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ArribaAbajoCapítulo XXXVII

Donde se prosigue la historia de la famosa infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras


Todo esto escuchaba Sancho con no poco dolor de su ánima, viendo que se le desparecían e iban en humo las esperanzas de su ditado197, y que la linda princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el gigante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo a sueño suelto bien descuidado de todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soñado el bien que poseía; Cardenio estaba en el mismo pensamiento, y el de Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo por la merced recibida y haberle sacado de aquel intrincado laberinto, donde se hallaba tan a pique de perder el crédito y el alma; y finalmente cuantos en la venta estaban, estaban contentos y gozosos del buen suceso que habían tenido tan trabados y desesperados negocios. Todo lo ponía en su punto el cura como discreto, y a cada uno daba el parabién del bien alcanzado; pero quien más jubilaba y se contentaba, era la ventera por la promesa que Cardenio y el cura le habían hecho de pagalle todos los daños e intereses que por cuenta de don Quijote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado y el triste; y así con melancólico semblante entró a su amo, el cual acababa de despertar, a quien dijo: Bien puede vuestra merced señor Triste Figura, dormir todo lo que quisiere sin cuidado de matar a ningún gigante, ni de volver a la princesa su reino, que ya todo está hecho y concluido. Eso creo yo bien, respondió don Quijote, porque he tenido con el gigante la más descomunal y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida: y de un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo, y fue tanta la sangre que le salió, que los arroyos corrían por la tierra como si fueran de agua. Como si fueran de vino tinto, pudiera vuestra merced decir mejor, respondió Sancho; porque quiero que sepa vuestra merced, si es que no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre seis arrobas de vino tinto que encerraba en su vientre, y la cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás. ¿Y qué es lo que dices, loco?, replicó don Quijote, ¿estás en tu seso? Levántese vuestra merced, dijo Sancho, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar, y verá a la reina convertida en una dama particular llamada Dorotea, con otros sucesos, que si cae en ellos, le han de admirar. No me maravillaría de nada deso, replicó don Quijote, porque si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos te dije yo que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamento, y no sería mucho que ahora fuese lo mismo. Todo lo creyera yo, respondió Sancho, si también mi manteamiento fuera cosa dese jaez, más no lo fue, sino real y verdaderamente: y vi yo que el ventero que aquí está, hoy día, tenía dél un cabo de la manta y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire y brío, y con tanta risa como fuerza: y donde interviene conocerse las personas, tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura. Ahora bien, Dios lo remediará, dijo don Quijote, dame de vestir, y déjame salir allá fuera, que quiero ver los sucesos y transformaciones que dices.

Diole de vestir Sancho, y en el entretanto que se vestía contó el cura a don Fernando y los demás que allí estaban las locuras de don Quijote, y el artificio de que habían usado para sacarle de la Peña Pobre, donde él se imaginaba estar por desdenes de su señora. Contoles asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles lo que a todos parecía ser el más extraño género de locura que podía caber en entendimiento disparatado. Dijo más el cura, que pues ya el buen suceso de la señora Dorotea impedía pasar con su designio adelante, que era menester inventar y hallar otro para poderle llevar a su tierra. Ofreciose Cardenio de proseguir lo comenzado, y que Luscinda haría y representaría suficientemente la persona de Dorotea. No, dijo don Fernando, no ha de ser así, que yo quiero que Dorotea prosiga su invención, que como no sea muy lejos de aquí el lugar deste buen caballero, yo holgaré de que se procure su remedio. No está más de dos jornadas de aquí. Pues aunque estuviera más, gustara yo de caminallas a trueco de hacer tan buena obra. Salió en esto don Quijote armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embarazado de su rodela y arrimado a su tronco o lanzón. Suspendió a don Fernando y a los demás la extraña presencia de don Quijote, viendo su rostro de media legua de andadura seco y amarillo, la desigualdad de sus armas y su mesurado continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual con mucha gravedad y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo:

Estoy informado, hermosa señora, deste mi escudero, que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de reina y gran señora que solíades ser os habéis vuelto en una particular doncella. Si esto ha sido por orden del rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese la necesaria, y debida ayuda, digo que no supo ni sabe de la misa la media, y que fue poco versado en las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído y pasado tan atentamente y con tanto espacio como yo las pasé y leí, hallara a cada paso cómo otros caballeros de menor fama que la mía habían acabado cosas más dificultosas, no siéndolo mucho más matar a un gigantillo por arrogante que sea, porque no ha muchas horas que me yo vi con él, y... quiero callar porque no me digan que miento; pero el tiempo descubridor de todas las cosas, lo dirá cuando menos lo pensemos. Vístesos vos con dos cueros, que no con un gigante, dijo a esta sazón el ventero, al cual mandó don Fernando que callase, y no interrumpiese la plática de don Quijote en ninguna manera; y don Quijote prosiguió diciendo: Digo en fin, alta y desheredada señora, que si por la que he dicho, vuestro padre ha hecho este metamorfoseo en vuestra persona, que no le deis crédito alguno, porque no hay ningún peligro en la tierra por quien no se abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabeza de vuestro enemigo en tierra, os pondré a vos la corona de la vuestra en la cabeza en breves días.

No dijo más don Quijote, y esperó a que la princesa le respondiese; la cual, como ya sabía la determinación de don Fernando de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar a su tierra a don Quijote, con mucho donaire y gravedad le respondió: Quien quiera que os dijo, valeroso caballero de la Triste Figura, que yo me había mudado y trocado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui me soy hoy: verdad es que alguna mudanza han hecho en mí ciertos acaecimientos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera desearme; pero no por eso he dejado de ser la que antes, y de tener los mismos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso e invencible brazo, que siempre he tenido. Así que, señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido y prudente, pues con su ciencia halló camino tan fácil y tan verdadero para remediar mi desgracia, que yo creo que si por vos, señor, no fuera, jamás acertara a tener la ventura que tengo, y en esto digo tanta verdad como son buenos testigos della los más destos señores están presentes: lo que resta es que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré a Dios y al valor de vuestro pecho.

Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndolo don Quijote se volvió a Sancho, y con muestras de mucho enojo le dijo: Ahora te digo Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España: dime ladrón vagamundo, ¿no me acabaste de decir ahora que esta princesa se había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea, y que la cabeza que entiendo que corté a un gigante era la puta que te parió, con otros disparates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? Voto... (y miró al cielo, y apretó los dientes) que estoy por hacer un estrago en ti, que ponga sal en la mollera a todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes de aquí adelante en el mundo. Vuestra merced se sosiegue, señor mío, respondió Sancho, que bien podría ser que yo también me hubiese engañado en lo que toca a la mutación de la señora princesa Micomicona; pero en lo que toca a la cabeza del gigante, o a lo menos a la horadación de los cueros, y a lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño, vive Dios, porque los cueros allí están heridos a la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago en el aposento; y si no al freír de los huevos lo verá, quiero decir, que lo verá cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo: de lo demás de que la señora reina se esté como se estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte como a cada hijo de vecino. Ahora yo te digo, Sancho, dijo don Quijote, que eres un mentecato, y perdóname, y basta. Basta, dijo don Fernando, y no se hable más en esto; y pues la señora princesa dice que se camine mañana porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podremos pasar en buena conversación hasta el venidero día donde todos acompañaremos al señor don Quijote, porque queremos ser testigos de las valerosas e inauditas hazañas que ha de hacer en el discurso desta grande empresa que a su cargo lleva. Yo soy el que tengo de serviros y acompañaros, respondió don Quijote, y agradezco mucho la merced que se me hace, y la buena opinión que de mí se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, o me costará la vida, y aun más si más costarme puede.

Muchas palabras de comedimiento y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quijote y don Fernando; pero a todo puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta, el cual en su traje mostraba ser cristiano recién venido de tierra de moros, porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas y sin cuello, los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete de la misma color; traía unos borceguíes datilados y un alfanje morisco puesto en un tahalí, que le atravesaba el pecho. Entró luego tras él encima de un jumento una mujer a la morisca vestida, cubierto el rostro con una toca en la cabeza; traía un bonetillo de brocado, y vestida una almalafa que desde los hombros a los pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro, largo de bigotes y la barba muy bien puesta: en resolución, él mostraba en su apostura que si estuviera bien vestido le juzgaran por persona de calidad y bien nacida. Pidió en entrando un aposento y como le dijeron que en la venta no le había, mostró recibir pesadumbre, y llegándose a la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos. Luscinda, Dorotea, la ventera, su hija y Maritornes, llevadas del nuevo y para ellas nunca visto traje, rodearon a la mora; y Dorotea, que siempre fue agraciada, comedida y discreta, pareciéndole que así ella como el que la traía se congojaban por la falta del aposento le dijo: No os dé mucha pena, señora mía, la incomodidad del regalo que aquí falta, pues es propio de ventas no hallarle en ellas; pero con todo esto, si gustáredes de posar con nosotras (señalando a Luscinda), quizá en el discurso de este camino habréis hallado otros no tan buenos acogimientos. No respondió nada a esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había, y puestas entrambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza dobló el cuerpo en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que sin duda alguna debía de ser mora, y que no sabía hablar cristiano.

Llegó en esto el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces había estado, y viendo que todos tenían cercada a la que con él venía, y que ella a cuanto le decían callaba, dijo: Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino conforme a su tierra, y por esto no debe de haber respondido ni responde a lo que se le ha preguntado. No se le pregunta otra cosa ninguna, respondió Luscinda, sino ofrecelle por esta noche nuestra compañía y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere con la voluntad que obliga a servir a todos los extranjeros que dello tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer a quien se sirve. Por ella y por mí, respondió el cautivo, os beso, señora mía, las manos, y estimo mucho y en lo que es razón la merced ofrecida, que en tal ocasión y de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande. Decidme, señor, dijo Dorotea, ¿esta señora es cristiana o mora?, porque el traje y el silencio nos hace pensar que es lo que no querríamos que fuese. Mora es en el traje y en el cuerpo, pero en el alma es muy grande cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo. ¿Luego no es bautizada?, replicó Luscinda. No ha habido lugar para ello, respondió el cautivo, después que salió de Argel para su patria y tierra, y hasta agora no se ha visto en peligro de muerte tan cercana que obligase a bautizalla, sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra madre la santa Iglesia manda; pero Dios será servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito y el mío.

Con estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban de saber quien fuese la mora y el cautivo; pero nadie se lo quiso preguntar por entonces por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso que para preguntarles sus vidas. Dorotea la tornó por la mano y la llevó a sentar junto a sí, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le preguntara lo que decían y lo que ella haría. Él en lengua arábiga le dijo que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese, y así se lo quitó y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea la tuvo por más hermosa que Luscinda, y Luscinda por más hermosa que Dorotea, y todos los circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las dos era el de la mora, y aun hubo algunos que le aventajaron en alguna cosa. Y como la hermosura tenga prerrogativa y gracia de reconciliar los ánimos y atraer las voluntades luego, se rindieron todos al deseo de servir y acariciar a la hermosa mora. Preguntó don Fernando al cautivo como se llamaba la mora, el cual respondió que Lela198 Zoraida, y así como esto oyó ella, entendió lo que le habían preguntado al cristiano, y dijo con mucha priesa, llena de congoja y donaire: No, no Zordida; María, María, dando a entender que se llamaba María, y no Zoraida. Estas palabras y el grande afecto con que la mora las dijo, hicieron derramar más de una lágrima a algunos de los que la escucharon, especialmente a las mujeres, que de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazola Luscinda con mucho amor diciéndole: Sí, sí, María, María: a lo cual respondió la mora: Sí, sí, María: Zoraida, macange, que quiere decir no.

Ya en esto llegaba la noche, y por orden de los que venían con don Fernando había el ventero puesto diligencia y cuidado de aderezarles en cenar lo mejor que a él le fue posible. Llegada, pues, la hora, sentáronse todos a una larga mesa como de tinelo199, porque no la había redonda ni cuadrada en la venta, y dieron la cabecera y principal asiento, puesto que él lo rehusaba, a don Quijote, el cual quiso que estuviese a su lado la señora Micomicona, pues él era su guardador. Luego se sentaron Luscinda y Zoraida, y frontero dellas don Fernando y Cardenio, y luego el cautivo y los demás caballeros, y al lado de las señoras el cura y el barbero; y así cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más viendo que dejando de comer don Quijote, movido de otro semejante espíritu que el que le movió a hablar tanto como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó a decir:

Verdaderamente, si bien se considera, señores míos, grandes e inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Si no, ¿cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta deste castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viera, que juzgue y crea que nosotros somos quien somos? ¿Quién podrá decir que esta señora que está a mi lado es la gran reina que todos sabemos, y que yo soy el caballero de la Triste Figura que anda par ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar, sino que esta arte y ejercicio excede a todas aquellas y a aquellos que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima, cuanto a más peligros se está sujeto. Quítenseme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen200: porque la razón que los tales suelen decir, y a la que ellos más se atienen, es que los trabajos del espíritu exceden a los del cuerpo, y que las armas solo con el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas; o como si en esto que llamamos armas los que las profesamos no se encerrasen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutallos mucho entendimiento; o como si no trabajase el ánimo del guerrero que tiene a su cargo un ejército o la defensa de una ciudad sitiada, así con el espíritu como con el cuerpo. Si no, véase si se alcanza con las fuerzas corporales a saber y conjurar el intento del enemigo, los designios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se ternen, que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo pues ansí que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado o el del guerrero, trabaja más: y esto se vendrá a conocer por el fin y paradero a que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más que tiene por objeto más noble fin. Es el fin y paradero de las letras... y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva, y dar a cada uno lo que es suyo, entender y hacer que las buenas leyes se guarden: fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza; pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida: y así las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día cuando cantaron en los aires: gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad: y la salutación que el mejor Maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favorecidos fue decirles, que cuando entrasen en alguna casa dijesen: paz sea en esta casa; y otras muchas veces les dijo: mi paz os doy, mi paz os dejo, paz sea con vosotros; bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien ninguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado, y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.

De tal manera y por tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática don Quijote, que obligó a que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban le tuviesen por loco, antes como todos los más eran caballeros a quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana, y él prosiguió diciendo:

Digo, pues, que los trabajos del estudiante son éstos: principalmente pobreza, no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que pueda ser: y en haber dicho que padece pobreza me parece que no había que decir más de su malaventura, porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto; pero con todo eso no es tanta que no coma aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos; que es la mayor miseria del estudiante esto que entre ellos llaman andar a la sopa, y no les falta algún ajeno brasero o chimenea, que si no caliente, al menos entibie su frío, y en fin la noche duermen muy bien debajo de cubierta. No quiero llegar a otras menudencias, conviene a saber, de la falta de camisas y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levantándose acullá, tornando a caer acá, llegan al grado que desean, el cual alcanzado, a muchos hemos visto que habiendo pasado por estas sirtes y por estas escilas y caribdis, como llevados en vuelo de la favorable fortuna, digo que los hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera, en reposar en holandas y damascos: premio justamente merecido de su virtud; pero contrapuestos y comparados sus trabajos con los del mílite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.




ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras


Prosiguiendo don Quijote dijo: Pues comenzamos en el estudiante por la pobreza y sus partes, veamos si es más rico el soldado, y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido a la miseria de su paga, que viene tarde o nunca, o a lo que garbeare por sus manos con notable peligro de su vida y de su conciencia; y a veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala y de camisa, y en la mitad del invierno se suele reparar de las inclemencias del cielo, estando en la campaña rasa, con solo el aliento de su boca que como sale de lugar vacío tengo por averiguado que debe de salir frío contra toda naturaleza. Pues esperad que espere que llegue la noche para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda, la cual si no es por su culpa jamás pecará de estrecha, que bien puede medir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella a su sabor, sin temor de que se encojan las sábanas. Lléguese pues a todo esto el día y la hora de recibir el grado de su ejercicio, lléguese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, hecha de hilas para curarle algún balazo que quizá le habrá pasado las sienes, o le dejará estropeado el brazo o la pierna; y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde y conserve sano y vivo, podrá ser que se quede en la misma pobreza que antes estaba, y que sea menester que suceda uno y otro reencuentro, una y otra batalla, y que de todas salga vencedor para medrar en algo; pero estos milagros vense raras veces. Pero decidme, señores, si habéis mirado en ello, ¿cuán menos son los premiados por la guerra, que los que han perecido en ella? Sin duda habéis de responder que no tienen comparación, ni se pueden reducir a cuenta los muertos y que se podrán contar los premiados vivos con tres letras de guarismos201. Todo es al revés en los letrados, porque de faldas, que no quiero decir de mangas202, todos tienen en que entretenerse; así que aunque es mayor el trabajo del soldado, es mucho menor el premio. Pero a esto se puede responder, que es más fácil premiar a dos mil letrados, que a treinta mil soldados, porque a aquéllos se premia con darles oficios que por fuerza se han de dar a los de su profesión, y a estos no se puede premiar sino con la misma hacienda del señor a quien sirven; y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo.

Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, y volvamos a la preeminencia de las armas sobre las letras: materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones que cada una de sus partes alega; y entre las que he dicho, dicen las letras, que sin ellas no se podrían sustentar las armas, que las leyes no se podrían sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios; y finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra, el tiempo que dura, y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas; y es razón averiguada que aquello que más cuesta, se estima y debe estimar en más. Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vagidos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas a estas adherentes, que en parte ya las tengo referidas; mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida. ¿Y qué temor de necesidad y pobreza puede llegar ni fatigar al estudiante, que llegue al que tiene un soldado, que hallándose cercado en alguna fuerza203, y estando de posta o guarda en algún rebellín o caballero204, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí por ningún caso, ni huir el peligro que de tan cerca le amenaza? Sólo lo que puede hacer es de dar noticia a su capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y él estarse quedo temiendo y esperando cuando improvisadamente ha de subir a las nubes sin alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si éste parece pequeño peligro, veamos si le iguala o hace ventaja el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacioso, las cuales enclavijadas y trabadas no le queda al soldado más espacio del que conceden dos pies de tabla del espolón, y con todo esto, viendo que tiene delante de sí tantos ministros de la muerte que le amenazan, cuantos cañones de artillería se asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al primer descuido de los pies iría a visitar los profundos senos de Neptuno; y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone a ser blanco de tanta arcabucera, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario; y lo que más es de admirar, que apenas uno ha caído donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mismo lugar; y si éste también cae en el mar, que como a enemigo le aguarda, otro y otro le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes. ¡Valentía y atrevimiento el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra! Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le esté dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa para que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala, disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina, y corte y acabe en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos, porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servido, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto a mayores peligros me he puesto que se pusieran los caballeros andantes de los pasados siglos.

Todo este largo preámbulo dijo don Quijote en tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado a la boca, puesto que algunas veces le había dicho Sancho Panza que cenase, que después habría lugar para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le habían, sobrevino nueva lástima de ver que hombre que al parecer tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente en tratándole de su negra y pizmienta205 caballería. El cura le dijo que tenía mucha razón en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él, aunque letrado y graduado, estaba de su mismo parecer. Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y en tanto que la ventera, su hija y Maritornes aderezaban el camaranchón de don Quijote de la Mancha, donde habían determinado que aquella noche las mujeres solas en él se recogiesen, don Fernando rogó al cautivo les contase el discurso de su vida, porque no podría ser sino que fuese peregrino y gustoso, según las muestras que había comenzado a dar viniendo en compañía de Zoraida: a lo cual respondió el cautivo, que de muy buena gana haría lo que se le mandaba, y que sólo temía que el cuento no había de ser tal que les diese el gusto que él deseaba; pero que con todo eso, por no faltar en obedecelle, le contaría. El cura y todos los demás se lo agradecieron y de nuevo se lo rogaron; y él, viéndose rogar de tantos, dijo que no eran menester ruegos adonde el mandar tenía tanta fuerza, y continuó: Estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, a quien podría ser que no llegasen los mentirosos que con curioso y pensado artificio suelen componerse. Con esto que dijo, hizo que todos se acomodasen y le prestasen un grande silencio; y él, viendo que ya callaban y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable y reposada comenzó a decir desta manera:




ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos


En un lugar de las montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque en la estrecheza de aquellos pueblos todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastalla. Y la condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los años de su juventud; que es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace franco, y el franco pródigo, y si algunos soldados se hallan miserables son como monstruos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad, y rayaba en los de ser pródigo, cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado. Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano contra su condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacía gastador y dadivoso, que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho; y así llamándonos un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas cuantas razones semejantes a las que ahora diré:

Hijos, para deciros que os quiero bien, basta saber y decir que sois mis hijos, y para entender que os quiero mal, basta saber y decir que no me voy a la mano en lo que toca a conservar vuestra hacienda: pues para que entendáis desde aquí adelante que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro quiero hacer una cosa con vosotros, que ha muchos días que la tengo pensada y con madura consideración dispuesta, Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, o a lo menos de elegir ejercicio tal que cuando mayores os honre y aproveche, y lo que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida; pero querría que después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, a mi parecer muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves sacadas de la luenga y discreta experiencia, y el que yo digo, dice: Iglesia, o mar, o casa real, como si más claramente dijera: Quien quisiere valer y ser rico, siga la Iglesia, o navegue ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los reyes en sus casas, porque dicen: más vale migaja de rey, que merced de señor. Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es dificultoso entrar a servirle en su casa, que ya que la guerra no dé muchas riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto: y mandándome a mí por ser el mayor que respondiese, después de haberle dicho que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que cumpliría su gusto y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mismos ofrecimientos, y escogió el irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo que yo creo el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus comenzados estudios a Salamanca.

Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó a todos, y con la brevedad que dijo puso por obra cuanto nos había prometido; y dando a cada uno su parte, que a lo que se me acuerda fueron cada tres mil ducados en dinero, porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa, en un mismo día nos despedimos todos tres de nuestro buen padre, y en aquel mismo, pareciéndome a mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque a mí me bastaba el resto para acomodarme de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos movidos por mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados, de modo que a mi padre le quedaron cuatro mil ducados en dineros, y más tres mil que a lo que parece valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo, en fin, que nos despedimos dél y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos prósperos o adversos. Prometímoselo, y abrazándonos y echándonos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, el otro el de Sevilla, y yo el de Alicante, adonde tuve nuevas que había una nave genovesa que cargaba allí lana para Génova. Éste hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido dél, ni de mis hermanos, nueva alguna, y lo que en este discurso de tiempo he pasado, lo diré brevemente.

Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a asentar mi plaza al Piamonte, y estando ya de camino para Alejandría de la Palla, tuve nuevas que el gran duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuime con él, servile en las jornadas que hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de Hornos206, alcancé a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara llamado Diego de Urbina, y a cabo de algún tiempo que llegué a Flandes se tuvo nuevas de la liga que la santidad del papa Pío V de felice recordación, había hecho con Venecia y con España contra el enemigo común, que es el turco, el cual en el mismo tiempo había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio de venecianos; pérdida lamentable y desdichada. Súpose cierto que venía por general desta liga el serenísimo D. Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey D. Felipe: divulgose el grandísimo aparato de guerra que se hacía, todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de verme en la jornada que se esperaba; y aunque tenía barruntos y casi promesas ciertas de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo quise dejar todo y venirme, como me vine, a Italia; y quiso mi buena suerte que el señor D. Juan de Austria acababa de llegar a Génova, que pasaba a Nápoles a juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mesina. Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada ya hecho capitán de infantería207, a cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte más que mis merecimientos; y aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia otomana quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo (porque más ventura tuvieron los cristianos que allí murieron, que los que vivos y vencedores quedaron) yo sólo fui el desdichado, pues en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famoso día: con cadenas a los pies y esposas en las manos, y fue desta suerte.

Que habiendo el Uchalí208, rey de Argel, atrevido y venturoso corsario, embestido y rendido la capitana de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos mal heridos, acudió la capitana de Juan Andrea209 a socorrella, en la cual yo iba con mi compañía; y haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera contraria, la cual desviándose de la que había embestido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y así me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude resistir por ser tantos; en fin, me rindieron lleno de heridas, y como ya habéis, señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar cautivo en su poder, y solo fui el triste entre tantos alegres, y el cautivo entre tantos libres, porque fueron quince mil cristianos los que n aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada. Lleváronme a Constantinopla, donde el gran turco Selim hizo general de la mar a mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halleme el segundo año, que fue el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la capitana de los tres fanales210. Vi y noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda la armada turquesca, porque todos los levantes y genízaros211 que en ella venían, tuvieron por cierto que les habían de embestir dentro del mismo puerto, y tenían a punto su ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por la tierra sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada; pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los nuestros regía212, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efecto, el Uchalí se recogió a Modón, que es una isla213 que está junto a Navarino, y echando la gente en tierra fortificó la boca del puerto y estúvose quedó hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera que se llamaba la Presa, de quien era capitán un hijo de aquel famoso corsario Barba Roja. Tomola la capitana de Nápoles llamada la Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz, y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de la Presa.

Era tan cruel el hijo de Barba Roja, y trataba tan mal a sus cautivos, que así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando214 y que los alcanzaba, soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su capitán, que estaba sobre el estanterol gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa a proa, le dieron tantos bocados, que a poco más que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba, y el odio que ellos le tenían.

Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de setenta y tres, se supo en ella cómo el señor don Juan había ganado a Túnez, y quitado aquel reino a los turcos, y puesto en posesión del a Muley Hamet, cortando las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y usando de la sagacidad que todos los de su casta tienen, hizo paz con los venecianos, que mucho más que él la deseaban, y al año siguiente de setenta y cuatro acometió a la Goleta215 y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad alguna, a lo menos no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia a mi padre. Perdiose en fin la Goleta, perdiose el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados turcos pagados setenta y cinco mil, y de moros y alárabes de toda la África más de cuatrocientos mil, acompañado este gran número de gente con tantas municiones y pertrechos de guerra, y con tantos gastadores, que con las manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdiose primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheras en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la hallaron a dos varas, y así con muchos sacos de arena levantaron las trincheras tan altas, que sobrepujaban las murallas de la fuerza, y tirándoles a caballero216, ninguno podía parar ni asistir a la defensa. Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaña al desembarcadero; y los que esto dicen hablan de lejos y con poca experiencia de casos semejantes, porque si en la Goleta y en el fuerte apenas había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque más esforzados fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas contra tanto como era el de los enemigos? ¿Y cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su misma tierra? Pero a muchos les pareció, y así me pareció a mí, que fue particular gracia y merced que el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de maldades, y aquella gomía217 o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado la felicísima del invicto Carlos V, como si fuera menester para hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran. Perdiose también el fuerte; pero fuéronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano de trescientos que quedaron vivos, señal cierta y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían defendido y guardado sus plazas. Rindiose a partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del estaño a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado. Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto le fue posible por defender su fuerza, y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar se murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron ansimismo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pagán de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad que usó con su hermano el famoso Juan Andrea de Oria, y lo que hizo más lastimosa su muerte fue haber muerto a manos de unos alárabes, de quien se fió viendo ya perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle en hábito de moro a Tabarca218, que es un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen los genoveses que se ejercitan en la pesquería del coral, los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán castellano: que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece; y así se dice que mandó el general ahorcar a los que le trujeron el presente porque no se lo habían traído vivo. Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron fue uno llamado don Pedro de Aguilar, natural no sé de qué lugar de Andalucía, el cual había sido alférez en el fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento; especialmente tenía particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a mi galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi mismo patrón: y antes que nos partiésemos de aquel puerto, hizo este caballero dos sonetos a manera de epitafios, el uno a la Goleta y el otro al fuerte; y en verdad que los tengo de decir, porque los sé de memoria, y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.

En el punto que el cautivo nombró a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus camaradas y todos tres se sonrieron, y cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el uno: Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho. Lo que sé es, respondió el cautivo, que al cabo de dos años que estuvo en Constantinopla se huyó en traje de arnaúte con un griego espía y no sé si vino en libertad, puesto que creo que sí, porque de allí a un año vi yo al griego en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje. Pues así fue, respondió el caballero, porque ese don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar bueno y rico, casado y con tres hijos. Gracias sean dadas a Dios, dijo el cautivo, por tantas mercedes como le hizo, porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida. Y más, replicó el caballero, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo. Dígalos pues, vuestra merced, dijo el cautivo, que los sabrá decir mejor que yo. Que me place, respondió el caballero, y el de la Goleta decía así:




ArribaAbajoCapítulo XL

Donde se prosigue la historia del cautivo





Soneto


    Almas dichosas, que del mortal velo
Libres y exentas por el bien que obrastes,
Desde la baja tierra os levantastes
A lo más alto y mejor del cielo:
Y ardiendo en ira y en honroso celo,
De los cuerpos la fuerza ejercitastes,
Que en propia y sangre ajena colorastes
El mar vecino, y arenoso suelo:
   Primero que el valor faltó la vida
En los cansados brazos, que muriendo,
Con ser vencidos, llevan la vitoria;
   Y esta vuestra mortal triste caída,
Entre el muro y el hierro os va adquiriendo
Fama que el mundo os da, y el cielo gloria.

Desa Misma manera lo sé yo dijo el cautivo, pues el del fuerte, Si mal no me acuerdo, dijo el caballero, dice así:




Soneto


    De entre esa tierra estéril derribada;
Destos torreones por el suelo echados,
Las almas santas de tres mil soldados
Subieron vivas a mejor morada:
   Siendo primero en vano ejercitada
La fuerza de sus brazos esforzados,
Hasta que al fin, de pocos y cansados,
Dieron la vida al filo de la espada.
   Y este es el suelo, que continuo ha sido
De mil memorias lamentables lleno
En los pasados siglos y presentes:
   Mas no más justas de su duro seno
Habrán al claro cielo almas subido,
Ni aun él sostuvo cuerpos tan valientes.

No parecieron mal los sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de su camarada le dieron, y prosiguiendo su cuento dijo:

Rendidos, pues, la Goleta y el fuerte, los turcos dieron orden en desmantelar la Goleta, porque el fuerte quedó tal, que no hubo que poner por tierra; y para hacerlo con más brevedad y menos trabajo la minaron por tres partes; pero con ninguna se pudo volar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas, y todo aquello que había quedado en pie de la fortificación nueva que había hecho el Fratín219, con mucha facilidad vino a tierra. En resolución, la armada volvió a Constantinopla triunfante y vencedora, y de allí a pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir en lengua turquesa el renegado tiñoso, porque lo era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan o de alguna virtud que en ellos haya: y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes que descienden de la casa otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido, ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo: y este tiñoso bogó al remo siendo esclavo del Gran Señor catorce años, y a más de los treinta y cuatro de su edad renegó de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe: y fue tanto su valor, que sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del Gran Turco suben, vino a ser rey de Argel, y después a ser general de la mar, que es el tercero cargo que hay en aquel señorío220. Era calabrés de nación, y moralmente fue hombre de bien, y trataba con mucha humanidad a sus cautivos, que llegó a tener tres mil, los cuales después de su muerte se repartieron como él lo dejó en su testamento entre el Gran Señor (que también es hijo heredero de cuantos mueren, y entra a la parte con los demás hijos que deja el difunto) y entre sus renegados; y yo cupe a un renegado veneciano, que siendo grumete de una nave le cautivó el Uchalí, y le quiso tanto que fue uno de los más regalados garzones suyos, y él vino a ser el más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azanagá, y llegó a ser muy rico y a ser rey de Argel, con el cual yo vine de Constantinopla algo contento por estar tan cerca de España; no porque pensase escribir a nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura, y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía el suceso a, la intención, luego sin abandonarme fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase aunque fuese débil y flaca.

Con esto entretenía la vida encerrado en una prisión o casa que los turcos llaman baño, donde encierran los cautivos cristianos, así los que son del rey como de algunos particulares, y los que llaman del almacén, que es como decir cautivos del concejo, que sirven a la ciudad en las obras públicas que hace y en otros oficios, y estos tales cautivos tienen muy dificultosa su libertad, que como son del común y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. A estos baños, como tengo dicho, suelen llevar a sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados y seguros hasta que venga su rescate. También los cautivos del rey que son de rescate, no salen al trabajo con la demás chusma sino es cuando se tarda su rescate, que entonces por hacerles que escriban, por él con más ahínco, les hacen trabajar y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo. Yo, pues, era uno de los de rescate, que como se supo que era capitán, puesto que dije mi poca posibilidad y falta de hacienda, no aprovechó nada para que no me pusiesen en el número de los caballeros y gente de rescate. Pusiéronme una cadena, más por señal de rescate que por guardarme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño con otros muchos caballeros y gente principal, señalados y tenidos por de rescate; y aunque la hambre y desnudez pudiera fatigarnos a veces, y aun casi siempre, ninguna cosa nos fatigaba tanto como oír y ver a cada paso las jamás vistas ni oídas crueldades que mi amo usaba con los cristianos. Cada día ahorcaba el suyo, empalaba a éste, desorejaba a aquél; y esto por tan poca ocasión y tan sin ella, que los turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Sólo libró bien con él un soldado español llamado tal de Saavedra, el cual con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se lo mandó dar, ni le dijo mala palabra, y por la menor cosa de muchas que hizo teníamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez; y si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo que fuera parte para entreteneros y admiraros harto mejor que con el cuento de mi historia.

Digo pues, que encima del patio de nuestra prisión caían las ventanas de la casa de un moro rico y principal, las cuales, como de ordinario son las de los moros, más eran agujeros que ventanas, y aun éstas se cubrían con celosías muy espesas y apretadas.

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Acaeció, pues, que un día estando en un terrado de nuestra prisión con otros tres compañeros haciendo pruebas de saltar con nuestras cadenas para entretener el tiempo, estando solos (porque todos los habían salido a trabajar) alcé acaso los ojos, y vi demás cristianos que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho, parecía una caña, y al remate della puesto un lienzo atado, y la caña se estaba blandeando y moviéndose casi como si hiciera señas que llegásemos a tomarla. Miramos en ello, y uno de los que conmigo estaban fue a ponerse debajo de la caña por ver si la soltaban o lo que hacían; pero así como llegó alzaron la caña y la movieron a los dos lados como si dijeran no con la cabeza. Volviose el cristiano, y tornáronla a bajar y hacer los mismos movimientos que primero. Fue otro de mis compañeros, y sucediole lo mismo que al primero. Finalmente fue el tercero, y avínole lo que al primero y al segundo. Viendo yo esto no quise dejar de probar la suerte, y así como llegué a ponerme debajo de la caña la dejaron caer, y dio a mis pies dentro del baño. Acudí luego a desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro dél venían diez cianiis, que son unas monedas de oro bajo que usan los moros, que cada una vale diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo, pues fue tanto el contento como la admiración de pensar de dónde podía venirnos aquel bien, especialmente a mí, pues las muestras de no haber querido soltar la caña sino a mí, claro decían que a mí se me hacía la merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvime al terradillo, miré la ventana, y vi que por ella salía una muy blanca mano que la abrían y cerraban muy apriesa. Con eso entendimos o imaginamos que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio, y en señal de que lo agradecíamos hicimos zalemas a uso de moros inclinando la cabeza, doblando el cuerpo, y poniendo los brazos sobre el pecho.

De allí a poco sacaron por la misma ventana una pequeña cruz hecha de cañas y luego la volvieron a entrar. Esta señal nos confirmó en que alguna cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacía; pero la blancura de la mano, y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pensamiento, puesto que imaginamos que debía de ser cristiana renegada, a quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mismos amos, y aun lo tienen a ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos nuestros discursos dimos muy lejos de la verdad del caso, y así todo nuestro entretenimiento desde allí adelante era mirar y tener por norte a la ventana, donde nos había aparecido la estrella de la caña; pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna. Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud saber quién en aquella casa vivía, y si había en ella alguna cristiana renegada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa sino que allí vivía un moro principal y rico, llamado Agimorato, alcaide que había sido de la Pata221, que es oficio entre ellos de mucha calidad; mas cuando más descuidados estábamos de que por allí habían de llover más cianiis, vimos a deshora parecer la caña y otro lienzo en ella con otro nudo más crecido, y esto fue a tiempo que estaba el baño como la vez pasada solo y sin gente. Hicimos la acostumbrada prueba yendo cada uno primero que yo de los mismos tres que estábamos; pero a ninguno se rindió la caña sino a mí, porque en llegando yo la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvime al terrado, hicimos todos nuestras zalemas, tornó a aparecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y como ninguno de nosotros no entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese.

En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos que le obligaban a guardar el secreto que le encargase, porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales en que dan fe, en la forma que pueden, cómo el tal renegado es hombre de bien, y que siempre ha hecho bien a cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intención, otros se sirven dellas acaso y de industria, que viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían en corso con los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia sin que se les haga daño, y cuando ven la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles, y los procuran con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos. Pues uno de los renegados que he dicho era este amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía muy bien arábigo, y no solamente hablarlo sino escribirlo; pero antes que del todo me declarase con él, le dije que me leyese aquel papel, que acaso me había hallado en un agujero de mi rancho. Abriole y estuvo un buen espacio mirándole y construyéndole murmurando entre los dientes. Preguntéle si lo entendía: díjome que muy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta y pluma, porque mejor lo hiciese. Dímosle luego lo que pedía, y él poco a poco lo fue traduciendo y en acabando dijo: Todo lo que va aquí en romance, sin faltar letra, es lo que contiene este papel morisco, y hase de advertir, que adonde dice: Lela Marién, quiere decir: Vuestra Señora la Virgen María. Leímos el papel, y decía así:

Cuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la zalá cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Marién. La cristiana murió, y yo sé que no fue al fuego, sino con Alá, porque después la vi dos veces, y me dijo que me fuese a tierra de cristianos a ver a Lela Marién, que me quería mucho. No sé yo cómo vaya: muchos cristianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero sino tú. Yo soy muy hermosa y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo: mira tú si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido si quieres, y si no quieres no se me dará nada, que Lela Marién me dará con quien me case. Yo escribí esto: mira d quien lo das a leer, no te fíes de ningún moro, porque son todos marfuces222. Desto tengo mucha pena, que quisiera que no te descubrieras a nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo, ata allí la respuesta, y si no tienes quien te escriba arábigo dímelo por señas, que Lela Marién hará que te entienda. Ella y Alá te guarden, y esa cruz que yo beso muchas veces, que así me lo mandó la cautiva.

Mirad, señores, si era razón que las razones deste papel nos admirasen y alegrasen; y así lo uno y lo otro fue de manera, que el renegado entendió que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente a alguno de nosotros se había escrito; y así nos rogó que si era verdad lo que sospechaba, que nos fiásemos dél, y se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por nuestra libertad, diciendo esto, sacó del pecho un crucifijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiésemos descubrirle, porque le parecía y casi adivinaba que por medio de aquella que aquel papel había escrito, había él y todos nosotros de tener libertad, y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al jernio de la santa Iglesia su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado por su ignorancia y pecado. Con tantas lágrimas y con muestras de tanto arrepentimiento dijo esto el renegado, que todos de un mismo parecer consentimos y venimos en declararle la verdad del caso, y así le dimos cuenta de todo sin encubrirle nada. Mostrámosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial y gran cuidado de informarse quién en ella vivía. Acordamos ansimismo que sería bien responder al billete de la mora, y como teníamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando, que puntualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida. En efecto, lo que a la mora se le respondió fue esto:

El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marién, que es la verdadera madre de Dios, y es la que te ha puesto en el corazón que te vayas a tierra de cristianos, porque te quiere bien. Ruégale tú que se sirva de darle a entender cómo podrás poner por obra lo que te manda, que ella es tan buena, que sí hará. De mi parte y de la de todos estos cristianos que están conmigo te ofrezco de hacer por ti todo lo que pudiéremos hasta morir. No dejes de escribirme y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responder siempre: que el grande Alá nos ha dado un cristiano cautivo que sabe hablar y escribir tu lengua tan bien como lo verás que por este papel. Así sin tener miedo nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices que si fueres a tierra de cristianos que has de ser mi mujer, yo te lo prometo como buen cristiano, y sabe que los cristianos cumplen lo que prometen mejor que los moros. Alá y Marién, su madre, sean en tu guarda, señora mía.

Escrito y cerrado este papel, aguardé dos días a que estuviese el baño solo como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo por ver si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel como dando a entender que pusiesen el hilo; pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí a poco tornó a parecer nuestra estrella con la blanca bandera de paz del atadillo. Dejáronla caer, y alcela, yo, y hallé en el paño en toda suerte de moneda de plata y de oro más de cincuenta escudos, los cuales cincuenta veces más doblaron nuestro contento y confirmaron la esperanza de tener libertad. Aquella misma noche volvió nuestro renegado, y nos dijo que había sabido que en aquella casa vivía el mismo moro que a nosotros nos habían dicho, que se llamaba Agimorato riquísimo por todo extremo, el cual tenía una sola hija heredera de toda su hacienda, y que era común opinión en toda la ciudad ser la más hermosa mujer de la Berbería; y que muchos de los virreyes que allí venían, la habían pedido por mujer, y que ella nunca se había querido casar, y que también supo que tuvo una cristiana cautiva, que ya se había muerto. Todo lo cual concertaba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el renegado, en qué orden se tendría para sacar a la mora y venimos todos a tierra de cristianos, y en fin, se acordó por entonces que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse María: porque bien vimos que ella, y no otra alguna, era la que había de dar medio a todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto, dijo el renegado que no tuviésemos pena, que él perdería la vida o nos pondría en libertad. Cuatro días estuvo el baño con gente, que fue ocasión que cuatro días tardase a reaparecer la caña, al cabo de los cuales en la acostumbrada soledad del baño pareció con el lienzo tan preñado, que un felicísimo parto prometía. Inclinose a mí la caña y el lienzo, hallé en él otro papel y cien escudos de oro sin otra moneda alguna.

Estaba allí el renegado, dímosle a leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía:

Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos a España, ni Lela Marién me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado: lo que se podrá hacer es, que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro; rescataos vos con ellos y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de cristianos y compré allá una barca, y vuelva por los demás, y a mí me hallará en el jardín de mi padre, que está a la puerta de Babazón junto a la marina, donde tengo de estar todo este verano con mi padre y con mis criados: de allí de noche me podréis sacar sin miedo, y llevarme a la barca. Y mira que has de ser mi marido, porque si no, yo pediré a Marién que te castigue. Si no te fías de nadie que vaya por la barca, rescátale tú y ve, que yo sé que volverás mejor que otro, pues eres caballero y cristiano. Procura saber el jardín, y cuando te pasees por ahí, sabré que está solo el baño, y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío.

Esto decía y contenía el segundo papel, lo cual visto por todos, cada uno se ofreció a querer ser el rescatado, y prometió de ir y volver con toda puntualidad y también yo me ofrecí a lo mismo: a todo lo cual se opuso el renegado, diciendo, que en ninguna manera consentiría que ninguno saliese de libertad hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado cuán mal cumplían los libres las palabras que daban en el cautiverio, porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos cautivos principales, rescatando a uno que fuese a Valencia o Mallorca con dineros para poder armar una barca y volver por los que le habían rescatado, y nunca habían vuelto, porque la libertad alcanzada y el temor de volver a perderla, les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo. Y en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó brevemente un caso que casi en aquella misma sazón había acaecido a unos caballeros cristianos, el más extraño que jamás sucedió en aquellas partes, donde a cada paso suceden cosas de grande espanto y de admiración. En efecto, él vino a decir que lo que se podía y debía hacer era, que el dinero que se había de dar para rescatar al cristiano, que se le diese a él para compra allí en Argel una barca con achaque de hacerse mercader y tratante en Tetuán y en aquella costa, y que siendo él señor de la barca, fácilmente se daría traza para sacarlos del baño y embarcarlos a todos. Cuanto más que si la mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos a todos, como estando libres era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del día, y que la dificultad que se ofrecía mayor era que los moros no consienten que renegado alguno compre ni tenga barca, sino es bajel grande para ir en corso, porque se temen que el que compra una barca, principalmente si es español, no la quiere sino para irse a tierra de cristianos; pero que él facilitaría este inconveniente con hacer que un moro tagarino fuese a la parte con él en la compañía de la barca y en la ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría a ser señor de la barca con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que a mí y a mis camaradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca, a Mallorca, como la mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que si no hacíamos lo que él decía, nos había de descubrir y poner a peligro de perder las vidas si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras; y así determinamos de ponernos en las manos de Dios y en las del renegado; y en aquel mismo punto se le respondió a Zoraida diciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo había advertido tan bien como si Lela Marién se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio o ponello luego por obra. Ofrecímele de nuevo de ser su esposo, y con esto, otro día que acaeció estar solo el baño, en diversas veces con la caña y el paño nos dio dos mil escudos de oro, y un papel donde decía que el primer juma, que es el viernes, se iba al jardín de su padre, y que antes que se fuese nos daría más dinero; y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le pidiésemos, que su padre tenía tantos que no lo echaría menos, cuanto más que ella tenía las llaves de todo.

Dimos luego quinientos escudos al renegado para comprar la barca: con ochocientos me rescaté yo, dando el dinero a un mercader valenciano que a la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del rey, tomándome sobre su palabra, dándola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate, porque si luego diera el dinero fuera dar sospechas al rey que había muchos, días que mi rescate estaba en Argel, y que el mercader por sus granjerías lo había callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso, que en ninguna manera me atreví a que luego se desembolsase el dinero. El jueves antes del viernes que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín, nos dio otros mil escudos y nos avisó de su partida, rogándome que si me rescatase supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá y verla. Respondile, en breves palabras que así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos a Lela Marién, con todas aquellas oraciones que la cautiva le había enseñado. Hecho esto, dieron orden en que los tres compañeros nuestros se rescatasen por facilitar la salida del baño, y porque viéndome a mí rescatado y a ellos no, pues había dinero, no se alborotasen, y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en perjuicio de Zoraida; que puesto que el ser ellos quien eran me podía asegurar de este temor, con todo eso no quise poner el negocio en aventura, y así los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo el dinero al mercader para que con certeza y seguridad pudiese hacer la fianza, al cual nunca descubrimos nuestro trato y secreto por el peligro que había.




ArribaAbajoCapítulo XLI

Donde todavía sigue el cautivo su suceso


No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía comprada una muy buena barca capaz de más de treinta personas; y para asegurar su hecho y dalle color quiso hacer, como hizo, un viaje a un lugar que se llama Sargel, que está a veinte leguas de Argel hacia la parte de Orán, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos o tres veces hizo este viaje en compañía del tagarino que había dicho. Tagarinos llaman en Berbería a los moros de Aragón, y a los de Granada mudéjares; y en el reino de Fez llaman a los mudéjares elches223, los cuales son la gente de quien aquel rey más se sirve en la guerra. Digo, pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba, y allí muy de propósito se ponía el renegado con los morillos que bogaban el remo, o ya a hacer la zalá, o a como por ensayarse de burlas a lo que pensaba hacer dc veras, y así se iba al jardín de Zoraida y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocelle; y aunque él quisiera hablar a Zoraida, como él después me dijo, y decille que él era el que por orden mía la había de llevar a tierra de cristianos, que estuviese contenta y segura, nunca le fue posible, porque las moras no se dejan ver de ningún moro ni turco, sino es que su marido o su padre se lo manden: de cristianos cautivos se dejan tratar y comunicar aun más de aquello que sería razonable; y a mí me hubiera pesado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados; pero Dios, que lo ordenaba de otra manera, no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía, el cual viendo cuán seguramente iba y venía a Sargel, y que daba fondo cuándo y cómo y adónde quería, y que el tagarino su compañero no tenía más voluntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que sólo faltaba buscar algunos cristianos que bogasen el remo, me dijo que mirase yo cuáles quería traer conmigo fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer viernes, donde tenía determinado que fuese nuestra partida. Viendo esto hablé a doce españoles, todos valientes hombres de reino, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad; y no fue poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso y se habían llevado toda la gente de remo, y estos no se hallaran si no fuera que su amo se quedó aquel verano sin ir en corso a acabar una galcota que tenía en astillero: a los cuales no les dije otra cosa sino que el primer viernes en la tarde se saliesen uno a uno disimuladamente y se fuesen la vuelta del jardín de Agimorato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden que aunque allí viesen otros cristianos, no les dijesen sino que yo les había mandado esperar en aquel lugar.

Hecha esta diligencia, me faltaba hacer otra, que era la que más me convenía, y era la de avisar a Zoraida el punto en que estaban los negocios, para que estuviese apercibida y sobre aviso, que no se sobresaltase si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella podía imaginar que la barca de cristianos podía volver; y así determiné de ir al jardín y ver si podría hablarla; y con ocasión de coger algunas yerbas un día antes de mi partida fui allá, y la primera persona con quien encontré fue con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, con la cual todos nos entendemos, digo, pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era. Respondile que era esclavo de Arnaute224 Mamí, y esto porque sabía yo por muy cierto que era un grandísimo amigo suyo, y que buscaba de todas yerbas para hacer ensalada. Preguntome por el consiguiente si era hombre de rescate o no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas estas preguntas y respuestas, salió de la casa al jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto, y como las moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse a los cristianos, ni tampoco se esquivan, como ya he dicho, no se la dio nada de venir adonde su padre conmigo estaba, antes luego cuando su padre vio que venía y de espacio, la llamó y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir yo ahora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo y rico adorno con que mi querida Zoraida se mostró a mis ojos: sólo diré que más perlas pendían de su hermosísimo cuello, orejas y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los pies, que descubiertas a su ris anza traía, traía dos carcajes (que así se llaman las manillas o ajorcas de los pies en morisco) de purísimo oro, con tantos diamantes engastados, que ella me dijo después que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad y muy buenas, porque la mayor gala y bizarría de las moras es adornarse de ricas perlas y aljófar: y así hay más perlas y aljófar entre moros que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de doscientos mil escudos españoles, de todo lo cual era señora ésta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermosa o no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos, se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades, porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días y sazones, y requiere accidentes para disminuirse o acrecentarse; y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten o bajen, puesto que las más veces la destruyen. Digo, en fin, que entonces llegó en todo extremo aderezada, y en todo extremo hermosa, o a lo menos a mí me pareció serlo la más que hasta entonces había visto; y con esto viendo las obligaciones en que me había puesto, me parecía que tenía delante de mí una deidad del cielo, venida a la tierra para mí gusto y para mi remedio.

Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua cómo yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí, y que venía a buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho, me preguntó si era caballero, y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues habían dado por mí mil y quinientos zoltaníes225, a lo cual ella respondió: En verdad que si tú fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos, porque vosotros, cristianos, siempre mentís en cuanto decís, y os hacéis pobres por engañar a los moros. Bien podría ser eso, señora, le respondí, mas en verdad, que yo la he tratado con mi amo y la trato y la trataré con cuantas personas hay en el mundo. ¿Y cuándo te vas?, dijo Zoraida. Mañana creo yo, dije, porque está aquí un bajel de Francia que se hace mañana a la vela y pienso irme con él. ¿No es mejor, replicó Zoraida, esperar a que vengan bájeles de España e irte con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros amigos? No, respondí yo, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España, es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el partirme mañana, porque el deseo que tengo de verme en mi tierra y con las personas que bien quiero, es tanto, que no me dejará esperar otra comodidad, si se tarda, por mejor que sea. ¿Debes de ser, sin duda, casado en tu tierra, dijo Zoraida, y por eso deseas ir a verte con tu mujer? No soy, respondí yo, casado, más tengo dada la palabra de casarme en llegando allá. ¿Y es hermosa la dama a quien se la diste?, dijo Zoraida. Tan hermosa es, respondí yo, que para encarecella decirte la verdad, se parece a ti mucho. Desto se rió muy de veras su padre, y dijo: Gualá226, cristiano, que debe ser muy hermosa si se parece a mi hija, que es la más hermosa de todo este reino: si no mírala bien, y verás cómo te digo verdad. Servíanos de intérprete a las más destas palabras y razones el padre de Zoraida como más ladino, que aunque ella hablaba la lengua bastarda, que como he dicho, allí se usa, más declaraba su intención por señas que por palabras.

Estando en estas y otras muchas razones llegó un moro corriendo, y dijo a, grandes voces que por las bardas o paredes del jardín habían saltado cuatro turcos, y andaban cogiendo la fruta aunque, no estaba madura. Sobresaltose el viejo y lo mismo hizo Zoraida, porque es común y casi natural el miedo que los moros a los turcos tienen, especialmente a los soldados, los cuales son tan insolentes, y tienen tanto imperio sobre los moros que a ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo, pues que dijo su padre a Zoraida: Hija, retírate a la casa, y enciérrate en tanto que yo voy a hablar a estos canes: y tú, cristiano, busca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien a tu tierra. Yo incliné, y él se fue a buscar los turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó a dar muestras de irse donde su padre le había, mandado; pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella volviéndose a mí, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: ¿tameji, cristiano, tameji?, que quiere decir: ¿vaste, cristiano, vaste? Yo la respondí: Señora, sí, pero no en ninguna manera sin ti: el primer juma me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas, que sin duda alguna iremos a tierra de cristianos. Yo le dije esto de manera que ella entendió muy bien todas las razones que entrambos pasamos, y echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó a caminar hacia la casa; y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de manera y postura que os he contado con un brazo al cuello, su padre, que ya volvía de hacer ir a los turcos, nos vio de la suerte y manera que íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto; pero Zoraida, advertida y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más a mí y puso su cabeza sobre mi pecho doblando un poco las rodillas, dando claras señales y muestras que se desmayaba, y yo ansimismo di a entender que la sostenía contra mi voluntad.

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Su padre llegó corriendo a donde estábamos, y viendo a su hija de aquella manera le preguntó qué tenía; pero como ella no le respondiese, dijo su padre: Sin duda alguna que con el sobresalto de la entrada destos canes se ha desmayado, y quitándola del mío la arrimó a su pecho, y ella dando un suspiro y aun no enjutos los ojos de lágrimas, volvió a decir: Amejí, cristiano, amejí; vete, cristiano, vete. A lo que su padre respondió: No importa, hija, que cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los turcos ya son idos: no te sobresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadumbre, pues como ya te he dicho, los turcos a mi ruego se volvieron por donde entraron. Ellos, señor, la sobresaltaron como has dicho, dije yo a su padre; mas pues ella dice que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre; quédate en paz, y con tu licencia volveré si fuere menester por yerbas a este jardín, que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada que en él. Por todas las que quisieres podrás volver, respondió Agimorato, que mi hija no dice esto porque tú ni ninguno de los cristianos la enojaban, sino que por decir que los turcos se fuesen, dijo que tú te fueses, o porque ya era hora que buscases tus yerbas. Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella arrancándose el alma al parecer, se fue con su padre, y yo con achaque de buscar las yerbas. rodeé muy bien y a mi placer todo el jardín: miré bien las entradas y salidas y la fortaleza de la casa, y la comodidad que se podía ofrecer para facilitar todo nuestro negocio.

Hecho esto, me vine y di cuenta de cuanto había pasado al renegado y a mis compañeros, y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin, el tiempo se pasó y se llegó el día y plazo de nosotros tan deseado: y siguiendo todos el orden y parecer que con discreta consideración y largo discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos, porque el viernes que se siguió al día que yo con Zoraida hablé en el jardín, el renegado al anochecer dio fondo con la barca casi frontero de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los cristianos que habían de llegar el remo, estaban prevenidos y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados aguardándome, descoses ya de embestir con el bajel que a los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del renegado, sino que pensaban que a fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida a los moros que dentro de la barca estaban. Sucedió, pues, que así como yo me mostré a mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron, se vinieron llegando a nosotros. Esto era ya a tiempo que la ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si sería mejor ir primero por Zoraida, o rendir primero a los moros bagarinos227, que bogaban el remo en la barca, y estando en esta duda llegó a nosotros nuestro renegado diciéndonos, que en que nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus moros estaban descuidados y los más de dellos durmiendo. Dijímosle en lo que reparábamos, y él dijo que lo que más importaba era rendir primero el bajel, que se podría hacer con grandísima facilidad y sin peligro alguno, y que luego podríamos ir por Zoraida. Parecionos bien a todos lo que decía, y así sin detenernos más, haciendo él la guía, llegamos al bajel, y saltando él dentro primero, metió mano en un alfanje y dijo en morisco: Ninguno de vosotros se mueva de aquí si no quiere que le cueste la vida. Y a este tiempo habían entrado dentro casi todos los cristianos.

Los moros, que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera a su arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano a las armas, que pocas o casi ningunas tenían, se dejaron sin hablar alguna palabra maniatar de los cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando a los moros que si alzaban por alguna vía o manera la voz, que luego al punto los pasarían todos a cuchillo.

Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros, los que quedábamos haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuírnos al jardín de Agimorato, y quiso la buena suerte, que llegando a abrir la puerta se abrió con tanta facilidad como si cerrada no estuviera, y así con gran quietud y silencio llegamos a la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos a una ventana, y así como sintió gente, preguntó con voz baja si éramos nizarani228, como si dijera o preguntara si éramos cristianos. Yo le respondí que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció no se detuvo un punto, porque sin responderme palabra bajó en un instante, abrió la puerta, y mostrose a todos tan hermosa y ricamente vestida, que no lo acierto a encarecer. Luego que yo la vi, la tomé una mano y la comencé a besar, y el renegado hizo lo mismo y mis dos camaradas, y los demás que el caso no sabían hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía sino que la dábamos las gracias, y la reconocíamos por señora de nuestra libertad. El renegado le dijo en lengua morisca si estaba su padre en el jardín. Ella respondió que sí, y que dormía. Pues será menester despertalle, replicó el renegado, llevámosle con nosotros y todo aquello que tiene de valor en este hermoso jardín. No, dijo ella, a mi padre no se le ha de tocar en ningún modo, y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto que bien habrá para que todos quedéis ricos y contentos, y esperaos un poco y lo veréis; y diciendo esto, se volvió a entrar diciendo que muy presto volvería, que nos estuviésemos quedos sin hacer ningún ruido. Preguntele al renegado lo que con ella había pasado, el cual me lo contó, a quien yo dije que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese; la cual ya volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo podía sustentar.

Quiso la mala suerte que su padre despertase en el ínterin, y sintiese el ruido que andaba en el jardín, y asomándose a la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran cristianos, y dando muchas, grandes y desaforadas voces, comenzó a decir en arábigo: Cristianos, cristianos, ladrones, ladrones; por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima y temerosa confusión; pero el renegado, viendo el peligro en que estábamos y lo mucho que le importaba salir con aquella empresa antes de ser sentido, con grandísima presteza subió donde Agimorato estaba, y juntamente con él fueron algunos de nosotros, que yo no osé desamparar a Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos. En resolución, los que subieron se dieron tan buena mafia, que en un momento bajaron con Agimorato trayéndole atadas las manos y, puesto un pañuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuán de su voluntad se había puesto en nuestras manos; mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligencia y presteza nos pusimos en la barca, que ya los que en ella habían quedado nos esperaban temerosos de algún mal suceso nuestro. Apenas serían dos horas pasadas de la noche, cuando ya estábamos todos en la barca, en la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos y el paño de la, boca; pero tornole a decir el renegado que no hablase palabra, que le quitarían la vida. Él como vio allí a su hija, comenzó a suspirar ternísimamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que ella sin defenderse, ni quejarse, ni esquivarse se estaba queda; pero con todo esto callaba, porque no pusiesen en efecto las muchas amenazas que el renegado le hacía.

Viéndose, pues, Zoraida ya en la barca, y que queríamos dar los remos al agua, y viendo allí a su padre y a los demás moros que atados estaban, le dijo al renegado que me dijese le hiciese merced de soltar aquellos moros, y dar libertad a su padre porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos y por causa suya llevar cautivo a su padre que tanto la había querido. El renegado me lo dijo, y yo le respondí que era muy contento; pero él respondió que no convenía a causa que si allí los dejaban, apellidarían luego la tierra229 y alborotarían la ciudad, y serían causa que saliesen a buscallos con algunas fragatas ligeras, y les tornasen la tierra y la mar, de manera que no pudiésemos escaparnos; que lo que se podría hacer era darles libertad en llegando a la primera tierra de cristianos. En este parecer vinimos todos; y Zoraida, a quien se le dio cuenta con las causas que nos movían a no hacer luego lo que quería, también se satisfizo; y luego con regocijado silencio y alegre diligencia cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo y comenzamos, encomendándonos a Dios de todo corazón, a navegar la vuelta de las islas de Mallorca, que es la tierra de cristianos más cerca; pero a causa de soplar un poco el viento tramontana230 y estar la mar algo picada, no fue posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra a tierra la vuelta de Orán, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae no más que sesenta millas de Argel, y asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario venían con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí y por todos juntos presumíamos de que si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tornaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos por no ver a su padre, y sentía yo que iba llamando a Lela Marién que nos ayudase.

Bien habríamos navegado treinta millas cuando nos amaneció como tres tiros de arcabuz desviados de la tierra, toda la cual vimos desierta y sin nadie que nos descubriese; pero con todo esto nos fuimos a fuerza de brazos entrando un poco en la mar, que estaba algo más sosegada, y habiendo entrado casi dos leguas, diose orden que se bogase a cuarteles231, en tanto que comíamos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban, dijeron que no era aquel tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer a los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose ansí, y en esto comenzó a soplar un viento largo que nos obligó a hacer luego vela y a dejar el remo, y enderezará Orán por no ser posible hacer otro viaje. Todo se hizo con mucha presteza, y así a la vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer a los, moros bagarinos, y el renegado les consoló diciéndoles cómo no iban cautivos, que en la primera ocasión les darían libertad. Lo mismo se le dijo al padre de Zoraida, el cual respondió: Cualquier otra cosa pudiera yo esperar y creer de vuestra liberalidad y buen término, oh cristianos; mas el darme, libertad no me tengáis por tan simple que lo imagine, que nunca os pusisteis vosotros al peligro de quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabiendo quién soy yo: y el interés que se os puede seguir de dármela; el cual interese si lo queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que quisiéredes por mí y por esa desdichada hija mía, o si no por ella sola, que es la mayor y mejor parte de mi alma. En diciendo esto comenzó a llorar tan amargamente, que a todos nos movió a compasión, y forzó a Zoraida que le mirase, cual viéndole llorar así se enterneció, que se levantó de mis pies y fue a abrazar a su padre, y juntando su rostro con el suyo comenzaron los dos tan tierno llanto, que muchos de los que allí íbamos les acompañamos en él. Pero cuando su padre la vio adornada de fiesta y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: ¿Qué es esto, hija, que ayer al anochecer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios y caseros vestidos, y ahora, sin que hayas tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de solemnizarla con adornarte y pulirte te veo compuesta con los mejores vestidos que yo supe y pude darte cuando nos fue la ventura más favorable? Respóndeme a esto, que me tienes más suspenso y admirado que la misma desgracia en que me hallo. Todo lo que el moro decía a su hija nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra. Pero cuando él vio a un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía él bien, que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntole que cómo aquel cofre había venido a nuestras manos, y qué era lo que venía dentro. A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: No te canses, señor, en preguntar a Zoraida tu hija, tan tas cosas, porque con una que yo te responda te satisfaré a todas; y así quiero que sepas que ella es cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas y la libertad de nuestro cautiverio: ella va aquí de su voluntad tan contenta, a lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, y de la pena a la gloria. ¿Es verdad lo que éste dice hija?, dijo el moro. Así es, respondió Zoraida. ¿Qué en efecto, replicó el viejo, tú eres cristiana y la que ha puesto a su padre en poder de sus enemigos? A lo cual respondió Zoraida: La que es cristiana yo soy; pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se extendió a dejarte ni hacerte mal, sino a hacer mi bien. ¿Y qué bien es el que te has hecho, hija? Eso, respondió ella, pregúntaselo tú a Lela Marién, que ella te lo sabrá decir mejor que yo.

Apenas hubo oído esto el moro, cuando con una increíble presteza se arrojó de cabeza en la mar, donde sin ninguna duda se ahogara si el vestido largo y embarazoso que traía, no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y así acudimos luego todos, y asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida, que como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto. Volvímosle boca a bajo, volvió mucha agua, tornó en sí al cabo de dos horas, en las cuales habiéndose trocado el viento, nos convino volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos por no embestir en ella; mas quiso nuestra buena suerte que llegamos a una cala, que se hace al lado de un pequeño promontorio o cabo, que de los moros es llamado el de la Cava rumia, que en nuestra lengua quiere decir la mala mujer cristiana, y es tradición entre los moros que en aquel lugar está enterrada la Cava, por quien se perdió España, porque cava en su lengua quiere decir mujer mala, y rumia, cristiana; y aún tienen por mal agüero llegar allí a dar fondo cuando la necesidad les fuerza a ello, porque nunca le dan sin ella, puesto que para nosotros no fue abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nuestras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano: comimos lo que el renegado había proveído, y rogamos a Dios y a nuestra Señora de todo nuestro corazón, que nos ayudase y favoreciese para que felizmente diésemos fin a tan dichoso principio. Diose orden a suplicación de Zoraida como echásemos en tierra a su padre y a todos los demás moros que allí atados venían, porque no les bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado a su padre, y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejallos en aquel lugar, que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oídas del cielo, que en nuestro favor luego volvió el viento y tranquilizó el mar, convidándonos a que tornásemos alegres a proseguir nuestro comenzado viaje.

Viendo esto desatamos a los moros, y uno a uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedaron admirados; pero llegando a desembarcar al padre de Zoraida, que ya estaba en todo su acuerdo, dijo: ¿Por qué pensáis, cristianos, que esta mala hembra huelga de que me deis libertad?, ¿pensáis que es por piedad que de mí tiene? No por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presencia cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos, ni penséis que la ha movido a mudar religión entender ella que la vuestra a la nuestra se aventaja, sino al saber que en vuestra tierra se usa de la deshonestidad más libremente que en la nuestra; y volviéndose a Zoraida, teniéndole yo y otro cristiano de entrambas brazos asido porque algún desatino no hiciese, le dijo: ¡Oh infame moza y mal aconsejada muchacha!, ¿a dónde vas ciega, y desatinada en poder destos perros, naturales enemigos nuestros? Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos y deleites en que te he criado. Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan apresto, di priesa a ponelle en tierra, y desde allí a voces prosiguió en sus maldiciones y lamentos rogando a Mahoma rogase a Alá que nos destruyese, confundiese y acabase; y cuando por habernos hecho a la vela no pudimos oír sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos y, arrastrarse por el suelo: mas una vez esforzó la voz de tal manera, que pudimos entender que decía: Vuelve, amada hija, vuelve a tierra, que todo te lo perdono; entrega a esos hombres ese dinero, que ya es suyo, y vuelve a consolar a este triste padre tuyo, que en esta desierta arena dejará la vida si tú le dejas. Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sentía y lloraba, y no supo decille ni respondelle palabra, sino: Plega a Alá, padre mío, que Lela Marién que ha sido la cansa de que yo sea cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de lo que he hecho, y que estos cristianos no deben nada a mi voluntad, pues aunque quisiere no venir con ellos y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma a poner por obra ésta que a mí me tan buena, como tú, padre amado, la juzgas por mala. Esto dijo a tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos; y así consolando yo a Zoraida, atendimos todos a nuestro viaje, el cual nos le facilitaba el propio viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de vernos otro día al amanecer en las riberas de España.

Mas como pocas veces o nunca viene el bien puro y sencillo sin ser acompañado y seguido de algún mal que le turbe o sobresalte, quiso nuestra ventura o quizá las maldiciones que el moro a su hija había echado, que siempre se han de temer de cualquier padre que sean, quiso, digo, que estando ya engolfados, y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto abajo, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba el trabajo de haberlos menester, con la luz de la luna que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo, que con todas las velas tendidas, llevando un poco a orza el timón delante de nosotros atravesaba, y esto tan cerca, que nos fue forzoso amainar por no embestirle, ellos asimismo hicieron fuerza de timón para darnos lugar a que pasásemos. Habíanse puesto a bordo del bajel a preguntarnos quién éramos, y a dónde navegábamos, y de dónde veníamos; pero por preguntarnos esto en lengua francesa, dijo nuestro renegado: Ninguno responda, porque estos sin duda son cosarios franceses que hacen a toda ropa. Por este advertimiento ninguno respondió palabra, y habiendo pasado un poco adelante, que ya el bajel quedaba a sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y a lo que parecía, ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él y con la vela en la mar, y al momento disparando otra pieza, vino a dar la bala en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda sin hacer otro mal alguno; pero como nosotros nos vimos ir a fondo, comenzamos todos a grandes voces a pedir socorro, y a rogar a los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos. Amainaron entonces, y echando el esquife o barca a la mar, entraron en él hasta doce franceses bien armados con sus arcabuces y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro, y viendo cuán pocos éramos, y como el bajel se hundía, nos recogieron, diciendo que por haber usado la descortesía de no respondelles nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el cofre de las riquezas de Zoraida y dio con él en la mar sin que ninguno echase de ver en lo que hacía. En resolución, todos pasamos con los franceses, los cuales después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisieron, como si fueran nuestros capitales enemigos nos despojaron de todo cuanto teníamos, y a Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies; pero no me daba a mí tanta pesadumbre la que a Zoraida daban, como me la daba el temor que tenia de que habían de pasar del quitar de los riquísimas y preciosísimas joyas al quitar de la joya que más valía y ella más estimaba; pero los deseos de aquella gente no se extienden a mas que al dinero, y desto jamás se ve harta su codicia, la cual entonces llegó a tanto que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaran si de algún provecho les fueran; y hubo parecer entre ellos de que a todos nos arrojasen a la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algunos puertos de España con nombre de que eran bretones, y si nos llevaban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto; mas el capitán, que era el que había despojado a mi querida Zoraida, dijo que él se contentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino irse luego a, camino y pasar el estrecho de Gibraltar de noche o como pudiese, hasta la Rochela, de donde había salido, y así tomaron por acuerdo de darnos el esquife de su navío, y todo lo necesario para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día ya a vista de tierra de España, con la cual vista y alegría todas nuestras pesadumbres y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si propiamente no hubieran pasado por nosotros: tanto es el gusto de alcanzar la libertad perdida. Cerca de medio día podría ser cuando nos echaron en la barca, dándonos dos barriles de agua y algún bizcocho; y el capitán, movido no sé de qué misericordia, al embarcarse la hermosísimo Zoraida le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mismos vestidos que ahora tiene puestos.

Entramos en el bajel, dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos: ellos se hicieron a lo largo siguiendo la derrota del estrecho, nosotros, sin mirar a otro norte que a la tierra que se nos mostraba delante, nos dimos tanta priesa en bogar, que al poner del sol estábamos tan cerca que bien pudiéramos, a nuestro parecer, llegar antes que fuera muy de noche: pero por no parecer en aquella noche la luna, y el cielo mostrarse oscuro, y por ignorar el paraje en que estábamos, no nos pareció cosa segura embestir la tierra, como a muchos de nosotros les parecía, diciendo que diésemos en ella, aunque fuese en unas peñas y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener que por allí anduviesen bájeles de cosarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería, y amanecen en las costas de España, y hacen de ordinario presa, y sa vuelven a dormir a sus casas; pero de los contrarios pareceres, el que se tomó fue que nos llegásemos poco a poco, y que si el sosiego que del mar lo concediese, desembarcásemos donde pudiésemos.

Hízose así, y, poco antes de la media noche sería, cuando llegamos al pie de una disformidísima y alta montaña, no tan junto al mar que no concediese un poco de espacio para poder desembarcar cómodamente. Embestirnos en la arena, salimos todos a tierra, y besamos el suelo, y con lágrimas de muy alegrísimo contento dimos todos gracias a Dios Señor nuestro por el bien tan incomparable que nos había hecho en nuestro viaje: sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subimos un grandísimo trecho en la montaña, porque aún allí estábamos, y aún no podíamos asegurar el pecho, ni acabábamos de creer que era tierra de cristianos la que nos sostenía. Amaneció más tarde a mi parecer de lo que quisiéramos: acabamos de subir toda la montaña por ver si desde allí algún poblado se descubría o algunas cabañas de pastores; pero aunque más tendimos la vista, ni poblado, ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto determinamos de entrarnos la tierra dentro, pues no podría ser menos sino que presto descubriésemos quien nos diese noticia della; pero lo que a mí más me fatigaba era el ver ir a pie a Zoraida por aquellas asperezas, que puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba a ella mi cansancio que la reposaba su reposo, y así nunca más quiso que yo aquel trabajo tornase; y con mucha paciencia y muestras de alegría caminaba, llevándola yo siempre de la mano.

Poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó a nuestros oídos el son de una pequeña esquila, serial clara que por allí cerca había ganado; y mirando todos con atención si alguno se parecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, que con grande reposo y descuido estaba labrando un palo con un cuchillo. Dimos voces, y él alzando la cabeza se puso ligeramente en pie, y a lo que después supimos, los primeros que a la vista se le ofrecieron fueron el renegado y Zoraida, y como él los vio en hábito de moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y metiéndose con extraña ligereza por el bosque adelante, comenzó a dar los mayores gritos del mundo diciendo: Moros, moros hay en la tierra: moros, moros, arma, arma. Con estas voces quedarnos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de turco y se vistiese un gileco, o casaca de cautivo, que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa; y así encomendándonos a Dios, fuimos por el mismo camino que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa; y no nos engañó nuestro pensamiento, porque aun no habían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas a un llano, descubrimos hasta cincuenta caballeros que con gran ligereza corriendo a media rienda a nosotros se venían: y así como los vimos nos estuvimos quedos aguardándolos; pero como ellos llegaron, y vieron en lugar de los moros que buscaban, tanto pobre cristiano, quedaron confusos, y uno de ellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión porque un pastor había apellidado arma. Sí, dije yo, y queriendo comenzar a decirle mi suceso, y de dónde veníamos y quién éramos, uno de los cristianos que con nosotros venían, conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y, dijo sin dejarme a mí decir más palabra: Gracias sean dadas a Dios, señores, que a tan buena parte nos ha conducido, porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vélez-Málaga: si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la memoria el acordarme que vos, señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante, tío mío. Apenas hubo dicho esto el cristiano cautivo, cuando el jinete se arrojó del caballo, y vino a abrazar al mozo diciéndole: Sobrino de mi alma y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto yo y mi hermana tu madre, y todos los tuyos, que aún viven, y Dios ha sido servido de darles vida para que gocen el placer de verte. Ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales y muestras de tus vestidos, y la de todos los desta compañía, comprendo que habéis tenido milagrosa libertad. Así es, respondió el mozo, y tiempo nos quedará para contároslo todo. Luego que los jinetes entendieron que éramos cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo para llevarnos a la ciudad de Vélez-Málaga, que legua y media de allí estaba. Algunos dellos volvieron a llevar la barca a la ciudad, diciéndoles dónde la hablamos dejado; otros nos subieron a las ancas, y Zoraida fue en las del caballo del tío del cristiano. Salionos a recibir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha a ver a los unos y a los otros; pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante y sazón estaba en su punto, ansí con el cansancio del camino, como con la alegría de verse y en tierra de cristianos, sin sobresalto de perderse, y esto le había sacado al rostro tales colores, que si no es que la afición entonces me engañaba, osara decir que más hermosa criatura no había en el mundo, a lo menos que yo la hubiese visto.

Fuimos derechos a la iglesia a dar gracias a Dios por la merced recibida, y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían a. los de Lela Marién. Dijímosle que eran imágenes suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado a entender lo que significaban, para que ella las adorase como si verdaderamente fueran cada una de ellas la misma Lela Marién que la había hablado. Ella, que tiene buen entendimiento y un natural fácil y claro, entendió luego cuanto acerca de las imágenes se le dijo232. Desde allí nos llevaron y repartieron a todos en diferentes casas del pueblo; pero al renegado, Zoraida y a mí, nos llevó el cristiano que vino con nosotros en casa de sus padres, que medianamente eran acomodados de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor como a su mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el renegado, hecha su información de cuanto le convenía, se fue a la ciudad de Granada a reducirse por medio de la santa Inquisición al gremio santísimo de la Iglesia; los demás cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció: solos quedamos Zoraida y yo con solo los escudos que la cortesía del francés le dio a Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene, y sirviéndola yo hasta ahora de padre y escudero, y no de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, o si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura que la mía, puesto que, por haberme hecho el cielo compañero de Zoraida, me parece que ninguna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la estimara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades que la pobreza trae consigo, y el deseo que muestra tener de verse ya cristiana, es tanto y tal, que me admira, y mueve a servirla todo el tiempo de mi vida, puesto que el gusto que tengo de verme suyo y de que ella sea mía, me le turba y deshace no saber si hallaré en mi tierra algún rincón donde recogella, y si habrán hecho el tiempo y la muerte tal mudanza en la hacienda y vida de mi padre y hermanos, que apenas halle quien me conozca si ellos faltan.

No tengo más, señores, que deciros de mi historia, la cual, si es agradable y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendimientos, que de mí sé decir que quisiera habérosla contado más brevemente, puesto que el temor de enfadaros, más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua.




ArribaAbajoCapítulo XLII

Que trata de lo que más sucedió en la venta y de otras muchas cosas dignas de saberse


Calló en diciendo esto el cautivo, a quien don Fernando dijo: Por cierto, señor capitán, el modo con que habéis contado este extraño suceso ha sido tal, que iguala a la novedad y extrañeza del mismo caso: todo es peregrino y raro, y lleno de accidentes que maravillan y suspenden a quien los oye, y es de tal manera el gusto que hemos recibido en escuchalle, que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mismo cuento, holgáramos que de nuevo se comenzara; y en diciendo esto, Cardenio y todos los demás se le ofrecieron con todo lo a ellos posible para servirle, con palabras y razones tan amorosas y tan verdaderas, que el capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades; especialmente le ofreció don Fernando que si quería volverse con él, que él haría que el marqués, su hermano, fuese padrino del bautismo de Zoraida, y que él por su parte le acomodaría de manera que pudiese entrar en su tierra con él autoridad y cómodo que a su persona se debía. Todo lo agradeció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso acetar ninguno de sus liberales ofrecimientos.

En esto, llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó a la venta un coche con algunos hombres de a. caballo. Pidieron posada, a, quien la ventera respondió que no había en toda la venta ni un palmo desocupado. Pues aunque eso sea, dijo uno de los de a caballo que habían entrado, no ha de faltar para el señor oidor que aquí viene. A este nombre se turbó la huéspeda, y dijo: Señor lo que en ello hay es que no tengo camas; si es que su merced del señor oidor las trae, que sí debe de traer, entre en buen hora, que yo y mi marido nos saldremos de nuestro aposento para acomodar a su merced. Sea en buen hora, dijo el escudero; pero a este tiempo ya había salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oficio y cargo que tenía, porque la ropa luenga con las mangas arrocadas que vestía, mostraron ser oidor como su criado había dicho. Traía de la mano a una doncella, al parecer de hasta diez y seis años, vestida de camino, tan bizarra, tan hermosa y tan gallarda, que a todos puso en admiración su vista; de suerte, que a no haber visto a Dorotea y a Luscinda y Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermosura corno la desta doncella difícilmente pudiera hallarse. Hallose don Quijote al entrar del oidor y de la doncella, y así como le vio, dijo: Seguramente puede vuestra merced entrar y espaciarse en este castillo, que aunque es estrecho y mal acomodado, no hay estrecheza ni incomodidad en el mundo que no dé lugar a las armas y a las letras, y más si las armas y letras traen por guía y adalid233 a la fermosura, como la traen las letras de vuestra merced en esta fermosa doncella, a quien deben no sólo abrirse y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse y abajarse las montañas para dalle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas y soles que acompañen el cielo que vuestra merced trae consigo: aquí hallará las armas en su punto, y la hermosura en su extremo. Admirado quedó el oidor del razonamiento de don Quijote, a quien se puso a mirar muy de propósito, y no menos le admiraba su talle que sus palabras; y sin hallar ningunas con qué respondelle, se tornó a admirar de nuevo cuando vio delante de sí a Luscinda, Dorotea y Zoraida, que las nuevas de los nuevos huéspedes, y a las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían venido a verla y a recibirla; pero don Fernando, Cardenio y el cura, lo hicieron más llanos y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor oidor entre confuso, así de lo que veía como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bien llegada a la hermosa doncella. En resolución, bien echó de ver el oidor que era gente principal toda la que allí estaba; pero el talle, visaje y la postura de don Quijote le desatinaba, y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes, estaba ordenado, que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera como en su guarda; y así fue contento el oidor que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana; y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban.

El cautivo, que desde el punto que vio al oidor, le dio saltos el corazón y barruntos de que aquel era su hermano, preguntó a uno de los criados que con él venían, cómo se llamaba, y sí sabía de qué tierra era. El criado respondió que se llamaba el licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oído decir que era de un lugar de las montañas de León. Con esta relación y con lo que él había visto se acabó de confirmar de que aquel era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre; y alborotado y contento, llamando aparte a don Fernando, a Cardenio y al cura, les contó lo que pasaba, certificándoles que aquel oidor era su hermano. Habíale dicho también el criado como iba prevenido por oidor a las Indias en la audiencia de Méjico: supo también cómo aquella doncella era su hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él había quedado muy rico con el dote que con la hija se le quedó en casa. Pidioles consejo qué modo tendría para descubrirse, o para conocer primero si después de descubierto, su hermano por verle pobre se afrentaría, o le recibiría con buenas entrañas, Déjeseme a mí el hacer esa experiencia, dijo el cura; cuanto más que no hay que pensar sino que vos, señor capitán, seréis muy bien recibido, porque el valor y prudencia que en su buen parecer descubre vuestro hermano, no da indicios de ser arrogante ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto. Con todo eso, dijo el capitán, yo querría no de improviso sino por rodeos dármele a conocer. Ya os digo, respondió el cura, que yo lo trazaré de modo que todos quedemos satisfechos.

Ya en esto estaba aderezada la cena y todos se sentaron a la mesa, excepto el cautivo y las señoras, que cenaron de por sí en su aposento. En la mitad de la cena dijo el cura: Del mismo nombre de vuestra merced señor oidor, tuve yo un camarada en Constantinopla, donde estuve cautivo, algunos años, el cual camarada era uno de los valientes soldados y capitanes que había en toda la infantería española, pero tanto cuanto tenía de esforzado y valeroso, tenía de desdichado. ¿Y cómo se llamaba ese capitán, señor mío?, preguntó el oidor. Llamábase, respondió el cura, Rui Pérez de Viedma, y era natural eje un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego, porque me dijo que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos mejores que los de Catón; y sé yo decir, que el que él escogió de venir a la guerra le había sucedido tanto bien, que en pocos años por su valor y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió a ser capitán de infantería, y a verse en camino y predicamento de ser presto maestre234 de campo; pero fuele la fortuna contraria, pues donde la pudiera esperar y tener buena, allí la perdió con perder la libertad en la felicísima jornada donde tantos la cobraron, que fue en la batalla de Lepanto: yo la perdí en la Goleta, y después por diferentes sucesos nos hallamos camaradas en Constantinopla. Desde allí vino a Argel, donde sé que le sucedió uno de los más extraños casos que en el mundo han sucedido. De aquí fue prosiguiendo el cura, y con brevedad sucinta contó lo que con Zoraida a su hermano había sucedido. A todo lo cual estaba atento el oidor, que ninguna vez había sido tan oidor corno entonces. Sólo llegó el cura al punto de cuando los franceses despojaron a los cristianos que en la barca venían, y la pobreza y la necesidad en que su camarada y la hermosa mora habían quedado: de los cuales no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado a España, o llevádolos los franceses a Francia.

Todo lo que el cura decía, estaba escuchando algo de allí desviado el capitán, y notaba todos los movimientos que su hermano hacía: el cual viendo que ya el cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro, y llenándosele los ojos de agua, dijo: ¡Oh señor, si supiésedes las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en parte que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas que contra toda mi discreción y recato me salen por los ojos! Ese capitán tan valeroso que decís, es mi mayor hermano, el cual como más fuerte y de más altos pensamientos que yo ni otro hermano menor mío, escogió el honroso y digno ejercicio de la guerra, que fue uno de los tres caminos que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestro camarada, en la conseja a vuestro parecer que le oístes. Yo seguí el de las letras, en las cuales Dios y mi diligencia me han puesto en el grado que me veis. Mí menor hermano está en el Perú, tan rico que con lo que ha enviado a mí padre y mí, a ha satisfecho bien la parte que él se llevó, y aun dado a las manos de mi padre con que poder hartar su liberalidad natural; y yo ansimismo he podido con más decencia y autoridad tratarme en estudios y llegar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide a Dios con continuas oraciones no cierre la muerte sus ojos, hasta que él vea con vida a los de su hijo; del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos y aflicciones o prósperos sucesos se haya descuidado de dar noticia de sí a su padre, que si él lo supiera o alguno de nosotros, no tuvieran necesidad de aguardar al milagro de la caña para alcanzar su rescate- pero de lo que yo ahora me temo, es de pensar si aquellos franceses le habrán dado libertad, o le habrán muerto para encubrir su hurto. Esto todo hará que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que lo comencé, sino con toda melancolía y tristeza. ¡Oh, buen hermano mío, y quién supiera donde estás, que yo te fuera a buscar y a librar de tus trabajos aunque fuera a costa de los míos! ¡Oh quién llevara nuevas a nuestro viejo padre de que tenías vida, aunque estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería, que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano y las mías! ¡Oh Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que a un hermano hiciste! ¡Quién pudiera hallarse al renacer de tu alma y a las bodas, que tanto gusto a todos nos dieran! Estas y otras semejantes palabras decía el oidor lleno de tanta compasión con las nuevas que de su hermano le habían dado, que todos los que le oían le acompañaban en dar muestras del sentimiento que tenían de su lastima.

Viendo, pues, el cura que tan bien había salido con su intención y con lo que deseaba el capitán, no quiso tenerlos a todos más tiempo tristes, y así se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zoraida la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea y la hija del oidor. Estaba esperando el capitán a ver lo que el cura quería hacer, que fue que tomándole a él asimismo de la otra mano, con entrambos a dos se fue donde el oidor y los de más caballeros estaban, y dijo: Cesen, señor oidor, vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo de todo el bien que acertare a desearse, pues tenéis delante a vuestro buen hermano y a vuestra buena cuñada: éste que aquí veis es el capitán Viedma, y ésta la hermosa mora que tanto bien le hizo: los franceses que os dije, los pusieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho. Acudió el capitán a abrazar a su hermano, y él le puso las manos en los pechos por mirarle algo más apartado; mas cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban le hubieron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dijeron, los sentimientos que mostraron apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí en breves razones se dieron cuenta de sus sucesos, allí mostraron puesta en su punto la buena amistad de dos hermanos, allí abrazó el oidor a Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo que la abrazase su hija, allí la cristiana hermosa y la mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos. Allí don Quijote estaba atento sin hablar palabra, considerando estos tan extraños sucesos,

atribuyéndolos todos a quimeras de la andante caballería. Allí concertaron que el capitán y Zoraida se volviesen con su hermano a Sevilla, y avisasen a su padre de su hallazgo y libertad, y para que como pudiese viniese a hallarse en las bodas y bautizo de Zoraida, por no le ser al oidor posible dejar el camino que llevaba a causa de tener nuevas que de allí a un mes partía flota de Sevilla a la Nueva-España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje. En resolución, todos quedaron contentos y alegres del buen suceso del cautivo, y como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recogerse y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quijote se ofreció a hacer la guardia del castillo, porque de algún gigante a otro mal andante follón no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura que en aquel castillo se encerraba. Agradeciéronselo los que le conocían, y dieron al oidor cuenta del humor extraño de don Quijote, de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se desesperaba con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros como adelante se dirá.

Recogidas, pues, las damas en su estancia, y los demás acomodándose como menos mal pudieron, don Quijote se salió fuera de la venta a hacer la centinela del castillo como lo había prometido. Sucedió, pues, que faltando poco para venir el alba, llegó a los oídos de las damas una voz tan entonada y tan buena que les obligó a que todas le prestasen atento oído, especialmente Dorotea que despierta estaba, a cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la hija del oidor. Nadie podía imaginar quién era la persona que tan bien cantaba, y era una voz sola sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio, otras que en la caballeriza; y estando en esta confusión muy atentas, llegó a la puerta del aposento Cardenio y dijo: Quien no duerma escuche, que oirán una voz de un mozo de mulas, que de tal manera canta que encanta. Ya lo oímos, señor, respondió Dorotea, y con esto se fue Cardenio, y Dorotea poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto.




ArribaAbajoCapítulo XLIII

Donde se cuenta la agradable historia del mozo de mulas, con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos



    MARINERO soy de amor,
Y en su piélago profundo
Navego sin esperanza
De llegar a puerto alguno.
   Siguiendo voy a una estrella
Que desde lejos descubro,
Más bella y resplandeciente
Que cuantas vio Palinuro235:
   Yo no sé adónde me guía,
Y así navego confuso,
El alma a mirarla atenta,
Cuidadosa y con descuido.
   Recatos impertinentes,
Honestidad contra el uso,
Son nubes que me la encubren
Cuando más verla procuro.
   ¡Oh clara y luciente estrella,
En cuya lumbre me apuro!
El punto en que te me encubras,
Será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba a este punto, le pareció a Dorotea, que no sería bien que dejase Clara de oír una tan buena voz, y así moviéndola a una y a otra parte, la despertó diciéndole: Perdóname, niña, hago porque gustes de oír la mejor voz que te despierte, pues lo que quizá habrás oído en toda tu vida. Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía, y volviéndoselo a preguntar, ella se lo volvió a decir, por lo cual estuvo atenta Clara; pero apenas hubo oído dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un temblor tan extraño, como si de algún grave accidente de cuartana estuviera enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo: ¡Ay señora de mi alma y de mi vida! ¿para qué me despertaste?, que el mayor bien que la fortuna podía hacerme por ahora, era tenerme cerrados los ojos y los oídos para no ver ni oír a ese desdichado músico. ¿Qué es lo que dices, niña? Mira que dicen que el que canta es un mozo de mulas. No es sino señor de lugares, respondió Clara, y del que él tiene en mi alma con tanta seguridad, que si él no quiere dejalle, no le será quitado eternamente. Admirada quedó Dorotea de las sentidas razones de la muchacha, pareciéndole que se aventajaban en mucho a la discreción que sus pocos años prometían, y así le dijo: Habláis de modo señora Clara, que no puedo entenderos; declaraos más y decidme ¿qué es lo que decís de alma y de lugares, y deste músico cuya voz tan inquieta os tiene? Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder, por acudir a vuestro sobresalto, el gusto que recibo de oír al que canta, que me parece que con nuevos versos y nuevo tono, torna a su canto. Sea en buena hora, respondió Clara, y por no oílle se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea; la cual estando atenta a lo que se cantaba, vio que proseguían desta manera:


    Dulce esperanza mía,
Que rompiendo imposibles y malezas,
Sigues firme la vía
Que tú misma te finges y aderezas;
No te desmaye el verte
A cada paso junto al de tu muerte.
No alcanzan perezosos
Honrados triunfo, ni victoria alguna,
Ni pueden ser dichosos
Los que no contrastando a la fortuna,
Entregan desvalidos
Al ocio blando todos los sentidos.
   Que amor sus glorias venda
Caras, es gran razón, y es trato justo,
Pues no hay más rica prenda
Que la que se quilata por su gusto;
Y es cosa manifiesta
Que no es de estima lo que poco cuesta,
   Amorosas porfías
Tal vez alcanzan imposibles cosas,
Y ansí, aunque con las mías
Sigo de amor las más dificultosas,
No por eso recelo
De no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principió a nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave canto y de tan triste lloro, y así le volvió a preguntar qué era lo que le quería decir denantes. Entonces Clara temerosa de que Luscinda no la oyese abrazando estrechamente a Dorotea, puso su boca junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar sin ser de otro sentida, y así le dijo: Éste que canta, señora mía, es un hijo de un caballero natural que del reino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la corte, y aunque mi padre tenía las ventanas con lienzos en el invierno y celosías en el verano, yo no sé lo que fue ni lo que no, que este caballero, que andaba al estudio, me vio, ni sé si en la iglesia o en otra parte: finalmente él se enamoró de mí, o a entender desde las ventanas de su casa con tantas y me lo di señas y con tantas lágrimas, que yo le hube de creer y aun querer sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una de juntarse la una mano con la otra, dándome a entender que se casaría conmigo; y aunque yo me holgaría mucho de que ansí fuera, como sola y sin madre, no sabía con quien comunicallo, y así lo dejé estar sin dalle otro favor sino era cuando estaba mi padre fuera de casa y el suyo también, alzar un poco el lienzo o la celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba señales de volverse loco. Llegose en esto el tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, a lo que yo entiendo, de pesadumbre, y así el día que nos partimos, nunca pude verle para despedirme dél siquiera con los ojos; pero a cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una jornada de aquí, le vi a la puerta del mesón posada en un lugar mozo de mulas tan al natural, que si yo no le puesto en hábito de trujera tan retratado en mi alma, fuera imposible conocelle. Conoceme, admiréme y alegreme: él me miró a hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde cuando atraviesa por delante de mí en los caminos y en las posadas do llegamos: y como yo sé quién es, y considero que por amor de mí viene a pie y con tanto trabajo, muérome de pesadumbre, y adonde pone él los pies, pongo yo los ojos. No sé con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quiere extraordinariamente; porque no tiene heredero, y porque él lo merece, cómo lo verá vuestra merced cuando le vea. Y más le sé decir que todo aquello que canta lo saca de su cabeza, que he oído decir que es muy grande estudiante y poeta. Y hay más, que cada vez que le veo o le oigo cantar, tiemblo toda y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conozca y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso le quiero de manera que no he de poder vivir sin él.

Esto es, señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado, que en sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas como decís, sino señor de almas y lugares como ya os he dicho. No digáis más, señora doña Clara, dijo a esta sazón Dorotea, y esto besándola mil veces: no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin que tan honestos principios merecen. ¡Ay señora!, dijo doña Clara ¿qué fin se puede esperar si su padre es tan principal y tan rico, que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre no lo haré por cuanto hay en el mundo: no querría sino que este mozo se volviese y me dejase- quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos, se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio que me imagino, me ha de aprovechar bien poco: no sé qué diablos ha sido esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad misma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años, que para el día de San Miguel que vendrá, dice mi padre que los cumplo. No pudo dejar de reírse Dorotea oyendo cuán como niña hablaba doña Clara, a quien ijo: reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y medraremos, o mal me andarán las manos.

Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio: solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes su criada, las cuales, corno ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las dos hacelle alguna burla, o a lo menos de pasar un poco el tiempo oyéndole sus disparates.

Es, pues, el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar por donde echaban la paja por defuera. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote estaba a caballo recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se le arrancaba el alma; y asimismo oyeron que decía con voz blanda, regalada y amorosa: ¡oh mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermosura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y últimamente idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en el mundo! ¿y qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros por sólo servirte de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de las tres caras!236 quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando que, o paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella mi cuitado corazón padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado, y finalmente, qué vida a mi muerte, y qué premio a mis servicios. Y tú, sol, que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos por madrugar y salir a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes, pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz237 en el rostro, que tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas del Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y enamorado.

A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a decirle: Señor mío, lléguese acá la vuestra merced, si es servido. A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza y vio a la luz de la luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero, que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas como conviene que las tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y luego en el instante se le representó en su loca imaginación, que otra vez como la pasada la doncella fermosa hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor tornaba a solicitarle, y con este pensamiento por no mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante, y se llegó al agujero, y así como vio a las dos mozas, dijo: Lástima os tengo, fermosa señora, de que háyades puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor y gentileza, de lo que no debéis dar culpa a este miserable andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad a otra que a aquella que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos, que yo me muestre más desagradecido, y si del amor que me tenéis, halláis en mí otra cosa con qué satisfaceros que el mismo amor no sea, pedídmelo, que yo os juro por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente, si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos culebras, o ya los mismos rayos del sol encerrados en una redoma. No ha menester nada deso mi señora, señor caballero, dijo a este punto Maritornes. ¿Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora?, respondió don Quijote. Sólo una de vuestras hermosas manos, dijo Maritornes, por poder desfogar con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído tan a peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera la oreja. Ya quisiera yo ver eso, respondió don Quijote; pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el mundo por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada hija. Parecíole a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le había pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de San cho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante por alcanzar a la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella, y al darle la mano dijo: Tomad, señora, esa mano, o por mejor decir, ese verdugo de los malhechores del mundo: tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contextura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. Ahora lo veremos, dijo Maritornes, y haciendo una lazada corrediza al cabestro se la echó a la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Quijote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Más parece que vuestra merced me ralla, que no que me regala la mano: no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo: mirad que quien quiere bien no se venga tan mal. Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.

Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca al cerrojo de la puerta con grandísimo temor y cuidado que si Rocinante se desviaba a un cabo o a otro, había de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer movimiento alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante, bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero. En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento, como la vez pasada cuando en aquel mismo castillo le molió aquel moro encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso, pues habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado a entrar en él la segunda, siendo advenimiento de caballeros andantes, que cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto tiraba de su brazo por ver sí podía soltarse, mas él estaba tan bien asido que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento porque Rocinante no se moviese; y aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía sino estar en pie o arrancarse la mano. Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía la fuerza encantamento alguno, allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba; allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el llamar a su buen escudero Sancho Panza, que sepultado en sueño y tendido sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife que le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese; y finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba como un toro, porque no esperaba él que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado, y hacíale creer esto ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte sin comer, ni beber, ni dormir, habían de estar él y su caballo hasta que aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio encantador le desencantase.

Pero engañose mucho en su creencia, porque apenas comenzó a amanecer cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual visto por don Quijote desde donde aun no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante y alta dijo: Caballeros o escuderos, o quien quiera que seáis, no tenéis para qué llamar a las puertas deste castillo, que asaz de claro está que a tales horas, o los que están dentro duermen o no tienen por costumbre de abrir las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo: desvíaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no que os abran. ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste, dijo uno, para obligarnos a guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que somos caminantes, que no queremos más de dar cebada a, nuestras cabalgaduras, y pasar adelante, porque vamos depriesa. ¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? respondió don Quijote. No sé de qué tenéis talle, respondió el otro; pero sé que decís disparates en llamar castillo a esta venta. Castillo es, replico don Quijote, y aun de los mejores de toda esta provincia, y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en la cabeza. Mejor fuera al revés, dijo el caminante, el cetro en la cabeza y la corona en la mano; y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y cetros que decís, porque en una venta tan pequeña y adonde se guarda tanto silencio como en ésta, no creo yo que se alojen personas dignas de corona y cetro. Sabéis poco del mundo, replicó don Quijote, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante. Cansábanse los compañeros, que con el preguntante venían, del coloquio que con don Quijote pasaba, y así tornaron a llamar con grande furia, y fue de modo que el ventero despertó y aun todos cuantos en la venta estaban, y así se levantó a preguntar quién llamaba.

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Sucedió en este tiempo que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban, se llegó a oler a Rocinante, que melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse a su estirado señor, y como en fin, era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resentirse, y tornar a oler a quien le llegaba a hacer caricias; y así no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quijote, y resbalando de la silla dieran con él en el suelo a no quedar colgado del brazo; cosa que le causó tanto dolor que creyó, o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas a tierra, fatigábase y estirábase cuanto podía para alcanzar al suelo: bien así como los que están en el tormento de la garrucha puestos a toca no toca, que ellos mismos son causa de acrecentar su dolor con el ahínco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les representa que con poco más que se estiren, llegarán al suelo.