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Capítulo IX

Imputabilidad y responsabilidad

     Conceptos de imputabilidad y responsabilidad. -La imputabilidad y la responsabilidad son las derivaciones o el aspecto práctico de la libertad humana y constituyen la base inmediata subjetiva de las nociones morales, o como el centro del cual irradian y al que todas se reducen en nuestra conciencia. De ahí su importancia y la necesidad de fijar su sentido y alcance para deshacer los errores que, al desfigurarlas o negarlas, destruyen todo el sistema filosófico de la Ética racional con sus aplicaciones al Derecho natural y al positivo.

     En su aspecto más simple y general la idea de imputabilidad sólo implica la mera referencia de un acto al agente que lo ha realizado; pero más especialmente presupone que, entre el conjunto de las causas que concurren a un efecto dado, es el hombre la principal y como el punto de partida de la aplicación de todas las causas a la producción de un acto, que por lo mismo se le ha de atribuir a él.

     Según esto, el modo de atribución y, por consiguiente, la imputabilidad, se regula por el modo de dependencia de un efecto respecto de su causa, y así [470] puede existir una mera imputabilidad física o externa, en la que la relación causal entre el acto y, el agente es puramente mecánica y extrínseca, regida por las leyes del determinismo mecánico o fisiológico; por ejemplo, cuando digo que depende de mí el consumo del oxígeno en mi gabinete de estudio; hay una imputabilidad psicológica (llamada también intelectual, objetiva, formal, etc.) aplicable a aquellas acciones queridas por el agente como son en realidad, aunque sin pensar, explícitamente al menos, en su valor moral; cuando éste se tiene en cuenta y por él se ha querido el acto, entonces tiene lugar la imputabilidad moral, que presupone la existencia de la anterior, y se llama moral, no sólo porque el acto se ha realizado con libertad, sino por el carácter de bondad o malicia de orden ético, que nuestra intención u ordenación al fin último le imprime.

     De ahí que ese carácter sea lo que en realidad se atribuya al sujeto, que pone el acto en esas condiciones, y por eso podría definirse con todo rigor la imputabilidad moral diciendo que es la propiedad de los actos humanos de poder ser atribuidos, en cuanto buenos o malos moralmente, al sujeto que los realiza, como a su causa libre.

     Hay, por último, una imputabilidad que es la establecida por el legislador para determinados actos ordenados al bien social. Mientras no se demuestre lo contrario, supónese que los actos se ejecutan con la aptitud suficiente en el sujeto para serle atribuídos (582). [471]

     Entre los modernos es muy frecuente emplear como sinónimas las palabras imputabilidad y responsabilidad, a pesar del doble sentido de esta última, uno de los cuales la distingue bastante de aquélla.

     Hay, en efecto, una responsabilidad que podemos llamar activa o subjetiva y otra pasiva u objetiva. La primera consiste en la capacidad, que tiene el sujeto de los actos humanos, de dar razón de los mismos, o, según el valor gramatical de la palabra, de responder de ellos por haberlos concebido, elaborado y resuelto, con las consecuencias que han de tener, ya para los demás, ya para sí misino. En este sentido la responsabilidad viene a ser la causa de la imputabilidad, porque, sólo pueden ser atribuídos los actos moral o jurídicamente a un sujeto capaz de dar cuenta de ellos en su origen y en su fin; los dos conceptos se completan así, pues el uno se refiere al acto, el otro al agente, sin el cual no existiría como tal acto; éste es imputable, porque el hombre es responsable.

     Pero la acepción más común de la responsabilidad es la de entender por ésta algo pasivo respecto «del sujeto responsable, en cuanto se le relaciona con las consecuencias que hacia él se derivan a causa de una ley reguladora de sus actos. Aquí se invierte el orden en que antes se hallaban la imputabilidad y la responsabilidad: ésta es ahora función de aquélla; puesto que el acto es imputable al agente, éste responderá de él. Por eso se llama pasiva esta responsabilidad y pudiera definirse diciendo: es el vínculo de dependencia en que se coloca el agente moral respecto de la norma [472] de sus actos, mejor dicho, respecto del sujeto en quien reside o representa esa norma, porque siendo ella algo abstracto, en cuanto concebida por nosotros, o una fórmula escrita, tiene su raíz en un principio concreto de vida, único apto para exigir eficazmente que sea cumplida; ante él, pues, se habrá de responder y él será quien imponga las consecuencias debidas a nuestros actos, si la responsabilidad ha de ser algo real y no un concepto vano.

     Estos dos aspectos de la responsabilidad se completan; la que hemos llamado activa, así como la imputabilidad, se reducen a un juicio declarativo, a la afirmación de que tal hecho, bueno o malo, pertenece a tal sujeto, que es su verdadera causa; mientras que en este segundo sentido de la responsabilidad pasamos del hecho a la necesidad ideal de derecho en él contenida; se une lo que es a lo que debe ser. Puesto que he querido realizar un hecho, a cuya ejecución la ley impone ciertas condiciones, que, a manera de consecuencias, han de recaer sobre mí, tengo que aceptarlas; por eso definen algunos la responsabilidad diciendo que es la imputabilidad de las consecuencias de nuestros actos, pues, implícitamente al menos, las hemos querido, desde el momento que hemos puesto su causa; «ya que el agente libre introduce por su acto un modo de ser nuevo para sí mismo y para otro, según que su iniciativa sea buena o mala, conforme o contraria al derecho de los otros, la razón forzará a éstos a considerarle no como a un hombre cualquiera, sino como a un ser bienhechor o maléfico. La conciencia les impondrá el deber de tratarle con benevolencia igual o les conferirá el derecho de exigir reparación y de estar a la defensiva» (583). [473]

     Es indudable que, entendida la responsabilidad en este segundo sentido, es una idea muy compleja, que se presta a confusiones difíciles de deshacer (584); a nuestro juicio, el elemento que en ella se destaca más es el de la subordinación de la actividad humana a un orden, o a un medio ordenado, del que refluye como efecto propio, merecido, una sanción, una consecuencia que afecta, en bien o en mal, al sujeto de aquella actividad; el mérito es el punto de enlace entre la responsabilidad activa y la pasiva, porque sigue a la primera, en cuanto no merece, sino quien sea capaz de dar razón de sus actos, y de él se deriva la segunda, porque no deben recaer las consecuencias de un acto sino sobre quien las ha merecido. La sanción es el complemento de la responsabilidad total; no se está sujeto a sanción si no se es responsable, aunque sentimos que lo somos, especialmente porque la sanción es posible (585). En el medio humano podrá ésta no ser [474] aplicada; pero en lo absoluto es una exigencia de la justicia, que no puede faltar sin desmentir el orden universal sostenido por la Sabiduría y, Santidad infinitas.

     Por último, es muy frecuente dar a la palabra responsabilidad el sentido peyorativo de culpabilidad o de responsabilidad penal, sin duda porque ésta es la más visible; y así, decir que se incurre en responsabilidad equivale a decir que se ha cometido una falta, o que se ha merecido un castigo. Pero los conceptos de culpa y de pena sólo sirven para determinar una de las formas de responsabilidad y no deben confundirse con ella. Aunque esa equivalencia sea admitida por sinceros espiritualistas, sus orígenes bien pueden ponerse «en un movimiento de retroceso producido en la conciencia, yendo de la responsabilidad espiritual a la material, de la moral a la penal, del fundamento positivo al efecto negativo, del principio espiritual a la consecuencia represiva» (586); también surgen de esa confusión dificultades verdaderamente insolubles, como veremos después.

     Observaremos, sin embargo, que no estudiaremos estas cuestiones sino en aquellos aspectos que las enlazan al problema de la libertad, de la que, como hemos dicho, son su lado práctico y, en cuanto que de su verdadero sentido depende el valor de las nociones morales.

     Responsabilidad moral y legal: subdivisión de ésta. -Aunque pudiera hacerse de la responsabilidad una clasificación análoga a la de la imputabilidad, vamos a considerar aquélla en cuanto es el efecto propio de una regla de conducta impuesta al [475] hombre según los diversos medios en que su vida se desenvuelve.

     Las normas o reglas que rijan nuestra conducta lo mismo pueden ser naturales que positivas, resultado de una convención o de una costumbre, estar encarnadas en una sola persona o en una colectividad. A aquellos diversos medios de la evolución vital corresponden la ley moral individual y la interindividual, la ley moral social de la familia y la del Estado, con las agrupaciones más o menos accidentales que integran a una y otra, y la ley moral religiosa, que determina nuestras relaciones con Dios, ya en la intimidad de la conciencia, ya en la participación pública y colectiva de su culto dentro de una Iglesia; de aquí surgen otras tantas clases de responsabilidad, que ligan nuestro ser moral, ya individual, ya social. Hasta los mismos usos admitidos para la convivencia de cada pueblo y cuyo órgano colectivo suele llamarse opinión pública, vienen a determinar una cierta responsabilidad social, en sentido amplio, que puede revestir carácter moral, si los usos son capaces de alcanzar la dignidad de bien humano dentro siquiera de la sociedad en que se observan, cosa nada imposible (587).

     Mas suelen reducirse las formas de responsabilidad a dos clases generales, según que se atiende al origen inmediato de las normas reguladoras de nuestros actos, o al sujeto de éstos.

     Las normas se fundan, ya en la naturaleza misma del orden moral revelado por la razón a la conciencia, ya en la autoridad pública social; en el primer caso tenemos la responsabilidad moral, llamada también [476] interna y subjetiva; y en el segundo la legal o jurídica, llamada a su vez externa, social y objetiva.

     Como la primera halla en cada uno de nosotros el sujeto revelador de la ley, a la luz de ésta juzgamos nuestros actos en su integridad indisoluble, interior y exterior, en la intención que los inspira y en su contenido u objeto, circunstancias y efectos que deben tener; así los valoramos, declarándolos buenos o malos, laudables o culpables, dignos de premio o de castigo, cualquiera que sea el juicio de los demás hombres sobre ellos. Podría, pues, definirse la responsabilidad moral diciendo que es el vínculo de dependencia en que nos colocamos respecto de la ley moral natural o respecto de nosotros mismos en cuanto seres racionales, para aceptar las consecuencias debidas a nuestros actos deliberados; o, como se ha dicho más brevemente: «la acción imprescriptible ejercida por la razón contra la persona y significada por la conciencia» (588).

     La mayor parte de nuestros actos transcienden, por sus resultados, del medio interior en que se forma la propia individualidad moral; pero no es posible, ni aun conveniente, someterlos todos por eso a la dirección de la autoridad pública encargada de procurar el bien común, emergente del concurso de las voluntades particulares, sino aquellos sin los cuales no se puede conseguir ese fin. Para esto son necesarias leyes positivas que favorezcan dicho concurso y eviten las divergencias, o hagan reparar los desórdenes producidos en la vida social; de aquí surge la responsabilidad legal o social, que es la acción que las normas ordenadas al bien común y en cuanto significadas por la voluntad [477] del legislador ejercen sobre la persona, sometiéndola a las consecuencias debidas a sus actos.

     Estas consecuencias son de dos clases: ya afectan directamente a la persona misma, ya a su patrimonio, dando origen a las llamadas responsabilidad penal y civil, respectivamente; con frecuencia se aplican a la vez una y otra, o se substituyen entre sí, porque son en cierto modo equivalentes: una pena es una reparación, y ésta no deja de ser una pena. Sin que puedan, sin embargo, confundirse, conviene advertir que tanto éstas como cualesquiera otras análogas, son como diversas especies de um género único, basadas en un fondo común, la condición de la persona humana regida por una ley, eminentemente moral.

     Mutuas relaciones de la responsabilidad moral y de la legal. -Si bien la responsabilidad legal se funda inmediatamente en la ley positiva y su cumplimiento es exigido por el dador de ésta, su origen remoto es siempre el orden moral derivado de la naturaleza misma de la persona, el cual reclama acatamiento al jefe de ese orden en las relaciones sociales propiamente dichas y en las interindividuales, que afecten a la consecución del bien público o común. Si al ser violado un derecho particular, el representante de la autoridad social no 'exige que sea reparado, puede exigirlo por sí misma la persona que sufrió el daño; iras, constituídos los hombres en sociedad y siendo tan sujeta a varias contingencias la determinación de la mayor parte de los derechos, no es una simple ayuda o defensa lo que se ha de prestar a sus miembros, aun tratándose de relaciones jurídicas interindividuales, pero que pueden afectar al buen orden de la comunidad, sino que la ley positiva les [478] confiere su verdadero y definitivo valor, cuando sobreponiéndose a las dudas y vaguedad a que tales relaciones suelen dar lugar, las determina y concreta y establece así el fundamento próximo que permite hacerlas exigibles, es decir, someter a responsabilidad a aquellos a quienes se refieren. A fortiori se dirá esto de las relaciones jurídicas que más directamente se ordenan a la consecución y sostenimiento del bien común, en las que juegan principal papel la justicia distributiva y la legal, más subordinadas de suyo a la decisión del legislador (589).

     Pero conviene insistir en que la responsabilidad legal no puede hacerse independiente de la moral, como el orden jurídico no lo es del orden ético, aunque sean distintos; «si respondemos de nuestros actos ante los humanos, individuos o grupos, es, únicamente en tanto que éstos representan el orden moral, pueden hablar en su nombre» (590); y desde luego que, como éste es una parte del orden universal, cuya base real y garantía suprema es Dios, Legislador sabio y justiciero, en Él descansarán toda clase de responsabilidades para alcanzar el valor absoluto, que ni los hombres, ni la propia conciencia pueden darles (591). Si las normas a que nos sometemos no expresan ese orden, que nos enlaza al Principio último del bien, se nos hará responsables en nombre de la arbitrariedad o de la fuerza; invocando la paz social no regulada por la justicia, todos los despotismos se ampararán bajo el manto de las leyes. [479]

     Esto ocurría en el antiguo derecho, que proclamaba la máxima de: quidquid principi placuit legis habet viogrem con la que se hacía enteramente irresponsable al poder público, cualesquiera que fuesen los daños que sus actos produjeran a los súbditos; la antigua monarquía cristiana, a pesar de su forma absoluta, reconocía la necesidad de conformar sus leyes con el orden moral, cuya autoridad estaba representada en la Iglesia, y ante la cual debía responder el rey, imponiendo a éste, más de una vez, las reparaciones debidas por sus excesos; no tenían los pueblos otro medio más eficaz para salvaguardar sus derechos. Mas los legistas imbuidos en el espíritu del derecho romano, al colocar al príncipe sobre toda otra autoridad, hicieron de su buen placer el origen de las leyes justas; y el llamado derecho nuevo empezó por afirmar la misma doctrina, sin más que variar el asiento de la soberanía, que de personal pasó a ser anónima en la nación, presuponiendo en las decisiones de ella una infalibilidad, al menos de hecho, que lógicamente había de hacerla irresponsable; «el pueblo, decía Jurieu, es el único poder que no necesita tener razón para dar validez a sus actos», y Bailly contestaba al cura de San Sulpicio: «Señor, cuando la ley ha hablado, la conciencia debe callarse» (592); los abusos del poder han [480] producido la reacción, que impone se tenga en cuenta el valor de un orden de relaciones superior a todas las falsas convenciones, es decir, la necesidad de reconocer que no puede hacerse autónoma la ley positiva de la ley moral, que implican, por lo mismo, una doble responsabilidad.

     La persuasión de que están plenamente compenetradas hará también que se respeten mejor aquellas leyes, a cuyas sanciones puedan substraerse muchos actos, que ejercen poderosa influencia en la vida social, hallando así los gobernantes algo más eficaz que el gendarme, para conseguir la pública prosperidad. Admitir la separación entre la responsabilidad legal y la moral, es favorecer el divorcio entre el pensamiento y las obras, disminuyendo así, por lo menos, la energía necesaria para secundar los fines legítimos sociales; de ahí procede también el autorizar las manifestaciones más absurdas de todas las ideas, mientras no lleguen adonde por lógica inexorable tienen que llegar, a los ataques de hecho contra las instituciones fundamentales de la sociedad (593).

     No por esto se ha de negar que a su vez la responsabilidad legal es un poderoso estímulo de la moral, porque ella descubre normas que ante la conciencia aparecían obscuras o quedaban sin valor alguno, y enseña a analizar bien las relaciones, tanto sociales como interindividuales, que nos pueden ligar y comprometer a reparar daños que legítimamente se nos deben imputar, aunque al causarlos no hubiéremos tenido culpa. La intervención del legislador en la vida social moderna ha afinado el sentimiento de nuestras [481] responsabilidiades, y sin llegar a exigirlas hace germinar espontáneamente cada día nuevas instituciones en favor de los débiles; sin embargo, en la conciencia cristiana estaban depositados fecundos principios de justicia y caridad, que debieron bastar para producir todas las reformas necesarias y no consentir el cúmulo de iniquidades que han tenido por tanto tiempo a una gran parte de los hombres en una condición inmerecida y poco inferior a la de los esclavos, como dijo León XIII; la responsabilidad legal ha servido, pues, grandemente a la moral.

     Responsabilidad individual y colectiva. -Si se atiende al sujeto que pone los actos determinantes de responsabilidad, ésta se llama individual y colectiva o social, clasificación que corresponde a la que hemos establecido al hablar de la conciencia (594).

     En la medida que cada individuo es capaz de asimilarse las influencias sociales, de hacer suyos los pensamientos y afectos de los demás hombres para compararlos con la ley tenida por norma de la propia conducta y determinarse por su propia iniciativa, la responsabilidad individual aparece en toda su posible realización; todo hombre normal puede alcanzar ese grado de independencia, que le permite distinguir sus interiores resoluciones y tenerlas como suyas, cualquiera que sea el medio en que su actividad se desenvuelve, aunque sea en una obra común a varios individuos, y empleando el mismo aparente esfuerzo que ellos y adhiriéndose a los mismos fines; las voluntades concurrentes no son jamás iguales, no poseen el mismo grado de fuerza y autonomía, siquiera ante la ley positiva no se aprecien tales diferencias, pero no son menos reales y valederas ante la conciencia moral (595). [482]

     Por mucho que discutan algunos la existencia de la responsabilidad individual, bien por ser incompatible con el determinismo que ellos profesan, bien por negar realidad distinta de la social al individuo, lo cierto es que ella sirve mejor de tipo para representarnos la responsabilidad colectiva, y aun es negada ésta por otros porque no les parece reunir las condiciones propias de la individual.

     De hecho, en efecto, han existido en los pueblos primitivos, existen y existirán en los más civilizados, ciertos fenómenos sociales que no responden a las exigencias filosóficas del concepto de responsabilidad, aunque suelen tenerse por derivados de ella, y tal vez lo sean para la conciencia de quienes los producen; así, por ejemplo, se pronuncian juicios infamantes, o se hace recaer el menosprecio público sobre todos los miembros de una familia o raza, a causa de faltas cometidas por algunos de ellos, cuando no por meros defectos naturales.

     Mas si se analiza la razón de ser de tales fenómenos, bien se descubre que obedecen a la misma que justifica para el filósofo la verdadera responsabilidad, aunque los datos en que se funda la conciencia de quien produce aquéllos estén mal interpretados. Sin que se admita la supuesta homogeneidad de las asociaciones primitivas, en la que perdería el salvaje la conciencia de su propia individualidad (596), es innegable el valor preponderante que en ellas se concedía a la vida colectiva; así se explica la compenetración más íntima en las tendencias y aspiraciones de todos sus miembros, y la facilidad con que se les atribuiría el acto que cualquiera de ellos realizara, como se hace [483] exactamente hoy entre nosotros, sin contar con que el espíritu de venganza induciría con harta frecuencia a producir un daño que repercutiera en todos los que formaban el grupo de donde hubiera partido el agravio (597). Algunos califican de mecánica esta forma de responsabilidad colectiva, porque en ella una determinación de los individuos de un grupo atrae sobretodos o cualquiera de los que le integran las consecuencias del acto en que éstos no participaron. La ley escrita fue poco a poco modificando esos procedimientos más o menos bárbaros y ciegos, aunque perseverando por mucho tiempo el principio común que los inspiraba: la solidaridad de los miembros de una misma agrupación. Así Hammurabi decía en su célebre Código: «Si la casa hecha por un artífice se hunde por no haberla hecho suficientemente sólida y mata al propietario, el constructor será condenado a muerte; si mata al hijo del propietario, será muerto el hijo del constructor.»

     Ciertamente que puede servir para afinar el sentimiento de la propia responsabilidad el saber que otra persona con quien nos unen los lazos de la sangre o del interés personal será víctima de nuestros actos; pero la justicia y el interés social de consuno exigen que no se trate mal a quien ha obrado bien, y, por otra parte, lo arbitrario suele tener poca eficacia educativa. Cada vez más se fue separando a los que no participaran individualmente en los actos delictivos de aquéllos que real y efectivamente los cometieran, y teniendo en cuenta, para hacer responsables a éstos, las circunstancias personales que permitan en todo rigor llamar suyo el acto, a fin de individualizar la pena; así la responsabilidad mecánica se convierte en [484] intencional, es decir, se proporciona a la imputabilidad.

     Sin embargo, no significa esto que sólo sea imputable el acto a los individuos, porque sólo en éstos hay una inteligencia y una voluntad capaz de concebirle y determinarle; el individuo es juntamente un ser social; no hemos de tomarle como conciencia pura a la manera de los kantianos, sino como ser real enlazado y no simplemente sumado a otras personas, con las que forma grupos organizados, regidos por leyes específicas que afectan al grupo como tal y en cuyo orden se incluyen las relaciones que le son propias; la libre observancia de ellas, por lo mismo que lleva consigo efectos convenientes al medio ordenado en que se producen, implica el mérito, y su violación el demérito; de ahí la justicia de las consecuencias con que la responsabilidad colectiva es sancionada.

     No es nada arbitrario la reversibilidad de las consecuencias debidas a un acto particular sobre todos los miembros de un grupo, sino algo exigido por la naturaleza misma del hombre ordenada a la consecución de diversos fines mediante el concurso de sus semejantes; cada uno debe ratificar libremente los compromisos que la naturaleza de las cosas toma por él, o, mejor dicho, el Autor de ella, que en su pensamiento creador y providente nos ha colocado y nos dirige enlazándonos a una familia, a un Estado, a un cuerpo social determinado, en el cual hemos de actuar nuestras aptitudes, mirando los unos por los otros y aceptando las responsabilidades consiguientes a la común aspiración de las personas asociadas. Cada una de éstas se determinará según su conciencia individual y contraerá por ese respecto una responsabilidad también individual; mas en cuanto se proponen todas dentro de sus respectivas esferas [485] cooperar al fin común, forman una verdadera conciencia colectiva, de la cual resulta una responsabilidad del mismo orden, aunque el acto haya sido realizado por un solo individuo.

     No debe hacérsenos responsables sin serlo; mas podemos serlo sin saberlo por colocarnos en el terreno de la conciencia puramente individual, suprimiendo nuestra condición de seres sociales; esto equivale a negarla especificidad de los grupos, a no ver entre ellos y los individuos que los componen más que una diferencia cuantitativa y no cualitativa; sin caer en los extremos del sociologismo, que dejamos refutado (598), se ha de admitir la realidad de los grupos organizados como algo distinto e inconfundible con sus miembros por su fin, por la unidad sintética de sus aspiraciones y por la mayor potencialidad que las conciencias individuales adquieren al participar de las mismas ideas y de los mismos afectos. Admitir estos datos de la experiencia y negar la responsabilidad colectiva nos parece del todo contradictorio; así, pues, creemos legítimo afirmar la existencia de esa clase de responsabilidad y definirla diciendo que es aquélla por la cual revierten a un grupo humano las consecuencias debidas [486] a los actos realizados por todos o por alguno de sus miembros, en cuanto representante legítimo del grupo.

     Esta definición se realiza del modo más completo en las asociaciones libremente formadas, pues de común acuerdo se prescriben las normas a que ha de justarse la actividad de cada uno de sus miembros, y según ellas se mide la responsabilidad que el grupo contrae. Pero hay sociedades naturales, regidas por leyes morales y positivas independientes de la voluntad de los individuos, en las cuales los actos de alguno de éstos pueden atraer sobre todos los demás, que las forman, consecuencias que no hayan merecido; esto prueba el carácter de las instituciones humanas, que sólo ante el Supremo legislador alcanzarán la realización de la justicia perfecta.

     Responsabilidad colectiva y solidaridad. -Frecuentemente se toman como equivalentes responsabilidad colectiva y solidaridad, con lo que aumenta lo impreciso de la palabra responsabilidad, pues adolece del mismo defecto, y quizá en mayor grado, el término solidaridad. Apenas si entre las múltiples acepciones de éste puede hallarse algo de común, sino el significar «la mutua dependencia entre las partes de un todo»; y así háblase de solidaridad cósmica, o aun molecular, lo mismo que de solidaridad social o moral, sin advertir que mientras unas sólo expresan un hecho, otras expresan o pueden expresar un derecho o un deber (599).

     Los jurisconsultos la emplean para dar a entender la condición a que se someten varios individuos de responder cada uno por su parte, y en caso necesario por [487] todos, como si formaran uno solo, para pagar por entero (in solidum) una deuda, cumplir una carga. La solidaridad así entendida viene a ser una responsabilidad colectiva, aunque siempre divisible, y de hecho suele dividirse entre los varios miembros contratantes, pues subsiste en el que pagó por los demás el derecho de exigirles sus respectivas responsabilidades, a menos que previamente se haya renunciado a ello. Pero nada vemos que se gane con esta substitución de palabras, porque hay, en cambio, otra solidaridad jurídica en la que, en vez de responsables o deudores, hay acreedores solidarios, que pueden reclamar conjuntamente, y el pago hecho a uno de ellos extingue el derecho de los otros, con lo cual desaparece la analogía de la solidaridad con la responsabilidad.

     Tiene aún la solidaridad otro sentido bastante generalizado hoy en ciertas escuelas de moral, que tratan de poner en aquélla el fundamento del deber. En esta acepción se falsea el valor original de la palabra en jurisprudencia, que se reducía a fusionar varios deudores o acreedores determinados en uno solo por virtud de un libre contrato entre ellos; mientras que esa otra solidaridad de los moralistas aludidos pretende fusionar al deudor con el acreedor, o mejor a deudores con acreedores indeterminados, y hechos forzosamente tales, o por virtud de un supuesto cuasi-contrato; de esa indistinción resulta algo peor que la llamada responsabilidad mecánica propia de los grupos primitivos, pues en éstos al fin no es tan absurdo suponer cierta participación de todos los miembros asociados en el acto de uno de ellos y por lo mismo cierto mérito o demérito común: pero en la solidaridad que enlaza a todos los hombres que viven en sociedad por virtud de los bienes y males recibidos o comunicados sin haber hecho por nuestra [488] parte nada para lo uno ni para lo otro, sino sólo por haber nacido en ella, únicamente impera la ley fatal de la herencia sin distinción de justos ni culpables, de acreedores o deudores. Por este lado tendremos anulación o limitación de responsabilidad en la medida que el legado recibido impida o coarte el dominio de nuestros actos; pero hasta donde podamos desolidarizarnos de esos vínculos, ya sean físicos, ya morales o sociales, debemos hacerlo para recobrar nuestro carácter de seres responsables (600).

     Es verdad que algunos piensan extender más así nuestra responsabilidad; es una ilusión del egoísmo, dicen, creer que nuestra responsabilidad se limita al mal de que somos autores; «en todo mal tenemos nuestra parte de responsabilidad»; «nuestro poder o nuestra impotencia es el legado confuso e indeclinable de nuestros abuelos; nuestras fatalidades no son sino sus actos eternizados en nosotros; los dedos de los muertos están sobre y en nosotros mismos; de modo análogo, lo que yo hago hoy remacha una cadena a los pies de las generaciones que se levantan en los siglos lejanos» (601).

     Aunque ciertamente exagerado, en estas frases se enuncia un hecho, pero de índole natural y social, no moral propiamente, que debe servir para hacernos más conscientes de la repercusión de nuestros actos y, por lo tanto, de la responsabilidad que por ellos contraemos; mas, llevada a tal extremo se desvanece, porque si todos somos responsables de todo y para con todos, no vamos a tener que responder ante nadie; ¿no tenemos [489] así todos lo que merecemos? Por otra parte, como se ha dicho muy bien, «es un lujo el que se conceden los filósofos de gemir sobre los destinos del género humano y de sentirse personalmente responsables por ello. Y este lujo no sólo está fuera de su lugar, sino que es ruinoso. Reflexionando demasiado sobre la solidaridad de las acciones humanas, nos haríamos, en efecto, incapaces de obrar, de emprender nada...; seríamos aplastados por el sentimiento de la enormidad social de la acción individual más simple; o bien, al contrario, nos habituaríamos al pensamiento de las consecuencias lejanas e ineludibles de nuestros actos, no se haría caso de ellas y se asumirían ligeramente las responsabilidades más pesadas» (602).

     Exageración hay también en tener por irreparables las consecuencias de nuestros actos o de nuestros antepasados sobre nosotros: sin incurrir en el más radical determinismo no puede negarse que modificamos por el esfuerzo personal voluntario, no sólo el carácter moral, sino las condiciones mismas fisiológicas que la herencia nos ha transmitido, y que, persuadidos de ello, debemos hacer lo posible para introducir esas modificaciones en nosotros mismos y en aquellos que nos rodean; en el concurso de acciones y reacciones que forman la solidaridad colectiva tenemos cada uno nuestra parte, que no se anula ni aun al subordinarse al todo de que nos hacemos solidarios.

     En cuanto a las consecuencias físicamente irreparables, a pesar de nuestros esfuerzos, no le resta al que fue causa voluntaria de ellas otro recurso que repararlas moralmente por el arrepentimiento, por la retractación de su voluntad, que se reconoce culpable ante el [490] Supremo Justiciero, al par Infinitamente misericordioso, o, como dice Santo Tomás, primariamente misericordioso en todas sus obras, pero que, al perdonar, no destruye la justicia, sino que la completa (603). La cadena del mal, que una solidaridad mecánica haría inflexible, se rompe en la solidaridad moral, que pende, de un lado, de nuestra libertad, y, de otro, de la Sabiduría divina, que distribuye sus dones según su beneplácito lleno de acierto y de bondad; sólo remontándose a esta solidaridad universal con la Causa primera, Principio y Fin último de todo, hallan solución satisfactoria los problemas de la responsabilidad humana; ésta no servirá sólo para aterrorizar, sino que en el arrepentimiento hallará poderoso estímulo el hombre culpable para rectificar su conducta y hacerla fecunda en bienes, que contrapesen el mal cometido. En el orden sobrenatural, a que de hecho pertenecemos, la solidaridad con los méritos de Jesucristo Redentor es necesaria para reparar la culpa; pero en el hombre que tiene uso de razón se exige un acto personal deliberado para apropiárselos, a diferencia de la solidaridad con la culpa en Adán, que no implica nuestro concurso voluntario, mas nos priva de dones a aquél libérrimamente concedidos por el Criador, y que el primer padre no pudo transmitirlos en herencia después que dejó de poseerlos en la forma que los había recibido.

     Diversos modos de cooperación al acto ajeno. -No son únicamente los estados colectivos los que influyen en los actos particulares de cada hombre, dando lugar a lo que se llama responsabilidad difusa [491] y que no puede hacerse recaer determinadamente en ningún miembro de la sociedad; cada uno de ellos hállase con frecuencia en relación más inmediata con alguno de los otros, y suele cooperar, ya física, ya moralmente, en sus actos, de tal modo, que las consecuencias de éstos pueden ser imputadas a ambos en diversa proporción, pero quedando obligados solidariamente a repararlas, cuando se ha violado con ellas la justicia, y suponiendo que hayan sido previstas.

     Los escolásticos expresaban los diversos modos de cooperación a un acto en estos dos versos, tan poco elegantes:

           Jussio, consilium, consensus, palpo, recursus,           
Participans, mutus, non obstans, non manifestans,

que, tratándose del orden legal y violando la justicia, implican un deber de reparación del daño causado, empezando por los cooperadores positivamente y atendiendo, más que a la culpabilidad moral, a la eficacia prestada en la realización del perjuicio.

     Se hace responsable del primer modo el que ordena un acto dañoso, prevaliéndose de la autoridad que ejerce; del segundo, cuando se aconseja con conciencia de la injusticia del acto; si el que da el consejo está por su cargo obligado a ello, se hará culpable de injusticia cuando perjudique los intereses de tercero dando consejo erróneo a causa de ignorancia crasa, complacencia criminal o notable negligencia en prestar atención a lo que se le consulta. A este modo de cooperar pertenece la propaganda oral o escrita de doctrinas o proyectos reconocidos por funestos, como la excitación a perturbar el orden público, a atacar la propiedad o la vida, etc. (604). -Existe complicidad al [492] consentir que se realice un acto que se está obligado a evitar en virtud del cargo u oficio propio; por ejemplo, autorizando con su voto una ley o disposición injusta. -Análoga a la del consejo es la cooperación de quien con burlas o lisonjas trata de inducir a otro a que cometa un acto malo o se abstenga de uno bueno; y aun puede ser este procedimiento más eficaz que el del consejo. -El quinto modo de cooperación consiste en proteger a un criminal, conocido como tal y en forma que servirá para que persevere en el mal. -En sexto lugar, participando conscientemente en los beneficios de un acto injusto, o suministrando medios sin los cuales no podría éste realizarse. -Las últimas tres formas de cooperación apuntadas, no por ser negativas dejan de influir en el daño resultante de un acto, ajeno opuesto a la justicia; consisten en callar cuando se debe hablar; en no impedir con actos positivos el mal que alguien trata de cometer, o en no denunciarle, cuando a lo uno y lo otro se está obligado por oficio o contrato.

     Para que urja el deber de restituir o reparar la injusticia en los casos dichos de cooperación, además de las condiciones especiales de cada uno de ellos, es necesario que el concurso prestado ya física, ya moralmente, haya tenido verdadera eficacia en la producción del daño; e innecesario parece advertir que adonde no alcanza la responsabilidad legal penetra la moral, y que ésta se extiende a todos los actos que conscientemente realizamos para influir en las determinaciones ajenas. (605) [493]

     ¿Existe responsabilidad puramente objetiva? -Frente a la idea de que la responsabilidad debe individualizarse cada vez más, a fin de observar mejor los principios de la justicia, sostienen algunos que cuanto más se prescinda de la relación subjetiva del acto y se atienda a las consecuencias que produce, tanto mejor se realizará el progreso social, fin a que se ordena el derecho. Debería, pues, según esto, extenderse la responsabilidad civil a todo perjuicio creado por la actividad humana, sea voluntaria o no y aunque sea en uso de un derecho, porque nada de esto impide que sea efectivo el daño sufrido por quien nada hizo para atraérselo; «a esta extensión de la idea de riesgo a todo el dominio de la responsabilidad civil suele llamarse teoría objetiva» (606).

     La industria moderna ha sido quizá el hecho que más ha contribuido a fijar la atención sobre otros análogos por sus resultados, porque, efectivamente, toda actividad, todo uso de una cosa implica un riesgo, y no parece justo que, mientras sirve de provecho a quien lo emplea, resulte responsable la víctima.

     La responsabilidad civil admitida en los Códigos, añaden, contiene ya una tendencia opuesta al principio de la personalidad de las faltas, procurando asegurar con independencia de éstas la reparación objetiva de los daños, y feliz aplicación de ello es la responsabilidad civil de los locos, que han de reparar con su patrimonio los perjuicios causados a tercero; mas el derecho civil, preocupado con las relaciones de justicia [494] individual, siempre más o menos subjetiva, no podía llegar a esta concepción más amplia, que mira, sobre todo, a poner bajo una regla jurídica los intereses de todo hombre, heridos por cualquier intervención humana. Esto no puede conseguirse realmente sino organizando colectiva y anónimamente las responsabilidades por los seguros, por los capitales o patrimonios, como se hace ya en la industria moderna, pues si las leyes parece que es al patrono a quien hacen responsable, lo es en verdad la empresa, la caja, y parcialmente la sociedad misma; la indemnización no le toca, sino en cuanto es él quien reparte las cargas o gastos generales, como atiende al pago del seguro contra incendios.

     Ni se diga, por fin, que es inmoral poner la responsabilidad fuera de nosotros, sin tener en cuenta la inteligencia y libertad del sujeto; antes bien lo sería colocarla en algo tan difícil de apreciar como nuestros estados interiores, en los que puede buscarse o parecer que se busque una disculpa, sin preocuparse de la lesión de ajenos derechos, que al Estado o sociedad interesa poner a salvo. Y ésta es la responsabilidad real, la que en la vida diaria se practica y ha de inculcarse; basta que un daño se produzca por mi intervención, aunque sin voluntad, ni aun por torpeza, y aunque cualquiera otro hombre hubiera hecho lo mismo, para que yo me disponga a repararlo; mientras más elevado se encuentra alguno socialmente, más se le imputan los éxitos o las derrotas de hecho, sean cuales sean sus intenciones.

     Innecesario es decir que la tesis ha sido vivamente atacada, y no sólo por los secuaces de las viejas concepciones jurídicas, sino, como dice uno de sus más hábiles defensores, «aun por los espíritus más abiertos [495] a la idea de una evolución del derecho» (607); sin embargo, poco a poco va pasando a las leyes de todos los pueblos civilizados, no sin vencer grandes resistencias de hecho, al menos de aquellos que sienten heridos sus intereses y creen coartados sus derechos, y aunque los mismos jurisconsultos repugnaran a abandonar la regla de los romanos: casus a nullo praestantur.

     Por otra parte, no puede menos de reconocerse la influencia que ha ejercido en la oposición a las reformas sociales que los sentimientos humanitarios y religiosos demandaban, lo equívoco del término de responsabilidad, mayormente por el sentido peyorativo en que es casi de ordinario tomada, según dijimos al principio de este capítulo; por eso desearían algunos que se empleara otra palabra (608), y se han formulado hipótesis tan arbitrarias, que apenas las admiten más que sus inventores; unos han supuesto que la responsabilidad exigida por los riesgos profesionales se funda en que al incurrir en ellos se defrauda la conflanza legítima del obrero en aquel a quien pide trabajo; mas el obrero sabe que, a pesar de todas las precauciones, ciertos riesgos son inevitables; otros han dicho que el empleo de un invento cualquiera es ilícito, porque al trastornar las condiciones ordinarias de la vida, el uso del invento se convierte en algo excesivo, anormal, es decir, en un abuso; mas esto implicaría que el progreso material es un desorden moral y aun jurídico; eso es generalizar lo que sólo en muy contadas circunstancias puede ocurrir. No ha faltado, por último, quien, aun limitando la teoría de la responsabilidad civil a la reparación de los accidentes del trabajo, niega en absoluto que pueda aplicarse la teoría [496] a este caso y atribuye su uso a «la inercia mental», que pretende reducir conceptos nuevos a viejos esquemas (609); y ciertamente que si la idea de falta es inseparable de la de responsabilidad, no se ve el medio de hacer derivar de ella las leyes sociales a que nos referimos. (610)

     A nuestro juicio, éstas determinan lo que la naturaleza misma de las cosas reclama y con razón califican de responsabilidad a la reparación del daño impuesta a quien aprovecha en beneficio suyo el trabajo de un hombre, que al realizarlo se imposibilita para atender a su propia subsistencia y a la de su familia; sin entender por eso que todo lo legislado en la materia sea justo y equitativo, pues prescindiendo de la violencia que políticamente se ejerce a veces para obtener ventajas ilegítimas, la aplicación a la vida práctica de los principios abstractos es siempre en extremo difícil y ha de tener mucho de empírica; de ahí las incoherencias que se notan entre ellos y las leyes positivas. (611)

     Mas ¿puede calificarse de puramente objetiva esa responsabilidad? Creemos que es pagarse demasiado de las palabras el fundar ese calificativo en que un patrimonio, una caja pública o una industria son [497] los responsables y no las personas, sin que éstas por el intermediario del patrón, por ejemplo, no hagan más que repartir las cargas de la empresa; no pensarán ellas del mismo modo, seguramente; ¿qué serán un patrimonio, una caja o una industria que no sean de como muy bien se ha dicho, «la responsabilidad civil no es objetiva por su razón de ser, sino sólo por el modo como se determina la reparación» (612), sin que ni aun esto deje de afectar a las personas, que disminuyen por ello sus ganancias.

     Tampoco pensamos que por recaer la responsabilidad en una colectividad quede privada de carácter subjetivo, y ya hemos dicho cómo se justifica la reversibilidad de las consecuencias a todo el grupo organizado por un acto debido a uno solo de sus individuos que legítimamente le represente (613). La ausencia de intervención personal en el daño es real, si se mira a la causa inmediata de donde se deriva; pero sería arbitrario apartar de la causa principal las consecuencias inevitables en el uso de la que le sirve de instrumento, y esto es en rigor filosófico, sin perder su dignidad personal, el obrero en cuanto trabaja bajo la dirección de otro y en gran parte para provecho de éste (614). Al poner a su servicio una actividad cualquiera, el patrono tiene que aceptar los inconvenientes naturales del ejercicio de esa actividad y a él se le deben imputar.

     Esto quiere decir, sin duda, que la organización social se hace responsable de su propio funcionamiento, [498] pero ella se subjetiva en las personas individuales o colectivas que la ponen en marcha para conseguir los diversos fines humanos; por eso para determinar, en los casos de perjuicio a tercero, el sujeto que debe repararlos, remóntase de causa en causa hasta llegar al origen del mal. Si un patrono, por ejemplo, al hacer funcionar una máquina por medio de un operario es responsable para con éste del daño que causa la rotura de la máquina, el patrono se vuelve contra el constructor de ella y le reclama una indemnización, «porque si relativamente a su obrero comparte la falta con el constructor (por no haberse asegurado por sí propio de la solidez de la máquina), no le ocurre lo mismo respecto del constructor, en quien ha puesto legítimamente su confianza» (615).

     Estas palabras de un defensor de la responsabilidad objetiva tratando de lo que llama falta común (puede tenerse por impropio este nombre de falta) nos muestran claramente cómo no se desubjetiva la responsabilidad por remoto que sea el principio activo del perjuicio; y si puede afirmarse que ella es una relación móvil entre los miembros del grupo social (616), en manera alguna se prescinde de los estados internos de los individuos, no sólo cuando éstos obedezcan a malicia, etc., puesto que, «aun desde el punto de vista civil, habría injusticia en tratar igualmente al autor puramente fortuito de un riesgo inevitable y al autor culpable de un delito voluntario o por torpeza» (617), sino siempre que no se quiere considerar al hombre como una máquina, que recibe necesariamente su impulso [499] de fuera, si ha de moverse; al hombre, a la colectividad, que inician una industria, en tanto se les considera capaces legalmente para asumir las responsabilidades subsiguientes, en cuanto mentalmente son aptos para medirlas y aceptarlas; por eso se requiere edad en que la inteligencia es de suponer que se halle bien desarrollada; ni un niño ni un loco pueden constituir una industria, y hasta ciertas faltas de moralidad social hacen que la ley declare incapacitado a un hombre para el desempeño de una profesión, para el ejercicio de ciertos derechos con los que verosímilmente, dados sus actos anteriores, perjudicaría a los demás; ¡cuántos daños no se evitaran si esa incapacidad se extendiera, pues se impediría que fraguasen algunos individuos sociedades, de que son víctimas tantos inocentes! Esta ausencia de previsión no abona la bondad de ciertas leyes que, mientras más se objetivan en el sentido que impugnamos, más se apartan de su objeto y de su fin, que son las personas y no las cosas, a no ser cuando caen bajo el dominio de aquéllas; mirar en la responsabilidad por riesgo a salvar la dignidad del obrero, porque es hombre, y no ver en el patrono, en la sociedad colectiva, sino el principio de una responsabilidad anónima, la de una caja o patrimonio, es ciertamente hacerla de no mejor condición que la responsabilidad mecánica de los grupos salvajes. No, no se dejarán convencer los miembros de una colectividad industrial de que no es preciso que velen sobre sus actos, porque es «la caja pública la que pagará» y ningún hombre sensato creerá que la teoría objetiva es capaz de contribuir al rebajamiento del sentido jurídico y moral con esos argumentos; por nuestra parte al menos, nunca nos serviríamos contra ella de tal objeción, como parece proponérsela un defensor de la teoría (618); [500] es que ésta encubre con términos equívocos ideas que por lo mismo pueden ser interpretadas muy diversamente, dando lugar a que la parte de verdad que contienen sirva de escudo al error.

     ¿Podrá llamarse responsabilidad puramente objetiva porque su medida debe tomarse del daño causado y no del estado interior de quien fue origen, siquiera remoto, de aquél? Sería dejar en la sombra el sentido primitivo de la palabra, que implica la existencia de un sujeto apto para responder, antes que aquello con que se responde y a lo cual sólo conviene este término por analogía. La responsabilidad subjetiva es para nosotros condición para que exista la objetiva en el sentido riguroso de la idea de responsabilidad; porque si desaparece aquello de donde le viene el nombre, ¿qué valor puede éste conservar? Sostener que podía aún continuarse hablando de responsabilidad, porque hay algo con que responder, equivale a decir que podrían llamarse sanos los alimentos, aunque no hubieran existido sujetos sanos; la salud es algo propio del ser viviente y sólo por analogía se dice sano aquello que sirve para conservar la salud, como el aire, el clima, ciertos alimentos.

     Fácil es ver, pues, que siendo la responsabilidad algo que en la relación del acto a su agente implica el dominio de éste sobre aquél y la previsión de las consecuencias propias del acto, si la queremos hacer puramente objetiva se desvanece, sólo nos quedaría un nombre vario, o como dice un defensor de la teoría: «el último término de esta objetivación de la responsabilidad es la supresión de la responsabilidad individual, la organización de la responsabilidad colectiva y [501] aun de la anónima de un patrimonio o de una caja pública; y, sin duda, entonces podemos encontrarnos con que la responsabilidad verdadera ha marchado hacia su aniquilamiento y que la mutualización de los riesgos no tiene nada que ver con ella» (619).

     Y ahora se entenderá el valor de las palabras responsabilidad de los locos; no es preciso recurrir al absurdo de atribuirles una libertad inicial, para que si tienen patrimonio sean indemnizados los daños que produzcan a un inocente, cuando no se pueda hacer recaer la responsabilidad sobre las personas obligadas a la custodia del loco. Éste, como el hombre dormido, etc., no son responsables, y la indemnización que de su patrimonio se tome, se justificará por las exigencias mejor o peor apreciadas del bien común, pero no entra en la categoría ideológica de la responsabilidad, aunque por analogía con los efectos de ésta se la califique así.

     «El público, dice un historiador de las ideas morales, está pronto a censurar a una persona que comete un acto dañoso, merezca o no censura, a la vez que es inducido a perder de vista la causa indirecta y más remota del daño... Por lo cual la responsabilidad, si no la culpa, es atribuida al que es causa del mal en cuanto hace cualquier cosa, aunque sea sólo por una contracción espasmódica de sus músculos; mientras que la otra parte, que sólo está expuesta al riesgo de ser dañada, se la considera como 'más inocente'» (620).

     Pero este juicio espontáneo, con el que puede coincidir hasta el de la misma persona que sin intención produjo el daño, surge de la natural repugnancia [502] que el mal inspira y del deseo de repararlo, sean cualesquiera las causas a que se deba; por eso, aun quienes de ningún modo intervinieron en un perjuicio se resuelven a salvar de él a la víctima. Mas sería imposible e injusto el hacer responsable objetivamente a todo hombre que, no ya por un concurso más o menos remoto de su actividad consciente, sino por cualquier accidente o caso fortuito en que es instrumento de las fuerzas fatales de su naturaleza, ya de orden mental, ya fisiológicas, causara algún daño a sus semejantes, porque sólo aparenternente se diferencia esto de los llamados casos de fuerza mayor, excluídos de la responsabilidad objetiva por los mismos defensores de ésta. La convivencia humana tiene entre sus innumerables ventajas esos inevitables funestos resultados, que deben ser soportados por todos, y si los favorecidos por la fortuna sufren el gravamen de reparar los que a ellos se deban sólo por un enlace material, como soportan las cargas que la ley suele imponerles en casos de inundación, etc., esto se justifica por otros principios que los de la responsabilidad.

     Cuando no se falsifica el concepto de responsabilidad no son antagonistas, como alguien las llama, las dos tendencias de donde resulta el progreso total del derecho: individualización cada vez mayor de la responsabilidad y su objetivación creciente, si por esto se entiende que se haga más efectiva y extensa, es decir, que alcance a reparar todos los daños que deben atribuirse a la intervención consciente de la actividad humana en el medio físico y social a que todos pertenecemos, no sólo sin que en ello exista culpa, sino antes bien en el uso de los más legítimos derechos y aun en cumplimiento de rigurosos deberes; porque abstenerse de obrar para huir de inevitables daños sería condenarse a la muerte. [503]

     Los escolásticos, finos analistas de los repliegues del corazón humano y de los conceptos morales verdaderamente prácticos, decían que es lícito poner un acto indiferente o moralmente bueno, del que se sigan con las consecuencias buenas otras que no lo sean, excluyéndolas, por supuesto, de nuestra intención, siempre que no haya causa grave de justicia o caridad que obligue a abstenerse del acto; pero cuando no ocurra esto y los efectos dañosos sean inevitables, «aun usando lícitamente de nuestro derecho, se puede deber aceptar una parte de responsabilidad en la reparación del efecto malo accidental que de ahí resulte. Esta parte de responsabilidad se impone, ya en nombre de la justicia, ya en el de la caridad, cuando el prójimo sufre, sin falta personal suya, daños nacidos de nuestros propios actos, aunque de naturaleza honesta» (621).

     Conviene, sin embargo, deshacer un equívoco, por el que en gran parte se sostienen las discusiones acerca de este problema. La responsabilidad subjetiva sirve de fundamento, es condición necesaria de la objetiva, pero no es su medida, al menos única, sino que la ley determina la reparación personal o patrimonial, teniendo en cuenta el daño causado en lo que [504] éste es susceptible de ser medido, y según las ideas sociales, propias de cada tiempo, lugar, etc.; así han variado las penas impuestas a los mismos delitos y en la responsabilidad civil por los accidentes del trabajo apenas si hay un criterio fijo para que pueda afirmarse que en cada caso se guardan las exigencias de la justicia o de la equidad.

     Por último, es innegable que por lo que toca a esta última clase de responsabilidad, tanto más se asegurará su realización cuanto más se organicen colectivamente las industrias, a fin de que en ellas tenga cada individuo la parte de ventaja o perjuicio que le corresponda según el lugar que ocupe, sus iniciativas y riesgos físicos y económicos. De este modo se evitará que ciertas cargas hayan de gravitar sobre el Estado o la sociedad entera en una medida que no corresponda a su intervención, ya que en absoluto no debe desentenderse de reparar algunos daños, que no podrían serlo por los grupos particulares de la profesión, empresa, etc., pero de los que no deben ser víctimas los que los han recibido sin su culpa, y precisamente en el ejercicio de una actividad, instrumento único para alcanzar los medios necesarios para subsistir.

     Condiciones para que exista la responsabilidad. -De cuanto hemos dicho acerca de la responsabilidad, fácil es deducir que, para tener el sentimiento de ella y para que sea un hecho justificable en el orden moral y en el orden jurídico, es necesario que exista una ley o norma, que exija ser acatada, y libertad psicológica para cumplirla.

     La primera condición no es, quizá, discutida por nadie; si yo puedo disponer de mi vida ad libitum, independientemente de toda regla, que se me imponga en nombre de un bien que realizar, de nada y a nadie [505] tendré que responder o rendir cuentas; al contrario, si mis actos están ordenados por su propia condición a dar a mi naturaleza individual y social un desarrollo que la conduzca a un fin necesario, si ellos no caen en el vacío, sino que repercuten en un medio ordenado, regido por leyes, éstas se volverán sobre mí, ya para hacerme entrar en el orden, si lo he violado, ya para aumentar mi propio bien en justa correspondencia al que yo he hecho.

     La ley o norma ideal, que nos enlaza a nuestro fin, es la que hace percibir a la conciencia la responsabilidad de sus determinaciones, como la reacción que en el mundo físico sigue a la acción revela que ésta se halla ligada a aquélla y no puede substraerse a su influjo, al par que autoriza a los demás seres con quienes racionalmente nos comunicamos para declarar si merecemos alabanza o vituperio, premio o castigo, y para imponerlos. Y al rigor inexorable de la ley corresponde el carácter inviolable de la responsabilidad; si aquélla pudiera traspasarse impunemente, ésta en rigor no existiría; pero entonces el hombre no sería lo que es, no ocuparía un rango subordinado en la jerarquía de los seres, ni hubiera recibido con la existencia una misión que llenar, sería absoluto, infinito, perfecto, contra lo que nuestra propia razón y experiencia nos dicen; luego lo que es capaz de hacer efectiva y legítima la responsabilidad es la ley reclamando ser obedecida (622).

     Pero si la responsabilidad ha de conservar un sentido propio, no puede confundirse con la pura reacción de la materia, que en los seres vivos desprovistos de inteligencia se revela como aptitud para acomodarse [506] al medio y rechazar lo que se le opone, y en nosotros mismos aparece así en multitud de actos más o menos indeliberados. En el orden moral y en el jurídico, que le está subordinado, la responsabilidad supone libres iniciativas para acatar o infringir la ley; porque, si todo se da fatal y necesariamente en la naturaleza, sin que podamos intervenir para acomodar nuestros actos a fines que la dominan, seremos esclavos o víctimas de la naturaleza, y sería absurdo hacernos responsables de ello. Los deterministas lógicos así lo reconocen; «si se admite que el destino humano -dice A. Bayet- está sometido a leyes tan rigurosas como las que rigen la caída de una piedra, ¿cómo recriminar al hombre que lanza la piedra, más bien que a ésta, que lanzada por él va a herir una frente inocente?... La idea de hacer recaer sobre el culpable la responsabilidad de un hecho necesario, inevitable, del que es víctima, es tan poco científica como la idea de lanzar flechas contra el cielo cuando truena, como hacían los celtas, creyendo que había en ese fenómeno voluntades responsables; parece, pues, indiscutible que la idea de responsabilidad contradice a la idea determinista» (623).

     Sin embargo, es lo cierto que la humanidad sigue culpando al hombre que lanza la piedra y no a ésta, y que, como advierte un filósofo compatriota del citado, cuando a bordo de los buques de guerra, por ejemplo, se produce una serie prolongada de accidentes, la opinión pública se vuelve contra los abastecedores, ingenieros, inspectores, ministros, puestos al servicio de la marina nacional, en lugar de indignarse contra los materiales defectuosos o contra las máquinas [507] mal construidas, y la sociedad condena al asesino castigándole, mientras que mata o deja matar al toro bravo o al perro que rabia (624). La razón de esta diferencia no se halla sino en que sólo el hombre tiene el dominio de sus actos, y sólo a él, por lo tanto, se le puede pedir cuenta de ellos. Las contradicciones e incoherencias de los deterministas confirmarán nuestras palabras; empecemos por las del profesor salmantino a quien ya hemos criticado antes.

     El Sr. Dorado declara inútil y absurda la crítica y censura de las costumbres y sin razón de ser la responsabilidad que por ellas se exige, a la manera que lo sería el condenar a un perro que muerde, a un árbol que da mal fruto, como algunas veces se hizo; ni cree posible juicio alguno de aprobación o reprobación, porque, según él, nuestros actos proceden de nosotros como el agua del manantial, que la contiene; y así el loco no hará más que locuras, ni el hombre indulgente más que actos de indulgencia (625); sin embargo, dice: que los periodistas no obran bien cuando publican cierta clase de crímenes; que supone disposición de espíritu nada laudable el admirar a los protagonistas de esos crímenes; y que el espectáculo de los toros debiera avergonzarnos sobremanera (626). ¿Por qué? se le podría replicar: si todo depende de la índole psíquica de su autor; si, «como la fuente del agua no dispone de sí misma», tampoco disponemos de nuestros actos, ¿cómo exigir que nos avergoncemos de unas cosas, o que dejemos de admirar otras?; cada uno da aquello que tiene; el perro no cuida de curar su rabia, ni el árbol de mejorar su fruto. Pero nosotros, replica, [508] podemos evitar los malos efectos conociendo sus causas y dirigiéndonos a ellas «al intento de combatirlas, de aminorar su acción o de encaminarlas hacia otro sitio» (627). Imposible, si mis ideas no son más que un simple reflejo de la naturaleza, si no implican una causalidad superior a ella, capaz por lo mismo de introducir iniciativas en su curso, es decir, a condición de que no sean un efecto necesario de esa misma naturaleza, porque si lo son, aparte del contrasentido nunca visto de que ésta se combata a sí misma, no de mí, sino de ella dependerá el «encaminarse hacia otro sitio», etc.. (628)

     Notemos, de paso, pues no creemos sea preciso más prolija demostración, que lo que acabamos de decir basta para contestar a los filósofos adversarios del determinismo mecánico, pero que substituyen el libre albedrío, como condición de la responsabilidad, por la llamada causalidad del carácter, «que excluye toda predeterminación» (629). Esto no resuelve el problema, si el carácter es algo dado y no un in fieri casi perpetuo, dependiente de nuestras personales iniciativas en su formación y consolidación, es decir, que esté más o menos en nuestro dominio y contra el cual o fuera del cual obremos alguna vez, hasta el punto de poder modificarle profundamente, como lo admiten quizá todos los defensores de aquella teoría. (630) [509]

     Volviendo ahora a las aseveraciones del Sr. Dorado, diremos que los artificios del lenguaje no bastan para ocultar la intrínseca y absoluta contradicción de las ideas, que estalla cuando se las quiere trasladar a la práctica, o, como hoy se dice, cuando han de ser vividas, y así resulta cómico el esfuerzo del escritor determinista para salir de la inconsecuencia radical de su teoría; hace un momento pensaba que no es posible juicio alguno de aprobación o reprobación; ahora no tiene inconveniente en calificar de laudables o culpables ciertos actos; declara inútil la crítica de las costumbres, como supone lo es la crítica literaria, porque cada ingenio no puede dar de sí otras obras que las de su propia minerva, y luego señala medios para reformar aquellas costumbres, que le parecen malas, valiéndose precisamente del conocimiento reflexivo de sus causas, y del de los que tiene por efectos malos, esto es, haciendo lo que se llama una crítica en todo el rigor de la palabra; y aun, cual filósofo medioeval, recurre al voluntario indirecto, que no exime de culpa; «¡cuánta, dice, pocas veces directamente voluntaria, claro está, no debe atribuirse a los periódicos, siempre que nos encontrarnos con una repetición extraña y alarmante, con una de esas razzie de crímenes por celos, de amantes homicidas por haber sido desdeñados, de suicidios en parejas!» (631).

     Esta sustitución de lo libre por lo voluntario es puramente verbal, si lo segundo significa algo específicamente distinto de lo que es determinado por necesidad de naturaleza; y de no entenderlo así, no hay más razón para llamar voluntarias a las propagandas periodísticas, que a las corrientes del agua, según la comparación de nuestro criticado autor. [510]

     Diferencia entre explicar y justificar. -Los deterministas confunden las ideas que expresan las palabras justificar y explicar para destruir así la base del libre albedrío, que damos a la responsabilidad. Para ellos esto equivale a hacerla descansar en un juego inexplicable de nuestra actividad, a la que atribuimos un efecto que no sabemos cómo enlazar con su causa, y por lo mismo que no se explica, no se justifica. Mas sabiendo que su dependencia no puede menos de ser cierta y necesaria, debemos buscar de qué modo ha tenido lugar, y tan pronto como lo hallemos aparecerá con su explicación la justificación del hecho.

     El Sr. Dorado pretende que prácticamente así juzgamos los actos humanos; Tout comprendre, c'est tout pardonner, dice; por eso establece como norma que «si al hombre sólo le puede juzgar otro hombre, al monstruo humano sólo le puede juzgar también acertadamente otro monstruo humano. Y si el primero halla explicable y justificable lo que hace su congénere, porque él también lo hubiera hecho, de igual manera hallará explicable y justificable el segundo lo que hacen sus semejantes y él también haría» (632).

     Lo primero que se ocurre observar a esto es que, si al explicar la existencia de ciertos hechos quedan éstos justificados, ¿por qué intentar que sean distintos de lo que son? ¿por qué reformar lo que es como debe ser?; si explicación psicológica es lo mismo que justificación moral, lo hecho bien hecho está; aunque ignoremos ahora el por qué, sabemos que no puede existir un efecto sin causa que lo produzca; declaremos que no hay bueno ni malo, puesto que cada cosa es lo que tiene que ser; ¿qué nos autoriza a corregir a la naturaleza?; [511] si tiene algún sentido hablar así, porque se corrige lo que no está ordenado o es defectuoso.

     El hecho que aquí resulta inexplicado es el uso de la palabra justificación, que la conciencia humana ha tenido y sigue teniendo, prácticamente al menos, como cosa distinta de la explicación; pues todavía no se ha visto, ni es de esperar que se vea, que a un pueblo se le ocurra formar un tribunal de malhechores para juzgar a quienes infrinjan las leyes de la convivencia social, o, como diría el Sr. Dorado, un tribunal de monstruos para juzgar a los monstruos, porque sólo serían capaces los unos de entender, de explicar a los otros; al contrario, se estima incapacitados moral o legalmente a quienes incurren en las mismas faltas, que se trata de castigar o corregir.

     El hombre honrado es capaz de explicarse el delito de un criminal, porque, como éste, conoce la influencia que las pasiones, el medio físico y social, la educación, etcétera, ejercen en las resoluciones de la voluntad, pues no es ésta algo caprichoso, que con un simple fiat haga brotar cualquier acto, sino que tiene sus leyes funcionales, a las que no puede substraerse, para conseguir sus fines (633); pero entre ellas hay una que la especifica, y consiste en que esos fines no se le impongan necesariamente cuando, reflexionando sobre ellos, los encontramos inaptos para satisfacer la tendencia radical de la voluntad misma a su bien completo. Así, pues, el delito no sale de su autor como el fruto del árbol que lo produce, o el agua de la fuente donde brota, ni siquiera como el movimiento del animal que busca en ella apagar la sed; por eso, aunque nos le expliquemos, no le justificamos, precisamente porque la [512] explicación adecuada reclama la autodeterminación voluntaria, según la ley constitutiva funcional humana, y ésta debe subordinarse a una ley ideal, que es su verdadero fin; si no estuviera en nuestro poder el cumplirla o no, holgaba toda justificación, como ocurre cuando se demuestra que el criminal es un ser perturbado, un anormal.

     La voluntad es psicológicamente idéntica, se aplique o no a aquellos fines, y en este sentido decimos que le son indiferentes, aunque unos la atraigan más que otros; pero no pueden considerarse así, no le son indiferentes desde el punto de vista ético, porque algunos exigirán ser realizados sacrificando otros; si no lo hacemos, obramos el mal, siendo éste, por lo tanto, un producto libre de nuestra voluntad (634). Por eso la conciencia no acusa ni remuerde cuando no sabernos verdaderamente explicarnos lo que hemos hecho, sino cuando se nos revela el proceso de la tentación, la lucha en que, entre los móviles egoístas y el deber, éste fue pospuesto a aquéllos con deliberación y voluntad. No es un juego de azar inexplicable lo que nos hace [513] sentir el peso de la responsabilidad, porque los actos así producidos no podrían llamarse nuestros, aunque hubieran salido de nosotros; sin razón, pues, dice el profesor salmantino, que «la culpabilidad proviene de la idea de que el acto se produce sin causa, arbitraria y caprichosamente, desligado de la índole psíquica del autor» (635).

     El determinismo como fundamento de la responsabilidad. -Creyendo que el libre albedrío daría origen a hechos sin causa que los explique, han afirmado algunos que, lejos de fundarse en él la responsabilidad, tendríamos la ausencia completa de ella, y por eso quieren hacerla reposar en el determinismo; para que los actos se nos imputen, dicen, es necesario que revelen y se deriven de nuestra naturaleza; mientras la expresan de modo más completo, más responsables somos (636). Y esto es cierto; pero nuestra naturaleza, específicamente considerada, en lo que nos hace hombres y no simplemente animales, está caracterizada por la razón, raíz del libre albedrío, es decir, del poder que la hace tener el dominio de sus actos, permitiendo que nos pertenezcan más completa y propiamente que a la naturaleza material y sensible los suyos, porque ésta es determinada necesariamente a producirlos, mientras que nosotros nos determinamos a producir los nuestros o a dejarlos en la mera posibilidad de la existencia; y da la razón Santo Tomás, diciendo que, si bien tiene el hombre, como las cosas naturales, una forma, principio del acto, y un apetito que la sigue, para dar al acto su realización, la forma de aquéllas está individualizada por la materia, por lo [514] que su apetito o inclinación consiguiente está determinada a producir un solo efecto; mas la forma intelectiva humana es universal y bajo ella pueden comprenderse muchas cosas, ninguna de las cuales es adecuada a aquélla; por eso la voluntad, que le es proporcionada, aunque en cada acto no puede poseer sino una sola, permanece indeterminada respecto de todas, es decir, no inclinada necesariamente a ninguna en particular, pues esto significa determinación: inclinatio necessaria ad unum; así concibe el artista la forma de una casa en universal, y bajo esa forma están comprendidas diversas figuras, inclinándose a elegir ya la cuadrada, ya la redonda, ya otra cualquiera (637).

     Mirando la cuestión desde otro punto de vista, se llega al mismo resultado al reconocer que nuestra naturaleza está constituida por diversos elementos, no siempre subordinados al dominio racional, a que debemos aspirar para conseguir la libertad perfecta; en los actos particulares se revelarán, pues, más o menos dichos elementos, según el grado de libertad conseguida, pero no es posible negar que sean nuestros; por consiguiente, en la medida en que los dominemos, seremos libres, y, al contrario, cuanto menos sistematizados u organizados estén por el poder reflexivo de la razón, la libertad disminuirá hasta llegar a extinguirse, si falta toda organización posible de ellos, y entonces desaparece la responsabilidad. Estamos de acuerdo en esto; pero nada coherente consigo mismo es el autor a quien criticamos, cuando después de exigir estrecha dependencia del acto respecto de nuestra «naturaleza psicológica esencial» o «profunda» para tenerle por libre y hacernos responsables de él, viene [515] a conceder también que nunca se deja de contraer responsabilidad por nuestros actos, aunque se realicen en sueño o delirio, estados en los que aquella naturaleza psicológica esencial no tiene participación efectiva.

     A estas dos formas de nuestra actividad las llama determinismo sistematizado y no sistematizado, que, al parecer, corresponden el primero a las exigencias de la finalidad y el segundo a las de la pura causalidad eficiente, pues, como él dice, «la libertad es esencialmente una cuestión de finalidad» (638); es cierto; mas ésta no se realiza necesariamente en todos los seres, sin que por eso deje de producirse el orden, la armonía de los elementos que los constituyen, «en la medida de lo posible» (639), y no de un modo «riguroso», a no ser en las substancias inferiores, incapaces de modificarse a sí mismas, porque no pueden volver sobre sí por una verdadera reflexión; en ellas, cuando se dan las condiciones de un acto y no son impedidas por una causa externa, el acto se produce fatalmente. Pero en las que gozan de la facultad de conocer, ésta es el principio de sus movimientos, que les están sometidos en la proporción en que pueden disponer del juicio, que señala el fin y la dirección que se ha de seguir; cuando ese juicio es de orden sensible, el objeto se le impone necesariamente y sólo tiene un término, una cosa singular, y a ella se dirige por necesidad, aunque con apariencias de libertad a causa de la impresionabilidad del organismo, que le confiere una mayor espontaneidad que la de los seres inorgánicos.

     Donde la razón se manifiesta, la finalidad se realiza libre y no rigurosamente; cabe en ella el desorden, la [516] desarmonía, cuando el ser racional está formado por elementos heterogéneos, aunque substancialmente subordinados, como ocurre en el hombre; prescindiendo, de las causas de error, que pueden extraviar el juicio, éste, como hemos demostrado, al recaer en materia contingente, cual es la de todo juicio práctico particular, no puede ser determinado necesariamente, y sólo por la intervención de la voluntad se convierte en último juicio, al que sigue el acto libre; enlázase, pues, éste a la inteligencia, a la «naturaleza psicológica esencial» del hombre, a la facultad ordenadora por excelencia, pero inseparable de todas las otras facultades humanas, compenetrada con ellas y recibiendo sus propias respectivas influencias; mientras es capaz de juzgarlas y juzgar su mismo juicio, nuestras decisiones son libres, ya sean conformes a las exigencias de nuestra personalidad, de nuestra naturaleza específicamente racional, ya satisfagan sólo alguno de sus elementos inferiores, y en todas las determinaciones con esa independencia tomadas contraemos verdadera responsabilidad, porque no hay ninguna de ellas que no pueda llamarse rigurosamente nuestra (640).

     La escuela positivista de antropología criminal y la responsabilidad. -Aunque la antropología criminal ha pasado por varias fases y sus principales corifeos sostienen, acerca de las materias en que ella se ocupa, opiniones diversas, todos convienen en prescindir, por lo menos (641), del libre albedrío [517] como base de la responsabilidad, y en poner por fundamento de ella el derecho que tiene la sociedad a defenderse contra todos los que la perjudiquen, sin atender a las disposiciones subjetivas en que se hallan, pues tan real y efectivo es el daño que causa un loco, un distraído, como un hombre consciente de sus actos. La sociedad movida por el instinto de propia conservación reacciona contra el que no se acomoda a las leyes necesarias para toda vida, y quien viva en sociedad no puede substraerse a ese movimiento de defensa; por eso, en último término, la razón de ser de la responsabilidad penal, llamada social por los criminalistas de la escuela, no es más que el hecho de vivir en sociedad. No se trata, pues, aquí de culpabilidad, reparación, castigo, ni aun enmienda, conceptos implicados en la concepción clásica de la responsabilidad penal, sino de simple defensa de la sociedad contra los individuos nocivos o peligrosos para su vida normal.

     Sin compartir las ideas de Lombroso, Ferri o Garófalo, tenidos por fundadores de la escuela antropológica de criminología, conocida también con el nombre de escuela italiana, muchos deterministas, y algunos que no lo son, dan ese mismo fundamento a la responsabilidad impuesta a los delincuentes, alegando que, aun no concediendo valor a los argumentos que suelen aducirse contra el libre albedrío, éste resulta una base [518] harto incierta y discutida, y se debe substituir por otra más segura y aceptable, al par que adecuada para conseguir los fines sociales, indefensos muchas veces por hacer descansar la responsabilidad en la libertad de los supuestos criminales.

     Además de la influencia que en las teorías de la escuela antropológica de criminología tuviera el imperio ejercido por el determinismo en todo el siglo XIX, los estudios de Psiquiatría contribuyeron mucho a abrirles camino y aun a darles su base inmediata, que consiste en establecer una relación de causalidad entre los estados patológicos y los delitos, comprendiendo a aquéllos bajo el nombre común de degeneración, palabra de tan vago sentido que apenas puede entenderse por ella algo definido, sino cierta decadencia del organismo, o falta de desarrollo, especialmente en el sistema nervioso, frecuentemente relacionada con otras enfermedades crónicas hereditarias (artritismo, tisis, escrófula, sífilis, etc.) y que va desde la locura y delincuencia a las simples anomalías de la conducta, haciendo por ello al hombre más o menos inepto para la vida social.

     Las causas determinantes de la degeneración pueden ser de orden muy diverso: se han señalado el atavismo y la epilepsia (Lombroso), anormalidades biológicas (Albrecht), una neurosis especial (Maudsley), degeneración general (Morel, Sergi), la neurastenia (Benedikt, Listz), una neurosis especial criminal (Ferri), causas económicas (Loria, Colajanni), influencias sociales complejas (Topinard), anomalías morales (Garófalo) (642); para nuestro Salillas sería la deficiencia [519] nutritiva, al menos en el delincuente español, según el axioma de Mateo Alemán: «pobreza y picardía salieron de una misma cantera». Mas aunque cada uno haya concedido la preferencia a alguna de esas diversas causas y los fundadores de la escuela se hayan fijado más en las de orden biológico, Ferri afirmó en el II Congreso de Antropología Criminal que desde sus comienzos tuvieron ellos el crimen como efecto de las condiciones antropológicas, físicas y sociales, en cuanto determinantes del mismo con acción simultánea e inseparable de las anormalidades funcionales; la Antropología se integraría, pues, con una Sociología criminal (643).

     No creemos necesario a nuestro objeto discutir la influencia que se atribuye a cada una de esas causas en los estados degenerativos, ni estudiar los diversos caracteres anatómicos o fisiológicos con que han pretendido los maestros de la escuela italiana distinguir a los delincuentes; los cuadros psiquiátricos en que se les ha querido encerrar han resultado siempre inadecuados para ello, pues muchos delincuentes no aparecen con dichos caracteres, que en gran parte se explican, en los que los tienen, por el género de vida hecho después de cometer los crímenes, y, en cambio, encuéntranse en personas inocentes (644). De esto, así como [520] de las clasificaciones de los delincuentes hechas por Lombroso, Ferri, etc., podemos decir que apenas ofrecen hoy otro interés que el puramente histórico, y de la Antropología criminal tenemos por acertado el juicio contenido en estas palabras: «que se presentó al principio con la pretensión de ser una ciencia rigurosa bien determinada y ha acabado por hacer la crítica de sí misma, de modo que hasta en la escuela de Lombroso, después de recoger en abundancia observaciones y experiencias, que pueden tener un valor más o menos relativo, nada ha quedado de substancial y fundamentalmente aceptado por todos los representantes de ella. La antropología criminal ha sufrido tantas variaciones, se ha mostrado tan proteiforme, que ninguno la acepta ya como una doctrina determinada. Bianchi, por ejemplo, ensalza la educación y la acción del ambiente social; Tanzi niega valor a los caracteres somáticos y se lo atribuye sólo a los psíquicos; aun recientísimamente Brugia ha negado valor a la doctrina del atavismo» (645).

     No negamos por esto los progresos realizados en la Patología mental y en la práctica del Derecho penal [521] merced a las investigaciones de la escuela antropológica; ni las modificaciones profundas introducidas en sus teorías impiden que ella se obstine en conservar la que pudiera llamarse su razón de ser, su finalidad; pues, según dice el Sr. Salillas, en psiquiatría y en antropología se trata de definir categóricamente estados anormales; cuyos estados implican la propia definición de la delincuencia (646); reducir toda anormalidad eticojurídica a una anormalidad funcional, éste es el fondo del problema, que por literatos y jurisperitos se explota para borrar el concepto de la responsabilidad moral, unas veces, y otras para favorecer malas causas que en los tribunales de justicia se ventilan, siquiera en ello se contraríe el propósito de los fundadores de la escuela, que era dar a la sociedad una garantía eficaz en contra de los daños que pudieran sobrevenirle de las acciones formal o materialmente delictuosas.

     Critica general de la doctrina antropológica criminalista. -Dejando para después el examen del presupuesto fundamental inmediato de la escuela antropológica, haremos algunas breves consideraciones acerca de la nueva base que pretende suministrar a la responsabilidad penal, pues habiendo demostrado ya la no existencia de una responsabilidad puramente objetiva, como es la llamada social por los criminalistas italianos de aquella escuela, lo dicho entonces tiene aquí aplicación a priori, porque no se trata de responder con el patrimonio, sino con la persona misma, cuya libertad y aun la vida se pueden ver en peligro, y al fin algún mayor respeto ha de inspirar ella que sus riquezas. [522]

     Es innegable, el derecho de la sociedad a conservarse y, por consiguiente, a defenderse; mas el procedimiento para conseguirlo no podrá ser siempre idéntico, so pena de incurrir en los mayores abusos o en desaciertos nocivos para la misma sociedad; ésta no reacciona ciegamente, aun suponiendo que sólo por instinto de pura conservación, y no a impulso del sentimiento moral, se volviera contra los que la dañan; al fin hombres son los que la representan por medio del Estado, y en el ejercicio de sus funciones racionalmente han de obrar; no se ponen los mismos remedios al desbordamiento de un torrente, a una invasión de fieras, al acto individual de un delincuente, al colectivo de una muchedumbre amotinada o a los instigadores ocultos que la dirigen, ni, por mucho que se exagere la confusión entre un hombre perturbado y el que comete un delito, se negará que hay quien puede enmendarse o adaptarse a la vida social por las amenazas, los castigos o por remedios puramente materiales, y quien es víctima forzosa y definitiva de su estado morboso.

     Ahora bien; ¿cuál será el criterio para diferenciar los diversos modos de reacción que se han de aplicar en cada caso, sino el origen subjetivo de las diversas acciones?; muy bien se ha dicho que no importa saber «por qué un ciudadano es responsable objetivamente de sus actos, sino por qué y cómo puedan éstos serle subjetivamente imputados» (647); de lo contrario, habría de introducirse en las sociedades modernas el régimen de la responsabilidad mecánica, que aplicaban los grupos primitivos cuando habían de defenderse contra los miembros de otros grupos.

     Y es que no se trata de sostener una especie de [523] equilibrio entre dos fuerzas adversas: la individual y la social, representantes de la acción y de la reacción consiguiente; esto supondría admitido el error de que la sociedad es una realidad con existencia distinta y, en cierto modo al menos, independiente de los individuos que la componen; ni tampoco se puede sostener que esas fuerzas están formando un todo orgánico, regido por la ley de selección, que elimina las partes inadaptables para conservarse y desarrollarse. Si esto fuera, la selección se verificaría espontánea y naturalmente, y no de un modo artificial, con todos los procedimientos diversos que los tribunales de justicia observan, en lucha no pocas veces con influencias extrañas para favorecer la permanencia del delincuente en el cuerpo social; esto sin contar que el número y calidad de esas partes nocivas, que viven a expensas del todo, no se puede conocer y apreciar por las estadísticas criminales, porque hay muchos que se substraen a la acción de los Códigos, es decir, que no son objeto de la supuesta selección espontánea de la sociedad. Es necesario, pues, convenir en que el modo de reaccionar de ésta no se parece al de dos fuerzas puramente biológicas, o, como las llama un representante de la escuela antropológica (Puglia), fisiofísicas.

     Aquí es donde reside el error capital del positivismo criminalista, obstinado en no ver ni sentir la realidad moral, declarada ilusoria o mística, del mismo modo que muchos tienen el prejuicio de negar toda realidad externa al sujeto pensante. «El crimen y el delito, dicen, no son otra cosa que acciones opuestas al orden social»; desde el punto de vista jurídico, en efecto, eso nada más son; pero, ¿en qué consiste el orden social? Sin dar por supuesto lo que está en cuestión, nada resuelve decir eso, porque es necesario [524] saber si el hombre no es por naturaleza, por esencia, específicamente, nada más que un conjunto de fuerzas fisiofísicas, o también un ser moral, que precisamente por ello es social en el sentido riguroso de la palabra; y si es esto último, el orden social no puede menos de ser primaria, especial y específicamente un orden moral; por eso el hombre estima en más el honor y la libertad que la vida; por eso, «aunque la pena de muerte podría obtener efectos útiles, la proporción en que debería ser aplicada repugna al sentido de humanidad de nuestros tiempos», dice otro representante de la escuela (648); esto es, que lo moral se distingue y prevalece sobre lo utilitario de orden biológico.

     En definitiva, tienen que coincidir, porque no es el hombre ser que se sostenga sólo con ideales y pueda prescindir de las conveniencias de la vida sensible, sino que necesita de lo uno y de lo otro, subordinando lo inferior a lo superior, poniendo aquello al servicio de esto, y por eso el derecho no es la fuerza específica del organismo social, como decía Ardigó, si este organismo no representa más que el número, la masa, que por su peso se impondría, aplastaría a los individuos. Para que el hombre deba someterse a la autoridad social, es necesario que existan bienes de valor idéntico para todos, preferibles por sí mismos y no sólo por el mayor número que participen de ellos, y que por igual razón deban ser defendidos contra los ataques individuales. Esos bienes, en cierto modo, están por encima de la sociedad, viniendo ella igualmente obligada a respetarlos, pues, de lo contrario, ¿ante qué fuerza se sentiría responsable la sociedad, fuerza suprema [525] respecto del individuo? o ¿habremos de sancionar cuanto ella haga en el ejercicio de su poder, que lo realizan hombres determinados, no ningún ser superior, impecable?...

     La utilidad del mayor número no tiene, pues, ante la conciencia moral ningún carácter imperativo, y mientras no salgamos del orden estrictamente biológico no tendremos medios para justificar, ni aun para explicar el derecho de defensa social, como lo entiende dicha conciencia, o el llamado sentido de humanidad de nuestro tiempo. En el diálogo que entablare un criminal con la sociedad pone Fouillée en labios de ésta la frase que disipa todo el falso supuesto de la teoría antropológica: «es una necesidad inevitable que me liga a mi interés», dice el criminal; «la misma necesidad que invocáis nos liga al interés de la sociedad, con la diferencia de que nuestro interés es conforme al ideal de la perfección humana y el vuestro no», contesta la sociedad. Cuando ésta impide que los actos individuales se opongan a la moral pública, a los derechos de los demás individuos y de la colectividad, labora por la utilidad común, es indudable; pero los bienes así procurados trascienden del concepto de lo útil, que a veces habrá de ser sacrificado en aras de aquéllos, para entrar en la región ideal de la perfección humana, que es moral por excelencia.

     Por eso la conservación y defensa de la sociedad no pertenece sólo al derecho penal, sino al ejercicio pleno del Gobierno, que compete al Estado en colaboración con los individuos y con las personas morales o sociedades que le integran; de ahí que la irresponsabilidad subjetiva de quien haya violado materialmente la ley, no deja a la sociedad desarmada ante probables futuros daños de aquél, sino que, renunciando a imponer [526] penas o castigos a quien no es apto para aceptarlos, apelará a su curación, si es posible, y a su aislamiento en forma que se evite el peligro que pueda ofrecer su libertad.

     Anormalidad funcional y anormalidad eticojurídica. -Vengamos ahora al examen del presupuesto inmediato de la antropología criminal; decimos inmediato porque hay, en realidad, otros remotos, como son la evolución universal, que a través de la naturaleza establecería una perfecta continuidad en los seres, y el determinismo, a favor del cual se ha querido hacer también valer la existencia de los casos patológicos, tan minuciosamente estudiados por los criminalistas modernos.

     Y acerca de esto conviene que desde ahora notemos que es lógicamente inadmisible argüir en contra del libre albedrío fundándose en actos que le excluyen, pues no se puede hablar de uso de la voluntad cuando somos determinados por instintos o perturbaciones orgánicas, a la manera que no se puede decir del loco, del imbécil o del hombre completamente ebrio que usen de la razón. El libre albedrío sólo se ejerce en condiciones normales de actividad psicofisiológica, que son aquéllas que permiten el proceso regular de la ideación consciente y reflexiva, posterior al determinismo de la asociación de imágenes, con su cortejo de tendencias, apetitos, pasiones, que pueden impedir la marcha regular de la actividad racional y por ende de la voluntad.

     Que los casos en que esto ocurra sean más numerosos de lo que solía creerse, podemos admitirlo; pero todo delincuente, ¿es un enfermo, un degenerado? o sea, ¿toda anormalidad eticojurídica supone una anormalidad funcional, que impide al hombre usar de su [527] voluntad para dirigirla al bien moral? Innecesario parece decir que los hechos no responden afirmativamente, y, si algunos casos reales o posibles de privación del libre albedrío no prueban que éste no exista nunca, tampoco la existencia o posibilidad de algunos supuestos criminales, pero realmente locos, autoriza para declarar que todos aquellos lo sean, ni aun en el momento de cometer el acto delictivo. En otro lugar notamos las radicales diferencias que hay entre unos y otros (649), aunque en la práctica no sea siempre fácil ni posible señalar las fronteras que separan la locura de la perversión moral, como no lo es el medir hasta dónde se ha de llegar para defender los intereses sociales sin violar los derechos del individuo, o apreciar el estado peligroso de éste para prevenirnos contra sus posibles desmanes.

     Descartado, pues, este ilogismo, digamos que si no se ha de declarar locos a cuantos profesan errores, por evidentemente tales que nos parezcan, tampoco hemos de creer que lo sean todos los que infringen las leyes morales y sociales, el error no se confunde con la locura, la imbecilidad ni la idiotez; el hombre de más elevada y normal inteligencia está sujeto a equivocarse, y, de modo análogo, ha de poder elegir una decisión contraria al verdadero bien, tanto más cuanto que, si a no abrazar la verdad, mayormente cuando ella es del orden de la pura especulación, ningún interés o placer puede estimularnos, antes al contrario, en poseerla hallamos profunda satisfacción a nuestras más nobles tendencias y aun a otras que no lo son, como la vanidad, y por añadidura, se impone al reconocimiento de la inteligencia cuando ante ella aparece de modo evidente, [528] a no abrazar el bien moral, aun percibido como obligatorio, nos mueven los atractivos del placer o de otros bienes inferiores, con frecuencia incompatibles con aquél, más elevado, sin duda, pero más impersonal, más inmediata y sensiblemente desinteresado; en la vida presente no vemos el supremo persuasivo, que fijara necesariamente a nuestra voluntad en su determinación y satisficiese al par las tendencias todas de nuestra naturaleza.

     ¿Se dirá que son los motivos prevalentes los que determinan nuestra elección y que al seguir los opuestos a la observancia de la ley, esta anormalidad jurídica es efecto de la anormalidad de los impulsos recibidos?

     Pero afirmar esto es una petición de principio, que sirve de base a todo el determinismo y contra la cual está el irrecusable testimonio de la conciencia, en vano tachado de ilusorio (650), que nos dice cuándo los motivos se nos imponen y cuándo los dominamos o inhibimos; además, como la lucha de motivos es común a todos los hombres, y no podemos decir que ninguno esté exento de que en él prevalezcan alguna vez los que tenemos por egoístas, antimorales o antisociales, como nadie lo está de error, resultará que carece de sentido el hablar de anormalidad psicológica, porque eso es lo normal en todos los hombres.

     El criterio de la normalidad en el funcionamiento de la voluntad se nos indica en el que sin discusión razonable se admite para la inteligencia.

     Distinguimos el error de los despropósitos del loco en que el error es discutible y reformable por la acción misma del sujeto que en él incurre, mientras que los [529] desvaríos del loco no admiten discusión y se imponen fatalmente a él, sin que sea capaz de rectificarlos hasta que no deja de ser loco, es decir, cuando haya cesado su condición patológica; el simple alucinado aun puede llegar a persuadirse de que sufre una ilusión, mas es incapaz por sí mismo de desecharla mientras dura su estado anormal. El individuo dueño de su razón percibe las exigencias lógicas de proposiciones cuyo contenido es tal vez erróneo, y por eso va a una conclusión falsa; pero por virtud de esa misma percepción tiene aptitud para reflexionar sobre el fundamento de sus juicios, criticarlos y descubrir su error; si él mismo no lo hace por espontáneo impulso, puede ser inducido a ello por el pensamiento ajeno, con el que está en comunión y le sirve como de piedra de toque.

     No así el loco, que, por no ser compos sui, por estar fuera de sí, lo está de toda participación social con las demás inteligencias; la suya no funciona realmente según su ley propia, que es la de poder reflexionar sobre las propias ideas, y por eso sus delirios no deben llamarse errores en el sentido que lo son cuando incurre en ellos un hombre cuerdo; sin embargo, en el orden de la finalidad el error, como el delirio mental del loco, es un término anormal de la inteligencia, cuya ley ideal es la verdad.

     De modo análogo se caracteriza la normalidad funcional de la actividad voluntaria; quien obra el mal moral (anormalidad eticojurídica, opuesta a la finalidad ideal de la voluntad), no puede ser tenido por anormal en sus funciones, si es capaz de percibir por propio o ajeno impulso la falsedad del último juicio práctico que aceptó al determinarse a obrar inmoralmente, y de darse un juicio conforme con la voluntad rectificada, o [530] sea ordenada a su verdadero fin (651); «mientras en el caso de la pura anormalidad eticojurídica el individuo distingue bien aquello que representa un deber y aquello que representa una cosa útil para él, y elige ésta más bien que aquél, porque la atribuye más importancia, en el caso de la locura moral, al contrario, no se advierte diferencia alguna entre el bien y el mal, entre el deber y lo útil, de suerte que es inútil y necio intentar hacer sentir al agente la inmoralidad de su acción» (652); por eso ésta no puede calificarse con propiedad de anormal en el orden eticojurídico, pues no es producto de verdadera actividad voluntaria, que sólo aparece cuando es precedida de juicio intelectual; donde no hay posibilidad detampoco la hay de errar, ni, por consiguiente, de pecar; si los delirios del loco no se deben llamar errores, sus actos, por opuestos que sean al bien, no se deben llamar criminales.

     Ciertamente, la locura no es el único caso patológico en que el hombre está incapacitado para dirigir sus tendencias; a veces contempla y juzga los impulsos que de ellas recibe, los reprueba por incompatibles con las normas ideales, pero le arrastran a cometer violencias exteriores, o, al contrario, le reducen a permanecer en una inactividad incompatible con el cumplimiento de deberes claramente percibidos y aceptados como tales.

     En uno y otro caso no falta la actuación voluntaria, [531] como algunos han dicho (653), pues claramente se revela al rechazar o negar su consentimiento al impulso inmoral; a veces llega el paciente a prevenir a las personas contra las cuales se siente movido a obrar, para que lo eviten, etc.; la nolición es un verdadero acto de voluntad y no ausencia de ella. Por eso es mucho más acertado decir que el llamar abúlica a la voluntad es una contradictio in adjecto (654), porque equivale a negar lo que la hace ser lo que es: el querer. La abulia constituye en los casos anormales, a que nos hemos referido en el párrafo anterior, un estado de incoherencia en las relaciones de la actividad voluntaria con las tendencias orgánicas, sobre las cuales, como decían los escolásticos, no ejerce aquélla un principio despótico, sino político; no falta, pues, la libertad interna, sino la de ejecución o exterior a la voluntad misma, y de ahí la irresponsabilidad del sujeto en el orden social o penal.

     No se ha de confundir la inhibición de las tendencias y de las imágenes que ellas suscitan, con la de las ideas que formamos acerca de su legitimidad para ser [532] actuadas; esta segunda clase de inhibición es la única necesaria, y la única posible con frecuencia, para que la voluntad obre libremente en la inmanencia propia de su acción, siquiera la normalidad funcional completa del hombre exija, que puedan ser inhibidas también aquellas tendencias inferiores, que en un momento dado se opondrían al ideal, a que aspira el apetito racional y que debe ser la norma de nuestra conducta.

     La abulia en el sentido de ausencia de actuación voluntaria puede admitirse, tanto porque el hombre no ejercite su inteligencia de modo reflexivo, sino dejándose llevar del juego de las imágenes (estados de sueño, distracción, fatiga cerebral, etc.), como porque la obsesión de una imagen no le permita dirigir su pensamiento para substituirla con otra y formar nuevas ideas; el caso es análogo al del alucinado consciente de que lo está, pero incapacitado para desechar su alucinación.

     No nos proponemos examinar la multitud de anormalidades funcionales a que está sujeto el hombre y las cuales se descubren en su vida de relación haciéndole más o menos inadaptado a ella; el tipo medio biosociológico, que caracterizaría la normalidad funcional, es un tipo ideal, que no se dará completo en la realidad; pero creemos poder fijarlo en la aptitud para inhibir los propios pensamientos y sujetarlos a íntima reflexión; en la alternativa de móviles que ellos representan y en la capacidad para determinarse por el que hic et nunc se ha estimado preferible; y cuando la volición ha de ser cumplida por potencias distintas de la voluntad, en que éstas la secunden fielmente. En la práctica se admite un tipo medio, que, aunque variable, es suficientemente preciso en general para distinguirle de los que están sometidos a la influencia insuperable [533] de estados patológicos o degenerativos, que los hace más o menos inadaptados a la convivencia social.

     Y de aquí podemos sacar otro argumento para entender que la anormalidad eticojurídica no puede confundirse con la funcional; pues siendo ésta apreciada por la distanciación de la media, por la desproporción entre el desarrollo individual y el social, no sirve para distinguir el acto moral del inmoral, porque no podemos establecer si de hecho la mayor parte de las acciones realizadas por los hombres son complexivamente morales o inmorales y, por consiguiente, no podríamos distinguir lo que es éticamente normal o no. Para esto es necesario atender a que la conducta se acomode o se oponga a normas ideales, según juicios de valor y no meramente existenciales; por eso «una conciencia, un carácter, una conducta, pueden ser normalísimos en cuanto conformes a un ideal ético más alto, aunque estén en contraste con la conciencia, los hábitos y aun con el derecho establecido en su tiempo. En caso contrario estaremos reducidos a admitir, como de hecho lo hacen muchos representantes de la antropología criminal, que aun la inadaptación de los que sobrepujan por su genio el estadio evolutivo de la conciencia social contemporánea es un síntoma de degeneración» (655).

     ¿Hay una responsabilidad fisiológica independiente del libre albedrío? -El influjo de las teorías criminalistas de la escuela italiana sobre la práctica del derecho penal ha hecho frecuentemente de los Tribtinales de justicia academias en que los médicos venían a discutir y aun a prevenir el fallo que se había de pronunciar, porque su competencia científica [534] parecíales la única llamada a resolver sobre la responsabilidad de los acusados. Y es indudable que, como los antecedentes prevolitivos pertenecientes a la vida sensible hallan en el organismo su asiento y pueden reflejarse en el acto voluntario, el conocimiento pericial del estado del organismo ha de contribuir a ilustrar a los jueces acerca de la normalidad funcional voluntaria.

     Mas un Congreso de médicos alienistas y fisiologistas, celebrado en Ginebra en agosto de 1907, adoptó por mayoría una conclusión pidiendo que se prescindiera de ellos para resolver las cuestiones de responsabilidad moral o social de los supuestos criminales, por no creerlas de su competencia, sino de la de los magistrados, pues «son esas cuestiones de orden metafísico o jurídico, y no del medical».

     En el mismo Congreso se opuso a tal conclusión un médico espiritualista, el Dr. Grasset, y después continúa sosteniendo su criterio, aunque con la prudente reserva que indican estas palabras: «yo no sueño, como Ferri, con ver la 'audiencia ideal' del porvenir convertida únicamente en una «discusión científica sobre los síntomas presentados por el delincuente, sobre las circunstancias que han precedido, acompañado o seguido al hecho y sobre su significación antropológica» (656), porque, a su juicio, aun deben los magistrados, además, determinar otras circunstancias exteriores, como la legítima defensa, la provocación, etc., que no son indiferentes para juzgar a los inculpados; ésta es la responsabilidad social, por la que se completa el juicio o veredicto de los Tribunales. [535]

     Pero los magistrados, dice el Dr. Grasset, jamás piensan en esa otra responsabilidad moral, que se funda en el libre albedrío, y los médicos especialistas tampoco tienen que ver nada con ella; su informe técnico descansa «sobre el fundamento sólido de la ciencia neurológica»; «la responsabilidad de que ellos hablan es puramente fisiológica o en sentido medical, compatible con el determinismo, pues ella sólo expresa la normalidad de los neuronas psíquicos». (657)

     Es muy verosímil que compartan muchos especialistas médicos esta teoría, por el falso concepto reinante acerca de lo que es el libre albedrío; mas ¿qué otra cosa hace el Dr. Grasset sino describir el funcionamiento de esa facultad con sus antecedentes y concomitantes psicofisiológicos, cuando atribuye al médico «la misión de determinar si el sistema nervioso ha permitido al sujeto pesar y juzgar bien los diversos móviles y motivos (interés, deber, castigo), jerarquizar sanamente estos elementos de decisión; si el estado de su sistema nervioso le ha permitido saber lo que hacía, comprender el alcance de su acto?» (658). Pues eso es determinar si el hombre es libre psicológica y moralmente y si en su acto ha contraído responsabilidad moral; nosotros tomaríamos de buen grado como definición rigurosa del libre albedrío las palabras mismas del médico francés: la facultad de pesar, juzgar y jerarquizar los móviles y motivos de los actos humanos; quien no goce de ese poder está determinado necesariamente a obrar como obra; es un ser anormal e irresponsable bajo todos conceptos. La distinción, pues, entre responsabilidad moral y fisiológica, tal [536] como describe ésta el Dr. Grasset, es arbitraria; son una misma cosa, que implica el libre albedrío.

     Mas podemos aquí añadir que el médico raras veces podrá, por el solo examen de los «neuronas psíquicos», determinar si el acusado ha podido realizar aquellas operaciones superiores del espíritu, que son juzgar y jerarquizar, es decir, valorar la relación de su acto con el fin a que debe ser ordenado; la observación psicológica es casi siempre necesaria para apreciar el estado mental de los hombres; porque aun conocido el minimum de salud física indispensable para la mental, es preciso frecuentemente ver ésta actuándose para juzgar de aquélla en lo que se refiere a sus relaciones con la vida del espíritu; no sin fundamento invitaba W. James a creer que ciertas perturbaciones nerviosas son favorables al funcionamiento normal de las facultades superiores del alma (659).

     Lo que juzgamos científicamente inadmisible es que se pida en cierto modo el sacrificio de la doctrina del libre albedrío para poner a salvo la responsabilidad, y se censure llamándoles monopolizadores de ella a los que juzgan que aquél es su condición precisa, «rehusando aceptar los medios de defensa social que una escuela opuesta podría ofrecerles», y que, a juicio del Dr. Grasset, es su consabida responsabilidad [537] fisiológica; con ésta entraríamos en esa «tendencia hoy existente en los campos más opuestos a aproximarse y a entenderse en el terreno de las soluciones prácticas» (660). Aunque el médico francés está persuadido del valor científico de su tesis, acepta esas palabras de su compatriota Saleilles, que en último término son la expresión del escepticismo que invade gran parte del pensamiento contemporáneo, pero con el que no pueden avenirse los que tienen la certeza completa de sus ideas especulativamente consideradas. Si el libre albedrío constituye una verdad evidentemente demostrada y con la misma evidencia se demuestra que fuera de él no tiene sentido la responsabilidad, es científicamente un absurdo pactar con las negaciones opuestas, y caen por su base todos los compromisos prácticos.

     Estos se imponen a médicos y magistrados, como se impone a los subjetivistas la realidad del mundo exterior, aunque con menos eficacia; porque el peligro de profesar el determinismo o de dudar simplemente de la verdadera libertad del hombre no se presenta, cuando se va a absolver a un delincuente, con tales caracteres de gravedad que no se vea atenuado pensando en que poco daño puede causar a la sociedad un hombre a quien se liberte de un castigo, que, en cambio, si se le impone, privará a su familia del auxilio que tal vez necesita para vivir; ¡cuán fácilmente la compasión por el criminal hace olvidar a su víctima! Por esto vemos que un día y otro sufre escándalo la conciencia colectiva a causa de fallos absolutorios fundados en supuestas anormalidades, que privaran al delincuente de su libertad. [538]

     Es cierto que influye en esa benevolencia el olvido o poco respeto que inspira a algunos la ley moral; pero no lo es menos que entra también por mucho en ello el terreno que gana en los espíritus la idea determinista, y por eso decía con razón Bayet que aunque todavía se castiga a los culpables, cada vez son los golpes más inciertos; que los jueces dudan y se turban, y si los médicos se niegan a declarar irresponsables a todos los delincuentes, no son los primeros inventores que retroceden ilógicamente espantados en presencia de sus descubrimientos; «trátase de comprender que siendo los criminales el producto de nuestras sociedades, éstas no tienen derecho a castigarlos» (661). Nuestro compatriota Sr. Dorado, otro enfant terrible del determinismo, se pronuncia francamente por esas y otras razones análogas en contra de la imposición de toda pena, pidiendo perdón completo para los criminales, de cuyos actos sólo debemos sacar el conocimiento de las causas de que proceden, para evitarlos en lo sucesivo.

     A esto se reduce el auxilio prestado a la defensa social por muchos que proclaman ilusorio el libre albedrío y así viene a ponerse de manifiesto la sinrazón de tantos que declaran vanas las discusiones filosóficas en el orden teórico e innocuas en el práctico. Al hombre no se le puede dividir haciendo que piense de un modo y obre de otro, lo mismo individual que socialmente; él busca siempre el último por qué de las cosas y no es esto someter la sociedad al Derecho y el Derecho a la Filosofía, o hacerle «juguete de la abstracción, meretriz de la utopía», como tan desacertadamente afirma otro profesor español, que, sin embargo, [539] no es determinista, el Sr. Saldaña (662), pero a quien placen también las soluciones prácticas, pues, según entiende, «el fin de la defensa social no es romántico -la realización de una doctrina-, es utilitario: el de evitar un daño, el de prevenir un mal» (663). Ese utilitarismo no destruye el fin esencialmente humano que se debe proponer la sociedad y que de hecho se revela en los anhelos de la conciencia pública al pedir que no queden impunes los delitos; el Estado que legisla debe inspirarse en ese mismo fin de orden moral, si ha de alegar derecho a reprimir la violencia con la violencia y a prevenir que ésta se manifieste, como desearía, y con razón, el Sr. Saldaña, según lo exige su política criminal acerca del estado peligroso.

     Grados de la responsabilidad. -Después de lo que dejamos dicho, especialmente al tratar de los grados de la libertad (664), bastarán algunas breves consideraciones acerca de los que corresponden a la responsabilidad fundada en ella. [540]

     Con esto dicho se está que no hablamos de las diversas penas señaladas en los Códigos a los distintos crímenes, en atención sólo al aspecto objetivo de la responsabilidad, que se mide por la importancia de la ley violada o por la que se concede al hecho culpable según los tiempos, lugares, cultura, etc., como ataques a la vida, al honor, a la propiedad, al Estado, a la Iglesia, etc. La responsabilidad objetiva es igual para todos desde el momento que se realiza el hecho prohibido y la variedad de las penas afecta a éste solo considerado según su calidad o según el daño subsiguiente.

     No es tarea fácil resolver si alguna vez se ha observado en todo su rigor este régimen objetivista, hasta el punto de que se haya prescindido por completo de toda consideración subjetiva referente a la edad del culpable, a su parentesco con la víctima, a su posición social, etc., datos que tenían en cuenta muchos pueblos antiguos. Por lo menos, en los documentos más remotos que de las lenguas humanas se pueden consultar, hallamos que la pena ha correspondido a un acto malo voluntario. Así en los himnos del Rigveda, el agas sanscrito equivalente al {imagen} griego, significa toda mala acción cometida voluntariamente contra los dioses o los hombres; como la palabra griega expresa el pecado-delito realizado intencionalmente.

     Análogos testimonios nos suministran las leyes más antiguas. El célebre Código de Hammurabi exigía al acusado, para librarle del proceso, que jurase «no haber obrado con conocimiento». En la ley de las XII tablas, que algunos califican de brutal, el legislador mitiga la pena del impúber y habla de delitos cometidos opeconsilio, designando por ope el término físico de la imputabilidad correspondiente a la participación, y [541] por consilio, entendido primero como dolo o consulto, el elemento moral; con el transcurso del tiempo en el derecho romano penetran los conceptos expresados en las palabras propositum, capax doli, sciens, animus nocendi, sponte, volenter, y como regla general se establece que «in maleficiis voluntas spectatur, non exitus». Si la invasión de los bárbaros con su derecho primitivo hizo retroceder en un sentido más objetivista la responsabilidad penal, en cambio, el derecho canónico influyó para hacerla tomar un carácter más subjetivo, acomodado a las diversas condiciones personales en que los crímenes se cometieran (665); diríase que la Iglesia aspiraba a que se igualasen, en cuanto al hombre le es dado conseguirlo y respetando siempre el axioma que «de internis non judicat Ecclesia», la responsabilidad legal y la moral, regida por la justicia absoluta, ya que, en último término, la responsabilidad verdadera, la efectiva y no aparente, es la que se funda en la conciencia del acto realizado y de sus consecuencias, al par que en la autonomía de la voluntad respecto de los motivos cuando se determinó a ponerlo, pues sólo entonces es imputable al sujeto, que ha de responder de él como de cosa propia. [542]

     Quien admita lo específico de la responsabilidad humana, y creemos haberlo demostrado al impugnar la teoría criminalista de la pura reacción mecánica social contra el delincuente, lo dicho no admite duda, así como el que de esas condiciones especiales de nuestra responsabilidad se deduce que ésta ha de tener grados, que no son más sino las atenuaciones o aumento del mérito o demérito que contraemos al someternos a una ley, o infringirla con menor o mayor conciencia y libertad. A esa posible diversidad de grados corresponden en los Códigos las atenuaciones o agravaciones de las penas, según que el delincuente ha obrado con mayor o menor deliberación, malicia o crueldad, etcétera, etc., tendiendo a realizar lo que se ha llamado individualización de la pena y que constituye un verdadero progreso en el derecho penal (666).

     Los adversarios de la responsabilidad fundada en el libre albedrío suponen que ella tiene en sí misma, como dice el Sr. Salillas (667), su «disolvente» al admitir circunstancias atenuantes, agravantes y eximentes. Muy difícil es ya a priori creer que tan flagrante contradicción no haya sido vista, aun después de señalada, por tantos filósofos y juristas defensores de nuestra doctrina; la prueba de que no existe es, como veremos, evidente, pues se funda en la experiencia cotidiana de que los hombres no obran todos, ni cada uno en cada caso, en las mismas condiciones de conciencia y libertad, aun dentro de una funcionalidad normal; pero [543] que, como hemos advertido, es siempre relativa (668), lo que traducimos diciendo que tiene grados.

     En efecto, cabe muy bien que un individuo por insuficiencia de organización psíquica, como los adolescentes, por decrepitud, por falta de instrucción o cultura, por retraso mental, cualquiera que sea su causa, no pueda apreciar en todo su valor la importancia de una ley, las exigencias del deber moral, las consecuencias de sus actos para sí y para los demás, etc.; y que por esas mismas causas, pues todas influyen en la decisión voluntaria, o por otras, que más directamente la afectan, como los impulsos de una pasión repentinamente excitada, por hábitos contraídos o por un estado morboso de la sensibilidad, se determine a realizar un acto, que, si bien consentido por la propia voluntad, no ha tenido ella en él toda la independencia que poseyera ante motivos numerosos y elevados propuestos por una inteligencia más lúcida y cultivada, o menos sujeta a imágenes que la obsesionen y despierten los movimientos del apetito sensitivo, pues éstos restan energía al apetito superior (especialmente cuando son violentos), en virtud de esa unidad substancial humana, que no consiente actuarse intensivamente a una fuerza o facultad, sino a expensas de las demás, sobre todo si son del mismo género, como ocurre a los dos apetitos.

     Sólo quien no esté acostumbrado a luchar y vencer ignorará lo que cuesta la victoria en tales circunstancias; ¡cuán al borde de la derrota se han creído muchas veces los mismos que triunfaron! y, si es mérito grande el no sucumbir en tales circunstancias, indudablemente debe alcanzar indulgencia mayor o menor quien en esa [544] lucha es vencido; donde falta más perfecta libertad, disminuye la responsabilidad, porque es menos propio del sujeto el acto realizado, a no ser que el impedimento con sus conocidas consecuencias se haya puesto deliberadamente.

     Ahora ¿existe una semirresponsabilidad? Con esta palabra se quiere significar una responsabilidad atenuada, propia de ciertos estados morbosos bien caracterizados, que suponen en las personas que los sufren «una fragilidad de los neuronas psíquicos, una fragilidad mayor para llegar a ser enfermos, para sucumbir a las tentaciones del crimen». Así la explica el Dr. Grasset (669), uno de sus más brillantes defensores, y prescindiendo de la hipótesis que implica esa terminología, estamos perfectamente de acuerdo con él, y sólo por el nombre nada exacto de semirresponsabilidad creemos que muchos combaten la teoría.

     Algunos la refutan diciendo: «no es admisible que un individuo esté sujeto, de una parte, a estímulos patológicos y, de otra, conserve frente a ellos la libertad o semilibertad de querer» (670). Esto es suponer que los disturbios causados por tales estímulos privan a quienes los sufren de todo uso de razón y de libertad, convirtiéndolos en verdaderos locos, y no se trata aquí de esa clase de enfermos, sino de individuos que pueden ser hasta de gran valor intelectual y no ineptos para la vida social, como lo prueba la historia de muchos hombres célebres, pero con ciertas tachas o defectos psíquicos, que los colocan en una categoría [545] especial, que algunos, con el Dr. Grasset, llaman de semilocos, porque se diferencian de las personas completamente razonables en que son enfermos, mas no pueden confundirse con los locos, según demuestra concluyentemente, a nuestro juicio, el reputado clínico francés (671).

     Antes de terminar este tratado de la responsabilidad conviene advertir que para hacerla eficazmente servir a la vida moral es necesario educar en la práctica de ella al niño y al adolescente, haciéndoles tomar conciencia de la repercusión de sus actos en la esfera individual, en la social y fuera del tiempo en lo absoluto, donde todo lo relativo ha de hallar explicación y justificación definitivas y completas (672).

FIN DEL TOMO I

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