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Capítulo VII

Valor de la conciencia moral

     La verdad y el bien ante la conciencia. En la corriente de nuestra vida interior nos dejamos a veces llevar del flujo y reflujo de nuestras múltiples actividades, gozándonos en la contemplación de su espontáneo juego, o las combinamos deliberadamente para producir una obra irregular y desordenada, pensando con Aristóteles que en el artista es preferible la transgresión voluntaria de una regla a la involuntaria.

     Pero otras veces el hombre ve destacarse de esa corriente fenómenos que se le muestran sujetos a leyes imperiosas, que mandan de modo absoluto, y tan claro, que nos parece oír su voz; de ahí la frase: voz de la conciencia, por la que ésta nos instiga, induce o liga para que obremos de acuerdo con ella en tal caso determinado; sólo así nos sentimos satisfechos de nosotros mismos y excusamos y defendemos nuestros actos ante los demás, diciendo que hemos obrado en conciencia, o que nuestra intención ha sido obedecer a nuestros sentimientos morales (401). [322]

     Por ser más fácilmente percibido el aspecto emotivo que el intelectual, vienen los sentimientos a adquirir importancia preponderante en la vida moral; pero lo cierto es que no puede satisfacernos la supuesta rectitud de ellos, la buena voluntad, como suele también decirse, ni disculpamos por ella al que objetivamente causa un mal, si no sabemos que se ha puesto suficiente diligencia para conocer lo que se debía haber hecho, o, como dicen los moralistas, si el error de hecho o de derecho en que incurrió el que obró con recta intención no es invencible; por eso en las leyes positivas se castiga la imprudencia temeraria.

     Esto quiere decir que, independientemente de nuestros sentimientos, hay una norma objetiva a la que hemos de acomodarnos para justificar nuestros actos, y que la buena conciencia incluye lo uno y lo otro; exige la conformidad del pensamiento y de la voluntad con el bien, tal como nos puede ser conocido, según nuestra capacidad y circunstancias de tiempo, lugar, etc.; por consiguiente, la verdad no es un elemento indiferente para la recta intención misma; el que voluntariamente se equivoca no profesa verdadero amor al bien.

     «Lo verdadero y lo bueno, dice Santo Tomás, se incluyen mutuamente, porque lo primero es cierto bien, sin lo cual no sería apetecible, y lo bueno es algo verdadero, porque de otro modo no sería [323] inteligible. Así, pues, como el objeto del apetito puede ser lo verdadero, en cuanto tiene razón de bien, por ejemplo, cuando alguno apetece conocer la verdad; así también es objeto del entendimiento práctico lo bueno, ordenable al acto bajo la razón de verdadero» (402).

     Y comentando a Aristóteles, hace penetrar más en esa comunicación del bien con la verdad en el orden moral, advirtiendo que si para el entendimiento especulativo lo verdadero y lo falso, absolutamente considerados, son su bien y su mal respectivamente, «el bien del entendimiento práctico no es la verdad absoluta, sino la verdad confesse se habens, esto es, conforme con el apetito recto»; mas, como, por otra parte, esta rectitud es determinada por la conformidad del apetito con la verdad de la razón, parece que hay un círculo vicioso, cuya solución está en que el apetito se refiere al fin y a las cosas que a él conducen; mas la naturaleza es la que señala al hombre ese fin, y no depende, por consiguiente, de nuestra elección; no así los medios para alcanzarlo, que han de ser investigados por el entendimiento y libremente puestos en práctica.

     De donde se sigue que «la rectitud del apetito en orden al fin es la medida de la verdad para la razón práctica», y según que ésta se conforme a tal fin, que es el bien supremo del hombre, se dice que posee la verdad, que conoce el verdadero bien; pero el camino del apetito en los medios que a él conducen ha de estar conforme con el dictamen de la razón (403), y mejor diríamos de la conciencia en el sentido restringido de la palabra, según los escolásticos la tomaban, en cuanto significa puro conocimiento de la ley que se ha de [324] aplicar a un caso dado. Mas la aplicación efectiva depende del libre albedrío, en el que influyen las circunstancias particulares del acto que se ha de realizar y pueden pervertir o hacer desordenada la elección, no conformando la obra con el juicio de la conciencia (404).

     Doctrina de Sócrates y Platón. -Por aquí se ve cómo esa íntima compenetración no llega a hacer idénticos la verdad y el bien, según pensaban Sócrates y Platón; la sabiduría era para ellos inseparable de la virtud, aunque el segundo atenúa la doctrina del maestro con la teoría de la opinión; en la medida, dice, en que el hombre no tiene ciencia verdadera del bien, cuando éste no le ciega con su presencia puede hacer lo contrario de lo que le parece el bien; pero «lo mejor» nos determina necesariamente y en esa determinación consiste la virtud.

     Podrá sorprender que no advirtieran el contraste de esta doctrina con la práctica; mas se explica en cierto modo esto teniendo en cuenta que no llegaron a distinguir la formación de la ciencia de la formación de la conciencia moral, exigiendo para adquirir aquélla la «purificación» previa del querer, mediante la lucha del espíritu con la carne y con todo lo que pudiera ser contrario a la dignidad de éste, hasta que la inteligencia dominara todos los apetitos; yendo al bien con toda [325] el alma es como se llega a discernir lo mejor y a practicarlo (405).

     Aunque conservando el fondo de verdad que hay en la teoría socrática, Aristóteles rectificó sus excesos y, sosteniendo la distinción de la verdad y del bien, pensó que la Moral, como ciencia, no exige otras condiciones que las demás ciencias, que se reducen al ejercicio intelectual de abstraer los principios generales de la experiencia y deducir de ellos las legítimas consecuencias, para lo que bastaría la luz natural de la razón, sin que la voluntad tuviera que intervenir; el error no podría ser en ella sino producto de un raciocinio deficiente (406). Es cierto que reconoce a la sabiduría [326] una virtud purificadora, cuyo imperio aumenta con el tiempo hasta llegar al triunfo sobre la animalidad; mas para incorporar a la vida práctica las conclusiones de la ciencia moral, Aristóteles requiere que el apetito sea rectificado por un amor del bien, que le haga descender de las alturas del ideal en que le contemplamos a las condiciones prácticas en que nos movemos; pero aun no conformando las costumbres a las normas teóricas especulativamente adquiridas, no se pierde el conocimiento de ellas, la ciencia en el sentido estricto de la palabra. El carácter práctico de la Moral no significa más que la aplicabilidad intrínseca de sus conclusiones a la acción (407); éstas son uno de los elementos de la conciencia, la premisa mayor en que se apoya su juicio, sin la que éste no pasaría de ser un acto empírico; pero el bien ideal, sin el juicio particular de la conciencia, quedaría sin aplicación posible a la vida, que se realiza por medio de actos concretos y singulares, para lo cual no basta el mero enunciado de las relaciones necesarias de nuestra naturaleza con su fin, que es a lo que se reducen los juicios de la Ética, especie de código razonado de leyes, que regulan en general nuestras acciones, pero a las que su misma amplitud hace ineptas para regir nuestras elecciones, porque sólo nos ofrecen el término ideal con el que se han de comparar los actos reales de cada momento de la vida.

     Lejos de bastar el conocimiento perfecto del bien para realizarle, el estudio analítico que más hondamente nos hace penetrar en él deja al espíritu frío [327] y casi indiferente. Aunque no se deba hablar de inanidad de los conceptos formados por abstracción, como algunos filósofos lo hacen, es verdad que «si la ciencia del bien se concibe en el estricto y específico sentido de conocimiento transsubjetivo pura y abstractamente teórico, la ciencia permanecerá estéril, vacía e inerte en la prominencia superficial del entendimiento y no llegará nunca a ser poder productor de la acción, ni se convertirá en máxima y principio de vida. El conocimiento en cuanto tal, esto es, en cuanto puro, aislado y abstracto conocimiento, como es producido y circunscrito en su indiferencia y en su inanidad formal por los procesos disociativos del análisis, no será jamás otra cosa que él mismo, esto es, puro, abstracto e indiferente... La ciencia del bien no puede convertirse en la voluntad activa del bien sin provocar los más significativos y ruidosos mentís» (408).

     Además de esta razón de experiencia, puede aducirse otra fundada en lo que significa la función analizadora de nuestra inteligencia, que consiste en «desintegrar la unidad del espíritu y concebir el conocimiento como absolutamente separado de los motivos y de las emociones de la voluntad y semejantemente a ésta del todo separada de elementos de representación y de intuición. La idea del bien, en cuanto pura idea, y la voluntad del bien, en cuanto puro y abstracto querer, no coincidirán jamás en substancia única de vida» (409). [328]

     Influencia de la vida afectiva en la apreciación del bien. -Cabe preguntar si el filósofo es capaz de una prolongada investigación de esos conceptos abstractos sin poner en ellos algo del contenido afectivo de las imágenes que han de acompañarlos, o si no habrá sido ya guiado más o menos inconscientemente por un interés de su vida práctica, de la que si es muy difícil despojarse por algunos momentos, ha de ser imposible durante el largo período en que se incuba la ciencia; para conseguirlo sería preciso dejar de ser hombre y no tener un temperamento, un carácter, no haber vivido en un ambiente físico y social, no tener una herencia fisiológica, tú haber tenido maestros que le han dado su cultura literaria, etc., elementos que vienen a reflejarse poco a poco a la luz de la conciencia, sin saber quizá su origen, bajo forma de tendencias o ideas más o menos definidas, pero que influyen en la vida moral y por ella en las teorías filosóficas, tanto más eficazmente cuanto mayor haya sido la inconsciente posesión que tomaran de nuestro organismo psicofisiológico (410).

     Por eso tenemos tan fácilmente por verdadero aquello que concuerda con nuestros amores, o como decían los escolásticos: qualis unusquisque est, talis ei finis videtur; si el gusto amargado predispone a juzgar que todo es amargo, la razón afectada por los [329] estímulos del apetito juzga conveniente aquello que favorece a ese apetito, a la pasión que él despierta, y rechaza lo que la contraría, según el axioma: intus existens prohibet extraneum (411). Exagerando o interpretando mal el sentido de esos aforismos, basados en experiencias de nuestra vida espontánea, más general que la reflexiva, se ha llegado a sostener que los juicios morales no tienen otra verdad que la que les da el ser traducción de nuestros sentimientos, de los que, por lo mismo, se derivará el valor de la conciencia moral; el bien verdadero será entonces el que satisface nuestra vida emotiva. En apoyo de esa doctrina se aduce el hecho de la variación de nuestras apreciaciones morales según el modo de estar afectados, la incapacidad de realizar el bien cuando falta el calor de los sentimientos, y hasta de comprender el sentido de las palabras deber, virtud, derecho, llegando a cometer los mayores crímenes con indiferencia completa.

     Atenuando en parte la teoría y aun pretendiendo convertirla en provecho del intelectualismo, sobre todo rechazando las consecuencias inmorales que de ella se derivan, se ha sostenido por un profundo conocedor de la escolástica que el perfecto conocimiento es idéntico al amor; que es ver las cosas de un modo muy estrecho y superficial reducir la influencia del apetito sobre el conocer a una especie de «mandamiento» hecho a «la inteligencia» por «la voluntad»; la psicología, añade, ha descubierto otra forma de influencia más sutil, interesante y delicada: «el apetito regula interiormente el conocimiento de tal modo, que él no [330] sólo hace adoptar una proposición determinada, sino también hace ver las cosas bajo tal o cual color, bajo tal o cual aspecto; el amor, que hace al sujeto tal, hace aparecer también al objeto tal»; «mientras más ciegos somos, mejor vemos, porque el amor no ciega sino dando nuevos ojos» (412).

     Crítica. -A) Si los ojos del amor no son capaces de ver sino el bien amado y hace insensibles a las razones contrarias, resultará que no hay más verdad que la ofrecida por aquel bien y una y otra cosa serán lo mismo; y entonces se habrá de repetir la palabra evangélica: «Si la luz que hay en ti son tinieblas, ¿qué serán las tinieblas mismas?» No habiendo nada más subjetivo que el amor, así entendido, invocar la conciencia moral cuando se encuentre por él subyugada hasta ese punto equivaldría al sic volo, sit pro ratione voluntas.

     Para evitar consecuencias que destruirían el valor racional de la vida moral, se propone llevar el apetitivismo al límite, pensando que así quedaría el intelectualismo confirmado y justificado a la vez que explicado y rebasado, porque entonces veríamos en el carácter absolutamente dominador e imperioso de las exigencias racionales un apetito enteramente natural, que, por lo mismo, daría valor a sus pretensiones especulativas y nos autorizaría para decir: la pura Verdad existe (413).

     No creemos que esto haga adelantar la solución del problema: primero, porque la tendencia natural del apetito sensitivo y de todo instinto, que no es menos [331] imperiosa y dominadora, quedaría igualmente legitimada, como han pretendido algunos filósofos, y no podría la razón exigir que se le subordinara; y en segundo lugar, porque desde el momento en que se reconoce la diferencia entre facultades apetitivas en sentido estricto e inclinaciones naturales de cada facultad o apetito natural, como dicen los escolásticos (414), no podemos ver en aquella solución más que una transposición verbal del intelectualismo al apetitivismo, es decir, un equívoco, sobre el cual se quiere fundar una teoría del conocimiento.

     En efecto, la inteligencia es un apetito de verdad; pero esa determinación interior no puede confundirse con la influencia que el amor o cualquiera otra forma de vida afectiva ejerzan sobre el conocimiento de la verdad, y respecto de aquella determinación o tendencia natural esta influencia puede y debe llamarse exterior. Sin ella, además, no tendría causa suficiente la actividad de las potencias cognoscitivas, ni de ninguna otra; pero sin la segunda se ejercen de hecho muchas veces por la mera excitación de sus respectivos objetos; y si, por parte del conocimiento sensible, desprovisto del poder reflexivo, el apetito es una causa determinante y fatal, como ese mismo conocimiento lo es respecto del apetito sensitivo, en el intelectual la reflexión hace al hombre dueño de su juicio y mediante él de su voluntad.

     Habría cierto antropomorfismo en hablar de un «mandamiento» hecho por la voluntad a la inteligencia; y en manera alguna se ha de entender que son dos realidades separadas, sino dos poderes distintos, que [332] mutuamente se influyen, pero de diverso modo; en el tecnicismo escolástico se dice que la inteligencia mueve a la voluntad especificando su objeto, señalando el bien y los medios con que se ha de realizar, y la voluntad a la inteligencia aplicándola al acto, o sea en el orden de ejercicio, mas tan conjuntamente obran, que el resultado es un acto solo y el mismo numéricamente (415).

     Permanecen, no obstante, distintas las llamadas facultades aprehensivas de las expansivas, como lo son sus respectivos objetos, al que tienden de manera diversa y es imposible hacer derivar aquéllas de éstas, que les son posteriores en orden de naturaleza y de actividad, aunque, al mismo tiempo, existan en la esencia del alma; y así en rigor no hay primado de la Verdad sobre el Bien, ni de la Voluntad sobre la Inteligencia; el primado pertenece a la Forma substancial, que es al par idea y tendencia reunidas; idea con existencia plástica, no consciente; tendencia en estado potencial y no actualmente dinámica, pero de la que reciben su dinamismo todas las facultades y en la que se conciertan y a la que se reducen para darle el complemento necesario a su original inclinación a perfeccionarse (416).

     Presupuesta esa común raíz, la aplicación del entendimiento a su objeto por la voluntad explica la intensidad y eficacia del acto cognoscitivo; porque el impulso del amor fija la atención de tal modo, que [333] se aparta de todos los aspectos que puedan ser contrarios al estado afectivo, y por virtud de la coherencia de las facultades vienen éstas a coadyuvar con el entendimiento en su obra de penetración, especialmente la que sirve de sostén al acto intelectual, o sea la fantasía, con todos sus varios recursos transformadores de la realidad, con el aumento de proporciones que comunica a lo que ella toca. Este concurso de nuestras actividades a la obra analítica del pensamiento hace que el objeto se nos haga habitual y venga como a connaturalizarse con nosotros, dándonos, por consiguiente, mayor facilidad para descubrir cuanto con él se relacione; así se han realizado los grandes inventos, y en el orden práctico sirve esa disposición permanente del espíritu para vencer las dificultades que pudieran surgir para la realización del bien (417).

     Realmente el amor apasionado es el que logra tal convergencia, y en ese sentido puede decirse de él que hace ver; mas la verdad no brota sino al contacto de la inteligencia con su objeto, y ella únicamente es la que puede despojarle de las adherencias que el amor tal vez le prestara, y sólo cuando haya realizado ese trabajo de reflexión y análisis ha de permitirse al sentimiento que desarrolle su fuerza para producir el acto representado por la idea (418). Se obra según vemos y vemos según somos; pero no somos, en [334] cuanto agentes racionales, sino un apetito general del bien abstracto que no está realizado en ninguno de los bienes concretos, que nos ofrece la vida presente, en ninguna de las inclinaciones particulares de nuestra naturaleza; por consiguiente, ni aquéllos ni éstas pueden causar una evidencia que se imponga a la razón; es decir, no pueden presentarse como el verdadero bien que satisfaga plenamente las exigencias de nuestro ser y sirva de guía a la conciencia. Aun en los casos en que la voluntad concurre a la adhesión intelectual, por faltar la luz que brote de los términos mismos relacionados, la voluntad no se convierte en inteligencia que juzga; ella influye por motivos racionales, aunque éstos no sean del mismo orden que los que determinan la adhesión por evidencia; pero «la razón sabe que para el hombre es racional en tal caso no escucharse a sí sola; cediendo de su autonomía salva su razón de ser y se encuentra perdiéndose» (419).

     Nos parece, pues, por lo menos equívoco decir que el amor, después de cegar, da ojos para ver mejor, o que suscita una nueva facultad de abstraer y prescribe al sujeto cognoscente un nuevo objeto formal, lo mismo que atribuirle la regularización interior del conocimiento; y son puras metáforas el llamar al ser y lo verdadero aprehendidos por el espíritu el perfume de Dios y el olor de las manos divinas (420); ábrese de este modo la puerta al primado de la vida afectiva, que no se quiere aceptar. Más filosófico era el lenguaje de aquel gran físico que decía hallaba la verdad repensando los pensamientos divinos expresados en la naturaleza. [335]

     B) Los argumentos aducidos contra esta forma atenuada de apetitivismo se aplican a potiori al otro más radical, que hace derivar de los sentimientos todo el valor de la conciencia. Hemos rebatido la prioridad psicológica de la vida afectiva, que se quiere convertir en primado moral de la misma sobre la intelectual (421); hicimos ver cómo la idea es siempre elemento determinante del sentimiento en cuanto a la existencia y en cuanto a la especificación; sin que el fenómeno cognoscitivo se confunda con el afectivo, no sólo le precede, sino que le acompaña en toda su evolución; el sentimiento está impregnado de idea, tanto más cuanto más elevada es su cualidad, como ocurre en la vida moral, pues los conceptos de deber, derecho, virtud, justicia, mérito, arrepentimiento, etc., son eminentemente intelectuales y rara vez alcanzan tal intensidad que vengan a repercutir en el organismo, haciéndose sensibles a la manera de las pasiones en el sentido propio de la palabra (422). [336]

     Como la cualidad y la intensidad de los estados afectivos suelen estar en razón inversa, sus manifestaciones en la conciencia moral son diferentes en cada individuo, según el temperamento, la cultura y la educación, y aun en una misma persona en las distintas edades o situaciones de la vida, predominando ya el elemento intelectual representativo, hasta hacerse casi imperceptible el emotivo, o ya al contrario, en las personas habituadas a asociar a los juicios morales imágenes y afecciones sensibles (como el castigo corporal de las sanciones), se les obscurece la representación cognoscitiva, apenas si conservan nociones confusas de la ley, obligación, etc., y parece quedar sólo ante su conciencia el sentimiento, en lo que tiene de característico como fenómeno emotivo: respeto, simpatía, piedad, humillación, horror, etc.; pero, en realidad, estos sentimientos no hubieran surgido sin las ideas morales correspondientes, ni subsistirían sin un cierto grado de percepción de aquéllas. Por eso puede aceptarse la definición kantiana del sentimiento moral: «es la capacidad del placer o de la pena por la sola conciencia de la conformidad o del desacuerdo de nuestras acciones con la ley del deber» (423). [337]

     Aun entre los que admiten la teoría que refutamos es frecuente exigir la intervención del pensamiento para regular y aplicar los sentimientos a los actos morales, o introducen subrepticiamente, cuando no de un modo explícito, consideraciones lógicas incompatibles con el principio del primado de la afectividad (424); recurso inevitable si en el llamado orden moral no ha de reinar la soberanía del momento, como pretendía Arístipo. Así Höffding, aun creyendo que los juicios morales, no obstante sus justificaciones posibles por mi principio objetivo, son manifestaciones de un sentimiento, declara que «si se quiere partir en la Moral únicamente del punto de vista subjetivo de la base (que, según él, es el sentimiento fundado en la simpatía), la moral no sería entonces más que una teoría del sentimiento moral, y como toda moral debe también enseñar lo que se debe hacer, sería necesario entonces deducir el contenido de la base. Ahora bien, no sirviéndose para esto de un principio determinado, la moral deviene una serie de postulados subjetivos que sería imposible justificar aun entre individuos que se atuvieran a la misma base» (425). Todo lo cual podemos repetirlo de la conciencia individual que pretenda justificarse ante sí misma y ante los demás.

     Es indudable que en el fondo de la voluntad, raíz de la vida afectiva, existe una tendencia al bien verdadero, que es el fundamento común, pero indeterminado, de las afecciones simpáticas y de las personales, que se diversifican y hacen reales o determinadas merced a la diversidad de las representaciones intelectuales y al par encuentran en éstas su norma o el [338] principio regulador de su propia actividad, como la fuerza expansiva del vapor se refrena y regula por la técnica mecánica (426). La conciencia no es algo innato, ya formado, y la acción externa social que va suministrando al niño los elementos que han de constituirla es obra de razón, de juicios morales, aunque para infundirlos se dirija antes a la afectividad que al pensamiento; dolores o placeres son para nosotros durante mucho tiempo los signos de la ley, y necesitamos ser oprimidos para comprender que no debemos ser opresores. Por eso decía Aristóteles que obramos bien antes de ser buenos; sólo llegamos a serlo cuando hemos visto la razón de la ley y voluntariamente la aceptamos.

     Mas obsérvese que ni la acción externa, ni nuestro individual esfuerzo extinguen en nosotros la diversidad de sentimientos, que se califican ya de morales, ya de inmorales; psicológicamente tienen el mismo valor unos y otros; son un hecho. ¿En qué nos fundamos para calificarlos así? No hay ya quien admita que el sentimiento moral sea un sentido particular que permite diferenciar el bien del mal por el efecto agradable o desagradable que los actos humanos produzcan en él; la moralidad no es el efecto natural de la simpatía; es [339] ésta la que debe transformarse, haciéndose normal o ideal, para que la moralidad pueda salir de ella. Un mismo acto realizado por personas que nos son simpáticas o antipáticas nos causa un sentimiento opuesto de aprobación o desaprobación y aun procediendo de una misma persona, según que estemos mejor o peor dispuestos física o espiritualmente.

     Es preciso, pues, que haya un principio distinto del sentimiento para calificar a éste de bueno o malo, de justo o injusto; ese principio es el juicio que dominando las afecciones, las haga conformar con el fin último de nuestra naturaleza, al que nos ordena el apetito recto, medida del verdadero bien, según Aristóteles y Santo Tomás demuestran (427). Los buenos sentimientos mismos, observa acertadamente Janet, «son aún materia de lucha y de perfeccionamiento moral... porque la sensibilidad es un lazo al par que un don. Si es bueno amar a los hombres, la razón y el deber están ahí para deciros que no se ha de sacrificar la virtud austera de la justicia a la virtud amable de la caridad. Si es bueno amar a su familia y amigos, no es menos obligatorio no sacrificar por ellos el bien de los otros, ni el interés mismo de nuestra propia virtud» (428).

     El argumento favorable a la tesis que combatimos, tomado de las variaciones de nuestros juicios morales [340] según el diverso modo en que estamos afectados, tendría valor si no pudiéramos rectificar esos juicios o suspenderlos al menos cuando nos sentimos movidos por la pasión, ya que entonces es muy difícil, si no imposible, convertirnos en el espectador imparcial de la lucha que se entabla en nuestro interior entre el dictamen de la razón y el deseo del apetito desordenado, pues sólo cuando éste invade el campo entero de la conciencia falta el poder reflexivo del espíritu que advierta el desorden en que se incurrirá de obrar en esas condiciones y entonces no hay verdadera conciencia moral; por eso apelamos todos del hombre apasionado al hombre sereno, en la seguridad de que se rectificará el juicio en armonía con una ley que a todos igualmente se imponga. La formación de la conciencia se ha de ordenar a la consecución de ese estado ideal de dominio de las pasiones para no buscar sino los bienes legítimos y propios del hombre recto, de la buena voluntad, y entonces se hace más asequible el conocimiento de ellos. Como dice Petrone: «La bondad es una verdad que el espíritu se habla a sí mismo; la verdad es la visión pura del espíritu redimido por la práctica del bien» (429). [341]

     Adúcese también en favor del primado moral de la vida afectiva la incapacidad de realizar el bien cuando faltan los sentimientos morales y aun la de comprender el sentido de las palabras deber, virtud, derecho, etc., llegándose entonces a cometer los mayores crímenes con indiferencia y cinismo.

     Cuando tratemos de las que llamaremos enfermedades de la conciencia discutiremos con más extensión estas afirmaciones; ahora nos limitamos a advertir que si es cierto el auxilio que prestan los sentimientos a la práctica del bien, siempre que no degeneren en vana sensiblería, no puede sustentarse la doctrina que los tiene por necesarios, en cuanto se entiende por ellos las pasiones o emociones que repercuten en el organismo, sino que basta la idea práctica del acto que se ha de realizar por un motivo puramente intelectual para que la voluntad se determine a la elección. En el acto voluntario no hay otro poder director que el fin que nos hemos señalado, los motivos formados por [342] nosotros mismos como correspondientes al fin y nuestra adhesión para ejecutarlo; pero esos motivos pueden ser de naturaleza emocional o racional. «Una observación psicológica imparcial muestra, dice Külpe: en primer lugar, que los actos voluntarios se producen frecuentemente con independencia de una intervención sentimental. Ocurre así, desde luego, en los numerosos casos en que el placer o su contrario no son inmediatamente «vividos», sino simplemente representados o pensados; entonces se sabe que la realización de ciertos actos producirá un sentimiento agradable o excluirá uno desagradable. Se conoce, pues, en teoría el lazo que une los sentimientos a sus condiciones; y ¿quién podrá negar que pueda realizarse una elección, ser tomada una decisión, bajo la influencia de este conocimiento? Además podemos colocar aquí los actos habituales... En fin, parece imposible encontrar en los sentimientos los motivos de las acciones de «deber». En todos los casos en que la decisión es condicionada por axiomas, consideraciones teóricas, etc., carece de sentido el querer atribuir el mismo valor al querer nacido en estas condiciones, y al acto de voluntad provocado por el placer o el amor.»

     En segundo lugar señala la elección debida a representaciones de tonalidad sentimental, en la que intervienen factores intelectuales también, pues los sentimientos puros no ejercen, dice, influencia sobre nuestras acciones, por ser demasiado indeterminados; «si se quisiera abstraer totalmente de los factores teóricos, se haría uno culpable de haber menospreciado los hechos mismos sin razón» (430). [343]

     Aplicación de los juicios éticos a los actos particulares. -Tomando en la conciencia lo que en ella es principal, se dice que consiste en la aplicación de un juicio práctico al acto que vamos a realizar. Pero hemos visto que ese juicio depende de la inteligencia y de la voluntad, influida ésta frecuentemente por los afectos del apetito sensible; resulta, pues, que la conciencia actual es una síntesis de tendencias, una aspiración moral, en la que entran los elementos siguientes: l.º, la razón tendiendo a coordinar los juicios prácticos y a subordinarlos a un juicio sobre el fin último que constituye la soberana e imperiosa regla de toda la vida; 2.º, la voluntad tendiendo correlativamente a poner de acuerdo con esta regla todos los actos que dependen de su libre albedrío; el resultado será la armonía de la verdad y el bien, o al menos debe serlo.

     El proceso que sigue la conciencia moral para ello puede reducirse a las siguientes fases:

     a) Concepción de un fin que realizar, representado como un bien de nuestra naturaleza y consiguiente inclinación de la voluntad a poseerle.

     b) Deliberación sobre los motivos para [344] conseguirlo y los medios más adecuados a ello, en la que juzga la inteligencia de la importancia, conveniencia, etc., de los primeros y el valor o eficacia que tengan y sacrificios que cuesten los segundos; la voluntad tiende hacia unos, huye de otros, estimula a la inteligencia a buscar nuevos motivos y nuevos medios, etc. La deliberación es más o menos larga según la complejidad del fin con los demás fines, la capacidad y el temperamento del individuo, las circunstancias en que ha de obrar, etc.; a veces la clara percepción de la bondad del fin y de los móviles tropieza con las resistencias de la voluntad por la índole de los medios y se establece en nuestro interior la lucha trágica de la tendencia fundamental del apetito recto al verdadero bien con la pasión que nos arrastra fuera de nuestra ley, fuera del bien racional u honesto.

     c) La decisión. -Al fin hemos de decidirnos; llega la crisis que termina la deliberación y tomamos nuestro partido; la voluntad suspende el curso de la evolución de los móviles: ha consentido en un medio propuesto por la razón; el último juicio se realiza, compenetrándose en él los actos de la inteligencia y de la voluntad.

     d) Ejecución. -Se llama así la realización material de la decisión cuando el acto no se termina de suyo en esta última (431). [345]

     Supongamos un juez de recta intención que se propone estudiar los documentos de una causa que él ha de fallar. En su entendimiento aparece la justicia como un bien y la voluntad se complace en él; mas para quererlo plenamente es necesario: 1.º, reconocer que es posible su realización; 2.º, que es conveniente para la sociedad, para sí mismo, como ser racional y libre, aunque tal vez le amenacen y persigan por ello, para [346] la víctima y para el mismo reo, si bien su familia sufrirá lamentables consecuencias, etc., etc.; entonces él se dice: Quiero juzgar según justicia.

     A esta determinación de la voluntad sigue un juicio del entendimiento, que aprehende la conexión de los medios con el fin, diciendo: Si quieres juzgar con justicia, has de adoptar los medios convenientes. El investigar cuáles son aparece como un bien necesario para la ejecución de la justicia y la voluntad al par que le acepta, ordena al entendimiento la investigación de los medios, su examen comparativo para conocer cuáles son los más oportunos, o quizá el único, y aquí se demuestra que lo es el estudio de los documentos en que está la causa: Has de leer los documentos, y la voluntad, firme en querer la justicia, dice: Lee los documentos; a ello seguirán los actos exteriores de tomarlos, etc. (432)

     Este más o menos largo proceso de la conciencia en la producción del acto moral suele expresarse por medio de un silogismo, cuya fórmula general sería: El bien se ha de amar; este acto es un bien, luego se ha de amar; como esta palabra denota el acto fundamental de la voluntad equivalente a elegir, la conclusión nos dice: Luego este acto se ha de elegir. Este juicio determinador es llamado práctico-práctico por los escolásticos, porque no consiste en conocimiento puro, sino en aplicación del conocimiento al amor, in applicatione cognitionis ad affectionem, dice Santo Tomás (433); es una síntesis de luz y acción, de especificación y ejercicio de la inteligencia y la voluntad, en la que la verdad depende de la conformidad con el [347] apetito recto y el imperio de la voluntad, mas pronunciado por la razón (434); ésta, de suyo no pasa de decir: Hoc est tibi faciendum; por la voluntad dice: Hoc fac, y entonces se consuma el acto moral, independientemente de la ejecución externa a que esté destinado tal vez.

     Ahora bien, como la voluntad puede no estar rectificada, y en ella influyen afectos desordenados que la hacen rebelde a la luz de la razón, el juicio de ésta no sólo resulta ineficaz, sino que puede conformarse a aquellos afectos, y entonces la elección es la consecuencia de un silogismo, cuya fórmula sería la siguiente: Se ha de gozar de toda cosa deleitable; este acto es deleitable, luego se ha de gozar de él. Esta corrupción del juicio de la inteligencia, siempre que ésta por el ímpetu de la pasión no haya perdido su poder reflexivo, determina la malicia del acto ejecutado, porque, en realidad, frente a la premisa mayor ofrécese a la inteligencia otro juicio conforme con la verdad, dependiente del apetito recto, que voluntariamente se ha dejado en la sombra. Por eso agudamente observaban Aristóteles y Santo Tomás que tanto el hombre continente como el incontinente usan un silogismo de cuatro proposiciones, aunque para concluir opuestamente, porque ambos son movidos por la razón para evitar el pecado y por la concupiscencia para cometerlo; [348] mas en el continente vence el juicio de la razón y en el incontinente el de la concupiscencia: por eso el primero asume bajo la proposición que le dice: Todo pecado se ha de evitar (y no bajo la que en su corazón le dice: Todo lo deleitable se ha de seguir); es así que esto es pecado, luego se ha de evitar; mas el segundo es vencido por el movimiento de la concupiscencia, y no asume bajo la primera proposición, sino bajo la segunda, diciendo: Es así que esto es deleitable, luego se ha de seguir (435).

     El silogismo del deseo y el silogismo práctico de la conciencia moral. -Hemos dicho que ésta toma sus premisas mayores de las conclusiones demostradas en la Ética, si bien al formar el silogismo práctico no se piense en el rigor lógico de las pruebas, o tal vez se desconozcan por completo, como suele ocurrir; pero fundados en esas conclusiones, que aceptamos por leyes de nuestro obrar, deducimos la obligación de realizar hic et nunc un acto determinado; así creemos tener la prueba racional de nuestro deber concreto.

     Esta aplicación de la ley universal al acto particular no es tan fácil como pudieran hacerlo pensar las fórmulas silogísticas anteriormente aducidas, u otras que suelen ofrecerse en los tratados de Ética; pero que sea cosa imposible, según pretenden los que tienen por del todo heterogéneos el pensamiento y la acción, sólo podría sostenerse si los juicios éticos fueran dados a priori a la manera de un Espinosa o un Kant; mas no si son abstraídos de la experiencia moral, de la acción misma vivida racionalmente, a la que se los haría volver para regirla reflexivamente, al modo que las leyes [349] del silogismo fueron abstraídas de los raciocinios bien hechos y son después aplicadas por los que las conocen a los suyos.

     Antes, sin embargo, de decir cómo se realiza esa aplicación, examinemos la teoría de los que, contra lo expuesto, reducen el silogismo práctico de la conciencia al llamado silogismo del deseo.

     La premisa mayor del silogismo práctico, dicen, es y sólo puede ser un deseo ya existente, una volición formal, de la que serían un reflejo el juicio o la proposición que la enunciara. «No se podrá jamás demostrar un precepto o deber (conclusión), sino apoyándose en un querer preexistente (mayor), determinándole por una condición o un medio descubierto por el conocimiento de lo real (menor)» (436). El autor de estas palabras refuta a Kant en su teoría del formalismo moral y autonomía de la voluntad, pensando que con eso queda refutada «toda metafísica moral y virtualmente afirmada la posibilidad de construir una moral positiva» (437), como la suya, que desde el principio de este libro demostramos ser realmente positivista. Entre una y otra teoría está la aristotélico-tomista, por medio de la cual hemos hecho evidente el enlace, la íntima compenetración e inseparabilidad de la idea práctica con la acción, pero conservando cada una su propio carácter (438); la [350] unidad existente en el fondo substancial, de donde emanan, y en el resultado final de la elección, que es la conclusión del silogismo práctico. Descubramos el equívoco que hace reducir éste al silogismo del deseo.

     El tipo de esa clase de silogismo lo dio Aristóteles en esta fórmula: «Necesito beber», dice el deseo; «esto es una cosa que se puede beber», dicen la sensación, la imaginación o la razón; y en el acto se bebe» (439). Belot aduce el caso del enfermo que desea recobrar la salud; esta voluntad antecedente determinará a investigar los remedios oportunos, y, encontrados, se producirá la voluntad consiguiente de tomarlos; así tendríamos la demostración de «un precepto práctico postulando una voluntad preexistente y apoyándose sobre una verdad positiva (440). Pongamos frente a frente las dos maneras de silogizar el supuesto deber y aparecerá deslumbradora la diferencia de sentidos y su irreductibilidad.

     Nosotros diríamos: Se ha de conservar la vida, tal remedio es necesario para ello, luego se ha de tomar. Según Belot: Yo quiero conservar la vida, tal remedio es necesario para ello, LUEGO QUIERO TOMARLO. La conciencia común de los hombres ¿entenderá que esta conclusión es un precepto? El médico propone el remedio como racionalmente o científicamente demostrada su eficacia para curar la enfermedad, y yo lo acepto; pero si no lo acepto, ¿quebranto una ley, como si hago un raciocinio defectuoso, o como si, [351] perdiendo el centro de gravedad, sufro una lesión en un miembro? ¿No tiene una ley de otro orden mi querer? Si quiero, tomo el remedio; si no quiero, no lo tomo; como hechos nadie tratará de probarlos, pues, como dice Belot, un querer no se prueba: existe o no existe; ni tampoco su relación más o menos necesaria, según la eficacia del remedio, con el fin, que busco: conservar o no la salud; ningún razonamiento, añaden, me hará quererla, y esto es igualmente cierto; pero puede hacerme ver que debo, que estoy obligado por virtud de una ley racional que me presenta como un bien superior a la destrucción de la vida el conservarla, cuando no haya otro a la vez, hic et nunc, más elevado aún, que pudiera exigir el sacrificio de la vida misma. La ley de conservarla puede ser actualmente contraria a mi deseo, mas no por eso deja de presentárseme con un valor mayor que éste, no sólo como juicio de la razón, sino como tendencia de mi voluntad fundamental, que modera aquel deseo y que en último término es capaz de regirlo, haciéndole acatar la ley moral.

     La experiencia desmiente ese abismo que se quiere poner entre el pensamiento y la acción, cuando aquél se refiere al orden del bien realizable en un sujeto capaz de reflexionar sobre sus actos. El supuesto silogismo del deseo es una mera asociación de representaciones y afectos que se encadenan fatalmente, lo mismo en el bruto que en el hombre cuando no delibera. El verdadero silogismo contiene por lo menos un juicio universal, que en la conciencia moral toma la forma de una ley, norma o medida ideal a la que se ha de acomodar la tendencia, el acto real; aunque el juicio sea falso, como en el silogismo del incontinente al partir de la premisa que dicta la concupiscencia, reviste [352] la forma de universalidad, lo que no ocurre en la mera enunciación de un deseo. Sólo si digo: se ha de conservar la salud, en general, en el sentido de considerarme obligado, puedo tener por un deber la prescripción del médico de que tome el remedio; la conclusión: quiero tomarle, significa entonces: debo tomarle; ahora bien, como en ella interviene la voluntad, según hemos dicho antes, o sea, como el juicio final no es un puro hoc tibi faciendum, sino: hoc fac, la acción moral queda cumplida, al menos interiormente, como exteriormente se realiza en el silogismo del deseo (441).

     Una cosa se ha de conceder a los que defienden el valor del silogismo del deseo, y es que a la ciencia toca en gran parte determinar las premisas menores, en cuanto representan los medios que han de conducir al fin expresado en la mayor del silogismo práctico. No es más difícil para la Ética probar sus conclusiones que para la conciencia moral hacer surgir el acto en que se concrete la verdad ideal práctica, contenida en esas conclusiones, y la infecundidad de la ciencia moral depende en muchas ocasiones de la generalidad en que se dejan las fórmulas de los deberes. De poco [353] sirve, por ejemplo, decir que se ha de observar la justicia en los contratos, si no se determinan los medios que en cada clase de contrato pueden hacer efectiva la justicia; la solución de este problema suministra reglas propias a cada uno de los dominios en que se manifiestan y constituyen, como dice Belot, los «axiomata media», que dirigen la conducta, a veces incorporándose en los Códigos, determinando sus artículos principales acerca de la familia, la propiedad, la vida industrial, etc., y formando conciencias parciales yuxtapuestas, correlativas a las diversas funciones de la vida social (442).

     Esa técnica moral no ha sido desconocida, ni descuidada en otras edades; ella se va formando paulatinamente a medida que surgen nuevos problemas, según la importancia que éstos adquieren en cada tiempo y lugar y fundándose en los datos científicos que se aceptasen por verdaderos; un ejemplo célebre es el de los contratos usurarios basados en el préstamo de dinero. Cuando la idea religiosa era preponderante informando toda la moral, teólogos, ascéticos y místicos a porfía escudriñaban los más escondidos resortes de la vida del espíritu y dieron normas precisas para hacer prácticos los preceptos religiosos en cada una de sus posibles manifestaciones, haciéndolos así descender de las alturas de la abstracción al terreno de las costumbres vividas. Que en toda esa técnica haya una parte accidental, perecedera, es innecesario advertirlo; pero hay también un fondo permanente y esencial, cuyo valor depende precisamente de «los principios» de las morales teóricas, como las llama Belot, aunque negándoles la importancia que a los [354] «axiomas medios»; y en verdad que si todas las morales se equivaliesen, como a veces se contradicen, esos medios serían preferibles a ellas, porque suelen representar el espíritu científico y el buen sentido práctico; mas también obedecen a cierto empirismo, que es la causa de que las diferentes conciencias que por ellos se forman los hombres, luchen también por alcanzar un primado que sólo puede justificarse por los menospreciados principios (443).

     Sea cualquiera la precisión que se alcance para determinar el acto en que ha de encarnar la ley universal para que la conciencia moral la realice en su puro valor de bien verdadero, racional, es preciso admitir con Aristóteles y Santo Tomás la intervención de una virtud especial, la prudencia, que después de haber acompañado a los juicios deliberativos acerca de los medios, los aplique al acto presente, hic et nunc realizable. Buena es la templanza, pero no hay una cantidad fija de alimentación para cada hombre; el justo medio lo determinará la prudencia, que de los actos repetidos ha juzgado lo que para mí exige la moderación en el comer y beber, e imperando en cada caso que no traspase esa medida; la ciencia podrá ayudarme a conocer la cantidad y calidad de alimentos que me conviene para conservar la salud, pero de suyo no mira a la rectitud de intención de la prudencia, [355] ni como ésta impone el acto como necesario a un fin moral; ella sólo tiene en cuenta los efectos (444). Aristóteles decía con razón que se llaman prudentes los que «pueden deliberar bien acerca de las cosas buenas y útiles, no desde el punto de vista particular que mira a las cosas relativas a la fuerza o la salud, sino en cuanto se refieren a vivir bien en general... Resulta, pues, que la prudencia es un hábito práctico de lo verdadero, obtenido por la razón, relativamente a las cosas buenas o malas para el hombre». El origen de este hábito se explica por la rectificación de la voluntad en orden al fin humano y su asimilación amorosa de las leyes morales descubiertas por la razón y presentadas como obligatorias; entonces la inteligencia sufre la influencia de esa inclinación voluntaria, armonizándose con ella para aplicar esas leyes en cada caso particular con una seguridad y certeza que la pura investigación racional no es capaz de alcanzar, [356] porque ésta sólo puede demostrar la verdad universal; esa facilidad, esa perspicacia de la inteligencia constituye la prudencia; entre la multitud de actos que pueden conducirnos al fin, ella descubre el más conveniente y lo impone; el atractivo de la concupiscencia no seduce al hombre prudente, y ante las dos premisas mayores del silogismo práctico él asume bajo la que dicta la razón y consuma el acto recto de la conciencia moral (445).

     Los actos y estados de la conciencia moral. Dando a la conciencia el sentido amplio en que suele ser tomada por los modernos, a ella pertenecen todos los juicios, sentimientos y voliciones (446) que son necesarios para la realización de un acto humano y que nosotros hemos resumido en la fórmula del silogismo práctico; también se le atribuyen los juicios de responsabilidad, mérito y demérito, con los sentimientos consiguientes de satisfacción o pesar, que surgen después del acto, aunque, en realidad, también han podido formar parte de la deliberación anterior sobre los motivos para realizarle o no.

     Según esa diversidad de operaciones, la conciencia [357] se llama antecedente cuando fundada en los juicios indeterminados de la sindéresis (se ha de hacer el bien, se ha de evitar el mal, etc.), y en las conclusiones de la ciencia moral, declara si el acto que tratamos de ejecutar es bueno o malo, y ya le prescribe como obligatorio o le prohíbe, ya le permite por indiferente respecto de las normas del bien o mal, o le aconseja o desaconseja como más bueno o menos bueno. La conciencia antecedente es, pues, como decían los escolásticos (447), la que nos liga o instiga, preparando el camino a la conclusión práctica, que podemos llamar conciencia concomitante, la cual hace pasar las premisas al caso particular que hic et nunc se declara conforme a la ley o contrario, y se consiente en él quedando fija la elección de los medios para conseguir el fin; en la conciencia el acto queda consumado y con él contraídas todas las responsabilidades, mérito y demérito, esenciales a la bondad o malicia intrínsecas de aquél.

     La conciencia consiguiente es la que juzga o sentencia, acusando o excusando al agente de haberse conformado o no a la conciencia antecedente; nada añade ni quita a ésta respecto del valor del acto, aunque el vulgo suele pensar que éste ha sido bueno o malo según su conformidad o disconformidad material con la ley o según sus consecuencias, aunque no fueran previstas y queridas; y no es así: cuando alguien se apropia un objeto que no creía ser suyo, aunque luego lo sea, el acto es malo; implica un desorden moral en la conciencia del que lo ejecutó, aunque no esté obligado a restituir lo apropiado, como si el robo hubiera sido efectivo materialmente; el juicio acusatorio [358] es, pues, válido, porque responde al estado de la conciencia antecedente. Y para excusar a ésta tampoco sirven otros datos sino las disposiciones en que se hallara al realizar el acto; ahora examinaremos cuáles pueden ser, mas no sin advertir antes que el ejercicio de la conciencia consiguiente es muy provechoso para rectificar en lo sucesivo los defectos contraídos en los actos ya realizados o para estimularnos a repetirlos, aparte de que sin ella la irreflexión se apoderaría de nuestra vida y no tendríamos medio para reparar por el arrepentimiento el desorden moral, cuando lo haya. El carácter del hombre no se puede formar sin ese estudio penetrante de nuestra actividad moral; y eso es lo que en el lenguaje cristiano se llama examen de conciencia.

     La disposición fundamental de la conciencia es su rectitud o la ausencia de ella. Entiéndese por conciencia recta la que determina la elección de la voluntad en el bien tal como puede ser conocido, según nuestra capacidad y circunstancias de tiempo, lugar, personas, etc. Ella presupone la dirección del apetito hacia el fin debido y la de la prudencia, según decíamos antes. Cabe en ella el error especulativo, pero prácticamente es verdadera, por su conformidad con el apetito recto, pues como dice Santo Tomás: In his quae sunt ad finem, rectitudo rationis consistit in conformitate ad appetitum finis debiti; sed tamen et ipse appetitus praesuppoit rectam apprehensionem de fine, quae est per rationem (448).

     Esta conciencia supone una disposición habitual [359] para juzgar con acierto de las cosas que se refieren a la vida moral; cuando, además de la sinceridad en conocer el deber y en ponerse de acuerdo con él en su integridad, se junta el cuidado de evitar hasta las más ligeras faltas, que puedan ir contra él, la conciencia se llama delicada. «La conciencia recta y la delicada son la perfección del género. Ellas cumplen el primer deber, que es conocer su deber; en la duda sabe abstenerse y toma el trabajo de pedir consejo y de informarse. Es la conciencia modelo, que tiene el justo medio entre los dos excesos contrarios: el escrúpulo y la relajación» (449).

     Por oposición a la conciencia recta se llamará torcida la que no procede de buena fe, trata de engañarse a sí misma, inspirando sus juicios en las pasiones y el interés más que en la justicia y la verdad. «Parécese a esos jueces complacientes e inicuos que prestan servicios en vez de sentencias, y cuyos juicios, marcados de sospecha y nulidad, no tienen valor en las balanzas de la verdadera justicia. No pueden jamás hacer ley, aunque por casualidad y contrariamente a sus intenciones, sean equitativos» (450). Obrar con esta conciencia es, pues, ilícito, contrario a uno de los elementos que integran la bondad del acto, como es la buena intención; y, por otra parte, es igualmente ilícito obrar en contra de ella, porque nos separamos de la ley, tal como entonces nos es conocida, y, por consiguiente, nos decidimos por lo que juzgamos que en sí es un mal. El único recurso para salir de esta situación angustiosa es rectificar el juicio inspirado por la pasión y suspender la ejecución del acto hasta [360] que se perciba su licitud, conforme a los dictámenes de la razón (451).

     Aunque es muy frecuente llamar conciencia verdadera a la que hemos calificado de recta, creemos que cabe y se debe distinguir la una de la otra, porque hemos visto que esta última puede ser errónea y se refiere más bien a la disposición subjetiva de la voluntad, siquiera ésta influya en la rectitud de la razón misma por el intermediario de la prudencia como virtud intelectual que es. La verdad, además, representa algo objetivo que en nuestro caso es la conformidad del juicio con la tendencia natural de la voluntad a su fin; esa tendencia mide la verdad de la razón práctica y determina la ley a que ha de someterse la voluntad en su actividad libre; a la razón toca investigar cuál es ese fin y los medios que a él conducen, tomando de su ordenación a él la cualidad de buenos o malos; de este modo se reconocen los deberes en general, que luego hemos de aplicar como leyes de nuestros actos particulares, pero sobre lo cual es posible, a veces, equivocarse, no obstante la buena fe o rectitud de intención con que se haya buscado la verdad.

     La conciencia es verdadera cuando los juicios corresponden a la ley objetiva de nuestro obrar, y falsa o errónea en el caso contrario; si distinguimos la conciencia de la razón práctica, se dirá que aquélla es verdadera cuando el juicio formado acerca de la moralidad [361] del acto, que se ha de realizar o se ha realizado, es conforme con la ley dictada por la razón, y falsa en el caso contrario. Si se ha puesto en la investigación de la ley o en su aplicación a nuestros actos una diligencia proporcionada a nuestras luces y circunstancias, así como a la gravedad de la materia, nuestro error se tiene por invencible moralmente (452); pero en esas circunstancias es lícito seguir el juicio de la conciencia, pues no tenemos otro medio natural de conocer el bien y el mal, y nos ponemos en la misma disposición que la de la conciencia recta.

     Si en el orden moral no existiera una verdad objetiva práctica, es decir, un bien objetivo cognoscible por la razón, y se proclamara con Fichte que no hay conciencia errónea, a pretexto de que ella «decide en última instancia y sin apelación»; o de que «querer elevarse por cima de su conciencia, es querer salir de sí mismo, separarse de sí mismo», equivaldría a justificar todos los desórdenes, si esta palabra conservaba entonces algún sentido (453). «El juicio pronunciado por la conciencia en cada caso particular, dice un filósofo racionalista, se compone en realidad de dos juicios: 1.º, tal acción es tu deber; 2.º, haz esta acción, porque [362] es tu deber. Ahora bien, en el primero de estos juicios la conciencia puede engañarse, porque puede ocurrir que tal acción, que yo creo mi deber, no lo sea; pero no se engaña en el segundo, porque es cierto que si tal acción es mi deber, debo hacerla. Si, pues, se conviene en reservar el nombre de conciencia al segundo de estos dos juicios, al acto por el cual yo declaro que, siendo tal acción mi deber, yo debo hacerla, es evidente que tal juicio no es jamás erróneo» (454).

     Mas acerca de la posesión de la verdad puede hallarse el espíritu en el orden práctico en las mismas condiciones subjetivas que en el especulativo, y de ahí vienen los estados de conciencia, que hacen calificar a ésta de cierta, dudosa y probable, y que tienen suma importancia para la práctica.

     La conciencia cierta es la que juzga, sin temor de equivocarse y con firme convicción, que conoce y aplica exactamente la ley al acto que va a ejecutarse. [363] Esa certeza puede fundarse, real o aparentemente, en la evidencia intrínseca de la verdad, o en la autoridad de un hombre competente, como sería la certeza de un ignorante en el derecho, que asintiera a la validez de un contrato, cuyo sentido y alcance él no comprende; para la moralidad del acto no se requiere el primer género de certeza, imposible para muchos, sino que basta el segundo.

     En general, también se ha de tener presente, con Santo Tomás y Aristóteles, que en cada cosa no se ha de aspirar a otro grado de certeza que el que consienta la materia tratada, y en la moral, cuando se sale de las leyes más generales y cuando estas mismas han de aplicarse a los casos particulares, reina bastante incertidumbre (455). «Una certeza aproximativa o moral basta para fundar una conducta prudente; en este caso, la proposición contradictoria es solamente improbable, sin estar demostrado que sea falsa... Teóricamente no hay en eso más que una grandísima probabilidad; a veces, ni aun será más que una seria probabilidad, a condición de que ésta sea unilateral, es decir, que la opinión opuesta nada tenga en su favor... Mas la lógica no es la moral; una cosa es pensar, y otra querer y obrar. En lo primero es una perfección suspender su asentimiento hasta más completa evidencia; para lo segundo basta una certeza moral para que el acto sea prudente y de buena fe. Nadie, por ejemplo, creerá que expone su vida a un crimen por salir a la calle, aunque [364] no esté demostrado que se vuelve a su casa vivo» (456). La conciencia dudosa es la que no encuentra un motivo decisivo en favor o en contra de la ley, suspendiendo por lo mismo su juicio sobre la bondad o malicia del acto; «intellectus noster, dice Santo Tomás, quandoque non inclinatur magis ad unum quam ad aliad, vel propter defectum moventium, sicut in illis problematibus de quibus rationes non habemus (a esto suele llamarse duda negativa), vel propter apparentem aequalitatem corum, quae movent ad utramque partem et ista est dubitantis dispositio, qui fluctuat inter duas partes contradictionis» (457).

     La conciencia dudosa lo es ya especulativa, ya prácticamente; lo primero cuando el juicio, aun versando sobre las normas de las acciones, no ha de pasar a éstas, como ocurre al moralista que examina un problema de moral para conocer su verdad; y lo segundo cuando el juicio dudoso ha de aplicarse a la dirección del acto hic et nunc (458), de modo que al obrar no se esté seguro de no traspasar ninguna ley. [365]

     Con esta disposición de conciencia no es lícito obrar; pues si no tratamos de salir de ella, y previendo confusamente siquiera el peligro de violar una ley y la obligación de conocer nuestros deberes, consentimos en el acto, nos hacemos culpables de nuestra ignorancia y formalmente de la infracción del precepto a que se refiera nuestra duda, aunque no le hayamos tal vez quebrantado materialmente; nuestra resolución supone el menosprecio del orden moral, porque arguye indiferencia de la voluntad ante el bien y el mal como regla de nuestras acciones; y según la importancia de la materia será nuestra culpabilidad, y aun la agravamos, si estamos dispuestos a realizar el acto, cualquiera que sea el valor de la ley que lo prohíba. Violaría, por ejemplo, las leyes de la amistad quien, dudando si un acto suyo molestará al amigo, no tratase de conocer las disposiciones de éste, o no evitara el acto, siendo posible (459).

     Lo que procede es, pues, en el caso de la conciencia prácticamente dudosa, investigar, con la diligencia que permitan las circunstancias, si existe la ley que manda o prohíbe que obremos hic et nunc, y si nuestra [366] duda resulta directamente invencible, formaremos nuestra conciencia, según dicen los moralistas, prácticamente cierta, por uno de los llamados principios reflejos; y lo mismo se hará si la duda recaía sobre la realización, el valor, las condiciones del hecho; todo esto probará nuestra rectitud de intención, y aun violada la ley materialmente, no se nos puede culpar formalmente de ello (460).

     El probabilismo moral. -Entre la certeza de poseer la verdad y la duda, que no consiente adhesión alguna, está la probabilidad en favor de una proposición que implica un asentimiento a ésta, pero con el temor de equivocarse por falta de la evidencia intrínseca de las razones que apoyan dicha proposición. Aplicado a la conciencia moral ese estado del entendimiento, se dice que la conciencia es probable cuando juzga que un acto es lícito o ilícito, aunque temiendo lo contrario. Como este juicio le suponemos derivado [367] de una seria investigación de la existencia de la ley, si además no tenemos razones en contra de ésta, podemos creernos en el caso de una certeza moral que basta para justificar la acción o la omisión y condenar sus contrarios (461).

     Mas si juntamente con las razones en pro de la ley tenemos otras en contra, aunque estimadas de menos valor las segundas, ocurrirá, como dice Santo Tomás, que aquéllas no moverán suficientemente al entendimiento para determinarse totalmente en favor de la ley, y aunque le incline a ella, dudará de la parte opuesta (462). A primera vista parece que lo prudente sería aquí seguir el partido más seguro, que llaman así al de la ley; mas nuestra duda implica el reconocimiento de que en sí mismo el acto, a cuya licitud nos inclinamos, puede ser ilícito, por lo cual el último juicio práctico de la conciencia no alcanzaría la certeza necesaria de que hic et nunc no violábamos la ley. Sin embargo, como suponemos que no es posible deponer esa duda y que es necesario obrar, lo haremos lícitamente si pensamos que la prudencia dicta seguir las razones que tenemos por más acertadas, o sea fundándonos en un principio reflejo, admitido por los moralistas, ya que no podemos deducir el último juicio práctico de la materia misma discutida; la probabilidad por sí sola no basta para formar ese juicio, que ha de ser cierto (463).

     El problema se complica cuando frente a las razones [367] serias, pero no decisivas, que hacen probable la existencia de una ley, se presentan otras, capaces también de inclinarnos en contra de ella y en favor, como dicen, de la libertad, aunque sean menos probables que aquéllas, si bien a veces pueden ser, y lo son igualmente o más probables. Con varios sistemas se ha pretendido resolver esta obscura cuestión, tratando de reducir los varios principios reflejos a uno que los abarque todos. El tuciorismo pide que se tome siempre el partido más seguro, es decir, que no se realice un acto cuya licitud no sea al menos probabilísima o moralmente cierta, o cuya ilicitud sea seriamente probable, para no exponerse al pecado. Este rigorismo haría imposible la vida moral, que de ordinario tiene que contentarse con pruebas menos ciertas, o ha de buscar en todo una perfección que excede a las fuerzas del común de los hombres. Además, la probabilidad, por grande que sea, no evita que otra opinión aparentemente menos probable resulte ser la que está en posesión de la verdad, y, por consiguiente, siguiendo aquélla no se evita el peligro de pecar materialmente, como quieren los tucioristas.

     En el extremo opuesto se coloca el laxismo, para el cual basta un argumento, por débil que sea, para librarse de una obligación, aunque esté apoyada en razones graves. Apenas hay que decir con cuánta facilidad halla el hombre apasionado argumentos en contra de los más graves deberes y mejor probados; sólo quedarían a salvo los principios más generales, que apenas sirven de norma inmediata a algunos actos. [369]

     Tratan de ponerse en el justo medio: el probabiliorismo, según el cual no se puede tener la ley como no existente, sino cuando las razones favorables a la libertad son más probables que las que favorecen a la ley; el equiprobabilismo defiende que sólo puede estarse por la libertad y contra la ley si las razones que apoyen a aquélla son tan probables como las de ésta; y el probabilismo sólo exige para ello que haya argumentos graves a los ojos de un hombre prudente y de conciencia, aunque sean más graves o iguales los que están por la ley.

     Estos tres sistemas tienen de común para sostener el valor de una razón probable, ya lo sea más o menos, el que no se tiene alguna que sea cierta, pues ésta quitaría todo valor a aquéllas, y, además, que el último juicio práctico de la conciencia no se funda en ninguna probabilidad, sino en un principio extrínseco, pero cierto, que asegura el valor de la conclusión del silogismo práctico; y en ambas cosas son inatacables. La dificultad, según nuestro humilde parecer, está en la interpretación que cada sistema da a ese principio, que se reduce a decir: se ha de seguir, acerca de la honestidad de las acciones, un juicio prudente, ¿cuál es ese juicio prudente? ¿basta que lo sea en sí mismo? Entonces tiene razón el probabilismo; ¿se ha de comparar con otros y podrán éstos quitarle su carácter de prudente? Si la respuesta es afirmativa, entonces la ventaja es de los otros sistemas.

     Quizá sea esto simplificar demasiado un problema, que no se deja reducir fácilmente a una fórmula; no creemos de utilidad empeñarnos en una discusión de cada uno de ellos, y sería acertado decir con un insigne moralista que esas «denominaciones han venido a ser otros tantos nombres de partidos, y que cuando [370] se sirve de ellos no hacen más que reavivar las antiguas controversias» (464); podíamos añadir, que sin gran fruto para el mayor esclarecimiento del problema.

     Con este sabio moralista vamos a resumir lo que prácticamente tenemos por normas seguras de nuestra conciencia en los conflictos de las opiniones probables:

     l.ª Una ley que existe incontestablemente, no puede ser debilitada por las dudas, cualquiera que sea su solidez, que sobrevengan más tarde sobre la cuestión de si esa ley existe aún o no existe; es necesario adquirir la certeza de que ya no existe para dejarnos de tener por obligados a cumplirla.

     2.ª Mas nos podemos considerar libres de una obligación mientras no sea indudable que existe.

     3.ª De ahí se sigue, «que las dudas científicas o especulativas sobre la cuestión de si hay mandamiento o prohibición relativamente a tal acto en particular, deben resolverse negativamente siempre que las dos contradictorias se apoyen en razones que se neutralicen las unas a las otras; y afirmativamente cuando las razones en favor son gravísimas, y comparadas [371] con éstas las opuestas, tienen poco valor» (465).

     Una cosa hay que advertir respecto de ciertas críticas dirigidas al probabilismo, fundadas en la manera de referirse éste a las relaciones entre la ley moral y la libertad, pues parece presentar aquélla como una barrera contra ésta, que él se encarga de saltar; y así entienden algunos que cuando se dice que puede seguirse la opinión probable que favorece a la libertad, ésta queda exenta de todo vínculo moral respecto del bien y se permite el desencadenamiento de los instintos o de la concupiscencia (466). Esta acusación carece de fundamento aplicada a los probabilistas católicos, contra los cuales se dirige por racionalistas y protestantes.

     Prescindiendo de que la mayor parte de las cuestiones de la casuística probabilista versa sobre obligaciones derivadas de leyes humanas, eclesiásticas o civiles, en que la materia es más contingente que en la ley natural, el fundamento de toda moral católica es lo absoluto de esta ley, como derivada de la ley eterna, [372] del mismo Dios, a cuyo dominio no escapa acto alguno de la criatura racional, como de toda otra; todo deber implica una relación necesaria del acto libre con el fin último; en el hombre no queda una sola parte de libertad que pueda lícitamente ordenarse a un fin que no esté implícita o explícitamente subordinado al soberano bien. Como la razón especulativamente no puede pensar con acierto sino dirigida por los principios de la lógica, así tampoco hay juicio práctico ni acción libre que no hayan de someterse a los principios de la moral, y sólo entonces son rectos.

     A la luz del bien supremo alcanzan su valor los bienes de las diversas actividades humanas, pero ellos se limitan entre sí y no es posible alcanzarlos todos; al lado de ellos se levanta un derecho en favor de la libertad para elegir los que se estime en cada caso más conducentes al fin último, si algunos de ellos no están evidentemente prescritos para todos los hombres, o para determinadas circunstancias; cuando no me conste de su prescripción, soy libre para abandonarlos; mas sería absurdo pensar que puedo elegir ningún otro que no esté regido por esta ley moral, a la que he de subordinar por lo menos mi intención, si el acto que quiero realizar es en sí indiferente. Lejos de ser un obstáculo la ley para la libertad, es su mejor auxiliar, y por eso, cuando falta el conocimiento perfecto de aquélla, es más deficiente el ejercicio de la libertad; creemos que no lo dejará de sustentar así ningún probabilista católico (467). [373]

     Conciencia escrupulosa y conciencia laxa o retajada. -Las diversas maneras con que cada hombre suele seguir los dictámenes de su conciencia en un pueblo y civilización determinados, no impiden que haya entre ellos ciertas formas comunes que constituyen los estados normales de la conciencia, los cuales acusan la identidad fundamental del ideal perseguido y la de una misma naturaleza humana adaptada a un medio sensiblemente idéntico. Por cima del nivel ordinario hay almas elevadas, cuya salud espiritual se intensifica yendo sin cesar por los caminos de la perfección moral, ofreciendo un tipo supranormal, que hemos designado antes en la unión de la conciencia recta y la delicada.

     Mas también se encuentran otras que sufren perturbaciones habituales en el funcionamiento de su sentido moral, y son como enfermos a quienes o conmueven excesivamente los resplandores del bien y las sombras del mal, o cierran los ojos para no verlos y viven como si les fueran indiferentes. Los primeros temen por cualquier fútil pretexto que violan el orden moral, y de [374] éstos se dice que tienen conciencia escrupulosa; los segundos, en cambio, fácilmente creen que todo les está permitido para satisfacer sus deseos e instintos, o encuentran fútiles pretextos para atenuar la gravedad de las más severas prohibiciones; a ese estado de espíritu se llama conciencia laxa o relajada, y a tal punto llega a veces su insensibilidad moral ante los mayores crímenes, que merece el nombre de cauterizada.

     a) La conciencia escrupulosa se caracteriza por el temor irracional al pecado, más que por el amor a la virtud, pues sin estar éste ausente, ocupa un lugar secundario respecto de aquél, a diferencia de lo que ocurre en las conciencias delicadas, con las que el vulgo suele confundir la escrupulosa; en aquéllas el amor es un estimulante continuo hacia lo «mejor»; es un principio de vida; en ésta el miedo paraliza la actividad moral y es un principio de muerte. Hay otra diferencia entre la conciencia escrupulosa y la delicada; mientras ésta no transige con ningún movimiento desordenado, aquélla no raras veces se muestra en exceso condescendiente con algún hábito malo o con la transgresión de algún orden de deberes.

     Los escrupulosos pueden clasificarse en dos categorías: intelectuales y afectivos, según que predomine en ellos uno de esos dos elementos constitutivos de la conciencia. Los primeros son espíritus analizadores que tratan de penetrar en la verdad práctica como en un problema de matemáticas o de física, que puede reducirse a fórmulas claras y precisas; y esto no depende siempre de que tengan una inteligencia profunda, sino más bien de falta de ella, que les hace incurrir en las confusiones más extrañas, sin ser capaces de disiparlas; si son espíritus realmente sutiles, con facilidad degeneran en escépticos morales, que creen imposible [375] la virtud por no aparecérseles con el grado de perfección que ellos vanamente han imaginado. De ahí la tenacidad en el juicio propio, que distingue a los escrupulosos, o la propensión a rectificarse sin cesar en las apreciaciones sobre sus actos; víctimas de la duda, todos los caminos del bien se les cierran; su juicio práctico nunca les parece suficientemente seguro para seguirle.

     Los escrupulosos afectivos son más numerosos, porque el análisis intelectual es más inaccesible a la mayoría; en cambio, la influencia de la imaginación sobre la sensibilidad hace muy impresionables a las personas de poca cultura, y si es un resorte poderoso de la vida moral en los temperamentos bien templados, en los débiles se convierte en el principio de todos los desórdenes; perturba la actividad serena de la inteligencia y paraliza los vuelos de la voluntad al bien espiritual, que no ve sino entre sombras, arrastrándola en pos de los movimientos en que se consume el apetito inferior. Estos suelen ser verdaderos enfermos fisiológicamente, ya por causas congénitas y permanentes, ya transitorias y accidentales, que al médico toca sanar, porque si no se combaten, pueden conducir hasta la locura, y por lo menos hacen inhábil al escrupuloso para desempeñar cualquier función social, por mucho talento que tenga.

     No dejan de influir las condiciones fisiológicas hasta en los escrupulosos intelectuales, por la íntima dependencia en que se encuentran las facultades espirituales respecto de las sensibles, y, mediante éstas, de la vida orgánica (468); mas las causas principales directas de la [376] duda que inmoviliza a estos escrupulosos se encuentran en la ignorancia de las rectas normas de la Moral, en la desconfianza en las aptitudes propias intelectuales o, al contrario, en un secreto orgullo, que les hace sostener con tesón sus juicios, por infundados que sean, antes que deferir a las luces ajenas y en un debilitamiento de las convicciones morales, fruto de la anarquía doctrinal reinante.

     En la medida en que el escrupuloso es consciente de su estado y de las causas que le hayan producido, comprenderá la imposibilidad de determinarse en cada caso con la certeza necesaria de una conciencia recta y la obligación de reaccionar para adquirir esa certeza práctica, aplicándose a rehacer su formación moral intelectualmente en primer lugar, y combatiendo después su debilitamiento afectivo, cuando se trate de escrupulosos intelectuales, y siguiendo el orden inverso para los de la otra clase; aunque en personas de alguna cultura, la propia iniciativa en el orden que se ha de seguir y en los medios que se han de emplear no deje de ser provechosa, es preferible, al menos en los principios, someterse a la dirección ilustrada de los experimentados en esa materia, hasta ir quedando poco a poco «en las manos de su consejo» (469). [377]

     b) De mucha mayor gravedad es el estado de conciencia laxa o relajada, tanto, que pudiera decirse de ella que es la privación de conciencia, la inconsciencia; es el destierro de sí mismo, pues no se vive más que para el exterior, aunque en el fondo haya un refinado egoísmo, por el que se subordina toda ley, toda norma, a la satisfacción de sus deseos e instintos; ni amor del deber, ni temor del castigo, y menos del mal moral, parece que tienen cabida en ella, y aun se llega a dudar si los conceptos mismos de esas palabras le son accesibles. Si el escrupuloso, concentrado en sí mismo, no sale de su duda y vive siempre inquieto, el relajado no conoce la duda, ignora el deber, y vive en la más aparente calma en medio de las mayores transgresiones de la ley. Ni es preciso buscar ese tipo de perversión moral en los grandes criminales, que están en los confines de la locura; la sociedad los encuentra en sus más escogidos círculos, y aun se dan algunos casos en que esos ciegos morales se convierten en conductores de la conciencia pública y van a legislar a los parlamentos (470). [378]

     También se pueden observar dos clases de conciencia laxa: intelectual y afectiva, aunque de la primera se ha dicho muy bien que es un intelectualismo al revés, porque le caracteriza la ignorancia, porque no hace ningún esfuerzo para comprender el valor de las normas que deben regir la conducta; el problema moral es el que menos les preocupa; afectan ignorarle para no hallarse cohibidas en sus gustos y deseos. «Ni matar ni robar: he aquí a lo que se reduce frecuentemente su programa de vida; y aun no será necesario analizar demasiado su conducta para encontrar en ella, bajo formas exteriormente correctas, el asesinato y el robo» (471). Esto constituye lo que suele llamarse ceguera moral; pero debemos penetrar en el sentido exacto de estas palabras (472).

     ¿Hay verdadera ininteligencia moral? Es decir, los hombres de conciencia laxa ¿son ciegos porque no quieren ver, o porque no pueden? Un distinguido filósofo católico llega a decir: «Existen individuos que [379] combinan su conducta con rara maestría, y que han perdido toda conciencia del bien y del mal»; y, hablando de los criminales habituales, cree que, sin tener de ordinario una inteligencia notable, saben, sin embargo, reflexionar y prever; mas para ellos «no se trata de acciones buenas o malas, sino sencillamente de acciones útiles o peligrosas» (473); según el racionalista Dugas, «hay hombres en cierto modo atacados de ceguera moral, desnudos de toda idea de bien y de mal; y, por otra parte, son capaces de cumplir con celo todos los cargos que los otros cumplen por deber... sólo porque esos cargos responden a sus aptitudes y a sus tendencias» (474); y otros han distinguido una conciencia inferior y otra superior: la primera constituida únicamente por el conocimiento sensible de los efectos que producen nuestros actos sobre el prójimo; la segunda por «la sensibilidad moral», gracias a la cual «el hombre normal sentirá lo que es bien y lo que es mal» (475); y de ésta suponen estar desprovistos a los pervertidos morales, de quienes dicen no tener aptitudes para concebir el bien, quedando por siempre atrofiados en la facultad que les hace sociables.

     Para poder mejor apreciar estas afirmaciones convendrá distinguir un doble sentido de la palabra enfermedad cuando hablamos de la conciencia; ya significa una perturbación necesaria, fatal, independiente de la voluntad del individuo, que hace a éste un inválido moral, como los hay físicos, y en este caso podemos contar a los idiotas, imbéciles y locos; o ya significa [380] una perturbación consentida, adquirida libremente por no seguir las prescripciones de la razón normal, o quizá inducida por la educación falsa de la conciencia, y no corregida; y de ésta somos capaces todos los hombres, por regular que sea o haya sido durante mucho tiempo nuestra conducta, y a ella nos referimos cuando hablamos de la conciencia laxa.

     En el primer caso no cabe discutir la ausencia de los conceptos morales; pero atribuir esa condición a la multitud de hombres que viven en la sociedad, aunque explotándola quizá en provecho propio, que reflexionan y discurren sobre ciencias y artes, y que desempeñan sus cargos hasta con celo, es colocar las ideas morales en una región misteriosa y casi inaccesible, cuando ellas radican en nuestra propia naturaleza, cuyas tendencias constituyen sus leyes, que no sólo sirven para nuestro placer y utilidad, sino para nuestra perfección de seres racionales; reconocer esto es distinguirse de los brutos y entrar en la vida moral, sin que sea preciso saber formular en el tecnicismo de la Ética esta conciencia de nuestras leyes, para distinguir nuestra actividad de la puramente instintiva. ¿Habrá quién califique de tal la conducta de esos hombres que desempeñan sus cargos con celo y cultivan las ciencias y las artes, aunque no apelen al motivo, algo enfático, del cumplimiento del deber? (476) [381]

     Pues mucho más difícil nos parece colocar entre los seres privados de toda conciencia del bien y del mal a «los que se han dado la misión de escribir cada día para educar al buen pueblo», o a «los que han aparecido en esa asamblea selecta, cuyo papel es hacer las leyes protectoras del orden y de la virtud», y aun «a esos grandes hombres que disponen de los intereses más sagrados de las naciones y que se llaman diplomáticos» (477), por más que su desenfado y corrupción sean bien conocidos muchas veces; ellos explotarán al «buen pueblo», o no verán en el «extranjero más que un rival al que se debe engañar y aplastar; su conciencia relajada cierra los ojos ante el mal moral, que va a convertirse en provecho material, en placeres y honores; pero su sentido moral ¿no está despierto en otro orden de obligaciones, no aplica a ningún acto las ideas de bien y de mal? Éstas pueden ser extrañamente aplicadas; pero si estuvieran completamente borradas, entonces nos encontraríamos con una monstruosidad física, o psicofisiológica, pero no moral. Como dice bien Gastón Richard, «se ha hablado frecuentemente de una locura moral, que dejaría la inteligencia enteramente intacta. La psiquiatría parece haber mostrado que se ha de entender por eso más bien una regresión de la vida afectiva... Llega un momento en que únicamente pueden ser excitadas las puras inclinaciones animales. El enfermo no tiene [382] entonces conciencia de ningún deber ni de responsabilidad alguna, y, por otra parte, esa locura afectiva es frecuentemente consecuencia de una conducta contraria a la moral» (478).

     Tampoco se puede negar a los criminales la inteligencia del orden moral. «Cuando son sorprendidos por la policía, se dice, no se dan a sí mismos más que una respuesta: He jugado mal y he perdido» (479). Esto es juzgar demasiado pronto a los hombres, mayormente a los que tienen una complejidad de aspectos que no se encuentran en la conciencia del hombre honrado; alguna vez lo habrán sido aquéllos si no se trata de un criminal nato, al que habríamos de colocar en la primera acepción que hemos notado de la enfermedad moral. La primera culpa, y muchas otras sin duda, han tenido que estar precedidas de luchas o, por lo menos, de la advertencia de que el acto propuesto era malo, infringía una ley, apartaba del bien, hundía el honor, merecía un castigo o cualquiera de los otros elementos que integran el orden moral, pero que son con frecuencia percibidos independientemente unos de otros por cada conciencia moral. La prueba de que no faltan en la de los criminales está en que no dejan de aparecer en el curso de su vida; su mismo lenguaje delata que no hay en su espíritu una simple apreciación utilitaria de los actos. Es verdad que a la conciencia la llaman en su argot, la muda; pero aunque no hable, se reconoce que existe, puesto que se la nombra; ella ha existido a lo menos, y el que no la oye hoy, sabe que ha hablado antes; al Tribunal Supremo le dicen la justa (480); ellos [383] discuten la justicia de algunas sentencias y las aprueban, mientras condenan otras; algunos declaran la verdad porque no pueden soportar los remordimientos; si se obstinan en negar antes de ser condenados, suelen ser después sinceros, y en las cárceles, que tienen medios de reparación moral, se transforman los mayores criminales (481).

     Nos parece, pues, evidente que no se ve el bien, la ley, porque no se quiere y el fenómeno se explica fácilmente; a fuerza de no pensar en sus obligaciones, si alguna vez se aprendieron, no reteniendo en la conciencia las ideas de los actos buenos, sino los que inducen a sus contrarios, que son los que más preocupan a los temperamentos inclinados al placer, más aún que a causa de las luchas ásperas por la existencia, pero también por los rencores que éstas despiertan, el deber acaba por parecer odioso e importuno y su voz resuena como algo extraño y discordante en el rumbo impreso a la vida hacia fines muy distintos que los del ideal moral; cuando se le infringe, no se quiere pensar en ello. El pastor Arboux refiere que, preguntando a un joven de veinte años, que acababa de ser condenado por un delito, cómo juzgaba su acto, respondió: «¡No pienso en eso! ¿Queréis probarme que soy malo? Lo sé y lo siento; pero ¡qué queréis que haga!» Y cuando se le decía al célebre criminal Lacenaire: «¿Creéis que todo acaba con la vida?», contestaba: «Es una cosa en la que jamás he querido pensar» (482).

     Prueba de ningún valor para demostrar la posibilidad [384] de juntar la ausencia de las ideas de bien y mal con el poder de reflexionar es la tomada de los monómanos, que saben buscar los medios más propios para realizar su fin (483). Los hechos más ingeniosos realizados por hombres que prueban evidentemente su enfermedad mental, si no pudieran explicarse por el mecanismo propio de las que con Leibnitz hemos llamado meras consecuciones, como las de los brutos, no sirven para darnos a conocer la conciencia de un criminal sin confundir a éste con un loco, lo que ciertamente no pretende el discreto filósofo a que nos referimos; y a los que admitan esa confusión baste advertirles que hay una diferencia radical entre uno y otro tipo de conciencia: el ser sociable uno y no serlo el otro; el Dr. Taylor declaraba sin temor de ser desmentido por ningún criminalista: «Los alienados no tienen jamás cómplices en los actos que cometen.» Y la razón es obvia; el loco es un ser aislado en la naturaleza; entre sus concepciones y las demás no hay cambio posible; «dentro de él se desenvuelve todo su delirio; en sus alucinaciones incomunicables y en la repercusión de su mal, todo individual, está el principio de sus asociaciones de ideas, de sus deseos, de sus desesperaciones, de sus arrebatos, todos igualmente incomprensibles. Dos locos pueden burlarse mutuamente; jamás se concertarán ni aun para la salida del asilo, ese sueño obstinado de tantos enfermos» (484). Los criminales, en [385] cambio, se asocian por todas partes, no obstante el germen de disolución que su egoísmo lleva necesariamente; mas, si conspiran contra los demás, se creen obligados a ser fieles entre sí, increpando a los traidores como si hubieran faltado a un sagrado deber, merecedor de todos los castigos. Es el sentido moral que no muere, aunque aplicado erróneamente.

     Poco tenemos que decir de la apuntada distinción entre conciencia inferior y superior; aquélla es pura conciencia psicológica, que acompaña también al animal capaz de asociar la imagen del daño hecho con los medios que lo realizan; el hombre que no pase de ella es un anormal, radicalmente incurable quizá; mas a veces una disciplina adecuada transforma lo que no era más que incapacidad accidental (485). En cuanto a la conciencia ética, llamada superior, no es posible reducirla al mero sentimiento, como hemos demostrado ya, y aunque en forma obscura siempre se descubre en ella un conjunto de juicios apreciativos de la [386] conducta, dando a ésta su carácter verdadero de moral.

     La unión de las ideas con los actos correspondientes excita los movimientos del apetito sensitivo anejos a esos actos y se establece así el ciclo psicológico, que luego se reproduce tan pronto como aparece cualquiera de sus elementos; el sentimiento producirá el acto y éste despertará la idea, o ésta repercutirá en el apetito por la imagen a que vaya asociada, y la voluntad se dejará inclinar por el bien mismo del apetito sensitivo. Cuando se habitúa a ceder lo racional a lo sensible, el laxismo afectivo entra en escena y su dominio sobre la vida racional determina esa aparente insensibilidad de la conciencia en medio del crimen, cuanto más en los hábitos de una conducta, cuyos desastrosos efectos sociales no se hacen visibles a la mayoría de los espíritus. Si del escrúpulo se ha dicho que es la neurastenia del alma, el laxismo es la anestesia o la parálisis moral. Ni amor del deber, ni temor del pecado o de sus castigos influyen en esa clase de conciencia laxa, sino los atractivos del placer presente; suele ser ella el tipo de la moral, cuyo principio reconocido es la soberanía del momento, a diferencia del laxismo intelectual, que es más calculador y frío, sabiendo sacrificar lo presente para conseguir futuras ventajas. Aunque en las regiones elevadas de la voluntad no deja de producirse la inclinación amorosa hacia el bien ideal representado por la razón, es tan débil ese afecto espiritual, que apenas halla eco en una vida que se habitúa a gustar los placeres más intensos del apetito sensitivo; y, por eso, «si conmueve un momento, esa emoción se desvanece rápidamente en presencia de emociones inferiores, pero más vivas, que se gustan sin esfuerzo, y cuya vivacidad misma y [387] la frecuencia embotan poco a poco el sentido moral» (486).

     ¿Se extingue éste por completo, o hay posibilidad de tener ideas de orden moral, sin que a ellas correspondan sentimientos del mismo orden? Lo primero es posible en la medida en que lo es la regresión de la vida racional a la animal, etapas que un mal físico o una conducta depravada es capaz de hacer recorrer más o menos rápidamente, como ocurre en la degeneración alcohólica; estos son casos patológicos, en los que no cabe hablar ya de vida o conciencia moral. Pero no pensamos lo mismo de lo segundo, si por sentimientos morales se entiende lo que propiamente debe entenderse, y no las conmociones sensibles, que a veces los traducen fisiológicamente, y con los cuales es cierto que se hace más fácil la actividad racional práctica, sin que sean necesarios, como dijimos antes y comprobaba Höffding.

     Menos que nadie habían de negarlo aquellos que atribuyen principalmente al sentimiento las determinaciones de la conciencia, si admiten la realidad de las transformaciones morales que se realizan en los criminales mismos, según intentamos probar poco ha, a la vez que hacíamos ver que no estaban privados de juicios acerca del bien y del mal; de modo que corren parejas éstos con los sentimientos, despertando los unos a los otros. Sería, por otra parte, inconcebible que a una forma intencional del bien producida por la razón no siguiera una inclinación de la voluntad, que tratara de asimilársela en su misma realidad, según la doctrina aristotélico-tomista ya indicada (487).

     Pero, además, lo vemos confirmado por la experiencia, [388] cuyas conclusiones podemos resumir así: no hay verdadera anulación de sentimientos morales, sino, donde la facultad de conocer se encuentra en algún modo perturbada o impedida; no hay un solo caso de los que se aducen como típicos de insensibilidad moral, en que no se acusen anomalías, incoherencias, falta de razón suficiente en el conjunto de los actos; todo lo cual delata las deficiencias del discurso. Para sostener lo contrario se ha tenido que llegar a decir de un sujeto a quien se quería presentar como un inválido moral: «razona sin inteligencia»; luego, replicaremos, en realidad no razona; la atrofia moral hace pensar en la idiotez; la perversión en el delirio, y la inestabilidad en la confusión mental. «Si el conocimiento del bien y del mal, si la interpretación especulativa de estos datos fuera sana, la pretendida invalidez moral sería una repulsa a conformarse al bien conocido, comprendido, entrevisto; sería una rebelión y no una insuficiencia; un crimen y no una locura» (488).

     No se ha de incurrir, por último, para negar la existencia de sentimientos morales, en el defecto de atribuir a éstos igual elevación y pureza en todas las conciencias; además, aunque se les den nombres diversos, no son en sí cada uno algo tan simple que se los pueda aislar de los demás y sobre todo de las varias ideas que los informan; mucho menos es admisible establecer una teoría a la que apenas corresponda nada en la práctica, como ocurre cuando del sentimiento moral se pretende excluir los motivos religiosos «por interesados», pues en ellos el individuo mira a sí mismo y a sus intereses personales (489). [389]

     En resumen, la conciencia laxa, por sus hábitos libremente contraídos, produce una desorganización del sentido moral, que le hace aparecer ya privado de ideas morales, ya de los sentimientos correspondientes; culpable en la adquisición de esos hábitos, los actos derivados de ella quedan contaminados de esa culpa, además de la que en cada momento pueda contraer, si obra movida por su acostumbrada inconsideración, o inconsciencia; y es tanto más difícil de sanar, cuanto más se tarde en poner el remedio de una profunda instrucción moral y de la más severa austeridad.

     Las variaciones de la conciencia moral y el valor de ésta. -El valor de la conciencia moral está íntimamente relacionado con su origen y naturaleza, y así hemos visto cómo la explicación empírica de asociacionistas y evolucionistas, al reducir nuestros juicios morales a meros hábitos adquiridos por el individuo o por la especie, merced a asociaciones contingentes de ideas, les quitaba todo valor intrínseco y hacía ilusoria la obligación, pues por arraigados que estuviesen, llegando hasta a convertirse en instintivos, el reconocimiento de su origen bastaría para hacerlos desaparecer, como acertadamente observaba Guyau, o al menos para atenuar su influencia poniéndonos en condiciones de substituirlos por otros sin protesta de la conciencia. Sin embargo, es lo cierto que hay juicios morales contra los que nada pueden esas teorías, y que se imponen siempre como necesarios para nuestra vida de seres racionales.

     No por esto se ha de entender que la conciencia moral es algo innato, a priori, con juicios ya formados aplicables infaliblemente a la conducta humana por una intuición del bien y del mal. Contra ello protesta nuestra [390] más superficial observación interna, que nos dice cuántas veces nos hemos engañado, cómo varían nuestras apreciaciones morales, que sólo entre sombras vemos frecuentemente nuestros deberes, la ley que hemos de aplicar, no obstante los más sinceros esfuerzos para descubrirla, aun apelando a elevadas inteligencias y después de una esmerada educación moral.

     Innato no hay nada más que la facultad, el poder de formar esos juicios, que depende de la razón, con la cual se confunde la conciencia en cuanto le atribuimos las ideas reguladoras de nuestra actividad libre, para la que se convierten en verdadera ley. La conciencia, pues, tiene en sus juicios el mismo valor que la razón, de donde proceden, al aplicarse a investigar las relaciones necesarias de nuestra naturaleza con su fin, y aquéllos participan del carácter objetivo de estas relaciones; no están sujetos a condiciones perpetuamente variables y distintas de adaptación de nuestras tendencias a su medio físico y social, que se supone también gratuitamente en perpetuo cambio; en aquellas y en éste hay algo que permanece siempre idéntico y les sirve de punto fijo de enlace y acomodación, con lo que se cuenta para poner el orden conveniente en sus muchas relaciones y sin lo que sería imposible orientar nuestra vida y no entregarse al azar de las circunstancias; de ahí se deriva la necesidad y universalidad de los juicios morales.

     Aunque hay ciertas condiciones en que la vida es tan elemental que bastan para sostenerla ciertas normas rudimentarias fácilmente perceptibles por toda inteligencia humana, como aquélla tiende a progresar, y en la medida de su progreso reclama leyes morales más complejas, para cuyo conocimiento se requiere mayor capacidad mental y más dominio de las [391] tendencias sensibles para cumplirlas, la necesidad y universalidad de los primeros juicios éticos, de donde se derivan aquellas leyes más complejas, se hace patente por la reacción de la naturaleza al ser éstas violadas, pues cuando lo han sido, los prevaricadores perecieron o acabaron por quedar sujetos al dominio de otros hombres que las guardaron más fielmente; la naturaleza no se deja imponer juicios arbitrarios, como vayan contra sus fines inmanentes.

     Si bien las formas kantianas del pensamiento no pueden calificarse de representaciones mentales arbitrarias, tampoco sirven como puras formas subjetivas del espíritu para dar valor a los juicios morales de la conciencia, pues no pueden salir éstos del propio fondo de la razón al contemplarse a sí misma, vacía de todo contenido experimental, como no pueden salir los juicios especulativos de la razón especulativa pura. No son, en realidad, dos facultades distintas la razón teórica y la práctica; aquélla formula los principios directores del conocimiento y ésta los de la conducta, que en sí mismos son tan especulativos como los otros; «se puede decir que las ideas y las verdades morales no son, en el fondo, sino las nociones y principios de la razón especulativa aplicados a las acciones humanas. La idea del bien moral no es, en realidad, sino la de fin absoluto; la noción de deber es reductible a la de ley; las nociones de responsabilidad, mérito y sanción son consecuencias directas de la idea de causa libre» (490). Sin la materia, que le suministra la vida [392] empíricamente realizada, la razón no es capaz de formular ninguna regla moral ni descubrir ninguna forma, a la que deba conformarse todo acto que haya de llamarse moral; la ley abstracta del deber tiene un contenido objetivo, que se impone a la razón, lejos de ser ella la que de sí misma saque esa ley para imponerla a priori a la materia de nuestros actos.

     Hay, sin embargo, un hecho ciertísimo: la existencia de juicios morales nada conformes entre sí, de los cuales muchos pueden calificarse de falsos; pero hay otros que, versando sobre una misma materia, son diversos, y no nos atrevemos a condenarlos, con lo que parece que la conciencia, al perder la unidad, que es como el signo distintivo de la verdad, pierde también el valor, que atribuimos a los juicios de la razón, que deben ser necesarios y universales en todos los hombres.

     Indicaremos las causas de estas aparentes anomalías para ver el alcance de la autoridad de nuestra conciencia.

     Los errores de ésta corren pareja con los de muchas ciencias especulativas, sin que por eso se les niegue un asentimiento racional, conforme con las pruebas en que se fundan, juzgadas por nuestra propia inteligencia; su poder reflexivo le permite juzgarse a sí misma y distinguir la verdadera evidencia de lo que no es más que una verosimilitud o aproximación.

     Algunos errores de esas ciencias, mayormente de la metafísica, han influido poderosamente en los errores morales, como indicábamos al principio (491), y [393] cuando aquéllos se han convertido en fundamento de una religión, ésta ha venido a sancionar los mayores extravíos de la humana conducta, por la autoridad social de que han gozado, contra la cual reaccionan débilmente los individuos, y por lo inclinados que estamos a transigir con aquello que halaga nuestras pasiones. Agréguese a esto las condiciones materiales en que se han encontrado muchos pueblos, en lucha constante con lo duro y miserable de un medio físico, que apenas les servía para atender a las más perentorias necesidades de la vida, o rodeados de otros pueblos, que por las mismas causas les disputaban el suelo y querían someterlos o esclavizarlos, y se comprenderá entonces bien que para unos y otros no existiera más ideal, más derecho y deber que vivir y exterminar a cuantos les sirvieran de obstáculo; por eso daban muerte no sólo a los prisioneros, sino a sus propios padres ancianos y compañeros inútiles para luchar y trabajar, y a los que había que alimentar, pensando que esto era preferible a que pereciesen de hambre o a manos de sus enemigos.

     Hay en todos estos casos un concurso de deberes, que en inteligencias poco desarrolladas tomaban una solución muchas veces errónea, pero no dejaban de percibir la distinción fundamental de un bien y un mal que hacer o que evitar, el concepto de una obligación, aunque aplicada frecuentemente sin conocer las preferencias racionales de los actos, por una ignorancia más o menos invencible hic et nunc (492), pero que no lo era [394] de un modo radical, porque la luz de los primeros principios, entonces mal aplicados, ha servido para que el hombre vaya poco a poco rectificando sus errores prácticos, como ha ido haciendo con los especulativos; el escepticismo en moral resulta, pues, tan injustificable como en las demás ciencias; si declaramos errónea la conciencia, lo hacemos en virtud de nuestra propia razón, que es capaz de descubrir el error; siguiéndola en cada caso con recta intención, y según lo permita nuestra singular capacidad, seguimos la única regla que nos es dado tener, y en este sentido su valor es absoluto.

     Mas no siempre la diferencia entre los dictámenes [395] acerca de una misma acción arguye falsedad en ellos; o mejor dicho, un acto puede no ser idéntico a otro en todo, aunque aparentemente lo sea, y entonces el juicio de la conciencia para ser cierto ha de variar precisamente, acomodando la ley universal a las circunstancias de la realidad, a la acción concreta que ha de regir. Esta no es ninguna doctrina nueva, que los sociólogos hayan hecho conocer, y que venga a destruir el valor de la conciencia; los escolásticos la han estudiado tanto más, cuanto que su propio ministerio daba a la mayor parte de ellos ocasión de tocarla más de cerca, sin abandonar por eso los principios generales de la ley natural; pero ésta «no es regla decían -sino en abstracto y remotamente, mas cuando la aplicamos a nuestras acciones se convierte en una regla próxima. Como regla remota la ley es invariable; pero como regla próxima, que constituye uno de los términos del juicio de la conciencia, la cual está sujeta a variaciones, se convierte ella también en variable; de modo que mientras la ley es una para todos, la conciencia de uno puede no servir de regla para el obrar de otro, y ninguno puede tener otra regla próxima de sus actos sino aquella que le es suministrada por la propia conciencia» (493).

     Para ver de qué modo esta variedad de aplicaciones se armoniza con la existencia de una misma ley moral podemos emplear la comparación de un neoescolástico, que dice: «Imaginad un círculo, que poco a poco se convierte en una elipse, después en una línea abierta, después en una recta: será preciso que se encuentre [396] una serie de fórmulas para seguirle en su evolución; mas cada una de ellas, si está bien tomada, será, respecto de la fase que expresa, no menos verdadera que las demás respecto de las suyas» (494), y sin embargo los mismos principios generales de la geometría han presidido a la formación de las nuevas fórmulas. La ley moral no es un molde rígido en el que toda conciencia ha de tomar idéntica expresión, porque en nada tanto como en la vida moral se revela nuestra propia individualidad, ya que la razón no puede desinteresarse de ninguno de los elementos y tendencias que nos constituyen, ni de las particularidades que en nosotros ofrecen, cuando se trata de actos que transcienden de suyo a nuestro supremo destino. -Además, como agudamente observaba Suárez, la ley moral no es algo que esté escrito en tablas o papel, sino en la mente, y no se contiene siempre en ésta con aquellas palabras generales o indefinidas de que nos valemos para expresarla (495), y esto es lo que obliga frecuentemente a ponerle restricciones dictadas por la razón, que pueden parecer cambios de la ley, no siéndolo sino de nuestras palabras para traducirla con fidelidad.

     Por todo lo cual bien podemos concluir que si es [397] cierto que hay un fondo substancial, una esencia metafísica, que necesariamente ha de encontrarse en todo hombre, y de ella se siguen leyes comunes a cuantos participen de nuestra misma naturaleza, mas la realidad concreta y física de ésta es de una sorprendente variedad en cada individuo (496), y por eso podemos afirmar, con Höffding, «que las leyes morales no son tan fáciles de encontrar, como se cree frecuentemente»; que «el problema consiste en hacer ver cómo el individuo, siguiendo su ley, cumple lo mejor posible la ley universal; y este problema está resuelto si la ley universal, valedera para todos los hombres, no indica sino la dirección del esfuerzo que se ha de hacer, el tipo que se ha de conservar. Sólo por un dogmatismo arbitrario y menospreciando los problemas psicológicos y morales más profundos puede fijarse una vez por todas y para todos los hombres el quantum satis de la voluntad humana» (497).

     Nosotros admitimos que hay una disposición o inclinación natural de nuestra facultad de conocer, que corresponde a su finalidad inmanente, y que por ella alcanza nuestra conciencia sin gran esfuerzo las verdades fundamentales que sirven de guía a nuestra vida, [398] cualquiera que sea su condición, porque no obstante las protestas de ciertos sociólogos contra el concepto de una «naturaleza humana» revélase lo que alguno de ellos ha calificado de «unidad de estructura mental de la especie humana» (498), en cierta radical identidad al reconocer la legitimidad del poder social, algunas reglas respecto del matrimonio, del amor y cuidado de los hijos, al prohibir el homicidio, el robo y el adulterio (499).

     Autonomía de la conciencia. -Autónomo, según la etimología de la palabra, significa aquello que se rige por sus propias leyes; en moral suele entenderse por autonomía «el derecho de la persona a gobernarse según reglas, que no le son impuestas de fuera» (500), y aplicando este sentido a la autonomía de [399] la conciencia, tal como la entienden la mayor parte de los moralistas contemporáneos, diremos que consiste en aceptar como única norma de sus dictámenes las leyes inmanentes de nuestra naturaleza racional.

     Mas esta definición es interpretada de muy diverso modo según que se admite el valor de la metafísica, o se rechaza, o por lo menos no se consiente su intervención en la Moral; así, decía Rauh que la autonomía de la conciencia se había de extender a toda teoría metafísica, si por ella se entiende «una doctrina tal que se pueda deducir de ella lógicamente, o más bien ideológicamente, una creencia moral determinada» (501), con lo cual quedaría sin fundamento la distinción por él admitida entre la verdad y el error, el bien y el mal (502), porque en la experiencia moral se dan uno y otro, y puesto que la conciencia ha de ser razonable, habrá de tener algo por cima de la experiencia, de lo mudable y contingente, para juzgar esa experiencia; ese algo es el objeto de la metafísica, lo permanente y necesario, la naturaleza en sentido ontológico; esta sola es valedera para servir de fundamento a la ley del hombre honesto, que pretende Rauh convertir en la regla del verdadero bien, porque la naturaleza es universal, sin dejar de ser individual.

     En efecto, ella nos hace ser lo que somos y tenemos de común y a la vez de propio; es principio intrínseco de tendencias que miran a un fin universal, obtenido por medios que, sin dejar de ser idénticos, se particularizan en las determinaciones individuales, según el juicio de la propia razón, que les da en cada caso fórmula precisa, y en este sentido merece llamarse [400] autónoma y aun legisladora de la humana conducta; en cambio, el que, por ejemplo, se dejara guiar únicamente por el honor observaría una regla que le es impuesta por los otros, porque sería determinado por el juicio de ellos acerca del valor de esa regia; las imposiciones de la conciencia social tienen frecuentemente ese carácter de heteromía, incompatible con la independencia de la conciencia individual, único juez inmediato de nuestras obras (503).

     ¿Se excluye por esto la legitimidad de consultar las dudas que pueden surgir en nuestra propia conciencia y someternos al dictamen ajeno? De ningún modo, antes bien sería indicio de falta de rectitud el no buscar en la ilustración de los demás las luces que a nosotros nos faltan; no es menos preciso en moral que en cualquiera otra materia admitir el juicio de las autoridades competentes, que, por otra parte, han de poder observar con más desapasionamiento que la conciencia propia, no siempre desinteresada; esta misma es la que entonces declara que hemos de aceptar el juicio ajeno, y, por consiguiente, no pierde su legítima autonomía. Para negar esto es necesario aceptar el indiferentismo [401] o escepticismo en moral, o sea proclamar el reinado de la arbitrariedad; la conciencia no sería entonces ese algo impenetrable y sagrado que merece el respeto de todo hombre, ni podría ser tenida por regla o norma de nuestra conducta; el sentido de la palabra ley, que damos a sus juicios, se desvanecería (504).

     Mas lo que, según los modernos racionalistas, se opone radicalmente a la autonomía de la conciencia es la concepción católica de ésta, ya porque se la somete a la autoridad de la Iglesia y del Papa, ya porque, según ellos, Dios legisla sobre ella como un déspota, cuyas órdenes no se discuten ni razonan.

     Diremos, en cuanto a lo primero, que si el creyente acepta la autoridad de la Iglesia y del Papa en la dirección de su conciencia no es, como falsamente se dice, sin haberles pedido sus títulos, sino después de haberlos racionalmente admitido como procedentes de Dios mismo, nuestro Padre, y entonces descansamos en aquella autoridad, que, por otra parte, no suministra más que los principios generales del orden moral con sus bases dogmáticas, sin oposición posible con las verdades conocidas naturalmente por nuestro propio espíritu; después la conciencia individual se encarga de aplicarlos a cada acto particular, según su leal saber y entender, como único juez inmediato de sus decisiones, sin que le sea lícito obrar en contra de su [402] último juicio sobre la bondad del acto. Esta es doctrina unánime de los moralistas católicos, siguiendo las enseñanzas del Apóstol: «Omne quod non est ex fide (esto es, juxta conscientiam) peccatum est» (505).

     Mas se ha de tener en cuenta que, si bien los católicos admiten el Decálogo como una manifestación positiva de Dios, no entienden que sus preceptos se funden en la voluntad divina, sino en su conformidad con el orden eterno de la sabiduría infinita, de la que es nuestra conciencia imperfectísima imagen, que los contiene y refleja; por consiguiente, no son buenos, porque están mandados, sino que han sido mandados porque son buenos. Por esta razón, aun sin atender al hecho de haber sido revelados, podemos por nuestro propio esfuerzo legitimarlos, y, lejos de impedírsenos su examen, son objeto preferente de él por parte de los moralistas católicos; no hay, pues, inconveniente alguno en decir que la ley de nuestra conciencia nos es [403] inmanente, y por ello que somos autónomos como seres morales.

     Para expresar la autonomía de la conciencia suele decirse que es legisladora de sí misma, frase que puede entenderse como si de la conciencia misma dependiese el valor intrínseco del bien y sólo en ella estuviese el fundamento de obligarnos a cumplirlo. Rechazan al menos lo primero cuantos reconocen la existencia de un orden moral objetivo, al que ha de subordinarse la conciencia para no incurrir en la arbitrariedad y el error; y si ha de darse la razón última de ese orden, no hallaremos otra sino Dios, por lo que la ley de nuestra conciencia es la ley impuesta por Dios, o, si se quiere mejor, propuesta, ya que tenemos el poder de infringirla; nuestra autonomía, se ha dicho muy bien, es relativa y de aceptación, y no absoluta o de posición; nosotros no creamos la ley, la aceptamos al formularla en la conciencia (506).

     En cuanto a la fuerza de obligar de ésta, reservando para otro lugar un estudio más completo, diremos que, no pudiendo obligar una ley sin tener conocimiento de ella, como éste se alcanza por la conciencia, ella es el principio inmediato de la obligación; el juicio por que declaramos cuál es el bien conveniente a nuestra naturaleza liga a nuestra voluntad, inclinándola primero espontáneamente y después justificando su libre adhesión al bien juzgado tal, aunque sea con error; pero ese juicio es nuestra ley, pues suponemos que no podemos tener otro, y siguiendo el curso de las consideraciones del párrafo anterior, añadiremos que esa ley nos aparece como ley divina y nos obliga como tal (507). [404]

     Creemos, pues, que se deben invertir los términos en que un moderno racionalista expresaba la autonomía de la conciencia diciendo: «mas al obedecer a Dios nos sometemos a nuestra propia razón» (508); porque si en el orden lógico es cierto que antes «descubrimos en nosotros mismos la verdad como nuestra ley, como nuestro bien, como lo que nos completa y nos da el ser verdadero», ontológicamente Dios es antes y superior a nosotros, y por eso debemos decir que al someternos a nuestra propia razón obedecemos a Dios, «porque ella está unida al pensamiento divino», sin que por ello aparezca Él como un déspota, cuyos mandatos no se discuten, aunque muy bien pueden sernos incomprensibles; mas sabiendo que proceden de Él, obraremos tan racionalmente acatándolos «como el niño que recibe de las manos paternas el alimento o el consejo, o como M. Seailles mismo al subir en ferrocarril sin haber previamente comprobado con sus propios ojos el estado de la vía y la solidez de los ejes» (509). La verdad «no nos es impuesta de fuera», porque Dios no es exterior a nosotros, pero sí transcendente; la ley no es verdadera porque el pensamiento divino se acomoda al nuestro, [405] sino porque éste se conforma con aquél; la ley en Dios no es lo mismo formalmente que en nosotros: en Él es infalible, indeficiente, es norma suprema; en nosotros es falible, sujeta a desfallecimientos, es norma regulada por aquella suprema, débil eco, en suma, de la ley divina, que tiene que ser descifrada por nuestro propio esfuerzo.

     Queda así suficientemente refutado el segundo reproche que se hace a la moral católica por suponer que ella hace intervenir a Dios en la conciencia como un déspota, cuyas órdenes no se discuten ni razonan. Todavía aparecerá con más claridad lo expuesto por las consideraciones que ahora vamos a hacer.

     Sin razón se tacha de misticismo la teoría de la conciencia, imagen de la inteligencia divina, por lo cual habla el moralista católico de la voz de Dios, o, como decía el Cardenal Newman, que «la conciencia es un vicario nato del Cristo, un profeta en sus informaciones, un monarca en sus órdenes, un sacerdote en sus bendiciones y en sus anatemas; y, si el eterno sacerdocio que se halla encarnado en la Iglesia pudiera cesar de existir, en la conciencia permanecería el principio sacerdotal y tendría el predominio» (510); nada hay en ello de supernaturalismo, pues, como con Santo Tomás enseñan los más grandes filósofos y teólogos católicos, los que hacen autoridad, no se diferencia en esto la conciencia de los demás principios naturales de conocer, que todos proceden de Dios, como autor de la naturaleza, y con ellos concurre en los actos que les son propios del modo conveniente a su dominio supremo y a la indigencia radical de todo lo creado (511); la [406] cuestión se reduce, pues, a un problema de metafísica, según hemos demostrado al criticar el evolucionismo; o el mundo tiene en sí la razón de su existencia o se ha de buscar en un ser transcendente, al que llamamos Dios; toda ciencia que no se remonte a este problema es incompleta, y, si le excluye, positivamente falsa.

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