Fray Luis de León y el triunfo de la «caritas»
Guillermo Serés
Antes de llegar a San Juan de la Cruz y comprobar la pervivencia de algunos motivos, es preciso decir que también le es familiar la simbología dionisiana de la luz a fray Luis de León, pues, en ocasión de presentar las propiedades del nombre «Esposo», afirma:
De manera que, como una nube en quien ha lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos de sol, llena de luz y... por dondequiera que se mire es un sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y como mezclando en cierta manera su alma con la suya dellos, y con el cuerpo dellos su cuerpo en la forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo... por lo cual, así él como ellos, sin dexar de ser él y ellos, serán un Él y uno mismo... allí [en la unión corporal] adquieren derecho el uno sobre el cuerpo del otro, aquí [en la unión espiritual] sin destruir su substancia, convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el esposo Cristo a su esposa...1 |
La
conversión en el amado simbolizada por la luz (más
abajo afirma la esposa «... dame que me
deshaga yo y que me convierta en ti toda, Señor»
)
es un leitmotiv a lo largo de esta y de otras obras suyas.
Valga citar un par de textos más, bellísimos, que
ilustran esta modalidad de la caritas en fray Luis (la luz, la mirada), pero
combinada con la lactancia:
Críe, pues, la perfecta casada a su hijo... Lo primero en que abra los ojos su niño sea en ella, y de su rostro de ella se figura el rostro de él. La piedad, la dulzura, el aviso, la modestia, el buen saber, con todos los demás bienes que le habemos dado, no sólo los traspase con la leche en el cuerpo del niño, sino también los comience a imprimir en el alma tierna de él con los ojos y con los semblantes.2 |
Como puede verse, la equivalencia es palmaria. En el nombre «Cordero» también aúna el motivo de la luz, de la mirada, con el de la lactancia, pero aplicado a la maternidad de Cristo y con la descripción completa del proceso de transformación por el intercambio espiritual a través de los ojos:
(p. 577, la cursiva es mía). |
Con este motivo
doble simboliza y corrobora lo anunciado en el título del
capítulo anterior: del sentido al intelecto. Si en el
fragmento de La perfecta casada se ilustraba el necesario
tránsito -para que se dé la transformación del
amante en el amado- del «cuerpo» («ojos» y
«semblantes») al «alma» («la piedad, la dulzura... con todos los
demás bienes»
), en el nombre
«Cordero», los motivos de la lactancia y de la luz
presentan un recorrido doble, especular, de la mirada
«deificadora». Esta, la mirada, recíproca por el
trueque espiritual, comporta que la leche misma de la madre, una
vez que esta ha sido deificada por la mirada del hijo, a su vez
deifique (y se deifique) y se duplique el fluido -literal en un
sentido: la leche- recíproco de luz y de pureza. Pocas veces
ha sido mejor ilustrado y «científicamente»
explicado el significado de la caritas, la transformación del amante en el
amado, el tránsito amoroso del sentido al intelecto.
Análogo,
como hemos venido diciendo, es el proceso del amor
platónico, pues implica que el amante se ve como en un
espejo en el amado (o sea, comprueba que comparte con él su
origen divino, que las almas de ambos provienen del alma del
mundo), y a través de su belleza particular, contempla la
universal, que despierta al «alma, que en
olvido está sumida, [y] torna a cobrar el tino / y memoria
perdida / de su origen primera esclarecida»
(fray Luis de
León, «Oda III», 7-10). En su oda XIII,
«De la vida del cielo» (vv.
31-37), combina ambos sistemas y doctrinas -que ya habían
sido combinados por la primera patrística
neoplatónica, como vimos-, aunque con otras
imágenes:
|
El proceso es
completo: el anhelo de la salida de sí o éxtasis del
alma («olvido», como dirá San Juan de la Cruz),
merced al descensus de la música celestial («¡Siquiera / pequeña parte alguna
decendiese / en mi sentido!»)
, que comporta un
ascensus o
elevación del sensus communis y de sus facultades anejas, a fin
de alcanzar otro sentido superior, trascendente. Así, viene
a decir que la «pequeña parte» de la
música celestial que bajase al sentido común -por la
concordancia entre la música divina y la humana, o por la
participación de esta en aquella- raptaría,
elevaría, el alma y la transformaría en Dios. O sea
las dos fases citadas arriba: descenso o encarnación de
Cristo y, a través de Él, retorno a Dios. No es en
vano, por lo tanto, que fray Luis utilice el verbo
«decendiese» (v. 32), pues el proceso de unión
con Dios exige despojarse de lo particular y de lo
«aprehensible» (la denudatio de Guillermo de Conches, Nicolás
de Cusa, etc.), y revestirse de lo universal y trascendente; en
términos profanos: pasar de la Venus vulgar a la
celeste4.
Para ello es preciso liberarse de todas las speciei del sensus communis y facultades
vinculadas, como dirá más tarde San Juan:
como quiera que el alma no puede advertir más que una cosa, si se emplea en cosas aprehensibles, como son las noticias de la memoria, no es posible que esté libre para lo incomprehensible, que es Dios; porque, para que el alma vaya a Dios... hase de trocar lo conmutable y comprehensible por lo inconmutable y incomprehensible.5 |
En fray Luis, el
estoico «descenso» del «son», de la
«voz» divina, al sentido hay que relacionarlo con esta
indiferencia hacia lo sensible y lo particular (o con la necesidad
de superarlo) y, claro está, con algunos pasajes del
Banquete (por ejemplo, 211 c)6
y demás intermediarios que hemos visto en el capítulo
I, especialmente, los Padres «neoplatónicos».
Los siguientes pasos descritos por el Agustino son asimismo
impecables: enajenación en el amado («fuera de sí»
),
transformación («toda en ti... la
convirtiese»
) y vida («viviera
junta»
, v. 40). Ni que decirse tiene que es el alma
intelectiva la que se transforma en el amado, la que hace posible
la contemplación a través suyo
(«conocería dónde...»), pues sólo
dicha porción del hombre participa de la
«música» divina (análoga a la
«luz»), solamente ella puede ser «raptada»
por el trascendente amor divino, en tanto que es la que comparte
con los ángeles y la que le devuelve su condición de
imagen de Dios, como vimos antes con San Agustín
(De Genesi ad
litteram, VI, XII, 21; De Trin, VII, VI, 12; X,
XII, 19; XI, V, 8, etc.). Por lo tanto, es la que la aleja de la
regio
dissimilutidinis agustiniana, como muy bien sabía
fray Luis de Granada, hablando de «las
ánimas unidas y encorporadas espiritualmente con Cristo con
tan fuerte vínculo de amor, que de entrambos se haga una
misma cosa..., sino que (como Él mismo dijo a Sant
Augustín) no se muda Él en las ánimas, sino
las ánimas se mudan en Él»
7.
Esta oda, no
obstante, merece que nos detengamos un poco más, pues aparte
la citada imagen de la música celestial y la de la luz
cenital («Y de su esfera cuando / la
cumbre toca, altísimo subido, / el sol, él sesteando,
/ de su hato ceñido»
, vv. 21-24), de semejante
significado, es muy posible que con «y
les da mesa llena, / pastor y pasto él solo, y suerte
buena»
(vv. 19-20), aluda fray Luis a «la restauración gloriosa del cuerpo y su
plenitud eucarística»
, a la «resurrección incoada, asimilación
corporal de Cristo»
8.
Con todo, no tiene en cuenta Maristany el fundamental De incarnatione, donde
fray Luis realmente se acoge a la transformación
«íntegra» en Cristo, a propósito de
hablar de la comunicación de Dios con las criaturas. En el
marco de la quaestio
secunda de Durando («Utrum fuerit conveniens Deum
incarnari?»
), fray Luis establece tres
modos de comunicación o de unión con Dios: natural,
por la gracia e hipostática:9
primo, producendo in creaturis similia bona iis, quae ipse habet, quod efficit, uno modo, naturaliter, quando producit naturales perfectiones omnium rerum, quae nihil aliud sunt, quam quaedam similitudines divinae perfectionis et bonitatis ... secundo modo... non quidem producendo in creaturis aliquam similitudinem suorum bonorum, sed ea ipsa bona realiter, et se ipsum totum ita uniendo creaturis... in hoc vero postremo modo dat se Deus increatus et infinitus ipsis creaturis.10 |
Se comunica ya sea por la participación de las criaturas en los bienes o perfecciones de Aquel, ya por infusión, o sea, dándose Dios, creador, a sus criaturas. Con todo, el que nos interesa es el tercer modo, la unión hipostática, pues se refiere a la doble naturaleza del Hijo de Dios, divina y humana, destacando de la segunda su condición de minor mundus, que le permite no sólo humanizarse, sino divinizar al hombre:
Ultimo, notandum, quod homo, quamvis sit una species creaturarum, ab iliis distincta, tamen in sese continet vim et perfectionem omnium creaturarum, et est in homine congestum et copulatum, quidquid singulis creaturis per partes fuerat distribuitum; unde homo aptius dicitur vinculum naturae, et minor mundus (mikro kosmoç), nam solus constat ex natura corporea et incorporea... ut sin in illo expressa quaedam imago totius universi, continens in sese semina omnium rerum, tam coelestium quam terrestrium... Ex quo sequitur, quod Deus, uniendo sibi humanam naturam, no solum deficavit unam dumtaxat naturam, sed in illa traxit ad communionem suae divinitatis omnes alias naturas, quae, scilicet, in una illa inclusae tenebantur; et communicavit se sapientissima ratione toti universo... Divus Paulus (ad Ephesios, I [10]), loquens de Quisto, inquit: «In quo instauravit omnia, quae in coelis et in terris sunt» ... id est: «In summam redegit et et copulavit omnia, quae in coelo et in terris sunt» ... ubi... ideo Filius Dei dicitur factus homo, non ut benefaceret uni homini dumtaxat, sed ut charitatem suam ostenderet in universo mundo, qui totus in hominis natura includebatur... quia, scilicet, in generatione continetur, ut diximus, non solum hominis, sed etiam omnium creaturarum sanctificatio et deificatio ... ad hanc unionem divinitatis elevata, omnis creatura sit consors et particeps ejusdem divinitatis.»11 |
En este texto y en
todo el libro parece aliarse fray Luis a la tradición,
especialmente representada por Duns Escoto, según la cual la
venida de Cristo está decretada por Dios desde toda la
eternidad, de manera que la misma creación del mundo se ha
hecho en vista de la encarnación del Verbo, de acuerdo con
las palabras de San Pablo: «primogenitus omnis
creaturae»
12.
En el nombre «Hijo de Dios» insistirá en que la
transformación en el Amado por antonomasia (o sea, en
Cristo) comporta, por su condición de hombre, y, por lo
tanto, de microcosmos, que toda la creación se beneficie con
su llegada: «vimos junta [en Cristo] en
uno la universalidad de lo no criado y criado»
, pues es
«Hijo en quien nasció todo el
edificio del mundo»
(p. 528). Por lo mismo, defiende el
Agustino que no fue necesario el pecado de Adán para que
Dios se hiciese hombre, sino que se encarnó porque el
hombre, hecho a imagen y semejanza suya, fue su obra más
excelsa; «y como Dios tenía
ordenado de hacerse hombre después, luego que salió a
la luz el hombre, quiso humanarse
nombrándose»
13.
Semejanza, que no participación en la divina substancia. Por
eso mismo tuvo que encarnarse hipostáticamente en su Hijo
(«unio hypostatica
Dei cum homine»
, De incar., p.
34), para que podamos transformarnos a través de y en
Él, porque estamos hechos a imagen y semejanza
suya14,
y porque al fin y al cabo es el Mediator entre el hombre y Dios15.
Por lo tanto, también es puente entre aquel, el hombre, y el
mundo, pues Cristo, en cuanto hombre, es un microcosmos, a lo
divino, «pues de la misma manera dice San
Pablo [Ef., I, 10] que Dios
summó todas las cosas en Cristo, o que Cristo es como una
summa de todos, y, por consiguiente, está en él
puesto todo, y ayuntado por Dios spiritual y secretamente,
según aquella manera y según aquel ser en que todo
puede ser por él reformado y, como si dixésemos,
reengendrado»
(Nombres, «Padre del siglo
futuro», p. 285), pues
«los hombres, para vivir a Dios, tenemos
necesidad de nascer segunda vez»
(pp. 265-266).
Este nuevo
nacimiento o deificatio se debe a que Dios, summum bonum, quiere que el
«bonum ex natura
sua est diffusivum sui»,
pero como esto
sólo se podía lograr por la hipóstasis, a la
que no puede acceder el hombre, tuvo que encarnarse el Verbum humanitate
coniuncta16,
y mediante
gratia,
quia humana natura ex se est parum apta et proportionata ad hoc, ut hypostatice cum Verbo divino uniatur: ergo necessarium fuit ut aliquo dono supernaturali disponeretur ad hujusmodi unionem: sic intellectus humanus, quie ex sua natura est ineptus ad visionem divinam, disponitur ad illam lumine gloriae... ideo ponendum est lumen gloriaem tanquam dispositio quaedam et facultas necessaria ex parte intellectus beatorum; quo mediante lumine, facultas naturalis intellectus elevatur, et confortate ad visionem beatificam eliciendam.17 |
Lo relevante de estas palabras (no podía ser de otro modo, por otra parte) es que fray Luis pone el énfasis en el descensus de Cristo a la condición humana, gracias a la cual Dios adquiere ser substancial, que no tenía antes: se transforma en hombre, para que el hombre pueda transformarse en su Amado por antonomasia, en Dios:
(De incar., p. 210). |
En este contexto alcanza su sentido pleno la transformación «corporal» a que aludía arriba con Maristany y que casi se manifiesta en el nombre «Rey de Dios», en ocasión de hablar de la segunda unión, por la gracia:
(Nombres, p. 398) |
Volvemos a habérnosla con otro indumentum animae o «hábito del alma»; en este caso es el Amado por antonomasia el que la viste: «vestida de Dios»; y «vestidos los dejó de hermosura», dirá más adelante San Juan de la Cruz (Cántico, V). Fray Luis ya se había extendido sobre este motivo en su In epistolam Pauli ad Galatas expositio, a partir de un motivo que ya he comentado antes (anima est ubi amat) y de otro lugar paulino:
certe in quo Christus vivit, is Christum pro animo habet: itaque quemadmodum ab animo corpus movetur, ita a Christo universa bonorum opera ortum habere debent: et ut animus dominatur in corpore, sic Christus dominatur in suis... Itaque idem Paulus Romanos [XIII, 14]... «Induimini, inquiens, Dominum Jesum Christum». Nam is Christum induit, in quo nihil, quod non Christi speciem prae se ferat, conspicitur, qui spirat Christum undiquaque, cujus in vultu, incessu, habitu, denique actione omni Christus apparet.18 |
E insistirá
en el nombre «Hijo de Dios»: «¿Por ventura es cosa nueva que el amor
vista del amado al que ama, que le ayunte con él, que le
transforme?»
(p. 529).
Son tres conceptos sinónimos para indicar la anhelada unión con el amado, pues no otra cosa es amor, dice Sabino, en el nombre «Príncipe de paz»:
(p. 441) |
Unión que
alcanza su máxima expresión, la
transformación, en los nombres «Esposo» y
«Amado», donde a la par que expone el tercer modo de
unión, la hipostática, por ser Cristo también
hombre, se referirá asimismo a la unión y
transformación por la gracia y la caridad, y a la natural o
corporal, acogiéndose sin atenuantes tropológicos al
texto paulino: «quia membra sumus corporis eius, de carne eius et
de ossibus eius» (Ef., V, 30). Cristo en su
integridad, o en su humanidad hipostática (alma y cuerpo),
dirá en «Esposo», «se
incorpora o, mejor -corrige fray Luis-, nos incorpora Él
íntegramente en su alma y en su cuerpo»
(Maristany, p. 101).
Desde el principio
de este nombre, y a partir del celebérrimo lugar de San
Pablo 1 Cor., VI, 17: «El que se ayunta a Dios, hácese un mismo
espíritu con Dios»
19,
ilustra magníficamente dicha incorporación: «así se ayuntó la persona del Verbo
a nuestra carne, que osa decir San Juan [I, 14] que se hizo
carne... aquí vive y vivirá nuestra carne por medio
del ayuntamiento de la carne de Cristo... ayuntando Cristo su
cuerpo a los nuestros, puede»
(«Esposo», pp.
450-451). Más explicable, teóricamente, resulta el
amor recíproco, merced a la consabida imagen del indumentum animae:
«el justo ama a Cristo... y es amado de
Cristo»
por varias razones:
(pp. 451-452) |
Pero «también, por una manera que apenas se
puede decir, pone presente su mismo Spíritu Sancto en cada
uno de los ánimos justos»
(p. 452). Es la
infusio
caritatis (1 Cor., III, 16 y VI, 19) del Espíritu
Santo, «inspirado juntamente de las
personas del Padre y del Hijo»
(p. 452), sobre la que se
extiende ampliamente en su Tractatus de charitate, donde subraya con
frecuencia y precisión escolástica que el «subjectum
charitatis non est appetitus sensitivus, sed appetitus
intellectivus, qui est voluntas»
(quaestio II,
p. 80), porque la «chantas nec
est naturalis, nec naturaliter acquisita, sed per infusionem
Spiritus Sancti, cujus est quaedam
participatio»
(p. 83). Siendo dicha
infusio o
participación divina por la gracia del Espíritu Santo
(o sea, no por naturaleza), sólo puede llevarse a efecto a
través de la voluntad, como, por otra parte, quería
San Buenaventura, argumentará más tarde San Juan de
la Cruz. Y recomendaba, por ejemplo, San Ignacio en sus
Ejercicios Espirituales, al indicar que el ejercitante ha
de identificar su actitud con Jesús por medio de la
«contemplación para alcanzar amor»:
Se trata de alcanzar una vida de servicio a Dios en conformidad con su voluntad.
Más
adelante, aún en el nombre «Esposo», fray Luis
de León continúa desplegando el motivo de la
transformación del amante en el amado en todas las facetas
que hemos visto. Desde la unión corporal, lograda por el
descensus de
Cristo: «la carne de Cristo ...
¿no comunicará su virtud a nuestra carne?»
(p. 458), hasta la intelectual arriba citada20,
pasando por la intermedia infusión espiritual, que nos
transforma en Cristo:
con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo ... [para que] nos añude y haga uno la charidad que el Espíritu en nuestros corazones derrama... así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y como mezclando en cierta manera su alma con la suya dellos... les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos son Cristo... por lo cual, así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.21 |
En «Hijo de
Dios» insiste en que sólo por la intercesión de
Cristo podrá el hombre unirse con Dios, ser hijo suyo,
participar, mediatamente, en su sustancia, por lo tanto,
también en el «nombre»: «Y eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a
este su divino Hijo entre nosotros. Porque el padre no tiene sino
Él solo por Hijo, ni ama como hijos sino a los que
en sí le contienen y son una misma cosa con él, un
cuerpo, un alma, un espíritu»
(p. 561). En «Pastor», en fin,
insiste en que el alma de Cristo («para
quien y para cuyo servicio esta máchina universal fue
criada»
, p. 581) es
«medianera entre Dios y su
cuerpo»
(p. 582): la
humanidad.
El nombre
«Amado» también arranca con el motivo en
cuestión: «les daría
[Cristo] un corazón tan ayuntado y tan hecho uno con
él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no
fuese por medio dél, y que del hervor del ánimo les
saldría el ardor a la boca ...»
(pp. 589-590). El
amor «en el pecho de los enamorados» que
«cría el Espíritu Santo» es tan
«finísimo» y «abundantísimo»,
que hace la «más milagrosa obra de
todas, que es hazer dioses a los hombres y transformar en oro fino
nuestro lodo vil y bajísimo»
. La
«alquimia» para tal fin es la consabida:
el amor con que de los pechos sanctos es amado este Amado, y que en él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor, sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama se abraza con él y se entraña y, como él mismo dice, le come y le traspasa a las venas.22 |
La imagen de la transformación por ingestión -de la que ya hablaba Platón (Fedro, 247 d-e, y los neoplatónicos-23, trasunto también de la Eucaristía (como hemos visto con Maristany), ya estaba presente en el nombre «Pastor», directamente relacionado con otro verso («pastor y pasto él solo...», v. 20) de la citada oda XIII:
Y sea lo cuarto, que es así pastor que es pasto también, y que su apascentar es darse a sí a sus ovejas. Porque el regir Cristo a los suyos y el llevarlos al pasto no es otra cosa sino hacer que se lance en ellos y que se embeba y que se incorpore su vida, y hacer que con encendimientos fieles de caridad le traspasen sus ovejas a sus entrañas, en las cuales traspasado, muda él sus ovejas en sí. Porque cebándose ellas del, se desnudan a sí de sí mismas y se visten de sus cualidades de Cristo y, cresciendo con este dichoso pasto el ganado, viene por sus pasos contados a ser con su pastor una cosa.24 |
Aunque fray Luis
parezca darle, en principio, la vuelta al proceso: de la
caritas a la
ingestión («con encendimientos... de caridad le
traspasen... a sus entrañas»), en realidad, la
«fisiológica» imagen del «traspaso»
o transformación por ingestión no es sino un modo de
enfatizar o subrayar con dicho concretísimo y tradicional
símil la «conversión» intelectiva en el
Amado, pues sólo mediante la transformación
intelectual, sólo por la caritas, «conocería dónde / sesteas, dulce
Esposo... »
(oda citada, vv. 36-37). Con el auxilio de la
gracia y merced a la semejanza previa entre el alma del hombre y
Cristo, puente entre aquella y Dios, pues
(«Amado», pp. 613-614) |
Como es sabido, en el último nombre, «Jesús», resume los atributos y cualidades repartidas en los trece anteriores, aunque haciendo especial hincapié en dos: su descensus y consiguiente condición de mediador entre Dios y los hombres, y, en tanto que hombre, la citada microcosmia «a lo divino», que tanto subrayará San Juan de la Cruz. Ambas necesarias para que el alma se transforme en Dios, de donde procede:
Él es tabernáculo, porque nosotros vivimos en Él; nosotros lo somos porque él mora en nosotros. «Y la rueda está en medio de la rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas en los animales», como Ezechiel [I, 16-19] escribía, y están en Cristo ambas las ruedas, porque en Él está la divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que contiene en sí la universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una.25 |
Y para la
«salud» o «salvación» del hombre (la
regio media
salutis de San Agustín), significado literal del
nombre Jesús26.
Ese estado de salvación supone «hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo
en sí transformándose en él»
(p. 638), ya implique que
«nos incorporamos a Cristo en la
Eucaristía no sólo por la gracia y la caridad, sino
por unión natural, corporal o física»
(Maristany, p. 101, a la vista
del nombre «Esposo»), ya se deduzca únicamente
la transformación intelectiva, o la del appetitus intellectivus (la
voluntad), como parece desprenderse de las palabras de San Juan de
la Cruz, que veremos en el siguiente capítulo.
Pero no hay que
pensar que fray Luis se limite a las variantes del cristocentrismo,
sino que conoce, pues eran moneda corriente, el proceso, las
imágenes, los conceptos y las fuentes diversas del motivo,
por lo que frecuentemente los combina. Téngase
también en cuenta que dicha combinación sacroprofana
del amor ya estaba implícita, como hemos visto, en algunos
de los citados tratadistas neoplatónicos. Así, ya en
los primeros y muy significativos renglones del prólogo de
su exposición del Cantar de los cantares da esta
pauta combinatoria, que mantiene a lo largo del libro: «Ninguna cosa es más propria a Dios que
el amor, ni al amor hay cosa más natural que volver
["transformar, convertir"] al que ama en las condiciones y ingenio
del que es amado»
. El ejemplo supremo lo tenemos en Dios
mismo, que creó al hombre «al
principio a su imagen y semejanza, como otro Dios, y a la postre se
hizo Dios a la figura y usanza suya, volviéndose hombre
últimamente por naturaleza»
. Pero tampoco se
limita fray Luis a remover tópicos archiconocidos, sino que,
como siempre, adecua sutilmente las más nobles tradiciones:
la patrística (especialmente, la agustiniana), la
bíblica y la platónica; o sea y respectivamente, la
vuelta a Dios (con la usual fórmula animat ubi amat); la
infusio
caritatis, significada simbólicamente con el beso, y
la integración por el amor del Banquete. De este
modo, a propósito del «Béseme de besos de su
boca», afirma que la Esposa ruega «a sus compañeras que avisen al Esposo de
la enfermedad y desmayo en que está por sus amores y por el
ardiente deseo que de velle tiene»
, que este
es efecto naturalísimo del amor y nace de lo que se suele decir comúnmente que el ánima del amante vive más en aquel a quien ama que en sí mesmo, por donde, cuanto el amado más se aparta y ausenta, ella, que vive en él por continuo pensamiento y afición y le va siguiendo, tanto menos comunica con su cuerpo.... [se parece] a las casadas y enamoradas y los aficionados y los poetas ... cuando llaman a los que aman alma suya, y publican haberles sido robado el corazón, tiranizada su libertad, puestas a sacomano sus entrañas, que no es encarecimiento o manera de bien decir, sino verdad... Y así, la propria medicina de esta afición y lo que más en ella se pretende y desea es cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada; la cual, porque parece tener su asiento en el aliento que se coge por la boca, de aquí es el desear tanto y deleitarse los que se aman en juntar las bocas y mezclar los alientos, como guiados por esta imaginación y deseo de restituirse en lo que les falta de su corazón, o acabar de entregarlo del todo. Queda entendido desto con cuanta razón la Esposa, para reparo de su alma y corazón que le faltaba por la ausencia de su esposo, pide para remedio sus besos, diciendo «Béseme de besos», etc., que es decir... mi alma está con Él, y yo estoy sin ella hasta que la cobre de su graciosa boca, donde está recogida.27 |
Klaus Reinhardt ha estudiado una exposición espiritual recientemente exhumada del Cantar, que con pocas reservas atribuye a fray Luis y que sería complementaria de la literal antes citada28. Por lo poco que he podido leer, parece ser un texto interesantísimo:
Como la
exposición es espiritual, en la exégesis insiste
primordialmente en la función de Cristo como Mediator y en la unión
de todos los hombre en el cuerpo místico de Jesús (o
en su cuerpo real, «por unión natural, corporal o
física», al decir de Maristany), tal como hemos visto
repetidas veces en otros textos luisianos: «Los cuales [besos] tienen fuerza de juntar a
los enamorados de Dios con Él mismo y hacerlos naturaleza
divina, y a Dios hacerlo humano, de manera que los hombres por
medio deste amor se puedan llamar dios, y Dios, hombre... Pues
¿qué mayor unión puede ser que esta? Que de
Cristo y de sus fieles enamorados se haya hecho un cuerpo y que
donde hasta aquí no había más de un heredero
del reino de los cielos, que era el Hijo de Dios solo, y ahora sea
el Hijo de Dios con sus miembros; quiero decir, con aquellos que
con fe y amor se hicieron uno con Él con la unión de
la gracia divina y virtud del Spíritu de Dios»
. Ni
que decirse tiene de la importancia del texto y de la coincidencia
con muchos planteamientos luisianos.
Como no
podía ser menos, dado su conocimiento de la
tradición, también incorpora el concepto
aristotelico-ciceroniano del amigo como dimidius ego: «De sí mismos... hazen cada día
renunciación perfectísima, y, si es possible
enagenarse un hombre en sí, y dividirse de sí misma
nuestra alma... se enagenan y se dividen
amándole»
, pues «dícese del que ama que no vive consigo
más de la mitad, y que la otra mitad, que es la mejor parte
de él, vive y está en la cosa
amada».
29
El motivo es de sobra conocido por la mayor parte de intelectuales de su círculo; así lo trae Benito Arias Montano al final de su Rhetorica (1561), donde incorpora una carta a Álvaro Lugo rogando por su amigo común Gaspar:
|
El bellísimo apelativo que le dedica a Lugo («la óptima parte de nuestra alma») lo recogerá más tarde Aldana (véase más adelante), pero ya lo hemos visto antes en Aristóteles, Cicerón, Horacio, Ovidio, etc. (cf. capítulo I, pp. 41-45). Y también figuraba en Garcilaso:
|
(Elegía I, vv. 40-42) |
que comenta
Herrera en sus Anotaciones de esta forma: «esto es a imitación de Pitágoras,
que dixo que era un'alma en dos cuerpos»
(ed. cit, p.
304), citando a continuación los celebérrimos versos
de Horacio referidos a Virgilio. También los tendría
presentes Du Bellay: «Ne
t'ebahis (Ronsard), la moitié de mon ame, / si de ton Du
Bellay France ne lis plus
rien».
31
Fray Luis, sin
embargo -el contexto obliga-, lleva el motivo hasta el extremo:
«y llegan a desfigurarse de sí...
para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser,
el parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos
más de su Amado»
(Nombres, pp. 612-613). Tampoco
aquí se ahorra la transformación e
«impresión» del alma:
por medio de la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto todos los amados de Dios son Jesucristo por la imagen suya que tienen impresa en el alma.32 |
Nótese, por otra parte, que de las palabras del Agustino se desprende lo que decía al principio sobre la imagen platónica del espejo: para que pueda darse la transformación recíproca de los amantes es preciso que haya una coincidencia entre sí, que posean una naturaleza semejante o que participen de algún modo de la misma naturaleza; de no ser así, el amante no podría conocer -«intelectivamente»- al amado ni, claro, amarle. O sea, antes de que tenga lugar la transformación, el amante ya posee algunas de las cualidades del Amado, pues no en balde fue creado a imagen y semejanza suya; al reconocerlas como suyas en este (o sea, al actuar el Amado como un espejo de sí mismo) se produce la transformación. Vale decir que
si el amor o la belleza que hay en el hombre ha sido puesta o actualizada por el objeto de su amor, parece claro que cuando el objeto, el amado, la superficie de las aguas; el reflejo de la luz, etc. |
(D. Ynduráin, Aproximación..., p. 34). |
Ya advirtió Platón (Fedro, 251 a) que todos los hombres participan en potencia de la divinidad y que el amor es una forma de actualizarla; y como todo lo creado ha sido obra de Dios, los hombres tienen en común ser imágenes de Dios. Cuando, merced al amor, los amantes actualizan la belleza divina en ellos depositada en potencia no hacen más que reconocer -si se da la reciprocidad- en el otro, como en un espejo, su propia belleza y, claro, la divina. O sea, se transforman en el amado y lo transforman en sí, porque poseen una semejanza inicial, la derivada de la participación en la belleza universal, en la divinidad33. Nos lo recuerda Medrano:
|
Las palabras de León Hebreo también son muy explícitas:
Siendo nuestra ánima imagen pintada de la suma hermosura y, deseando naturalmente volver a la propia divinidad, está preñada siempre de ella con este natural deseo. Por lo cual, cuando ve una persona hermosa en sí de hermosura a ella misma conveniente, conoce en ella y por ella la hermosura divina; porque aquella persona es también imagen de la divina hermosura.35 |
Además de
la idea de la común participación en la divinidad,
subraya el tratadista la noción de que Dios ha depositado en
cada una de sus criaturas unas a modo de
«semillas»36
de amor y de belleza o «hermosura» («charitas es
quodam semen Dei»
, dice fray Luis de
León en De
charitate37,)
que son cualidades comunes al amante y al amado. Cuando aquel
contempla la belleza de este convierte en acto de amor las semillas
comunes que hasta entonces sólo estaban en potencia dentro
del enamorado, al que, de esta manera, atrae y transforma, y
viceversa. La semejanza en potencia de los amantes, así, no
sólo es una condición sine qua non para la transformación
(o semejanza en acto), sino que también es su motor, pues,
al decir de Ficino -y siempre que sea recíproco-, «la semejanza engendra amor. La semejanza es una
cierta cualidad [natura], que es la misma en muchos. Así, si
yo soy semejante a ti, tú necesariamente eres semejante a
mí. Por tanto, esta semejanza que me empuja a amarte,
también te fuerza a amarme»
(De amore, p. 45). El concepto,
en estos o parecidos términos, se encuentra en muchos
contextos, por lo que no es difícil que lo sacara de la
Summa de Santo
Tomás, donde se proclama que «similitudo...
procreat amorem»
(I-II, q. 27, a. 3).
Pero no sólo en los autores «sacros» figura el motivo originariamente platónico y sub specie caritatis, también en los profanos se pueden espigar suficientes testimonios que prueban el progresivo deslizamiento hacia la transformación «intelectiva», por la cual el amante logra una «visión de amor interna», esencial, que trasciende los accidentes de la belleza sensual, como recuerda Francisco de la Torre:
|
Ni la luz de la
Luna ni la del Sol ni la reflejada en las nubes; la luz interna,
que hace posible la contemplación intelectual, sólo
se alcanza cuando el amor transforma al amante en el amado y aquel
puede contemplar por los ojos de este la belleza esencial. En un
primer momento de la transformación, el amado «informa la humana parte»
(v. 11), o
sea, da forma a (la materia de) su alma. «Dende» este
«punto» (cuando ya está «conformada»
el alma, y a salvo de los efectos de la belleza sensible), el
amante ya podrá ver intelectualmente («visión
interna») a través del amado, pues las almas de ambos
ya participan de la idea de belleza, alcanzada merced al amor,
están in-formadas intelectualmente; ya podrán, en
fin, amarse platónicamente.
Sin salirnos del «círculo» salmantino, en la poesía de Aldana, que posiblemente leyó más tratados y diálogos amorosos que ningún otro poeta contemporáneo, encontramos todo el repertorio que hemos ido viendo. Desde el de la amicitia aristotélico-ciceroniana, o sea, la consideración del amigo como dimidius ego,
|
y el venus
est anima ubi amat, quam ubi animat
40,
hasta la constatación de la imposibilidad de transformarse
«corporal, sensitivamente» en el amado, tal como
pretendía Lucrecio y rebatían Ficino, Tullia
D'Aragona, etc. Conocido es el dictamen negativo de dicha
transformación en su celebérrimo soneto en forma de
quaestio
finita y consiguiente responsio: «¿Cuál es la causa, mi
Damón, que estando / en la lucha de amor ...»
.
Pues, pese a que las almas puedan juntarse, o sea, transformarse
recíprocamente (por su semejanza y participación en
la belleza), el amor no puede «los
cuerpos ajuntar / también, tan fuerte»
, por lo que
«llora el velo mortal su avara
suerte»
41.
Pero no sólo aquí, sino, entre otros lugares (p.
371):
|
Como se ve, con la imagen del andrógino del Banquete (191 c-d ss.) como telón de fondo, estableciendo una clara diferenciación entre la Venus vulgar y la celeste, entre cupiditas y caritas, o entre el amor sensual y el contemplativo. Y precisa que aunque reciban el mismo nombre, «amor», son dos y muy distintas realidades:
|
Posiblemente
tenía in
mente la afirmación ficiniana a propósito de
Lucrecio: «per la qual cosa
lo appetito del Coito et lo Amore non solamente non sono y medesimi
moti, ma essere contrarii si mostrano»
, a
pesar de que los ecos lucrecianos se dejan sentir en un autor tan
leído como Castiglione42.
También prescribe el amor sensual Herrera, quien, a despecho del deseo, plantea una transformación de los ojos del amante en los del amado, o sea, un intercambio de espíritus animales, que salen por los ojos (Égloga, vv. 108-112; ed. cit., p. 125):
|
La diferencia radica, precisamente, en que el platónico, al contrario que el lucreciano, es paralelo con la posesión de la belleza (aunque el propio Platón comenta que es imposible la posesión completa: Banquete, 203 d)43 y propicia la transformación de los amantes, que, a su vez, tiene su inexcusable origen en la previa semejanza entre ellos, como enseña el citado Platón y sus seguidores, y ratifica Herrera (ed. cit., p. 139):
Tampoco falta en Herrera el otro pilar fundamental de la casuística amorosa neoplatónica, el beso, directamente nombrado o aludido por contigüidad metonímica, aliento o suspiros:
|
También los dialogantes del Scholástico de Villalón, en ocasión de contraponer al amor loco el amor celestial, utilizan rectamente los fundamentos neoplatónicos del motivo:
Mas aquel que ama el ánima y su hermosura, que es la virtud, contempla en ella y glorifica en ella a su dios: y así como ama cosa constante y eterna, así será constante y eterno su amor: y aquello quiere el amante que quiere él: y se procura transformar en la cosa amada sin nunca della diferir ni se apartar. Con este amor ninguno puede ser ingrato, ni le puede fingir ni mentir.45 |
El amor a Dios asimismo, recordaban místicos y profanos, nos hace semejantes a Él, no sólo por la asimilación que comporta («la vuelta a la divinidad» que proclamaba León Hebreo naciéndose eco de una gran parte de la patrística, más la tradición de la infusio caritatis y conceptos afines), sino porque, en tanto que poseedores de alma intelectiva, somos partícipes ex ovo de dicha divinidad, que el amor «intelectivo» (caritas) actualiza, liberándonos de la «oscura muerte», como subraya, por ejemplo, León Hebreo:
Lo que hace el hombre excelso es amar y desear las cosas honestas, ya que estos amores y deseos son los que hacen más excelente la parte más importante del hombre, aquella gracias a la cual es hombre, aquella parte que más alejada está de la materia y de la oscuridad, y más próxima a la claridad divina, es decir, el alma intelectiva, que es la única parte o potencia humana que puede librarse de la oscura muerte. |
(ed. de A. Soria, p. 20) |
Asimismo, en fin, las principales fuentes y directrices teóricas son comunes a los dos tipos de amor (profano y sacro), así como la descripción del proceso de asimilación y transformación del amante en el amado. Además, como vimos, la concepción teológica o mística es análoga a la fisiopsicológica, o se deja leer a luz de esta.
Arriba veíamos cómo la Elisa de la Égloga I de Garcilaso, símbolo de la porción intelectiva del pastor enamorado, era «el sol» que había de disolver las melancólicas tinieblas de su amante Nemoroso, es decir, la encargada de alumbrar la «noche» en que quedaba Nemoroso por la muerte, precisamente, de la propia Elisa. El hecho mismo de recrear, en su ausencia, las imágenes de la pastora, constantemente extraídas de la memoria e iluminadas en la fantasía -de fws, «luz»; Aristóteles, De anima, 429 a; véase el capítulo II-, era nocivo, patógeno, pues le faltaba la visio directa, y originaba tal calor en el corazón del excitado pastor, que no podía por menos que producirse el temido humor negro, la melancolía, que, como vimos, es la hez, el orín, de la combustión de la sangre portadora de los espíritus (vitales y, posteriormente, animales), auxiliares indispensables para que el cerebro, mediante la phantasia, pueda imaginar. En cambio, la visión intelectiva de Elisa, cuando «muerte el tiempo determine», supondrá que Nemoroso pueda prescindir de las potencias directamente relacionadas con el sensus communis (memoria e imaginación) y con el amor entendido como cupiditas, pues podrá «verla» esencial, anímicamente; podrá, por tanto, liberarse de la «noche del sentido» a que le ha abocado la ausencia, el «partir» de Elisa.
Este proceso estaba prácticamente representado en La Navire de Margarita de Navarra, ya sea para indicar la muerte de la carne y la vida posterior del alma en el amado:
|
(vv- 478-480)46, |
ya para subrayar el altruismo, aniquilamiento o enajenación del yo y sus pasiones, a fin de unirse con Dios:
|
(vv. 1.393-1.395) |
Previa illuminatio, como le
explica el rey Francisco I: «Je voy ici... / ... / mon ame icy de
lumiere es garnie»
(413, 415), merced a la
mediación, al «descenso», de Cristo, que se hizo
hombre y que le devuelve al hombre su entidad de capax Dei, de deus creatus. Y del mismo modo
que el amante muere para renacer en el amado, como vimos antes con
Tullia D'Aragona y otros para el amor profano, el alma muere en
sí misma para resucitar y vivir en Cristo (véase
Perella, op.
cit., pp. 158-175), para lograr la comunión con Dios.
Consecuentemente, el alma resucita, o alcanza, amándole,
doble vida: «en double bien ton mal sera
rendu»
(v. 411). Es una manifestación de la
caritas
paulina y del consiguiente cristocentrismo, que a partir de
Orígenes, y especialmente a través de San
Agustín, San Bernardo47
o San Buenaventura, llega a la autora, con la más que
posible mediación de los «teólogos»
neoplatónicos italianos, que, al fin y al cabo, lo que
pretendían era conjugar el eros platónico y
la amistad aristotélica con la caritas paulina o con el Evangelio de San
Juan, como hemos ido viendo.
La misma horma que
seguía fray Luis, aunque desde la ladera sacra. Pero,
mutatis
mutandis, el proceso no difiere tanto, salvo que «en el otro ayuntamiento [el profano] no se
comunica el espíritu»
y cuando los cuerpos
«se hacen uno... se quedan diferentes en
todas sus cualidades»
. En la unión con Cristo, en
cambio, «vive y vivirá nuestra carne» y «obramos con Él y por Él lo que es
debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto... y
hechos así otro Él o, por mejor decir, envestidos en
Él, nasce del y de nosotros una obra misma»
(«Esposo», pp. 451-452), porque «pone presente su mismo Spíritu Santo en
cada uno de los ánimos justos»
, o sea, merced a la
infusio
caritatis (Rom., V, 5).
Es la
culminación de un proceso cuya primera etapa viene dada
porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, por lo
que en su alma conserva los vestigia divinitatis; la segunda, con la
Encarnación o descenso de su Hijo; la tercera, por la
transformación propiciada por la infusión del
Espíritu Santo: «que primero pone
Dios en el alma sus dones, y después aplica a ella sus manos
y rostro, y últimamente le infunde su aliento y
espíritu... y viviendo por Él, dice con San Pablo:
"vivo yo, mas no yo, sino vive en mí Jesucristo"
[Gál., II, 22]»
(ibid., p. 453).
La primera etapa o
condición, la búsqueda de la imagen de Dios en el
alma, pues a imagen suya fuimos creados, es crucial. Se trata del
principio de la analogia entis, con la mediación de San
Pablo: « ...las cosas invisibles de
Dios... se han hecho visibles después de la creación
del mundo por el conocimiento que de ellas nos dan sus
criaturas...»
, (Rom., I, 20); «al presente vemos como en un espejo, y bajo
imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a
cara»
(1 Cor., XIII, 12). Es la verdadera piedra angular
de la mística agustiniana48
y fundamento de la de San Juan de la Cruz.
Según San Agustín, una vez re-conocemos nuestra condición de imágenes de Dios o conocemos el «rescoldo» o indicios (vestigia) de divinidad que hay en nuestra alma, y a través suyo (de Cristo) nos redimimos, podemos transformarnos en Él, por la infusión de la caridad: el Espíritu Santo. Pues indicios de la Trinidad hemos de buscar en nosotros mismos -es el tema central, claro, del De Trinitate-, porque el alma es como el Padre; y de su ser engendra la inteligencia de sí misma, como el Hijo, o como el Verbo; y la relación de este ser con su inteligencia es una vida, como el Espíritu Santo. Análogamente, el alma es, ante todo, un pensamiento (mens) de donde brota un conocimiento en que dicho pensamiento se expresa (notitia), y de su relación con aquel conocimiento surge el amor que se tiene (amor). Ahora bien, ser análogo de la Trinidad no es sólo ser un pensamiento que se conoce y se ama, es ser testimonio vivo de las tres Personas. Conocerse a sí mismo significará, pues, conocerse como imagen de Dios. En tal sentido, nuestro pensamiento es memoria de Dios, el conocimiento que en él se encuentra es inteligencia de Dios, y el amor que procede de uno y otro es amor de Dios. Así, en el interior del hombre hay algo más profundo que el hombre, pues lo más íntimo de su pensamiento (abditum mentis) no es sino el secreto inagotable de Dios mismo (Deo intimo meo), como recordará, entre otros, el Maestro Eckhart. Las posteriores etapas, que culminan en la transformación del amante en el amado, se dejan explicar mucho mejor con San Juan de la Cruz.