempre que yo sutilizaba mi atención y mi oído, ella callaba... Volvía; era imposible entender nada de aquella música del espíritu.

«La pobrecita tiene una gran pena -me dijo doña Cándida al oído-. El motivo, ve a saberlo...».

-Ya... ¿le parece a usted poco...?

-No, no es sólo por la cuestión de tu hermano... ¡Qué delirio el suyo!... Nada menos que de puñales, de venenos y de revólveres hablaba, como herramientas para quitarse la vida.

Acerqueme un poco paso a paso; la curiosidad me empujaba, la delicadeza me detenía... Al fin la vi de cerca. Tenía el rostro encendido, la boca entreabierta, el cabello suelto, encrespado, anilloso y formando un gran nimbo negro, partido en dos, alrededor de la cabeza. De cerca, el cuchicheo era tan ininteligible como de lejos; diálogo misterioso entre el alma y el sueño.

Me retiré alarmado, y en la sala puse cuatro letras a Miquis sobre una tarjeta, rogándole que subiera. Hecho esto, pensé en irme a comer a mi casa, con propósito de volver más tarde. Adivinó mi pensamiento Calígula, y muy obsequiosa y acaramelada me dijo:

«Si quieres, puedes quedarte a comer conmigo. No te daré las cosas ricas que hay en tu casa...».

  -230-  

-Gracias.

-Mal agradecido... La culpa la tiene quien te quiere y te obsequia. Bien sabes que para mí no hay mayor gusto que verte en mi casa.

Tanta finura me alarmó. No contaba con ella.

«Pero siéntate... ¿Qué prisa tienes?... No puedes figurarte cuánto me alegro de que tu dichoso hermano haya desfilado... Ahora te puedo hablar con franqueza, Máximo. ¡Ay!, nos tenía acosadas... una cosa atroz».

La miré para recrearme en su cinismo y ver con qué rasgos y matices se traduce en el rostro humano aquel excepcional modo del espíritu.

«Porque hazte cargo... empeñado en que esa pobre criatura le ha de querer... como si el querer fuera cosa de aquí me llego... Pero tú no puedes figurarte qué arrumacos, qué agonías, qué frenesí el suyo... Se pasaba las horas mirándola como un bobo, y echándole unas flores tan cursis... Luego venían los regalos; todas las tardes traía una cosa nueva, joyita, caprichillo, baratija. Y a cada rato... ¡tilín!, un dependiente de tal tienda con dos vestidos... ¡tilín!, un mozo con sombreros... Esto parecía la casa de San Antonio Abad, el de las tentaciones. La pobre Irene, firme y heroica, ha sufrido mucho, y yo también porque... ya puedes suponer mi dificilísima situación. Yo no podía coger a José María por un brazo y ponerlo en la calle. Le debo favores... es como de la familia. Te digo que hemos pasado la pena negra. Irenilla le ponía cara de hereje; últimamente hasta le insultaba. No sabes; tiene un genio de lo más atroz... En cuanto a los regalos, allí están todos tirados. Algunos se han roto. Por cierto que por empeño de José María... es tan pesado... se han traído algunas cosas, que vendrán a cobrar, y...».

La miraba, la observaba con verdadero placer, cosa que   -231-   parecerá imposible, pero que es verdad. Era yo como el naturalista que de improviso se encuentra, entre las hojarascas que pisa, con un desconocido tipo o especie de reptil, con feísimo coleóptero o baboso y repugnante molusco. Poco afectado por la mala traza del hallazgo, no piensa más que en lo extraño del animalejo, se regocija viendo las ondulaciones que hace en el fango, o las materias fétidas que suelta o los agudos rejos con que amenaza, y no sólo se complace en esto, sino en considerar la sorpresa de los demás sabios cuando él les muestre su descubrimiento. Así observaba yo a doña Cándida, con interés de psicólogo, y antes de horrorizarme de sus ondulaciones, rejos, antenas, babas, elictros12, zancas, me asombraba del infinito poder, de la inagotable fecundidad de la Naturaleza. No sé si en esta crisis de admiración moví la mano con algo de instinto protector hacia mis bolsillos, porque la célebre papada se estremeció mucho, anunciando una fuerte emisión de risa. La señora, con buenísimo humor, me dijo:

«Hombre, no seas tonto... Pues qué, ¿creías que te iba a pedir dinero?... ¡Ay qué gracioso!... No, tranquilízate. Que te vuelva el alma al cuerpo. No estamos ahora en ese caso. Es verdad que José María me debe un piquillo...».

Al oír que mi hermano le debía un piquillo... vamos, no rompí a reír con gana porque mi espíritu se hallaba en el estado más congojoso del mundo. Pero me hizo tanta gracia, que me reí un poco. Era motivo para alegrar un cementerio o para hacer bailar a un carro fúnebre.

«Pues es preciso que le pague a usted... no faltaba más».

-Hombre, no; no quiero cuestiones. Ya sabes que tratándose de los de la familia... Estoy acostumbrada a sacrificarme... No hablemos de eso. Además, no me hace falta por ahora. Sólo en el caso de que esa siguiera enferma...

  -232-  

-Creo que esto pasará pronto -dije en voz alta; y para mis adentros:- Ya te siento zumbar, cínife.

-¿Estará buena mañana? ¡Dios lo quiera! ¡Pobre niña! Cuando pasaban dos, tres días y no venías a vernos, la observaba yo tan triste... Eso sí, en poniéndose a hablar de Máximo no acaba. Y a cualquiera se la doy yo. Un hombre como tú, una celebridad... y luego con tus cualidades eminentes. Eres el número uno de los hombres...

-¡Oh! Gracias... Que me sonrojo...

-Te digo la verdad. Cuando Irene sepa el interés que te has tomado por ella, se va a volver loca, loca en toda la extensión de la palabra.

-En toda la extensión de la palabra nada menos... Será una cosa atroz...

-A buen seguro que si hubieras sido tú el de los obsequios...

¡Oh!, no podía oír más. Le corté la palabra. Una de dos: o ella se callaba o yo le pegaba. Fue preciso conseguir lo primero, y para esto el mejor medio era alejarme de la esfera de acción de su papada y salir al aire libre. ¡Terrible cosa el desear salir y el desear y necesitar volver! Irene me atraía, Calígula me alejaba. En un solo punto estaban mi interés vivo y mi repugnancia más honda, mi Cielo y mi Purgatorio... Salí pensando en diversas cosas, todas a cuál más tristes; pasadas, presentes y futuras. Nunca había sentido en mi cabeza obstrucción semejante. Parecíame, usando un símil materialista, que las ideas no cabían en ella, y que se me salían por los ojos y los oídos. En este laberinto dominaba una evidencia muy desconsoladora, en la cual la verdad era luz que alumbraba mi espíritu y llama que me freía los sesos. Por primera vez en mi vida bendije la ilusión, indigna comedia del alma, que nos hace dichosos, y dije: «¡Bienaventurados los que padecen engaño   -233-   de los sentidos o ceguera del entendimiento, porque ellos viven consolados!...». Aquella evidencia había venido en su momento histórico fatal, cual modificación de anteriores estados de espíritu; yo la veía proceder de mis suspicacias, como viene la espiga del tallo y el tallo de la simiente. Del mismo modo el árbol de la duda suele dar la flor de la certeza. ¡Flor negra, amargo fruto, destinado al maldecido paladar del hombre de estudio! Otra vez hay que decir que sea mil veces bienaventurado el rústico que crece como una caña y vive meciéndose en el seno blando de la mentira... Indaguemos. Naturaleza pródiga ha puesto dificultades y peligros en la averiguación de sus leyes, y de mil modos da a conocer que no le gusta ser investigada por el hombre. Parece que desea la ignorancia, y con ella la felicidad de sus hijos. Pero estos, es decir, los hombres se empeñan en saber más de la cuenta; han inventado el progreso, la filosofía, la experimentación, el arte y otros instrumentos malignos, con los cuales se han puesto a roturar el mundo, y de lo que era un cómodo Limbo, han hecho un Infierno de inquietudes y disputas... Por eso...

Iba yo muy engolfado en estas impuras filosofías pesimistas, impropias de mí, lo confieso, cuando tropecé... Fue como un choque violentísimo con duro y pesado objeto, choque puramente moral, pues no tuve contusión, ni mi cuerpo llegó a tocar a aquel otro, que era el de un hombre más joven que yo, más alto que yo, de partes, calidades y preeminencias físicas superiores de todo en todo a las mías. Quedeme parado ante él y él ante mí, sin hablarnos, ambos algo cohibidos. La conmoción del choque había sido en él tan grande como en mí... Y de pronto subió a mis labios, del corazón, no sé qué hiel más amarga que la amargura, y la escupí en estas palabras:

  -234-  

«¡Manuel...!, ¿a dónde vas por aquí?».

Le traspasé con miradas, me sentí dotado de una lucidez sobrehumana, comprendí todo lo que se dice de los taumaturgos y de los seres privilegiados, a quienes un conjunto de hechos y circunstancias da el privilegio de la adivinación. Leí a mi hombre de una ojeada, le leí como si fuera un cartel de los que estaban pegados en la próxima esquina.

Y él, vacilando como todo el que no está diestro en mentir, me contestó:

«Pues... precisamente... iba a casa de Miquis, a consultarle».

-¿Estás enfermo?

-La garganta... siempre la garganta.

-¿Con que la garganta...?

Le agarré un brazo con mi mano, que se me figuraba tenaza, y le dije:

-¡Farsa!, tú no ibas a consultar con Miquis. Esta no es hora de consulta.

-Pero como es amigo...

-¡Manuel, Manuel!...

Le atravesé de parte a parte otra vez con mis miradas. Después me ha contado que se quedó yerto. Ocurriome decirle una cosa que le desconcertó sobremanera, y fue esto:

«Bien, yo también soy amigo de Miquis; iremos juntos, te esperaré, y después que consultes, saldremos, porque tengo que hablarte».

-No... pero... bueno... en fin, si usted quiere... ¿Tanta prisa tiene?... vamos; no, no...



  -235-  

ArribaAbajo- XXXVIII -

¡Ah!, traidor, embustero!


¡Tú eres, tú, pollo maldito, orador gomoso, niño bonito de todos los demonios; tú eres, tú, el ladrón de mi esperanza; tú, el que pérfidamente me ha tomado la delantera; tú, el que está ya de vuelta cuando yo apenas empiezo a andar! Lo sospechaba; pero no lo creía: ahora lo creo, lo siento, lo veo, y aún me parece que lo dudo. ¡Has tronchado mi dicha, has cerrado mi camino, mozalbete infame, y quiero ahogarte, sí, te ahogo...!

Esto que parece natural, en el estado de mi ánimo, y que encajaba a maravilla en mi desolada situación, debí decirlo sin duda, acomodándome a las conveniencias y tradiciones dramáticas del caso; pero no, no lo dije. Al ver que con su aturdimiento confirmaba Manuel sus mentiras, le traté con el mayor desprecio del mundo, diciéndole:

-No quiero molestarte. Ve solo...

Y seguí mi camino. A los pocos pasos le sentí venir detrás de mí, y oí su voz:

-Maestro, maestro...

-¿Qué quieres?

Esto pasaba en medio de la calle de Hortaleza, allí donde empalma con ella la del Barquillo, y por poco nos coge a los dos el tranvía que bajaba.

-¿Qué quieres? -repetí cuando pasó el peligro.

-Me voy con usted... Tengo que decirle...

Tomome el brazo con su amable confianza de otros días. Yo no pude menos de exclamar:

  -236-  

-¡Hipócrita!...

-¿Por qué?... -me respondió con frescura-. Hablaremos... Yo sé dónde ha estado usted hoy dos veces; primero por la mañana, después toda la tarde.

¡Darle a conocer mi despecho, mi confusión, el estado tristísimo en que me había puesto la evidencia adquirida recientemente...!, imposible. Era preciso afectar dos cosas: conocimiento completo del asunto, y poco interés en él. Como Catón, cuando se desgarraba el vientre con las uñas, padecí horriblemente al decirle:

«Eres un calavera, un libertino; mereces...».

-Maestro, ha llegado la hora de la franqueza -manifestó él con desenvoltura-. ¿Por quién ha sabido usted esto?

Y con afectada serenidad ¡Dios sabe lo que me costó afectarla!, le respondí:

«Necio; ¿por quién lo había de saber? Por ella misma».

-¡Ah!, ya... Habíamos convenido en revelar a usted nuestro secreto. Disputábamos sobre quién lo haría. Ella: «díselo tú». Yo: «tú debes decírselo».

Este tuteo, esta discusión en la intimidad amorosa me envenenaba la sangre. Tragué mucha saliva para poder replicar:

-Ella ha tenido conmigo una confianza nobilísima, y me ha declarado lo que yo sospechaba ya.

-Lo sospechaba usted... Es posible. Sin embargo, maestro, habíamos tomado toda clase de precauciones para que nadie descubriera nuestro secreto. Así es más sabroso...

«¡Mala cabeza!...».

Tuve que hacer poderoso esfuerzo para no llenarle de vituperios... Ardiente curiosidad se despertó en mí, y en vez de injurias, dirigile no sé cuántas interrogaciones... ¡Qué fúnebres y terribles fuisteis apareciendo ante mí, noticias, antecedentes y detalles de aquel hecho! Con temor   -237-   os sospeché, con espanto os vi confirmados. Os oí en boca del traidor, como versículos del Dies iræ, y a medida que ibais formando el catafalco de mi juicio completo, mi alma se cubría de luto. Tú, idea de cómo principió aquella novela de amor; tú, noticia de lo que hicieron los muy pícaros para guardarla en profundo misterio; y tú, en fin, imagen de la viva pasión de ella, os presentasteis a mi espíritu como calaveras peladas y pavorosas, ya espantándome con el mirar profundo de vuestros huecos álveos, ya erizándome el cabello con vuestro reír seco y roce de mandíbulas... En estas cosas llegábamos a mi casa, entrábamos, subíamos. ¡Muerte y materialismo! Cuando Manuel me dijo: «Está loca por mí», yo apreté tan fuertemente el pasamanos de hierro, que me pareció sentirlo ceder, como blanda cera, entre mis dedos.

Y en mi cuarto miré a mi discípulo, que se había sentado en mi sillón, como esperando que yo le hiciera más preguntas. Le vi como el más odioso, como el más antipático, como el más aborrecible de los seres. ¡Arrojarle de mi casa...! No; esto me habría vendido, y yo quería conservar mi máscara de invulnerabilidad... Pero sí, le arrojaría con buenos modos.

«Manuel -le dije-. Esta noche tengo mucho que hacer... Un maldito prólogo para esa traducción de Spencer... Tendré que velar... Te suplico que no me distraigas, porque si empezamos a charlar, se nos iría la noche tontamente».

-¿Va usted a trabajar después de comer?

-Es preciso.

-¿No sale usted?

-No...

-Pues le dejaré a usted solo... Para concluir, amigo Manso, con lo que veníamos diciendo... esto traerá cola,   -238-   quiero decir que esto no es un pasajero accidente en mi vida; esto no es una aventura; esto es serio, profundamente serio.

-De modo que también tú... -le pregunté sintiendo cierto alivio.

Se sujetó la cabeza con ambas manos, apoyando los codos en la mesa, y miró un libro abierto que por casualidad estaba allí.

«También yo -murmuró-, estoy loco por ella».

Dio un gran suspiro. La luz iluminaba ampliamente su rostro, un tanto pálido y excesivamente abatido.

«Es preciso declararlo todo, querido maestro. Voy a necesitar de sus consejos, de su útil amistad. Esto, que al principio tomé por pasatiempo, ha venido rodando, rodando, a ser la cosa más grave del mundo... Tengo la conciencia alborotada, y la imaginación hecha un volcán... Tengo que hablar de esto con mi madre...».

-Harás bien.

Como de costumbre, el gato saltó a sus rodillas. Cuando se trata de decir una cosa difícil, de esas que se resisten a venir a los labios, nada es tan socorrido, nada ayuda tanto al premioso alumbramiento como la operación maquinal de acariciar un gato. Manuel le daba pases y más pases en el lomo, y el buen animalito, con el rabo tieso y los nervios excitados, se subía por el brazo izquierdo de mi discípulo hasta rozarle con su cuerpo la cara... Y yo, deseando disimular a todo trance mi profundo interés en aquel negocio, sentía que el gato no hubiese venido a jugar conmigo, porque también (creédmelo a pie juntillas) la mejor ayuda para ocultar la agitación de nuestro ánimo es el mecánico entretenimiento de hacer fiestas a un gato.

«Vea usted... maestro... Parece mentira cómo se van eslabonando las cosas; cómo paso a paso, de tontería en   -239-   tontería, se llega a lo que parecía más lejano, más imposible...».

No sabiendo qué hacer, me puse a hojear un libro, y después a revolver papeles, haciendo como que buscaba un objeto perdido; y daba manotadas sobre la mesa...

«Si me hallo más comprometido de lo que parece, maestro, la culpa la tiene su hermano de usted. Por algo me fue este señor tan antipático desde que usted me presentó en su casa...».

-También tú tienes unas cosas... -gruñí, por aquello de que estar completamente mudo no era propio de un buen disimular.

Cogí un papel, y como si este fuera lo que buscaba, me puse a leerlo con fingida atención. Era el prospecto de una zapatería, que no sé cómo había ido allí.

«¡Su hermano de usted!... ¡qué punto! Entre él y la García Grande, Doña Cosa Atroz... ¿Usted sabe la que tenían armada los dos contra mi pobre...?».

-Hombre, sí -dije con murmurio, que más debía parecer gemido-. Lo sé... pero no se puede juzgar así de las intenciones.

-¿Cómo que no?... A poco más la sitian por hambre... La suerte que yo... Hace tres noches salí de mi casa decidido a armar el escándalo H... Estaba fuera de mí, querido Manso; deseaba hacer cualquier barbaridad...

-¡Drama, violencia!... la pasión juvenil...

Estas palabras sueltas y sin sentido salían de mí como burbujas de un líquido que hierve. Mi semblante debía de parecer una mascarilla de yeso; pero yo me ponía delante el papelucho para que Manuel no me viera, y por delante de mis ojos pasaban, cual bufones cojos, unos rengloncillos diciendo: «botinas de chagrin, para señora, 54 reales», o cosa por el estilo.

  -240-  

«Aquella noche llevé un revólver... Yo había comprado a Melchora, la criada. Me metí en la casa... Me escondí... Si llega a presentarse su hermano de usted... le mato...».

Volví a mirar a Manuel, en cuyo rostro vi la decisión juvenil, el brío del amor, y cuanto de poético y romancesco puede encerrar el espíritu del hombre. Pareciome un caballero calderoniano con su espada, chambergo y ropilla; y yo a su lado... ¡Oh!, genios de la ilusión, apartad la vista de mí, la figura más triste y desabrida del mundo.

«Pero mi hermano no fue...».

-Le esperamos. Todos dormían. La noche estaba hermosísima. Callandito salimos al balcón. ¡Qué noche, qué cielo estrellado!, ¡qué silencio en las alturas!... y luego las sombras entrecortadas de las calles, y el roncar de Madrid, soñoliento, enroscándose en su suelo salpicado de luces de gas... Maestro, hay momentos en la vida que...

Di una vuelta sobre mí mismo, como veleta abofeteada por el viento... Inclineme para recoger un papel que no se había caído...

«Hay momentos, maestro... Parece mentira que toda la esencia de la vida, Dios, la inmortalidad, la belleza, el mundo moral todo entero, la idea pura, la forma acabada quepan en un solo vaso y se puedan gustar de un sorbo...».

Se me presentaba ocasión de decir algo humorístico que aliviara mi espíritu. Así lo hice, y de mi amargura brotó esta chanza:

«Metafísico estás... y poeta de redomilla...».

Debí de reírme como los que suben al patíbulo. Y haciendo como que me picaba horriblemente el cuello, me volví y me hice un ovillo para aplacar con el roce de mis dedos la comezón. Creo que me hice sangre, mientras Manuel decía:

«A la mañana siguiente volví...».

  -241-  

-¿Con revólver?...

-Se me olvidó llevarlo... La pasión me trastornaba el juicio. Ni peligros, ni obstáculos veía yo...

Como una máquina de hablar, como el frío metal del teléfono que habla lo que le apunta la electricidad, así dije yo: «Romeo y Julieta», sin saber de dónde me habían venido aquellas palabras, porque mi cerebro se había quedado vacío.

«Estuve hasta la madrugada; todos dormían. Al escaparme, ya cuando aclaraba el día, hice un poco de ruido, y salió doña Cándida gritando: '¡ladrones!'».

Esto lo oí desde mi alcoba, adonde fui a buscar refugio, huyendo de un vengativo impulso que brotó en mí... Casi rompo a gritar y declaro... ¡Mengua insigne para mí vender un secreto que debe bajar al sepulcro conmigo! Sudé gotas enormes, frías y pesadas como las del Monte Olivete y en la oscuridad de mi alcoba, donde seguí haciendo el papel de que buscaba algo, me apabullé con mis propias manos, y grité en silencio de agonía: «¡aniquílate, alma, antes que descubrirte!». Creo que di dos o tres vueltas en la oscura habitación, y transcurrió un espacio de tiempo en el cual no sé a punto fijo lo que hice, porque positivamente perdí la razón y el conocimiento de mí mismo. Recuerdo tan sólo vocablos sueltos, ideas incompletas que me escarbaban la mente, y es probable que dijera: «ladrones... doña Cándida no encontrar fósforos...» o bien otros disparates por el estilo.

Cuando recobré mi juicio, aparecí en el despacho, miré a Manuel... Petra, mi ama de llaves, entraba en aquel momento...

«Travesuras de gravísimas consecuencias -dije con voz campanuda-. Petra, la comida».

Manuel miró su reloj y yo miré el mío.

«Yo tengo las ocho y veinte... voy adelantado».

  -242-  

-Yo las ocho y siete... voy atrasado. ¿Quieres comer?

-Gracias. ¿Y qué me aconseja usted?

-La cosa es grave... Hay que pensarlo...

Sentí que me serenaba un tanto. Declarome él entonces algo que no sé si me fue agradable o penoso en tan crítico momento. Mis ideas estaban trastrocadas, mis sentimientos barajados en desorden; unas y otros aparecían fuera de tiempo. Anarquía loca reinaba en mi espíritu, y mi razón, hecha un ovillo, se escondía donde nadie podía encontrarla. Alegreme de ver que Manuel tenía prisa; prometile que hablaríamos del mismo asunto otro día, y se fue...




ArribaAbajo- XXXIX -

Quedeme solo delante de mi sopa


Y vi desfilar en ordenado tropel, por delante de mí, los garbanzos redondos con su nariz de pico, y después una olorosa carne estofada, a quien siguieron pasa de Málaga, bollo de no sé dónde y mostillo de no sé qué parte. No puedo, al llegar aquí, ocultar un hecho que me pareció entonces, y aun hoy me lo parece, rarísimo, fenomenal y extraordinario. Bien quisiera yo, al contar que comí, aparecer conforme con lo que es uso y costumbre en estos casos, es decir, pintarme desganado y con más ánimos para vomitar el corazón que para comerme un garbanzo; pero mi amor a la verdad me impone el deber de manifestar que tuve apetito y que comí como todos los días. Fuese porque almorcé poco o por otra causa, lo cierto es que hice honor a los platos. Bien se me alcanza que esto resulta en contradicción   -243-   con lo que afirman los autores más graves que han hablado de cosas de amor, y aun los fisiólogos que han estudiado el paralelismo de las funciones corporales con los fenómenos afectivos; pero sea lo que quiera, como pasó lo cuento, y saque cada cual las consecuencias que guste. Lo único que revelaba mi trastorno era la distracción con que comí, y aquello de no saber lo que entraba por mi boca. De donde deduzco que hay mucho que hablar sobre la parte que toma el espíritu en la digestión. Punto y aparte.

En mi despacho pasé luego horas tristísimas y pesadas. Ni podía hallar consuelo en la lectura, ni ningún autor por grande que fuera, lograba cautivar mi alma, apartándola de la contemplación de su desdicha. A ella se apegaba con ardiente fervor, como el fanático al dogma que idolatra. Y no había medio de separarla. Si con esfuerzos de imaginación se lograba entretenerla un poco, llevándola engañada a otras esferas, ella se escapaba bonitamente y por misteriosos caminos se volvía a su objeto... Ya avanzaba la noche, y cuando parecía que las energías mismas del dolor se cansaban, entrome aplanamiento de nervios y marasmo mental. Todo era entonces sensaciones fúnebres, ideas de próxima muerte... A la madrugada, excitado mi cerebro con la falta de sueño, estas ideas de muerte llegaron a ser en mí verdadera manía con su convicción correspondiente. Antojóseme que iba a amanecer muerto, y me entretenía en considerar la sorpresa que recibirían mis amigos al saber la triste nueva y el duelo que harían las personas que verdaderamente me estimaban. ¡Y yo, tranquilo, observando este duelo y aquella sorpresa desde el ámbito misterioso de la muerte! Figurábame estar absolutamente ausente de todo lo conocido hasta ahora, pero continuando conocedor de mí mismo en una esfera, región o espacio completamente privado de las propiedades generales de la física. ¡Meditación morbosa,   -244-   fiebre del vacío, yo no sabía lo que era aquello...! Después pensaba en las frases que emplearían los periódicos para dar cuenta de mi inopinado fallecimiento. Entre otras cosas, y después de echarme ese incienso ordinario, corriente, de fórmula, y que parece traído de la tienda, como el espliego que usa el vulgo, dirían poco más o menos: «Este triste suceso sorprendió tanto más a los amigos del Sr. Manso, cuanto que este se había dedicado el día anterior a sus habituales ocupaciones en perfecto estado de salud, se había retirado a su casa a la hora de costumbre, había comido con apetito...».

Nada, nada; el apetito que por desgracia tuve desentonaba el lúgubre cuadro que mi fantasía trazaba en aquella hora de la madrugada, propicia al delirio y a la fiebre. Sobre mi mesa se encontrarían algunas cuartillas del prólogo a Spencer que había empezado a escribir... Mis panegiristas llamarían a aquel incompleto escrito el canto del cisne... Cuando pensaba en esto, cuando pensaba también que se celebraría en mi honor una velada literaria con versos y discursos, me entraban vivas ganas de no morirme, o de resucitar, si es que ya muerto estaba, para que no exhibieran y dieran lustre a costa mía Sainz del Bardal y los demás poetillas, oradorzuelos y muñidores de veladas... Nada, nada, ¡a vivir!

Con estas cosas me dormí profundamente. ¡Bendito sueño, y cómo reparó mis fuerzas físicas y morales, y cómo templó todo lo que en mí estaba destemplado, y qué equilibrios restableció, y qué frescura y aplomo concedió a mi ser todo! Levanteme algo tarde, pero sintiendo en mi cabeza despejo, lucidez, y mucha energía moral. Usando una figura de género místico y muy bella, aunque algo gastada por el uso de tantas manos de poetas y teólogos, diré que algún ángel había descendido a mí y consoládome durante   -245-   mi sueño. Y, no obstante, yo no recordaba haber soñado nada... Si acaso, si acaso, tuve ligerísima sensación de que se celebraban veladas en honor mío.

La energía moral, cierta robustez hercúlea que advertí en mi conciencia, dábanme fuerzas físicas, agilidad, actividad... Fui a clase: tenía deseos de explicar, y subí a mi cátedra con secreta confianza en que lo haría bastante bien. Ideas mil, vigorosas y claras, acudían a mi mente, como disputándose la primacía de la exteriorización. Bien, bien. Quisiera conservar lo que expliqué aquel día. Me sentía fecundo y con una facilidad de expresión que me causaba asombro.

«El hombre es un microcosmos. Su naturaleza contiene en admirable compendio todo el organismo del universo en sus variados órdenes...

»Y no sólo en el desarrollo total de la vida demuestra el hombre ser como una reducción o esbozo del universo sino que a veces se ve palpablemente esto en un acto solo, en uno de esos actos que ocurren diariamente y que por su aparente insignificancia apenas merecen atención...

»Existe perfecta unión entre la sociedad y la filosofía. El filósofo actúa constantemente en la sociedad, y la metafísica es el aire moral que respiran los espíritus sin conocerlo, como los pulmones respiran el atmosférico.

»A veces el hecho aislado, corriente, ofrece, bien analizado, un reflejo de la síntesis universal, como cualquier espejillo retrata toda la grandeza del cielo.

»El filósofo actúa en la sociedad de un modo misterioso. Es el maquinista interior y recatado de este gran escenario. Su misión es el trabajo constante en la investigación de la verdad.

»El filósofo descubre la verdad; pero no goza de ella. El Cristo es la imagen augusta y eterna de la filosofía, que   -246-   sufre persecución y muere, aunque sólo por tres días, para resucitar luego y seguir consagrada al gobierno del mundo.

»El hombre de pensamiento descubre la Verdad; pero quien goza de ella y utiliza sus celestiales dones es el hombre de acción, el hombre de mundo, que vive en las particularidades, en las contingencias y en el ajetreo de los hechos comunes.

»Considerada en su conjunto y unidad, la filosofía es el triunfo lento o rápido de la razón sobre el mal y la ignorancia.

»Al fin, lo que debe ser es. La razón de las cosas triunfa de todo.

»Desde su oscuro retiro, el sacerdote de la razón, privado de los encantos de la vida y de la juventud, lo gobierna todo con fuerza secreta. Él sabe ceder al hombre de mundo, al frívolo, al perezoso de espíritu las riquezas superficiales y transitorias, y se queda en posesión de lo eterno y profundo. Se halla colocado entre dos esferas igualmente grandes: el mundo exterior y su conciencia.

»La conciencia es creadora, atemperante y reparadora. Si se la compara a un árbol, debe decirse que da flores preciosísimas, cuya fragancia trasciende a todo lo exterior. Sus frutos no son la desabrida poma del egoísmo, sino un rico manjar que se reparte a todo el que tiene hambre.

»Estas flores y frutos suplen en la sociedad la falta de un principio de organización. Porque la sociedad actual sufre el mal del individualismo. No hay síntesis. La total ruina vendrá pronto si no existiese el principio reconstructivo y vigilante de la conciencia...».

Y tanto hablé que concluí por sufrir ligero aturdimiento. Observé que algunos chicos bostezaban; pero otros me oían con gran atención. Algunos de estos pedantuelos que todo lo quieren saber en un día y que son harto pegajosos y   -247-   marean al profesor con preguntillas, me dijeron al salir que no habían entendido bien; a lo que respondí, entre bromas y veras, que ya lo irían entendiendo a fuerza de cardenales, si eran escogidos, y si no, que muy bien se podían pasar sin entenderlo. Llamaba yo escogidos a los que tienen la piel delicada para apreciar bien los palmetazos, pellizcos y carrilladas que da el grande y próvido maestro de escuela, pues a los señores que tienen sus almas forradas con cuero semejante al del rinoceronte, ni con disciplinas les entra una sola letra.




ArribaAbajo- XL -

Mentira, mentira


Dígolo porque ahora trae mi narración cosas tan estupendas, que no las va a creer nadie. Y no porque en ellas entre ni un adarme de ingrediente maravilloso, ni tenga el artificio más parte que la necesaria para presentar agradable y bien ataviada la verdad, sino porque esta, haciéndose tan juguetona como la loca de la casa, dispuso una serie de acontecimientos aparentemente contrarios a las propias leyes de ella, de la misma verdad, con lo que padecí nuevas confusiones. Empezó la fiesta por aquello de tener apetito fuera de sazón, contraviniendo todo lo que ordenan la idealidad, la finura en cosas de comer y hasta el buen gusto; después vino lo de volverme yo elocuente en mi cátedra; luego pasó una cosa muy rara: Doña Javiera se me presentó en mi casa a decirme que había roto toda clase de relaciones con aquel marido provisional y temporero   -248-   que llamaban Ponce. Era, según ella decía, hombre ordinario, gastador, vicioso. Tiempo hacía que la señora estaba harta de él, y al fin todo acabó. Arrepentidísima de aquella larga distracción de mal género, la señora pensaba hacerla olvidar con una vida arregladísima, de intachables apariencias. El porvenir de su hijo, que entraba en el mundo rodeado de esperanzas, lo exigía así. Ya la carnicería había sido traspasada, y tal es la fuerza reparatriz del olvido, que aun la misma doña Javiera no se acordaba de haber pesado chuletas en su vida. El mundo y las relaciones hacían lo mismo. No hay cosa que tan pronto entre en la historia como un pasado mercantil que al huir ha dejado dinero. Yo observé en mi amiga visibles esfuerzos por plegar la boca, hablar bajito, escoger vocablos finos y evitar un dejo demasiado popular. Su vestido respondía bien a este plan de regeneración, que había empezado por tormento de lengua y gimnasia de laringe. Todo ello me parecía muy bien. La señora, sumamente expansiva conmigo, me dijo que parte de su capital había sido empleado en comprar una casa, hermosa finca, allá por los holgados barrios próximos al Retiro. Se reservaba el principal y las cocheras, y alquilaría lo demás. Yo le daría un disgusto si no aceptaba un tercerito muy mono que me destinaba, y que me alquilaría en el mismo precio del de la calle del Espíritu Santo.

«Gracias, muchas gracias... no sé cómo pagar...».

La señora tenía algo más que decirme. Aquellos días, encontrándose muy sola, se había entretenido en hacer pantallas de plumas, cosa bonita y vistosa, y tenía el gusto de ofrecerme una.

«¡Oh!, gracias, gracias. Está preciosísima... Vaya que tiene usted unas manos...».

Aún había más. La señora, sentándose confiadamente en mi sillón, frente al estante coronado de padrotes, me   -249-   manifestó que no tenía límites el agradecimiento que hacia mí sentía por haber abierto en su hijo con mi enseñanza la brillante senda...

«Señora... por Dios... yo... No hable usted más...».

Y no parecía sino que cuantos conocían a Manuel se disputaban el enaltecerlo y abrirle paso. Ni la misma envidia, con ser tan poderosa, podía nada contra él. Se lo disputaban todas las academias y corporaciones; en lo sucesivo no habría velada que no contara con él para su completo lucimiento, y ya se hablaba de dispensarle la edad para admitirle en el Congreso. Pez y Cimarra le habían ofrecido un distrito; era seguro que Manuel sería pronto un orador parlamentario de p y p y doble h, y al cabo de algunos años ministro. La señora pensaba poner su nueva casa en altísimo pie de elegancia y lujo, porque...

«Ya puede usted figurarse, amigo Manso, que mi hijo tendrá que dar tes, y el mejor día se me casa con alguna hija de un título... A mí no me gustan oropeles, ni sirvo para hacer el randibú; como soy tan llanota... pero no tendré más remedio que violentarme para que mi hijo no desmerezca».

Todo me parecía muy bien, incluso la persona de doña Javiera, que estaba, como dicen los revisteros de salones hablando de las damas entradas en edad, más hermosa cada día. Allí era cierta la hipérbole. Por doña Javiera parecía que no pasaban años, y los que pasaban, eran seguramente años negativos que iban marchando al revés de los años de todo el mundo, y la aproximaban a la juventud.

La señora, que no acababa nunca de exponerme sus confianzas, diome el encargo de explorar a Manuel para ver si se descubría el motivo de que anduviera tan ensimismado por aquellos días, de que pasaba fuera de casa gran parte   -250-   de la noche, cuando no toda ella, y de sus melancolías, inapetencia y desabrimiento de carácter.

«Por supuesto, a mí no me la da... Esto es enamoramiento, o soy tan pava que no entiendo... Me han dicho que en la casa de su hermano de usted y en otras a donde ha ido mi Manolo, todas las pollas se morían por él, empezando por las hijas de los duques y marqueses...».

Todavía le quedaba a mi vecina algo por decir; y era que cualquier cosa que se me ofreciese...

«No tiene usted más que mandarme un recadito. La verdad es, amigo Manso, que está usted muy mal servido. Esa Petra es buena mujer, pero muy tosca, y no le cabe en la cabeza la casa de un caballero. Usted necesita mejor servicio, otro tren, otro... no sé si me explico».

«Señora, mis medios...».

-Qué medios, ni medios... Usted merece más; un hombre tan notable, una gloria del país no debe vivir así...

Y temiendo sin duda ir demasiado lejos en su delicado y solícito interés por mí, se retiró, después de convidarme a comer para el día siguiente, que era domingo.

Esto que he referido entra en la lista de las cosas que entonces me parecieron tan inverosímiles como mi apetito de la noche anterior; pero aún hubo otro fenómeno más raro, y fue que en casa de José encontré a este y a Manuela partiendo un piñón. Creeríase, Dios del Cielo, que ni la más ligera nube había empañado nunca el sol de la concordia entre marido mujer. Ella estaba alegre, él festivo, aunque me pareció observarle receloso y como en expectativa, bajo aquel capisayo de jovialidad. A mí me trató con un afecto, con una dulzura que nunca había empleado conmigo. Corrió a cerrar una puerta por temor a que con el aire que violentamente entraba me constipase. Aquel día todo era plácemes. El ama se portaba bien. El médico de la familia la   -251-   declaraba excelente lechera, y aunque el familión continuaba en la casa viviendo a mesa y mantel, todavía no había ocurrido ningún disgusto. Ocupadas en vestir a Robustiana con la librea de pasiega, las tres damas no hacían más que revolver telas, escoger galones y disputar sobre si sería azul o encarnado. De cualquier modo que fuese, mi adquisición había de asemejarse mucho, luego que la vistieran, a la engalanada vaca que ha obtenido el primer premio en la exposición de ganados.

En el momento que estuvimos solos, díjome Lica:

«No sé qué le ha pasado a José María que está hecho un guante conmigo. Todo es 'mi mujercita por aquí y por allá'. Ahora quiere que hagamos viaje a París. Mira, no me alegro de hacerlo sino por traerte un buen regalo, por ejemplo, un ajuar completo de tocador de hombre, como uno que he visto ayer, en que todas las piezas tienen pintado el cuerno de la abundancia... No sé, no sé, algún buen ángel ha tocado el corazón a José María. ¡Qué complaciente, qué amable! Pero no me fío, y siempre estoy en ascuas cuando lo veo tan cambambero...».

Después de tal inverosimilitud, viene la más grande y fenomenal de todas las de aquel día. Esta sí que es gorda. Estoy seguro que nadie que me lea tendrá tragaderas bastante grandes para ella; pero yo la digo, y protesto de la verdad de su mentira con toda mi energía. Pásmese el que aún tenga fuerzas para pasmarse. El absurdo es que aquel día doña Cándida me sacó dinero. ¡Se comprende que su peregrino cacumen hallara trazas y su audacia valor para pedírmelo; pero que yo se lo diera!... ¡Si me resistía yo mismo a creerlo, aunque me lo comprobaban con su elocuente vaciedad mis apurados bolsillos!... Ello fue no sé cómo, una emboscada, un lazo, un secuestro. Las circunstancias hicieron gran parte, mi debilidad lo demás.   -252-   Renuncio a detallar el hecho con pormenores que suplirá el buen juicio de los que al leer se espeluznen considerando que pueden verse en trotes semejantes.

Al retirarme la noche anterior, la noche fatal, prometí volver. No lo hice porque después de las confianzas de Peña me había entrado cierta repugnancia de aquella casa y de sus habitantes. Fui cuando fui, por un vivo ímpetu de mi conciencia. Padecí mucho cuando se me presentó Irene, cuya vista renovó en mí las turbaciones pasadas; pero ya entonces tenía yo en mi espíritu fuerza poderosa con que ocultarlas. Ella estaba sumamente desmejorada, repuesta ya de la fiebre, pero sufriendo sus efectos, y yo me preguntaba confuso: ¿La debilidad y la pena aumentan su belleza o la destruyen casi por completo? ¿Está interesantísima, tal como el convencionalismo plástico exige, o completamente despoetizada? El desquiciamiento que había en mí era causa de que por momentos la viese en el primer concepto, por momentos en el segundo. Cuando me saludó, su voz temblaba tanto que casi no entendí lo que me dijo. Vergonzosa y cohibida, se sentó junto a mí y se puso a revolver una cesta de costura mientras yo me informaba de si había subido Miquis y de lo que había prescrito. Doña Cándida caracoleaba junto a los dos, ferozmente amable. Con la frescura que tan bien cuadraba contra ella, le dije:

«Ahora me va usted a hacer el favor de dejarnos solos a Irene y a mí, que tenemos que hablar. Estese usted por ahí fuera todo el tiempo que guste; mientras más mejor».

-¡Qué cosas tienes!... abur, abur. No quieres estorbos...

Y se fue riendo. Irene y yo nos quedamos solos en el gabinetito donde había muchas cosas en desorden, y otras como arrinconadas en forma condenatoria. Miré todo aquello; después, alzando los ojos a la vidriera del balcón, vi un canario en bonita y pintorreada jaula.

  -253-  

«Ese es obsequio especial de D. José a mi tía», me dijo Irene buscando en la conversación corriente un fácil medio de hablar sin turbarse.

-¿Y usted, qué tal se encuentra? -le pregunté, como hacen esas preguntas los médicos.

-Regular... perfectamente...

-¿Cómo entendemos eso? ¡Regular y perfectamente!

-Es bonito este canario... si lo oyera usted cantar...

-Como si lo oyera... A quien quiero oír cantar es a usted... Si usted me hiciera el favor de sentarse en esa butaca y contestarme a dos o tres preguntas...

-Ahora mismo, amigo Manso... Déjeme usted buscar una cosa que estaba cosiendo para mi tía. Es una bata que deshizo y volvió a armar, y luego desbarató para hacerla de nuevo. Esta es la tercera edición de la bata... Aguarde usted... aquí tengo ya mi costura.



Anterior Indice Siguiente