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En donde se celebra con inocultable alivio que en lo alto del gallinero habitan gallinas y no elefantes


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Abandonemos por un momento las disquisiciones apresuradas dentro de un campo tan oscuro como el de la Antropología Filosófica e ingresemos en el de la Sociología. Se supone que ésta nos aproximará a la estructura y funcionamiento de la sociedad. Para ello, en primer lugar, tendremos que describir la morfología social. O, por lo menos, cómo la concibe el paraguayo, independientemente de que, en la realidad, lo que éste piense coincida o no con la realidad objetiva.

La primera percepción es que la sociedad tiene la forma escalonada de un populoso gallinero nocturno, organizado con la forma geométrica de un triángulo erguido. Su codiciado vértice apunta al lejano cielo, azulosa morada de los dioses, sitio donde se dispensa la bienaventuranza eterna. A medida que se va descendiendo, se alarga la longitud de los palos y aumenta el número de sus plumíferos habitantes que tratan de equilibrarse sobre ellos. Allá arriba, el palo será coqueto y corto, tal vez hasta cubierto con una alfombra mullida y con capacidad de albergue para pocos y selectos inquilinos. Abajo, la multitud inquieta y bullanguera, disputando el espacio, el alimento, el aire, la ocupación. Arriba, los privilegios: alpiste a piacere, canilla libre, derecho de pernada, ley del gallo, etcétera. Abajo, nada. Ni siquiera el derecho al cacareo libre. Pico cerrado para todo el mundo.

La ley de la gravedad, descubrimiento realizado por Newton mediante una oportuna fruta que le cayó sobre la cabeza, impone sus monótonas e inmutables reglas en esta estructura vertical. Los que están abajo soportan todas las consecuencias de esta organización escalonada; las incomodidades crecen en proporción directa a la distancia entre el sitio en el que uno se encuentra y el palo superior. Es una cuestión matemática, como se ve. Los de abajo tienen una sola ventaja: los que están encima no son elefantes. No hay mal que por bien no venga. Si   —152→   lo fuesen, la incomodidad sería fenomenal ya que la ley del gallinero reserva, gravedad mediante, muchas tribulaciones a los que están en los peldaños inferiores.

Los que se encuentran en los peldaños superiores del gallinero reciben diversas denominaciones, según sea quien las efectúe y el sitio en que se realice la mención. Por eso pueden ser conocidos como «los salvadores de la patria» hasta «los dueños de la pelota». Se los llama también poguasu (de manos grandes, tal vez por alusión a lo que generalmente abarcan con ellas), manguruju (el pez más grande de nuestros ríos), mata mata kuete. O, más simplemente, «los que tienen el apokytá», lo que viene a ser, strictu sensu, el nudo de la raíz; algo así como la propia raíz de la raíz.

Los que están abajo pueden ser conocidos, indistintamente, como la raza, pilas, valles, koygua, buches, pililitos, gente rei, partiku (cuando la calificación la hace un militar), jagua ry'ái (sudor de perro debarte), traduce Roa Bastos), paranadas, apelechados, ajúra galleta, cajetillos, kuá chapi, último kelembú, etcétera. Pero el problema de las denominaciones sólo sirve para divertir a los lingüistas. Lo que sí tiene importancia es cómo son las vinculaciones que se establecen entre los distintos escalones.


ArribaAbajo«El que puede, puede»

Hay un aspecto fundamental que no debe ser pasado por alto: el que se halla arriba, manda. Aquí cabe una aclaración, porque los contreras dirán, injustamente, que quien manda se halla por encima de la ley. Se trata de un error, grave y fundamental, inspirado en una pobre hermenéutica. No es que los que «mandan» estén encima de la ley; «ellos son la ley misma», su propia y esplendorosa encarnación. El lenguaje popular nos socorre, en este punto, para corroborar esta afirmación. Cuando se quiere decir que alguien manda en un lugar determinado, no se dice que sea «el jefe». Más directamente, se afirma que es «el estatuto» en tal o cual lugar. Péako la estatuto upépe. Resumamos. No es el dueño de la ley; él es la ley.

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Es evidente que quien se encuentra en los altos peldaños, lejos de la contaminación atmosférica típica de la llanura, no se dejará amilanar por supersticiones tales como la que proclama la igualdad de todos ante la ley. Mucho menos aquella que habla de la voluntad de las mayorías, libremente expresada a través de urnas, votos y otros cachivaches. Por algo, para desalentar a los heterodoxos, protestones y anarquistas de toda clase, un eminente hombre público -fue ministro de Justicia durante muchos años, parlamentario y alto dirigente político- enunció esta magistral doctrina: «Democracia es hacer lo que dicen los dirigentes». Quien le sucedió en el cargo de ministro estableció el corolario lógico de esta sabia sentencia al afirmar que «un correligionario no puede ir preso». Se refería a un correligionario (de él) acusado de haberse embolsado unos cuantos millones y que, por tal ligereza de manos, hacía frente al riesgo de un proceso.

Por eso se habla siempre de «jefes partidarios», vocablo que traduce una relación de mando, y no de «dirigentes», «líderes», «mandatarios» y todas esas otras monsergas que suponen el consentimiento colectivo. Por suerte, no ha cundido tal desnaturalización cultural, que conspiraría evidentemente contra la sagrada identidad espiritual de nuestro pueblo, contra el mismísimo Ser Nacional de tan indiscutida vigencia.

La relación que existe entre los distintos peldaños se rige por la lapidaria e inmortal fórmula: «El que puede, puede; el que no puede, chía» (el que puede, puede; el que no puede, chilla). La expresión, sumamente gráfica, tiene un eco lejano del mítico general boliviano Mariano Melgarejo, quien acostumbraba decir «el que manda, manda y el dedo en el gatillo». Se trata de la aplicación de la antiquísima -«sabia y severa» al decir del poeta- ley del Embudo que se resume en este encomiable aforismo: «Para mí lo ancho, para ti lo agudo».




ArribaAbajoLa doctrina de Toto Acosta

Como puede leerse en el Art. 39 de la penetrante Constitución de Toto Acosta, «El pueblo no delibera ni gobierna. Toda reunión de   —154→   personas que pretenda tener derechos y pida que se cumplan incurre en sedición», concordante con el Art. 48 que dice: «Todos los habitantes de la República tienen derecho al libre ejercicio de su personalidad sin otras limitaciones que su encarcelamiento, tortura, confinamiento, deportación o fusilamiento» y con el Art. 54: «Todos los partidarios del Gobierno son iguales ante la ley y al margen de ella»90.

La segunda parte del Art. 64, en el solemne capítulo V -que establece los Derechos, Garantías y Obligaciones- aclara otro de los pilares del sistema constitucional vigente: «No se admite la prisión por deudas, pero sí por dudas». Y en el Art. 77 del mismo texto constitucional se aclara terminantemente: «Toda persona que por un acto u omisión ilegítimo, militar o paramilitar, se crea gravemente lesionada en un derecho, podrá reclamar amparo a la Virgen de los Milagros»91.

Espigando en el meollo de su doctrina jurídica encontramos el Art. 123, en el que se enuncia: «La obligación fundamental es obedecer; el sí fácil es una virtud teologal...» Art. 127: «La enunciación de obligaciones contenida en esta Constitución no debe entenderse como negación de otras que, siendo inherentes a los súbditos, no figuren expresamente en ella. La falta de reglamentación no podrá ser alegada para menoscabar ninguna obligación92.

El Art. 154 establece que «La Cámara de la Verdad buscará el sinceramiento entre el Presidente y su pueblo» y el Art. 155 ilustra a los escépticos que «como el Gobierno lo sabe todo, la tortura no pretenderá obtener la verdad de los detenidos, sino hacérsela entender»93.




ArribaAbajoLa ley del mbarete

El mando se ejerce, como lo hemos visto, sin la molestia de leyes, reglamentos y de todo ese inútil papelerío que sólo sirve para complicar las cosas. Para que el sistema funcione sin dudas ni vacilaciones, el vulgo ha acusado la célebre ley del Mbarete (ley de la fuerza) a la que se ciñen, con religiosa sumisión, todos los paraguayos. La define   —155→   el sociólogo José Nicolás Morínigo como el «eje de la relación entre quien posee autoridad y el que carece de ella. Su mecanismo de funcionamiento no deviene de una forma jurídica, sino de la sumisión requerida por la autoridad»94.

Monseñor Juan Sinforiano Bogarín, incansable observador del carácter de sus conciudadanos, decía que el paraguayo «como autoridad es casi nulo y hasta perjudicial (los subrayados son de monseñor Bogarín). Desde que ejerce algún cargo, sufre una especie de transformación: deja entrever marcada inclinación, facilidad para injusticias, arbitrariedades y abuso de poder... Mira la posición que ocupa, no como una carga que le obliga a mantener el orden público y hacer cumplir las leyes, sino como un privilegio que le faculta a hacer imperar su voluntad y satisfacer sus caprichos. Comete injusticias contra sus súbditos, se venga de aquellos con quienes, con anterioridad, ha tenido alguna traba o enojo; aprovecha de cualquier pretexto para reducirlos a prisión, hacerlos trabajar en obras públicas, humillarlos, si es que no los remite al cuartel aun cuando están exceptuados del servicio de las armas...»95.




ArribaAbajoUna misiva incolora

Ahora bien, cuando el mando se ejerce por delegación del peldaño superior, se emplea la famosa carta blanca, un trozo de papel rectangular, que no está borroneado por ninguna declaración, enunciación de atribuciones ni ocurrencias jurídicas o filosóficas. Una media firma, o una simple instrucción verbal bastarán para limpiar el camino de estorbos y complicaciones y aclarar la cadena de mandos. El que tiene la «carta blanca» puede hacer lo que quiere: desde apoderarse de una gallina ajena hasta degollar gente, sin tener que preocuparse acerca de las consecuencias que estos actos suelen traer aparejadas en otras latitudes. Punto de vista que se concreta en esta humorística reflexión: Mará piko ñamandase nañandeabusívo mo'airo (para que queremos mandar si no vamos a ser abusivos).

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Se trata, como se ve, de una misiva muy especial, sin destinatario determinado, la cual genera privilegios singulares. Quien tiene la «carta blanca» se halla por encima de la ley de Dios y de los hombres. Es obvio que también esté por encima de la ley a secas. Esta carta extiende sus benéficos efectos a todo el entorno del poseedor: secretarios, queridas, amigotes, parientes, personal de maestranza, etcétera. Al fin de cuentas, se es o no se es. ¡Qué diablos!

De ahí que Arturo Bray, conocedor del juicio de monseñor Bogarín sobre la vocación de abusador cuando se halla investido de algún mando, dice: «El paraguayo con autoridad suele ser abusivo, cierto es, pero sólo cuando se sabe apañado o protegido por su superior mediato o inmediato, sea éste delegado civil, comisario, ministro e, incluso, presidente, tal no deja de acontecer en ambientes mejor constituidos que el nuestro; pero bien se guarda en incurrir en excesos si estos han de ser reprimidos o sancionados»96.




ArribaAbajoParábola del zorro gris

Como decía el ilustre filósofo guaireño, don Cepí Mendieta, carumbecero de ley y compositor (de caballos), «en el Paraguay sí que da gusto mandar, porque se manda con abuso». Frase ésta cuyo origen se endilga a un ex presidente de la República, conocido por sus mañas de zorro. Es la misma actitud que esbozó, estupefacto, un «jefe partidario» cuando un agente de tránsito (zorro gris) le estaba aplicando una multa por doble estacionamiento. El hombre miró al agente y, con gesto de infinito dolor, le preguntó: E'ána che ra'y, ho'áma piko Partido Colorado? (Pero mi hijo, ¿es que ya cayó el Partido Colorado?) El abuso o la arbitrariedad, si entendemos a estos términos como el pisoteo de la ley, no son necesariamente sinónimos de injusticia. Con la arbitrariedad se puede hacer de todo, hasta un acto de conmovedora justicia.

«Mandar, he aquí nuestra afición -reflexionaba a principios de siglo Gualberto Cardús Huerta- y mandar arbitrariamente es lo que sobre todo nos place. Su fin poco nos importa; más nos interesan los   —157→   modos de usar políticamente ese verbo que la regularidad de su aplicación»97.

Quien ha perdido el mando, se consuela esperando que alguna vez volverá a ponerle la mano al mango de la sartén. Enrique Riera contaba la historia de don Luis Añazco, caudillo colorado de Caraguatay, casi adolescente al concluir la guerra civil de 1904 que envió a la llanura a su partido. Desde aquel año hasta 1944, en el que falleció, supo mantener el fervor de sus correligionarios con la esperanzadora consigna ña manda potaite ñaína (estamos a punto de mandar).




ArribaAbajoUpeara ñamanda

Puede comprenderse entonces que la mayor parte de la dinámica social se relaciona con la búsqueda del árbol que da mayor sombra, es decir del sitio en el que se está más cerca del poder. Eligio Ayala, con su proverbial escepticismo, observaba que el poder «es el fin de la actividad política», conclusión que, sin embargo, no difiere de la de la sociología contemporánea. «Los partidos políticos -dice seguidamente- luchan en el Paraguay por adquirir y conservar el poder del Estado, el motor efectivo de ese poder, el Poder Ejecutivo, como fin, como fuente de distinción, de prestigio social, y como fuente de ganancias y recursos». En otras partes el poder político es un medio para satisfacer otros intereses, para realizar otros fines; en el Paraguay él es un fin en sí mismo, es el término de las ambiciones»98.

Don León Cadogan, infatigable investigador, dejó escritas en sus memorias sabias y punzantes apreciaciones sobre la peculiar concepción del poder que tienen los paraguayos. Upeará ñamanda (para eso mandamos) dice el que 'es de la situación', afiliado al partido político dominante, al referirse a los privilegios de que goza el que esté en el candelero. Palabras con las que el paraguayo sintetiza su concepto de democracia, comparable con el Nullus liber homo del preámbulo de la Carta Magna de los ingleses»99. Es comprensible que las memorias no hayan sido publicadas hasta hoy y que los herederos del autor hayan   —158→   preferido guardar los originales bajo siete llaves, ocultos a las miradas indiscretas de pesquisas oficiosos.




ArribaAbajoDon te'o y la pena del azote

Teodosio González -un inconsciente- se quejaba hace más de sesenta años de que los políticos paraguayos no comprendían que el ejercicio del poder supone el cumplimiento de un deber hacia la patria. «Para ellos -decía- el poder ha sido el botón a que tenían derecho por la conquista del mando y, por consiguiente, su usufructo, una propiedad legítima de que tenían la facultad del uso y del abuso sin dar cuenta de sus manejos».

«Para estos políticos, el pueblo que paga no es el soberano, el amo, el patrón, a quien ha de darse cuenta y razón día a día del manejo de sus intereses sino, todo lo contrario, sólo un montón de siervos de la gleba, un hato de incapaces, con deberes pero sin derechos a quienes se puede oprimir y vejar impunemente».

«Para los políticos guaraníes, el papel del pueblo ha de reducirse a trabajar, producir, pagar y sufrir con resignación, sin pedir cuenta a sus gobernantes de lo que estos hacen con el poder; el gobernante es el dueño de la persona e interés de los gobernados; estos deben a aquel sumisión y acatamiento incondicional; el gobierno implica la facultad de hacer desde arriba lo que le conviene o le da la gana; para eso es gobierno»100.

Don Teodosio no era muy afecto a los políticos, quizá porque no pudo descollar entre ellos. Por algo, cuando sugirió algunas pautas para reformar la Constitución de 1870, propuso restablecer la pena del azote para los delincuentes políticos. Y fustigó permanentemente a los que aman a la patria porque se sirven de ella, con el mismo afecto gastronómico que tiene el parásito al organismo que lo mantiene.

La estratificación social, empero, no es rígida e infranqueable, como en el sistema de castas de la India milenaria. Uno puede ascender o descender, según venga la suerte. De hecho, existe bastante movilidad vertical, como pueden dar fe quienes escudriñan la historia social. El   —159→   ascenso estelar y el abrupto descenso son episodios reiterativos en esta historia. Para asegurar el ascenso sin contratiempos se requieren ciertos requisitos: una musculatura de escalador de montañas y el diestro empleo de garfios, poleas, escalas, picos, taladros, serruchos y otros implementos. Pero ya hablaremos de ello más adelante.




ArribaAbajoAmigos y parientes

Los movimientos en la escala social no son individuales sino que, además, son acompañados de vastos movimientos de masas. Quien sube o baja es acompañado de su clan, constituido por parientes, compinches, compadres, amantes y paniaguados en general. Las consecuencias se proyectan, por ese motivo, a toda la organización social con sus aspectos económicos, demográficos, políticos, sociales y hasta sentimentales.

Retornemos a González Dotado. «La cultura paraguaya -nos dice- es la cultura del parentesco y de la amistad. Son rasgos que vienen a compensar la desconfianza frente a la autoridad y frente a lo desconocido. El parentesco, como ya dejamos anteriormente anotado, es mucho más amplio que la estructura nuclear familiar. Tener parientes en el Paraguay, como en el antiguo mundo guaraní, constituye la verdadera riqueza y la garantía de seguridad. De hecho, la sociedad paraguaya mantiene todavía una configuración parental, difícil de entender para los extranjeros, y que se resiste a los instrumentos que suelen aplicarse al análisis de la realidad. Junto al parentesco ocupa un lugar de relieve la amistad, que se constituye en un valor de primera importancia. Parentesco y amistad son dos canales que desarrollan ampliamente la emotividad y la afectividad paraguayas, y por los que discurre la confianza»101.

El grupo familiar ocupa, pues, un lugar de principal relevancia en la estructura social. Estamos lejos de la familia nuclear, propia de los centros urbanos occidentales. Nos hallamos más bien con una estructura a medio camino entre el clan y la gens romana. La constituyen no sólo la pareja de marido y mujer sino también un abigarrado conjunto   —160→   de hijos, yernos, sobrinos, compadres, primos, tíos, amigotes, paniaguados, cuates, arrimados, compinches, «amiguitas» (o «amiguitos», según el caso), «socios», candidatos, vecinos, camaradas de cuartel «cuñados indios» o compañeros de promoción escolar. El requecho se comparte.

Este hecho tiene sus inevitables consecuencias en la estratificación social. Llegar a la cúpula del poder supone, necesariamente, arrastrar detrás a toda esa multitud. La gens irrumpirá entonces con un bullicioso despliegue de pipus (grito tradicional paraguayo), matracas, pitos, banderas y tambores. Asimismo, el desalojo del primer escalón o de los que se encuentran en sus tibias proximidades, implica también un masivo empujón a todo el clan. Este será inmediatamente substituido, como es natural, por uno nuevo, el cual reclamará inmediatamente el derecho a participar democráticamente del requecho.




ArribaAbajoPioneros del «braguetazo»

Este esquema incluye la importante institución nativa del tovaja (cuñado), surgida del primer contacto hispano-guaraní. Y, pareja a ésta, otra no menos famosa y por cierto más temible: la yernocracia. No se trata de un invento novedoso. Reconoce una venerable tradición entroncada en la misma colonia. La erudición de Carlos Zubizarreta nos refriega en la cara la «yernocracia» colonial, con su extraordinaria avidez de poder. La influencia refleja que se adquiere de este modo suele ser asombrosa. De paso, se incorporan hábitos, modales, hobbies y hasta el modo de hablar y de caminar del suegro. El yerno de un general, por ejemplo, adquirirá inmediatamente la imponente marcialidad de un junker prusiano de la escolta del Káiser. Su vocabulario será inundado por la terminología cuartelera y opinará, sin rubor, sobre el marco estratégico de la batalla de Campo Vía, con la suficiencia de Von Clausewitz.

Épocas hubo en que la «yernocracia» ocupaba todos los resortes del poder. Esto ocurrió varias veces en la colonia y también en la era independiente. Un oportuno golpe de bragueta asegura al yerno un sitio   —161→   en el codiciado sector superior de las graderías. El lenguaje popular bautizó como «braguetazo» esta rápida y eficiente -aunque oblicua- vía de incorporación a la cúspide del poder. De todas las que conocemos, es la más dulce y amable.

Los pioneros de esta venerable institución nacional fueron nada menos que los yernos de don Domingo Martínez de Irala, en pleno siglo XVI: Gonzalo de Mendoza, uno de ellos, fue nombrado Lugarteniente General. Francisco Ortiz de Vergara y Alonso Riquelme de Guzmán, Alcalde Mayor y Alguacil Mayor, respectivamente. «Este nepotismo fue lo que se dio en llamar yernocracia de Irala»102, comenta Zubizarreta. Inauguraron ellos una larga lista de individuos de retumbante paso por nuestra historia. No fue ajeno a ella el sevillano Juan Torres de Vera y Aragón, oidor de la Audiencia de Charcas quien, en un acto de fina puntería, desposó a Juana de Zárate, mestiza altoperuana, hija del Adelantado Juan Ortiz de Zárate. Heredó, en consecuencia, el adelantazgo, el cual lo ejerció a través de tenientes de gobernadores ya que el Virrey del Perú le impidió asumir funciones en Asunción.

En cuanto al amigo, ya se sabe. El amiguismo es una relación que, en el Paraguay, tiene una fuerza y un ritual más cercanos a los de la maffia que a una simple relación entre personas que no están unidas por vínculos de sangre. El amiguismo se superpone al parentesco y a las membresías políticas. No es casual que, para designar a un grupo político cuya representación se esté invocando, se diga «los amigos quieren» antes que «los correligionarios quieren». La palabra «amigo» rubrica la fuerza del mandato. La palabra amigo porá (buen amigo) alude a quien es capaz de hacer la vista gorda ante cualquier barrabasada.

Estas densas redes de vinculación, fortalecidas por intrincados compadrazgos, explican mejor determinados procesos sociales que el análisis de las lealtades partidarias, las afinidades ideológicas y el cruzamiento de éstas con patrones de relevancia económica y social. El amiguismo y la familia, en su sentido más amplio, ejercen una enorme influencia en los procesos sociales y políticos. Muy superior, muchas veces, a los aparatosos esquemas partidarios o a los mecánicos efectos de la infraestructura económica a los que son tan afectos quienes   —162→   profesan, como artículo de fe, cierta «solapada» erudición materialista. Solapada no por lo oculta, sino porque proviene de la solapa de los libros.




ArribaAbajoDe la carreta al «Mercedes»

En el Paraguay, desde muy antiguo, el poder económico es consecuencia del poder político y no al revés. Razón de más, entonces, para intentar encaramarse a los peldaños superiores del gallinero. Es un problema de distancia y de agilidad. El premio vendrá por añadidura. Cada vaivén político implica generalmente el ascenso de un nuevo grupo a las alturas y el esquilamiento inmediato del que ha sido desplazado de ellas.

Hay muy poco en nuestro país que se parezca a una aristocracia. La historia, desde luego, no presenta ocasiones favorables para ello, por lo paupérrimo de esta comarca. No existe, por consiguiente, una aristocracia en el sentido clásico del término: un grupo social estable en el tiempo, cerrado, dueño del poder económico y por consiguiente del poder político; capaz de cultivar un refinamiento del gusto que establezca claramente una terminante distinción con los que se encuentran más abajo.

Lo que tenemos es una oligarquía que remeda malamente, como el actor que comienza a ensayar un nuevo guión, los modos de vivir y de pensar de la aristocracia. Como se trata de una imitación, siempre ocurrirá algún error de copia o el olvido de alguna frase fundamental en el libreto. Nuestra oligarquía sigue hablando y pensando en guaraní -idioma de un pueblo pobre- y aporrea al castellano con el fervor que suele reservarse para los presos políticos.

No nos lamentemos por esto. Por el contrario, esta circunstancia otorga a la estructura social un carácter democrático que no es común en América. No debiera quitarnos el sueño la ausencia de una aristocracia cargada de siglos y de vicios, instalada en remotas nubes, pensando en francés y cultivando refinamientos inaccesibles (el polo, el esquí, la navegación a vela, el «go», la colección de armaduras medievales y otras vainas parecidas, como dirían los venezolanos). Todo lo contrario. Nuestros oligarcas piensan que el non plus ultra de la   —163→   distinción es llegar a dirigente de un club de fútbol. Y que es muy «bien» enredarse a sopapos con jueces de campo, directores técnicos y periodistas deportivos. Definitivamente kitsch (kachiái, en vernáculo), pero indiscutiblemente democrático.




ArribaAbajoSólo para deportistas

El tenis, es cierto, ha ganado cierta notoriedad. Es de buen gusto tener una cancha de tenis en la casa y pasearse sobre ella con una vincha alrededor de la frente, el grueso abdomen sosteniendo la indumentaria blanca de rigor. Pero se lo ha adoptado -al tenis- sin haber cubierto las etapas intermedias, como el ping-pong y las bochas. El salto ha sido directo desde los combates de arañas, arrancadas de sus grutas con bolitas de cera sujetas a tensos hilos; desde el juego con bolitas en la vereda del barrio; desde la cacería de pajaritos con hondas que arrojan proyectiles de barro endurecido al sol; desde las aéreas evoluciones de pandorgas (barriletes) confeccionadas manualmente con palillos de tacuara.

Todavía no hubo tiempo de lograr la diferenciación en el gusto y en el consumo, que es el objeto del venenoso libro Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen. Obra sobre la que Borges dejó escritas estas agudas palabras: «Cuando, hace ya tantos años, me fue dado leer este libro, creí que era una sátira. Supe después que era el primer trabajo de un ilustre sociólogo. Por lo demás, basta mirar de cerca una sociedad para saber que no es Utopía y que su descripción imparcial corre el albur de lindar con la sátira. En este libro, que data de 1899, Veblen descubre y define la clase ociosa, cuyo extraño deber es gastar dinero ostensiblemente. Así, se vive en cierto barrio, porque es fama que ese barrio es más caro. Liebermann o Picasso fijaban sumas elevadas, no por ser codiciosos, sino para no defraudar a los compradores cuyo propósito era mostrar que podían costearse una tela que llevaba su firma. Según Veblen, el auge del golf se debe a la circunstancia de que exige mucho terreno»103.

La versión local de estos compradores de Picassos o Dalíes es algo bastante más pedestre. Es todavía compradora de libros por metros   —164→   lineales y prefiere aún el fútbol al golf. Es que no hubo mucho tiempo para decantar refinamientos. Se pasó directamente del caballo con arreamen chapeado al «Mercedes»; del cachiveo al yate de los fines de semana; del rancho culata jovái a la mansión de estilo californiano. Tal vez la próxima generación se aproxime mejor al paradigma de Veblen salvo que se cumpla la amenazadora teoría de los ciclos, que exigiría comenzar de nuevo: la reproducción del mito de Sísifo con el aburrido subir y bajar de la misma piedra durante toda la eternidad.





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ArribaAbajo- XI -

Aparece el hombre invisible y se insinúa un tratado de técnicas de supervivencia con digresiones sobre química y física y parapsicología


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Hemos seguido paso a paso la pormenorizada descripción de la ley del Mbareté. Ella rige, sin grietas, la vinculación entre los que tienen el apokytá guardado bajo siete llaves y el ruidoso pero inocuo universo de los ajura galleta. Ahora bien, si esta ley es la que rige la conducta de los que están arriba, falta escudriñar la manera en que responden los que se encuentran en los escalones inferiores, para completar el cuadro del funcionamiento de la sociedad.

El AG (ajúra galleta) tiene una lúcida percepción del fenómeno del poder. Sabe que «el que puede, puede» y que «el que no puede chía». Siguiendo los indestructibles métodos de la lógica, llegará a un corolario inevitable, ley de hierro y regla de oro que determinarán su conducta: es mejor estar arriba que abajo. Esta íntima seguridad explica todos sus sinuosos movimientos.

Es notorio que los peldaños superiores tienen espacio para muy poca gente. Pero como son anchos y proyectan suficiente sombra, hay que guarecerse bajo ellos. No es fácil. Pero con despierta imaginación y con astucia ancestral, el AG desplegará una serie de tácticas escalonadas para congraciarse con el propietario (o por lo menos tenedor a título precario) del apokytá, quien tiene, como también suele decirse, la sartén por el mango.

En principio, una observación imprudente concluirá que el paraguayo observa, como conducta, una sumisión ovejuna. El observador será engañado por ciertos modales externos y superficiales, que denotarían lo que, en apariencia, sería una insuperable naturaleza de galeote. Por ejemplo, conducirá a un enorme engaño la manera en que el AG se dirige a los que mandan. Al militar y al policía les aplicará un marcial «mi» propio de la relación de disciplinada subordinación. «Mi capitán», «mi comisario», «mi sargento», etcétera. En el quehacer   —168→   político, los dirigentes son «jefes partidarios», expresión castrense que traduce igualmente un orden jerárquico similar. Quien ostente tales cargos se inflará como un pavo real, creyendo ser el dueño de las almas de los que le rodean.


ArribaAbajoLas fintas del camanduleo

Nada más equivocado. Lo que pasa es que el AG sabe que el poder se ejerce discrecionalmente. Por eso siempre pende sobre él, como una espada de Damocles -espada de Temístocles, prefiere un pensador criollo- el riesgo de que un error lo convierta, en cualquier momento, en un doloroso tukumbo rupa (colchón de garrote). Es mejor evitar tal riesgo, que puede quedar impreso, literalmente hablando, sobre sus amadas espaldas. De ahí las tácticas diversionistas del AG, que exageran las formas rituales de dirigirse a la «autoridad».

Y aquí una breve digresión. Una vez más, autoridad es la persona misma, no el atributo de que ella está investida en virtud de la ley. Con menos palabras: uno no tiene autoridad; uno es la autoridad, resplandeciente de sables y talabartes. Pero si llega a envanecerse con los hábiles pases de felpa, cometerá un error capital. Se convertirá en instrumento dócil de quienes lo halagan.

No hace falta tener una función militar o policial para ser el receptor de estas delicadas caricias verbales. A lo largo de toda la estratificación social se multiplican estas formas de ensalzamiento. «Jefe», che ruvicha, che uru (que quiere decir también jefe, en la tradición tribal) son otros tantos pases de suave y amorosa felpa. No faltará quien susurre cálidamente che duki (mi duque), con la almibarada eufonía de un paje dirigiéndose a un Grande de España. Se emplea también «maestro», como señal de supuesta pleitesía. En los últimos años ha ganado espacio otra palabra parecida: «profesor».

El objetivo será siempre el de hacer bajar la guardia y abrir las puertas del camanduleo, intimidad con el superior que corroe las jerarquías hasta destruirlas. El que capitule ante esta tentación, estará perdido. Se convertirá inconscientemente en un subordinado de los que   —169→   se hallan en los palos más bajos del gallinero. Ignorará, por cierto, que la lealtad jurada estentóreamente no durará más que el mando de quien es blanco de los halagos. Pero mientras dure este mando, y bajo su amparo, el AG, virtuoso de la felpa, conseguirá ventajas diversas.




ArribaAbajoDel chin-chon a la generala

La lealtad declamada será recorrida por ruidosos ofrecimientos, juramentos de adhesión eterna, devoción incondicional, elogios arrojados con puntería de francotirador. Se comenzará con un tanteo preliminar, con unas fintas de sondeo para explorar los puntos débiles del blanco. Para ello, por ejemplo, se le arrojará un ndéko remanda guasu (tienes mucho mando). Si con esta zalamería no se obtiene respuesta favorable, se explorará otro flanco, con un ajépa nepláta heta (en verdad, tienes mucho dinero). Si, finalmente, la fortaleza sigue resistiendo al asedio, sólo quedará un recurso final para tender el anhelado puente de la camándula: oje'e nderehe nekuñahetaha (se dice que tienes muchas mujeres). Esta estocada final suele ser infalible, habida cuenta de que la poligamia es un valor cultural entendido y que el paraguayo ikasõ petei ha ikuña mokõi (el paraguayo tiene un sólo pantalón y dos mujeres).

El lustre exige un planeamiento tan puntilloso como una batalla. Los manes de Aníbal, Epaminondas, Napoleón y Sun-Tzu presiden, expectantes, la elaboración de la estrategia. Todos los puntos débiles serán explorados. La esposa del uru será objeto de continuas demostraciones de afecto de parte de las esposas de los subordinados. Especial atención recibirán los cumpleaños, santo ára (día del Santo), aniversarios de casamiento y evocaciones de ciertos ascensos fundamentales. Los músicos compondrán polcas dedicadas a ensalzar las virtudes del «jefe»; los poetas fraguarán acrósticos y compuestos.

Se investigarán cuidadosamente el club de fútbol y las aficiones resaltantes. Los juegos favoritos de la esposa proporcionan un excelente teatro de operaciones: chin-chon, canasta, buraco, generala, bingo,   —170→   poker. Si el hombre ha estado en alguna guerra internacional o revolución -aunque hubiese sido reclutado a puntapiés- se convertirá en el paladín de la contienda, mezcla de José Matías Bado y Eduardo Vera, de Leónidas y Odiseo. Pronto él mismo quedará convencido de haber sido protagonista de estupendas hazañas que fatigarían las recopilaciones de O'Leary.




ArribaAbajoIncomprensión de la táctica

Es cierto que no faltan quienes desdeñan estas habilidades, calificándolas como pura adulonería. «El adulón -dice González Torres- es un incapaz o un vivo, que usa la adulación, a falta de capacidad, para ir viviendo y subiendo. Si es necesario se arrastrará como los ofidios y los saurios; cuando servil y arrastrado, el adulón es un desfibrado moral. Tiene espina dorsal de ysypo (liana), capaz de adaptarse a todas las situaciones; desafía hasta la ley de la Geometría que dice que la menor distancia entre dos puntos es la línea recta. El adulón, para acortar distancia, para llegar más rápido y seguro, sigue una línea sinuosa. Es untuoso, con coleos de perro, pero a diferencia de este noble amigo del hombre, el adulón es incapaz de mantener afecto sincero, gratitud alguna. Adula en cuanto la víctima manda o le puede ser útil y después la olvida o la persigue; es ingrato y, si el adulado de hoy necesita alguna vez de algo, es incapaz de darle ni siquiera un consejo».

«El adulón es mañero, escurridizo, de postura servil; crece y prolifera en las cortes, palacios, alrededor de los poderosos del momento, de los jefes, es astuto, hipócrita, cínico. La política es un campo más propicio para los aduladores profesionales. Una variedad es el cortesano, por el ambiente en que actúa. Es el que organiza los festejos, las conmemoraciones y agasajos, los banquetes y demostraciones, pero pagan los otros, los participantes»104.

En un breve ensayo, González Torres describe una tipología de los adulones, a los que divide entre cínicos, calculistas y moderados. Algo debe saber del asunto el autor, ya que fue funcionario de alto rango   —171→   en el gobierno durante muchos años. Su tesis adolece -así lo creemos- de una debilidad: omite la vinculación de estas actitudes con las exigencias de la supervivencia individual y colectiva.

Un folleto casi desconocido hoy, publicado en 1911 por el periodista Rufino Villalba, director del periódico «Rojo y Azul», que se editaba por aquella época, arriesga una descripción pionera que los historiadores deberán anotar. Bajo el título de Tipos y caracteres, Villalba describe con detenimiento, aunque también con visibles prejuicios, el antiguo tema del acomodamiento con el poder. O, si empleamos un lenguaje más moderno, de la sabia estrategia del acomodo.




ArribaAbajoUn poco de química y de parapsicología

Hay varios extraños efectos producidos por el ejercicio del poder, y que escapan a los dominios de la Sociología y de la Antropología Social para internarse en el campo de la Química y de la Parapsicología. Quienes llegan a los peldaños superiores sufren increíbles y maravillosas mutaciones, no sólo en cuanto a su comportamiento sino también en la recoleta intimidad de su estructura molecular.

Veamos algunas de estas mutaciones. El individuo se vuelve, repentinamente, más elegante que David Niven, más bello que Alain Delon y más simpático que Cantinflas. Se trata de un cambio verdaderamente inexplicable. Pero ocurre realmente. Lo puedo aseverar bajo la fe del juramento: no se trata de un conjunto de alucinaciones desorbitadas, como podría concluir algún lector apresurado.

Esto tiene, desde luego, sus consecuencias y responsabilidades. La primera de ellas es la molestia -intolerable, por cierto- que produce el incesante acoso de las mujeres. Es una carga del status, una responsabilidad derivada del cambio molecular, que involucra la adquisición de un caudaloso e irresistible sex appeal. Por eso, cuando se llega a las alturas, uno se ve obligado a tener amante con casa y automóvil. Todo ello sin perjuicio del merodeo de otras chuchis ocasionales, para las cuales hay que multiplicar las atenciones. Esto   —172→   exige, a su vez, atiborrarse de revitalizadores geriátricos -huevos de codorniz y jalea real a tutiplé- para poder estar a la altura, de manera más o menos airosa, de este indeseable sacrificio.




ArribaAbajoMisterios moleculares

Otro efecto que no debo omitir es de tipo parapsicológico. De pronto, uno deviene dotado de una extraordinaria gracia. El peor de los chistes, que desataría una rechifla en un bar de extramuros -cuando no un amago de agresión- obra, sin embargo, el milagro de levantar una tempestad de carcajadas. La gente se desternillará de risa. Habrá desmayos y sollozos de tanta hilaridad. Esta cualidad se transmite, por ósmosis, a la esposa e hijos y no pocas veces a parientes cercanos, compadres y otros paniaguados.

Otro extraño fenómeno, físico y químico, debe ser minuciosamente detallado: una fusión que afecta, no a los hombres, sino a las cosas. Consiste en la identificación de los bienes públicos y privados en una sola cosa. Al reunirse, crean una nueva entidad, síntesis impenetrable a toda dialéctica. Ya no pueden ser separados, tú siquiera distinguidos unos de los otros. Serán, en adelante, inseparables.

Se trata de un misterio molecular, de un proceso eminentemente químico que asombraría a los alquimistas medievales. La cosa pública se convierte primeramente en res nullius (cosa de nadie) y luego en propiedad del poderoso. Algunos antropólogos pretenden que esto se debe a la ausencia de una distinción entre propiedad pública y privada, típica de las sociedades arcaicas.

Invoco la autoridad de eminentes científicos que proponen la óptica de la Química y de la Física. Es particularmente sugerente el penetrante ensayo «Mutaciones moleculares bajo el efecto de determinadas densidades sociales», de J. C. Frutensen y M. Colman, del Black Hand Institute, de la prestigiosa Universidad de Stanford, Estados Unidos. Hay traducción castellana, aunque sólo de los capítulos fundamentales.



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ArribaAbajoSintomatología del soroche

Otros notables efectos ocurren en el campo de la Biología y de la Geometría Plana, con esporádicas incursiones en la Física. El asunto se halla debidamente documentado, y al mismo ha sido consagrada una meritoria monografía realizada por los doctores L. von Prietovich y Z. Melgarejo, por encargo del Instituto Tecnológico de Zurich. El documento fue presentado, con la complacencia de los medios científicos, a un reciente congreso internacional celebrado en Bruselas. El tema dominante fue «Aproximación a un enfoque multidisciplinario de los movimientos sísmicos que afectan a las superficies sustentantes», obra de los autores citados.

El primer efecto es biológico, y afecta directamente a la salud humana. El segundo, es físico, y afecta a la opacidad del cuerpo. El tercero es geométrico. Comencemos por la salud, ya que plantea un problema de supervivencia. Al llegar a los peldaños superiores comienzan a aparecer ciertos síntomas tales como mareos, náuseas, pérdida del equilibrio, desubicación en el tiempo y en el espacio, euforias inmotivadas, irritabilidad, etcétera. La sintomatología desatada por la adquisición de poder es típica del mal conocido como «soroche» o «mal de la puna» o «mal de las alturas», de incongruente aparición en un país de llanura como el nuestro. Se aclara al lector, para no inducirlo a equívocos, que estar «apunado» no es lo mismo que estar «apenado».




ArribaAbajoEl efecto Griffin

A su vez, la pérdida del poder produce otros efectos de apasionantes características. Entre ellos, el conocido científicamente como «efecto Griffin», el cual proviene -hay que decirlo- de mister Griffin, personaje de la obra El hombre invisible del novelista británico H. G. Wells. Griffin se volvió invisible como resultado de imprudentes experimentos químicos, hecho que produjo innumerables inconvenientes en su desenvolvimiento cotidiano. La novela es un inventario de las   —174→   peripecias y desventuras del protagonista, víctima de prejuicios, persecuciones y maltratos.

En nuestro caso, no se trata de una manipulación torpe de productos químicos sino de seres humanos, pero el resultado es el mismo: la pérdida de la natural opacidad del cuerpo humano. La opacidad, como se sabe, es una de las características particulares de la materia. Esta virtud se presenta en algunos trozos de materia, pero no en todos. Los rayos de luz se detienen en la superficie de los cuerpos. Los seres vivos son, en general, opacos. La ciencia registra algunas excepciones: estos casos de repentina transparencia, documentados por prominentes investigadores y uno, muy especial, registrado por Cervantes. Pasó a la historia como el caso del licenciado Vidriera, frágil y quebradizo individuo.

Quien ha sido desalojado de los escalones superiores, notará que las personas parecen mirar a través de él, como si su cuerpo se estuviese volviendo de vidrio. La otra persona sólo tornará conciencia del ser vítreo sólo si, inesperadamente, choca con él. En casos extremos, la opacidad desaparece definitivamente y la transparencia se vuelve radical. Los rayos pasan a través del cuerpo y ni siquiera se percibe su contorno, su fantasmal silueta. El individuo podrá pasearse en medio de una multitud y nadie se percatará de su existencia.

Se añadirá otra característica notable: nadie sino él escuchará su voz. Podrá dirigirse a tal o cual individuo, llamándolo por su nombre, pero este seguirá sus pasos, incluso más apresuradamente, como si no hubiese oído nada. Los oídos del transeúnte interpelado permanecerán cerrados ante todo ahogado sonido que escape de la garganta del opacado por un descenso en el tobogán. Es como si éste viviese dentro de una cápsula de cristal.

Otro inconveniente derivado de esta situación es la corrección de una antiquísima regla de la Geometría plana que dice que la distancia más corta entre dos puntos es la recta. Quien ha «caído en desgracia» -una forma paraguaya de decir que alguien ha caído de la silla- comprobará rápidamente esta férrea ley. Habrá quien, para dirigirse a su destino, ahorraría un kilómetro pasando frente a la casa del caído.   —175→   Pero preferirá realizar un largo y sinuoso itinerario antes que cortar camino, con lo que evitará ver una cara que conviene olvidar. Digno de un teorema. Pitágoras hubiese quedado estupefacto.





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ArribaAbajo- XII -

Aparición de tres monos del oriente y explicación de la táctica de las arañas


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Donde quiera detengamos la mirada, encontraremos siempre la actitud cautelosa, alerta, expectante, de pura prudencia, propia del sobreviviente nato. El paraguayo se mantendrá siempre atento a la realidad. Su enorme capacidad de fabulación se detendrá cuando ella se oponga a su propio interés, momento en el cual colocará todos sus sentidos en estado de tensión. Su mayor motivo de jactancia será, por eso, saber dónde pica el pez (moópa oime la pira kutu); de dónde sopla el viento (moo'gui ou la yvytu) y, como señal de supremo entendimiento, por dónde mean las gallinas (moó rupi o kuaru la ryguasu).

Por eso, como creemos haberlo explicado anteriormente, evitará siempre toda temeridad, toda incursión a las zonas de peligro. Sabe que no debe patearse un avispero (aníke repyvoi káva raitýre), ni pisar la cola de un tigre (ndovaléi re pyru jaguarete ruguáire) ni patearle en las fauces (aníke repyvoíti jaguarete jurúre).

La habilidad consiste en no comprometerse y en mantener siempre la posición de equilibrio, sin inclinarse demasiado hacia ningún lado en especial, salvo que en ello haya beneficio. Es el justo medio aristotélico; el centro exacto, como la boca de un poncho (mbytetépe poncho jurúicha).


ArribaAbajoLenguaje para criptógrafos

Para no comprometerse demasiado necesita de un sistema de comunicación muy especial cuya significación es dual, susceptible de doble interpretación. Según como convenga, se optará por una u otra decisión.

Esto ha llevado al desarrollo de un complejo lenguaje críptico, carente deliberadamente de claridad pero dotado de signos muy precisos   —180→   para quien haya penetrado su código secreto. En una cultura ágrafa como la nuestra, la comunicación oral adquiere trascendencia inocultable; sólo podrán descifrarla -plagada de signos como esté- quienes posean sus claves.

Lo primero que advertiremos en el lenguaje popular es la ausencia de respuestas terminantes o el carácter ambiguo de ellas. En un diálogo, será difícil extraer ninguna connotación de compromiso genuino. En todo caso, se encontrarán expresiones susceptibles de doble interpretación. Pero es obvio que quienes se comunican saben exactamente lo que está pasando y pueden apreciar en su justa medida el valor de cada una de las palabras.

Hemos hablado de cultura ágrafa. En ella, el papel tiene un valor mágico aunque no se comprenda su contenido. Por eso el título de propiedad es identificado con la cosa a la que alude; quien lo entregue a un tercero -a un usurero de cabecera, por ejemplo- tendrá la seguridad de haber perdido la cosa. La representación de la cosa ha capturado la esencia de la cosa. Quienes habitan el mundo de los papeles son los «letrados», temidos como pícaros. «La palabra es lo que vale», define el código truquero, compendio de filosofía popular. Es decir, el significante se impone al significado en el tratamiento del lenguaje escrito.

Los semiólogos se sumergirían extasiados en las aguas de un sistema de comunicación como éste, repleto de parábolas, metáforas, símbolos y veladas alusiones. La comunicación social, repleta de misteriosos signos, suele ser, por eso, incomprensible para los extranjeros. Un sistema donde lo que se dice expresamente no dice nada, literalmente hablando, requiere ser descodificado para penetrar en su verdadera significación. En ella, las connotaciones ocupan un lugar de privilegio.




ArribaAbajoCódigo para chinos

Al respecto, como una manera de argumentar por la vía de comparación, debo recordar un folleto que se distribuía a los pasajeros   —181→   de las líneas aéreas norteamericanas que iban a la China. La redacción del folleto estaba dirigida a los empresarios que podrían tener interés en establecer relaciones comerciales con este país. Era la época de la euforia inmediatamente posterior al viaje de Nixon a Pekín. El objetivo era informar a los ejecutivos sobre nociones básicas de cultura china. Se decía allí que un chino respondería siempre con la negativa a cualquier planteamiento que se le hiciese en una primera reunión. La advertencia era la siguiente: no había que tomar en serio esa negativa. Debía levantarse la reunión con sonrisas y genuflexiones y retornar al día siguiente. Luego de otro par de negativas, podría venir el anhelado sí. Moraleja: el intrépido bussinesman no debía amilanarse. Era solamente un rasgo cultural lo que se tendría como escollo y no una genuina negación. Al día siguiente, las cosas podrían cambiar.

El paraguayo es todo lo contrario. Preferirá responder afirmativamente. No dejará de asentir, impertérrito, con un oi porá (está bien) a cualquier instrucción, orden, orientación, sugerencia o comentario. Consentirá con un sonriente upéicha, (así es). O, aún más complaciente, replicará a lo que se le está diciendo con un sonoro upeichaite (es así mismo), cabeceando afirmativamente. Alguien, aún más cínico, espetará un ruidoso chéko ha'e voi kuri (yo ya lo había dicho). Cuando la Interpelación sea más directa y se le exija una clara y terminante absolución de posiciones, concederá con un sibilante oiméneko upéicha (ha de ser así). O con un hipócrita ndéma niko ere (usted lo ha dicho) lo que, a buen entendedor, no quiere decir que esté, en realidad, aceptando nada. Claro que, después de todas estas demostraciones de adhesión, hará lo que le dé la gana.

Sólo un ingenuo aceptaría frases o palabras semejantes como signos de conformidad. El sí de un paraguayo no quiere decir mucho; a lo sumo, una expresión de cortesía. Por ejemplo, si se le pide algo, replicará con un convincente «voy a hacer ahora». Pero, tal como hemos explicado, la concepción del tiempo en nuestra cultura es peculiar. Ese «ahora» puede ser enseguida o dentro de tres años. Sólo tendrá seriedad cuando esté acompañado de una acción inmediata.



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ArribaAbajoDel ñe'embegue al radio so'o

Los medios formales de comunicación no tienen mucha credibilidad. Requerirán, en todo caso, ser confirmados por otros, aceptados como los más idóneos dentro del ore reko. Adquirirá, por eso, temible eficacia el ñe'embegue (susurro) que se desliza al oído con el seductor ropaje de la confidencia. O que se emplea homeopáticamente en corrillos de confianza. Su fuerza persuasiva será siempre superior a la de las campañas publicitarias mejor orquestadas.

Una vez establecida la comunicación, el mensaje recibirá una rápida y letal propagación a través del deletéreo radio soo (rumor), con sus infinitos canales. Sus mensajes serán aceptados con la religiosa veneración que se reserva a los iconos más famosos de la imaginería popular. Lo mitãma he'i (ya lo dijeron los muchachos) es una sentencia que rechaza toda impugnación posible.

Algún ingenuo se preguntará quiénes son lo mitã. Se trata de un sustantivo colectivo que alude a una entidad invisible, misteriosa y omnipresente, de existencia ideal, pero cuyos fallos en el consenso popular son inapelables. Así definía lo mitã un certero observador de la década de 1950, en un texto rescatado del olvido por la tradición oral.

Siempre se preferirá dar a entender algo antes que anunciarlo o proclamarlo. Por eso el dar ke'e (algo así como dar a entender algo, a través de gestos, silencios, movimientos, interjecciones u otros signos, en vez de darlo a conocer expresamente) es uno de los modos más empleados en la comunicación. Otro medio, parecido al bluf de los jugadores de poker, es el lata parará, (estrépito de latas), exageración sonora que tiene como objetivo despistar a los demás.

Hay otros campos en que se manifiesta esta misma manera elíptica de comunicarse. Cuando alguien abandona una reunión se disculpará diciendo aháta aju (me voy para volver). Por supuesto, esta expresión será interpretada por quienes quedan, en su justo y cabal sentido. Es decir, que quien se fue y dejó flotando esa frase podrá volver dentro de diez horas o el próximo año bisiesto. Tal vez hasta vuelva enseguida.

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Si alguien pasa frente a una persona conocida le dirá, sin detenerse, un ruidoso jahápy (¡vamos!), con tono imperativo. La respuesta será siempre un ¡listo! que, en castellano paraguayo, quiere decir rotundamente sí. Pero que, en el código específico del diálogo al que estamos aludiendo, implica solamente que se ha tomado nota de la invitación. Y nada más.




ArribaAbajoProhibido emocionarse

El paraguayo es habitualmente silencioso. De pocas palabras. Casi hermético. Es difícil que exteriorice sus verdaderos sentimientos. Rechaza los excesos emocionales. Prefiere el equilibrio, la moderación, la templanza. Le desagradan los desbordes, en cualquier campo. Sus entusiasmos son limitados, salvo cuando están motorizados por el alcohol. Sus adhesiones siempre ocultan alguna reserva. Como el gato, el paraguayo sólo se entrega a medias, aguardando alguna ventaja como contrapartida.

Por eso es pareo en demostraciones de afecto. Esto no quiere decir que carezca de sentimientos sino que los exterioriza en dosis muy cuidadosas. Todo a la medida, armoniosamente. Nada de exageraciones. Los artistas más famosos del mundo suelen extrañarse de que el público paraguayo sólo sabe compensarlos con aplausos débiles, sin las expresiones de delirio que suelen cosechar en otras naciones.

Citemos a Rengger: «Será difícil observar señales de excitación en el rostro de un paraguayo. Sin conocer a Horacio, parece que tomaran por lema el nihil admirari (no maravillarse por nada). Cuando vieren o escucharen algo que les causare verdadera admiración, se los verá sólo más tarde hablar del caso con asombro. Los acontecimientos que conmueven y sacuden a las otras partes del mundo son, para ellos, extraños e indiferentes»105.

El Desfile de la Victoria, al concluir la Guerra del Chaco, fue uno de los momentos más emocionantes de la historia paraguaya. La multitud agolpada en las calles aplaudió, ciertamente, pero con una moderación que algunos observadores confundieron con poco   —184→   entusiasmo. No había tal. En realidad, aquel desfile de las tropas vencedoras habrá estrujado el corazón del pueblo. Pero aún en ese instante, este se negó a sí mismo el torrente de emociones que hubiese sido obligado a ojos europeos.

De los guaraníes decía Azara que tenían un «semblante más frío, triste y tan abatido, que no miran al sujeto con quien hablan ni la cara del que les mira», y que «ni manifiesta las pasiones del ánimo ni se ríe; en la voz nunca gruesa ni sonora, en hablar bajo y poco, en la frialdad de sus galanteos y casamientos, en no gritar y quejarse en los dolores...»106. Rengger confirma estas características casi con las mismas palabras que Azara: «Su rostro, en el momento de la emoción, no expresa ni dolor ni alegría como tampoco cambios anímicos o pasiones. Con sus ojos, semiabiertos, jamás miran a las personas con quienes hablan, manteniéndose cabizbajos o corriendo la mirada de un objeto a otro. Raramente ríen y, cuando esto acontece, no rompen en carcajadas sino mueven apenas la comisura de los labios. Su voz es baja, levantándola normalmente sólo cuando empiezan a embriagarse con bebidas espirituosas. Incluso cuando están lacerados por dolores agudos o mueren violentamente en la batalla, no se los oye gritar o gemir en alta voz»107.




ArribaAbajo«En boca cerrada...»

Teodosio González, infatigable crítico de la cultura paraguaya, encuentra esta misma actitud en la relación entre gobernantes y gobernados: la aplicación, durante los sesenta años de la posguerra, del principio del hermetismo. «Es decir -explica- de la ocultación sistemática y completa a los gobernados de los actos realizados y propósitos sustentados por los gobernantes, tocantes a la marcha política y financiera del país, incluso a los mismos partidarios políticos»108.

La reserva es considerada una virtud inestimable. El charlatán es una lacra social, un ser rechazado. El que eleva el tono de voz en una reunión es mirado inmediatamente con malestar. Es el repudiable   —185→   ñe'engatu (hablador) que no merece la confianza de nadie. Es un defecto femenino, hasta el punto de que ciertos lingüistas de cafetín aseguran que la palabra guaraní que designa a la mujer quiere decir lengua mala (=lengua; aña=maligno, demoníaco)

Por el contrarío, kuimba'e (varón, en guaraní paraguayo), quiere decir dueño de su lengua (=lengua; imba'e=de él). Algo ha de significar esto porque en la cultura guaraní las deidades malignas son generalmente femeninas, como las que habitan dentro del mbaraká del brujo (aña mbaraka), y cuya misión es producir un monótono e interminable chasquido.

Retornemos al insomne Teodosio González. Este autor nos dice que «en todas las esferas de la población del Paraguay, aún en las más elevadas, se nota la falta de seriedad, de formalidad y de consecuencia en los actos que más las necesitan. Es que, para el pueblo del Paraguay, la seriedad y la formalidad no consisten, como en otras partes, en la corrección, exactitud y puntualidad en el cumplimiento de los deberes oficiales, comerciales o sociales, sino en adoptar actitudes adustas, solemnes, tétricas y misteriosas, en estirar la cara, en no reír ni sonreír jamás»109.




ArribaAbajoLa ley del ñemibotavy

Monseñor Juan Sinforiano Bogarín dejó escrito en sus memorias que «el paraguayo parece haber aprendido de memoria aquel dicho español: la desconfianza y el caldo de gallina a nadie dañan». Es así que difícilmente se abre o se manifiesta ante un desconocido o al superior, sea en conocimiento, sea en autoridad; es preciso desatarlo primero, es decir, darle algún motivo de confianza para que no tergiverse las cosas. A las preguntas o requerimientos que -de buenas a primeras- se le hacen, casi siempre responde con evasivas, si es que no niega rotundamente lo que se le pregunta, pues la mentira la dice con la misma facilidad con que se chupa una naranja»110.

Lo que interesa es destacar esta actitud defensiva. Ella se resume en la famosa posición del ñembotavy (hacerse el tonto). «No habrá   —186→   medio posible de hacerle comprender -explica monseñor Vera- porque se ha puesto a no comprender; o porque no le conviene o porque no le interesa o por capricho o por lo que sea. No comprenderá ni oñemoñe'e ramo chupe teatino (ni aunque le predique un teatino), religioso cuya figura en el recuerdo legendario de nuestros abuelos es sinónimo de santidad. En este caso del ñembotavy, no hay otra alternativa que desistir del propósito de convencerlo y con mucha tranquilidad. Si usted pierde los estribos, se le reirá para sus adentros»111.

Nada de incurrir en la tontería de hacer frente al temporal. En vez de ello, aplicará rápidamente la desconcertante táctica del ñembotavy. Si el viento arrecia, adoptará la pose del ñemomiri (achicarse) o la del kure lómo (poner el lomo del cerdo), combinada con el astuto ñemomandi'o rogue (arrugarse como la piel de la mandioca). Si todavía sigue soplando con furia, no dejará de echar mano al contundente ñemomano (hacerse el muerto), hábil táctica de las arañas. ¿Quién puede perseguir a un muerto?

Debemos convenir en que no hay que remontarse a tiempos muy lejanos para saber de los riesgos que implica cometer una imprudencia. En boca cerrada no entra mosca. Este proverbio es seguido al pie de la letra, mediante la aplicación sistemática de la famosa ley del Ñembotavy. Ella permite eludir responsabilidades y previsibles castigos. Sólo cuando se está seguro de que no habrá responsabilidades, consecuencias y castigos derivados de una afirmación, se accederá a decirla. Pero, previamente, se realizará una hábil y minuciosa «semblanteada».




ArribaAbajoLos tres monos del Oriente

Como principio general, eludirá toda inquisición, sobre todo cuando no sepa bien qué derivaciones tendrá la respuesta ya que, si olfatea que serán positivas para él, tendrá más locuacidad que un loro. Como los tres monos del Oriente, de la reiterada esculturita, declarará que no ha visto nada (che ndahechái mba'eve); que no ha escuchado   —187→   nada (che nahendúi mba'eve) y que tampoco ha dicho nada sobre el asunto (che nda'éi mba'eve). No tendrá reparo alguno en jurarlo, sin siquiera parpadear, por todos los santos del calendario cristiano. Como principio general, preferirá abrazar la sana e irreprochable ignorancia total: che ndaikuaái mba'eve (yo no sé nada).

Si se aprieta al sospechoso contra la pared y se le exige una absolución de posiciones, no se sorprenderá. Si se le hace una afirmación tajante, reclamándole una confirmación inmediata, tampoco se arredrará. Replicará adhiriendo con un inescrutable oiméneko upéicha (así ha de ser) que, a los efectos prácticos, no servirá de mucho. La tortura no servirá de mucho, pese a la cristiana fe que parece despertar en ciertos círculos. Al primer revoloteo del tejuruguái, no dudará en «arrimar por otro» toda responsabilidad.

Se trata de una actitud de defensa. No de cobardía moral. En realidad, conoce de sobra los problemas que pueden caer sobre su cabeza si es que incurre en apresuradas sinceridades. La memoria colectiva es sumamente puntillosa en materia de calamidades desencadenadas por la imprudencia. Hasta hoy, el «cantor» de la lotería presenta al 25 con un enigmático, veinticinco, ava rembi'u plásape (veinticinco, comida del indio en la plaza). Alude, según parece, al número habitual de azotes que se propinaba a los indígenas que cometían la menor falta. El castigo era cumplido en la mismísima plaza pública.

Todo esto nos propone el oficio del superviviente nato, que no arriesga nada inútilmente. Es la cautela del que sabe que, por encima de las apariencias, hay un entorno que puede entrañar graves peligros. «El paraguayo es sobre todo un táctico -dice Óscar Ferreiro- que debe vivir y tiene que sobrevivir. Entonces él desarrolla una conducta muy cautelosa en todo. Primero, escucha, no habla. Estudia. Es el indio que está acechando. Todo su entorno es para él inicialmente hostil. De manera que tiene que ir descubriendo quién es su amigo, quién es su enemigo»112.

A veces se confunde esta actitud con torpeza o con ausencia de inteligencia. No poco de este enfoque corresponde a los prejuicios   —188→   difundidos por el positivismo a finales del siglo XIX y comienzos del XX. La tesis del «cretinismo» no es un invento de Cecilio Báez sino del positivismo europeo, que alcanzó una indeseable difusión en América.




ArribaAbajo«Malagradecido presokue»

No puede faltar en este recuento la aparente característica de que el paraguayo es reacio a agradecer los servicios que se le han hecho. Recibirá el favor sin inmutarse, como si fuese una obligación de quien lo haga y, generalmente, sin proferir palabra. Lo máximo que emitirá como sonido será la expresión «Dios se lo pague». Dios, ya lo sabemos, es moroso en esta clase de pagos. Una frase rarísima será un astima ndéve, una especie de agradecimiento en tono menor.

De allí surge la célebre expresión malagradecido presokué (desagradecido como ex presidiario). Los abogados que trabajan en la jurisdicción penal de los tribunales conocen bien esta frasesita. Alude a que, ni bien el presidiario pone los pies a un metro de las puertas de la prisión, olvidará el trabajo que ha efectuado el profesional y este verá esfumarse toda posibilidad de percibir sus honorarios.

Óscar Ferreiro proporciona esta explicación: «Para el paraguayo, por ejemplo, el regalo es un beneficio que se hace el donante y no él. Su mentalidad le dice que el otro quiere congraciarse con él, que quiere adularlo»113.

Esto significa que quien es favorecido con un servicio piensa que es conducido a una trampa, que el servicio es gratuito sólo en apariencia. Que es una manera de obligarlo a proporcionar después alguna ventaja, quizá desproporcionada con lo que ha recibido. Por eso no tiene por qué dar las gracias. Al fin de cuentas, en su fuero íntimo, el otro estará evaluando el cobro de ese favor.

Podemos ilustrar esta actitud con una anécdota que se atribuye al General Bernardino Caballero, hombre de gran penetración sobre la manera de ser y de pensar de sus compatriotas. Se informó al general que alguien, muy conocido, lo andaba cubriendo de improperios. El   —189→   general se mostró extrañado. No había motivos para recibir tantos agravios de aquel individuo. Al fin de cuentas -se asombró- no le había hecho ningún favor a esa persona.




ArribaAbajo«Dios se lo pague»

Monseñor Vera ofrece su propia visión de este asunto, partiendo de una reflexión de monseñor Juan Sinforiano Bogarín, quien atribuye al paraguayo el defecto de ser desagradecido. «Yo diría más bien -dice Vera- que no agradece. En último caso este paraguayo le dirá a usted un simple «Dios se lo pague» o un insulso «muchas gracias». Y todo termina aquí. Nunca se sentirá obligado a devolver el servicio que se le presta. Quizá alguna vez diga, como si fuera la cosa más natural del mundo: este me salvó la vida o salvó la vida de mi hijo. Pero nada más. Lo dice con toda naturalidad, de tal manera, que uno presiente que considera el hecho como algo debido, algo que se le hizo y que se le tenía que hacer desde ya. Él, pues, tiene derecho a lo que se le prestó en carácter de servicio. La comunidad se lo debe por ser miembro de ella. Entonces, ¿por qué agradecer?»114.

La fuente invocada por monseñor Vera para entrar en tema es el célebre Juan Sinforiano Bogarín, primer Arzobispo de Asunción. Sus Apuntes (memorias), publicados muchos años después de su muerte, pintan un Paraguay que probablemente ya no existe sino a medias. Pero sus raíces siguen firmes en la cultura popular de nuestro tiempo. Monseñor Bogarín nos dejó una perspectiva escéptica de la política y de muchos conspicuos hombres públicos de su tiempo. Pero también anotó algunos rasgos del carácter que merecen ser recordados.




ArribaAbajoAstima ndeve

«El paraguayo -nos dice- es generoso y hospitalario, pero desagradecido. Al necesitado socorre, ayuda en lo poco que puede;   —190→   considera la generosidad como un acto noble que eleva y hace estimable al que la ejerce. Al viajero, con toda alegría, hace participar de su pobre mesa y hasta -esto no es un caso raro- le cede su cama, su poca comodidad para que descanse bien. Mas, el favorecido, por lo general, se muestra ingrato e indiferente a los actos de liberalidad que se le han dispensado. Con un astima ndéve chamígo cree haber cumplido demasiadamente con su bienhechor. Es verdad que este se muestra generoso sin esperar recompensa alguna, ni material ni moral; mas el agraciado no se preocupa de demostrar de alguna manera su reconocimiento a quien le ha favorecido. Bien que siendo este proceder moneda corriente, el benefactor no tiene por qué extrañarse de tal conducta, por aquello de hodie mihi, cras tibi»115.

Asunto apasionante debe ser este porque ha convocado la atención de varios individuos de alto coturno. Arturo Bray también echa baza, afirmando que «el paraguayo desconoce el sentido y la acepción de la palabra gratitud, como que dicha voz ni figura en el léxico guaraní, ni aun en los diccionarios compilados por los jesuitas en la época colonial. El astima ndéve -su equivalente- es mera adaptación de una locución española. Por el contrario, todo favor de que es objeto se le antoja un señuelo cuando no un agravio a su dignidad personal, cuando no una merced graciable que no necesita ser correspondido»116.

Sin embargo, parece que el sentido del rasgo no tiene tanto que ver con la verdadera ingratitud y más bien con la parquedad. Es probable que, cuando se den las condiciones favorables, la persona beneficiada con la liberalidad no titubee en devolverla. Y para ello no se detendrá ante ningún obstáculo. Ni moral, ni legal ni social. Será simplemente que ha llegado el momento de hacerlo. Y no podrá eludir la obligación asumida en lo más profundo de su ser.

La verdad es que la estructura social funciona sobre principios de cooperación mutua. Cuando alguien asciende en la estructura, asume que la cooperación forma parte de su deber: ñaipytyvõ va'erã lo amígope (debemos ayudar a los amigos). Y, por supuesto, estos entienden que el principal deber de aquel es realizar ese objetivo. Quedará después una deuda -una fineza- pendiente de pago.

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Generalmente se encargará Dios de su cancelación, por aquello de «Dios se lo pague». Pero también es probable que, en algún momento, sin estridencias, se devuelva con creces la «fineza» debida.





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ArribaAbajo- XIII -

Teoría del conflicto o las bondades del freezer


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En el carozo de toda sociedad se encuentra el conflicto, sólidamente instalado. Así lo enseñan, con unánime convicción, los oráculos de la Sociología. Entrar en el santuario de la Fisiología Social es hablar, irremediablemente, de conflictos. Hay conflictos entre jóvenes y viejos, entre padres e hijos, entre suegras y yernos, entre hombres y mujeres, entre machistas y feministas, entre importadores y exportadores, entre deudores y acreedores, entre opositores y oficialistas, entre trabajadores y empleadores, entre simpáticos y antipáticos, entre conservadores y revolucionarios.

Un catálogo de los conflictos humanos ocuparía, por fuerza, más tomos que los de la adusta Enciclopedia Británica. Tarea semejante supera holgadamente las menguadas fuerzas de quien esto escribe. Hecha esta salvedad, corresponde, empero, añadir una breve digresión: cada persona abordará la solución del conflicto según sea su profesión u oficio. Veamos algunos ejemplos tomados al azar.

El psicoanalista, previo pago de abultados honorarios, tratará de echar luz sobre un amor culpable a mamá o a papá. Habrá que expulsar a este sentimiento de culpa de la guarida del subconsciente en la que se oculta, como un caracol, de la mirada de los demás y de la propia. Una vez a la intemperie, la culpa será sometida a la luz del implacable reflector de la conciencia y uno podrá dedicarse al incesto sin remordimientos.

El totalitario meterá en la cárcel al conflictuado y lo hará apalear con cristiano fervor. Y si sigue creando problemas, lo fusilará para que aprenda. El general Laureano Gómez, luz y ejemplo de los dictadores del trópico, tenía una pedagogía diferente: el fusilamiento no corrige al muerto pero atempera al vivo. Los educandos serán, en este caso, los sobrevivientes si es que quedare alguno.

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El sociólogo buscará una fundación norteamericana o europea que respalde una investigación -financiada, of course, para esclarecer las minúsculas e imperceptibles interrelaciones que se hallan en el meollo del conflicto. Que el problema se arregle o no, es harina de otro costal. Siempre habrá la posibilidad de pedir una segunda financiación -naturalmente a otra fundación- para explorar, con una metodología de alto refinamiento, lo que quedó en el tintero.

El militar ordenará hacer saltos de rana a quien se atreva a plantearle algún conflicto; hay que obedecer, y a otra cosa. El ecologista buscará el origen del conflicto en alguna secreta alteración de la armónica convivencia de las especies de un ecosistema agobiado por los humos, el material plástico, el ruido y la inconsciencia del hombre. El religioso elevará una desolada oración al Altísimo, pese a que sospeche que este hace cada vez oídos más sordos a las querellas humanas.


ArribaAbajoUn freezer para los conflictos

Dejemos ahora el análisis sectorial y retornemos al global, que es el que nos interesa. Aquí descubriremos que el paraguayo tiene una manera típica de encarar la solución de los conflictos, la cual forma parte indisoluble de la cultura nacional. Se trata de un «estilo» general, de empleo para todo tipo de actividades, y no profesional o sectorial como los que repasamos anteriormente. Por eso mismo merece un análisis más detallado.

Cuando aparece el conflicto, este es sometido a una especie de hibernación en la mayor parte de los casos. No se tornará ninguna decisión y se dará largas al asunto, el cual quedará en «amansadera» por tiempo indefinido. El conflicto no será un desafío que reclame respuesta sino un objeto que hay que sumergir decorosamente en el freezer para que reciba los benéficos efectos del congelamiento. Toda insistencia será inútil. Inevitablemente se aplicará la frase sacramental ndaipóri problema (no hay problema). Si no hay problemas, ¿para que solucionarlos?

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En el célebre Catecismo político y social de la época de Don Carlos Antonio López, se respondía con un rotundo «de ninguna manera» a la pregunta siguiente: «¿Es prueba de patriotismo poner en evidencia los vicios más o menos reales de la organización política de su país?»117. Otra pregunta decía: «¿Qué debe hacer el patriota para que mejoren las condiciones de su país?». La respuesta incluía la confianza en que «lleguen los gobiernos a modificarse a sí mismos»118, lo cual obviaba la necesidad de realizar esfuerzos para presionarlos a cambiar. Si no cambiaban de buen grado, sólo podía recomendarse paciencia y resignación a quienes sufrían esta inoperancia.

Hay en esta actitud algo de la doctrina del Tao, que podría dar pábulo a la tesis de quienes buscan las raíces de la cultura autóctona en las migraciones que realizaron a América, hace miles de años, algunas tribus mongólicas. Dice el Tao: «Si un hombre intenta darle forma al mundo, modelarlo a su capricho, difícilmente lo conseguirá. El mundo es un vaso divino que no se puede modelar ni retocar. El que lo modela, lo deforma. El que porfía en él, lo pierde. Por eso el sabio no intenta modelarlo: luego no lo deforma. No insiste en él, luego no lo pierde»119.

Esta doctrina de la inacción tiene, pues, una antiquísima fuente oriental, que ha despertado la curiosidad y el interés de muchas privilegiadas mentes occidentales. Oscar Wilde, por ejemplo, comenta con evidente simpatía el credo de Chuang Tzu (s. IV a.c.), reproduciendo su milenaria fórmula «no hagas nada y todo estará hecho»120. Un proverbio, probablemente también de origen oriental, sintetiza esta manera de concebir el conflicto: «Si tu problema no tiene solución, ¿de qué te preocupas? Si tu problema tiene solución, ¿de qué te preocupas?»

Por eso no debe sorprender que, cuando surja un conflicto, el paraguayo no vacile en arrojarlo a su propio destino, sin intervenir en su dinámica interna, sin alterar su ritmo, sin quebrantar sus propias leyes secretas. Arrojado a su suerte, y pese a la bulla que levante a su paso, el conflicto terminará con una de dos maneras probables: el oparei y el so'o.



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ArribaAbajoEl oparei

Comencemos con el oparei (strictu sensu: terminar de balde). El conflicto sigue esta rutinaria secuencia: nace, crece y, como nadie le hace caso, se hace complejo, incorpora lágrimas y sainetes, produce llantos y carcajadas y llega a un fragoroso clímax. Después comienza a declinar por sí mismo, como un cometa que, luego de deslumbrar al universo con el brillo de su larga cola llameante, se desvanece en el espacio, dejando a su paso la quieta oscuridad. No quedará rastro alguno de él en el espacio. Ni siquiera el recuerdo.

Algunos aforismos confirman esta metodología: oparei, alcanforcha (terminó de balde, como el alcanfor) oparei vaka piru ñorairõicha (terminó de balde, como pelea de vacas flacas). Aquí cabe destacar que todo el estruendo producido no inmutó a nadie ni mucho menos interrumpió el pacífico discurrir de los movimientos peristálticos. Ni disminuyó siquiera un sólo minuto el tiempo consagrado reglamentariamente al reparador descanso de la siesta o de la noche. Se trata simplemente de esperar. Luego vendrá el opa rei a devolver las cosas a su lugar.

Por eso no hay que precipitarse; ello no resolverá nada. Total, entéro ojapura va'ekue omanombáma Boquerómpe (todos los que se apuraron murieron en Boquerón). O, ndaipóri apuro, he'i kure mboguataha (no hay apuro, dice quien se dedica a hacer pasear cerdos). Las soluciones vendrán a su tiempo, sin que haga falta porfiar en su búsqueda, sin que se sacrifique el reparador sueño de la siesta.




ArribaAbajoLa solución so'o

Al conflicto puede ocurrirle una segunda cosa: declararse so'o (strictu sensu: declararse carne). Literalmente, esto no quiere decir nada. Pero con la ayuda del ilustrativo glosario del jopara de Ramiro Domínguez, podemos rastrear el origen y los alcances de la expresión so'o: partido so'o (encarnizado), sin ley, ni modo; a lo valle (a lo nuestro). Por sinécdoque, cualquier proceso de grupo sin regla ni   —199→   modos. Confero ojedeklara so'o=se declaró libre juego (=se difirió la reunión por acuerdo de partes o a falta de concurrentes). Connota una alusión irónica al consenso popular de que es ardua empresa llevar formalmente un proceso social; o lo que es lo mismo, que las 'formas' por lo regular no encajan en la ambigüedad de los roles que les tocan vivir, incorporados a medias a un proceso de urbanización que no acaba de plasmarse»121.

Si podemos refinar aun más el análisis podemos decir que el conflicto comienza con la misma secuencia que aquel que termina con el ya mencionado opa rei. Solo que luego de llegar al clímax todo se declara so'o. Es decir, por razones inescrutables, el impresionante bollo se precipita a una total confusión. Se pierde de vista quien comenzó el asunto y de qué se trataba este. Nadie entiende lo que está pasando ni qué se está discutiendo. Y, más probablemente, lo que se está discutiendo no tiene nada que ver con su causa inicial sino con el oficio de la madre del contendor.

En esta segunda variante tampoco hay decisión expresa y racional de nadie. Por su propia dinámica, librado a su inercia, el conflicto fue a parar en el fangoso terreno so'o. Allí tampoco existirá solución porque ha cambiado su naturaleza original para convertirse en otra cosa: en un auténtico despelote. La voluntad humana ha sido ajena a esta carrera enloquecida hacia el cumplimiento del destino irremediable, como decía un conocido verso de Emiliano R. Fernández, de justificada popularidad.




ArribaAbajoLa ley del jepoka

A veces, la situación se complica en exceso y hay que tomar posición o realizar determinados actos. Nada hará que se rompa la plácida concepción del tiempo circular. Para ello existe la férrea ley del jepoka, que significa simplemente esperar de otro la solución. En resumen, se transfiere la responsabilidad a terceros porque también eso, probablemente, está previsto en algún secreto arcano. Ajepóka nderehe (lo esperaré de ti) pone en movimiento una misteriosa cadena de sucesos que, finalmente, pondrá fin a nuestras angustias.

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Para Miguel Ángel Pangrazio (Indicadores de la estructura social del Paraguay, segunda edición corregida y aumentada, editorial El Foro, Asunción, 1989, pp. 323-324), tenaz investigador de la cultura paraguaya, la ley del jepoka forma parte del código de antivalores de nuestro pueblo. Antivalor significa lo claramente aceptado como malo, por lo que el jepoka sería, según este punto de vista, una actitud negativa. Por el contrario, abrigo la temeraria sospecha de que no se trata de algo malo en sí sino de la consecuencia de una concepción del tiempo y, por consecuencia, de la vida. Por lo tanto, no estamos ante un antivalor sino ante un valor con toda la barba.

Siempre estamos esperando que el jepoka nos resuelva los problemas que, según la concepción racionalista, sólo nosotros podremos resolver. La solución podrá venir de cualquier lado, menos de la propia acción del individuo o del grupo social. No tienen valor la concepción voluntarista de la historia ni el polvoriento aforismo que dice que el hombre es artífice de su propio destino. Los conflictos se resolverán, pues, por sí mismos, por pura inanición o mediante la inesperada intervención de factores externos. El deus ex machina aparecerá en el momento ideal para poner las cosas en su lugar. Si tal intervención no se produce, es porque el destino no lo ha querido así.




ArribaAbajoLa ley del vai vai

Si se vuelve inevitable tener que actuar, hacer algo, para eso se cuenta con la impoluta e inagotable ley del vai vai. A la ya comentada concepción peculiar del tiempo se debe también el modo en que trabaja y, en general, desarrolla cualquier actividad, el paraguayo. Todo lo hará vai vai, en forma guarara o, como diría en su castellano local, «mal que mal». Al fin de cuentas, ¿para qué concederle a un trabajo probablemente pagado magramente, un tiempo superior al indispensable para darle una apariencia externa de que ha concluido? Con la entrega del trabajo se acaba el problema; para el que lo realizó, naturalmente. El problema, sin embargo, empezará para quien lo ha encargado y pagado. Pero ya no interesa a aquel.

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El paraguayo realiza sus actividades de todo tipo «a lo Luque» o, lo que es lo mismo, «a lo Chaco», vai vai o, simplemente, «a lo Paraguay». Con estas expresiones se califica a toda acción humana realizada sin orden, método, rigor, plan, objetivos, cronograma, razonamiento ni evaluación posterior. O sea, algo realizado en forma guarara, expresión onomatopéyica que no requiere mayor explicación. Algo guarara es simplemente eso: guarara.

Los gallegos suelen decir «salga lo que salga». En el castellano paraguayo se prefiere decir «mal que mal». Con esto se formula un juicio de valor sobre la forma en que se llevó a cabo la acción, indefectiblemente, sobre el resultado de la misma. El guaraní, que no puede faltar en esta clase de glosarios, aporta también lo suyo: vai vai. Aunque probablemente sea al revés y «mal que mal» sea, en definitiva, una traducción del guaraní.

El vai vai es, de suyo, otro de los rasgos culturales de hondo arraigo nacional. No hace falta tener los múltiples ojos de Argos para verificar su presencia en casi todas las actividades. Se comprobará que el paraguayo prefiere hacer las cosas sin inquietarse mucho por el resultado. No le hará perder el sueño ni un segundo la perspectiva de que su obra sea recibida con un bombardeo de protestas, insultos y descalificaciones.

Así, el mecánico devolverá un automóvil con varios cables sueltos y con varios tornillos y tuercas menos. Si se le pregunta por el material sobrante, contestará sin dudar: ko'a gringoko omoireipa ko'á mba'e (estos gringos ponen todas estas cosas sin motivo alguno). El electricista entregará la instalación de una vivienda sin realizar la verificación final que asegure que su próximo ocupante no muera electrocutado. Esta descubrirá probablemente que, para encender la luz del comedor, deberá oprimir el botón del radio y, para poner en movimiento el ventilador, tendrá que estirar la cadena del inodoro. El albañil dejará una obra con muros inclinados que harían la envidia de los habitantes de Pisa.

El rasgo cultural tiene extendida vigencia. Traduce una filosofía de la vida y de las cosas. Filosofía pedestre, quizá, pero expresión   —202→   directa de la manera de ser y de pensar de todo un pueblo. Parte incanjeable del ore reko (nuestro modo de ser) y, por eso, de necesaria permanencia, en homenaje a la gloriosa identidad nacional. El vai vai debe ser llevado, por eso, al grado de una ley cultural cuando se realice una correcta codificación de la paraguayidad.




ArribaAbajoÃga ajapota aina

«Uno de sus tantos defectos -dice monseñor Saro Vera, un agudo observador de nuestro pueblo- es que sueña despierto, y es un perfeccionista empedernido. Hace las cosas provisoriamente y luego le sale lo provisorio para siempre. Hace muy poco porque su intención es hacer algo grande y digno. Y como puede hacer así porque sueña, se paraliza. Agante ajapóta aína (ya lo haré en algún momento), responde cuando se le insta demasiado. Es que me falta todavía esto y aquello. Cuando se le dice que debería hacerlo por partes, responde con un sí carente de convicción. Sueña con lo mejor; y lo mejor es enemigo de lo bueno, como lo bueno es enemigo de lo posible».

«El paraguayo será calculador en muchos aspectos de la vida y de sus relaciones pero nunca el tiempo ocupará sus cálculos. Nada piensa a largo plazo. Le resultará incomprensible un proyecto por ejemplo de diez años de plazo. Ni siquiera considera el mismísimo mañana. Es muy capaz, y lo hace con frecuencia, de despilfarrar todo en un día lo que le hubiera servido por largo tiempo. Es inmediatista a pesar de que vive aún consustanciado con la naturaleza».

«Las cosas llegan a su tiempo. Nunca antes ni después; ni siquiera la muerte. La naturaleza tiene sus cielos. Las plantas, tienen su tiempo de brotar, de crecer, de florecer, de fructificar y madurar sus frutos. Por más que usted se muera de hambre, el maíz no echará mazorcas antes le los tres o cuatro meses. Hay que esperar. No hay otra alternativa. Todos los que no lo miran con esa óptica lo acusan siempre de fatalismo»122.

Pero monseñor Vera va aún más lejos. Y arriesga una explicación de esta actitud. «La vida -dice- es simplemente la vida. En ella no   —203→   existe nada preestablecido. Fluye según las circunstancias que se presentan y hay muy pocas circunstancias previstas para las cuales hay respuesta desde mucho tiempo atrás. Las circunstancias previsibles ocupan una parte mínima y consecuentemente es absurdo levantar un andamio para un edificio cuya forma se desconoce».

«¿Qué se puede hacer en espera de lo imprevisto? Nada. Seguir viviendo. Cuando no se ha aprisionado la vida dentro de estructuras, se vive con aquello de 'cada día con su afán'. Se vive al día. El paraguayo no se preocupa del mañana. ¿Qué es el mañana? El mañana no existe; no constituye una realidad. Entonces, ¿para qué ocuparse de él?»123.




ArribaAbajoLa hora paraguaya

Nos encontramos de nuevo con la concepción del tiempo propia de la cultura paraguaya. Sin tenerla en cuenta, nos quedaríamos con una visión superficial, transferida del etnocentrismo europeo. Ella se limita a calificar como simple haraganería o incompetencia militante a las actitudes que hemos descripto. El karaku (la médula) del problema está allí mismo, pero para acercarnos a él debemos mirar sin prisas, demorando la mirada, con ojos especulares, sin el soborno de antiparras ni de orejeras.

El «tiempo» paraguayo, que ignora a los relojes y almanaques, explica todo lo que hemos recordado. El «tiempo» propio se expresa, entre otras cosas, en la célebre «hora paraguaya», que puede ser una hora antes o una después. O tal vez dos. Pero nunca será la hora señalada, aún para la reunión más solemne, rubricada por una tarjeta repleta de escudos y letras doradas. El lenguaje popular se burla de la puntualidad. Un ñe'enga muy conocido dice precisamente: estamos sobre la hora, he'i relo'ári oguapy va'ekue (estamos sobre la hora, dice el que está sentado sobre un reloj).

El «tiempo» no capitulará ante nada. Nada impedirá habilitar los necesarios lapsos consagrados al tereré, medio de socialización propicio al chisme y a la confraternización. Brebaje que tiene un valor similar   —204→   en la cultura local al que tienen el té inglés, la coca andina o el opio chino. Y que exige, además, sapiencia de herbolario, para evitar la incompatible reunión de «corriales» y «astringentes» en una misma jarra, enfriada con cubos de hielo.

Nadie tiene derecho a indignarse ante la hora paraguaya. Que alguien llegue tarde a una reunión, o al día siguiente, no es un rasgo deliberado de descortesía. Ni un insulto. Ni siquiera un olvido involuntario. Se trata simplemente de que los horarios implacables no pertenecen a nuestra cultura. La desatención a esto suele ser la desesperación de los diplomáticos, cuya logística está preparada para atender recepciones dentro de lapsos predeterminados. Pero, generalmente, todos los comensales llegan una hora después de la indicada y se retiran cuando lo juzgan conveniente. O, mejor, luego de haber agotado los bastimentos, lo cual tiene poco que ver con el momento fijado de antemano para concluir el ágape.

La «hora paraguaya» encierra, pues, secretos que no pueden ser revelados con la primera mirada. Es algo mucho más profundo que la simple actitud del holgazán que abomina del trabajo. Estamos frente a una estructura mental profundamente arraigada cuyas oscuras motivaciones deben ser buscadas en otros ámbitos. Quizá en esa época difusa que Lucien Levy-Bruhl se complace en describir en su investigación sobre el alma primitiva.





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ArribaAbajo- XIV -

La doctrina del chake e instrucciones sobre como no pisar una mboichini


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Mantener en funcionamiento un sistema de poder económico y social requiere -siempre- de un aparato represor. Así entre los esquimales como entre los neoyorquinos. La anterior mención de la ley del Mbarete podría conducir, sin embargo, a la errónea conclusión de que existe una práctica rutinaria de la violencia ostensiva de unos sobre otros. La realidad ofrece matices más sutiles, más rebuscados del control social. Lo que se nota en ella es una violencia larvada, latente, solapada, que se sustenta sobre insinuaciones y medias palabras, sobre sugestiones e inferencias.

Para mantener «alineada» a la gente, se cuenta con el infalible y disuasivo cháke, interjección que quiere decir ¡alto!, ¡cuidado!, ¡atención!, ¡peligro!, ¡stop! ¡verboten! todo junto. Es una expresión apropiada para poner sobre aviso a quien está a punto de descender un pie sobre una serpiente de cascabel. El ominoso cháke llena la vida cotidiana con sus advertencias; con su rojo color de alarma inminente; con su sonido de sirena de bombardeo; con su guiño de señalización de un campo minado; con su calavera sonriente sobre dos tibias cruzadas alertando sobre la letalidad de un producto químico.

Es que, y esto no hay que olvidarlo, el paraguayo sabe que no hay que desafiar al peligro. Los ñe'enga y toda la sabiduría popular abundan en advertencias de ese tipo: «No hay que remar contra la corriente», dice uno de ellos. Falta envido ha Comisiómpe na entéroi oñeplanta (no todos se plantan ante la falta envido ni la comisión). Aníke repyvoi káva raityre (no patees el nido de las avispas enseña otro. Y otro, no menos significativo: Aníke repyvoi jaguarete jurúre (No patees a las fauces de un tigre), con su versión parecida: Aníke repyrúti jaguarete ruguáire (No pises la cola del tigre).

Una larga sabiduría, seguramente avalada por siglos de experiencia, insiste en la prudencia; en la meditación previa de cada acto; en el   —210→   análisis de cada paso próximo; en la serena «semblanteada» del interlocutor, para descubrir sus debilidades y detectar sus puntos más fortificados. La astucia del zorro, el sigilo de la serpiente, la paciencia del caracol son virtudes nacionales por excelencia, arraigadas en el alma del pueblo. La temeridad, conducta extraña a la práctica social, aunque admirada, carece de seguidores.


ArribaAbajoInstrumentos típicos

Para que pueda prosperar el cháke se requiere no sólo de palabras, aunque estas no dejen de ser importantes. Hacen falta también algunos instrumentos, refinados por el empleo de siglos, y cuya eficacia ha sido probada hasta el hartazgo por la experiencia. Si bien la Antropología ha clasificado, en monografías de subida ciencia, una serie de estos artefactos, no resistiré a la tentación de mencionarlos nuevamente. Aunque sea para ilustración de los profanos que deseen adentrarse en los secretos de esta disciplina de vital relevancia en los asuntos humanos.

Los instrumentos descubiertos por los investigadores son, básicamente, tres: la eficaz y omnipresente vaina, el letal kyse yvyra y la ruidosa y a veces inofensiva lata. Algunos ejemplares pueden ser admirados en el magnífico museo antropológico de la Fundación «Andrés Barbero» de Asunción.

Existen descripciones detalladas de todos estos instrumentos, además de otros, también desarrollados por nuestros conciudadanos. La doctora Branislava Susnik consagró a su descripción una jugosa monografía, de consulta obligada para quienes pretendan una información más detallada. No obstante, sin necesidad de abundar en la siempre farragosa terminología científica, resumiré sus características fundamentales:

La vaina: estuche o funda de ciertas armas o instrumentos. Se emplea sin su contenido, lo cual permite hacer correr al adversario sin necesidad de efusión de sangre, sin intercambiar machetazos, sin tirotearse con revólveres o metralla y sin arriesgar la piel propia ni poner en peligro la de quien se encuentra en la vereda de enfrente. Su   —211→   exhibición tiene el efecto de estimular la inmediata reflexión sobre los inconvenientes que ocurrirán ante tales o cuales actitudes. Sin embargo, muchas veces la vaina no sólo está vacía sino que, peor aún, no tiene posibilidad alguna de ser llenada. «Usted no sabe con quién esta tratando», es un típico golpe de vaina. Apela a la presumible ignorancia del otro, quien difícilmente sabrá que, en realidad, está platicando con un pelafustán.

El kyse yvyra (cuchillo de madera): tiene un objetivo similar, si bien en este caso ya nos encontramos con un remedo de arma antes que con su estuche. El arma punzo-cortante no puede causar heridas por estar confeccionada en madera. Pero, clavada con destreza en un punto vital, produce desaliento, nerviosismo y taquicardia. En el Chaco se lo confecciona en palo santo, con lo que su función bélica recibe como complemento un sano efecto decorativo, que incluye el grato aroma que deja alrededor.

La lata: metal de aleación innoble, connota un recipiente vacío y en desuso. Se la emplea a guisa de instrumento a percusión, golpeándola con objetos contundentes tales como garrotes, cachiporras, avati soka y cualquier otro objeto que permita arrancarle su peculiar sonido desagradable. Su objetivo es atraer la atención con exceso, despertar la curiosidad, levantar el chisme, acicatear el escándalo, alentar a las cotorras, aturdir a los indiferentes. Lata pararã quiere decir, literalmente, estrépito de lata. La alusión es obvia.




ArribaAbajoPor si sea más feo

Los actos de temeridad son admirados por el pueblo, pero a nadie se le ocurriría imitarlos. Por el contrario, la pedagogía popular no los ensalza como ejemplos dignos de ser copiados. Sólo en situaciones de guerra internacional parecen romperse los diques de la cautela y se multiplican los casos que pueden ser clasificados como explosiones de temeridad más que como actos de valentía. Pese a que un sabio consejo del Quijote nos dice que «la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad más tiene de locura que de fortaleza»124.

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Los casos de coraje se repetirán de boca en boca, con silenciosa admiración, pero sin que convoquen a ser emulados. Los comentarios elogiosos a los temerarios se harán a puerta cerrada, previa constatación de que no hay orejas atentas detrás de puertas y ventanas. Porque coraje es el que se practica contra el que tiene el monopolio de la fuerza y corajudo, el que desafía a quien tiene en sus manos los recursos formales y materiales de la violencia.

Ahora bien, cuando estos desafíos ocurren, la respuesta será siempre ejemplar y terminante para no dejar dudas sobre las consecuencias de hacer caso omiso a la autoridad. Es bien conocido el caso de la brutal paliza que personal de la Delegación de Gobierno de Caacupé dio a varios dirigentes del radicalismo auténtico que visitaban a un grupo de conmilitones. Juan Ramírez García, presidente de la seccional colorada de Caacupé, resumió con ese motivo, con la facundia de un diplomático francés, la milenaria doctrina del cháke. Su arenga puede ser tomada como un modelo en el género, como las Catilinarias y las Filípicas; digna, por eso, de la admiración de los analistas. La pieza oratoria fue pronunciada con motivo de su proclamación como presidente de la seccional, en presencia de las más altas autoridades del partido.

«Le habíamos encargado -dijo este eminente tribuno- que no entrase en la Cordillera, donde la tenemos en tranquilidad, donde está nuestra Virgen. Dónde va a venir para hacer campaña de desorden, para desafiar a las autoridades. Comunista avuku oikóva, dónde va a venir a desafiarnos. Ligó la vez pasada en Cabañas [sitio de la golpiza] y se fue a llorar a Asunción. Le acariciaron un poco los muchachos y se fue a llorar por allá. Y que no se le antoje que entre de nuevo. Nosotros no vamos a ser responsables por su cuerpo; la tukumbó je'úro, no vamos a estar responsables, y por si sea más feo no estamos responsables... vamos a apretarles contra las aguas como en el 47»125. La connotación de «por si sea más feo» es evidente.



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ArribaAbajoCrímenes políticos

Pese a la densa doctrina de Ramírez García, la violencia directa es la excepción, y no la regla, en la lucha por mantener la célebre «incolumidad» del poder. Los crímenes políticos son infrecuentes y la historia registra muy pocos. De cuando en cuando, repito, ocurre alguna barbaridad, pero generalmente de manera oculta, ensuguy (subterránea), sin el escándalo y la publicidad que son buscados anhelosamente en otros países. Y, sobre todo, sin el carácter masivo que dio tan siniestros contornos a la guerra civil española y al «proceso» argentino que tuvo lugar dentro del marco de la llamada «guerra sucia»; tan sucia que hasta ahora no la puede lavar ni el mejor detergente.

El único Presidente de la República asesinado en ejercicio de sus funciones fue Juan Bautista Gill el 12 de abril de 1877, hace más de un siglo. Lo mataron a escopetazos en plena calle. Pero el episodio no dejó escuela. A Cirilo Antonio Rivarola, ex presidente, lo mataron a puñaladas en pleno centro de Asunción, a tiro de piedra del sitio donde se encontraba el Presidente de la República. Eligio Ayala, después de haber dejado la presidencia, también murió en un tiroteo, en el que a su vez no escatimó balazos. Pero el episodio no tuvo connotaciones políticas sino sentimentales. El irascible Ayala no fue capaz de tolerar el condominio, principio aceptado por la civilización contemporánea como un rasgo de elevada cultura. Su muerte fue «cosa de hombres» (kuimba'e rembiapo).

Algunas que otras atrocidades engalanan, de cuando en cuando, la historia política paraguaya. Pero no son tan espectaculares ni Masivas como para que nos horroricemos. El doctor Francia, sobre quien se ha construido toda una leyenda negra, era un monje cartujo en comparación con su contemporáneo Juan Manuel de Rosas, cuyos partidarios degollaron a media Argentina. El propio Cecilio Báez, nada sospechoso de francista, nos dice que «la tiranía de Francia no espanta por el número de los ajusticiados en 1821 y 1922, que, según el testigo imparcial Rengger, fueron cuarenta más o menos»126. Una pavada en comparación con otros coetáneos de armas tomar.



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ArribaAbajoContabilidad orejera

El medio habitual de certificar la muerte de los enemigos era el cercenamiento de las orejas. De un solo lado, naturalmente, para no dar lugar a confusiones. Una ristra de orejas atravesadas por una cuerda, a manera de cuentas de un collar, es un sistema elocuente y práctico. Más aún para gente que suele deambular dentro de la clasificación estadística del analfabetismo funcional. Impide fraudes y equivocaciones y asegura una sobria contabilidad de los difuntos. No hay posibilidades de cometer errores en la suma y hasta soslaya el previsible problema de que el ejecutor y quien recibirá la ristra no sepan sumar.

Demostrar la muerte de un hombre exige exhibir su oreja. Por eso, el matador celoso de su tarea hará una promesa profesional: aguerúta ndéve inambi (te traeré su oreja). Emiliano R. Fernández, en su célebre canción épica, promete traer la oreja de un sargento boliviano que mató al teniente Rojas Silva. Si se quiere añadir una ventaja más, declaro la que fue relatada por un coleccionista: la oreja sirve de barómetro. Se ablanda cuando se produce un «amenazo» de tormenta.

En casos de inevitable ejecución, se evitarán esfuerzos inútiles, desagradables efusiones de sudor, despilfarro de calorías. Por ejemplo, es práctica común en la ejecución de prisioneros -si hay tiempo suficiente-, ordenar a la víctima que cave su propia fosa (ojejo'ouka chupe ikuararã). Cavar impone esfuerzo, hace sudar y hasta ensucia la ropa, lo que añade un inconveniente estético al indeseable desgaste muscular. Transferir el trabajo al futuro difunto no es un desborde de masoquismo sino una prueba de coquetería. Por eso se trata de evitar la menor truculencia posible a estos actos. Después, los cadáveres serán cuidadosamente ocultados a la morbosidad pública.

A veces se opta, claro, por otros métodos, para impedir que los partes vengan plagados de mentiras o exageraciones. Por ejemplo, al general Serrano, ejecutado en la región de Caazapá, le arrancaron la barba, que era su mayor signo de orgullo, para enviarla a Asunción. Era la única manera de certificar su muerte, ya que la larga pilosidad de Serrano le había ganado justa fama. Pero este acto tuvo una finalidad   —215→   documental antes que constituir un signo de ensañamiento. En la misma época, la oreja de otro general -Emilio Gill- fue el modo de informar a Cirilo Antonio Rivarola, quien organizaba a la sazón un golpe de estado, sobre la muerte de aquel.

Cuando fue ejecutado Adolfo Riquelme luego del combate de Estero Bonete, en 1911, hubo pocas ceremonias. Sólo se le hizo caminar y se le disparó desde atrás. Jamás se encontró el cadáver. El método ganó popularidad en años posteriores bajo distintos gobiernos y partidos hasta el punto de promover la aparición de verdaderos virtuosos. En comparación, Toscanini es poca cosa.

Los indígenas chaqueños coleccionaban cabelleras, igual que ciertas etnias norteamericanas. Pero no encontraron imitadores en los paraguayos. No podía ser, porque tuvieron poco contacto con los españoles. Es que el mestizaje no se produjo entre estos y los chaqueños sino con los guaraníes, principalmente. La cultura de estos era muy distinta de la de los nativos que vivían del otro lado del río, a los que, dicho sea de paso, tenían un enorme miedo.




ArribaAbajoEl guasu api

Ahora bien, existe un culto que no es lo mismo que la práctica de la violencia, que se manifiesta en mil y un aspectos de la vida social y política. No me refiero a la violencia desde arriba sino a la que ocurre esporádicamente en otras zonas de la sociedad, en los niveles inferiores de la pirámide. Ya hemos sugerido que la violencia ejercida desde el poder no tiene como su lógico correlato, a la violencia desde abajo. Ante los agravios, ante la prepotencia, ante la humillación, no habrá una respuesta temeraria. El paraguayo prefiere la búdica espera, pero no para esperar que pase frente a su vereda el cadáver de su enemigo sino para aprovechar la mejor ocasión para el desquite.

Alguna vez girarán los vientos, (ájante ojeréne la yvyty) y lo que estaba arriba quedará abajo y viceversa, se razona con serenidad. Para dejar constancia de que no se olvidan los asuntos pendientes, quedará flotando una frase de latente amenaza, generalmente expresada para sí   —216→   mismo: ágante jajotopáne tape po'ípe (alguna vez nos encontraremos en el sendero angosto).

Si hay prisa por saldar con sangre un baldón intolerable al sentido del honor y de la hombría, se tomará la determinación más apropiada. Nadie espere un riesgoso duelo como el que proponen las películas del far west, del que se puede salir con la piel agujereada. Para eso fue inventado el eficaz guasu api (tiro al venado), que consiste en emboscar al enemigo y dar cuenta de él sin peligro alguno. Desde un sitio seguro, tal vez un matorral al borde de un camino, y con la ayuda de un arma larga -preferentemente el viejo y servicial máuser-, se resolverá el problema. Bastará un tiro para dar al blanco un rápido viaje al más allá.

Un célebre criminal, a quien conocí en la cárcel pública (yo iba como abogado, no como inquilino), me explicaba, con decoro profesional, cómo proceder en estos casos. Reasegura va'era chupe (debes asegurarlo), sentenciaba. El trabajo debe ser limpio, sin riesgos inútiles, sin baladronadas tontas. En esta clase de negocios lo que vale es la eficiencia, más que la satisfacción del ego.




ArribaAbajoNo hay lugar para el vyro chusco

Sólo un insensato vería en esta actitud el feo rostro de la cobardía. En verdad, nadie más que un tonto se expondría a recibir un tiro cuando el objetivo es suprimir a un enemigo del mundo de los vivos. Representar el papel de Cisco Kid es una pérdida de tiempo, propia de un výro chúsco, un výro chaleco, o un výro botõ, calificativos para el se solaza en ostentaciones inútiles.

No debe dejar de captarse el estilo solapado del paraguayo, bien ajeno a las baladronadas del compadrito porteño o del «gaucho matrero», tan gratas a los guionistas de historietas argentinos. Sólo el alcohol homicida de las destilerías clandestinas empujará a cometer intempestivamente un delito de sangre, generalmente como colofón de una disputada partida de truco al gasto o de una gritona «carrera pe».

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Es sabido que el proceso de la destilación del alcohol que se consume popularmente deja intactas y activas ciertas sustancias tóxicas que obnubilan totalmente la mente. Ellas son las culpables de la mayor parte de los delitos de este tipo. La sabiduría popular sabe que no son casos atribuibles a la inquina personal o a una larvada premeditación. Son simplemente frutos del alcohol; lo que ocurrió durante la borrachera no genera responsabilidad alguna. (ka'uhápe guare ndoikéi). El hombre no es sino una víctima de la bebida.

«El tipo de machismo de otras comarcas de América -dice Ramiro Domínguez- no es propiamente el concepto del matón criollo, menos ostensible y más efectivo. Casi siempre obra poncho guýpe (bajo capa) y su estilo de atacar es por el guasu api (tiro a distancia) o bala pombero (bala fantasma); pero no teme, en caso necesario, salir a afrontar el peligro y entonces es parco de gestos cuando más temible». (Confero E. and H. Service, op. cit., Foreword)127.




ArribaAbajoEl ábaco de cascabeles

La aureola de haber matado agranda la figura de un hombre. Le concede prestigio, respetabilidad. En las cárceles, los homicidas se encuentran en la cúspide de la pirámide social; lo mismo ocurre fuera de ella. Cada muerte será anotada escrupulosamente, y de manera simbólica. Toda vida arrancada a su dueño será representada por un aguai, cada uno de los cascabeles de la temida mboichini, una de las serpientes más venenosas del trópico. Estamos lejos aquí de las muescas que, según las noveluchas de cow boys, grababan los matadores en la culata del revólver.

Tomemos un préstamo de la literatura. «Sistema extraño, pero justo, el de contar los muertos con los cascabeles de la mboichini, la más letal de las serpientes del Paraguay. Ábaco imaginario, en el que una mano invisible va llevando una sórdida adición de osamentas. Un aguai cuenta una muerte pero también marca una vida, inapelablemente. Tres, tejen un trajinado contubernio con la leyenda. Quien soporta este   —218→   peso no puede incurrir en vacilaciones, ni siquiera cuando se agitan ante sus ojos los horrores del más allá»128.

El que mata a una persona no es un criminal. Es víctima de una calamidad, de una desgracia (ojedegracia). Él es la víctima y no el que quedó tendido. Casi siempre deberá abandonar su «valle» y buscar refugio en la selva (ogana ka'aguy). En su versión moderna, irá a la Argentina, a buscar el fácil anonimato de las villas miseria que oprimen, con su sobrecogedor cinturón de pobreza, a la opulenta Buenos Aires.

Pero estos casos son las excepciones. El hombre común prefiere esperar que las circunstancias sean propicias a la eliminación impune de un enemigo. No es cierto que olvide las ofensas. Las cobrará con intereses indexados, como los que aplican los usureros con credencial llamados bancos. Las guerras civiles proporcionan excelentes pretextos para cobrar viejas cuentas, rumiadas durante años. Si la persona que debe pagarlas es un enemigo político, el asunto quedará resuelto sin problemas. De manera desfavorable, obviamente, a este.




ArribaAbajo«Gauchos» de ayer y de hoy

Una palabra que ha caído algo en desuso, por lo menos en una de sus acepciones, es «gaucho». Designa al hombre de averías, sin querencia conocida, con alguna que otra deuda de sangre. Gente de a caballo, de armas tomar, no pocas veces integrando gavillas, suele ser el centro del culto de la violencia ejercida desde abajo, aunque carente de un programa o de un norte político o social. Esos «gauchos» -a los que nadie sigue- son admirados por la población, callada pero firmemente. Se les presta protección, aunque sea con el silencio, porque es dudoso que se pueda hacerlo de manera directa sin arriesgarse a ser blanco de imprevisibles represalias. La ley de la «Omertá» exige prestar auxilio a quien se halla en pleitos con la policía, a la cual suele tenerse, no pocas veces, más miedo que a los gauchos.

La acepción que permanece hasta hoy de la palabra «gaucho» es la del hombre mujeriego: una especie de Casanova criollo, dueño de una dialéctica almibarada y planeador de tácticas de seducción dignas   —219→   de un hábil general antes de librar batalla. Pero este gaucho moderno, especialista en triquiñuelas de seductor, tiene muy poco que ver con el otro, el genuino, auroleado por la leyenda que crece detrás.

Esta actitud del pueblo ante los genuinos «gauchos» puede ser ilustrada con numerosos casos. Eric J. Hobsbawn, sociólogo del «bandolerismo social» -«violencia social prerrevolucionaria», la denominó un investigador argentino- rastrea meticulosamente varias historias de «gauchos» célebres. Estos hombres, delincuentes, sanguinarios, enemigos de todo orden y de toda moral, son casi venerados por atribuírseles virtudes de las que carecen, casi con seguridad. Se les supone una especie de hacedores de justicia, desfacedores de entuertos, protectores de viudas y desvalidos y azotes de los poderosos.

Cuando la administración de justicia no provee sino una pálida protección de los derechos, cuando las autoridades se encargan únicamente de abusar del poder en provecho propio, los «bandoleros sociales» aparecen como una especie de brazo armado del pueblo. Quienes se rebelan contra el orden aunque sea delinquiendo, sobre todo con el estilo de los gauchos -del cual Hobsbawn ofrece una nítida tipología-, adquieren la fama de reivindicadores sociales. Es el carácter que les atribuye la imaginación popular, con desesperada ingenuidad.

Uno de los más célebres casos registrados en el Paraguay es el de Regino Vigo, cuyas andanzas determinaron al Gobierno a movilizar en su persecución a un escuadrón de caballería. Operó al frente de su gavilla, con la callada aprobación popular, en una ancha faja entre los ríos Paraná y Tebicuary, y llegó a asaltar obrajes en la provincia argentina de Misiones. Asesinado finalmente por sus propios compañeros, la imaginación colectiva prefirió otra versión: no habría muerto sino que dejó el cadáver de un hombre muy parecido a él para que lo encontraran sus enemigos y quedasen satisfechos. Este engaño le habría permitido huir al Brasil con todo el dinero que había robado. Desde allí seguiría enviando postales y mensajes a sus parientes y amigos.

El caso Vigo llegó a superar los límites de la tradición oral, hecho notable en un pueblo de cultura eminentemente oral como el paraguayo. Se lo menciona en las memorias del General Amancio Pampliega y en   —220→   las que escribió León Cadogan, aún inéditas. También es objeto de un comentario por parte de Ramiro Domínguez con estas palabras: «Sólo surgió un caso de bandido romántico en la comarca hace más de veinte años, la famosa banda de Vigo en los parajes de Yuty, con eventuales tropelías hacia Yegros y Caazapá, con toda el aura de espanto-admiración popular de la literatura de su tipo. La gente le atribuía un desprendimiento y generosidad sólo concebibles en el prototipo del 'héroe' guardado en el subconsciente popular (Cambell, Joseph, The hero whith a thousand faces, Meridian Books, N.Y. 1956). Como en los paradigmas de Cambell, el pueblo sublevó con Vigo todas sus frustraciones y resentimientos, al punto de ser casi imposible recoger el relato escueto de sus fechorías, tan 'reelaboradas' han sido por la imaginación y la piadosa tradición oral. Murió, como todos, con una bala en la espalda disparada por uno de sus secuaces»129. Precisamente una oreja de Vigo fue dejada en el lugar de su muerte para dejar constancia de su fallecimiento.




ArribaAbajoEl liderazgo y el garrote

En el campo político, el liderazgo suele afirmarse con demostraciones de coraje, sobre todo para quien se encuentra en la llanura. Estos actos suelen tener tanta o más importancia que los gestos altruistas o que la formación académica; más fuerza y perdurabilidad que los que se generan desde el poder, donde cunde el estilo clientelista y prebendario. Porque se acaba el poder y se acaba el liderazgo de los «dirigentes por decreto» de los que hablaba Prieto Yegros, perspicaz observador de nuestro folclore cívico. La duración del liderazgo es exactamente igual a la del lapso que duran en sus funciones. El coraje, en cambio, genera adhesiones más consecuentes y a más largo plazo.

El ser valiente (py'a guasu) es fundamental para asegurar el liderazgo, quizá tanto como el compadrazgo y la red de intereses materiales que se tejen en las organizaciones. La sola sabiduría (arandu) sirve de muy poco. A los líderes se les perdonará todo, menos la pusilanimidad. Y esto pese a que sus seguidores no moverán   —221→   un dedo siquiera para acompañar a sus caudillos en un despilfarro de valor personal. Desde prudente distancia, sin riesgo ninguno, exigirán a sus dirigentes que bajen a la arena a disputar con los leones.

Es conocido el caso de organizaciones políticas cuyos liderazgos eran asegurados mediante demostraciones de valor. Si además uno de los candidatos era convocado manu militari a la Policía «para averiguaciones» su victoria quedaba garantizada en una asamblea interna del partido. Este problema llegó hasta tal punto que, en vísperas de comicios internos de determinadas agrupaciones, parte de la competición consistía en cuantificar los apresamientos sufridos por los candidatos. Hubo candidato que, desesperado ante el descenso de su popularidad, tuvo que improvisar un mitin en el mercado de Pettirossi, donde pronunció un incendiario discurso. La consecuencia fue la esperada: fue detenido y, naturalmente, ganó las elecciones.

El culto del coraje tiene, como es fácil inferir, sus efectos contraproducentes, ya que abre el camino al poder a prominentes brutos que llevan, como único bagaje intelectual, un mapa de cicatrices en la piel o el número de sus apresamientos. Pero imérito heta, (tiene mucho mérito) se explicará sin hesitar ante cualquier objeción contra la ofensiva de estos hombres de Cromagnon, individuos cargados de medallas pero irremediablemente ineptos para funciones más complejas.