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ArribaAbajoCapítulo XVII

Acusaciones a los españoles. - Los repartimientos de indios. - Imaginaria tiranía de los conquistadores. - Segunda acusación - Esclavitud de los indios. - La tiranía en el trabajo de los obrajes


Primera acusación o imaginaria tiranía. - Repartimientos

Desde que se fijó este imperio en la casa de los Reyes de Castilla y se establecieron jueces de provincias, con título de corregidores, se señaló a cada uno por razón de su sueldo anual mil pesos ensayados para su subsistencia, con cargo de administrar justicia a los indios sin cobrarles derechos, cobrar los tributos y entregarlos en las cajas reales y responder por las faltas y moneda falsa, en que también se entiende la muy gastada o cercenada. El estado del reino en los principios, y aún ahora, no sufre los sueldos correspondientes a los muchos gastos que se impenden   —282→   en unas provincias, que reguladas unas con otras no bajan de veinte pueblos, cada uno a distancias dilatadas, de caminos fragosos y peligrosos, por lo general, por lo que los primeros corregidores establecieron comercio entre los indios, con el nombre de reparticiones, para costearse con las utilidades, y que los indios y otras personas sin caudal ni crédito se habilitasen de lo necesario para la labor de los campos y minas, y vestuario de su persona y familia, cuya providencia se consintió por este superior gobierno y reales audiencias por más de doscientos años; pero como este comercio no estaba más que consentido, dio lugar a infinitos pleitos y capítulos, que se ponían a los corregidores y que carecían de cierta política, que depende más del genio que del ingenio.

Estas turbaciones dieron motivo a los señores virreyes y tribunales para consultar al supremo oráculo el medio que se debía de tomar para libertar a sus vasallos de unos pleitos interminables, en que se arruinaban unos a otros, pero principalmente a los que fiaban sus caudales a los corregidores, y que no tenían parte en sus particulares utilidades, justas o usurarias. La corte de Madrid, con los informes que se dieron de Lima y otras partes, y a consulta de justicias y teólogos, declaró que en lo sucesivo fuesen lícitos los comercios de los corregidores en todos aquellos efectos necesarios para la subsistencia de las provincias, y en   —283→   particular útiles a los indios, y que se hiciesen aranceles de los efectos que se debían repartir, y sus precios, que redujeron con suma providencia a un ciento por ciento, que es la mitad más del valor que tienen los efectos del lugar de su compra al de donde se hace la venta. Este ciento por ciento, que entre los italianos, por ironía, se tiene por moderada ganancia, lo es en realidad en nuestro caso, porque el ciento por ciento se debe entender en el espacio de cinco años, que sale a veinte por ciento en cada año. De esta utilidad de cinco años se debe rebajar, a lo menos, un veinticinco por ciento, de cuatro por ciento que se paga de alcabalas, sueldos del teniente y cobradores, gajes de caciques y mermas en peso y vara, y pérdidas de ausentes e insolventes, de modo que el ciento por ciento, por una cuenta muy económica, viene a quedar en un setenta y cinco, que sale cada año a quince por ciento, que es una utilidad regular de un particular comerciante que vende al contado o fía con un moderado plazo, pues aunque se diga que en algunos efectos acontece perder, también en otros utiliza mucho más. Incluyo los gastos de los corregidores en los derechos precisos de justicia, y omito las negociaciones de la corte y transportes desde ella hasta estos dominios y portes de efectos hasta las provincias; pero puedo asegurar que un corregidor que entra en una provincia de repartimiento de cien mil pesos, procediendo   —284→   arreglado a arancel y justificadamente, no puede utilizar en ella, si paga intereses de cinco por ciento de la demora de sus pagas arriba de veinte mil pesos en siete años, considerados dos que se pasan en entrada y salida.

Dirán los extranjeros y aun muchos españoles, que los corregidores no se arreglan al arancel y que se exceden en la cantidad y precios. Esta expresión tomada en general, es temeraria, porque me consta que muchos han rebajado del precio y no han podido expender toda la cantidad asignada, por no querer oponerse a una tibia resistencia. Don Felipe Barba de Cabrera, persona muy conocida en esta ciudad ha más de cuarenta años, fue corregidor de la provincia de Pataz, su patria, gobernando el excelentísimo señor marqués de Villagarcía. Don Felipe no hizo otro repartimiento de consideración que el de la plata sellada, con cargo a los mineros, de que le prefiriesen en la venta del oro que sacaban de sus minas, sin oponerse a los tratos que tenían algunos con los particulares, ni manifestar odio ni indignación contra ellos. Su éxito fue tan feliz como su generoso principio, por haber cobrado sin violencia todo su repartimiento, a excepción de una cantidad de poco más de dos mil pesos que le quedó restando un dependiente y familiar suyo a quien dio las treguas que pidió para pagar sin perjuicio. Algunos ejemplos de esta naturaleza pudiera   —285→   traer, aunque pocos. Quia aparent rari nantes in jurgite basto.

Si todos los hombres nos arregláramos y procediéramos exactamente conforme a las leyes, recaerían los errores sobre ellas y se verían precisados los legisladores a reformarlas o a mantener un desorden perjudicial al estado, que parece cosa imposible, principalmente en los dominios de España, donde se procede con circunspección y seriedad. Los españoles, así europeos como americanos, son los más dóciles y sumisos a la ley que el resto de los europeos y americanos de sus insulares. Estos mantienen por dilatado tiempo sus rebeliones. Los nuestros obedecen sumisamente, representan los inconvenientes con humildad y respeto; y aunque una u otra vez se haya suscitado alguna llamarada, es como el incendio de los petates, que alumbra mucho y dura poco. Así como los monsiures se jactan del honor de su idioma, por ser el que más se extendió en este siglo en toda la Europa y se escribieron en él tantas obras excelentes, deben tolerar la crítica y agravio que hacen a los españoles los viajeros que en su idioma pretenden denigrar a unos vecinos tan inmediatos como los españoles, que no hacen memoria de ellos sino para elogio y que reciben en sus países sin repugnancia, y muchas veces con una condescendencia más que común; pero estos monsieures, o sean milords o ilustrísimos a la francesa, inglesa o italiana, sólo, piensan   —286→   en abatir a los españoles, publicando primero en sus brochuras, que pasan después a sus historias generales, ignorancias y defectos que casi hacen creer a los españoles poco advertidos, y dar motivo a los sabios a un concepto injusto por falta de práctica de los ingenios americanos, que generalmente están reducidos a sus libros y particulares meditaciones.

Las provincias en que se hace el repartimiento, para cobrar en los efectos que producen a los que se trabajan en ellas, como bayetas, pañetes, costales y otras infinitas menudencias que tienen un valor fantástico, desde la primitiva y en que los indios no dispensan, parece a primera vista y a los que miran las cosas superficialmente que los corregidores son unos tiranos porque reparten sus efectos por un precio exorbitante, sin hacerse cargo de la especie que reciben en pago, y a lo que se reduce vendida en plata, después de muchos riesgos que corren. Todos los españoles convienen que los peores corregimientos son aquellos que cobran en especies, aunque reporten a un precio subido; pero los señores extranjeros, de cualquier apariencia les forman una causa criminal. Tengo presente haber leído en ciertas memorias que los españoles en Chiloé vendieron una vara de bayeta de la tierra, que vale en Lima dos reales, por dos pesos, y atendiendo a la distancia solamente se podía vender en París por   —287→   cincuenta libras tornesas, que darían de valor a otros tantos alfileres y en que los españoles reportarían grandes utilidades, en particular en el tiempo presente, que vale cada millar dos reales.

Segunda acusación que se hace a los españoles para probar su tiranía

Dicen que dicen y que repetidas veces oyeron decir, que los españoles se servían de los indios tratándolos como a esclavos, y aun peor, porque o no les pagan o es tan corto el estipendio que apenas se pueden sustentar con él. Lima es el lugar más caro de todo el Perú, y gana un peón de albañil, sea negro o indio, cinco reales todos los días, pudiendo comer abundantemente con dos reales y le quedan tres libres; pero si el indio o negro quiere beber ocho reales de aguardiente y comer en la fonda, desde luego que no le alcanzará el jornal de seis días para beber y comer dos.

Es cierto que viendo los primeros españoles que los indios se contentaban y sustentaban con tantos granos de maíz como una gallina de las nuestras, y que apenas trabajaban ocho indios como dos españoles, regularon el salario de aquellos a un ínfimo precio. Para decir todo lo que se nos ofrece sobre este asunto, sería preciso formar un grueso volumen. En todo el reino   —288→   están esparcidos extranjeros y no hemos experimentado en ellos más equidad, y aún nos gradúan a nosotros de demasiado indulgentes.

La tercera acusación y la más horrorosa que se puede decir y pensar es la de los obrajes

Confieso que no he leído en libro alguno las tiranías que los dueños de ellos hacen a los miserables indios. Los españoles, sin práctica alguna, y aún muchos señores ministros, informados de aquellos falsos piadosos, han concebido tanto horror, que por sólo oír este nombre, que les parece más obscuro y tenebroso que la cueva de Trofonio, o que a lo menos tienen una semejanza a las minas de azogue que hay en España, por lo que dijo el gran Quevedo en nombre de un forzado, la siguiente copla:


    Zampuzado en un banasto
Me tiene Su Majestad,
En un callejón Noruega
Aprendiendo a gavilán.



Los forzados de los obrajes, o que entran por fuerza en ellos, no necesitan aprender a gavilanes, porque por lo general son conducidos a ellos por diestrísimos, creyendo yo que sucede lo propio con los que van a   —289→   trabajar a las minas de Gualdalcanal. Nuestros obrajes están regularmente fundados en los países mejores de la circunferencia del Cuzco y provincias inmediatas, de agradable temperamento. Son unas casas de mucha extensión y desahogo. Sus patios y traspatios son como unas plazuelas rodeadas de corredores, para que el sol ni la lluvia aflijan a los que trabajan fuera de las oficinas. Estas son muy proporcionadas, y entre telar y telar hay una competente distancia para poner un fogoncillo para asar a cocer la carne, que se les da de ración, y respectivamente son cómodas todas las demás oficinas de hilanderas, cardadores, tintoreros, etc.

Todos los que trabajan en estas casas tienen igual ración de comida, cuyo precio está reglado equitativamente. Quisiera preguntar a los señores europeos, asiáticos y africanos ¿qué alimento dan a sus forzados, que trabajan triplicadamente que éstos? Dirán, y si lo negasen dígolo yo, que aquellos tienen una ración de bizcocho de cebada o centeno, y por mucha fortuna de pan, que llaman en España de munición, que es de un trigo mal molido mezclado con las aristas, y muchas veces con paja, de cuya masa se podía hacer una fuerte muralla mejor que la del Tapín. Rara vez prueban la carne, y por menestras de gran regalo les dan una conca u hortera de habas sancochadas, sin más condimento ni salsa que la de la hambre. Su lecho, que es un tablón muy fuerte, con una cadena atravesada para   —290→   sujetarles los pies, más parece potro que lugar de descanso para aliviar las fatigas del día. Nadie ha graduado esta especie de castigo por cruel y tiránico dentro de su país y con los naturales de él, por considerarse necesario para contener a los delincuentes. Tratemos de los forzados de nuestros obrajes dividiéndolos en dos clases. La una es de delincuentes de varios delitos, siendo el principal el de ladrones, y otros, que se ponen en ellos para que paguen deudas legítimas y contestadas, por no tener otro arbitrio que el del sudor de su trabajo en casa de sujeción.

A los primeros se ponen en los obrajes para la mayor seguridad, porque las cárceles de los pueblos de indios son comúnmente unos galpones o cuartos lóbregos y húmedos, de poca seguridad, y de que se huyen diariamente los que quieren, a que contribuyen mucho los indios por eximirse del trabajo de velarlos y mantenerlos, si son forasteros o no tienen parientes que les den lo necesario para su subsistencia. La seguridad de los obrajes, su extensión y sanidad, a que se agrega también la subsistencia por medio de su trabajo, suscitó a los corregidores el medio de asegurarlos en estas casas, poniéndoles su grillete, para que no se huyan, a proporción de su delito; pero el mayor se reduce a dos argollas que ciñen las piernas sobre el tobillo con una cadenilla atravesada, tan ligera y débil que cualquier muchacho puede romper sus eslabones con dos   —291→   o tres golpes de una piedra del peso de una libra, por lo que esta prisión no le sirve de estorbo para huirse ni de embarazo para sus funciones. Si se aplica a algún trabajo, no teniendo de qué subsistir, se le da su ración regular de comida. Esta se reduce, por lo general, a cecina, algunas menestras, ají, maíz, con leña suficiente, agua y sal, de que estas casas están bien provistas. Si el delincuente es aplicado al trabajo y cumple su tarea, se considera ya como un trabajador voluntario, y se le paga como a tal y se le alivian las prisiones.

Los prisioneros por deudas entran luego al trabajo, porque el fin es de que las pague con él. Hay muchas faenas en los obrajes que no necesitan pericia, y son las de trabajo más rudo, pero si son los deudores inteligentes, los aplica el administrador según la necesidad de los operarios a otras tareas menos fuertes. Esta está reglada con equidad, y la mejor prueba es que muchos voluntarios sacan una y media cada semana; otros una y cuarto, y los más lentos y desidiosos la cumplen llenando su obligación, y en que no se les culpa ni reprende; pero a los deudores que por flojos o soberbios se resisten al trabajo o lo hacen mal, les procuran alentar con la cáscara del novillo, desde la rabadilla hasta donde dan principio las carnes, o por hablar con más claridad, en el paraje a donde se azotan a los muchachos, cuya reprensión reciben los flojos   —292→   y abandonados al ocio como un juguete, que sólo les sirve de molestia medio cuarto de hora en toda una semana, y ésta es toda la tiranía tan ponderada de los obrajes y obrajeros. Puede suceder que en la Europa, y aún en Lima, no se crea lo que voy a decir en materia de alimentos de los oficiales voluntarios y de todos los que cumplen su tarea, aunque sean forzados. A todos éstos se les da, a lo menos dos veces cada semana, ración competente de carnero gordo y descansado. He visto en más de cuatro obrajes de las provincias inmediatas al Cuzco unos trozos, entre telar y telar colgados, que pudieran apetecerlos los señores de mejor gusto. Acaso parecerá a algunos, así de los nuestros como de los extranjeros, que todo lo que llevo dicho es una ficción poética para vindicar a los dueños de obrajes de las tiranías que se les imputan. No necesito satisfacer a los extranjeros, y menos a los españoles que habitan este continente, porque pueden con facilidad desengañarse o culparme de lisonjero y defensor acérrimo de los señores cuzqueños. Confieso que estimo mucho a éstos por su probidad y generosidad en este género de trato con sus colonos a súbditos.

En todo hay trampa menos en la leche, que le echan agua, y algunas veces se halla un bagrecillo que la manifiesta. No negamos que los obrajeros tienen sus utilidades con los operarios, haciéndoles suplementos en efectos que no valen la mitad del precio a que éstos   —293→   los venden; pero todo ello no es más que un artificio y engaño recíproco, y de que no se puede hacer juicio, y si se hace alguno prudente es a favor de los operarios y sirvientes, porque no hay ejemplar que éstos paguen estas deudas o préstamos, pues siempre el obrajero está obligado a darles sus raciones competentes de comida, vestirlos de las telas que trabajan, curarles sus enfermedades, y todos los derechos eclesiásticos, hasta enterrarlos; conque, aunque se gane con esta gente perdida, que solamente este nombre merece, es una utilidad que se queda en los libros, y por consiguiente un caudal fantástico.

Si se dijere que los dueños de obrajes son unos insensatos, manteniendo un comercio tan gravoso, satisfago diciendo que en este reino de diez hombres de esta naturaleza, apenas se cuentan dos que trabajen voluntariamente, y así los propietarios de estas fábricas, y aún los arrendatarios, sacrifican de siete a ocho mil pesos por tener el número de operarios suficiente para mantener el obraje en estado de reportar alguna utilidad. Esta apenas llega a veinte por ciento al año, en caso de que la ropa buena se pudiera vender a plata en contado a tres reales vara, que es imposible, según el estado actual del reino. Para asegurar los obrajeros la subsistencia de sus fábricas con alguna utilidad, hacen sus tratos con los comerciantes en efectos de la Europa, a pagar en la tierra a precios de provincia, que   —294→   es a tres reales y medio vara. El trato regular es recibir el fabricante la mitad en efectos que comúnmente llaman de Castilla a todos los de la Europa, y la otra mitad en plata sellada. Los efectos que dan los comerciantes son generalmente aquellos que no pueden vender, por sus colores o porque no están en uso algunas piezas de tejidos, o porque ofrecen una pérdida considerable, y suponiendo, o por mejor decir, asegurando que el mercader en estos efectos gana cuarenta por ciento, y que el fabricante da estos efectos al mismo precio a los operarios que piden suplementos, o para su consumo o para reducirlos a plata para mantener sus desórdenes, siempre el obrajero gana un veinte por ciento, y si en su fábrica se entregan anualmente ochenta mil varas de bayetas y pañetes, con regulación a los mayores obrajes, gana cinco mil pesos, en el supuesto de que cada vara de ropa no le tiene de costo más que dos reales y medio, según el cómputo de los hombres más inteligentes.

Al presente están los obrajes del Cuzco muy atrasados, porque el comercio con la Europa es más continuo y las bayetas de Inglaterra se dan a un precio ínfimo, como los demás efectos de lanas y lienzos, que con la abundancia envilecen los del país, a que se agrega que en los contornos de La Paz se aumentaron los chorrillos, que proveen mucho las provincias interiores, y todo contribuye a la decadencia de una ciudad   —295→   que se pudiera contar por la mayor del reino sin disputa alguna, por su situación, terreno y producciones, y rodeada de las provincias más fértiles y más abundantes de frutos y colonos útiles, que son los indios que trabajan en el cultivo de las tierras y obras mecánicas y que atraen el oro y la plata de las provincias más distantes.



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ArribaAbajoCapítulo XVIII

Opinión del visitador Carrió sobre los repartimientos. - El corregidor y el indio. - La indolencia del indio. - Opinión del autor. - El nombre de Concolorcorvo. Virtudes, calidades y costumbres del indio. - El idioma castellano y el quichua


Ya ha visto Vd., señor inca, y lo puede ver cuando quisiere, las dos tiranías mayores que hacen los españoles actuales con los indios, que son los que principalmente llaman la atención de los hombres piadosos. Algunos piensan que no faltarían comerciantes y tratantes en mulas que hicieran los repartimientos a precios equitativos, según su concepto; por ejemplo, las mulas que venden los corregidores a treinta pesos cada una, las repartirían los tucumanos a veinte, y así los demás efectos. Convengo en que algunos hombres sencillos caerían en la tentación de ganar cinco mil pesos más en mil mulas, pero renegarían de la negociación, aun cuando cobrasen en el término de cinco   —298→   años, porque además de perder a lo menos otro viaje, gastarían el doble en su manutención y paga de sueldos a mozos o caciques, porque el reparto de mil mulas no se podía hacer menos que en tres o cuatro doctrinas de las regulares. Hay otros muchísimos inconvenientes que fuera prolijo explicar y que sólo pueden vencer los corregidores diligentes con bastante dificultad.

Finalmente, señor inca, me atrevo a asegurarle que los repartimientos con arreglo a arancel son los que mantienen a los indios en sus tierras y hogares. También me atrevo a afirmar que si absolutamente se prohibiera fiar a los indios el vestido, la mula y el hierro para los instrumentos de la labranza, se arruinarían dentro de diez años y se dejarían comer de los piojos, por su genio desidioso e inclinado solamente a la embriaguez. Estoy cansado de oír a algunos sujetos ponderar una provincia y llamarla descansada porque ha pagado el repartimiento a los tres años. Esto ha sucedido muchas veces con los indios serranos; pero quisiera preguntar yo: ¿qué es lo que adelantan estos pueblos en los dos años siguientes? Pensarán acaso que los indios ahorran algún dinero o aumentan algunas yuntas de bueyes o herramientas. Si así lo piensan, están muy engañados, porque en lugar de lograr este beneficio, que resultó de haber doblado el trabajo en los tres años antecedentes, por la actividad del corregidor   —299→   y sus cobradores, no tienen otro objeto que el de la embriaguez, y para mantenerla venden la mula o vaca, y muchas veces los instrumentos de la labor del campo, contentándose solamente con sembrar un poco de maíz y algunas papas, que les sirven de comida y bebida, y asegurar el tributo para que los caciques y gobernadores no los molesten ni pongan en los obrajes, que aborrecen únicamente por el encierro.

Al contrario sucede, señor inca, cuando los indios deben al corregidor. Entonces parece cada pueblo un enjambre de abejas, y hasta las mujeres y muchachos pasan a las iglesias hilando la lana y algodón, para que sus maridos tejan telas. Todos están en movimiento, y así se percibe la abundancia. El labrador grueso encuentra operarios y el obrajero el cardón y la chamisa a moderado precio, y así de todo lo demás. Los indios son de la calidad de los mulos, a quienes aniquilan el sumo trabajo y entorpece y casi imposibilita el demasiado descanso. Para que el indio se conserve con algunos bienes, es preciso tenerle en un continuo movimiento proporcionado a sus fuerzas, por lo que yo preferiría servir una provincia en que los indios pagasen el último peso a mi antecesor el día de mi ingreso a ella, que hallarlos descansados, como dicen vulgarmente, el espacio de uno o dos años, en que los consideraría debilitados de fuerzas, acostumbrados al ocio y a los vicios que se siguen de él.

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Ya el visitador iba concluir un asunto en que conocí hablaba con repugnancia y fastidio; pero habiéndole suplicado con mucha instancia me diese solución a varios cargos que se hacen a sí mismos recíprocamente los españoles de que tiranizan a los indios quitándoles sus bienes y sirviéndose de ellos con más rigor que si fueran esclavos. «Vamos claro, señor inca, ¿cuántas preguntas de éstas me ha de hacer Vd.?» «Más de doscientas», le dije. «Pues váyase Vd. a la cárcel, a donde hay bastantes ociosos de todas castas de pájaros, que allí oirá Vd. mucha variedad de dictámenes, y adopte Vd. los que le pareciere». «No hay tal ociosidad en la cárcel, le repliqué, porque les falta tiempo para rascarse y matarse piojos». «Falta Vd. a la verdad, me dijo, porque los más comen los piojos, si son indios o mestizos. Los españoles, cansados de matar estos fastidiosos animales los encierran en un canuto estrecho, y al pasar cerca de las rejas alguno o alguna que no les da limosna, le arrojan con un solo soplo doscientos piojos por las espaldas, que en menos de un minuto se reparten por la garganta a todo el cuerpo, haciendo un estrago intolerable, porque salen hambrientos de pasto estéril a abundante. Pero, para abreviar, quisiera saber el dictamen de Vd. ingenuamente sobre estas tiranías y extorsiones. Hable Vd. como español, y no olvide el escepticismo general de los indios».

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«Poco a poco, señor don Alonso; explíqueme Vd. qué significa escepticismo». «Esta voz, me dijo, significa duda universal de todas las cosas. Los indios todo lo dudan. Me explicaré con dos ejemplos muy distintos, que el primero prueba la poca fe que tienen y el segundo su poco talento o sobra de malicia. Se pregunta un indio instruido en la fe: Si Jesucristo está real, verdaderamente, en la hostia consagrada, responde: Así será. Si le preguntan si le han robado mil carneros, aunque jamás no haya tenido alguno, responde: Así será. Conciérteme Vd. estas medidas, señor Concolorcorvo, y responda a la primera pregunta que le hice». «Confieso, señor, le dije, que los indios en general no tienen cosa apetecible de los españoles, porque todos sus bienes se reducen, hablando del más acomodado, a una yunta de bueyes, un arado, un corto rancho en que encierran su escasa cosecha de maíz y papas y todos sus muebles, que no valen cuatro pesos, manteniendo algunos la mula que les reparte el corregidor para alivio de sus trajines. Los indios ordinarios y desidiosos, que componen la principal parte de las provincias, no tienen la cuarta parte de estos escasos bienes, que proceden de la aplicación y trabajo. Su casa se reduce a una choza cubierta de paja, que llaman ycho, cubierta con una puerta que con dificultad se entra por ella en cuclillas, y correspondencia sus muebles, que si se arrojaran a la calle, sólo los levantaría otro indio criado   —302→   en mayores miserias, por lo que discurro que los españoles de este siglo, y de todos los siglos, dijo el visitador, no tuvieron, ni creo que tendrán que robar a los indios, y no pensando éstos, por lo general, más que en su ocio y borracheras, que siguen otras brutalidades, afirmo que mis paisanos no son robados, sino robadores de los españoles».

«Está muy buena la crítica», dijo el visitador, pero me advirtió que en tiempos de los monarcas y caciques estaban en peor condición los indios, porque aquellos príncipes y señores los tenían reducidos a una servidumbre de mucha fatiga, porque labraban la tierra para su escaso alimento a fuerza de sus brazos y no conocían otras carnes que las de llamas, vicuñas y alpacas, de cuya lana tejían su vestido. Los españoles sólo quitaron a estos miserables, o a lo menos disminuyeron sus abominaciones e introdujeron el útil uso del vacuno, caballar y mular, de las ovejas, herramientas para la labor de los campos y minas, con redes y anzuelos para aprovecharse de la producción y regalo de los ríos y playas de mar, con otra infinidad de artificios e instrumentos para trabajar con menos molestia.

«¿Con qué nación, le dije, compara Vd. los indios, así por la configuración de su rostro, color y costumbres?» «Consigo mismo, respondió el visitador. Casi toda la nueva España anduve y todo este reino   —303→   del Perú, y no hallé otra diferencia que la que se encuentra entre los huevos de las gallinas. El que vio un indio se puede hacer juicio de que los vio todos, y sólo reparé en las pinturas de sus antepasados los incas, y aún en Vd. y otros que dicen descender de casa real, más deformidad y que sus rostros se acercan a los de los moros en narices y boca, aunque aquellos tienen el color ceniciento y Vds. de ala de cuervo.» «Por eso mismo, acaso, se me puso el renombre de Concolorcorvo». «Sí señor», me dijo. «Pues juro por la batalla de Almansa y por la paz de Nimega, que he de perpetuar en mi casa este apellido, como lo hicieron mis antepasados con el de Carlos, que no es tan sonoro y significativo: ¡Concolorcorvo! es un término retumbante y capaz de atronar un ejército numeroso y de competir con el de Manco-Capac, que siempre me chocó tanto, como el de Miramamolín de Marruecos».

«Hágame Vd. el gusto, señor don Alonso, de decirme alguna cosa sobre las virtudes, calidades y circunstancias de los indios». «Esto mejor lo puede Vd. saber, señor inca, retratando su interior e inclinaciones; pero no porque se ponga Vd. pálido, ya que no puede rubicundo. Digo, que los indios son muy sospechosos en la fe y esperanza, y totalmente sin caridad, ni aun con sus padres, mujeres e hijos. Las hembras son vengativas en sumo grado y hasta pasar a la inhumanidad; pero también las hemos visto presentar el pecho   —304→   a los hombres armados para defender a sus bienhechores, y con mucha preferencia a sus compadres. En la iglesia y procesiones públicas manifiestan mucha compasión con sus lágrimas y sollozos, de modo que en estos actos exteriores se diferencian de los hombres tanto como lo sensible de lo insensible, aunque unos y otros observan en el templo mucho silencio, seriedad y circunspección, haciendo dos filas diferentes, de hombres y mujeres, con una calle competente en el medio para que entren los que quisieren y se acomoden a su arbitrio, con diferencia de sexos, y sólo a los párvulos y chiquitos permiten introducirse entre las mujeres. Todos asisten puntualmente los días festivos a la misa, que se celebra comúnmente a las once del día, dando principio, el repique de las campanas a las ocho, para que se prevengan los que están distantes, que a las diez precisamente han de estar los hombres en el cementerio, con división de ayllos, y las mujeres dentro de la iglesia, y para unos y otros están destinados dos doctrineros indios, que les repiten toda la doctrina precisa, y al tiempo de entrar en la iglesia se van llamando a todos por su lista, y al que no concurrió sin motivo grave se le aplica una competente penitencia. A las mujeres, de la cintura para arriba, y a los hombres para abajo, por manos de cualquier indio, que aunque encuentre a la madre que lo parió, a su mujer o hijos, provee en justicia, sin caridad ni diferencia. Voy a concluir   —305→   este puntito para probar la exactitud de los indios. Mandó un corregidor a estos ministriles que pegasen cien azotes a un esclavo suyo, negro. Lo amarraron fuertemente en la picota, y después de haberle animado más de ochenta azotes se suscitó la duda sobre si le habían arrimado ochenta y cinco u ochenta y seis. El negro afirmaba con juramento que había contado ochenta y seis. Los indios fueron de parecer que sólo habían arrimado ochenta y cinco, y para descargo de sus conciencias volvieron a contar de nuevo. El negro decía de nulidad y rogaba a los indios que le pasasen en cuenta los ochenta y cinco en que estaban convencidos; pero éstos no entendieron sus lamentos y le arrimaron los cien, sobre los ochenta y cinco, que es una prueba de la gran caridad que tienen con el prójimo.

Los niños de ambos sexos pasan al amanecer al patio de la casa del cura o ayudante, en donde se les repasa la doctrina con toda formalidad todos los días, y las repiten los más adultos con puntualidad. No creo que haya nación en el mundo en donde se enseñe la doctrina cristiana y actos exteriores de religión, con más tesón que en las Américas españolas, por lo que toca a las poblaciones unidas, porque verdaderamente en las estancias, así de ganado mayor como menor, es preciso que los pastores vivan en la soledad a dilatadas distancias, como asimismo algunos pobres labradores, que aprovechan algunos trozos de tierra menos   —306→   estéril en laderas y quebradas, los que carecen de este pasto espiritual, y muchas veces mueren como bestias, sin culpa de los pastores, porque no les dan aviso con tiempo sus padres o compañeros, por falta de conocimiento o desidia. Este mal es casi irremediable en la sierra, por la calidad y posición de los territorios. Esta pobre gente que se ve precisada a vivir en las soledades, sin más trato que el de las bestias, es por precisa necesidad más grosera, porque además de no tener comercio con los que hablan el idioma castellano, apenas entienden los signos y procuran ocultarse de cualquier español o mestizo que no les hable en su idioma, y los consideran, como nosotros a ellos, por bárbaros. Así se explicó Ovidio desde el destierro del Ponto, confesando que era bárbaro en aquella tierra porque nadie le entendía. Barbarus hic ego sum quia non intelligor ulli».

«Parece, señor don Alonso, que Vd., en el antecedente punto, hizo elogio los señores curas». «Es cierto, señor inca, que la mayor parte cumple con su obligación en este asunto; pero para que crea Vd. que no los lisonjeo ni los gradúo de hombres muy cabales en todas sus partes, voy a hacerles su causa con todo el respeto debido a su alta dignidad en un punto bastantemente delicado en lo moral y político. Es constante que los indios mantienen algunas idolatrías de la tradición y que ésta se mantiene por medio de su idioma   —307→   en cuentos y cantares, como ha sucedido en todo el mundo. Los curas beneméritos se hacen regularmente de unos hombres sabios en la escritura sagrada, pero como por lo general ignoran el idioma de los indios, solicitan para sus ayudantes unos intérpretes, que solamente se ordenaron título de lenguaraces, como se dice vulgarmente, sin más principio que una tosca latinidad y algunas definiciones de escasos casos de moral y lo que la razón natural les dicta. Los curas explican mal el evangelio a los indios porque no entienden bien su idioma, y los ayudantes porque no entienden el evangelio, ni aun la letra del latín». «Yo he observado esto, dije al visitador, en un pueblo en donde todos los indios decían en el padre nuestro: Hágase, Señor, tu voluntad, así en el cielo como en la tierra. Don Miguel Sierralta y su esposa, que son los mejores lenguaraces que hay en la villa de Guancavélica, me aseguraron haber oído en un solo sermón que cierto cura predicó los indios de su pueblo más de veinte herejías y errores crasos. Otros muchos me dijeron lo propio».

«El perjuicio que se sigue en lo político, es de mucha consideración, porque por medio de los cantares y cuentos conservan muchas idolatrías y fantásticas grandezas de sus antepasados, de que resulta aborrecer a los españoles, mirándolos como unos tiranos y única causa de sus miserias, por lo que no hacen escrúpulo   —308→   de robarles cuanto puedan, y en un tumulto, en que regularmente se juntan cincuenta contra uno, hacen algunos estragos lamentables en los españoles, a que suele concurrir la imprudencia de algunos necios ayudantes de los curas y de los cajeros de los corregidores. Por estas razones y otras muchas que omito, dijo el visitador, se debía poner el mayor empeño para que olvidasen enteramente su idioma natural. Esta hazaña solamente los señores curas la pueden ejecutar con gran facilidad, solamente con mandar se enseñase la doctrina a los jóvenes de ambos sexos en castellano, que la aprenderían sin repugnancia, por serles indiferente el idioma. Con esta diligencia, sin trabajo alguno, se hallarían todos los muchachos a los diez años hablando el castellano, a que se podía agregar hablarles siempre en él, y que respondiesen, celebrando sus solecismos, como lo hacemos con la jerguilla de nuestros hijos y de otros. Los indios, a excepción de muy pocos, que viven en despoblados, entienden la lengua castellana y la hablan. En el tiempo que fui corregidor observé que cuando el intérprete me declaraba su dicho si estaba conforme, me decía: «Ao, Señor», que es lo mismo que decir sí, señor; y cuando bajaban mucho la cabeza, era señal de que quedaban muy satisfechos; pero cuando por malicia o ignorancia del intérprete me decían alguna cosa contraria a su dictamen, sin esperar a que concluyese el intérprete, decían Manan, y al mismo   —309→   tiempo lo afirmaban moviendo su cabeza a la derecha y a la izquierda como lo hacemos nosotros.

No se piense que estas demostraciones eran de algunos indios medio instruidos. Protesto que en el más bárbaro las observé en diferentes provincias y pueblos, que es una prueba clara de que casi todos entienden el idioma castellano. Todos los alcaldes, gobernadores, caciques, mandones y demás ministriles que en una provincia de veinticinco pueblos no bajan de doscientos individuos empleados, y de más de mil que han sido alcaldes y regidores, todos se explican competentemente en nuestro idioma, pero lo más agraciado es que cuando el vulgo se emborracha, que es un día sí y otro también, hablan el castellano en sus juntas y conciliábulos, que es una maravilla comparable a la que sucedía en el tiempo de la gentilidad a los que entraban en la cueva de Trofonio, que con los vapores sagrados salían profetas o adivinos, y puede ser suceda lo mismo, y sin puede ser, porque verdaderamente acontece que los vapores de Baco causen el efecto de infundir el don de lenguas.

Nadie puede dudar que los indios son mucho más hábiles que los negros para todas las obras de espíritu. Casi todos los años entran en el reino más de quinientos negros bozales, de idioma áspero y rudo, y a excepción de uno u otro bárbaro, o, por mejor decir, fatuo,   —310→   todos no entienden y se dan a entender lo suficiente en el espacio de un año y sus hijos, con sólo el trato de sus amos, hablan el castellano como nuestros vulgares. Los negros no tienen intérpretes, ni hubo jamás necesidad de ellos. Los españoles los necesitaron en los principios de la conquista, para tratar con los indios e informarse de sus intenciones y designios. Después no tuvieron lugar con las guerras civiles a enseñar a sus hijos el castellano, y como éstos estaban al cuidado de las madres o amas indias, salieron los mesticillos hablando el idioma de ellas, y se fue extendiendo en toda la sierra con suceso, pues aunque se establecieron escuelas de la lengua castellana y latina, siempre les quedó un resabio del fuste, como a Vd., a quien no pude sacar de los cascos el que deje de pronunciar y escribir llovía y lluver, con otros infinitos». «No es mucho esto, señor don Alonso, porque yo soy indio neto». «Dejemos lo neto para que lo declare la madre que lo parió, que esto no es del caso, porque Vd. tuvo la misma crianza fuera de casa que el resto de los españoles comunes serranos, y siempre sirvió a Europa y no lee otros libros que los que están escritos en castellano, y aunque ve con sus ojos escrito lluvia y llover, siempre lo dice al contrario, sin darnos un convencimiento gobernado por la razón natural, porque si siguiera Vd. ésta, dijera de llover, llovía, y de lluvia lluver».

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En Chuquisaca, Potosí y Oruro, hasta las mujeres hablan el castellano muy bien en las conversaciones públicas y estrados de concurrencia. En La Paz hablan competentemente el castellano con los hombres en las conversaciones privadas, pero en sus estrados no se oye más que la lengua aymará, parecida mucho a la de los moros, en que trabaja mucho la garganta. En su pulida ciudad del Cuzco se habla la lengua quichua, que es la más suave de todas las del reino; pero las principales señoras que hablan muy bien el castellano, manifiestan la pasión que tienen al primer idioma, que aprendieron de sus madres, nutrices y criadas, porque en los estrados, aunque concurran bárbaros, según la opinión de los romanos, hablan la lengua quichua entre sí, con tanta velocidad que apenas la perciben los más finos criollos. Las españolas comunes, no solamente en nacimiento y crianza, son las más disculpables en esta falta de atención o etiqueta, porque sabiendo mal el castellano les causa pudor explicarse en él, por no exponerse a la risa de los fisgones, de que abunda tanto el mundo. Cierta dama española, linda y bien vestida, estaba al balcón de su casa con una rosa en la mano, y pasando a su vista un decidor de buenas palabras, quiso lisonjearla con el adagio español siguiente: Bien sabe la rosa en qué mano posa; a que respondió con mucha satisfacción: Qui rosa, qui no rosa, qui no te costó to plata.

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En las demás provincias, desde las vertientes del Cuzco hasta Lima, caminando por los Augaraes, Jaujinos y Guarochiríes, está la lengua general algo corrompida, pero se entienden muy bien unos y otros.



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ArribaAbajoCapítulo XIX

La doctrina entre los indios. - Errores de la enseñanza en quichua. - Vicios del indio. - Su valor e industria. - La conquista del chaco. - Manera de gobernarle


La primera causa que se hace a los señores curas es la de no poner todo su empeño en introducir en sus doctrinas la lengua castellana, por los medios fáciles que propuse. Sólo estos señores ministros de la doctrina pueden conseguir este triunfo, porque los corregidores, que van por cinco años a gobernar treinta pueblos, y muchas veces por dos años, no tienen tiempo ni proporciones para establecer un medio tan útil a la religión y al Estado. Los ayudantes de los señores curas, que por lo general se ordenaron a título de lengua, y que tratan más con los indios, no quieren que éstos hablen otro idioma, y algunos que quieren explicarse en castellano, los reprenden tratándolos de bachilleres y letrados, como me confesó el actual y dignísimo obispo de La   —314→   Paz. Este medio atrasa el mucho progreso del idioma castellano. Los regulares de la compañía, que fueron en este reino, por más de ciento cincuenta años los principales maestros, procuraron, por una política perjudicial al Estado, que los indios no comunicasen con los españoles, y que no supiesen otro idioma que el natural, que ellos entendían muy bien. No pretendo glosar sus máximas ni combatirlas, porque hallándose ya expatriados, sólo debo hablar de los puntos generales, que siguen sus discípulos y sucesores. Asentaban aquellos buenos padres que los indios, con el trato de los españoles y de aprender su idioma, se contagiaban y se ejercitaban en vicios enormes, que jamás habían llegado a su imaginación. No se puede dudar que estos ministros del evangelio hablaban de mala fe sobre este artículo, porque en todas las historias que se escribieron al principio de la conquista se especifican muchas abominaciones en que no pensaron los españoles, como tengo dicho antes, por lo que a éstos sólo se les puede imputar de que les declarasen en su idioma la enormidad del pecado, y un aborrecimiento a él como la de comer la carne humana, sacrificar a sus dioses a los prisioneros de guerra, adorar a unos monstruos o troncos de una figura horrenda, y muchas veces a sabandijas ponzoñosas.

La pluralidad de mujeres y los incestos permitidos en su ley, no estaban en uso entre los españoles,   —315→   ni el pecado bestial y nefando que hallaron muy introducidos entre los indios, como se ve actualmente en entre los que no están conquistados. El sexto, séptimo y octavo mandamiento de la ley de Dios, era, y es tan común su infracción, como entre los españoles y demás naciones del mundo, de que se infiere que éstas no introdujeron pecado alguno en el reino, de que no estuviese dobladamente surtido. Si se habla de las execraciones o maldiciones, los indios sabían decir Supaypaguagua, que quiere decir hijo del diablo, y tanto lo entendía Dios, y le ofendían en un idioma como en otro, si no se quiere decir que Dios solamente entiende castellano y sólo castiga a los que le ofenden de palabras en él. La embriaguez se encontró entre los indios más difundida que en otra parte del mundo, y solamente los españoles parecen culpados en haberla introducido por un medio más violento que el uso del aguardiente y vino. Los señores curas harán un gran servicio a Dios, al Rey y a los indios en desterrar de sus doctrinas la lengua índica, sustituyendo la castellana, encargando esta diligencia a sus ayudantes y mandándolo a sus ministriles. Los corregidores, sus tenientes y cajeros, y todos cuantos transitaren por sus doctrinas, recibirán un notable beneficio, porque los indios, a título de que no entienden el castellano, se hacen desentendidos en muchas cosas, de que se originan pendencias, disgustos lastimosos; y basta de indios».

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«No, por amor de Dios, le dije. No se despida Vd. sin explicarme algo de lo que siente en cuanto a su valor e industria». «En cuanto a lo primero, digo que son de la calidad de los galgos, que en tropa son capaces de acometer un león, y que uno a uno apenas rinden una liebre, con la circunstancia de que lo mismo es sacar a uno una gota de sangre, que ya se reputa muerto, y en el mayor tumulto, como no sea acompañado de la embriaguez, lo mismo es ver a uno de los suyos muerto, que huyen los demás, aunque sean cincuenta para cada uno de los nuestros». «Por eso, le repliqué yo, conquistaron los españoles, en número tan limitado, más de siete millones de indios». «Poco entiende Vd., señor inca, me dijo el visitador. Una conquista de un reino civilizado, y que tienen que perder sus habitantes, que no espera socorro de otras potencias, se conquista con ganar dos o tres batallas campales, mayormente si perecen los jefes o se hacen prisioneros. Los españoles, con la derrota del ejército de Otumba, no consiguieron otra cosa que adquirir el nombre de valientes, pero dieron a entender a los indios que eran mortales y vulnerables, como sus caballos, pero con la toma de México, ayudados de los nobles tlascaltecas, sujetaron aquel grande imperio, de más de cuarenta millones de almas, porque cada príncipe, general o cacique, prestó luego su obediencia, de temor de ser combatido y arruinado. Si Darío hubiera   —317→   opuesto a Alejandro el Grande cincuenta mil hombres, con uno o dos buenos generales, aunque fueran vencidos, pudieran en la retirada recoger los oficiales a lo menos veinte mil hombres, y Alejandro, aunque no hubiera perdido más que cuatro o cinco mil, hubiera ocupado un trozo de su ejército en la guardia de prisioneros y equipajes. Darío podría acometerle segunda, tercera, cuarta y quinta vez con igual ejército, que precisamente se habían de cansar las valerosas tropas de Alejandro y disminuirlas en los choques y precisas guarniciones de las plazas que iba ganando.

Darío acometió a Alejandro como triunfante y no como guerrero. Le pareció que Alejandro se había de asustar de su poderoso ejército, unido y de la magnitud y bramido de sus elefantes. Con esta confianza presentó la batalla, y en un día perdió con la vida un gran imperio, abandonando al vencedor sus tesoros, con su mujer e hijas. Los chilenos supieron manejarse mejor con los españoles, porque observando que habían sido siempre vencidos con cuatriplicado número de combatientes, y aún muchas veces con cien hombres contra uno mudaron su plan y modo de combatir. Consideraron que los españoles eran más diestros y valerosos que ellos, y que peleaban con mejores armas, pero conocieron que eran mortales y sujetos a la miseria humana, y así dispusieron presentarles repetidas veces batallas, hasta cansarlos, vencerlos   —318→   y retirarlos a sus trincheras, con pérdida de algunas poblaciones. Estas reflexiones prueban que un numeroso ejército, tumultuosamente dirigido, de doscientos mil hombres, aunque sean soldados veteranos, si los oficiales generales son bisoños, puede ser derrotado y puesto en fuga por treinta mil soldados bien disciplinados, al cargo de caudillos sabios y valerosos. Pero estas materias están fuera de nuestro discurso y talento, y así diga Vd., señor inca, si tiene más que hablar preguntar tocante a sus paisanos».

«Pregunto, pues, que ¿por qué razón, los españoles, que conquistaron y redujeron a sus costumbres y leyes a siete millones de indios, no pueden reducir y sujetar a los indios del Chaco y de las montañas?» «Esa pregunta sería más a propósito que la hiciese Vd. a uno de sus antepasados incas y caciques; pero ya que aquellos han dado cuenta a Dios de sus operaciones, buenas o malas, me tomaré el trabajo de defenderlos, como asimismo de instruir a algunos españoles que piensan que con mil hombres de milicia, reglada y dirigida por buenos oficiales, se puede conquistar el Chaco, y con otros tantos la dilatada montaña. Desde luego confieso que este número de hombres, a costa de mucho gasto, se pasearán por unas y otras provincias y territorios; pero los indios bárbaros, que no tienen poblaciones formales ni sementeras, cambiarán de territorios y se burlarán de las vanas diligencias   —319→   de los españoles, que no pudiendo fortalecer los sitios, los abandonarán, y los volverían a recuperar a su arbitrio y con pérdida muy considerable de nuestra parte, como Vd. dijo en su primera parte, juiciosamente.

Por pueblo bárbaro tengo a aquel que no está sujeto a leyes ni magistrados, y que finalmente vive a su arbitrio, siguiendo siempre sus pasiones. De esta naturaleza son los indios pampas y habitantes del Chaco. En la Nueva España, viendo la imposibilidad que había de reducir a los indios bárbaros que habitan en los despoblados llanos del centro de la Nueva Vizcaya, ocupando más de cien leguas al camino real para pasar al valle de San Bartolomé del Parral se formaron cuatro presidios, con distancia de uno al otro de veinticinco leguas, con cincuenta soldados cada uno y sus oficiales correspondientes. Aquellos precisamente casados y de edad competente para aumentarse. Esta gente escoltaba las grandes recuas hasta el presidio siguiente, cada mes, porque la que no llegaba al tercero día, en que se formaba el cordón, se esperaba en el pasaje hasta el mes siguiente, y así los arrieros tomaban sus medidas para adelantarse o detenerse en pasto fértil y seguro. Por este convoy no se exigía derecho alguno, porque los oficiales y soldados eran y lo serán bien pagados por el Rey. Los soldados de los tres primeros presidios, jamás se internaban a la   —320→   derecha ni a la izquierda arriba de dos leguas, para resguardar los campos en que mantenían la caballada; pero en el valle de San Bartolomé, adonde está un pueblo grande de este nombre, muy fértil y deleitoso, se mantiene una compañía volante, que sale en pelotones a reconocer los campos, a distancias dilatadas, llevando orden de no acometer a los indios sin tener segura la victoria, porque en caso de hallar un número crecido unido, se observaba el sitio y se daba noticia a todos los presidios y milicianos, para que unidos los acometiesen y esparramasen, con pérdida de algunos.

Rara vez hacían prisioneros, y muy pocas veces admitían en los presidios a indio alguno de estos bárbaros, porque decían los soldados que no servían más que para comerles el pan y robarles la caballada, y si se hacía alguna confianza de ellos. No tenían veinte años los presidios y ya cada uno de ellos componía una gran población de mestizos y españoles de ambos sexos, con tierras cultivadas y pastos para ganados, de modo que el presidio del pasaje se aumentó tanto que el conde de San Pedro del Álamo, que tenía unas grandes haciendas confinantes con él pidió al gobierno que se trasplantase o extinguiese, por inútil en aquel sitio, que ya estaba libre de las incursiones de los indios, que le eran menos perjudiciales que la multitud de mestizos y españoles que se mantenían de sus   —321→   haciendas, y que finalmente se obligaba con su gente a limpiar el campo y convoyar las recuas, con el ahorro a favor de la real hacienda de doce mil pesos anuales que le tenía de costo, que como S. M. había establecido y dotado aquellos presidios, bajo de la condición de que al paso que se fuesen poblando aquellos países y alejando los indios, se avanzasen, consiguió el conde su pretensión, y acaso al presente no habrá presidio alguno en aquel dilatado territorio, pero si pueblos numerosos, a proporción de la más o menos fecundidad del terreno y aguadas, de que es muy estéril la campaña de la Nueva Vizcaya. Voy a concluir este punto con un suceso público y notorio en la Nueva Vizcaya.

Cierto capitán de la compañía volante, de cuyo nombre no me acuerdo, pero si del apellido, Berroterán, a quien los indios bárbaros decían Perroterán, fue varias veces engañado de las promesas que le hacían éstos, atendiendo a la piadosa máxima de nuestros Reyes, que encargan repetidas veces se conceda la paz a los indios que la pidiesen, aunque sea en el medio del combate y casi derrotados. Fiados éstos en la benignidad de nuestras leyes; engañado, vuelvo a decir, repetidas veces de estos infieles, se propuso hacerles la guerra sin cuartel, y así, cuando los indios pedían paz, el buen cántabro interpretaba pan, y respondía que lo tomaría para sí y sus soldados, y cerraba con ellos   —322→   con más ímpetu, hasta que llegó a aterrorizarlos y desterrarlos de todo aquel territorio, y aun aseguran que a la hora de la muerte, preguntándole el sacerdote que le ayudaba a morir bien si se arrepentía de haber muerto tantos indios, respondió que sólo sentía dejar sobre la tierra una canalla sin religión, fe ni ley, que no pensaba más que en la alevosía y el engaño y vivir a costa del trabajo de los españoles y sudor de los indios civilizados. Lo cierto es que no hay otro medio con los indios bárbaros que el de la defensiva e irlos estrechando por medio de nuestra multiplicación. En el Nuevo México, que dista de la capital ochocientas leguas, se mantienen los españoles bajo del mando de un gobernador, en corto número, entre una multitud de naciones opuestas, sin tomar más partido que el de pedir a la nación vencedora perdone las reliquias del ejército vencido, que buscó su patrocinio. Con esta máxima se hacen temidos y amados de aquellos bárbaros, menos groseros que los pampas y habitantes del Chaco».

«De todo lo dicho infiero yo que Vd. tiene a los indios por gente civil». «Si habla Vd. de los indios sujetos a los emperadores de México y el Perú, y a sus leyes, buenas o malas, digo que no solamente han sido y son civiles, sino que es la nación más obediente a sus superiores que hay en todo el mundo. Desde los chichas hasta los piuranos observé con notable cuidado   —323→   su modo de gobernarse. Obedecen con puntualidad, desde el regidor, que hace oficio de ministril, hasta el corregidor. Viven de sus cosechas y cría de ganados, sin aspirar a ser ricos, aunque hayan tenido algunas coyunturas por medio de los descubrimientos de minas y huacas, contentándose con sacar de ellas un corto socorro para sus fiestas y bacanales. Atribuyen algunos esta nimiedad a recelo de que los españoles los despojen de aquellos tesoros, que por lo general son imaginarios o consisten, como las minas de plata y oro, en la industria de muchos hombres y gasto inmenso. Los españoles se alegrarían mucho de que los indios fuesen ricos, para comerciar con ellos y disfrutar parte de su riqueza, pero la lástima es que en la mayor feria que tienen los indios, que es la de Cocharcas, adonde concurren de varias provincias más de dos mil indios, no se ve que compra ninguno de ellos valor de un real español alguno, porque no se acomodan a sus mecánicas, y así ocurren a las tenderas indias, que tienen paciencia para venderles un cuartillo en una aguja de arriero, un cuartillo de pita, y así lo demás. El comercio de los españoles se hace unos con otros, inclusos los mestizos y otras castas que salen de la esfera de indios, bajando o subiendo. El raro indio que se hace de algunas conveniencias es estimado de los españoles, que le ofrecen sus efectos y se los fían con   —324→   generosidad, y no desdeñan tratar con ellos y ponerlos a sus mesas».

No es capaz español alguno de engañar a un indio, y si alguno por violencia le ha quitado alguna cosa, lo persigue en justicia hasta el fin de sus días. No por esto digo, como también lo dije antes, que falten tiranías, que no se pueden reputar por tales, respecto de que son recíprocas, por el mal establecimiento de los primeros conquistadores, que se gobernaron por el uso del país.



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ArribaAbajoCapítulo XX

Los negros. - Cantos, bailes y músicas. - Diferencias con las costumbres del indio. - Oficios. - El mestizo. - El guamanguino. - La población indígena del Perú y México. - Causas de la disminución. - Retrato de Concolorcorvo


Los negros civilizados en sus reinos son infinitamente más groseros que los indios. Repare el buen inca la diferencia que hay en los bailes, canto y música de una y otra nación. Los instrumentos de los indios son las flautillas y algunos otros de cuerda, que tañen y tocan con mucha suavidad, como asimismo los tamborilillos. Su canto es suave, aunque toca siempre a fúnebre. Sus damas son muy serias y acompasadas, y sólo tienen de ridículo para nosotros la multitud de cascabeles que se cuelgan por todo el cuerpo, hasta llegar a la planta del pie, y que suenan acompasadamente. Es cierto que los cascabeles los introdujeron los españoles en los pretales de sus caballos,   —326→   para alegrar a estos generosos animales y atolondrar a los indios, que después que conocieron que aquellos no eran espíritus maléficos, los adoptaron como tutelares de sus danzas y diversiones. Las diversiones de los negros bozales son las más bárbaras y groseras que se pueden imaginar. Su canto es un aúllo. De ver sólo los instrumentos de su música se inferirá lo desagradable de su sonido. La quijada de un asno, bien descarnada, con su dentadura floja, son las cuerdas de su principal instrumento, que rascan con un hueso de carnero, asta u otro palo duro, con que hacen unos altos y tiples tan fastidiosos y desagradables que provocan a tapar los oídos o a correr a los burros, que son los animales más estólidos y menos espantadizos. En lugar del agradable tamborilillo de los indios, le ciñen un pellejo tosco. Este tambor le carga un negro, tendido sobre su cabeza, y otro va por detrás, con dos palitos en la mano, en figura de zancos, golpeando el cuero con sus puntas, sin orden y sólo con el fin de hacer ruido. Los demás instrumentos son igualmente pulidos, y sus danzas se reducen a menear la barriga y las caderas con mucha deshonestidad, a que acompañan con gestos ridículos, y que traen a la imaginación la fiesta que hacen al diablo los brujos en sus sábados, y finalmente sólo se parecen las diversiones de los negros a las de los indios, en que todas principian   —327→   y finalizan en borracheras. Algo hay de esto, si hemos de hablar ingenuamente, en todas las funciones de la gente vulgar de España, y principalmente al fin de las romerías sagradas, que algunas veces rematan en palos, como los entremeses, con la diferencia que en éstos son fantásticos y en aquéllos son tan verdaderos como se ven por sus efectos, porque hay hombre que se mantiene con el garrote en la mano con un geme de cabeza abierta, arrojando más sangre que un penitente.

Los indios, como dije en otro lugar, al más leve garrotazo que se les da en la cabeza, y ven colar alguna sangre, se reputan por muertos, porque temen que se les exhale el alma, que creen, mejor que Descartes, hallarse colocada en la glándula pineal; pero dejando aparte la civilización de los indios, con arreglo a sus leyes y costumbres, y ciega obediencia a sus superiores, no se les puede negar una habilidad más que ordinaria para toda las artes, y aún para las ciencias, a que se aplica un corto número, que ojalá fuera menor, porque el reino sólo necesita labradores y artesanos, porque para las letras sobran españoles criollos, a que también se debe agregar el corto número de indios de conocida nobleza. Los indios comunes se inclinan regularmente a aquellas artes en que trabaja poco el cuerpo, y así, para un herrero, por ejemplo, se encuentran veinte pintores, y para un cantero, veinte   —328→   bordadores de seda, plata y oro. Esta multitud de oficiales que hay en esta ciudad para estos ejercicios, el de tejedores de pasamanería, cordoneros y demás, ataja el progreso de la perfección, porque el indio no estima más que el trabajo material, y así le parece que le es más útil sujetarse a la pintura un día por dos reales, en que comen y beben a su satisfacción. que ganar cuatro reales en el rudo trabajo de la sierra, el martillo y en todo lo que corresponde a un oficial de albañil o cantero, en que verdaderamente procedieran con juicio si estuvieran seguros de hallar en qué ejercitarse hasta los últimos instantes de su vida y no tuvieran otras obligaciones que las de mantener su cuerpo con frugalidad; pero este error no nace de su entendimiento, sino de su desidia y pusilanimidad.

«La mayor parte de estos operarios, dije al visitador, no son indios netos». «Confieso, me respondió, que habrá algunos mesticillos contrahechos, pero me atrevo a afirmar que de ciento los noventa son indios netos. El indio no se distingue del español en la configuración de su rostro, y así, cuando se dedica a servir a alguno de los nuestros, que le trate con caridad, la primera diligencia es enseñarle limpieza; esto es, que se laven la cara, se peinen y corten las uñas, y aunque mantenga su propio traje, con aquella providencia y una camisita limpia, aunque sea de tocuyo, pasan por cholos, que es lo mismo que tener mezcla   —329→   de mestizo. Si su servicio es útil al español, ya le viste y calza, y los dos meses es un mestizo en el nombre. Si el amo es hombre de probidad y se contenta con un corto servicio, le pregunta si quiere aprender algún oficio, y que elija el que fuere de su agrado, y como los indios, según llevo dicho, jamás se aplican voluntariamente a las obras de trabajo corporal, eligen la pintura, la escultura y todo lo que corresponde a pasamanería. Los dos primeros ejercicios, de pintor y escultor, son para los paisanos de Vd. los más socorridos, porque no falta gente de mal gusto que se aplique a lo más barato. Los pintores tienen un socorro pronto, como asimismo los escultores, que unos y otros se aplican a las imágenes de religiones. Sabiendo formar bien un cerquillo y una corona, con otros signos muy apetecibles y claros, como su ropaje talar, sacan a poca costa a la plaza a todos los patriarcas y santos de las religiones, poniéndoles al pie sus nombres y apellidos. Su mayor dificultad es el retrato de los vivientes, tanto racionales como irracionales, pero en pintando al gran turco y algún animal de la India, cumplen con los ignorantes, con ponerle su nombre al margen, en lugar de linterna.

Entre tanta multitud de pintamonos, no faltan algunos razonables copistas de muy buena idea, pero son tan estrafalarios que en cogiendo un corto socorro de tres o cuatro pesos, no dan pincelada en ocho días,   —330→   y suelen venir diciendo que les robaron tabla, pincel y pinturas, para tomar nuevo empréstito. Fiados en estas trampas, no reparan en hacer unos ajustes tan bajos que parecen increíbles, por lo que algunos caballeros de esta ciudad, para lograr algunas pinturas de gusto, encierran en sus casas a estos estrafalarios, pero si se descuidan con ellos un instante, se hacen invisibles, para aparecerse en algún pueblo de la comarca en que haya alguna fiesta; y en éstos y los escultores de la legua, como comediantes, tiene Vd., señor inca, otra especie diferente de gauderios de infantería. La divisa de éstos es traer la chupa sobre el hombro izquierdo, aunque este uso es más común entre los guamanguinos. Los bordadores tienen sus trampas peculiares, porque muchas veces se desaparecen con los hilados y telas. De suerte que el que hizo este costo no logra, por lo regular, el aderezo del caballo, que pasa a otro por mitad del precio de su intrínseco valor, y así andan las trampas, hasta que los últimos monos se ahogan. Todos tienen a los gitanos por sutilísimos ladrones, pero estoy cierto que si se aparecieran en el Cuzco y Guamanga tuvieran mucho que aprender, y mucho más en Quito y México, que son las dos mayores universidades que fundó Caco.

Los indios que se han establecido en Lima y que se aplicaron al trabajo en los oficios mecánicos y puestos de mantería, son excepción de aquella regla. No   —331→   piense Vd. sacar de la esfera de indios muchos hombres y mujeres porque los ve Vd. de color más claro, porque esto proviene de la limpieza y mejor trato, ayudado de la benignidad del clima, y así sus descendientes pasan por mestizos finos, y mucho número por españoles. No he visto escrito alguno que trate de la disminución de los indios, y sólo oigo decir que el aguardiente que introdujeron los españoles es la principal causa. No puedo negar que el exceso de esta bebida sea causa de que mueran algunos centenares en este dilatado gobierno, pero suponiendo que hubiesen perecido quinientos indios cada año de este exceso, de edad de cuarenta años unos con otros, que es mucho suponer. Los indios, por lo común, se casan de quince a veinte años, cuando apenas han probado el aguardiente, y aunque cada uno de los casados no lograse más que tres hijos, debiera haber un aumento muy considerable, en una nación que no peregrina fuera de sus países ni tiene otro destino ni estado que el del matrimonio. En el imperio de México, no satisfechos los indios con el aguardiente que introdujeron los españoles, usaron y usan los mescales y chinguiritos, que son de doblada actividad que los aguardientes de este reino y causan a los españoles que prueban estos licores fuertes dolores de cabeza y alteraciones grandes en el cuerpo, causa índoles tal fastidio que sólo con su olor se indisponen. Los indios se embriagan,   —332→   como lo hemos experimentado, y prorrumpen en delirios, y con todo esto los indios son cuatriplicadamente más fecundos que en este reino.

Se asombran los estadistas de que a la entrada del señor Toledo se hubiesen hallado en este dilatado gobierno siete millones de indios. Si se habla de tributarios, es un número casi increíble, porque correspondía más de treinta millones de almas, inclusos los exentos por nobles, y regulado cada indio tributario casado con tres hijos, cuyo número no podía mantener el reino, contando desde los Chichas hasta el valle de Piura. Si actualmente apenas hay un millón de indios, según dicen algunos, ignoran los países en que habitaban y de qué frutos se mantenía aquella multitud. No he visto reliquias de pueblos arruinados correspondientes a la centésima parte de esta multitud de habitantes, sino que viviesen en las montañas, manteniéndose de frutos silvestres; pero suponiendo que los siete millones de indios fuesen de ambos sexos, inclusos sus hijos, siempre prueba que en la mayor parte de este reino, que se compone de punas rígidas, eran poco fecundas las mujeres. España, que apenas tiene la cuarta parte de territorio del que llevo designado en este gobierno, mantiene otros tantos españoles continuamente, sin contar con la infinidad de hombres que salen para la América, se ejercitan en las tropas y armadas y se dedican al estado eclesiástico y clausuras   —333→   de monjas, que no aumentan el Estado. Este reino se regula por el más despoblado de toda la Europa, y con todo eso excede en tres partes éste, contrayéndome a la nación de los indios, solamente conocidos por tales.

En México, además de estar infinitamente más poblado aquel imperio de indios, no ha tenido los motivos que éste para que se corrompiese esta nación con la entrada de europeos, y mucho menos con la de negros. Esta nación solamente se conoce en poco número de Veracruz a México, porque es muy raro el que pasa a las provincias interiores, en donde no los necesitan y son inútiles para el cultivo de los campos y obrajes, por la abundancia de indios coyotes y mestizos, y algunos españoles que la necesidad los obliga a aplicarse a estos ejercicios. La proximidad a la Europa convida a muchas mujeres a pasar al imperio de México, de que proceden muchas españolas, y la abundancia hace barato el género para el abasto común de la sensualidad y proporción de casamientos. Desde Lima a Jujuy, que dista más de quinientas leguas, sólo se encuentran españolas de providencia provisional, con mucha escasez en Guancavélica, Guamanga, Cuzco, Paz, Oruro y Chuquisaca, y en todo el resto hacen sus conquistas españoles, negros, mestizos y otras castas entre las indias, como lo hicieron los primeros españoles, de que procedieron los mestizos.

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Estas mezclas inevitables son las que disminuyen más el número de indios netos, por tener un color muy cercano a blanco y las facciones sin deformidad, principalmente en narices y labios. Todos saben que en este reino, y en particular en los valles desde Piura hasta Nasca, están entrando, de más de ciento cincuenta años esta parte, considerables partidas de negros puros, de ambos sexos, y sin embargo de que los hacendados los casan, no vemos que se aumente esta casta, no obstante de su fecundidad, y esto nace de que muchos españoles se mezclan con las negras, de que nacen unos mulatillos que procuran sus padres libertar. Yo creo que si se restituyeran todos los vivientes a sus madres, ni el indio padecería decadencia ni el negro. Intelligenti pauca. No negamos que las minas consumen número considerable de indios, pero esto no procede del trabajo que tienen en las minas de plata y de azogue, sino del libertinaje en que viven, pernoctaciones voluntarias y otros excesos, que absolutamente se pueden remediar. El contacto del azogue, y muchísimo menos el de la piedra que lo produce, es lo mismo o hace el propio efecto que otro cualquier metal o piedra bruta; pero supongamos que con las minas se mueran todos los años dos mil indios más de los que mueren en sus hogares y ejercicio más acomodado la naturaleza.

  —335→  

Este número es verdaderamente muy corto, respecto de la multitud de indios que se empadronaron en tiempo del señor Toledo. Algunos aseguran que actualmente no hay más, que un millón de indios de todos sexos y edades, hablando por lo que toca a esta gobernación, y que de este número se rebajan los novecientos mil de mujeres, niños, viejos y exentos, y que sólo haya cien mil indios casados, y que sus mujeres, como tierra de descanso, no paran más que cada dos años, siempre resultarían cincuenta mil de aumento en cada uno, y por consiguiente, en cien años, se aumentarían los indios en cinco millones, porque esta gente no se consume ni en la guerra ni se atrasa en el estado eclesiástico, ni tampoco hemos visto pestes, como en el África, que se llevan millones de almas en sólo una estación del año. Todas estas observaciones prueban claramente que las indias de esta gobernación nunca han sido fecundas, porque no vemos vestigios de poblaciones, ni que los ejércitos que conducían los incas, que arrastraban todo su poder fueran muy numerosos. El temperamento rígido de las punas no produce más que un escaso pasto para el ganado menor y vacuno, con algunas papas. Las quebradas son estrechas y casi reducidas a un barranco, por donde pasa el agua que desciende de las montañas, a cuyas faldas se siembra algún maíz y cebada, con algunas menestras de poca consideración. Los valles, bien   —336→   cultivados, pudieran mantener algún número más de almas en las minas de plata y oro, y la única de azogue, pero esto mismo prueba, que si en las minas no se consumieran estos efectos, se trabajaría menos en los valles, porque los propietarios aflojarían en el cultivo o recibirían nuevos colonos, pensionados en una cantidad que no pudieran entregar en plata, porque no tendrán salida de los efectos sobrantes y se aniquilarían todos los que viven en países estériles y sujetos a un solo fruto en un año en que por la injuria de los tiempos se perdiese.

Confesamos que los españoles ocupan un trozo de territorio, el más fecundo para cañaverales y alfalfares, que no necesitaban los indios, pero la mayor parte de este terreno inculto lo han hecho fructífero los españoles, formando acequias y conduciendo aguas de dilatadas distancias, en que se han interesado e interesan muchos indios jornaleros, de modo que en el beneficio de estas tierras, en quebradas hondas y valles de arena, más ganaron que perdieron los indios. Sus caciques, curacas y mandones, son muy culpables en la disminución de los indios, porque corriendo con la cobranza de los reales tributos, se hacen cargo de pagar la tasa del que muere, por aprovecharse de los trozos de tierras que el Rey señaló a los tributarios o agregándolos a las suyas, si están inmediatas, o vendiéndolas a algún hacendado español o mestizo, y se quedan   —337→   los naturales, sin tierras y precisados a agregarse a las haciendas o pasarlas grandes poblaciones para buscar medios de subsistir, que regularmente son perjudiciales al Estado, porque estos vagabundos regularmente se mantienen en el del celibato, ejercitando todo género de vicios, hasta que por ellos sus deudas se mueren en edad temprana o concluyen sus estudios en los obrajes, como en la Europa en los presidios y galeras. Otras muchas causas pudiera señalar, señor Concolorcovo, para la disminución de los indios, en el estado en que los hallaron nuestros antepasados, pero ese más tiempo se perdería, y si Vd. hace ánimo de acompañarme hasta Lima, prevéngase para salir dentro de dos días, porque aunque esta ciudad es tan agradable a los forasteros, por la generosidad de sus nobles vecinos, diversiones públicas y privadas en sus hermosas haciendas, que franquean a todos los hombres de bien, me precisa a dejarla, por seguir mi destino».

«Estoy pronto, le dije, a seguir a Vd. hasta Lima, a donde hice mi primero y único viaje cuando salí del Cuzco con el ánimo de pasar a España, en solicitud de mi tío, que aunque indio logró la dicha de morir en el honorífico empleo de gentil hombre de cámara del actual Señor Carlos III, que Dios eternice, por merced del Señor Fernando el VI, que goza de gloria inmortal, porque los católicos reyes de España   —338→   jamás han olvidado los descendientes de los incas, aunque por línea transversal y dudosa; y si yo, en la realidad, no seguí desde Buenos Aires mi idea de ponerme a los pies del Rey, fue por haber tenido la noticia de la muerte de mi tío, y porque muchos españoles de juicio me dijeron que mis papeles estaban tan mojados y llenos de borrones que no se podrían leer en la corte, aunque en la realidad eran tan buenos como los de mi buen tío». «Ya eso no tiene remedio, señor inca, porque no todos los Telémacos logran la dicha de que los dirija un Mentor; y respecto de que Vd. está deseoso de volver a Lima, a informarse mejor de su grandeza, prevéngase». «Pero dejamos en silencio mucha de la del Cuzco». «No le dé a Vd. cuidado, me dijo el visitador, porque siendo preciso detenernos en Guamanga tiene Vd. lugar suficiente para escribir las grandezas de la gran fiesta del Corpus y las diversiones, desde el primer día del año hasta el último de carnestolendas». «Acertó Vd., le dije, con mi pensamiento; porque reventara y me tuvieran por mal patriota si omitiera publicar estas grandezas, que no habrá observado Vd. ni aun en el mismo Lima». «Pasito, como digo yo; aparte, como dicen los cómicos españoles, y tout bas, como se explican los franceses; porque si lo oyen las mulatas de Lima le han de poner en el arpa, que es lo mismo que un trato de cuerda, con que ellas castigan a lo político». «Molatas   —339→   y molas, todo es uno, porque se fingen mansas por dar una patada a su satisfacción». «Muy bien imita usted a sus paisanos, porque no le cuesta trabajo. Vamos a dar un salto a Guamanga, me dijo el visitador, por las postas siguientes; pero despídase Vd. primero del administrador de correos de esta gran ciudad». «Ello es muy de justicia, le dije, como que también haga una concisa pintura de su persona y circunstancia». «Cuidado con eso, dijo el visitador, porque si Vd. se desliza puede contar con un lampreado de palos, como dicen los extremeños».

«No tengo pena por eso, porque luego se pasa la cólera». «No se fíe Vd. en eso, señor Concolorcorvo, porque estos crudos tan lindamente dan los lampreados cuando están de buen humor como cuando están coléricos, y, sobre todo, haga lo que le pareciere y tome mi consejo». «Sea en buena hora, le repliqué; el señor don Ignacio Fernández de la Ceval es, puntos más o menos, tan alto como yo, que mido tres varas, saber: vara y media por delante y otro tanto por detrás. Confieso que su pelo es más fino que el mío, pero no tan poblado. En el color somos opuestos, porque el mío es de cuervo y el suyo es de cisne. Sus ojos algo dormidos son diferentes de los míos, que se parecen a los del gavilán, y sólo convenimos en el tamaño y particular gracia que tenemos en el rostro para destetar niños. Su boca es rasgada de oreja a oreja, y   —340→   la mía, aunque no es tan dilatada, se adorna en ambos labios de una jeta tan buena, que puede competir con la del rey de Monicongo. Su talento no se puede comparar con el mío, porque no tengo alguno, y don Ignacio es muy clarivoyante; y, finalmente, es persona de entereza, tesón para vencer dificultades y exponerse a fatigas y pesadumbres por llevar a debido efecto las leyes y ordenanzas de la renta de correos, como se experimentó en los principios de su ingreso a la administración; esta es la principal de las agregadas a este virreinato, porque recibe y despacha a un mismo tiempo, en sólo tres días, los correos de la ruta general de Lima a Buenos Aires, con el gravamen de las encomiendas de oro, plata y de bulto, de que se necesita mucho cuidado, por lo que don Ignacio gana bien el sueldo de mil doscientos pesos anuales, que le señaló provisionalmente el Excmo. señor don Manuel de Amat, actual virrey de estos reinos y subdelegado de la renta de correos». «Estas últimas expresiones, me dijo el visitador, libran Vd. del lampreado, porque procedió Vd. al contrario de los cirujanos, que limpian y suavizan el casco o piel antes de aplicar la lanceta o tijera». «Todos pensamos, le dije yo al visitador, que ya estaba armado de botas y espuelas para salir, como llevo dicho».



  —341→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Provincias de Cuzco, Abancay, Andaguaylas, Guanta, Vilcaguamán y Guamanga. - El puente de Abancay. - El templo de Cocharcas. - El árbol milagroso. - La posta de Hivias. - Los murciélagos. - Guamanga


Cuzco
Del Cuzco a Zurite 7
Abancay
A Limatambo 6
A Marcaguasi 4
A Curaguasi 6
A Tambo Urco 6
Andaguaylas
A Cochacajas 6
A Pincos 6
A Andaguaylas 6
A Uripa 8
Guanta, Vilcaguamán y Guamanga
A Hivias 10
A Cangallo Tambo 8
A Guamanga, ciudad capital 6
Postas, 12; leguas, 79

La salida del Cuzco para Lima es penosa, porque los españoles modernos abandonaron la Calzada de los Incas, en que verdaderamente son culpables, pues aun cuando aquellas calzadas fuesen molestas para sus bagajes, pudieran fácilmente formar un camino ancho y despejado, afirmándolo con cascote y las piedras de la antigua calzada.

  —342→  

Desde el Cuzco a Zurite, y lo propio viceversa, se pagarán dos leguas más en tiempo de aguas, por el rodeo que se hace por Guarocondo, porque la calzada real está destruida con el trajín del ganado vacuno que la atraviesa en tiempo de aguas. De la una y la otra banda se forma en tiempo de ellas una gran laguna de tan corta profundidad que se ven las yerbas que nacen en su lama, de que solamente se aprovechan bueyes y vacas, que vencen mayores atolladeros. El maestro de postas de Zurite aseguró, en presencia del cura y otros hacendados, que sería cosa fácil dar curso a las aguas por medio de un canal, sin más costo que el de que todos los hacendados inmediatos concurriesen en tiempo de secas con el caballar, mular y vacuno, por espacio de ocho días alternados, para que le firmasen sólo con su piso, dirigidos de la una y la otra banda por hombres a caballo, para que no se extraviasen, formando la banda superior de la calzada dos o tres puentezuelos para que busquen las aguas salida sin violencia y sin perjuicio de la calzada, y se introduzcan en el cequión de la parte inferior. Con esta corta diligencia se asegura la calzada y los hacendados aprovechan un dilatado territorio, para pastos y otros usos, aun en tiempo de aguas. El maestro de postas actual de Zurite, que es un hombre constante y fuerte, asegura que sólo con que se le dé el título de alcalde de aguas, llevará al fin el proyecto.

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Todo el país restante, hasta Guamanga, se compone de cuestas y barrancos, quebradas y algunos llanos, en que están los cañaverales y trapiches de la provincia de Abancay y Andaguaylas. La primera tiene una cuesta formidable, porque se forman en tiempo de aguas unos camellones o figura de camellos, que apenas tienen las mulas en donde fijar sus pies. Tránsito verdaderamente contemplativo, y en que los correos se atrasan, como asimismo en las sartenejas anteriores, que se forman de unos hoyos que hacen las mulas de carga en territorio barroso y flojo, en donde no se puede picar o acelerar el paso sin riesgo de una notable caída. Al fin de la bajada se presenta el gran

Puente de Abancay, o Pachachaca con impropiedad

Este es el tercero de arquitectura que hay desde Chuquisaca, de un sólo arco, que estriba sobre dos peñas de la una y la otra banda, que dividen la provincia de Abancay de la de Andaguaylas. Este puente es de los primeros o acaso el primero que se fabricó a los principios de la conquista, para dar tránsito al Cuzco, y de esta ciudad a las demás provincias posteriores, por atravesarle un gran río que la dividía. El puente fue fabricado con todas las reglas del arte, como lo manifiesta actualmente. Se ha hecho más célebre, y lo será de perpetua memoria, por las dos célebres batallas que cerca de él ganaron los realistas, pero es   —344→   digno de admiración que un puente tan célebre se haya abandonado y casi puesto en estado de arruinarse, si se desprecia el remedio. El observantísimo don Luis de Lorenzana, actual gobernador de la provincia de Jauja, que hizo viaje a esta capital desde Buenos Aires, por el Tucumán y Potosí, presentó a este superior gobierno una relación o informe muy conciso, pero discreto y acertado en sus reparos. Algunos son irreparables, por falta de gente y de posibles. Los ridículos cercados, que llaman pilcas, para defensa de sus sembrados, son providencia para poco más de medio año en las tierras de poco migajón, o estériles y pedregosas, que no dan fruto anual. Los montones de piedra que vio este caballero en las heredades, son el mayor fruto de ellas, y se tiene por más conveniente amontonarlas y perder un corto terreno, que sacarlas al camino. La excavación que hicieron las aguas y el continuo trajín de caballerías de la banda de Pachachaca al gran puente, es digna de lamentarse, no solamente por la molesta y riesgo de su subida y bajada, sino porque se puede recelar que creciendo la excavación hasta el sitio adonde estriba el extremo del arco, se puede caer el puente con un gran terremoto, o imposibilitarse el ascenso o bajada a las mulas cargadas. Lo cierto es que al presente se transita con riesgo, y que es fácil el remedio a costa de la mucha piedra que hay cercana y pocas hanegas de   —345→   cal y arena para unirla bien, asegurar el puente y dar un tránsito correspondiente a su grandeza, que todo se puede hacer con un tenue gravamen de los provincianos y si fuere necesario, se impone algún derecho corto a los transeúntes, como sucede hasta en las reales calzadas que necesitan continuos reparos por el mucho trajín de coches, calesas, carromatos y galeras, cuyos bagajes fueron los más beneficiados y que hacen más destrozos.

Pasando el puente se entra en la provincia de Andaguaylas, que toda se compone de eminencias, barrancos y quebradas calientes, a donde están los cañaverales y trapiches que aprovechan algunas lomadas. Parece que los dueños de estas haciendas son personas de poca economía, o que las haciendas, en la realidad, no se costean, porque a los cañaverales llaman engañaverales y a los trapiches trampiches. Todo este país, como el de Abancay, a excepción de algunos altos, es muy caliente y frondoso, y pasando por él me dijo el visitador, señalándome un elevado cerro, que a su falda estaba el memorable templo dedicado a la Santísima Virgen en su Soberana Imagen nombrada de Cocharcas, cuyo origen tenía de que pasando por allí un devoto peregrino con esta efigie, como tienen de costumbre muchos paisanos míos, se le hizo tan intolerable su peso que le agobió, y dando cuenta a los eclesiásticos y hacendados de la provincia, se declaró por milagroso   —346→   el excesivo peso, como quedaba a entender el sagrado bulto que quería hacer allí su mansión. Desde luego que en aquella devota gente hizo una gran impresión el suceso, porque se labró en la planicie del primer descenso una magnífica iglesia, que fuera impropia en un desierto, para una simple devoción. Al mismo tiempo se formó una gran plaza rodeada de tiendas y en el medio se puso una fuente de agua, que sólo mana en tiempo de la feria, que se hace desde el día del Dulce Nombre de María hasta finalizar su octava, cuatro días antes y cuatro después, adonde concurren todos los guamanguinos, indios, cuzqueños y de las provincias circunvecinas, y muchas veces distantes. Toda esta buena gente concurre a celebrar el octavario a competencia, y además del costo de la iglesia, que es grande, hay por las noches de la víspera y el día grandes iluminaciones de fuegos naturales y artificiales.

En la octava concurrían dos regulares de la compañía, costeados para predicar en la iglesia y en la plaza el evangelio y exhortar la penitencia, como es costumbre en las misiones. Los comerciantes, por lo general, ponen sus tiendas en los poyos inmediatos, y algunos pegujaleros, mestizos, se plantan en medio de la plaza, y todos hacen un corto negocio, porque la feria más se reduce a fiesta que a negociación, y así sólo de Guamanga concurren algunos tenderos españoles y mestizos, fiados en lo que compran los hacendados españoles,   —347→   tanto seculares como eclesiásticos de la circunferencia, porque las cortas negociaciones de los indios se quedan entre sus paisanas. Se ha divulgado que durante la octava se ve claramente el prodigio de que el árbol de la virgen se viste de hojas, cuando los demás de las laderas están desnudos. Este prodigioso árbol está pegado a la pila de agua, que en todo el año riega las chacaritas que tienen los indios en las lomas circunvecinas; pero cuatro días antes de la feria la dirigen a la pila, para que los concurrentes se aprovechen de sus aguas. El árbol es el que con antelación chupa su jugo, y por consiguiente retoñan sus hojas, y se halla vestido de ellas en el término de veinte días, como le sucedería a cualquier otro que lograra de igual beneficio. Solamente la gente plebeya no ve el riego de dicho árbol, ni reflexiona que entra ya la primavera en estos países. La gente racional, en lugar de este aparente milagro sustituye otro para tratar a los guamanguinos cholos de cuatreros, diciendo que la virgen sólo hace un milagro con ellos, y es que yendo a pie a su santuario, vuelven a su casa montados.

La posta de Hivias, que siempre estuvo en Ocros, se plantó bien, porque se hizo más regular la de Uripa. Todo el camino, desde Zurite a Cangallo, es de temperamento ardiente e infectado de mosquitos, que molestan mucho, y en particular desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, por lo que tomarán   —348→   bien sus medidas los caminantes para evitar sus molestias, y en particular en el tránsito de Apurima y Quebrada de Pampas. En ésta hay muchas tunas, que tientan a los pasajeros golosos y causan calenturas intermitentes. Las aguas del río de Pampas, o que pasan por este sitio, son turbias y algo saladas, que más excitan la sed que la apagan. El visitador me dijo que sólo hacían daño a los que aforraban mal los estómagos, y que sólo había experimentado, en dos veces que por precisión hizo mansión en ellas, el perjuicio en sus mulas de silla de la multitud de murciélagos, que pegándose a los cogotes les chupan la sangre y dejan una herida con mucha hinchazón. Las mulas baqueanas se libertan de estos impertinentes avechuchos, porque lo propio es sentirlos que se revuelcan y pasan sus manos por encima del pescuezo, con lo que consiguen matar algunos, o a lo menos espantarlos, y así se van a las bestias chapetonas. Desde un altito divisamos la Tartaria y las Guatatas, que brazan medio cuerpo de la gran ciudad de

Guamanga

Residencia del obispado de esta diócesis, con una competente catedral situada en la principal plaza, con varios canónigos muy observantes en los oficios divinos y culto de la iglesia, y mucho más en la generosidad con que reparten los sobrantes de sus pingües   —349→   canonjías, a imitación del pastor, con los muchos pobres que hay en ella y su corto ejido. Es muy parecida a la ciudad de Chuquisaca, pero excede a esta en la benignidad del temperamento. Su ejido es estrecho y estéril, pero algunos caballeros tienen haciendas en la provincia de Andaguaylas, de cuyo producto se mantienen con frugalidad. De pocos años a esta parte faltaron muchos vecinos de conveniencia y lustre. La casa del marqués de Valdelirios, unida a la de Cruzate con el marquesado de Feria, se halla ausente, y tomará asiento brevemente en Lima. El marqués de Mosobamba, como asimismo el heredero, de la casa de los Tellos, se pasaron a la provincia de Andaguaylas, a restablecer sus haciendas medio perdidas. Con la muerte de Oblitas y la de Boza, se repartieron sus grandes haciendas entre hijos y nietos, cuya división no resplandece, como asimismo la partición que se hizo de los grandes bienes que dejaron las señoras doña Tomasa de la Fuente y doña Isabel Maysondo, que mantenían con sus crecidas limosnas mucha parte de los habitantes de esta ciudad. No por esto pretendo yo rebajar la nobleza existente ni la caridad y generosidad de ánimo. Las familias nobles y pobres, sólo interesan al público en la lástima, exponiéndose muchas veces al desprecio. Los ricos nobles son el asilo de los despreciados y miserables.

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Dos días antes de haber llegado a esta ciudad falleció el administrador de correos, y nombró provisionalmente el visitador a don Pablo Verdeguer, europeo, casado con la señora doña Francisca Gálvez, de familia ilustre, de las muchas que hay en esta ciudad. Mientras el visitador se despide de los muchos amigos que tiene en ella, voy a cumplir con la obligación del ilustre cuzqueño, haciendo un bosquejo de las dos mayores fiestas que se celebran en el Cuzco a lo divino y humano.



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