Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente



  —[144]→     —145→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

Las artes en el siglo XVII


II.- Escultura


Los frontispicios de los templos del siglo XVII conservaron los cánones del estilo clásico en la sobreposición de las columnas con la división horizontal de los entablamentos. En cambio, en las bóvedas, arcos y pilastras se introdujo un elemento puramente decorativo de reminiscencia mudéjar y de inspiración barroca. Del hermano Marcos Guerra afirmó una vez más el padre Mercado, que «no sólo era arquitecto, sino también grande escultor». Este dato explica la unidad que se observa en el templo de la Compañía entre la estructura arquitectónica y la ornamentación decorativa. El templo de San Francisco y la primitiva catedral adornaron la techumbre con artesonado mudéjar, que se adoptó también para el de Santo Domingo. La Compañía, en cambio, consultó en su plano, tanto la estructura abovedada como la decoración, en unidad constructiva. Esta modalidad inició el primer paso del llamado barroco estucado, con la técnica de la yesería modelada o el labrado de madera que se sobrepone a los paños en que se aplica, sin comprometer las líneas arquitectónicas.

En esta primera manifestación el barroco se pone a servicio de la arquitectura con la consigna de obedecer las direcciones   —146→   verticales de las pilastras, sin desvirtuar su función arquitectónica, embelleciéndolas tan sólo con sus resaltes planimétricos de sus figuras y lazos a base de combinaciones geométricas. Igualmente en los arcos y las bóvedas respeta las líneas de estructura, cubriéndolas únicamente con una decoración de arteones de estuco dorados, de composición variada y caprichosa.

A propósito del decorado de la Compañía, escribió Rodríguez de Ocampo en 1650, que era «la iglesia de cal y canto de tres naves, con artesones de madera dorados». Este dato ha hecho suponer que el templo descrito por Rodríguez de Ocampo no es el mismo que el actual, que se habría edificado posteriormente. Basta, sin embargo, advertir que la decoración a base de estuco forma parte integrante de la estructura arquitectónica, para concluir en la identidad única del templo, que de principio a fin se construyó con un plano que consultaba a la vez arquitectura y decoración. El padre Mercado, que presenció la construcción, dice al respecto: «El cuerpo está ricamente artesonado con varios lazos y sobrepuestos dorados; todas las capillas son excelentes adornadas de bellísimos retablos, todas de media naranja con sus linternas que las agracian y dan mucha claridad con que sobresalen más y varias labores de yeso que las pulen, taraceados de oro».

De esta decoración de estucado barroco aprovechó también el hermano Antonio Rodríguez para las pilastras y las bóvedas del Santuario de Guápulo, como igualmente más tarde el arquitecto constructor del templo de la Merced.

En cuanto a los artesonados de madera labrada sobresale el del refectorio de Santo Domingo, que se concluyó el 15 de enero de 1688. Poco antes se había también llevado a cabo el artesonado de los claustros de San Agustín y algo después el de la Sala Capitular del mismo Convento.

  —147→  

ArribaAbajoEl barroco de los retablos

La arquitectura que se sirvió del barroco para decorar sus elementos estructurales propios, ofreció sus muros al pleno desarrollo del movimiento dinámico del barroquismo, que asumió personalidad en la composición de los retablos. Este estilo histórico apenas reconoce límites en sus manifestaciones, como que es la expresión vital del espíritu humano. Nos limitaremos aquí a señalar algunas de las modalidades que se ofrecen en los retablos quiteños.

Cada estilo histórico se ha definido por algún elemento característico. El clásico ha tendido a expresarse por la preferencia a los capiteles que marcan las diferencias de sus órdenes. El gótico ha extremado las posibilidades del arco ojival para señalar su impulso ascensional. El mudéjar ha propendido a la decoración con figuras de líneas geométricas. El barroco prefirió el fuste de las columnas para satisfacer su afán de dinamismo.

No es posible catalogar el sinnúmero de modalidades que ha asumido el barroco quiteño en la estructura de los retablos. Nos contentaremos con indicar las principales, procurando, en cuanto sea posible, seguir la cronología de sus manifestaciones.

Concluida la obra arquitectónica de la Compañía, el hermano Marcos Guerra labró algunos retablos. Según el padre Mercado, el mencionado hermano, «también hizo el retablo del altar mayor, los de los colaterales de nuestros padres San Ignacio y San Francisco Xavier y otros porque no sólo era arquitecto sino también grande escultor». Entre esos otros, estaba el de la sacristía. «En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz». Los retablos del altar mayor y de los colaterales han sido sustituidos por los actuales que fueron labrados en el siglo XVIII. Pero se conserva el de la sacristía que exhibe las columnas con su fuste decorado.

Mejor suerte han tenido los retablos colaterales del Santuario   —148→   de Guápulo. El diseño lo trazó el capitán don Marcos Tomás Correa. Aprobado luego por los capitanes Pedro de León Maldonado y Agustín de la Sierra, fue ejecutado por el escultor Juan Bautista Menacho, en el último decenio del siglo XVII. El retablo del altar ha sido reconstruido sobre el modelo del primitivo, que consta en uno de los lienzos de Miguel de Santiago. Las columnas tienen decorado el fuste. Debiendo cubrirse un espacio notable, se han dispuesto los retablos en tres cuerpos divididos por un entablamento horizontal y por cuatro pares de columnas verticales, que forman con el cruce tableros rectangulares cubiertos de pinturas. En el retablo principal, el nicho destinado a la imagen de Nuestra Señora de Guápulo ha determinado la verticalidad del callejón del centro, nota característica de los retablos del siglo XVII.

De ese mismo siglo data el retablo de la Capilla del Rosario. Puesto que la imagen de Nuestra Señora constituía el motivo único del altar, todo el conjunto converge y se explica por el nicho central, que tiene debajo un pequeño ostensorio y encima un nicho para el grupo de la Trinidad. Dos columnas corintias, decoradas en el fuste con palmas sobrepuestas en espiral, cortejan al ostensorio y el nicho del medio y hacen consonancia con dos esquineras, para soportar el entablamento que sirve de base al segundo cuerpo que se contrae para rematar a modo de corona. Ningún detalle se aísla con personalidad independiente. Todas las partes intervienen en función de una totalidad. Hasta hace un siglo los espacios brillaban con espejos: hoy se los ha reemplazado con representaciones de los misterios del Salterio mariano. En su estructura, el retablo del Rosario es la expresión más caprichosa del barroquismo del siglo XVII.

No es posible señalar el tiempo en que comenzó a usarse la columna salomónica como elemento expresivo del barroco quiteño. El nombre de salomónica se ha impuesto, atendiendo más a un anhelo de origen religioso, que a la estructura helicoidal del fuste. La procedencia remota no carece de interés y vale la pena   —149→   recordarla. En la segunda mitad del siglo XV un sultán obsequió al Papa una columna helicoide, que se decía proceder del templo de Salomón, en el que había predicado el mismo Cristo. Este prestigio bíblico de la columna salomónica respondió a los anhelos religiosos, que despertó la contrarreforma y dio alientos a las renovaciones estéticas de orientación barroca. Esa columna, del agrado divino, sirvió de modelo para las que labró Bernini para el baldaquino de bronce que se levantó bajo la cúpula de San Pedro.

Se repetía el caso de la novedad que suscitó en el ambiente europeo el obsequio del elefante que al Papa León X hizo el Rey de Portugal. La presencia del ejemplar enviado a Roma despertó en los artistas el afán de representarlo. Durero, mediante sus grabados, difundió el caso por el mundo entonces conocido. Vino a la América y sirvió para decorar la casa de Juan de Vargas en Tunja. La columna salomónica trascendió de Italia y España a la América y constituyó aquí la modalidad de los retablos. A imitación de Vitrubio que interpretó el simbolismo de las columnas griegas, se creyó ver en la columna salomónica la expresión de las virtudes teologales. Sobre la base, que simbolizaba la fe, se alzaba en espiral el fuste como símbolo de la esperanza, para coronarse con el capitel corintio, que se abre en flores de caridad. De este modo la columna salomónica resultó la más apropiada para expresar el sentido religioso en tierras de América, cuyos árboles decoran su tronco con enredaderas en espiral.




ArribaAbajo Cofradías y pasos de Semana Santa

En Quito hay que destacar un factor social que intervino en la construcción de los retablos. Nos referimos a las Cofradías que pugnaron por demostrar su vitalidad religiosa. Cada iglesia contaba con numerosas asociaciones con personería propia, que se preocuparon por dotar de altares a la imagen de su devoción. En la   —150→   Catedral había la de San Pedro. San Francisco tenía las de Vera Cruz, de San Lucas y la de la Virgen de Dolores en Cantuña. En la Compañía se habían organizado la de Nuestra Señora de Loreto, de la Trinidad y del Ecce Homo. Santo Domingo dirigía las del Rosario, del Dulce nombre y San Isidro Labrador. En el Sagrario, se habían establecido las del Santísimo y del Salvador. La Merced contaba con las Cofradías del Señor del Amor y de San Miguel Arcángel. San Agustín tenía la Cofradía del Señor de la Buena Esperanza y de la Virgen de la Consolación. El Quinche y Guápulo habían organizado Cofradías propias para el culto de sus respectivas imágenes. Era esto una herencia de España, que había proliferado en América. Cuando se redactó el documento de erección de la Diócesis de Quito hacia 1550, se dijo expresamente que se adoptaba el ceremonial de la Diócesis de Sevilla, donde estaban ya organizadas las célebres cofradías de los pasos de Semana Santa. Las Cofradías resultaron las asociaciones religiosas que patrocinaron a tallistas e imagineros, organizados a su vez en gremios con talleres de trabajo especializado.

A comienzos del siglo XVII algunas cofradías habían convertido las Procesiones en parte integrante de función religiosa. Durante la Cuaresma los franciscanos habían organizado la Procesión de los pasos los miércoles con los indios y los viernes con los españoles. La Cofradía de la Vera Cruz tenía su «Procesión de Sangre» los jueves de Cuaresma. Las procesiones más célebres y concurridas eran las de la Cofradía del Rosario de los naturales, que se tenía el Miércoles Santo, y de la de los españoles, el Viernes Santo. De una y otra da testimonio Rodríguez de Ocampo. «Esta hermandad (de los naturales) dice, ha lucido y permanecido muchos años ha incesablemente, como se ha demostrado en las procesiones generales de los Miércoles Santo, cuando salen en procesión con insignias y cruces de la Pasión de Nuestro Señor, con gran número de penitentes, a donde se llevan más de 1500 luces de cera con mucha devoción juntamente con la gran procesión de la Soledad de Nuestra Señora, cofradía de españoles,   —151→   que se ha hecho de muchos años a esta parte con la devoción, reverencia, luces, silencio, insignias de la Pasión, sepulcro con la imagen de Nuestro Redentor difunto, que ha dado memoria en todo este reino de la veneración con que se ha celebrado y celebra cada Viernes Santo». Concluida la procesión de la Soledad, salía de inmediato la de la Cofradía de españoles e indios, organizada en el templo de la Merced. El domingo de Pascua en la madrugada salía la procesión de Jesús Resucitado del templo de San Agustín, que entraba en la Catedral por la puerta del Perdón y volvía después de haber recibido la bendición de su Divina Majestad.

La Compañía había organizado la procesión de Nuestra Señora de Loreto la víspera de la Anunciación. El padre Mercado refiere a este respecto: «La víspera de la Encarnación del Verbo en que hacen la fiesta de su Madre que lo concibió en la casa de Loreto, la sacan en la procesión acompañada de muchos niños españoles a quienes sus madres, para que en servicio de esta casa -que se llama angelical- remeden a los ángeles, les ponen curiosas guirnaldas de encarchado en las cabezas, alas en los hombros, ricas galas en los cuerpos. Van los niños angelitos sentados en unos tronos que levantan en peso algunos indios y esclavos con buen orden y concierto de procesión hasta entrar en algún convento de Monjas». Ahí descansaba la Virgen hasta la mañana del día siguiente en que volvía a su templo en hombros de los cofrades.




ArribaAbajo Imaginería

Los retablos, cofradías y procesiones habían estimulado la labor del artista imaginero, que debía labrar una imagen para colocarla en un nicho, interpretar la devoción de una cofradía o sacarla en andas en una procesión. La imaginería se convirtió en arte popular y lucrativo. En el taller del escultor imaginero se   —152→   hacían imágenes de santos para las iglesias, representaciones de los pasos de la Semana Santa, escenas folklóricas para los pesebres de Navidad, grupos que componían los episodios de la Muerte y Tránsito de la Virgen al cielo.

Podían los imagineros haber constituido una rama independiente, por la técnica especial que requería su labor. Desde luego debía seleccionarse la materia prima, que por lo general fue el cedro incorruptible. Labrada la imagen se seguía el trabajo del encarnado en las partes desnudas y del policromado en las partes cubiertas de vestido. La calidad del policromado dependía de las posibilidades económicas del cliente. El fondo plateado o dorado daba esplendor a los dibujos sobrepuestos. Otras veces el dibujo se hacía en oro o plata sobre fondo de color. El encarnado era por lo general brillante, efecto conseguido mediante la frotación con la vejiga del carnero. No pocas veces el vestido era estofado, o sea, con tela encolada que permitía la figuración de los pliegues en caprichosas formas. Los imagineros formaban parte del gremio de escultores, trabajadores anónimos que interpretaban las devociones del culto religioso popular.

Este carácter de anonimato se puede observar en los datos que refieren la hechura de la imagen sin mencionar al imaginero. Sánchez Solmirón escribe que en la Catedral había dos imágenes en bulto de San Jerónimo, una que hizo trabajar el Cabildo Eclesiástico y «otro de bulto más pequeño que hizo otro escultor por orden del dicho Diego de Portugal»83. En el libro de cuentas de la Cofradía de San Pedro se asienta la data del gasto por la hechura de una imagen del apóstol (1645). El padre Antonio Bastidas compuso unas décimas para celebrar «una imagen de bulto de San Francisco Javier», que mandó labrar el presidente don Martín de Arriola. En el Museo de San Francisco se exhibe la imagen del tamaño natural del Señor Paciente, que lleva en el vuelo de la peaña la inscripción del devoto que lo mandó   —153→   hacer a principios del siglo XVII. Recordamos ya que para los funerales de la reina Margarita en 1613, el regidor Sancho Díaz de Zurbano reunió al gremio de escultores para que hicieran las imágenes que debían integrar la composición del túmulo en la catedral. Fueron diecisiete las imágenes talladas; pero no consta el nombre de ninguno de los escultores imagineros.




ArribaAbajoLos escultores

Por la relación de la madre Mariana de Jesús Torres, se sabe que la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso fue labrada por el escultor Francisco del Castillo, quien hizo también para el Monasterio de Conceptos las imágenes del Señor atado a la Columna y de la Virgen de los Dolores. El escultor vivía junto al Monasterio de San Clara y vendió su casa a las monjas para que ampliaran el sitio de los claustros.

Como escultor imaginero se distinguió también el hermano Marcos Guerra, quien hizo las imágenes de San Ignacio y de San Francisco Javier para los retablos de los brazos del crucero del templo de la Compañía.

Al padre Francisco Benítez se atribuyen los relieves de los santos franciscanos, que decoran los espaldares de los escaños del coro de San Francisco.

El imaginero más representativo del siglo XVII fue el padre Carlos, conocido con este nombre sin más referencia familiar. El único dato positivo es el encontrado al pie de la imagen de San Lucas, de la Cofradía de pintores, donde se consigna lo siguiente: «El año de 1668 se acabó esta efigie del Señor San Lucas Evangelista y la hizo el padre Carlos y la renovó Bernardo de Legarda siendo su Síndico el año de 1762, a su custa, a que concurrieron siendo priostes en otros años don Lucas Basca, don Victorio Bega, don Joseph Cortés y don Joseph Riofrío, con diadema de plata, paleta, brocha y tienta, todo lo otro en plata, la tienta en chonta y dos casquillos de plata».

  —154→  

La fama del padre Carlos, como imaginero notable, se conservó en el ambiente y fue Eugenio Espejo quien consignó el aprecio tradicional, lo mismo que la referencia de las obras que se le atribuían. En Primicias de la Cultura de Quito escribió Espejo: «Cuando estampaba las luces y las sombras, los colores y las líneas de perspectiva, en sus primorosos cuadros el diestro tino de Miguel de Santiago: entonces el mismo padre Carlos, con el cincel y el martillo, llevado de su espíritu y de su noble emulación, quería superar en los troncos vivas expresiones del pincel de Miguel de Santiago; y en efecto puede concebirse a qué grado habían llegado las dos hermanas, la Escultura y la Pintura, en la mano de estos dos artistas, por cola la Negación de San Pedro, la Oración del Huerto y el Señor atado de la Columna del padre Carlos».

Al mismo imaginero se atribuyen las imágenes de San Juan Bautista y San Francisco de Paula, que se hallan en el altar de Santa Ana de la Catedral de Quito.

La tradición ha señalado a Olmos como autor del Cristo de la agonía, que se venera en la parroquia de San Roque. De ser cierto este dato, habría que hacer a este imaginero, al cual se le ha dado el apodo de Pampite, contemporáneo del padre Carlos y de Miguel de Santiago. La razón es porque don José Valentín de Goríbar, padre del pintor Goríbar, en su testamento, otorgado el 20 de setiembre de 1685, ordena que se le entierre en la parroquia de San Roque, «en el altar del Santo Cristo de la Misericordia, donde están enterrados sus deudas y de donde es parroquiano».

La imagen de este Crucifijo es de un dramatismo impresionante, por la actitud y las llagas sangrantes. Acaso esta forma de representación haya sido la causa para que se atribuyeran a Pampite una serie de Cristos, con las llagas abiertas, de contorno amoratado y de expresionismo trágico.

Con el nombre de José Olmos aparece un escultor y pintor de prestigio al concluirse la época de la colonia. Cuando se hizo   —155→   en Quito la lista de pintores y escultores, para señalarles la cantidad con que debían contribuir al fisco en 1825, en proporción a sus haberes, se enumera a José Olmos con el máximo impuesto de 400 pesos como pintor y 250 como escultor.

Por lo visto, son pocos los escultores e imagineros del siglo XVII, de que hace mención la historia. Los más han quedado anónimos, no obstante que sus retablos embellecían los templos y sus imágenes habían dado aliento al culto.





  —[156]→     —157→  

ArribaAbajo Capítulo IX

Las artes en el siglo XVII


III.- Pintura


Para conocer el ambiente que ofrecía Quito al desarrollo de la Pintura, en la primera mitad del siglo XVII, hay que poner de relieve las circunstancias de dos hechos, a saber, los funerales de la reina Margarita de Austria realizados en 1613 y el inventario y remate de los bienes del doctor Antonio Morga, fallecido en 1636.

Para la erección del túmulo en la catedral, el corregidor don Sancho Díaz de Zurbano hizo comparecer a los pintores de Quito y les encomendó que en cuadros de tamaño natural trasladasen los retratos de los antepasados de Felipe II, a partir de Pipino I, duque de Brabancia. Los originales se contenían en grabados que compuso Juan Bautista Urientino de Artuerpia. Resultaron «los traslados semejantes a sus originales, con los vestidos y ropajes, que cada uno en su tiempo usaron tan al vivo y tan perfectos y acabados, que son los mejores cuadros que hay en este Reino»84. No constan en la relación los nombres de los pintores; solamente se dice de ellos que fueren «maestros pintores y los más perfectos».   —158→   De entre los pintores existentes entonces, se pueden mencionar algunos. Desde luego el pintor español Luis de Ribera, quien firmó un documento el 21 de diciembre de 1619, llamándose «pintor y maestro». Fue el colaborador de Diego de Robles y tenía su casa en la parroquia de San Marcos. Otro pintor de nota era el indio Andrés Sánchez Gallque, de quien se valió el oidor Juan del Barrio de Sepúlveda para hacer pintar, en 1599, el retrato de los negros de Esmeraldas. En el Libro de la Cofradía del Rosario del padre Bedón consta la siguiente acta que permite identificar al indio pintor. Dice así: «En el Convento de San Po. Mártir de la ciudad de Quito, a veinte y siete días del mes de marzo del año de mill y seiscientos y cinco años, se juntaron a Cabildo los hermanos naturales y nombraron por priostes a Andrés pintor y Diego Tutillo y Luis Paucar sillero y prometieron de acudir fielmente a hacer su oficio. La cual dicha elección se hizo con asistencia del Pe. fray Marcos de Flores capellán y Vicario de la capilla y lo firmaron. Por Luis Sillero firmó Francisco de Aponte -Andrés Sánchez Gallque- Diego Tutillo».- En 1615 el pintor Matheo Mexía puso su firma al pie del grande lienzo que representa a San Francisco de Asís con los brazos en Cruz.- El padre fray Pedro Bedón, que murió el 27 de febrero de 1621, cuyo retrato se trazó sobre el modelo del cadáver, probablemente por un hermano suyo de hábito, el padre Tomás del Castillo, de quien se dijo que era «lindo pintor de pincel».- En 1622 Juan Ruiz de Salinas hizo una donación a Nuestra Señora de Copacabana, cuya cofradía estaba organizada en la catedral y se calificó así mismo como maestro pintor.

La condición que el corregidor Díaz de Zurbano impuso a los pintores, de interpretar los grabados del libro de Uretino de Artuerpia, manifiesta la situación de los artistas en el ejercicio de su profesión. En muchos casos el cliente imponía al pintor un modelo establecido, que podía ser el grabado de un libro o la reproducción de una imagen de culto. Debieron ser pocos los casos en que el pintor desarrollase una idea personal. A falta de   —159→   imprenta, fueron los artistas los encargados de difundir las imágenes de devoción popular.

El remate de la colección de cuadros y estatuas del presidente Morga despertó el interés en los aficionados a las obras de arte. Se distribuyeron, entre personas amantes de la cultura, ejemplares de arte europeo, que sirvieron, al mismo tiempo, para afinar el gusto del ambiente y para modelos de nuestros pintores. La escuela de San Andrés, que creó las iniciativas de artes y oficios, halló continuidad en el magisterio de fray Pedro Bedón.

En el siglo XVII se organizaron los talleres, donde los aprendices iban a practicar el arte, bajo la dirección de un maestro capacitado y de reputación popular.


ArribaAbajo Hernando de la Cruz

En torno al hermano Hernando de la Cruz existe al presente una documentación abundante, que es fácil ya precisar su labor como artista y maestro de taller. Su primer biógrafo, el padre Pedro Mercado atestigua: «Tuve la dicha de conocer al venerable hermano Hernando de la Cruz y alcanzarlo vivo más de ocho años». Los datos de este testigo contemporáneo permiten establecer con certeza los rasgos biográficos del pintor jesuita.

Nació en Panamá hacia 1592 de los hidalgos sevillanos don Fernando de la Vega y Palma y Leonor de Ribera. Adolescente, se trasladó a Lima, donde «aprendió el arte de pintar con no pequeña perfección, dejando en aquella ciudad muchos lienzos de su pincel y no pocos versos de su ingenio, se partió a la ciudad de Quito». Joven, poeta, pintor y aficionado a la esgrima, se hizo aquí de amigos; pero cuando más divertido se hallaba, un lance imprevisto le hizo cambiar de vida. «Estando esgrimiendo con espadas blancas con un amigo, le apuntó éste y le alcanzó a uno de los ojos, con que se vio a riesgo de perder, no sólo la vista sino también la vida; y juzgando de milagro la tenía, quiso emplearla   —160→   en servicio de Dios, sin tenerla en el siglo expuesta a que algún enemigo se la quitase con la espada».

Resuelto a dejar el mundo, acudió a la Recoleta de San Diego, en compañía de una hermana suya, y después de confesarse los dos, determinaron, ella entrarse en el Monasterio de Santa Clara y él en la Compañía de Jesús, donde fue aceptado el 11 de abril de 1622.

Al vestir el hábito de hermano jesuita tomó el nombre de Hernando de la Cruz, con que es conocido en la historia. En su nuevo estado renunció a la poesía y a la esgrima. No así a la pintura, porque «sus superiores le ocuparon en el ejercicio de pintar, a que accedió con toda prontitud y gusto. Era primoroso en este arte, y cuando dibujaba el pincel en el lienzo, lo ideaba antes en la meditación y oración. A su trabajo se deben todos los lienzos que adornan la iglesia, los tránsitos y aposentos. Enseñaba a pintar a algunos seglares entre ellos a un indio que después fue religioso de San Francisco. Pintó dos lienzos muy grandes que están debajo del coro de nuestra iglesia, el uno del infierno y otro de la resurrección de los predestinados, que son como predicadores elocuentes y eficaces que han causado mucho bien y obrado muchas conversiones».

Este testimonio del padre Morán de Butrón, escrito en 1696, plantea dos cuestiones de interés para la Historia del Arte Ecuatoriano. Primera, la de definir el sentido que hay que dar a la atribución de todos los lienzos que adornan la iglesia; y segunda, señalar el alcance que tuvo la enseñanza de pintura del hermano Hernando.

Según el padre Mercado el hermano Hernando de la Cruz, pintó, con un fin moralizador, los grandes lienzos del Juicio y del Infierno y «promovió también el culto de Dios, de la Virgen y de los santos, haciendo otros muchos lienzos, con que adornó los aposentos de aquel Colegio y enriqueció las residencias y demás casas de aquella Provincia». Pintó también muchas representaciones   —161→   de la muerte con esta inscripción: Haec est pulchritudo humana.

Rodríguez de Ocampo dice en 1650, que el hermano Hernando fue «superior» en la pintura, «como se ve en los lienzos y cuadros que están en la iglesia de la Compañía».

El padre Velasco refiere a su vez en 1774, «que los muchísimos cuadros con que su diestro pincel enriqueció el templo y el Colegio Máximo fueron y son el mayor asombro del arte y el más inestimable tesoro».

Estas afirmaciones de carácter general han revestido su sentido propio con el dato concreto, conocido en 1957 con la publicación de la Historia del padre Mercado. Ahí dice, refiriéndose a la Sacristía de la Compañía: «Levantó la el hermano Marcos (Guerra) desde sus cimientos: hízola de bóveda muy vistosa por su belleza. En el frontispicio puso un retablo de madera y en su nicho se colocó una devotísima imagen hecha por el diestro pincel del hermano Hernando de la Cruz. La imagen es de nuestro padre San Ignacio revestido de Sacerdote y está ofreciendo su corazón a la Santísima Trinidad». Este lienzo, perfectamente conservado, permuté, por la forma y colorido de la pintura, establecer, por comparación, los cuadros que fueron pintados por el hermano Hernando de la Cruz.

La tradición ha atribuido al hermano Hernando el retrato de Santa Mariana de Jesús, que se conserva en el Monasterio del Carmen Antiguo. Esta atribución tradicional se respalda en el siguiente testimonio del padre Morán de Butrón: «Como quedó el cuerpo, sin apariencia alguna de yerto o de difunto, fue muy fácil que un diestro pintor la retratase con propiedad y sacase el rostro con semejanza, aunque no con la composición de la mortaja, sino con la sotana de la Compañía y honestidad de vestuario que usó en vida. Tengo por muy verosímil haber sido uno de los pintores que la retrataron el venerable hermano Hernando, pues lo era excelentísimo; y la tuvo siempre muy estampada en su corazón».

«Muchos retratos hay en la Provincia y todos los que he visto   —162→   están conformes, así en el traje de jesuita, como en la peregrina belleza de su cara». La verosimilitud de esta afirmación del padre Morán se confirma con el hecho de que habiendo el hermano Hernando ido a visitar a su amigo, enfermo y desahuciado, don Luis de Troya, vicario del Obispado, el «hermano mandó a traer de su celda el retrato de Mariana, con cuya sola aplicación sanó el enfermo de inmediato» (Vida, pág. 435).

Acerca de la formación de discípulos, tanto el padre Mercado como el padre Morán de Butrón, afirman que los tuvo. El primero refiere que el hermano Hernando, en su obrador, hacía que uno de sus discípulos leyese un libro de piedad mientras pintaba. El padre Morán dice expresamente que el hermano enseñó la pintura a algunos seglares, entre ellos a uno que vistió el hábito de converso en San Francisco.

El hermano Hernando murió el 6 de enero de 1646.




ArribaAbajo Miguel de Santiago

Refiere el padre Mercado que dos amigos del hermano Hernando de la Cruz procuraron que pintores hiciesen varios retratos del difunto sobre el modelo del cadáver. ¿Qué pintores había en Quito hacia mediados del siglo XVII? Con data de 1645 y las iniciales de Miguel de Santiago existe, en la colección de don Víctor Mena, un lienzo de la Flagelación. En el Monasterio de la Concepción de Cuenca se conserva un cuadro de Santa Lucía que lleva esta inscripción al pie: «Frater Thomas del Castillo - Fecit anno 1654 - Noviembre 28». Es el dominicano quiteño, conocido como «lindo pintor de pincel, nacido en Indias, edad cuarenta y siete años», en 1640. En la misma colección de Víctor Mena consta un lienzo de San Francisco de Asís, pintado en Quito en 1657 por Juan López. Estos pintores contemporáneos al hermano Hernando de la Cruz, no pudieron prescindir del ambiente artístico creado por el pintor jesuita.

  —163→  

En este ambiente surgió la figura de Miguel de Santiago, que llevó el arte colonial quiteño a la máxima altura en el arte hispanoamericano. Nació en el Alto de Buenos Aires, parroquia de Santa Bárbara, donde pasó toda su vida. Fue hijo de Lucas Vizuete y de Juana Ruiz. De la madre heredó la casa nativa, que la amplió con solares para huerta y una nueva casa. Joven se casó con doña Andrea Cisneros y Alvarado, allegada a la familia de Mariana de Jesús. En su matrimonio tuvo por hijos a dos Agustines y un Bartolomé, que murieron niños; a Isabel Cisneros y Alvarado que casó con el capitán Antonio Egas y a Juana de Ruiz y Cisneros, que le dio un nieto llamado Agustín. La naturaleza le dotó de larga vida. En el transcurso de los años fue perdiendo sucesivamente a sus tres hijos varones, a su esposa, a su hija Juana y a su yerno Antonio Egas. Para su cansada vejez no le quedaran más que su hija Isabel, su nietecito Agustín de ocho años y una sirvienta llamada Ana Galarza, a quien gratificó sus servicios con un pedazo de tierra en el Alto de Buenos Aires. Tal fue el escenario de familia en que se desarrolló su vida.

Dos sucesos extraordinarios determinaron en su juventud la suerte futura de su vida. El uno fue la adopción legal que le hizo don Hernando de Santiago y el otro el mecenazgo del padre fray Basilio de Ribera. Por el primero adoptó el apellido de Santiago, con que firmó sus lienzos y fue conocido socialmente. Es, sin embargo, de notar que a ninguno de sus hijos transmitió este apellido adoptado. En su testamento afirmó expresamente: «Declaro que durante el matrimonio tuvimos y procreamos por nuestros hijos legítimos a Agustín de Cisneros, otro Agustín, Bartolomé de Cisneros, doña Isabel de Cisneros y Alvarado, viuda del capitán don Antonio Egas y a doña Juana de Ruiz y Cisneros; y los dichos varones murieron sin dejar herederos y la dicha doña Juana falleció dejando un hijo llamado Agustín Ruiz, de edad al presente de ocho años que lo tengo en mi poder». Por lo visto, a sus hijos impuso el apellido de su esposa o el de su madre.

Para su porvenir de artista resultó providencial el encuentro   —164→   con el padre Basilio de Ribera. Rodríguez de Ocampo, en su Relación escrita en 1650, dice simplemente que el padre Basilio de Ribera era entonces «religioso esencial» de su Religión. En cambio, hace un cumplido elogio del padre maestro Francisco de la Fuente y Chaves, a quien atribuye la organización de la economía del convento, con la adquisición de la hacienda del Callo, la instalación de un obraje de paños, la dotación de Capellanías al Convento y con la explotación de canteras y tejares para la fábrica del Convento, el cual se estaba edificando «con claustro bajo de cal y canto, arquería y pilares curiosamente labrados, sacristía, enfermería, refectorio y demás oficinas, que después de todo acabado será de los edificios más supremos que haya en todos estos reinos». Desde 1632, cuando aún era estudiante, aparece fray Basilio de Ribera como Secretario del provincial padre de la Fuente y Chaves. En 1637, ordenado ya de sacerdote, fue designado Prior del Convento de Latacunga. En 1640 reanudó su carrera de estudios hasta adquirir el título de Lector Primario de Teología. Designado nuevamente como Secretario del Provincial, el padre de la Fuente y Chávez le nombró de Visitador de la Provincia con el título de Vicario Provincial. En 1645 recibió el grado de Doctor y Maestro en Sagrada Teología. Data de esta fecha la poesía del padre Antonio de Bastidas, que celebró el ascenso del padre Ribera. En esta composición, que consta de treinta cuartetos, el poeta jesuita descubre las relaciones íntimas entre la fuente y la ribera, para celebrar la unión espiritual entre el padre de la Fuente y Chávez y el padre de Ribera.

El padre de la Fuente y Chávez vació su espíritu en el padre Ribera, para que fuera el continuador de sus obras. La posición social de que él gozaba facilitó al padre Ribera el cultivo de amistad con personas influyentes en el medio ambiente. Así se explica que, en el tiempo que estuvo a la cabeza del Convento y luego de la Provincia, el padre Ribera llevase a cabo las obras, tanto de la iglesia como de los claustros, comenzados por el padre de la Fuente.

  —165→  

Aludimos; ya al elogio que hizo del padre Ribera el editor del Poema heroico de Hernando Domínguez Camargo, en la dedicatoria. La edición apareció impresa en Madrid en 1666. Para ese año, en que el padre Ribera concluía el segundo período de su Provincialato, se refería a las obras realizadas y que estaban realizándose en el Convento de San Agustín. «Atendiendo, se decía, con el desvelo que vemos al adorno de la iglesia, prosigue cada día con más calor, no sólo en la erección de la portada, en que tantos meses se esmera el primor y el cuidado; pero también en el edificio interior. Pues acabado el de profundas, en breve veremos consumado el refectorio. Obras tan grandes, que ellas solas sirven de segundo claustro; tan fuertes y soberbias, que en su eminencia se hallan divididas muchas celdas con la capacidad del claustro primero, que admiramos ya perfeccionado: no sólo con todo el primor de la arquitectura pero con los esmeros y aliños que publica la fama, de tantos retablos, que acuerdan la vida de su gran padre agustino, ya con los ingeniosos atributos desta mayor lumbrera de la iglesia, a donde los pinceles más delicados pudieran estudiar perfecciones; ya con la pila o fuente coronada del sol».

Es la primera vez que se hace alusión a la galería de lienzos pintados por Miguel de Santiago, cuando no habían transcurrido sino diez años de su inauguración. El padre Basilio de Ribera había convertido su convento en taller de artes y oficios. Los picapedreros labraban los bloques lapídeos para el frontispicio del templo. Los albañiles se ocupaban con la construcción del segundo piso del convento. Los talladores modelaban las figuras del artesonado de los claustros bajos y hacían los marcos en que debían encuadrarse los lienzos de la vida de San Agustín. Para la ejecución de la pintura, el padre Ribera había puesto los ojos en el joven Miguel de Santiago, que acababa de cumplir sus veinte años. No podía darse mejor oportunidad a un artista para el comienzo de su carrera. Dos factores se unían para propiciar la obra, la una favorable a la formación del artista, la otra, a la   —166→   trascendencia de su fama: eran la procuración de modelos y el patrocinio económico sobre cada lienzo concluido.

Los padres Leonardo de Araujo y Basilio de Ribera, en su viaje a Madrid y Roma, habían traído consigo la colección de grabados de la vida de San Agustín, debida al buril de Shelte de Bolswert (1586-1659). Esta serie de láminas facilitó a los agustinos del Cuzco y de Lima para decorar los claustros conventuales con los episodios de la vida de su santo fundador. A Miguel de Santiago se le impuso la tarea de interpretar, a su vez, los grabados, en lienzos de tamaño igual, que pudieran enmarcarse en un espacio de 3,10 x 2,70, componiendo la galería de molduras labradas y doradas que rodeaban los claustros bajos del Convento.

La serie de grabados ofrecía una gran variedad de elementos a la interpretación del artista. Para la tectónica de la composición había como fondas, estructuras arquitectónicas y paisajes de profundidad o simplemente aglomeración de personajes. El protagonista, de edad varonil, vestía a veces el hábito religioso y más de ordinario llevaba la capa pluvial con la mitra. Fuera del santo, había de acuerdo con los motivos, una infinidad de personajes erectos o sedentes y en diversas actitudes. De hecho se ofrecía al artista la posibilidad de ejercitarse en toda clase de representaciones.

El joven artista optó, para figurar el cielo, un blanco de ocre, con una capa de verde frío y sobreposición de nubes sombreadas. Para las estructuras arquitectónicas utilizó el gris café, interponiendo a veces ocre según los elementos. En los fondos de paisaje contrastó la figuración de árboles cercanos con la profundidad en tonos de verde frío que terminaban en nubes ligeramente sombreadas. En las apariciones celestes rodeaba a las figuras de un contorno de ocre amarillo claro. La capa pluvial del santo se decoraba con una cenefa bordada de diversas figuras en ocre oscuro y claro con flores estilizadas en el cuerpo del manto.

Esta iniciación de la carrera con modelos europeos por delante, desarrolló en el artista el sentido de la composición y el   —167→   colorido. Sin procurarlo personalmente, se vio en el trance de comenzar su profesión imitando modelos. En realidad era el modo de formación utilizado entonces por los artistas españoles. La crítica moderna ha comprobado el influjo que Flandes e Italia tuvieron en los pintores españoles. Durero y Holbein y más tarde Rubens y Van Dyck inspiraron también a los pintores de América, a través de los grabados. De los grabados de Bolswert aprovechó también, el pintor cuzqueño Basilio Pacheco para los lienzos de las galerías agustinianas de Lima y el Cuzco. Sin embargo, nuestro artista de veinte años supo dar vida duradera a los cuadros que pintó para el Convento de San Agustín de Quito.

El ascendiente social del padre Ribera se convirtió en medio eficaz de propaganda de la habilidad precoz de Miguel de Santiago. El Provincial de los Agustinos había conseguido que sus amigos costeasen la hechura de los cuadros, con el aliciente de hacer constar sus nombres en cada lienzo respectivo. Aún más, los que tenían blasón nobiliario de familia harían pintar el escudo familiar al pie del cuadro. Al artista se le ponía en el caso de interpretar la heráldica, lo cual le facilitaba ponerse en contacto con los interesados.

Fueron dieciséis los donantes, con blasón nobiliario, que patrocinaron la pintura de un lienzo. Entre ellos constaban funcionarios de la Audiencia, como el presidente doctor Pedro Vázquez de Velasco y los oidores Juan de Morales Aramburo y Luis José Mello de la Fuente; personajes de Iglesia, como el ilustrísimo señor Alonso de la Peña y Montenegro; los canónigos doctores José de Borja, Fernando de Loma Portocarrera y Francisco de Velasco y Zúñiga; señores representativos como Francisco Ponce Castillejo, capitán Francisco Álvarez Bortello, el corregidor Gabriel de Avendaño y Zúñiga y el contador y Juez Oficial de la ciudad Antonio de la Chica Cevallos, el mercader don Pedro Montero de la Calle y doña Leonor de Saavedra y Monroy, el doctor Pedro Jiménez de Veles y el Comisario del Santo Oficio don Francisco Serrano Montero. Entre los religiosos, sólo el padre Pedro de San   —168→   Nicolás, Definidor de la Provincia, hizo constar su blasón de familia en el lienzo costeado por él. La interpretación de la heráldica fue el aporte original de Miguel de Santiago en los cuadros de la vida de San Agustín.

A mediados del siglo XVII era corriente el aprecio de los blasones nobiliarios. Sánchez Solmirón en 1650 insistió en este aspecto, al hablar de los canónigos que integraban el personal del Cabildo. Se refirió precisamente al doctor Francisco de Velasco y Zúñiga, nieto de Sebastián de Benalcázar; a don Fernando de Loma Portocarrera, hijo del Tesorero de la Real Audiencia del mismo nombre y de doña Leonor de Zorrilla, hija a su vez del oidor don Pedro de Zorrilla y a don Álvaro de Cevallos, tío de Antonio de la Chica Cevallos, descendientes del Registrador de la Cancillería. El canónigo Borja exhibía en su blasón el toro característico de este noble apellido.

Fuera de estos dieciséis con escudo de nobleza, figuran treintitrés donantes más que hicieron constar su nombre en los cuadros de la galería. Unos fueron sacerdotes, otros seglares acomodados y los más, religiosos de San Agustín que ocupaban cargos. No todos los lienzos fueron pintados por Miguel de Santiago. La inscripción que lleva el cuadro de la dedicatoria dice simplemente: «Este lienzo con doce o más pintó Miguel de Santiago en todo este año de 1656 en que se acabó esta Historia». Algunos lienzos llevan las iniciales M de S que identifican al artista y permiten, por comparación, señalar los otros que deben atribuírsele.

Al pie de cada lienzo de la colección, consta, después del nombre del donante, la descripción del motivo desarrollado, con indicación de la fuente en que se hallaba narrado el episodio representado. Con el detalle del libro y del capítulo se mencionan a San Próspero, Posidonio, Maburno, Angelis, Jacobo de Vorágine, que escribieron acerca de San Agustín.

En conclusión, para la vida artística de Miguel de Santiago, fue una escena simbólica este primer triunfo en su larga carrera de pintor. No fue únicamente su gran ensayo pictórico. Para interpretar   —169→   los grabados hubo antes de compenetrarse de los episodios de la vida del santo, estudiándolos en los biógrafos más autorizados. Mientras pintaba tuvo ocasión de tratar con las personas más representativas de la sociedad, que se convirtieron en sus clientes.

Desde el punto de vista humano, surgió en su corazón el amor a San Agustín, que le acompañó toda la vida. Buscó un medio de manifestarlo, bautizando a sus hijos con el nombre del Doctor de la gracia. Cuando murió, el escribano Cevallos y Velasco «halló el cuerpo de Miguel de Santiago tendido en el suelo, con hábito de la Religión del Gran Padre San Agustín por mortaja y un santo Cristo Crucifijo en el pecho, asido a las manos», tal como él había pintado a San Nicolás el año de 1672. Además en su testamento hizo constar esta cláusula: «Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la crió y redimió con su preciosa muerte y pasión, y el cuerpo a la tierra de que fue formado, el que quiero y es mi voluntad sea sepultado en la iglesia del Convento del gran padre San Agustín y entierro de los religiosos de él, en virtud de Bula que tengo para ello en mi poder».

Años más tarde se ofreció a Miguel de Santiago ocasión de trabajar en compañía de una nueva generación de artistas. Desde fines del siglo XVI se había inaugurado en Guápulo el culto de Nuestra Señora de Guadalupe, con una imagen labrada por Diego de Robles. La santa efigie se convirtió en milagrosa y Guápulo en su santuario, que comenzó a ser frecuentado por devotos romeriantes. El ilustrísimo señor López de Solís hizo levantar la primitiva iglesia y dio aliento a la Cofradía organizada para el culto de la imagen. A mediados del siglo XVII era cura de Guápulo el licenciado Lorenzo de Mesa Ramírez y Arellano, quien comenzó en 1649 la construcción del nuevo templo, a cargo de la Cofradía de Nuestra Señora. Al licenciado sucedió en el curato el doctor José de Herrera y Cevallos, quien llevó a cabo la obra total del templo, con limosnas procuradas en un recorrido que hizo en 1676, para acrecentar los fondos de la Cofradía.

  —170→  

Bajo el patrocinio de este generoso sacerdote se juntaron en Guápulo los artistas de renombre en aquel entonces. El arquitecto franciscano hermano Antonio Rodríguez vigilaba la construcción. El capitán Marcos Tomás Correa trazaba los diseños de los retablos, que los ejecutaba el escultor Juan Bautista Menacho. Miguel de Santiago recibió el encargo de realizar la obra pictórica. En este ambiente de familiaridad artística se verificó el 10 de octubre de 1688 la ceremonia del bautizo del primer hijo del joven pintor Nicolás Javier Goríbar, vinculado con Miguel de Santiago por el parentesco y la afición al arte.

Miguel de Santiago pasaba de los cincuenta cuando pintó los cuadros de Guápulo. Habían transcurrido treinta años desde que pintara la vida de San Agustín. Ahora se le encargó pintar lienzos para los marcos de los retablos e interpretar los episodios de los milagros hasta entonces realizados por Nuestra Señora de Guápulo.

De los favores concedidos por la Virgen, unos habían sido individuales, realizados en la intimidad de un hogar, ante la faz del público, o en un escenario de paisaje natural; otros habían sido colectivos, en que intervenían el pueblo y la Naturaleza. Todos constituían el asunto que se ofrecían a la interpretación del artista. Esta vez no había modelos. Los hechos se mantenían frescos en la memoria de los devotos.

Ente los lienzos, que representan un favor personal, hay uno que lleva las iniciales del pintor. En la inscripción del pie se enuncia un doble motivo «Habiendo prometido don Francisco Romo ir a pie a un novenario, fuese a mula y le arrastró desde la esquina de la plaza en el año de 1665. Y un hijo suyo estando comiendo se le atravesó un hueso y lo sacaron lleno de sangre». La imagen de Nuestra Señora desde el cielo del lienzo preside las dos escenas, la del caballero echado al suelo por la mula y el grupo que rodea al niño en actitud de extraer el hueso. El artista para interpretar este doble asunto ha utilizado un lienzo en que se hallaba pintada una Sagrada Familia, que va reapareciendo   —171→   por efecto del tiempo, que ha diluido los colores sobrepuestos.

Otro lienzo representa una gracia realizada en el templo a presencia de un público espectador. La inscripción anota: «En el año de 1646 en presencia del señor obispo don Agustín Duarte y el presidente don Martín de Arriola, llegó una india endemoniada estando en la Misa Mayor y quedó muerta y después que se acabó la Misa se levantó sana y buena». En el fondo de la composición aparecen el antiguo retablo del Santuario. A lado y lado se hallan con su comitiva el obispo Duarte y el presidente Arriola. Las miradas de todos convergen a la india en ademán de levantarse.

Con fondo de paisaje montañoso se representa otro milagro individual, cuyo asunto consta en la inscripción que sigue: «En el año 1634 trajeron una india del pueblo de Pujilí enferma que había estado años tullida; viéndose imposibilitada de la salud acudió al remedio de la Virgen Santa y fue a su casa habiendo asistido diez días luego de ir [...] sana y buena».

Entre los favores de tipo colectivo figuran tres en que el artista ha representado el ambiente paisajístico. Uno de ellos lleva esta inscripción poética: «Con el sol con el agua por todos tiempos a pedir de boca a los labradores Nuestra Señora de Guadalupe nos ampara». La imagen de la Virgen con un fondo ocre de amarillo claro contrasta con las nubes preñadas de agua que se cierne sobre los campos sedientos de la lluvia.

Un caso similar se representa en otro lienzo que interpreta el milagro contrario de suspender la caída de la lluvia amenazante, para permitir que los campesinos concluyan su cosecha de trigales.

Otro lienzo ofrece el espectáculo del ambiente calcinado por el sol del verano, con la tierra reseca y agrietada. La siguiente inscripción señala el asunto: «En el año 1621 hubo en la ciudad de Quito una ceca grande que se abría la tierra en muchas grietas y llegó a morir todo el ganado y en punto de perecer la gente, si no acordaran llevar a la Virgen en procesión y la pusieron en   —172→   Santa Bárbara de donde la llevaron a la Catedral y al punto con lluvia socorrió la necesidad».

Son doce los lienzos que componen la colección de la Sacristía de Guápulo y se pintaron bajo la dirección de Miguel de Santiago.

La interpretación de los milagros le obligó al pintor a representar el fondo del paisaje local. Quito se encuentra dominado al occidente por la cadena desigual del Pichincha que limita el horizonte. La altura de cerca de tres mil metros ocasiona lluvias, por el encuentro de nubes de calor desigual que se diluyen con notable rapidez, sin que falten temporales de sequía, sobre todo en el verano. De acuerdo con esta naturaleza, captada con ojos de pintor, Miguel de Santiago halló medios de expresión de la montaña sombría con su base y estructura geológicas, de las nubes oscuras y pesadas, del ambiente verdoso calcinado por el sol ecuatorial.

Además, se adelantó a representar las figuras humanas, no rehechas mentalmente; sino tal como capta la vista, como manchas que insinúan y sugieren la realidad, por el contorno de las líneas. En este aspecto se adelantó al impresionismo tan del gusto del siglo XIX.

Entre los lienzos que pintó en Guápulo hay uno que interpreta un hecho histórico. Desde los primeros días de la conquista española se propagó en Quito la devoción al privilegio de la Inmaculada Concepción. En la acta del Cabildo del 10 de abril de 1550 se hace ya constar la existencia en la Catedral de la Cofradía de la Inmaculada Concepción. En homenaje a la Virgen Inmaculada se había hecho una capilla propia con retablo, a cargo de la familia de Rodrigo Núñez de Bonilla. Todos los años se celebraba fiesta el 9 de diciembre con rito doble de primera clase con octava por ser Patrona de la Catedral.

A la par de la iglesia catedral se celebraba también fiesta solemne en la iglesia de San Francisco y en el Monasterio de la Inmaculada Concepción, que había sido fundado en Quito el 13   —173→   de enero de 1577. El culto a la Virgen Inmaculada se propagó en todas las ciudades de la Audiencia por el apostolado franciscano y el establecimiento de los Monasterios de Conceptas en Quito, Loja, Cuenca, Pasto y Riobamba. A la Cofradía organizada en la Catedral de Quito pertenecía el escultor Diego de Robles, como afirma en su testamento y para San Francisco labró «una imagen de Nuestra Señora de la Concepción, las manos puestas».

El culto a la Inmaculada fue herencia de España. De la Madre Patria vino también un nuevo estímulo para el aumento de devoción a María concebida sin mancha de pecado. Desde 1616 los monarcas españoles habían promovido juntas de teólogos para unificar el criterio acerca del sentido del privilegio de la Virgen. Después de largos estudios y de intervención constante ante la Santa Sede, el rey Felipe IV consiguió que el papa Alejandro Séptimo expidiese, el 8 de diciembre de 1661, la Bula Solicitudo omniun Ecclesiarum, en que declaraba que el sentido del privilegio de la Inmaculada Concepción debía entenderse así: «El alma de María, en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue, por gracia especial de Dios y en virtud de los méritos de Jesucristo redentor del género humano, preservada inmune del pecado original». Ante este triunfo de trascendencia nacional, ordenó el Rey que tanto en España como en América se celebrasen fiestas de acción de gracias. La cédula llevaba la fecha del 24 de enero de 1662. Tal fue el hecho histórico que se ofreció a la interpretación de Miguel de Santiago. La Virgen sin mancilla lleva las manos juntas sobre el pecho, viste túnica blanca y manto azul y su mirada espiritual y amable se dirige al espectador devoto. Descansa sobre la luna sostenida a los extremos por Alejandro VII y Felipe IV, pintados de busto. Escalonados a los lados aparecen los bustos de los doctores Santo Tomás y San Buenaventura, San Agustín y San Jerónimo, San Ambrosio y San Gregorio y coronando en la mitad el grupo de la Trinidad. Esta representación es única y revela la originalidad de Miguel de Santiago. Años antes había pintado el artista la Inmaculada para   —174→   la galería de San Agustín. La Virgen de tamaño casi natural está en ademán de aplastar la cabeza de la serpiente. Esta actitud de beligerancia ha informado de dinamismo tanto a la figura como a los paños del vestido. Al adelantar el pie derecho se ocasiona la necesidad de buscar equilibrio levantando ligeramente los brazos como alas en el aire para procurar que la mirada tienda hacia la acción de la victoria. En el fondo, con escalonamiento de profundidad, se representan las alegorías marianas. A la izquierda, el Lirio entre espinas (Cant. II, 2), la Fuente de los Huertos (Cant. IV, 15), el Pozo de Agua Viva (Cant. IV, 15), el Cedro erguido (Ecles. XXIV, 17), el Arbusto de Jesé (Ezech. VII, 10) y la Ciudad de Dios (Ps. LXXXVI, 3); a la derecha aparecen, en diferente plano, el Rosal Místico, el Espejo sin mancilla (Sab. VII, 26), el Jardín cerrado (Cant. IV, 12), la Torre de David (Cant. IV, 4) y la Estrella de los Mares. Arriba, entre nubes, se distinguen la Estrella de la mañana, la Escala y Puerta del cielo. La forma de representación es también original. Este lienzo sirvió, un siglo después, de modelo para la Inmaculada de Bernardo de Legarda.

Otra Inmaculada de Miguel de Santiago, de procedencia jesuítica, es la que se encuentra sobre el descanso de la grada del palacio arzobispal. La Virgen de faz adolescente contempla abismada el cielo. El manto azul se abre ligeramente al aire a la mitad del talle, mientras la túnica blanca desciende en pliegues hasta recogerse a los pies que descansan sobre la luna, sostenida a los lados por los bustos de San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier.

Pero la creación típica de Miguel de Santiago es la Inmaculada Eucarística, que aportó a la Mariología universal una nueva concepción de María Inmaculada con relación a la Eucaristía. Desde el punto de vista pictórico, la composición se inscribe en un cono invertido. En la parte superior, con las manos enlazadas y sedentes, figuran las Personas de la Trinidad. La vista del Padre y del Hijo converge al Espíritu Santo, en cuyo seno descansa   —175→   la cabeza de María Inmaculada, cuyo talle vertical se halla sostenido por la luna, con ángeles que la rodean. La Virgen sin mancilla sostiene con sus manos una custodia cuyo viril resplandeciente se apoya sobre su corazón. Esta forma original de representar a la Inmaculada Eucarística responde al saludo popular que aclama a María como Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo y alaba al Santísimo Sacramento y María concebida sin pecado original. Dos ejemplares de esta singular representación se conservan en Quito, una en el Museo de San Francisco y otra, con ligeras variantes, en el Museo Municipal.

En estas interpretaciones el artista se impuso un problema que lo resolvió en forma original y bella. Cabe anotar el contraste con Murillo, el pintor español de la Inmaculada, que una vez hallada una forma de representación, la repitió con insistencia.

En Guápulo tuvo Miguel de Santiago ocasión de tratar con intimida a fray Antonio Rodríguez, el arquitecto franciscano más destacado y conocido en Quito. En las cuentas de la Cofradía del Santuario constan las datas de los pagos que se hicieron a Juan Bautista Menacho y sus colaboradores en la hechura del retablo por orden de fray Antonio Rodríguez, lo mismo que a Miguel de Santiago por sus pinturas. Esta vinculación de amistad explica que fuese el pintor tomado en cuenta para las obras de San Francisco. En la portería franciscana se hallan los retratos hechos por Miguel de Santiago de los hermanos fray Pedro Pecador y fray Domingo de Brieva. El primero empuña en la diestra una cruz y contempla a un ángel que le ofrece un vestido. El segundo inclina la cabeza y ofrece un pan a un pobre tendido a sus plantas. Los dos hermanos eran conocidos como santos y fueron los héroes de la expedición que realizaron los franciscanos por el río Amazonas. Fray Domingo fue, además, uno de dos que aprendieron la pintura en el taller del hermano Hernando de la Cruz.

El trabajo de mayor alcance que se le encomendó en San Francisco fue la pintura de los cuadros de la Doctrina Cristiana.   —176→   Tratábase de interpretar en figuras alegóricas, adecuadamente ordenadas, las verdades del Dogma y la Moral. La Iglesia, desde el principio, se había servido del arte para facilitar al pueblo la inteligencia de las verdades religiosas y las prácticas del culto. De este modo la fe inspiraba las obras de arte, y las obras de arte a su vez educaban el sentimiento religioso del pueblo y se convertían en un lugar teológico, comprobatorio de la creencia.

Para esta labor docente y estimuladora había aceptado representaciones simbólicas, que constituían un capítulo especial del arte cristiano. En el tratado de pintura, que manejaron nuestros artistas, consta un párrafo, destinado a describir los enigmas simbólicos y las formas de representarlos. Ahí se encuentran las figuras de las virtudes teologales y cardinales, los continentes y estaciones, los elementos de la naturaleza y los simbolismos de los vicios.

Para el tiempo de Miguel de Santiago había, pues, un repertorio conocido de la simbología cristiana.

Mayor esfuerzo demandaba la justificación del ordenamiento de las figuras. A este respecto se revela la preparación mental de Miguel de Santiago. El principio regulador de ese orden se hallaba en el prólogo de Santo Tomás de la Ia. IIae. de la Suma Teológica. Ahí decía el Angélico doctor «Los principios de los actos humanos son internos o externos. Internos, son las disposiciones habituales: virtudes y vicios; añadiendo a las virtudes los dones y lo que se nombra, según la Escritura, las Buenaventuranzas y los Frutos. Externamente, los actos humanos tienen por principio a Dios, por medio de la ley y de la gracia: ley eterna, de la cual se derivan la ley natural y la ley humana y la divino-positiva; la gracia», que se consigue por los sacramentos. «Por lo cual, el método más breve y fácil será ocuparnos, al mismo tiempo y en el mismo tratado, de la virtud, del don que le corresponde, de los vicios que le son opuestos y de los preceptos afirmativos y negativos que se le relacionan». Santo Tomás menciona el mandamiento, la virtud, el vicio   —177→   opuesto, el don y el Sacramento. A estos elementos del Dogma católico Miguel de Santiago ha añadido la petición del Padrenuestro y la obra de misericordia.

Son ocho los lienzos de la Doctrina Cristiana. El primero, como introducción, interpreta la revelación de la ley divino-positiva en el monte Sinaí. Dos ángeles extienden sus brazos a dos hombres. Del cielo procede el mandamiento de adorar a Dios y de no tener dioses ajenos, que provoca la invocación del hombre redimido al Padre nuestro que estás en los cielos.

En los siete cuadros restantes se desarrolla la exposición de la Doctrina. La ordenación de las figuras simbólicas se dispone en un rectángulo. A los extremos laterales se han colocado de pie, a la izquierda, la imagen de la virtud y a la derecha, la representación de un sacramento. Al medio en primer plano se halla la alegoría de un vicio figurado por un animal; en segundo plano la interpretación de una obra de misericordia. Delante de la figura de la virtud se encuentra de rodillas y en ademán de súplica la imagen que formula las Peticiones del Padrenuestro. En la parte superior del cuadro aparecen dos ángeles que sostienen las tablas en que va inscrito un mandamiento y sobre la Virtud se halla la figuración del don del Espíritu Santo.

Cada figura simbólica llama la atención de por sí por su representación característica y tradicional. No obstante repetirse en serie convencional, todas ellas varían en los detalles pictóricos. Un aire de mística evasión anima a todas. En su conjunto, cada figura se ordena en función de solidaridad. Mientras las del primer plano se destacan a los ojos del espectador, las del fondo se insinúan con rasgos indecisos, que se definen mirados a la distancia. La representación de las obras de misericordia recuerdan las características de algunos lienzos de Guápulo, en que Miguel de Santiago se adelantó a producir los efectos del impresionismo.

Últimamente los escritores de Colombia han destacado el valor de dos colecciones de lienzos, atribuidos a Miguel de Santiago,   —178→   que se conservan en la iglesia de San Francisco y en la Catedral de Bogotá.

La primera consta de once cuadros de 1.96 x 1.45, que adornan los muros del Camarían de la Inmaculada. En serie ordenada desarrollan el saludo popular de: ALA - BADOSEA - EL - SMO - SACRA - MENTO - Y LA VIRGEN - MARÍA - CONCEBIDA - SIN PECADO - ORIGINAL.

La disposición de las figuras se ordena en un rectángulo, al modo de los cuadros de la Doctrina Cristiana. En el cielo, sostenido por ángeles, aparece sobre pergamino desenrollado, el fragmento del saludo popular al Santísimo y a la Virgen Inmaculada. En los seis primeros, que se refieren al Santísimo, se destacan a los lados las figuras erguidas de dos apóstoles y en el centro se desarrolla una escena simbólica de la Eucaristía. En los cinco restantes, se hallan a los lados las figuras de las santas más conocidas en la devoción popular y al medio, una alegoría de la Virgen concebida sin pecado.

La revista Ilustración de los Terciarios Franciscanos de Colombia, en el número de enero de 1954, reproduce estos lienzos y se atribuye su origen a un canje, establecido entre Miguel de Santiago y el pintor colombiano Gregorio Vázquez.

Jorge Luis Arango, en la revista Hojas de Cultura Popular Colombiana reprodujo la serie de lienzos relativos a los artículos del Credo, que se conservan en la Catedral de Bogotá. La disposición de las figuras en la composición del cuadro guarda evidente parentesco con los lienzos de la Doctrina Cristiana, que se conservan en el Museo de San Francisco de Quito.

Según esto, Miguel de Santiago fue el intérprete más aventajado de las verdades fundamentales del Dogma Católico. El desarrollo del asunto presuponía un conocimiento profundo de la Teología y un dominio de los recursos expresivos. Se explica así que su fama trascendiese a las principales ciudades de Hispanoamérica y aúna la Madre Patria. La Condamine comprobó en   —179→   Quito los motivos de esa nombradía y dio a conocer a Europa el mérito del pintor quiteño.

Fuera de estos lienzos, pintados en serie y bajo el compromiso de un cliente, Miguel de Santiago pintó muchos otros cuadros, que se encuentran dispersos en conventos, iglesias y colecciones particulares. En el Santuario del Quinche se hallan tres lienzos relativos al Nacimiento, Presentación y Visitación de la Virgen. Este último es una interpretación de un grabado que consta en el Evangelicae historiae imagines, etc., del padre Jerónimo Nadal, editada en Amberes en 1593. En la catedral, detrás del coro se halla el magnífico lienzo de la Muerte de la Virgen. Cristos de su pincel se conservan en los conventos del Tejar y de San Diego. En su testamento declaró que había pintado cuadros para los padres Jesuitas, Dominicos y Mercedarios.

Desde 1656, año en que pintó la colección de lienzos para la galería de San Agustín, hasta el de su muerte que fue en 1706, transcurrió medio siglo de constante labor pictórica. La preocupación del arte le absorbió toda la vida. Hay, sin embargo, que tomar en cuenta una observación de Espejo, sobre la actitud del artista proveniente de la situación social. Según Espejo, sea por el influjo del clima o por la educación, el hecho es que todo arte sano profesional era indolente al trabajo y a los alicientes de la economía, necesitando la intervención extraña para el cumplimiento de todo compromiso. A este respecto escribió Espejo: «No era indio, ni hacía fiestas eclesiásticas el famoso pintor Gregorito, y éste, después de tener extrema habilidad y gusto, para la pintura, después de ser buscado y rogado con la plata a trabajar en su bellísima Arte, se moría de hambre y no vestía sino andrajos, y era preciso que algún dueño de obra le hiciese violencia, aprisionándole en su casa, para que tomara con alguna constante uniformidad de aplicación el pincel. Dicen los viejos, que pasaba lo mismo con el insigne Miguel de Santiago, que fue comparable con los Ticianos y Miguel Ángel». Nuestro artista, a pesar de todo, aprovechó de su arte para organizar su economía. En su testamento   —180→   afirmó que ni él ni su esposa aportaron nada al matrimonio. Los bienes con que contaba al fallecer eran producto de su exclusivo trabajo. El solar donde vivía heredó de su madre, pero las mejoras introducidas en la casa fueron obra propia suya. Además, añadió al solar media cuadra de tierras con cuartos de vivienda. Asimismo tuvo por herencia materna un solar en la parroquia de San Sebastián, que lo integró comprando los derechos a los demás herederos. Es quizá un hecho simbólico la preterición del nombre paterno. Fuera de la obligada mención como su progenitor, calla su recuerdo, en contraste con el de la madre, cuyo apellido impuso a su nieto Agustín Ruiz.

Igualmente se debe destacar la mención detallada que hace de las obras de pintura que formaban el ambiente que respiraba en su casa-taller. «Declaro por mis bienes [...] la cama cotidiana, que se compone de una cuja pabellón de listado, un colchón, una frezada y sobrecama, dos sábanas de ruán, cuatro de lienzo, una almohada de Bretaña con funda de holandilla.- Dos camisas, la una con su calzón.- Dos espadas, la una con concha, ambas sin daga.- Tres arcabuces. Una rodela de marcha. Un escritorio grande, con su cerradura y llave. Tres cajas de madera, la una con su llave y la otra sin llave. Dos baúles castellanos, con sus cerraduras y sin llaves. Una mesa grande, que me costó veinte pesos. Dos sombreros, uno de castor y otro de vicuña. Una olleta de plata y dos cucharas.- Un espejo.- Una docena de países de a dos varas, hechura de España. Dos retratos de a dos varas, hechuras de España. Otro lienzo de dos varas, pintura de España, hechura de Sierra Morena. Veinte y cuatro lienzos de a vara: unos en bosquejo y otros originales. Tres lienzos de a dos varas y media: los dos acabados y el uno en bosquejo. Una docena de lienzos de tocuyo, de a vara y media: unos en bosquejo y otros por acabar. Tres lienzos: el uno de vara y tres cuartas, que está acabado; el otro del mismo tamaño, acabado, y el otro de dos varas en bosquejo. Otro lienzo de dos varas, acabado. Un país de España. Cuatro lienzos de a dos varas: el uno, en bosquejo y el   —181→   otro acabado. Otro lienzo de dos varas y media, emprusiado. Un lienzo viejo, pintura al temple. Cinco varas y media de ruan para una sábana. Más cuarenta libros, chicos y grandes, de distintos autores, propios y ajenos: que los que son y a quienes pertenecen, constarán de una memoria que tengo en mi poder. Es mi voluntad se entreguen a sus dueños, los ajenos y los demás que sobraren los dejo por mis bienes».

La descripción de los bienes que constan en esta cláusula del testamento pone de manifiesto la precisión intuitiva del pintor. Desde el 31 de diciembre de 1705 hasta el 5 de enero de 1706 los ojos del artista contemplaban los lienzos, que cubrían las paredes de su habitación sin que se le escapase ningún detalle significativo. Eran ellos los hijos de su genio, los que perpetuarían su recuerdo.




ArribaAbajoNicolás Javier Goríbar

Al nombre de Miguel de Santiago se vincula el de Nicolás Javier Goríbar, unidos por la afición al arte y el parentesco. La primera vez que se menciona a Goríbar es el 20 de setiembre de 1685. En esa fecha su padre don José Valentín Goríbar otorgó su testamento, declarando que había sido casado con Agustina Martínez Díaz, de la cual tuvo por hijos al bachiller Miguel de Goríbar, Ángela Javier de Goríbar y Andrés Javier de Goríbar. Al primogénito le había dado mil pesos al ordenarse de sacerdote; los demás eran menores de edad y quedaban bajo la tutoría de su madre y el cuidado del Bachiller que fue nombrado de albacea.

Nicolás Javier debió contraer matrimonio tan pronto como cumplió la edad legal. El 10 de octubre de 1688 estuvo presente, en el Santuario de Guápulo, al bautismo de su primogénito al que puso el nombre de Francisco de Borja. Hizo de padrino su hermano el bachiller Miguel de Goríbar y administró el Sacramento   —182→   su pariente Francisco Martínez. La esposa de Goríbar se llamaba María Guerra.

Este episodio familiar delata el ambiente de confianza de que gozó Goríbar en el Santuario de Guápulo. La madre de Miguel de Santiago fue Juana Ruiz y la abuela de Goríbar se llamaba Mariana Ruiz. Por el apellido Ruiz venía el parentesco entre los dos artistas. En cuanto al presbítero Francisco Martínez era probablemente hermano de Agustina Martínez Díaz, madre de Goríbar.

Del tiempo del bautismo de su primogénito data la pintura del lienzo que lleva el nombre de Goríbar. Fue pintado para ocupar el sitio destinado a un retablo. Esta finalidad determinó la estructura de la composición, que simula un altar de orden corintio, con una gran corona por remate. El cruce del entablamento con las columnas determina la formación de marcos destinados a pinturas. Las dos centrales representan, abajo, la Virgen del Pilar rodeada de los apóstoles y arriba, el Tránsito de María cercada de ángeles. Las laterales ofrecen, pintadas de perfil, figuras sedentes en actitud de tocar el órgano.

Las inscripciones son todas de alegre sentido musical. Al pie, en el extremo izquierdo, se lee Fecit Goríbar y a lado opuesto, Feliciter vivat. Todo en este cuadro es simbólico: la juventud del artista que sueña con la fama.

Después de treinta años de la firma de este lienzo, aparece nuevamente el nombre de Goríbar al pie de un grabado, que lo concibió el padre jesuita Juan de Narváez y lo esculpió el padre Miguel de la Cruz. Representa la provincia jesuítica de Quito, integrada por sus colegios y misiones, que ofrece al infante Luis, príncipe de Asturias, un acto académico en que se discute la tesis De Statu Innocentiae.

Finalmente, el 5 de febrero de 1726 Goríbar consignó su nombre, junto con el de su hijo Francisco, en una petición que hacían los barrios al Cabildo de Quito. Los dos encabezaban la lista de los peticionarios del barrio de San Roque. Diez años después   —183→   se lo encuentra al artista en el Convento de San Francisco, firmando un contrato para renovar las pinturas del coro y de las celdas altas.

Estos datos sitúan a Goríbar entre el último tercio del siglo XVI y el primer tercio del XVII. Alcanzó a vivir veinte años de la madurez de Miguel de Santiago y fue su continuador por más de veinticinco. Al maestro le interesó la interpretación de los artículos del Credo y las verdades del Dogma Católico. El discípulo representó a los personajes bíblicos, profetas y reyes de Judá. Los dos fueron la expresión del sentido religioso del pueblo, sostenido y realzado por la enseñanza de las Universidades de San Gregorio y Santo Tomás.

Fuera de las referencias a que hemos aludido, Goríbar no acostumbró firmar en sus cuadros. Esta omisión ha dado lugar a discusiones de carácter técnico y de crítica histórica. Las dos series que se le atribuyen son los Profetas de la iglesia de la Compañía y los Reyes de Judá, que se hallan hoy en el Museo de Santo Domingo.

El primero en señalar la paternidad de Goríbar sobre esas colecciones fue el doctor don Pablo Herrera a mediados del siglo XIX. A él siguieron don José Domingo Cortés en su Diccionario Bibliográfico Americano, publicado en 1876; el padre Ricardo Cappa; en sus Estudios Críticos acerca de la dominación española en América, editados en Madrid en 1895; Francisco Campos en su Galería Biográfica de Hombres Célebres Ecuatorianos, que vio la luz en Guayaquil en 1885; el padre L. L. San Vicente, quien escribió en 1898: «Habíase creído que eran obra de Miguel de Santiago; pero se tiene por más cierto que son de su discípulo Goríbar». Esta tradición escrita la recogieron también el ilustrísimo señor González Suárez en el tomo séptimo de su Historia General y el doctor José Gabriel Navarro en sus Contribuciones a la Historia del Arte en el Ecuador.

Paralela a este testimonio literario, se ha conservado la tradición entre los pintores, cuyo representante principal fue Joaquín   —184→   Pinto, a quien enseñó la pintura Nicolás Cabrera, haciéndole copiar los Profetas de Goríbar. En el Museo Jijón y Caamaño se conservan bocetos antiguos tanto de los Profetas como de los Reyes de Judá.

Frente a esta tradición constante, suscitó una revisión crítica la Señora Teresa López de Vallarino en 1950. En su vida del hermano Hernando de la Cruz, atribuyó a éste la paternidad artística de los Profetas de la Compañía, basándose en la afirmación del padre Morán de Butrón, que decía que todos los cuadros existentes en la Compañía habían sido pintados por el hermano Hernando.

No fue difícil volver por la tradición. El hermano Hernando murió en 1646. Ahora bien, data de 1710 la Biblia Sacra, editada en Venecia por Nicolás Pezzana, donde se encuentran los grabados de que se sirvió el artista para pintar los cuadros de los profetas. Por otra parte, el grabado, cuya composición hizo Goríbar en 1718 comprueba las relaciones del artista con la Compañía de Jesús.

En 1957 se publicó en Bogotá la Historia de la Compañía en el Nuevo Reino y Quito, escrita por el padre Pedro Mercado. Al referirse el autor al hermano de la Cruz le atribuyó un lienzo que todavía se conserva en la Sacristía. La simple comparación de técnica y colorido obliga a concluir que los Profetas no pudieron ser pintados por el hermano Hernando de la Cruz.

Con Goríbar se cierra el cielo de influjo de Miguel de Santiago. Los dos pintores elevaron su arte a la altura máxima a que llegó el arte pictórico en Hispanoamérica. La calidad de la tela, la preparación de fondos, la composición de las figuras, la aplicación de los pigmentos de color, fueron características en los dos pintores quiteños. Después de ellos el arte del siglo XVIII decayó en técnica, y colorido, como podremos comprobar más tarde.





Anterior Indice Siguiente