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- V -

La materia y la vida.

     Si el materialismo no explica la materia en sí misma, con mayor razón no podrá darnos cuenta de los dos más grandes misterios que presenta la naturaleza, a saber: la vida y el pensamiento.

     La vida es una propiedad de la materia, o al menos es el resultado de algunas de sus propiedades en ciertas condiciones dadas? O bien es el efecto de una causa distinta, de un principio que se llamará inmaterial, ya que no espiritual, hallándose reservada la espiritualidad como un atributo esencial y privilegiado al alma que piensa? Tal es la cuestión que divide en la actualidad a los sabios y a los metafísicos, y que ha dado origen a numerosos sistemas. Sin entrar en la exposición de éstos, insistiremos sobre los principales hechos que mantienen hasta aquí una separación marcada entre la materia bruta y la materia viva.

     El primero y más importante de ellos es la unidad armónica del ser vivo y organizado, o para emplear la expresión de Kant, la correlación de las partes con el todo. Los cuerpos organizados -dice el gran fisiólogo Müller- no difieren sólo de los inorgánicos por la manera como están colocados los elementos que los constituyen: la actividad continua que se despliega en la materia orgánica viviente, goza también de un poder creador sometido a las leyes de un plan razonado de la armonía; porque las partes están de tal modo dispuestas, que corresponden al objeto, según el cual, existe el todo: esto es precisamente lo que caracteriza al organismo. Kant dice que las causas de las variedades de existencia en cada parte del cuerpo vivo está contenida en el todo, mientras que en las masas muertas cada parte lleva en sí misma su razón de ser(46). Kant expresa aún la misma idea, diciendo que en el ser organizado, todo es recíprocamente causa y efecto, fin y medio; así es, por ejemplo, como el árbol produce la hoja, la cual, a su vez, protege al tallo que la sostiene y contribuye a su nutrición y desarrollo.

     Esta definición metafísica del ser vivo está muy conforme con la de Cuvier: Todo ser organizado -dice este célebre naturalista- forma un conjunto, un sistema cuyas partes se corresponden mutuamente y concurren a un mismo fin definitivo por una reacción recíproca. Cuvier aplica esta definición a la organización de los animales carnívoros: Si los intestinos -dice- están organizados de modo que puedan digerir la carne fresca, es necesario también que sus maxilares estén constituidos para devorar una presa, sus garras para cogerla y dislacerarla, todo el sistema de sus órganos de movimiento para perseguirla y esperarla, los órganos de los sentidos para percibirla de lejos; es indispensable también que la naturaleza haya colocado en su cerebro el instinto abonado para saber ocultarse y tender lazos a sus víctimas. Tales serían las condiciones generales del régimen carnívoro; todo animal que lo posea, las reunirá infaliblemente, porque su raza no podrá subsistir sin ellas(47). A esta ley se ha llamado ley de las correlaciones orgánicas, la cual pertenece exclusivamente a los seres organizados.

     Este primer carácter del ser vivo es demasiado conocido para que sea necesario insistir sobre él; se le comprenderá mejor examinando las dificultades que de él puedan surgir. Existen dos principales: la primera consiste en que en ciertos casos los seres inorgánicos parecen presentar un carácter semejante al que hemos indicado y formar semejanzas armoniosas, en las cuales hay correlación de las partes con la forma general del todo. Esto es lo que tiene lugar en las cristalizaciones, cuando un cuerpo pasa del estado líquido al sólido, tomando entonces formas regulares y geométricas; cada especie de cuerpo tiene su tipo distinto que permite reconocerlo y definirlo. Hay especies cristalinas como especies vivas, y en cada una de ellas, van a depositarse y a agruparse las moléculas, como si obedeciesen a la idea de un plan o de un tipo preexistente. La segunda dificultad consiste en que los seres vivos no presentan siempre, a lo que parece, ese carácter de correlación absoluta entre las diversas partes que hemos mencionado; así lo prueba el que hay ciertos seres que se pueden cortar y dividir como los cuerpos inorgánicos, y cuyos pedazos se regeneran conforme al todo primitivo. No hay, pues, en cada uno de ellos una solidaridad tan absoluta de las partes y del todo como quieren Kant y Cuvier.

     En cuanto a la primera de estas dificultades, yo respondo que es necesario distinguir de una manera absoluta la regularidad geométrica que pueden presentar los cristales, y la armonía de acción que es el signo distintivo de los seres organizados. La forma geométrica no es en suma más que una disposición extrínseca, una yuxtaposición de partes que, consideradas en su exterior, forman en efecto un todo, pero que en realidad son independientes unas de otras. Las diversas superficies, los variados ángulos que ofrece un cristal, no tienen acción ni influencia recíproca; -como ha dicho Müller- no hay en el cristal relación alguna entre su configuración y la actividad del todo. No se ve que un cristal saque de su forma ventaja alguna para su conservación. En los seres vivos tiene lugar esto de otro modo: hay acción y reacción de unas partes sobre otras, servicios recíprocos y una acción común: así el corazón es indispensable al pulmón, este órgano a aquél y todas las partes obran de consuno para determinar el fenómeno general de la vida. No debe confundirse, pues, la armonía orgánica con la geométrica.

     Es verdad que hay en los seres organizados ciertas relaciones de simetría que se pueden comparar, si se quiere, a la de los cristales. Así, M. Dutrochet hace notar que los dos principales tipos que se encuentran en la organización vegetal y animal, el tipo radiado (radiados), y el ramoso (vertebrados), se encuentran en ciertos cristales, por ejemplo, la estrella de nieve(48). Pero tal simetría geométrica es del todo distinta de esa correlación de órganos señalada por Cuvier, como la ley capital del ser organizado y vivo.

     En cuanto a los seres organizados, vegetales y animales, que se reproducen por fisiparidad y por mamelonamiento, haré observar que no ofrecen nada comparable a los inorgánicos; porque en estos últimos, en una piedra que se rompe, por ejemplo, los fragmentos permanecen tales como son y no están dotados de fuerza alguna de reparación y de reproducción. Al contrario en los casos de fisiparidad cada parte reproduce el animal entero; hay, pues, en aquélla una especie de fuerza representativa del todo, que no espera para realizarse más que el ser separada de él. Por lo demás, nada semejante se encuentra en las cristalizaciones químicas: si dividís un cristal, las partes no reproducirán al cuerpo que constituyen.

     Un segundo carácter del ser vivo, es su modo de crecimiento. Se dice generalmente que lo que distingue al ser organizado del inorgánico, es que el uno se desarrolla por intus-suscepción y el otro por yuxta-posición, es decir, que en el primero, el crecimiento se verifica en el interior, y en el segundo en el exterior. Dicho carácter ha sido negado por muchos naturalistas o físicos enemigos del principio vital, esto es, poco dispuestos a admitir un principio de vida distinto de las fuerzas generales de la naturaleza. Dutrochet ha indicado que este crecimiento interior terminaba siempre por ser una yuxta-posición(49). Puesto que es necesario que las moléculas introducidas se coloquen al lado de las que ya existen, llega un momento en que las nuevas van a yuxtaponerse a las primeras. Recíprocamente en los seres inorgánicos se ve algunas veces una especie de crecimiento intercalar; así en los minerales porosos, se introducen en los poros líquidos que pueden solidificarse para formar una parte integrante de la masa total: es un crecimiento semejante a la intus-suscepción.

     Existe, si no me engaño, una gran diferencia entre estos dos hechos. En los órdenes organizados, las moléculas nuevas no encuentran orificios practicados en donde puedan colocarse. En efecto, aquéllas deben rechazar de su sitio, a las que ya preexisten de modo que los tejidos se van ensanchando sucesivamente; no sucede esto en los minerales: las moléculas no pueden entrar más que por orificios ya hechos y el cuerpo permanece siempre en el mismo estado. En los conductillos que existen puede alojarse la materia, pero esto en nada se parece a esa asimilación interior de nuestros tejidos a esa fusión íntima que constituye la nutrición. Aún tenemos una diferencia más profunda entre el crecimiento de los cuerpos de ambos reinos, y es que en los seres vivos las moléculas nuevas llegan y otras desaparecen; hay un cambio perpetuo entre las de fuera y las de dentro: esto es lo que se llama torbellino vital. Este hecho se ha demostrado palmariamente con los experimentos de M. Flourens sobre los huesos; si tales órganos -sustancias sólidas comparadas algunas veces a los cuerpos brutos- se renuevan continuamente, con más razón se ha de realizar dicho fenómeno en las partes blandas y líquidas del animal. En lo más íntimo del organismo reinan dos corrientes opuestas: una que, sin cesar, separa molécula a molécula alguna parte de nuestros tejidos, y otra que repara progresivamente las pérdidas que, demasiado grandes, determinarían la muerte(50). De este hecho fundamental resultan consecuencias que marcan más todavía las diferencias del reino vivo y del mineral: es el crecimiento y decrecimiento correlativos y alternativos de los individuos vivos. Éstos crecen hasta un momento dado, después decaen, se debilitan, enferman y mueren; no se observa otro tanto en los cuerpos inorgánicos. Aquí no encontraréis ese crecimiento limitado a un tiempo dado, a una forma determinada, a una magnitud finita, seguida después necesariamente de un decrecimiento sucesivo, y en fin, de la disolución. Suponen al ser vivo sometido tan sólo a las leyes de la física y de la química: cómo comprender entonces ese empobrecimiento sucesivo que se llama vejez y la caducidad que acaba siempre con la muerte? Yo admito que el ser organizado perece por accidente, que una fuerza extraña le destruye como puede descomponer a una roca: pero cómo se destruye espontáneamente un ser vivo y en límites de tiempo rigurosos? Esto apenas puede explicarse por una hipótesis materialista de la vida. Si dicho ser no cambiase sus moléculas por otras nuevas, podría decirse que aquéllas se gastan por el frotamiento, y que llega un momento en que son incapaces de obrar como los resortes deteriorados de una máquina. Pero en un ser que sin cesar renueva sus materiales, no hay razón alguna para que esta combinación, semejante movimiento químico o físico interior, deje de durar siempre en virtud de las leyes de la materia. La fuerza interior que se gasta, a pesar de la renovación de los materiales, es un hecho del cual no pueden darnos cuenta las explicaciones físico-químicas.

     Dutrochet, en un curioso prefacio, en donde combate enérgicamente el principio vital, dice que la vida no es otra cosa que una excepción temporal de las leyes generales de la materia, una suspensión momentanea y accidental de las leyes físicas y químicas, las cuales acaban siempre por vencer, y entonces tiene lugar la muerte. Esta teoría se puede comprender y admitir, siendo la vida un simple accidente, o si se viese que un ser vivo aparecía o desaparecía aquí y allá, como por ejemplo, los monstruos en el reino organizado; pero no es verdad que la vida sea una excepción. Es un fenómeno tan general como cualquiera de los que presenta la materia bruta; por otra parte, la muerte no triunfa de la vida de una manera absoluta. El individuo muere, las especies no; si algunas de éstas desaparecen, otras las suceden. La vida se mantiene, pues, en equilibrio con las causas exteriores de destrucción que le amenazan. No hay más que una causa general y permanente que pueda explicar un fenómeno tan continuo.

     Algunos fisiólogos, muy enemigos de explicaciones mecánicas, físicas y químicas de los fenómenos vitales, y partidarios acérrimos de este género de propiedades, no admiten, sin embargo, que la vida es el efecto de una causa inmaterial. Por qué -dicen ellos- la materia no ha de tener propiedades vitales distintas de las químicas, como éstas lo son de las físicas? De este modo el vitalismo no excluiría necesariamente al materialismo; pero estos sabios no se dan cuenta exacta de su propia opinión.

     Si se viese, en efecto, que toda la materia está dotada de propiedades vitales, podría suponerse que éstas le son inherentes, lo mismo que las físicas o químicas; pero como nosotros vemos que sólo existen ciertos cuerpos que están dotados de vida, es evidente que ésta no es una propiedad esencial de la materia, sino el resultado de cierta condición particular, en la cual se encontraría la última, en otros términos, de un agrupamiento determinado de moléculas de cierta reunión de afinidades, etc., y se vuelve a caer en las explicaciones físico-químicas. Se podría, a la verdad, formar una hipótesis y sostener que hay dos especies de materia: la materia bruta y la viva, dotada cada una de propiedades diferentes; esto hizo la doctrina de Buffon, cuya hipótesis de las moléculas orgánicas se hizo célebre, hasta el siglo XVIII. Según él, estas moléculas están naturalmente vivas, es decir, dotadas de sensibilidad y de irritabilidad, pasan sin cesar de un ser vivo a otro, existe un cambio perpetuo de ellas entre todos los seres organizados, aunque no entran a formar parte de los cuerpos inorgánicos, así como las moléculas de este último género sólo de un modo accesorio llegan a constituir los cuerpos vivos. Pero los recientes progresos de la química orgánica han destruido por completo dicha teoría; se ha demostrado que la materia de los cuerpos vivos es la misma que la de los inorgánicos, y que los elementos de aquélla son en el fondo oxígeno, hidrógeno, azoe y carbono, a los cuales van a añadirse otros elementos como el fósforo, hierro, azufre, etc.

     De estos dos hechos combinados: 1., que todos los cuerpos no son vivos; 2., que los cuerpos vivos están compuestos de los mismos materiales que los otros, resulta con evidencia que la vida, si no es una propiedad de la materia, tampoco es una propiedad primitiva o irreductible, sino sólo una condición particular debida al agrupamiento de ciertos elementos dispuestos en condiciones determinadas; esto es precisamente lo que pretenden los adversarios de las propiedades vitales. No se puede, pues, sostener a la vez, sin inconsecuencia, el vitalismo y el materialismo, a menos que la palabra vida o fuerza vital no sea otra cosa que un signo convencional destinado a representar un grupo de fenómenos provisional e independiente de todo otro; a esto asentirán de buena gana los más decididos materialistas.

     Así la verdadera cuestión se halla, pues, entre los que piensan que los fenómenos vitales podrían un día explicarse, por las leyes de la física y de la química, es decir, por las leyes generales de la materia, y los que, viendo entre la vida y la materia bruta diferencias muy pronunciadas y profundas, consideran la reducción de la primera a la segunda como una hipótesis gratuita desmentida por hechos más convincentes.

     Sin embargo, es necesario reconocer que desde Descartes hasta nuestros días, la explicación de los fenómenos vitales por las leyes generales de la materia, va haciendo constantemente nuevos progresos. Así es como el hecho de la respiración ha sido considerado, desde Lavoisier, como un fenómeno puramente químico de combustión. Los experimentos sobre las digestiones artificiales, inaugurados por Spallanzani y continuados después por tantos fisiólogos eminentes, tienden a probar del propio modo que la digestión no es más que un fenómeno químico(51). El descubrimiento de la endósmosis por Dutrochet ha asimilado los fenómenos de absorción a los de la capilaridad, y los recientes trabajos de M. Graham han arrojado mucha luz sobre las secreciones(52). La electricidad, sin poder explicar todos los fenómenos de la vida, como se creyó en el primer rapto de entusiasmo por los descubrimientos de Galvani, no por esto deja de ser uno de los principales agentes de los cuerpos organizados, y entra de cierto por mucho en la teoría del movimiento. La teoría mecánica del calor ha llevado tal vez más lejos que toda otra la posibilidad de una explicación física de la vida. La trasformación del calor en movimiento, fenómeno que podemos observar en nuestras máquinas y cuya ley se conoce rigurosamente, no sería el hecho capital de la vida? En fin, antes de todos estos descubrimientos, y en el siglo mismo de Descartes, la escuela de Borelli había ya aplicado las teorías de la mecánica al movimiento de los cuerpos vivos. De todos los hechos referidos parece deducirse que un gran número de fenómenos vitales pueden desde luego explicarse por las leyes de la física y de la química; y en cuanto a los demás no es racional pensar que llegará un día que encuentren también en éstas su natural explicación?

     Sin desconocer lo que existe de admirable en el progreso continuo de la ciencia, me parece con todo que es necesario distinguir aquí dos cosas: los fenómenos que se suceden en el ser vivo, y el mismo ser vivo. Que los fenómenos de la vida están sometidos en ciertos límites a las leyes de la física y de la química es indudable; pero de aquí no se sigue que la vida misma sea un hecho mecánico, físico o químico; porque siempre falta a saber cómo todos estos fenómenos se combinan en conjunto de tal modo, que constituyan un ser que vive; siempre existe la unidad central que coordina todos estos fenómenos en un acto único. Existe esa gran ley del nacimiento y de la muerte, que nada de análogo tiene en el mundo puramente físico; y existe por fin, esa otra ley de la reproducción que, más aún que la anterior, establece una barrera hasta aquí infranqueable entre los dos reinos. El hecho maravilloso de la generación es el que, sobre todo, tiene y tendrá largo tiempo en jaque a los materialistas más decididos.



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- VI -

Generaciones espontáneas.

     Uno de los problemas más oscuros de la ciencia humana, y ante el cual una filosofía prudente preferirá guardar silencio más bien que proponer hipótesis, tan difíciles de demostrar, es el origen de la vida sobre el globo terrestre. Si hay una verdad demostrada en geología, es que aquélla no ha existido siempre sobre la tierra, y que ha aparecido un día dado sin duda bajo la forma más elemental; porque todo induce a creer que la naturaleza, en su desarrollo, sigue la ley de la gradación y del progreso, pero, en fin, llegó un momento en que la vida apareció sobre la faz del globo. Cómo? De dónde vino? Por que milagro vivió y se animó la materia bruta? Esto, lo repito, es un gran misterio, y todo hombre de talento debería callar y no afirmar lo que ignora.

     Para M. Büchner no existe dificultad alguna. La vida es cierta combinación de la materia desde el momento en que ha encontrado circunstancias favorables. Si este autor se limitase a hablar en tales términos, sería difícil refutarlo: porque quién puede saber lo que es posible y lo que no lo es? Pero el autor alemán va mucho más adelante; para él jamás apareció en la naturaleza una fuerza nueva: todo lo originado en el pasado, ha debido producirse por fuerzas semejantes a las que nosotros conocemos en la actualidad. Él se empeña en sostener que aún hoy asistimos al milagro del origen de la vida, y que la materia es apta para engendrar espontáneamente organismos vivientes. Llevando la discusión a este terreno, suministra una base sólida para poder contestarle, porque entonces podemos exigirle lo que la ciencia nos enseña desde la génesis actual de los seres vivos, en una palabra, cuál es al presente el estado de nuestros conocimientos sobre la antigua y célebre cuestión de la generación espontánea(53). Se llama generación espontánea o heterogénea a la formación de ciertos seres vivos sin gérmenes preexistentes por el solo juego de las fuerzas físico-químicas de la materia. Desde la más remota antigüedad se ha creído en ella. Se ve -dice Lucrecio- salir completamente vivos a los gusanos del fétido cieno, cuando la tierra, reblandecida por las lluvias ha adquirido el suficiente grado de putrefacción. Puestos en movimiento los elementos, y colocados en condiciones nuevas, dan origen a los animales. Esta creencia duró todavía hasta el siglo XVI y XVII. Van-Helmont describe el procedimiento para determinar el origen de los ratones, y otros autores el arte de producir ranas y anguilas; un experimento decisivo de Red dio un golpe mortal a todas estas ridículas supersticiones. Demostró que los gusanos que proceden de la carne no son más que larvas de los huevos de mosca, y que, envolviéndola en una especie de gasa ligera, se impedía el desarrollo de ellas; más tarde se encontraron los huevos depuestos sobre la mencionada tela, y se explicó el misterio. Con todo, el descubrimiento del microscopio abrió una nueva vía a los partidarios de la generación espontánea. Los animales microscópicos, que aparecen en las infusiones de las materias animales y vegetales, parecen producirse fuera de todas las condiciones sexuales y sin gérmenes preexistentes. Los bellos experimentos de Needham llegaron a dar pábulo a esta opinión; los de Spallanzani la rechazaron sin vencerla definitivamente. Al principio de nuestro siglo un trabajo concluyente de Schwan hizo dar un paso decisivo a la cuestión en un sentido contrario a la generación espontánea. La ciencia parecía haber abandonado este problema, cuando M. Pouchet la volvió a poner de moda por medio de experimentos que movieron muchísimo ruido, y que, según él, demostraban claramente las generaciones sin gérmenes. Los anti-vitalistas triunfaban cuando otro sabio, uno de nuestros más eminentes químicos, monsieur Pasteur, otra vez se ha ocupado del asunto, llevándole tan lejos como se puede en la actualidad: él ha refutado a todos los heterogenistas en sus más delicadas, ingeniosas y sólidas experiencias, y yo creo poder decir que, en este gran debate, la Academia de Ciencias y la inmensa mayoría de sabios le han dado la razón.

     Nos sería difícil entrar en detalles sobre las discusiones experimentales que han tenido lugar; nos contentaremos con dar una idea ganeral y filosófica de la cuestión. Es ya un hecho notable y una presunción desfavorable a la generación espontánea que los partidarios de esta hipótesis hayan sido poco a poco rechazados hasta el dominio de lo infinitamente pequeño, en la esfera de lo invisible, por decirlo así, allí en donde la experimentación es tan difícil y el ojo tan fácilmente se engaña. Si fuese posible tal modo de generación no se concibe por qué no había de tener lugar en otras esferas de la animalidad, y por qué había de limitarse sólo al mundo microscópico.

     M. Büchner ha dicho con razón que aquí se encuentran los organismos más imperfectos, y por consiguiente, se comprende que puedan producirse por medio de una generación muy sencilla y elemental; pero falta preguntar si la perfección de los organismos está precisamente en razón de sus dimensiones, y si los más pequeños son siempre los más imperfectos; desde luego salta a la vista la inexactitud de estas aseveraciones. Si se admite, con M. Milne-Edwards, que la perfección de un animal está relacionada con lo que se llama la distribución del trabajo, es decir, la división de los órganos y de las funciones, es fácil ver que semejante división es del todo independiente de su magnitud; los insectos, por ejemplo, en general muy pequeños, son muy superiores a los moluscos por el número y la complicación de sus funciones; sin embargo son inferiores por las dimensiones. El hombre, el más perfecto de los animales, no es el más grande de ellos. No se puede, pues, deducir la imperfección de la pequeñez, y por lo tanto, la pretendida imperfección de los infusorios no explica por qué sólo ha de tener lugar la generación espontánea en el mundo de lo infinitamente pequeño. Yo añado que la organización de los infusorios no es tan sencilla como pudiera creerse, es al contrario muy compleja, y el ilustrado micrógrafo Ehrenberg ha demostrado que estos pequeños animales, casi invisibles, son tan perfectos y tan ricamente organizados, como muchos de los superiores(54). M. Büchner se expresa del propio modo: según él, el rotífero, cuyas dimensiones son 1/20 de línea, posee boca, dientes, estómago, glándulas intestinales, vasos y nervios.

     Aún se invoca en favor de las generaciones espontáneas el siguiente raciocinio: Si no existiese más que un solo modo de generación, la que se verifica por medio del sexo, nos hallaríamos autorizados para rechazar las génesis espontáneas de ciertas especies como una pura ilusión contraria a la ley general; pero la experiencia nos enseña que hay varias maneras de engendrarse los individuos: por qué, pues, una de tantas, la heterogénea, no ha de encontrarse en los últimos grados de la animalidad? Esta objeción ofrece bastante importancia para que nos ocupe algunos instantes.

     Los curiosos experimentos de Ch. Bonnet (de Génova) sobre los pulgones, los de Trembley sobre las hydras de agua, las de otros muchos naturalistas sobre varias clases de pólipos, y en general sobre los animales inferiores nos han enseñado que existen, tanto para los animales como para los vegetales, tres especies principales y distintas de reproducción: la gemmípara o por yemas, la fisípara o por botones y la escisípara o por división. Éstas pueden subdividirse, existiendo muchas variedades intermedias; así los sexos pueden hallarse separados o reunidos en el mismo individuo; en el último caso tenemos el hermafroditismo. Puede aún suceder que no exista más que un solo sexo, el femenino, que se reproduzca sin la fecundación del macho: tal es la parthenogénesis. Por otra parte la gemmiparidad es interna o externa: el mamelón puede caer en el interior mismo del animal, y desarrollarse en él, de modo que salga todo formado, imitando la reproducción ordinaria, o bien desprenderse al exterior y desarrollarse en el medio ambiente. En fin, la fisiparidad misma se subdivide en espontánea o artificial: la primera la tenemos cuando el animal se divide en dos distintos, y la segunda cuando la multiplicación provoca una división externa(55).

     Entre este último modo, la fisiparidad espontánea, y la que nosotros llamamos generación espontánea, existe tan gran diferencia, que la naturaleza no haya podido pasar de una a otra? No podría representarse de la siguiente manera la escala del desarrollo de la vida? El primer grado de ésta sería espontáneo en su primera aparición; un simple encuentro de la materia podría determinar la existencia. Después, nacido ya el ser vivo, se reproduciría por simple escisión; en un grado superior por mamelonamiento, primero externo luego interno: en un orden más elevado, aparecería el sexo femenino deponiendo huevos, que darían origen al animal, sin necesidad de ser fecundados por el macho; adelantando la perfección, se presentaría el elemento masculino, pero confundido en el mismo individuo con el femenino, y en fin, en el último grado de perfectibilidad, se encontrarían los sexos separados en dos individuos distintos; se observa todavía aquí una diferencia entre los animales que deponen huevos y los que directamente dan origen a seres vivos. Por lo tanto, los sexos constituirían el último grado de una serie de variedades de generación, de las cuales la primera no sería más que una combinación química, una simple agregación de materia(56).

     Supóngase ahora, con Lamarck y otros naturalistas, que las formas vivas sean modificables al infinito, y que las diferentes especies animales o vegetales no sean más que trasformaciones sucesivas de un mismo tipo, de un solo animal, de un vegetal idéntico, y se comprenderá cómo han podido originarse los sexos por una serie de trasformaciones graduales, que, comenzando con la generación espontánea, se habrían elevado hasta la vivípara, la más perfecta de todas.

     Dejando a un lado este último punto de la cuestión, a saber: la metamorfosis de las especies animales, veamos lo que debemos pensar de esa escala creciente de generaciones que, principiando con la espontánea, terminara en la más complicada de todas, en la sexual.

     La ciencia moderna ha presentado en esta parte un doble movimiento en sentido inverso de los más interesantes y curiosos. Mientras que por un lado se descubría con asombro en el reino animal la reproducción por yemas y mamelones, que parecía más propia del vegetal, por otra, un estudio más profundo condujo a los sabios a admitir nuevamente los sexos y su importante papel en los últimos grados de la animalidad, de los cuales estaban decididos a desterrarlos. Hay algo más curioso bajo este punto de vista, que los experimentos de Bonnet sobre los pulgones? Él observa que los últimos animales se reproducen sin sexo y por una operación vegetativa, a la cual llama M. de Quatrefages un mamelonamiento interno. Pero es esto todo? Es éste el único modo de reproducción? No: porque al cabo de cinco, seis y tal vez más generaciones, ve Bonnet reaparecer los sexos, y que dichos animales se juntan, deponiendo huevos muy bien caracterizados, de los cuales salen los animalículos capaces de reproducirse aisladamente, por una especie de parthenogénesis. La generación solitaria y ágama y la sexual alternan, pues, en tan singular especie(57).

     Al mismo tiempo, Trembley descubre la hydra de agua y observa que este animal se multiplica por yemas y mamelones, es decir que, cortándole, se obtienen otros tantos individuos semejantes al tipo primitivo, como se puedan desear. Aún hay más todavía! Esa especie de generación no basta a la multiplicación de las hydras de agua y en general a los pólipos; los hechos son aquí tan curiosos, tan numerosos y complejos, que yo remito al lector al interesante libro de M. de Quatrefages(58). Pero lo que parece deducirse de los magníficos trabajos de los zoólogos modernos, es la restauración de la generación por sexos en las especies tan confusas y oscuras de la animalidad inferior. Estos mismos animales, que se reproducen por brotes y mamelones, lo verifican igualmente por huevos y por medio de los sexos. M. Ehrenberg, el gran micrógrafo, el Cristóbal Colón del mundo microscópico, ha descubierto los sexos en las hydras de agua, M. Siebold en las medusas, M. Lieberkühn en las esponjas, M. Van-Beneden en los helmintos o vermes intestinales, y en fin, Balbiani en los infusorios.

     Cómo explicar ahora tal complicación, tal mezcla de sistemas reproductores en esos géneros inferiores? Cómo pueden reproducirse a la vez de tantas maneras diferentes? He aquí cómo explica ese hecho M. Quatrefages, cuya autoridad es muy notoria en dichas materias: Hasta el presente -dice- los diversos sistemas de reproducción habían sido considerados como independientes unos de otros, atribuyéndoles una importancia biológicamente igual. Ya fuese huevo, yema o mamelón, el germen era siempre para los naturalistas una cosa primitiva y fundamental y el punto de partida de los seres a que daba origen; la reproducción gemmípara era, pues, idéntica a la vivípara. Se engañaban en verdad: los mamelones, las yemas, etc., cualquiera que sea la apariencia que revistan, sólo son el producto más o menos inmediato de un huevo preexistente; éste es el único que encierra el género esencial, el germen primario de todas las generaciones que de él dimanan. Por consiguiente, los mamelones son gérmenes secundarios, y los seres que resultan de su desarrollo se refieren mediatamente al huevo primitivo. La reproducción por huevos, por lo tanto, es la única fundamental, es una función de primer orden. La reproducción por mamelones interviene como accesoria, es una función subordinada(59). Mediata o inmediatamente todo animal se remonta a un padre y a una madre (aparato macho y hembra), pudiéndose decir lo mismo de los vegetales. La existencia de los sexos, de los cuales no se observan vestigios en la naturaleza inorgánica, se manifiesta, pues, como un carácter distintivo de los seras organizados, como una de esas leyes primordiales impuestas desde el origen de las cosas, y cuya razón debemos renunciar a buscarla(60).

     La restauración del elemento sexual en la génesis de los animales inferiores, dio un golpe fatal a la generación espontánea, cuya doctrina ha sufrido todavía descalabros no menos lamentables. Durante largo tiempo se había podido invocar en su favor un hecho verdaderamente extraño e inexplicable en apariencia: tal fue la existencia de los entozoarios o vermes intestinales. En la actualidad -dice Müller- es permitido sostener la hipótesis de la metamorfosis de una materia animal no organizada en animales vivos por el estudio de los vermes intestinales. La existencia de esos seres que nacen en los más recónditos tejidos, hasta en el interior de los músculos y del cerebro, parecía un verdadero misterio: Y bien! El origen de tan extraños individuos es referido a las leyes ordinarias de la reproducción: sólo ella nos ofrece uno de los casos más raros y curiosos de la teoría de las metamorfosis. Esto es lo que decididamente ha quedado sentado por los notables trabajos de M. Wan-Beneden. Quién hubiera sospechado antes de este sabio, que un vermes parásito se hallaba destinado a pasar parte de su vida en un animal, otra parte en otro, y que debía vivir al estado fetal en un animal herbívoro y al estado adulto en otro carnívoro? Esto es, sin embargo, lo que sucede. Tales animales cambian fácilmente de domicilio; así un conejo cobija y nutre un vermes que llegará al estado adulto en el perro; el carnero alimenta el cenuro, que pasará a tenia en el lobo. Todo vermes parásito pasa por tres fases distintas: la primera es la de huevo depuesto en el intestino del carnívoro y arrojado por éste; la segunda es la de embrión: el huevo es tragado por el herbívoro con la yerba que lo sirve de alimento, y se abre en el estómago; la tercera es la de adulto; ésta tiene lugar en el cuerpo de los carnívoros, que se nutren con los herbívoros(61). Todo el misterio queda explicado sin generación espontánea; por otra parte, el descubrimiento de los sexos y de los huevos, confirma hasta la evidencia semejante cuestión.

     No obstante, es necesario confesar que aún existen ciertos hechos que pueden utilizarse con ventaja en la generación espontánea. Los dos principales son: 1., la reconstrucción artificial de las sustancias orgánicas por la síntesis química(62); 2., la resurrección por medio de la humedad, de ciertos animales microscópicos, tales como los tardígrados y rotíferos(63).

     Hemos ya indicado que la materia que constituye los seres organizados es la misma que la de los cuerpos inorgánicos. En verdad, todos los cuerpos que reconoce la química mineral no son propios para componer la materia viva; pero toda ésta puede resolverse en elementos minerales, cuyos principios son: el hidrógeno, oxígeno, azoe y carbono, y a los cuales se añaden, aunque en menores proporciones, el fósforo, el hierro, el azufre y algunos otros menos importantes. Así, pues, la hipótesis de las moléculas orgánicas de Buffon, es decir, de una materia particular propia a los seres vivos es rechazada en la actualidad por la química orgánica. Pero lo que no cabe duda alguna es que los elementos minerales producen, en los seres vivos, compuestos que no se encuentran en la naturaleza muerta; aquellos son, en su mayor parte, ternarios y cuaternarios, esto es, formados de tres o cuatro elementos, mientras que los inorgánicos son generalmente binarios. Los primeros compuestos orgánicos, que se llaman productos inmediatos, se combinan a su vez con materias más complejas, que acaban por constituir los tejidos y los órganos de los cuerpos vivos. He aquí, pues, lo que se obtiene por medio del análisis químico: descendiendo de lo compuesto a lo simple se había podido llegar a los elementos azoe, oxígeno, carbono, etcétera, pero era imposible subir esta escala; hasta hoy no se sabe reformar artificialmente con estos elementos los primeros compuestos, en una palabra, al análisis falta la síntesis. En química, ésta es la prueba de aquélla, es su comprobación, es su demostración. Faltaba, pues, alguna cosa, el análisis no lo daba todo, lo que éste omitía podía encontrarlo la síntesis o al menos imitarlo; tal era, según decían los grandes químicos Bercelius, Liebig y Gehrardt, la fuerza vital. Ahora bien, los productos inmediatos, esos primeros compuestos refractarios a la síntesis durante tan largo tiempo, los reproduce esta en la actualidad o al menos muchos de ellos. Hace ya más de treinta años que Wohler había iniciado la vía por la síntesis de la urea; pero un hecho aislado no era suficiente, y Bercelius creyó que el último cuerpo está tan cerca de los compuestos minerales, que no se podía sacar de él ninguna consecuencia en favor de una síntesis general. Más tarde, gracias a los bellos trabajos de Berthelot se llegó a la solución del problema. Este sabio químico, fundándose en lo que él llama las afinidades lentas, y empleando el tiempo como principal reactivo, pudo reconstruir artificialmente los azúcares, éteres y alcoholes, quedando, según esto, ligada definitivamente la química orgánica a la inorgánica.

     Si se puede, por simples procedimientos de laboratorio, crear de nuevo las materias que hasta ahora habían sido consideradas como la obra de la fuerza vital por qué no debe llegarse a reformar por completo al ser vivo?

     A esta pregunta contesto: que si se habla de la posibilidad, yo no sé lo que es posible y lo que no lo es, pero que si se habla de la realidad, el abismo permanece tan grande coma siempre ha sido entre el ser inorgánico y el organizado. No insisto sobre las diferencias que los fisiólogos pretenden reconocer entre las materias inorgánicas, tales como se encuentran en el ser vivo y las mismas materias en el laboratorio. Según Claudio Bernard, el azúcar que se halla en el organismo no es el mismo que el que se elabora en las retortas. No me detengo sobre este punto, porque la diferencia del medio bastaría para determinar alguna diferencia en sus productos; pero la que ha reconocido M. Berthelot en las sustancias orgánicas y en las organizadas es capital y de suma importancia. Éstas son las primeras que pueden crearse, pero no las segundas; todo lo que se ha atribuido a la organización escapa hasta aquí por completo a la síntesis artificial. Y ahora no se trata sólo del ser vivo sino de sus tejidos, de sus líquidos, de sus órganos, en una palabra, del átomo organizado; la célula orgánica está fuera de las investigaciones de la química; y nada, absolutamente nada indica que tenga ella medio alguno para exponer la resolución del problema. Porque, de qué se trata en realidad? Es de la materia que entra en el ser vivo? No, se trata sin duda alguna de la vida misma; esto es otro misterio.

     Desaparecerá este misterio ante el hecho curioso que tanto ha preocupado a los naturalistas en los últimos tiempos, ante la resurrección por medio de la humedad de los animales muertos en apariencia? Estos animalículos, excesivamente pequeños, pueden estar sometidos a una temperatura elevadísima que mata de ordinario a todos los otros seres vivos; abandonados a sí mismos, se desecan hasta los últimos límites, al cabo de cierto tiempo, si se los coloca en un poco de líquido, se reaniman, se mueven, se nutren y parecen sentir como antes. Hay animales que, desecados todo lo posible, pueden reanimarse a los pocos momentos al contacto del agua. Pero qué prueba este hecho? absolutamente nada; porque si puede explicarse por la hipótesis materialista, no sucede otro tanto, con la hipótesis contraria. Vosotros decís que están muertos, y que resucitarían: por qué no he de suponer que no lo están, y que la supuesta resurrección no es otra cosa que una vida latente que vuelve a manifestarse de nuevo? Hay muertes aparentes, pero no ejemplos de resurrección. Vosotros añadís: cualquier otro animal, sometido a semejante o a una desecación menor, se moriría, luego ellos están muertos. Esto no prueba nada, porque de que otros animales debiesen morir en las mismas condiciones, no se sigue que también éstos hayan de sufrir idéntica suerte. El mismo grado de desecación puede no ser igualmente funesto a todos los seres organizados. En los animales que vosotros indicáis, la muerte va seguida de descomposición, de disolución, pero aquí no se observa esto, el organismo subsiste. Es indispensable que la economía no haya sido alterada, para que la vida pueda de nuevo manifestarse. Puesto que hay una fuerza capaz de conservar el organismo, por qué no ha de volverle a dar los mismos fenómenos vitales que antes? El autor de la relación de esta cuestión a la Sociedad de biología, M. Paul Broca, encuentra muy metafísica la vida latente que subsistiría en el animal, no dando signo alguno de ella. Siempre se observa que un individuo inmóvil está del todo inerte, y que en un momento dado, bajo ciertos accidentes, adquiere el movimiento y recobra la sensibilidad. Que sea esto una afinidad química o la fuerza vital, en todo caso existe algo que no se manifiesta, pero que es capaz de demostrarse en ciertas circunstancias, por consiguiente, siempre se encuentra alguna cosa oculta. Nada se puede concluir, pues, en favor de la generación espontánea.

     Después de haber descartado los varios argumentos que se han hecho valer en pro de las generaciones espontáneas, bastaría, para llevar la convicción al ánimo del lector, que expusiéramos los experimentos tan bellos como luminosos de M. Pasteur sobre un punto tan controvertido. Pero cómo reasumir los trabajos cuyo arte reside ante todo en una precisión extrema de detalle, y en una sagacidad que no deja escapar causa alguna de error? Nos contentaremos con exponer los resultados generales de los experimentos de M. Pasteur, los cuales pueden dividirse en tres series.

     La primera consiste en establecer que el aire contiene en suspensión corpúsculos organizados completamente semejantes a los gérmenes. Este hecho había sido negado y parecía desmentido por los trabajos de M. Pouchet, quien, analizando el polvo que recubre los muebles de las habitaciones, ha encontrado muy pocos o ninguno de los gérmenes o huevos de los infusorios: lo que se tomaba por tales eran granos de fécula de varios tamaños y de diversa estructura. Monsieur Pasteur, sin negar estos resultados que él no ha comprobado, hace observar que no debe analizarse el polvo en reposo; porque se halla expuesto a toda especie de variación subordinada a las corrientes de aire, las cuales arrastran principalmente los esporos o partículas organizadas más ligeras que las minerales. Según él, lo que debe estudiarse es el polvo suspendido en la atmósfera, lo que verifica por un procedimiento nuevo e ingenioso. He aquí el resultado de dichos análisis: estas sencillísimas manipulaciones permiten reconocer la existencia constante en el aire de un número variable de corpúsculos, cuya forma y estructura indican que están organizados. Sus dimensiones se elevan desde los más pequeñísimos diámetros hasta 1 por 100 al 1'5 por 100 y aún más de un milímetro. Unos son perfectamente esféricos y los otros ovoides de contornos más o menos claros; muchos son traslúcidos pero otros opacos con granulaciones en su interior. Los últimos, de puros contornos, se parecen de tal modo a los esporos del moho, que el más hábil micrógrafo no podría encontrar la diferencia... Pero en cuanto a afirmar que esto es un esporo, más aún, de una especie determinada, que se trata de un huevo y que éste es de tal o cual microcosmo, creo que no es posible. Me limito, en lo que me concierne, a declarar que estos corpúsculos están evidentemente organizados, y que se parecen por completo a los gérmenes de los organismos inferiores(64).

     M. Pasteur ha demostrado además que el número de estos corpúsculos disminuye a medida que se eleva en la atmósfera, en virtud de las leyes de la gravedad que les atrae hacia el suelo; en efecto, exponiendo diversos líquidos al aire libre a diferentes alturas, se obtienen tantas menos generaciones de las llamadas espontáneas cuanto más elevada es la región; en los sótanos del observatorio, en donde todos los polvos de la atmósfera deben caer al suelo, no hallándose sostenidos por las corrientes de aire, nada de esto se observa: hecho conforme con la hipótesis de la diseminación de los gérmenes.

     La segunda serie de experimentos de monsieur Pasteur consiste en eliminar por medio de las más hábiles y mejor combinadas operaciones los corpúsculos organizados, que se suponen ser los gérmenes, y en demostrar que en tales condiciones jamás se obtiene la génesis de los infusorios. Aquí tiene cabida la crítica del proceder experimental de M. Pouchet, el cual tomando todas las precauciones habituales para destruir los gérmenes, es decir, quemando y calcinando el aire en el que se opera, continúa sin embargo obteniendo generaciones espontáneas. El error de M. Pouchet señalado por Pasteur, consiste en el uso de la cubeta de mercurio, que se cubriría de gérmenes que se introducen sin duda alguna en los balones donde se realiza la operación, y de donde se cree haberlos expulsado ya de antemano. El hecho anterior se prueba en que variando el proceder operatorio no aparecen las generaciones espontáneas, y al contrario tomando una simple gota de mercurio con la cubeta en un laboratorio cualquiera, se obtienen con ella sola las producciones organizadas en el líquido más puro.

     La tercera serie de experimentos y la más original de todas consiste en obtener o suprimir a voluntad las producciones de infusorios, introduciendo o sacando los gérmenes recogidos por el primer método. Dichos experimentos son demasiado delicados para poder reasumirlos en este rápido bosquejo. Sólo indicaré aquí el más notable, sencillo y decisivo: se toma un balón lleno de un líquido muy fermentescible, se da al cuello diversas corvaduras calentándolo a la lámpara y se pone en ebullición durante algunos minutos, hasta que el vapor de agua salga en abundancia por la extremidad del cuello que permanece abierta sin otra precaución. El líquido del balón, -dice M. Pasteur- quedará indefinidamente sin alteración, hecho singular capaz de asombrar a toda persona habituada a la delicadeza de los experimentos sobre la generación espontánea. Lo que hace más notable este trabajo, es que de ordinario se toman los más exquisitos cuidados para evitar el contacto de aire exterior, y aquí quedando la abertura abierta, parece que el fluido atmosférico debe llevar consigo el principio de las producciones espontáneas, las cuales no llegan a realizarse. La razón se encuentra en que estando encorvado el cuello del tubo, los gérmenes se depositan en su superficie o se detienen a su entrada sin penetrar hasta el líquido. Si se rompe el cuello del balón por un golpe de lima, sin tocar su contenido, se obtienen inmediatamente producciones organizadas, porque el cuello queda abierto y permite la entrada de los gérmenes.

     Todavía se consigue esta contraprueba por otros medios igualmente descritos, todos de acuerdo con la hipótesis de la diseminación de los gérmenes.

     El jefe del nuevo materialismo alemán monsieur Moleschott, dice que no se debe concluir contra la generación espontánea por las vías naturales, por el hecho de no obtenerse artificialmente. Si nuestros medios químicos y mecánicos son insuficientes para producir de este modo seres vivos, se sigue que la naturaleza haya de tener necesidad para ello de otras vías que las de la mecánica y la química? Por ejemplo, -añade- la última no puede formar artificialmente rocas y minerales, y sin embargo nadie duda que la naturaleza no las haya producido anteriormente por los medios químicos. Lo mismo sucede en los seres organizados.

     Podemos decir desde luego que este ejemplo está muy mal escogido, porque precisamente la química, y esto se observa ya desde mucho tiempo, se halla en vías de constituir los minerales de un modo artificial. El primer ejemplo ha sido suministrado por James Hall que, siguiendo las ideas de su maestro Nutten, ha llegado a elaborar mármoles calentando la creta en vasos cerrados. Después, MM. Mitscherlisch, Bertlier, Wohler, Saint-Clair Deville, Daubrée, etcétera, se han distinguido por numerosos experimentos sobre la síntesis mineralógica(65). M. Daubrée especialmente se ha dedicado a la reproducción de las rocas(66) que M. Moleschott confiesa imposible. Pero para responder de un modo satisfactorio a las objeciones del ultimo filósofo, debe tenerse presente que los experimentos de M. Pasteur no ofrecen sólo un carácter negativo, sino también positivo, porque a más de demostrar que no se obtienen seres vivos en determinadas condiciones, hace ver que cambiando éstas se desarrollan a voluntad; según esto pueden obtenerse o suspenderse, como se quiera, las producciones organizadas, cuyo fenómeno constituye el verdadero carácter de los experimentos bien hechos. Pero cuál es la condición tan pronto suspensiva como favorable? Es la ausencia o la presencia de los gérmenes que existen en la atmósfera según lo han demostrado otros importantes trabajos.

     Añadamos, por fin, una última consideración, esto es, que los sabios que defienden en el día la generación espontánea, como Pouchet, Musset Joly, etc., jamás han pretendido crear organismos vivos con materia inerte, es decir, puramente mineral; ellos sostienen que la fermentación y la putrefacción pueden dar origen a seres dotados de vida; en una palabra, que la muerte puede nacer de la vida; pero se necesita siempre por lo menos una materia que haya vivido, de tal suerte que admitida la tesis queda el mismo abismo que antes entre la materia muerta y la viva.

     Por lo demás, en las ciencias experimentales, las demostraciones jamás poseen un valor absoluto y la autoridad de una conclusión sólo es relativa al número de hechos observados. Por esto no debe decirse que la generación espontánea es imposible, sino que en el estado actual de la ciencia no existe ningún hecho irrecusablemente demostrado de generación espontánea, que siempre que se han tomado las precauciones necesarias no se han realizado semejantes fenómenos, y que todos los argumentos que se hacían valer en pro de la enunciada doctrina han sucumbido ante la experiencia. Por limitadas que sean estas afirmaciones son aún de alta importancia porque obligan a sostener una suposición gratuita a los que las niegan.

     La hipótesis es sin duda permitida en las ciencias especulativas, allí donde es imposible tocar con el dedo las mismas cosas, pero jamás debe ser sin una base racional ni descansar sobre una necesidad y un deseo de nuestro espíritu. Por lo demás el materialismo, afirmando la generación espontánea, so pretexto de que la necesita para corroborar su sistema, forma una hipótesis sin valor alguno, cuyos hechos tales como son no le suministran los elementos.

     Para esquiar las dificultades anteriores monsieur Büchner propone una conjetura: Podría suponerse -dice- que los gérmenes de todo lo que existe dotados de la idea de la especie, han existido desde ab eterno. Pero quién no verá en esta hipótesis una contradicción manifiesta con el sistema general del autor? Por qué, cómo se han formado dichos gérmenes? Cuál es la fuerza de los elementos que los ha reunido para formar un germen, y un germen que contiene virtualmente la especie? Éste es un punto de vista de un idealismo completo. El cuerpo vivo no se distingue del cuerpo bruto por sus elementos, sino por su forma; y ésta, si no se admite la generación espontánea, supone una fuerza especial distinta de la misma materia. Por otra parte, la idea de la especie inherente al germen es un principio que pasa más allá de los datos del materialismo. El nuevo sistema se halla, pues, convicto de impotencia en sus proposiciones sobre el origen de la vida: es más feliz cuando trata de explicar el pensamiento?



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- VII -

La materia y el pensamiento.

     A primera vista, la hipótesis que reduce el pensamiento a una función del cerebro, parece presentarse con ciertas ventajas y no ser otra cosa que una aplicación rigorosa del método científico, porque he aquí en qué se apoya. En todas partes donde existe un cerebro, dícese, se encuentra un ser que piensa o cuanto menos inteligente en cierto grado; allí donde falta el cerebro, la inteligencia y el pensamiento igualmente decrecen en la misma proporción; lo que afecta a uno afecta al otro al mismo tiempo. La edad, la enfermedad y el sexo tienen una influencia a la vez muy parecida. Además, según el método baconiano, cuando una circunstancia produce un efecto por su presencia, y se suprime éste por su ausencia o se modifica por sus cambios, puede ser considerada como la verdadera causa de este efecto. El cerebro reúne tres condiciones en su relación con el pensamiento: es, pues, la causa del pensamiento.

     Pero yo haré notar desde luego que la ciencia tiene todavía mucho que hacer antes de haber demostrado rigurosamente las tres proposiciones que acabo de mencionar. Sin hablar de las dos primeras que no son absolutamente incontestables, la demostración de la tercera deja aún mucho que desear. Antes de establecer que los cambios del pensamiento son proporcionales a los del cerebro, convendría saber a qué circunstancia se debe precisamente en el cerebro el hecho del pensamiento: esto es lo que se ignora todavía, porque unos invocan el volumen, otros la composición química, otros, en fin, cierta acción dinámica invisible que es siempre fácil de suponer. Además, según los más eminentes fisiólogos, la fisiología del cerebro todavía se halla en la infancia, y las relaciones del pensamiento y del cerebro son completamente desconocidas(67). Por ejemplo, el estado del cerebro en la locura es una de las piedras de toque más notables de la anatomía patológica. Unos encuentran alguna cosa y otros no encuentran nada, absolutamente nada. Según M. Leuret, uno de los más distinguidos alienistas, no se encuentra alteración en el cerebro de un enajenado más que cuando la locura coexiste con otra enfermedad, tal como la parálisis general. Más aún, las alteraciones encontradas son tan diferentes, ofrecen tan poca constancia y regularidad que no hay razón para considerarlas como causas verdaderas. Sin embargo, si la locura es de larga duración, puede producir diversas alteraciones y observarse sus efectos en el cadáver. En dichos casos, para hablar como los médicos, no serían esenciales sino consecutivas. En fin, una última dificultad se desprende de la diferencia entre el hombre y el animal. Esta diferencia se explica suficientemente por la del cerebro? No lo parece, puesto que ciertos naturalistas insisten sobre la identidad del cerebro del hombre y el del mono, para probar que aquél ha podido pertenecer a esta especie, o al menos proceder como éste de un origen común. Aquí los materialistas se encuentran bastante embarazados; porque tan pronto se hallan interesados en probar que el hombre difiere del mono, como no. Quieren demostrar que el hombre no es una especie aislada en la naturaleza, y que ha podido en su origen confundirse con las especies inferiores, para lo cual aducen cierto número de analogías. Tratan de explicar la diferencia incontestable que existe entre el hombre actual y el mono: ellos insisten sobre las diferencias. Pero estas diferencias sobre las cuales se disputa y que algunos no quieren admitir, son bastante grandes para reconocer el abismo que separa las dos especies? Se invocan seres intermediarios, por una parte, el negro, por otra los gorilas, tan populares desde los viajes de M. de Chaillu. Ahora bien, pregunto yo: los gorilas serían capaces de fundar la república Haití o la de Liberia? Serían aptos para sustituir a los negros en el trabajo de la caña de azúcar? Proponed esta solución a los plantadores de América y ellos se verán obligados a contestar que los negros no proceden de los animales. Cuanta mayor sea la analogía entre la constitución de su cerebro y la del mono, más resaltará que la diferencia de las facultades intelectuales estriba en alguna condición inasequible a los sentidos.

     Por otra parte, aún suponiendo que estuviesen probadas estas tres proposiciones, no por eso estaría más adelantado el materialismo; porque bastaría admitir que el cerebro es la condición del pensamiento sin ser su causa, para que los hechos mencionados se explicasen lo mismo en una hipótesis que en otra. Supóngase, en efecto, un instante en que el pensamiento humano sea de tal naturaleza que no pueda existir sin sensaciones, sin imágenes y sin signos (no quiero decir que el cerebro no pueda tener otro pensamiento más que éste); supóngase, digo, que tal sea la condición del pensamiento humano: no se comprende que entonces le sería necesario un sistema nervioso para que la sensación fuese posible, y un centro nervioso para la concentración de las sensaciones, la formación de las imágenes y de los signos? El cerebro sería en este caso el órgano de la imaginación y del lenguaje sin las cuales no habría pensamiento para el espíritu humano.

     Resultaría de esto que lo mismo que a un ciego le falta un origen de sensaciones y por consiguiente de ideas, el espíritu al cual faltaría cierta parte del cerebro, o que estaría afectado en las condiciones cerebrales necesarias a la formación de las imágenes y de los signos, se haría incapaz de pensar, puesto que el pensamiento puro, sin relación con lo sensible, parece imposible en las condiciones actuales de nuestra existencia finita. Se ve que las relaciones entre el cerebro y el pensamiento se conciben tan bien en la hipótesis espiritualista como en la contraria, y las mismas dificultades que presenta la una desaparecerían en la otra. Por ejemplo, de dónde vendría la diferencia del hombre y del animal? Ella tendría su causa no sólo en la diferencia de cerebros que en la de la fuerza interna, de la fuerza pensante, que en el animal no sabría combinar más que un pequeño numero de imágenes, y no sabrían trasformar los signos naturales en artificiales. Las condiciones físicas del pensamiento serían idénticas en uno y en otro caso; sólo serían modificadas las fuerzas inmateriales de la fuerza pensante. Lo mismo sucedería en los casos de locura, los cuales reconocerían por causa ya las alteraciones orgánicas que afectarían el órgano de la imaginación y de los signos, ya las puramente morales que pondrían al alma fuera del estado de gobernar sus sensaciones, de combinar las imágenes y los signos y que le harían pasar del estado de reposo al de movimiento.

     Si se admite, con ciertos fisiólogos, un dinamismo cerebral, y si se explica la locura o la imbecilidad por las variaciones de intensidad en las fuerzas cerebrales, por qué no admitir un dinamismo intelectual y moral que reside en una sustancia elemental o indivisible, y que es susceptible igualmente de ciertas variaciones de intensidad, cuya causa tan pronto se halla en ella, tan pronto fuera? Por haberse colocado bajo un punto de vista superficial y por no haber examinado suficientemente todos los aspectos de la cuestión, ha creído el materialisino que podía deducir de este hecho que el cerebro es indispensable a la producción del pensamiento, para concluir después que dicho órgano es el sujeto mismo de éste.

     Pero no basta demostrar que los hechos citados por los materialistas se explican también, y tal vez mejor, por la hipótesis contraria, porque en tal caso sólo resultaría que el espíritu debe quedar indiferente y suspendido entre las dos hipótesis. Hay más: existen ciertos hechos decisivos según nosotros, ciertos caracteres eminentes del pensamiento que parecen del todo incompatibles con el materialismo. Sabido es cuáles son éstos; por poco que se haya estudiado la cuestión, se adivina desde luego que queremos hablar de la identidad personal y de la unidad del pensamiento. Estos hechos son bien conocidos, y sus consecuencias han sido mil veces expuestas. Es falta nuestra si el materialismo las omite sistemáticamente, y nos obliga sin cesar a oponerlas de nuevo?

     La identidad personal no se la define pero se la siente. Cada uno de nosotros sabe bien que siempre permanece el mismo en cada uno de los instantes cuya duración componen su existencia, esto es lo que se llama identidad. Se manifiesta claramente en tres caracteres principales: el pensamiento, la memoria y la responsabilidad. El hecho más sencillo del pensamiento supone que el sujeto que piensa permanece el mismo en dos momentos diferentes. Todo pensamiento es sucesivo; si se le contesta de juicio, no se le contestará por el raciocinio; si por el raciocinio bajo la forma más sencilla, no se le contestará por la demostración que se compone de muchos raciocinios. Es necesario admitir evidentemente que es el mismo espíritu que pasa por todos los momentos de una demostración. Suponed tres personas de las cuales la una piensa una mayor, la otra una menor y la última una conclusión: tendríais un pensamiento común, una demostración común? No: es necesario que los tres elementos se reúnan en un todo en el mismo espíritu. La memoria nos conduce a la misma conclusión. Yo no me acuerdo más que de mí mismo, -ha dicho muy bien M. Royer-Collard,- las cosas exteriores, las otras personas no entran en mi memoria más que a condición de haber ya pasado por el conocimiento; de éste, pues, me acuerdo y no de la cosa misma. Yo no podría recordar lo que otro ha hecho, dicho o pensado; la memoria supone un enlace continuo entre el yo pasado y el yo presente. En fin, nadie es responsable más que de sí mismo, y si lo es de otros, lo será en la proporción que haya podido influir sobre ellos o por ellos. Cómo podré responder de lo que otro haya hecho antes de mi nacimiento? Así, el pensamiento, la memoria, la responsabilidad... tales son los brillantes testimonios de nuestra identidad, y uno de los hechos capitales que caracterizan el espíritu.

     Existe además en el cuerpo humano otro hecho capital, pero contrario al precedente; es lo que se llama el torbellino vital o el cambio perpetuo de materia que se realiza entre los cuerpos vivos y el mundo exterior, y el cual se manifiesta por la nutrición. Nosotros sabemos que los seres organizados tienen necesidad de nutrirse, es decir, de tomar a los cuerpos extraños cierta cantidad de sustancias para reparar las pérdidas que continuamente sufren. Si los cuerpos vivos conservasen toda la materia adquirida y sin cesar introdujesen de nueva, sus dimensiones crecerían de un modo indeterminado: esto es lo que sucede hasta cierta edad, pero el crecimiento se detiene y el cuerpo permanece estacionario en sus dimensiones. Está, pues, fuera de duda que aquél pierde próximamente casi tanto como gana, y que por lo tanto la vida no es más que una circulación: esto ha sido reconocido por los más eminentes naturalistas. Citaré sólo las bellísimas frases de Cuvier: en el cuerpo vivo -dice- ninguna molécula ocupa un sitio fijo, todas entran y salen sucesivamente; la vida es un torbellino continuo, cuya dirección, por complicada que sea, permanece siempre constante, así como la especie de moléculas que lo constituyen, pero no las mismas moléculas individuales. Al contrario, la materia actual del cuerpo vivo dejará pronto de existir, y sin embargo ella es la depositaria de la fuerza que obligará a la materia futura a seguir su misma dirección. Por esta razón a los cuerpos les es más esencial su forma que su materia, puesto que esta cambia sin cesar, mientras que aquélla se conserva.

     Sin insistir sobre este hecho que nos ha ocupado ya más arriba(68) y que ha sido confirmado por todos los fisiólogos, diremos que el problema para el materialismo es conciliar la identidad personal del espíritu con la mutabilidad perpetua del cuerpo organizado. Por otra parte, es necesario reconocer que los materialistas no se han tomado jamás mucho empeño en resolver este problema, y el Dr. Büchner ni aún siquiera lo indica. La identidad sin embargo no puede resultar del cambio, ni la unidad, de lo compuesto; si esto sucede, falta explicar cómo se realiza.

     La primera explicación que podría darse, es la indicada en el párrafo de Cuvier antes citado; este torbellino vital -se dirá- tiene una dirección constante; en el cambio de la materia hay algo que permanece siempre lo mismo y esto es la forma. Los materialistas se fijan, se desprenden y se reemplazan, pero siempre en el mismo orden y en idénticas proporciones. Así las facciones no varían a pesar del cambio de las partes; la cicatriz permanece indeleble aunque las moléculas heridas hayan desaparecido mucho tiempo. De esta manera posee el cuerpo vivo una individualidad, en cierto modo abstracta, que resulta de la persistencia de las relaciones y que es el fundamento de la identidad del yo.

     Tal explicación sólo puede satisfacer los que no lleguen a darse cuenta de las condiciones del problema; porque suponiendo que pueda explicarse esta fijeza de tipo ya individual, ya genérica por un simple juego de la materia, por las acciones químicas o mecánicas, no deberá perderse de vista que tal identidad así producida no será más que aparente y exterior, semejante a la de esas petrificaciones en las que todas las moléculas vegetales son poco a poco reemplazadas por las minerales sin que cambie la forma del objeto. Nosotros creemos que éste no es idéntico en realidad, y sobre todo que no lo es por sí mismo(69), y que en dicha hipótesis es imposible encontrar fundamento a la conciencia y al recuerdo de la identidad. Porque -pregunto- dónde se colocará el recuerdo en este objeto siempre en movimiento? Será en los elementos o en las moléculas mismas? Pero puesto que ellas desaparecen, las que entran no pueden acordarse de las que salen; estará en la relación de los elementos? Esto le sería necesario porque es lo único que dura verdaderamente; pero qué significa una relación que piensa en sí misma, que se acuerda de sí misma y que es responsable? Son otras tantas abstracciones ininteligibles de que hacemos gracia a nuestros lectores.

     Se podía volver a la hipótesis siguiente: a medida que las moléculas entran en el cuerpo, por ejemplo en el cerebro, van a ocupar el mismo sitio de las precedentes, ofrecen las mismas relaciones con las inmediatas, y son arrastradas con el mismo torbellino que aquéllas a las cuales sustituyen. Ahora bien, en la hipótesis de que el pensamiento es una vibración de fibras cerebrales, puesto que en la actualidad todo se explica por las vibraciones, cada molécula nueva vibrará como las precedentes, dará la misma nota y entonces se creerá percibir idéntico sonido; se tendrá, pues, el propio pensamiento que antes aunque la molécula haya cambiado, y en este caso el hombre será el mismo individuo. Tal explicación sin embargo, nada tiene de satisfactorio, porque la identidad de persona no implica la identidad del pensamiento. Un individuo puede oscilar entre ideas y pensamientos opuestos sin dejar de ser el mismo; y al contrario, dos hombres pensando una misma cosa a la vez, no constituirán uno solo y mismo hombre; muchas cuerdas dan la misma nota, pero no por eso son una misma cuerda. Así la identidad de vibraciones no explica más que la persistencia de la forma, la conciencia de la identidad personal.

     Kant ha emitido otra hipótesis: una bola elástica -dice- que choca con otra colocada en la misma dirección, le comunica todo su movimiento y por consiguiente todo su estado. Admítanse ahora por analogía moléculas cuyas representaciones trasmitirían de una a otra al mismo tiempo que la conciencia que las acompaña, y se concebirá toda una serie de sustancias, de las cuales la primera, comunicaría su estado con la conciencia que ella tiene a la segunda; ésta su propio estado más el de la sustancia precedente a la tercera; ésta verificaría los mismos fenómenos con la cuarta, y así sucesivamente... La última sustancia tendría, pues, conciencia de los estados precedentes como de los suyos propios, y sin embargo no sería la misma persona en todos ellos. A pesar de la respetable autoridad del genio de Kant, declaramos que nos parece ininteligible la hipótesis que aquí propone. Desde luego la idea de una bola que comunica su movimiento a otra, es ya una concepción que ninguna exactitud ofrece a nuestra mente. Cuando una bola choca con otra, nosotros vemos que la segunda se mueve después de la primera, pero nosotros no podemos representar un movimiento que pasaría de una a otra; el movimiento de la segunda no es la misma cosa que el de la primera, es otro distinto que resulta del precedente. Hacer del movimiento algo que pasara de una bola a otra, es concebir una sustancia que se trasporta de un sitio a otro. El movimiento no ofrece nada de análogo. Si pues una sustancia pudiese comunicar a otra su estado, sólo un estado semejante podría producirse en la última obedeciendo a ciertas leyes y como consecuencia del anterior de la primera: cómo, pues, podría trasportarse este estado con la conciencia que le acompaña?

     Según las ideas que poseemos de la conciencia nos parece esencialmente incomunicable e intrasmisible. Yo puedo comunicar a mis hijos mis ideas, mis sentimientos, mis hábitos, es decir, puedo provocar en ellos estados semejantes a los míos; pero comunicarles mi conciencia de tal suerte que ellos a su vez se conviertan en yo, es una operación mágica de la cual no encontramos ejemplo alguno en la experiencia, y que en modo alguno nos podemos representar. Tener conciencia del estado de otra es una contradicción en los términos. La representación acompañada de la conciencia que se trasportaría así de sustancia en sustancia no sería más que el yo mismo bajo otro nombre, y se distinguiría precisamente por ello de la serie de sustancias transitorias a las cuales estaría sucesivamente asociado. Tal es, según nuestro juicio, la única manera con que podemos representarnos las cosas; y nosotros llamamos sobre este punto a la conciencia de cada uno.

     Se puede aún replicar: Vosotros razonáis en una hipótesis que no es la verdadera, tenéis la pretensión de creer que el cerebro humano cambia totalmente de minuto en minuto, de segundo en segundo; esto no es así, el cerebro no se trasforma más que sucesivamente. Por otra parte el yo permanece inmóvil? No cambia él también de un instante a otro? Es que el joven es el mismo que el adulto y éste lo mismo que el viejo? Así, ni el cambio es absoluto en el cuerpo, ni la inmovilidad en el alma. No podrían tener algunos puntos de contacto? La conciencia de la identidad correspondería en nosotros a la parte durable del cerebro, y la conciencia del cambio a la mutable. De esta suerte se reunirían en el hombre, según la expresión de Platón, el uno y los muchos el mismo y el otro. Esto es todo lo más que se puede decir en pro del materialismo; pero no creo que nadie se haya tomado la molestia de ir tan lejos en su justificación: somos nosotros los que queremos suministrarle armas. Como quiera que sea esta última manera de ver no nos satisface más que las precedentes. Habría desde luego algo extraño y es que el hombre perdería a cada instante una parte de sí mismo, volviéndose a completar de nuevo en el mismo momento. Al cabo de cierto tiempo no tendría más que las tres cuartas partes del yo, después la mitad, luego la cuarta parte y por último nada. Es éste el cuadro fiel de lo que nosotros experimentamos, cuando nos trasformarnos? Los fenómenos cambian, pero los atribuimos siempre al mismo individuo; hay variaciones de intensidad, en la conciencia de este yo permanente, trastornos, revoluciones y otros mil accidentes; pero el ser persiste y se le vuelve a encontrar siempre después de los desfallecimientos, excitaciones y alteraciones de toda la naturaleza a las cuales se halla sujeto.

     Ahora bien; esos cambios orgánicos, aunque se operen con más lentitud, no por eso dejan al fin de producir los mismos efectos. Al cabo de muchos años un nuevo yo habría sucedido al precedente; supongamos que la renovación se haga en cuatro tiempos correspondientes a las cuatro edades de la vida: habrá, pues, un yo niño, un yo joven, un yo adulto y un yo viejo. Pero éstos son cuatro hombres diferentes que en cierto modo se heredan unos a otros. Como se reúnen para formar uno solo, que se posea a sí mismo, que tenga conciencia y memoria de su identidad? Aquí ésta no será más que aparente, pareciéndose esto a lo que sucede en un teatro o en un espectáculo público donde se reúnen sucesivamente muchos hombres, que si bien su conformación y caracteres obedecen a un mismo tipo, en el fondo son del todo diferentes.

     Examinemos una última hipótesis: puede decirse que todo no cambia en el cuerpo vivo, existe algo inmutable, y que este algo es el fundamento de la individualidad y de la identidad. Quién afirma que se renueve continuamente todo el cerebro, y que no exista una parte del mismo a donde no pueda penetrar el cambio? Esto es una hipótesis tanto más plausible, cuanto que nosotros no vemos la renovación de la materia cerebral. Yo respondo desde luego que esto no se halla indicado por observación alguna, que a lo más sería una pura hipótesis como la misma alma considerada como tal por los materialistas.

     En segundo lugar esta materia inmutable oculta en el fondo de la materia móvil y visible, esa materia hipotética que constituiría el ser individual e idéntico, está organizada o no? Si está organizada, cómo puede escapar a sus leyes, de las cuales la primera es la nutrición, es decir, el cambio de partes, más aún el movimiento? Cómo, pues, sería inmutable? Es inorgánica? Y dónde se ha visto que esta materia es capaz de pensar? La experiencia sólo nos presenta al pensamiento unido a la materia organizada. Así, pues, cuando pensara, no sería semejante ni a la materia inorgánica ni a la organizada, es decir, a las dos únicas especies que conocemos. Es, pues, una materia que escapa a los medios experimentales, y que por consiguiente cae ante las mismas objeciones que se hacen al alma. Es una hipótesis gratuita exigida por las necesidades del positivismo pero de ningún modo indicada por los hechos.

     Me limito a las precedentes consideraciones sacadas de la identidad del sujeto que piensa; en cuanto a las que dimanan de su unidad son tan conocidas y de tal modo están divulgadas que es inútil insistir en ellas; además pertenecen al mismo orden que las anteriores. Voy a limitarme a algunas indicaciones generales.

     La unidad del yo es un hecho indudable. Toda la cuestión se reduce a saber si es una resultante o un hecho indivisible. Si sucede lo primero, la conciencia que nos atestigua esta unidad es también una resultante; y esto no sólo lo sostienen los materialistas, sino también los panteístas, pero jamás lo han probado ni aún explicado. Porque cómo admitir y comprender que dos partes distintas tengan una conciencia común? Que una individualidad completamente externa pueda resultar de cierta combinación de partes como en un autómata, se comprende; pero tal objeto jamás será un individuo por sí mismo, ni tendrá conciencia de ser un yo. Además, para el materialismo, el hombre no puede ser otra cosa que un autómata infinitamente más complicado que los autómatas del arte humano, pero semejante a ellos en el fondo. Dónde podrá residir la conciencia del yo en semejante máquina?

     Si admitís, como Diderot parece creerlo, con Leibniz, que hay en los elementos mismos de la materia un principio de conciencia y una especie de percepción sorda, yo digo que eso no es posible sino a condición de que estos elementos o átomos sean simples e irreductibles, es decir, verdaderas monadas, según la expresión del último autor. Pero entonces porque se rehúsa admitir que algunas de estas monadas puedan pasar de una conciencia apagada e incompleta a otra clara y distinta, de la inercia a la vida, de la vida a la sensibilidad y de la sensibilidad al pensamiento? Y no serían entonces verdaderas almas? Si se persiste en sostener que la conciencia total se forma por la suma y adición de las conciencias imperfectas, nosotros defenderemos por nuestra parte que aunque se añadiese una a una todas las del universo, jamás se llegará a formar una conciencia individual y única. La unidad percibida por fuera puede ser el resultado de una composición, pero no cuando se concibe ella misma en su esencia.



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- VIII -

El materialismo en Francia. -M. Luis Viardot.

     Anteriormente hemos dicho(70) que el materialismo había encontrado recientemente en Francia un intérprete muy circunspecto que, sin aducir nuevos materiales y sin avanzar nada más que lo que a sí propio pertenece, con ausilio de citas felizmente escogidas tomadas a manos llenas de los más ilustres autores, ha compuesto un escrito más corto aún que el del doctor Büchner, menos científico, pero más fácil de leer y destinado por ello a obtener un prodigioso resultado.

     Nosotros podemos decir que el Libre examen de M. L. Viardot es un libro lleno de erudición, porque en cada página cita a Bayle y a Voltaire; elocuente, porque sin cesar se ponen a contribución a Pascal, Diderot, Gthe, Montaigne, etcétera. Este manual del libre pensador merece una refutación, no por él mismo sino por las autoridades que invoca. Además, esto nos ofrecerá ocasión de reasumir y repasar la cuestión en su conjunto, prescindiendo de las discusiones que propiamente pertenecen a las ciencias para colocarnos sólo en el terreno filosófico.

     El autor, preciso es confesarlo, se forma una composición muy bella; él pone de su parte a todos los filósofos cuyas doctrinas no son rigurosamente ortodoxas. Sainte -Beuve, en una carta que el autor inserta en su prefacio, le escribía: Vos sois de la religión de Demócrito, Aristoto, Epicuro, Lucrecio, Séneca, Spinosa, Buffon, Diderot, Gthe y Humboldt. No puede dudarse que es una magnífica compañía. Esto es evidente, y nadie se avergonzaría de contarse entre ellos. Pero cuántas confusiones en esta enumeración arbitraria! Demócrito y Aristoto no profesan la misma religión. Qué semejanza existe entre la doctrina de los átomos y la del Acto puro, soberanamente amable y deseable, del cual depende el universo entero y hacia el cual aspira? Qué analogía entre la teoría de la casualidad de Epicuro y la de Séneca, de Marco-Aurelio, de Epicteto, en una palabra, del estoicismo sobre la Providencia, doctrina tan profundamente religiosa, que no habría más que cambiar algunas palabras para que las plegarias estoicianas (como la de Cleanto) se convirtiesen en plegarias cristianas. Spinosa no es un ateo, por más que se haya dicho; Gthe lo es menos aún, porque nadie abriga un sentimiento tan profundo de la armonía universal, la cual es imposible sin un principio de orden y de razón. Los teólogos son los que comúnmente dividen el mundo en dos clases: los creyentes y los ateos. Los filósofos deben hacer más divisiones y admitir variedades intermedias. De la misma manera que yo no dejaría entrar en el infierno a cualquiera que no poseyese exactamente la filosofía del Credo, o también la del Vicario saboyano, así tampoco apruebo a los que, como Lalande en su Diccionario de los ateos, obligan a penetrar en su campo al que los complace con algún atrevido pensamiento o cierta libertad en el lenguaje. Monsieur Viardot forma toda una doctrina con auxilio de las citas de Pascal, Voltaire, Montaigne y Lucrecio, como si todos estos filósofos perteneciesen a una misma escuela; esto es un espejismo por el cual no debe dejarse sorprender. Sin duda alguna existen entre los filósofos muchos grados y variedades de creencia, y sólo la Iglesia puede tener un credo absoluto; pero si se toma el término medio y la resultante entre todos los grandes sistemas filosóficos desde Platón hasta Hegel, se verá que la concepción de un orden divino, principio, tipo y fin del orden terrestre y materiales mucho más importante que la concepción contraria por el número de adeptos y grandeza de los genios que la han sostenido.

     El autor del Libre examen comienza sus ataques contra el Deísmo, invocando la inmensidad del mundo más y más demostrada -dice él- por la ciencia. Al pequeño mundo, cuyo centro era la tierra, Copérnico y Galileo han sustituido la concepción de otro mundo en el cual nuestra tierra no sería más que un rincon en el universo, según la expresión de Pascal y al cual definía este mismo autor, una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. La magnífica teoría de los dos infinitos, desarrollada en este célebre pasaje, es el programa cuya profunda verdad va estableciendo la ciencia cada día. El telescopio no encuentra límite alguno a la inmensidad de lo infinitamente grande; el microscopio no descubre el último término en la profundidad de lo infinitamente pequeño.

     De esta infinidad en todos sentidos que nos presenta el universo, concluye nuestro filósofo en la imposibilidad de la creación Qué relación hay entre estas dos ideas? Esto es lo que no se ve con claridad. Cómo excluiría al creador la infinidad en el campo de la criatura? Al contrario, todos los grandes metafísicos del siglo XVII, Descartes, Malebranche y Leibniz han creído y confesado que Dios no puede resolverse a crear, sin tener una razón infinita para ello; es decir, sin que la creación manifestase en cierto modo el infinito. Por otra parte, la criatura no puede poseer en sí misma el infinito, ella sólo puede tenerlo por imagen, por analogía bajo la forma del espacio y del tiempo.

     Suponiendo que fuese real la infinidad del mundo, no se concibe como por esta misma circunstancia debía implicar su existencia absoluta(71). Si hay razones para suponer que cada criatura depende de la existencia de un creador, qué importa el número de las criaturas? Y cómo se destruiría esta dependencia, siendo infinito su número? Al contrario, no parece que la sublimidad de la obra revele la grandeza del artífice? Un mundo infinito no supone una potencia infinita y una fuerza también infinita? Y este carácter del soberano poder, no es uno de los atributos por medio de los cuales se manifiesta la majestad divina?

     Llenaría el espacio inmenso una materia primera, desnuda y pobre, destituida de toda vitalidad y energía, formando mundos, cuyas partes son otros mundos, constituidos por partes que a su vez serían de la misma naturaleza que del todo, y esto sucediéndose sin fin? No necesitaréis atribuir al menos a vuestra materia, es decir, a la causa desconocida y al fundamento inaccesible del universo, lo que vosotros llamáis la fuerza, esto es, la actividad, y puesto que el producto es infinito, una actividad también infinita? Para explicar la forma de las cosas, pronto veremos que necesitaréis añadir a ésta una sabiduría y una razón superior, y para dar cuenta de los progresos del mundo hacia el bien una bondad infinita; de este modo surgirá Dios de sus mismas cenizas, y de ese abismo de la nada de donde pretendéis vosotros que parte todo, no podréis hacer salir nada (ex nihilo, nihil) sino añadiendo a lo que llamáis materia todos los atributos de la divinidad.

     La eternidad del mundo no es como su inmensidad una objeción contra la creación. Leibniz, que debía conocerse en metafísica y que sabía el valor de lo que hablaba, no temió sostener la doctrina de una creación eterna. En buena filosofía, creación sólo expresa una relación de dependencia y no una relación de tiempo. Si la existencia de los seres en la actualidad no se realiza más que por el poder de un creador, pudo suceder lo mismo en los seres de ayer y en los de días anteriores y si nos vamos remontando sucesivamente sin detener jamás el raciocinio, no tendremos razón alguna para suprimir el lazo de dependencia que une los seres contingentes al estado absoluto.

     El no principio no significa de ningún modo la existencia por sí mismo. Todos los teólogos y metafísicos admiten que Dios es eterno en el mismo acto de la creación; porque Dios no está en el tiempo, no está en la historia, ni obró en un momento ni en un día dado; su acción es un acto absoluto y fuera del tiempo. Si esto es así, y si el acto creador considerado en sí mismo es indivisible y absoluto, por qué principiaría a manifestarse en el tiempo un día más bien que otro, y por qué tendría un principio la existencia fenomenal y contingente? Así la doctrina de un no principio del mundo no excluye en manera alguna la necesidad de una causa primera.

     Pero yo añado que esta doctrina de un no principio está rodeada de las más graves dificultades de las cuales apenas se cuida el autor; él la cree demostrada por la ciencia moderna, y no ve que confunde dos dominios absolutamente distintos: el de la física y el de la metafísica. La doctrina física sobre la perpetuidad de la materia no nos enseña nada sobre su principio. La experiencia nos hace ver que, dado el universo, la cantidad de fuerza es siempre la misma, y Leibniz, que fue el primero que demostró esta verdad, vio en ello un brillante testimonio de la sabiduría divina; sostenía que no era esto una ley geométrica, sino una ley de conveniencia y de orden, de lo cual sólo era permitido concluir que el universo no estaba regido por una necesidad bruta.

     Pero cualesquiera que sean sus ideas sobre este punto, esta ley no es después de todo más que una ley física como las demás, que supone ya existente al universo pero que de ningún modo prueba la existencia absoluta. He aquí la verdad: en un universo dado, esta ley es la más universal que nosotros conocemos; pero falta que exista el universo, y aquí es precisamente donde para nada nos sirve la perpetuidad de la fuerza. Lo que la ciencia no admite es que en el universo tal como existe haya creación o destrucción de fuerzas: concedido; la cantidad de fuerza que en él se manifiesta existe de una vez para todas; pero que el mundo haya principiado o no a existir, es lo que la ciencia ignora de una manera absoluta y de lo cual no se cuida.

     Si la fuerza -se dirá- ha sido creada, por qué Dios no crea cada día otras nuevas? Porque tales creaciones serían milagros, y Dios no está dispuesto a hacerlos todos los días. La creación no implica como consecuencia que no haya leyes en la naturaleza; al contrario, un mundo que esté a ellas sometido es evidentemente más digno de Dios que en el caso opuesto: por otra parte, una de estas leyes, la más elevada de todas, es la de no haber creación ni aniquilamiento de fuerza (falta aún reservarse considerar el mundo moral). De que Dios no deje violar esa ley, se sigue que no la haya él establecido? Si yo os constituyo un capital a condición de que no podáis enajenarlo, se desprende por esto de que no proceda de mí?

     Las propiedades de la fuerza por lo tanto son todas relativas: ellas suponen la fuerza misma: ésta no existe en virtud de su perpetuidad, que no es más que un corolario de su existencia. El autor del Libre examen no toca ninguna de estas cuestiones, salta sin titubear las más notables y difíciles. Se necesita tanto razonamiento -se dirá- para creer en Dios? No sin duda alguna; basta para ello el sentido común; pero se puede decir con Bacon: si un poco de conciencia nos aleja de Dios, una ciencia más profunda nos atrae al mismo.

     Es una consecuencia de la confusión entre la física y la metafísica el exclamar con Sainte-Beuve: La creación sería el primero de los milagros. Causa asombro el ver una inteligencia tan clara y tan sutil incurrir en una confusión tan grave de ideas. La idea del milagro sólo se refiere a una naturaleza ya existente, pero no puede de ningún modo aplicarse con justicia al acto por el cual existe, porque éste, cualquiera que sea, no puede ser concebido más que como sobrenatural. El milagro es una excepción o suspensión de las leyes de la naturaleza; por lo tanto implica ya una naturaleza cuyas leyes serían suspendidas. Además, en la hipótesis de que aquélla no existiera todavía, su aparición no podría oponerse a ninguna ley natural, la cual no se concibe aislada, en abstracto sin una naturaleza a quien regir o gobernar. Sería; pues, muy impropio llamar milagro a la realización de tal acto, y aún coaservándole dicho nombre, este milagro que constituiría la misma naturaleza, que sería el origen, el fundamento de ella, no podría hallarse sometido a ninguna de las objeciones que, con razón o sin ella, se levantan en contra de los milagros en una naturaleza dada. El autor se expresa en los siguientes términos: El milagro está condenado a priori porque es contrario al orden general que rige al mundo, y a posteriori porque jamás se ha demostrado su realidad ni histórica ni científicamente. Ninguna de estas dos razones, por mucho valor que puedan tener en sí mismas, bastan para destruir la creación: porque cómo podía ser contrario al orden del mundo antes que tal orden existiese? Y cómo había de ser demostrado históricamente antes de existir tal historia? No sólo no se dice nada contra la creación, al objetar que sería un acto sobrenatural, sino que cualquiera que posea los primeros elementos de la metafísica deberá conceder que el acto, sea cual fuere, por el cual existe la naturaleza, no puede ser rigurosamente hablando más que sobrenatural.

     Lo natural es lo que dimana de la naturaleza, es lo que se explica por las propiedades de ésta, cuando se haya referido a las leyes primordiales del movimiento; concedido: pero éste que lo explica todo, no se explica a sí mismo, ni aún la existencia de la materia, de la cual no es más que una propiedad. En fin, si se prescinde hasta de la hipótesis de una materia y de una fuerza coeternas, como siendo una y otra entidades metafísicas, y se concibe exclusivamente a la naturaleza como una cadena de fenómenos, cada uno de éstos en particular tendrá su razón de ser en la serie de que forma parte; pero la totalidad, la serie entera no puede decirse que existe por sí misma sino en virtud de una fuerza y de una ley que es superior a todas las fuerzas y a todas las leyes de la materia, puesto que aún una vez esto sería la ley primordial que constituiría la materia misma con todas sus leyes. De cualquier modo que nos representemos el origen de las cosas, nos es imposible escapar a lo sobrenatural, la objeción no vale más contra una hipótesis que contra otra, y la que se saca de la imposibilidad de los milagros cae por su base.

     Debe notarse la misma confusión de ideas en esta máxima de M. E. Havet, citada, por el autor: "La ciencia es esencialmente irreligiosa, puesto que la religión se confunde con lo sobrenatural. No es esto lo mismo que si se dijera: la ciencia de la naturaleza, es anti-estética, porque la estética tiene por objeto lo ideal y la ciencia lo real y se concluyera que la ciencia una vez exista; pero su existencia misma no puede resultar de las últimas, porque sus propiedades ya la suponen. Prescindamos de la hipótesis de la creación ex nihilo, supongamos que el universo sale de la sustancia divina por vía de emanación, este origen de la naturaleza será menos sobrenatural que la misma creación? No por cierto; porque aún en esta hipótesis la naturaleza no encontraría fuera de sí su origen y su razón? Admitís con Spinosa una naturaleza naturante y una naturaleza naturada, y no veis que jugáis aquí con la palabra naturaleza, y que la primera es aún sobre-natural con relación a la segunda? Además a la segunda sola llamamos naturaleza; ésta es la única que cae bajo nuestros sentidos, la única que la ciencia estudia y cuyas leyes determina y sería un solecismo de primer orden en la doctrina misma de Spinosa, confundir la primera con la segunda, es decir, a Dios con el universo. Se puede llegar hasta decir que en la hipótesis de una materia eterna y necesaria, único principio del ser y de la vida, la existencia de tal materia sería también un hecho sobrenatural; yo entiendo que no se explicaría por las fuerzas de la naturaleza; ellas pueden servir para dar cuenta de los fenómenos por los cuales se manifiesta, pero no de la necesidad en virtud de la cual existe.

     Por ejemplo, según una hipótesis el universo resulta del movimiento de los átomos; por lo tanto se habrá explicado todo naturalmente, cuando se haya referido a las leyes primordiales del movimiento; concedido: pero este que lo explica todo, no se explica a sí mismo, ni aún la existencia de la materia, de la cual no es más que una propiedad. En fin, si se prescinde hasta de la hipótesis de una materia y de una fuerza coeternas, como siendo una y otra entidades metafísicas, y se concibe exclusivamente a la naturaleza como una cadena de fenómenos, cada uno de éstos en particular tendrá su razón de ser en la serie de que forma parte; pero la totalidad, la serie entera no puede decirse que existe por sí misma sino en virtud de una fuerza y de una ley que es superior a todas las fuerzas y a todas las leyes de la materia, puesto que aún una vez esto sería la ley primordial que constituiría la materia misma con todas sus leyes. De cualquier modo que nos representemos el origen de las cosas, nos es imposible escapar a lo sobrenatural, la objeción no vale más contra una hipótesis que contra otra, y la que se saca de la imposibilidad de los milagros cae por su base.

     Debe notarse la misma confusión de ideas en esta máxima de M. E. Havet, citada por el autor: "La ciencia es esencialmente irreligiosa, puesto que la religión se confunde con lo sobrenatural." No es esto lo mismo que si se dijera: "la ciencia de la naturaleza es anti-estética, porque la estética tiene por objeto lo ideal y la ciencia lo real" y se concluyera que la ciencia es la negación del arte? Sin duda la religión es una cosa, y la ciencia otra, pero precisamente porque ésta estudia lo natural, ni tiene autoridad ni competencia para negar lo que no comprende, lo que está sobre ella. Parte de la naturaleza como un hecho; pero cómo y por qué existe? Esto es lo que no sabe, lo que no dice y lo que no busca; no es, pues, ni religiosa ni antirreligiosa: es lo que es y nada más, la explicación de los fenómenos por las causas naturales: lo que está sobre ella y la ignorancia no es una negación. Por otra parte, la explicación científica de los fenómenos no es menos religioso que el sistema contrario, y aún puede sostenerse muy alto que lo es más. Es defendible con Leibniz y con Kant que un creador que ha hecho una obra capaz de desarrollarse por sus propias leyes y por sus propias fuerzas es más grande que otro que continuamente pusiera sus manos sobre ella.

     Éste es el fondo del debate entre Leibniz y Clarke. Una creación en donde apareciera todos los días la mano de Dios, no sería tal creación, sino una sucesión de fenómenos cuya única causa y cuyo único agente sería Dios; de aquí a decir que él es la única sustancia no hay más que un paso. La creación implica cierta independencia de la criatura y por consiguiente de las leyes y de las fuerzas que les son propias. Si se admite con Boileau que Dios es el que truena, es necesario también admitir que Él es quien muge en el mar, quien corre en el torrente, quien brilla en el relámpago, quien quema en el fuego, en una palabra, Dios es quien lo hace todo: Él, pues, lo es todo.

     Tal es la consecuencia necesaria del sistema que en todo quiere la intervención de la voluntad divina como si nada fuese la creación. Si esto es así, Dios lo es todo, y todo es Dios! Nada hay tan poco religioso como la doctrina que suprime a la naturaleza, porque la confunde a ésta con Dios, y hace de Él la sustancia de las cosas. Si a pesar de todo se admite que existe una naturaleza, qué hay de admirable en que ésta tenga sus leyes? Y por qué hemos de asombrarnos de que la ciencia, al descubrir sus leyes, no encuentre la causa primera, puesto que ella es precisamente esta causa y no una secundaria, y la ciencia sólo se ocupa de las últimas? No debe admirarse de que la ciencia trate de llevar tan adelante como pueda las explicaciones físicas.

     La teoría de Laplace y de Kant(72) sobre el origen de nuestro mundo planetario no es una teoría más irreligiosa que la de la rotación de la tierra o la explicación del rayo. La formación de una gota de agua es un fenómeno tan extraordinario como el origen de un mundo en el universo: por qué no serían suficientes las fuerzas de la naturaleza? Se llama causa primera a la totalidad de los fenómenos y de las causas secundarias y no a tal o cual fenómeno en particular. En cuanto a la cuestión de la antigüedad del mundo y en particular del hombre, que monsieur L. Viardot nos opone como un argumento, no sabemos que viene a hacer aquí: qué importa que la humanidad tenga diez mil o dos cientos mil años de existencia? En qué se opone a una causa creadora?

     A lo más es un argumento contra el Génesis, pero es necesario evitar toda confusión: una cosa es la teología y otra la filosofía, embrollar los problemas no es el mejor medio de resolverlos. Que el Génesis tenga razón o no respecto de la edad del hombre, esto interesa a los teólogos; pero el origen del universo es un problema distinto; esto no es más que una cuestión de cronología: aquí podemos decir con Molière que el tiempo nada tiene que ver con el negocio.

     M. L. Viardot invoca aún contra la hipótesis de la creación el progresivo desarrollo de los seres y los pretendidos tanteos de una naturaleza que trata de ensayarse en las obras imperfectas antes de llegar a lo que hay de mejor y más perfecto, De dónde vienen los animales? -dice el filósofo Zimmerman;- la idea de que Dios los había creado por su voluntad no sólo es demasiado poco satisfactoria, sino muy indigna de Él. La grande alma del mundo que habría creado los sistemas solares y las vías lácteas, podía hacer ensayos de animales y repetirlos si no habían salido bastante perfectos? Esta objeción nos parece en verdad indigna de un naturalista. Es cierto que existen grados de perfección en la animalidad, y esta escala sucesiva es precisamente la que atestigua más y más en favor de un sabio creador; pero si los animales son desiguales en perfección, hay una sola especie que, considerada en sí misma, no posea todo lo necesario para su vida? Cuvier se ha levantado contra esa teoría que explica la formación de cada especie por las suspensiones de desarrollo, y cada creación nueva como una repetición de la precedente con un grado más elevado. Cada sistema de organización está acabado, completo y se basta a sí mismo; de este modo considerado es un todo. Pero éste a su vez no es más que una parte con relación a un todo más general, que es el plan de la animalidad, y a otro más general todavía que es el universo.

     En qué consiste, por otra parte, ese animal perfecto que sería por hipótesis la única obra en donde se reconociera la mano de la divinidad? Sería perfecta hasta el extremo de no encontrarse más allá otra posible? Quién no ve que esto es contradictorio de una criatura finita? Y si se pudieran concebir más perfectos, no nos encontraríamos siempre en el caso de decir que el último creado no era aún más que un ensayo?

     Además -como ha dicho espiritualmente Leibniz- no conviene que sean iguales todos los tubos de un órgano. La armonía supone diferencias y éstas apenas van sin desigualdad. Una sola especie de animales, por perfecta que fuese, jamás tendría la hermosura ni la riqueza de ese mundo infinito de especies vivas que animan el universo. La misma reina de las flores, la rosa, sería menos bella si estuviese sola: por eso le falta una corte, hermanas menos brillantes y menos parecidas, de más feos matices, de menos suave aroma, y en las cuales todo sea diferente. Es necesario que estén habitadas las aguas, los aires y la tierra; es preciso que todo lo que pueda vivir, viva, y que no exista vacío alguno entre las formas de las cosas (non est vacuum formarum)

     La prodigalidad de la naturaleza no es una locura, sino una riqueza -ha dicho con mucha erudición y elocuencia un gran escritor(73).- La perfección absoluta no pertenece al mundo creado, lo que la conviene es el perfeccionamiento, el crecimiento indefinido: tal es la ley que sigue la naturaleza, la más digna del Creador.

     M. Viardot cree suprimir el poder soberano, atribuyendo a la naturaleza lo que él llama la auto-creación; pero lo que precisamente es más digno de Dios consiste en formar una naturaleza que se cree a sí misma. Es que un ser vivo no es superior a una máquina muerta? Por qué? El que se reproduce a sí mismo, es auto-creador. Cuál es la mejor educación? Es aquélla en la cual el maestro ha de estar constantemente al lado del discípulo sin dejarlo un solo momento, o aquélla en la que se prescinde del director, enseñándose como si este estuviera presente y teniendo iniciativa, independencia y espontaneidad? La espontaneidad de la naturaleza vale por lo tanto más que su servidumbre. Esa ley por la cual se produce ella misma, partiendo de lo más sencillo a lo más complicado, de lo menos a lo más perfecto, esa ley que se llama en la actualidad la ley de la evolución es lo que mejor convendría, si Dios hubiera querido crear una naturaleza? Cómo, pues, había de servir como una objeción contra Él?

     El darwinismo mismo, del cual es imposible dejar de hablar en cualquier cuestión filosófica, no es aún más que una forma de la evolución; demostró científicamente lo que no es; él no depondrá aún nada en su favor. Es necesario reconocer que este sistema está en relación con el principio que sirve de base a toda ciencia: debe hacerse intervenir lo menos posible a la causa primera en la explicación de los fenómenos; nada menos científico que decir a propósito de cada cosa en particular: Dios lo ha hecho.

     Ya entre los antiguos, Sócrates fue acusado de ateísmo por Aristófanes, porque buscaba la explicación física de las nubes y del granizo, en vez de referirlos inmediatamente a los dioses. Es que era más irreligioso buscar el origen natural de los animales que el del hielo? Darwin tiene razón en decir que es poco respetuoso hacia la soberana providencia el que se pretenda saber de antemano que no le ha convenido emplear tal o cual medio para formar las cosas. Si no supiéramos cómo se perpetua la especie humana, podría creerse que es indigno del creador obligar a nacer al hombre por la misma vía que a los animales: y esto es sin embargo lo que sucede.

     El individuo humano comienza por la animalidad, y su germen en su primer estado en nada se distingue de los gérmenes animados en general: ahora bien, por qué lo que es verdad en el individuo no lo debía ser en la especie? Por consiguiente, el darwinismo no tiene nada de imposible, pero aún cuando llegara a ser demostrado, en nada depondría contra la existencia de una causa creadora, ni podría dispensar de semejante causa.

     Uno de los sabios que han precedido a monsieur Darwin y propusieron antes que él la teoría de la selección natural, M. Naudin, no la comprendía sino junta con la teoría de la finalidad. Él no veía otra cosa que un principio de apropiación o de acomodamiento que tan necesaria supone una previsión suprema como todas las apropiaciones de los seres organizados; sin esta restricción o más bien sin este complemento del principio darwínico, jamás se comprenderá la posibilidad de su hipótesis. Considérese las millares de combinaciones fortuitas que habría exigido la producción espontánea de una pata de mosca, y pregúntese después si ofrece algo más extraordinario la traducción de la Iliada por las veinticuatro letras del alfabeto arrojadas al acaso! Esta célebre comparación no lo es tal, es una realidad; y si ella misma no es el efecto de una combinación fortuita, lo es de un cerebro humano que a su vez es el resultado de un número infinito de combinaciones fortuitas.

     En la hipótesis de Darwin así como en la de Epicuro se explica bastante, bien como no han vivido los organismos que han sido impropios para ello, pero no sucede lo mismo cuando se trata de la causa de cómo han podido nacer y subsistir los individuos aptos para la vida; porque qué necesidad hay de seres vivos? La materia podía moverse eternamente sin producir jamás una ala de pájaro. La formación de esta ala es precisamente el prodigio. Yo quiero que el medio empleado por la naturaleza sea la trasformación de los organismos y la selección natural: este medio sólo sería impotente, si un principio secreto no redujese el cambio infinito de las posibles combinaciones, y no guiase los pasos de la naturaleza hacia el fin apetecido por el más corto camino. Así es como el medio más natural de abrir una puerta es una llave, y que no basta una palabra mágica, un Sésamo, ábrete; pero es necesario que la llave sea apropiada, o que esté preparado para sustituirla un mecanismo cualquiera. Asimismo la trasformación podrá ser una ley de la naturaleza, pero deberá ser un mecanismo adecuado. La naturaleza organizada gozará del instinto de trasformación, como del de restricción y reproducción; se trasformará en el sentido en que pueda conseguir mayores beneficios, buscando siempre una forma más elevada como la planta busca la luz; pero esto mismo supone que la naturaleza no anda a ciegas, que la ley que la rige no es una ley bruta sino razonada.

     No se ve, pues, que el darwinismo, ni la ley de la evolución, ni la permanencia de las fuerzas, ni aún la inmensidad y eternidad del universo hagan inútil la causa primera infinitamente poderosa y razonable que se llama Dios. Por otra parte, las dificultades propias al dogma de la creación no deben comprometer al de la existencia de la divinidad. Conviene saber dividir las cuestiones, de otro modo se ignora lo que se habla. Ni Platón que creía en la eternidad de la materia, ni Plotin que admitía las emanaciones, ni los estoicos que hacían de Dios el alma del mundo han admitido ni aún conocido el dogma de la creación ex-nihilo, y sin embargo se sostendrá que estos filósofos no han tenido la noción de Dios? Al contrario, casi nos es permitido afirmar que son ellos los que nos han trasmitido tan grande idea. En fin, la doctrina de la creación ex nihilo no ofrece en sí misma dificultades insolubles, sino porque se la comprende de una manera grosera, como si la nada pudiera servir para hacer alguna cosa.

     Esta doctrina bien entendida sólo posee un sentido negativo, y significa sencillamente: por una parte, que el mundo no procede de una materia que preexistiese independiente del creador, y por otra, que no ha sido formado de la sustancia de Dios; lo cual quiere decir, que el Ser Supremo al crearlo nada perdió de su propio ser y que permanece íntegro e inagotable en su origen, por infinitas que puedan ser sus manifestaciones(74). En este punto el mismo panteísmo está de acuerdo con el deísmo; una doctrina fundamental en la escuela de Alejandría es la siguiente máxima: Dios no pierde nada, por mucho que sea lo que dé; y Spinosa no enseña otra cosa, que yo sepa. Dónde está, pues, la diferencia? Hela aquí: los panteístas pretenden que los seres sólo sean fenómenos, modificaciones de Dios, y nosotros queremos que sean sustancias, es decir, actividades individuales. En qué cosa es más difícil producir sustancias que fenómenos? En qué se inclina la razón más de un lado que de otro?

     Un fenómeno que aparece y que antes no existía, es bien claro que es algo que sale ex nihilo. Los únicos filósofos que han sostenido en todo su rigor el principio ex nihilo nihil, son los Eléatos, los cuales negaban la metamorfosis así como la producción de seres. Pero aquí la experiencia es la que separa toda clase de duda, y esto no es que en las escuelas se haya llevado la teoría hasta las más agudas consecuencias. Y si la producción de los fenómenos es ahora incomprensible, por qué admitir la de los seres que no son más que fenómenos, más duraderos y ligados en conjunto a un centro común?

     La última parte de la obra trata del alma; y fácilmente se adivina de antemano todo su contenido. Tales son todos los argumentos de Lucrecio renovados con auxilio de los hechos y ejemplos de la ciencia moderna. El autor apenas hace aquí otra cosa que enunciar por su cuenta los argumentos de Büchner expuestos más arriba. Nosotros por nuestra parte no reproduciremos la discusión empeñada en el precedente capítulo; nos contentaremos con indicar algunas dificultades nuevas cuyo examen nos conducirá al centro mismo de la cuestión. Si un tulipán pudiese hablar -dice Voltaire- y te dirigiera las siguientes palabras: Mi vegetación y yo somos dos seres distintos íntimamente unidos, no te burlarías de la planta? Esta espiritual y especiosa objeción de Voltaire es muy propia para poner en claro la verdadera dificultad; se extraña que un juicio tan recto no haya visto la confusión que aquí cometía.

     En lo que se llama la vegetación de la planta existen dos cosas: el mismo fenómeno y su causa. Prescindamos de ésta por un instante y ocupémonos del primero; en qué consiste? Qué significa el fenómeno como tal, como apariencia sensible? No es otra cosa que una sucesión de movimientos. Es en efecto un crecimiento de la planta, una introducción de partes nuevas que se añaden a las que ya existían, un cambio de moléculas entre las de fuera y las de dentro, etc. Son otros tantos fenómenos de movimientos perceptibles por los sentidos, y por lo tanto de idéntico género que todos los que se llaman corpóreos; esto y no otra cosa es la vegetación.

     Aparte de esos fonómenos de crecimiento, extensión y desarrollo, no hay otra especie, los cuales serían con propiedad vegetativos ligados a los precedentes, no; estos movimientos son los mismos fenómenos vegetativos: no existe dualidad alguna. Trasportémonos ahora, aunque por una hipótesis a los dominios de un cerebro que discurre y piensa. Qué veremos allí? Tal vez con mucha probabilidad movimientos como hasta ahora, no sólo vegetativos, -de los cuales prescindimos,- sino movimientos especiales, movimientos cerebrales propiamente dichos y vibratorios a los cuales permanecen unidos los pensamientos. Ahora bien, se puede decir que esos movimientos constituyen el fenómeno del pensamiento, como los vegetativos el fenómeno de la vegetación? De ningún modo, porque si descartáis de una y otra parte la causa que suponemos desconocida, por una parte no quedará más que una sola especie de fenómenos, a saber: los fenómenos corporales pertenecientes al mismo orden que los demás; por otra esos fenómenos corporales o cerebrales, externos, objetivos percibidos por el observador y procedentes de fuera; hay fenómenos de pensamiento internos, percibidos sólo por el sujeto que piensa.

     Hay, pues, aquí una doble serie de fenómenos; en otro caso al contrario la serie es simple. Se comprende que no se distinga la gestación de la misma planta, y que sí se haga la distinción entre el pensamiento y el cerebro, puesto que son en efecto dos cosas distintas. Yo pienso sin saber lo que es un cerebro, y podría ver este órgano sin pensar, sin saber cuál es el mecanismo del pensamiento. En una palabra, por una y otra parte hay mecanismo: mecanismo nutritivo, digestivo, respiratorio, etc. por un lado, y por otro mecanismo cerebral. Además, la vegetación mientras permanece fenómeno y prescindiendo de toda causa, se confunde absolutamente con su mecanismo; el pensamiento al contrario se distingue de éste.

     Esta distinción tan clara para cualquiera que posea la menor noción de filosofía, es en general desconocida por nuestros fisiólogos, aún para los que afectan las mejores intenciones con respecto al alma, y que protestan contra toda suposición materialista. El sabio Claudio Bernard, en su libro de la Fisiología general, ha tenido mucho cuidado en decir que las funciones del cerebro no son más que un mecanismo, y deja aparte la cuestión del principio del pensamiento; pero es únicamente por la razón de que las causas primeras nos son desconocidas; y a este título separa de la misma manera y por idéntica razón la causa primera de la nutrición, de la digestión de la vida vegetativa en general; en una palabra, según él, no sabemos más como sirve el cerebro al pensamiento que el estómago a la nutrición. El dominio del alma no será, pues, otra cosa que el dominio de lo desconocido. Concedido; pero descartada la causa primera por una y otra parte, quedará siempre una profunda diferencia entre las funciones de las dos clases de órganos, y la cual consiste en que en las funciones digestivas, nutritivas y vegetativas no existen otros fenómenos que los que nosotros vemos, o podemos apreciar por medio de los instrumentos o procedimientos más o menos perfeccionados; mientras que en el cerebro, aún cuando el fisiólogo llegara a verlo todo, a experimentarlo todo, a recojer y seguir, hasta los más ínfimos detalles del mecanismo general, siempre quedaría el fenómeno mismo del pensamiento al que no puede alcanzar ningún método objetivo y que no se revela al que lo experimenta.

     En una palabra, en las otras funciones todos los fenómenos son exclusivamente objetivos; mientras que en las funciones cerebrales y nerviosas aparte de estos fenómenos que son análogos a los anteriores, existen otros subjetivos ligados con los primeros pero de los cuales se distinguen esencialmente. Aún cuando se conocieran todos los movimientos cerebrales que acompañan a la producción del silogismo, no se tendría la menor idea de éste, siendo sin embargo al mismo tiempo que un fenómeno real, mucho más cierto que las vibraciones de las células nerviosas, cuya causa ocasional serían.

     Si a pesar de todo pasamos de los fenómenos a su causa, se verá que nosotros tenemos, para suponer una causa especial a los fenómenos del pensamiento, una razón mucho más precisa y más sólida que ese vago recurso de la ignorancia de las causas primeras, único refugio al que se nos quiere dejar abandonados. Por lo que se refiere a la vegetación, por ejemplo, podemos decir sin duda alguna que ignoramos su causa; si se considera especialmente el carácter armónico y etiológico de las funciones vitales, tenemos razones para concluir en una causa hiper-orgánica; pero sin embargo, considerada como puro fenómeno y no siendo la vegetación para nuestros sentidos más que el movimiento más o menos complicado de las partes corpóreas que componen la planta y el animal, se concibe que ese movimiento de partes pueda resultar de la naturaleza del ser organizado, que sólo es para nuestros sentidos un agregado corporal.

     En una palabra, yo comprendo que en una materia dada se produzcan movimientos que resulten de su misma naturaleza (haciendo abstracción de una causa directora que explicaría lo que hay de racional, de armónico y de ideal en esos movimientos). No es, pues, absolutamente imposible concebir como puede vivir la materia prescindiendo del origen de la vida. Pero una vez admitida esta misma hipótesis, no nos servirá en modo alguno para comprender cómo puede pensar la materia, porque aquí no se trata de referir los fenómenos determinados a una causa homogénea, los movimientos corpóreos a una causa corporal, sino de atribuir los fenómenos incorpóreos a una causa corpórea, se trata de explicar por la naturaleza de la materia no los movimientos que presiden al pensamiento, sino el pensamiento mismo que sucede a estos movimientos. Esto sería, por ejemplo, como si se quisiera deducir el sonido de la luz o el círculo del cuadrado: aún se puede concebir un círculo como un polígono compuesto de lados infinitamente pequeños, mientras que los movimientos por numerosos e infinitesimales que se les suponga, jamás llegarán a constituir un pensamiento; existe aquí una solución de continuidad, se pasa de un género a otro y no por los diversos grados de uno mismo.

     Disminúyese con la mente la intensidad de una sensación: pasará por una serie de grados, aproximándose indefinidamente a 0, pero jamás se presentará bajo la forma de un movimiento; ahora supóngase de la misma manera que se acelera éste, que se detiene, que se revuelve en todas direcciones, que se compone y descompone, pero jamás aparecerá bajo la forma de una sensación. Se puede, pues, decir que el gran trabajo de la ciencia moderna que todo lo reduce a movimientos, parece haber corroborado con más solidez que nunca el célebre dualismo cartesiano; porque jamás se ha visto más claramente que la materia no es materia sino en tanto que se mueve; además, a este título, no es, ni puede ser una cosa que piensa; la aparición del pensamiento en medio de esta cadena de movimientos, sería un verdadero milagro, si no hubiese otro principio que diese cuenta de semejante aparición.

     Apenas podemos aquí incidentalmente ocuparnos de la discusión sobre una nueva teoría de la escuela inglesa, que ha tratado de aplicar al pensamiento el principio de la correlación y de la equivalencia de las fuerzas. Nos contentaremos con decir ahora que una cosa es correlación y otra identidad; el grado de unión de lo físico con lo moral es una cuestión, su unidad sustancial es otra. Sin duda alguna se puede suponer, como M. Herbert Spencer, un grande y vasto campo desconocido que produciría a la vez movimientos y pensamientos según cierta ley de correlación: pero este substratum misterioso en tanto que produciría pensamientos, estaría dotado de una virtualidad completamente opuesta a aquélla que sería la causa de la génesis de los movimientos.

     Si no existiera más que la cosa extensa y móvil llamada materia, jamás se elevaría a sensación y a conciencia. Tal es el escollo contra el cual va a estrellarse todo materialismo. Por otra parte, si el principio supremo es, como lo llama M. Herbert Spencer, lo desconocible, no podemos decir otra cosa sino que es diferente: siéndonos desconocida la causa primera del pensamiento y del movimiento, no podemos saber si no hay más que una o si existen dos. Falta, pues, a considerarlos únicamente como fenómenos, y de este modo ya hemos visto que les separa un abismo infranqueable.

     El libro de M. Viardot termina, como debía esperarse, por la moral. Aquí el autor se ve dividido y como combatido entre dos tendencias diversas y contrarias. Sus viejos instintos de filósofo humanitario y emérito se hallan en pugna con sus nuevas tendencias de filósofo escéptico. Por una parte, invoca los argumentos de Montaigne contra la certeza del deber; por otra, adopta y defiende la doctrina estoica y cristiana de la unidad de la raza humana, y refiere toda la moral al bien común de la humanidad. Si esto es así, como no había de ser un deber el trabajar para el bien común de los hombres, tratarlos como hermanos, y sacrificarse en caso necesario por la utilidad general? Hay, pues, un deber con todos los caracteres reconocidos por Kant, a saber: universalidad, autoridad, obligación; porque es una verdad universal que el bien común debe ser preferido al individual, y nadie será libre de escojer el segundo y no el primero: colocado entre los dos ninguno estará autorizado para echar mano del bien personal con detrimento del bien universal. Qué es esto sino el categórico imperativo de Kant? En cuanto a las variaciones de la noción del deber según los tiempos y los lugares no son otra cosa que los diversos grados de ignorancia de la especie humana con relación al bien.

     A medida que ella toma conciencia de la comunidad de esencia que une en conjunto a los diferentes miembros de la sociedad, se desvanecen las necesidades morales, o si nacen otras nuevas es en la aplicación de esas modernas leyes reconocidas por el buen sentido común. Los diversos estados de la opinión de la conciencia humana no deponen, pues, más en contra de la verdad moral y del principio del deber, que el sistema de Ptolomeo tan largo tiempo adoptado, ni en contra del sistema de Copérnico que es el único verdadero.

     Si a pesar de todo la humanidad no es más que el resultado de las fuerzas brutas de la naturaleza, que se nos explique cómo de este conflicto de elementos físicos puede salir en un momento dado la libertad, la justicia, la fraternidad y todos los dioses, así como todas las almas elevadas a las cuales ha sacrificado el autor. Que se me explique que será más grato y mejor para mí, si trabajar para la felicidad de los hombres o para mi bien particular, asegurándome en la sociedad bienestar, riqueza, poderío en grado tan elevado como puede forjarlo la mente humana, y evitando los castigos a los cuales están solamente expuestos los necios y los ignorantes. No está demostrado por la experiencia que se puede ser el hombre más malo del mundo sin exponerse a contingencia alguna desagradable, y aún conquistar todo lo que puede hacer grata la vida prescindiendo del deber?

     Se habla del aprecio de los hombres, pero de dónde puede venir sino existe el bien moral? De dónde procede la idea del bien moral, es lo que yo pregunto. Habláis de la tranquilidad de la conciencia, pero de dónde sale, y por qué existe una conciencia que aprueba y reprueba, que recompensa y que castiga? Esto es ya un milagro más bien que hacer salir la sensación del movimiento de la materia: un segundo milagro sería el nacimiento de la conciencia moral. Si el espíritu humano es el producto de las leyes mecánicas, la única ley que puede invocarse en este caso es la del más fuerte. Cómo oponer el derecho a la fuerza, allí en donde ésta es la árbitra y señora? El derecho es una idea, no una fuerza, o si se quiere una fuerza ideal, que en la conciencia es capaz de equilibrar a la fuerza física, pero sin tener nada de común con ella. La justicia nace de esta idea, y el amor de otra más elevada. Existe, pues, un mundo moral que es del dominio del alma, como hay otro físico que pertenece al cuerpo. Ese dominio de las almas, ese reino de los fines como le llama Kant, debe tener un soberano que no sea la materia, por cuya razón la idea del deber se relaciona con la idea de Dios.

     El autor en todos sus argumentos hace grandes esfuerzos en contra de la sanción moral y de la inmortalidad del alma; pero aquí confunde muchas ideas diferentes, como se observa además en casi todas las partes de su libro. Se puede sostener perfectamente la necesidad de la sanción moral, sin hacer de ésta la base misma de la moral; más todavía, es del todo contrario a la idea misma de la última el fundar sobre la sanción lo que no es más que la consecuencia. Desde este momento todos los esfuerzos del autor caen en vago; sin duda nada menos moral que proponer como motivo de la virtud la recompensa que espera; sabido es que aquélla debe ser desinteresada: pero concedido este principio, falta a saber si una ley que ordenara el sacrificio sin recompensa sería una ley justa, y si siendo injusta tendría una legítima autoridad. Yo bien sé que si esta ley estuviese sin legislador, no tendríamos recurso alguno contra ella, pero este mismo recurso destruye la hipótesis. Una ley sin legislador es una ley muerta y vana, la cual puede evadir siempre si me place. Si no puedo hacerlo es que tiene su razón de ser en otra parte que en mí mismo, quiero decir en el yo individual y contingente, encuentra su origen en una esencia superior con la cual yo comunico por medio de mi conciencia y de mi razón. Ésta es la esencia que decidirá de mi futuro destino y a quien pertenece juzgar, si la justicia y bondad le hacen un deber de asegurarnos más allá de la tumba otra existencia.

     En cuanto a nosotros nada nos importa esto; y NUESTRO único deber consiste en hacer el bien, abandonandonos con confianza en las manos de Aquél que nos ha creado(75).

FIN



ÍNDICE DE LAS MATERIAS

            I. -La filosofía en Alemania después de Hegel 2          
II. -Exposición del sistema de Büchner 10
III. -Crítica de este sistema. -De la materia en general 14
IV. -La materia y el movimiento 19
V. -La materia y la vida 30
VI. -Las generaciones espontáneas 35
VII. -La materia y el pensamiento 43
VIII. -El materialismo en Francia. -M. Viardot 49
 
FIN DEL ÍNDICE DE LAS MATERIAS


BUDGE

COMPENDIO

DE

FISIOLOGÍA HUMANA

TRADUCIDO POR EL

DR. D. JUAN AGUILAR Y LARA

profesor clínico por oposición de la

escuela de medicina de Valencia, anotado y adicionado por el

DR. D. JULIO MAGRANER Y MARINAS,

CATEDRÁTICO

de clínica médica por oposición de la mencionada escuela.

     Esta obra que constituye un erudito y completo resumen de lo más notable que se ha escrito sobre la materia, formará un tomo de 800 y tantas páginas.

     Se publica por cuadernos de 160 páginas: van publicados los tres primeros y el cuarto se halla próximo a terminarse.

     El precio de toda la obra durante la publicación será el de 24 rs. pagados al recibir los primeros cuadernos; una vez terminada la obra se aumentará su precio.

     Puntos de suscripción en Valencia: librería de Francisco Aguilar, Mar, 24, y de Pascual Aguilar, Caballeros, 1, y en las principales librerías.



PRÓXIMA A PUBLICARSE.

LA TUMBA DE HIERRO

POR

ENRIQUE CONSCIENCIA

     Esta obra de la cual se han hecho numerosas ediciones en casi todos los idiomas europeos, debe ser leída por todas las clases sociales, pues a un gran fondo de moralidad, reúne un interesantísimo argumento y elevadas condiciones de ilustración y recreo.

ADORACIÓN

O LOS SUFRIMIENTOS EN LA OTRA VIDA.

(MEMORIAS DE UN ALMA ERRANTE.)

NARRACIÓN ESPIRITUAL FANTÁSTICA

POR

DON JOSÉ PASTOR DE LA ROCA

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     Esta obra forma un tomo de 300 páginas en 8. mayor. Véndese al precio de 12 reales en toda España. Para los pedidos dirigirse a la librería de Francisco Aguilar, Mar, 24. Valencia.



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DE FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

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EN PRENSA.

EL CEREBRO Y EL PENSAMIENTO.

POR

P. JANET.

     Esta obra, al par que reasume de la manera más completa todas las modernas teorías y doctrinas sobre las facultades intelectuales y su localización en el órgano encefálico, constituye el complemento de las ideas del autor, acerca del materialismo contemporáneo.

PUNTOS DE VENTA.

    Valencia: Librería de Francisco Aguilar, Mar, 24, y de Pascual Aguilar, Caballeros, 1.

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