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La Constitución de Cádiz y el Liberalismo español del Siglo XIX1

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna


Oviedo, febrero de 1987.

El liberalismo español no nace en las Cortes de Cádiz. Antes de que estas Cortes se convocasen había en España no ya liberales, sino incluso grupos liberales. Ahora bien, no es menos cierto que nunca el liberalismo se había expresado en España de una forma tan clara y contundente como en Cádiz lo hizo. Las Cortes de Cádiz proporcionaron una magnífica ocasión para que los liberales españoles manifestasen sus anhelos de innovación y diesen una respuesta global a los problemas políticos, constitucionales, económicos y sociales de España.

En la obra ingente de las Cortes, plasmada en centenares y centenares de Decretos y Órdenes y en una extensísima Constitución, se organizaba una sociedad cimentada en la igualdad jurídica, una economía de mercado y un Estado de Derecho. Al menos en el papel, pues, desaparecían la sociedad estamental, las trabas al desarrollo económico y la Monarquía absoluta.

Este ambicioso proyecto transformador lo defendieron los Diputados liberales con un apasionado sosiego, que todavía hoy, ciento setenta y cinco años después asombra. Este proyecto se desarrollaría a lo largo de nuestra historia contemporánea, cuyo comienzo suele fecharse, con razón, en el período en que se gesta la opera magna gaditana. Pero este desarrollo estuvo sujeto a no pocos retrocesos y a profundas rectificaciones. El proyecto doceañista, en efecto, se archiva durante la Monarquía fernandina, salvo el breve paréntesis del trienio. Y cuando se exhuma, a partir de 1833, el liberalismo mayoritario, tanto en su versión progresista como sobre todo moderada, elimina buena parte de su contenido radical, y entre ella algunos principios claves de la Constitución de 1812. Sólo durante el sexenio que se abre con la Revolución de 1868 el proyecto doceañista, incluidos esos principios claves del código gaditano, recobra toda su pureza en manos de los demócratas, legítimos herederos de los doceañistas liberales. Pero esta recuperación y puesta al día del proyecto doceañista se saldó con un estrepitoso fracaso.

En este trabajo nos vamos a ocupar, primeramente, de establecer el perfil ideológico del liberalismo doceañista y de examinar los principios básicos de la Constitución de Cádiz. Nos detendremos, a continuación, a analizar las causas que poco a poco fueron apartando de esta Constitución al grueso del liberalismo. Finalmente, reflexionaremos sobre la influencia que ejercieron los principios liberales del doce y la propia constitución gaditana en el liberalismo democrático del pasado siglo.






ArribaAbajoI.- El liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz

En las Cortes de Cádiz había tres tendencias constitucionales: una, la que formaban los Diputados realistas; otra, los americanos, y una tercera, los liberales. Estas tres tendencias presentaban entre sí una común y esencial contextura doctrinal, que permitía diferenciarlas con nitidez, sin perjuicio de las disensiones individuales que se manifestaron en su seno a la hora de discutirse determinadas cuestiones constitucionales. Estas tendencias eran versátiles y hábiles, en gran parte porque no estaban organizadas en verdaderos partidos políticos, inexistentes en aquel entonces, al faltar unas estructuras organizativas suficientemente estables que encuadrasen a los Diputados y unos programas doctrinales completamente perfilados que los apiñasen. Ello no quiere decir, desde luego, que no hubiese una rudimentaria plataforma organizativa y doctrinal: ciertos dirigentes, ciertas tertulias, ciertos periódicos. Precisamente, los Diputados liberales, que formaban la única tendencia constitucional que aquí interesa examinar, pese a no estar agrupados en un partido político, presentan una básica identidad doctrinal y además una evidente cohesión política. Una identidad y una cohesión mucho mayores, desde luego, que las de las otras dos tendencias constitucionales.

Este es un factor que explica en parte el éxito que tuvieron en las Cortes, al conseguir casi siempre que sus propuestas consiguiesen aprobarse. Un éxito que extraña, ciertamente, si se tiene en cuenta que en su conjunto representaban una minoría. Pero una minoría desde luego muy activa, la más activa de todas. Y la más joven. Cohesión política, unidad doctrinal, actividad, juventud (y, por tanto, una buena dosis de arrojo y osadía) son factores que explican el éxito de esta tendencia. A lo que debe añadirse el no desdeñable apoyo que recibían en Cádiz, la ciudad más liberal de España en aquel entonces.

De los quince miembros de la Comisión Constitucional, cinco eran destacados liberales: Diego Muñoz Torrero, que fue su Presidente; Antonio Oliveros, Agustín Argüelles, José Espiga y Evaristo Pérez de Castro. Muñoz Torrero fue el redactor del Proyecto articulado de Constitución, así como del importante Decreto de 24 de septiembre de 1810, en el que se proclamaban los principios básicos que habían de inspirar a la Constitución. Argüelles fue el redactor del no menos importante Discurso Preliminar, que es un documento básico para conocer la teoría constitucional del liberalismo doceañista.

Entre los liberales abundaban los clérigos (en realidad un tercio de las Cortes lo era). Los ya citados Muñoz Torrero, Oliveros y Espiga, así como Nicasio Gallego y Luján eran de clerical condición. No escaseaban, además los juristas y los profesores de Universidad. Los más destacados liberales procedían de Extremadura, como Muñoz Torrero y Oliveros, y de Asturias, como Argüelles y el jovencísimo Conde de Toreno.

En la teoría constitucional del liberalismo doceañista influyó de un modo muy significativo la crítica circunstancia histórica en la que este liberalismo hubo de expresarse. No debe perderse nunca de vista que el liberalismo español sale a la palestra pública en medio de una conmoción nacional sin precedentes. La invasión francesa y la subsiguiente acefalia de la Monarquía tras los sucesos de Bayona; la generosa y aún heroica insurrección popular; el levantamiento independentista en América; las Juntas de Defensa, la formación de la Regencia y de la Junta Central, son las principales secuencias de esta circunstancia histórica. Las Cortes de Cádiz son el corolario de esta dramática situación, que concluye con una increíble victoria militar -o, mejor dicho, guerrillera- y con una derrota civil tras el regreso del «Deseado» Fernando, preludio de la represión y del exilio.

Como no podía ser menos, esta excepcional circunstancia histórica influyó de forma decisiva en la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Sus premisas revolucionarias, encastilladas en la tradición iusracionalista y en el pensamiento constitucional de cuño principalmente francés, se impregnaron de populismo y también de nacionalismo patriótico. Dicho de otro modo: sus premisas dieciochescas se mixturaron con unos tintes claramente decimonónicos e incluso románticos. La Constitución de 1812 fue en realidad la respuesta civil de unos liberales profundamente nacionalistas que se erigieron en representantes de todo un pueblo en armas. Una respuesta que creó la moderna conciencia nacional y patriótica española.

Sus anhelos de independencia les obligaron a coaligarse con las fuerzas del Antiguo Régimen. A pactar en cierto modo y en ciertas cosas con ellas o, al menos, a tenerlas en cuenta. Pero sus anhelos de cambio, de modernización revolucionaria y no meramente reformista, les impulsaron a abrazar, con ciertos matices, las ideas que el invasor encarnaba. Los liberales no querían la guerra sin revolución, corno pretendían los realistas, pero tampoco la revolución sin guerra, como pretendían los «afrancesados»,o al menos una minoría de ellos, pues la mayor parte de los que se doblegaron ante el Rey Intruso más que revolucionarios eran reformistas ilustrados. Los liberales querían resistir a las tropas enemigas, pero, a la vez, defender sus ideas. Guerra y Revolución. Revolución y Guerra. He ahí su grande y espinosísima tarea.

Esta doble y contradictoria tarea explica en buena medida que los dos más importantes veneros del liberalismo alboreal español fuesen el iusracionalismo y el historicismo nacionalista. Una mixtura doctrinal ciertamente difícil de cohonestar. El liberalismo revolucionario se había manifestado en la Francia de 1789 como una ideología abstracta y con franco desdén hacia el pasado. El nacionalismo historicista y romántico se había manifestado en Europa como un movimiento antiliberal, conservador, cuando no reaccionario. En España, en cambio, el liberalismo pretendió conjugar la defensa de la libertad con el nacionalismo, las doctrinas revolucionarias con la apelación a la tradición histórica nacional. Una pretensión que en gran parte era fruto de esa doble y contradictoria tarea a la que antes aludíamos: la de defender a España frente a la invasión francesa y a las ideas francesas frente a buena parte de España.

Esta situación dificulta sobremanera la comprensión cabal de la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz hablan mucho, ciertamente, pero tanto o más que hablan, callan. Omiten. No dicen lo que verdaderamente sienten. A su pesar, desde luego. Pero el hecho es que tiene ante sí a un país que saben no es partidario en su mayoría de sus ideas ni de sus proyectos. Y en las Cortes a un gran número de Diputados, los realistas y algunos americanos, que no comparten en absoluto sus ideas. De ahí que las disfracen, las enmascaren o las oculten.


ArribaAbajo1. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional: soberanía nacional y división de poderes

En rigor, las principales ideas que el liberalismo doceañista sostuvo en las Cortes de Cádiz hundían sus raíces en el iusnaturalismo racionalista y en el pensamiento constitucional anglofrancés, una línea de pensamiento que era conocida en España décadas antes de la invasión francesa.

La recepción del iusnaturalismo racionalista en la España del siglo XVIII es algo fuera de duda, aunque se discuta su cuantía y alcance. Los cauces más importantes que permitieron conocer en España la literatura iusracionalista germánica y anglofrancesa fueron las Universidades, las Sociedades de Amigos del País, la Prensa y los, cada vez más frecuentes, viajes al extranjero por parte de la élite culta de entonces. En las Universidades y los Colegios fueron hitos decisivos para la difusión del iusnaturalismo racionalista germánico (Puffendorf, Heinnecio, Grocio, Almicus, Vattel), el proyecto de Mayans, de 1769, las reformas de Olavide, de ese mismo año, y la creación, una vez que se expulsaron a los jesuitas, de los Reales Estudios de San Isidro, en 1771, en donde se introdujeron las primeras Cátedras de Derecho Natural y de Gentes, disciplina a la que su primer Catedrático, Joaquín Marín y Mendoza, dedicaría una historia en 1776. Mención especial merece la Universidad de Salamanca, foco cultural muy inquieto, animado por Menéndez Valdés, Ramón de Salas, Toribio Núñez y por dos destacados doceañistas: Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego.

Todo este trasiego ideológico sufrió un notable retroceso en la época de Carlos IV, tras los acontecimientos de 1789, en la que se suprimen las Cátedras de Derecho Natural, pero ni los controles del Gobierno ni los de la Inquisición lograron cortar la entrada y la difusión de la literatura iusracionalista y enciclopédica, incluso en los más recónditos lugares de España.

En lo que concierne al iusracionalismo anglofrancés, que es el más directamente conectado con el pensamiento constitucional, es preciso destacar la influencia de Locke. Una influencia que fue tanto indirecta, a través de Diderot, Montesquieu, Turgot y Rousseau, como directa, y que se percibe en Campomanes, Cabarrús, Jovellanos y Martínez Marino. Durante el siglo XVIII se difundieron también en España los escritos de Sidney y los comentarios constitucionales de Blanckstone, así como el libro del suizo De Lolme, «Constitución de Inglaterra»,del que hubo una versión castellana, a cargo de Juan de la Dehesa, publicada en Oviedo en el año 1812. En la divulgación del constitucionalismo británico tuvo la Prensa un papel destacado y muy particularmente el «Espíritu de los mejores diarios literarios de la Europa»,editado por Cladera.

Una de las obras que más -aunque no mejor- contribuyeron al conocimiento del constitucionalismo inglés fue «El Espíritu de las Leyes». El libro de Montesquieu, escrito en 1748, fue uno de los que más resonancia tuvo en la literatura política española del siglo XVIII. El publicista francés era conocido y apreciado no sólo por autores liberales e ilustrados, como Ibáñez de la Rentería, Enrique Ramón, León Arroyal, Alonso Ortiz, Alcalá Galiano, Cadalso, Foronda y Jovellanos, sino también por los pensadores opuestos a la ilustración y al liberalismo, como Antonio Xavier Pérez y López, Forner y Peñalosa.

El conocimiento de Rousseau en la España de la segunda mitad del siglo XVIII está también fuera de toda duda, aunque su influencia sea muy distintamente valorada. En todo caso las obras de Rousseau se difunden tempranamente en España, a pesar de su prohibición, y aunque el «Contrato Social» no se traduce hasta 1799, y en Londres circulaba la versión de Antonio Arango Sierra y desde luego el original.

En lo que concierne a Sieyès, no hay noticia de ninguna traducción o reimpresión de España, antes de 1812, de su obra más importante e influyente. No obstante, es probable que su opúsculo sobre el tercer Estado circulase por España en su idioma original, en el aluvión de literatura revolucionaria que penetró en España tras la Revolución francesa, o quizás más tarde, al abrigo de las tropas napoleónicas. En cualquier caso, el conocimiento de las principales tesis de su panfleto es evidente en las Cortes de Cádiz.

En general, debe señalarse que el tráfico cultural y muy particularmente el de la literatura revolucionaria francesa cobró un espectacular auge a partir de los sucesos de 1808, jugando en ello un papel de primer orden las tropas invasoras. La proliferación de diarios, periódicos y revistas de carácter liberal, y no sólo liberal, en la España de 1808 a 1814 fue notable.

En las Cortes de Cádiz, el iusnaturalismo racionalista, en especial el anglofrancés, así como el pensamiento constitucional a él vinculado (Locke, Rousseau, Sieyès) y sobre todo las tesis expuestas en la Francia de 1791, inspiraron de una manera crucial y determinante a todos los componentes del grupo liberal. Esta fue la fuente doctrinal que más influencia tuvo en la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Entre los principios informadores de la Declaración de derechos de 1789 y de la Constitución francesa de 1791, de una parte, y los que defendieron los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz, de otra -que en su mayor parte se plasmaron en la Constitución de 1812- hubo una sustancial similitud, cuando no identidad.

Interesa precisar, no obstante, que una cosa fue el influjo de las doctrinas revolucionarias sobre el hilo argumental de los liberales doceañistas y otra diferente el influjo de estas doctrinas y del texto de 1791 sobre la Constitución de 1812. Ambos extremos a veces se identifican o no se distinguen con nitidez. Y ciertamente son cuestiones muy unidas. Si los Diputados liberales fueron los principales artífices de este código es lógico pensar, hasta cierto punto, que en él se plasmaron sus ideas constitucionales. No obstante, conviene diferenciar ambos supuestos, ya que en la Constitución de 1812 no se plasmó enteramente el ideario constitucional del liberalismo doceañista, aunque sí, desde luego, la parte más esencial del mismo. Del mismo modo, en esta Constitución se recogieron algunos preceptos que desencajaban completamente con las ideas constitucionales de los liberales, como más adelante veremos al hablar del problema religioso.

La influencia del pensamiento constitucional revolucionario, de cuño iusnaturalista, se manifiesta ya en el lenguaje que emplean los liberales doceañistas, en el que abundan las referencias a los «derechos naturales e inalienables»,a la «voluntad general»,a la «Razón» y a la «igualdad natural»,sin que falten alusiones al «estado de Naturaleza « y al «Pacto social».

Pero, sobre todo, esta influencia se puso de relieve en las más importantes premisas que sustentaron los liberales en las Cortes, como la teoría de la soberanía, los conceptos de Nación y Representación, la teoría de la división de poderes y las ideas de Constitución y Monarquía. Unas premisas, además, que cristalizaron en la Constitución de 1812, confiriéndole un inequívoco carácter revolucionario.

Esta Constitución se inspiró en dos grandes principios: el de soberanía nacional y el de división de poderes. Dos principios que habían sido solemnemente proclamados ya en el Decreto de 24 de septiembre de 1810. El primero se recogió en el artículo tercero del texto constitucional, sin duda el más polémico y subversivo de todos: «la soberanía -decía este artículo- reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». El segundo principio se recogía en los artículos 15, 16 y 17, que conformaban el gozne sobre el que giraría la estructura organizativa de todo su texto: «la potestad de hacer las leyes -decía el 15 - reside en las Cortes con el Rey». «La potestad de hacer ejecutar las leyes -sancionaba el 16- reside en el Rey». Y, en fin, el 17 prescribía: «la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley». Preceptos todos ellos que convertían al «Gobierno» (esto es, al Estado) de la Nación española en una «Monarquía moderada» o constitucional, según disponía el artículo 14.

El principio de soberanía nacional no se defendió en las Cortes de Cádiz recurriendo a las tesis iusnaturalistas del «estado de Naturaleza» y del «Pacto Social». Aunque algún Diputado trajese a colación tales ideas, el hecho es que la mayoría de los liberales defendieron este principio a partir de dos tesis: su carácter tradicional en la historia de España y su función legitimadora de la insurrección patriótica contra el francés. No obstante, las consecuencias que extrajeron del principio de soberanía fueron muy similares a las que años antes habían extraído los liberales del vecino país.

La soberanía se definió como una potestad originaria, perpetua e ilimitada, que recaía única y exclusivamente en la Nación. Esto es, en un «cuerpo moral» formado por los españoles de ambos hemisferios, con independencia de su extracción social y de su procedencia territorial, aunque distinto de la mera suma o agregado de ellas.

La facultad más importante de la soberanía consistía, a juicio de los liberales, en el ejercicio del poder constituyente, es decir, en la facultad de dar o reformar la norma jurídica suprema del estado: la Constitución. Esta facultad debía recaer en unas Cortes especiales sin participación alguna del Monarca. De este modo se distinguía, siguiendo a Sieyès, entre las leyes constitucionales y las leyes ordinarias. Una distinción que recogía el título X de la Constitución.

La idea de Nación defendida por los Diputados liberales requería distinguir, como habían hecho ya los liberales del 91, entre la titularidad de la soberanía y su ejercicio: la primera recaía en la Nación; la segunda en los órganos que actuaban en su nombre. La Nación ante todo estaba representada por las Cortes. Estas se compondrían de una sola Cámara y se elegirían en virtud de unos criterios exclusivamente individualistas y no estamentales. Debían ser, pues, unas Cortes auténticamente nacionales, como disponía el artículo 27 de la Constitución.

El principio de división de poderes transformaba también radicalmente la organización institucional de la Monarquía absoluta. El Rey ya no ejercería en adelante todas las funciones del Estado. Es verdad que la Constitución le seguía atribuyendo en exclusiva el ejercicio del poder ejecutivo, le confería una participación en la función legislativa a través de la sanción de las leyes y proclamaba que la Justicia se administraba en su nombre. No obstante, en adelante serían las Cortes el órgano supremo del Estado. Ellas desempeñarían la función legislativa, pues el Monarca sólo podría interponer un veto suspensivo a las leyes aprobadas en Cortes. Además, en las Cortes recaía de forma primordial, aunque no exclusiva, la dirección de la política en el nuevo Estado por ellas diseñado.

Los liberales doceañistas quisieron cambiar asimismo de forma radical la organización de la vieja monarquía en lo relativo al ejercicio de la función jurisdiccional. La Administración de Justicia se encargaba, así, a unos Jueces y Magistrados independientes, según unos esquemas del poder judicial, si bien se dirigía fundamentalmente contra el Rey y sus ministros, se afirmaba también con vigor frente a las Cortes. Era ésta una básica premisa liberal cuya defensa se hacía en el Discurso Preliminar, conectándola con la salvaguardia de la libertad y la seguridad personales, de acuerdo con lo dicho por Locke y Montesquieu.

Con todo ello, el Rey pasaba a ser un órgano puramente constituido, con notables facultades en el orden ejecutivo, pero subordinado a las Cortes y, desde luego, a la Constitución, en cuya reforma no tenía participación alguna.

La división de poderes se organizó en la Constitución de una forma muy rígida, de acuerdo no sólo con los postulados de Montesquieu, sino también con el profundo recelo hacia el Rey y sus ministros, provocado en gran parte por la más reciente historia de España. Las Cortes y el Rey se articularon como dos instancias casi independientes, sin apenas vínculos de unión entre uno y otro, según unos esquemas opuestos al sistema parlamentario del gobierno.

La Constitución de Cádiz no recogió una Declaración de derechos, al estilo de la francesa de 1789. No fue un olvido involuntario. Se rechazó expresamente una declaración de esta índole para no dar lugar a las acusaciones -por otra parte muy frecuentes- de «francesismo». No obstante, de una forma dispersa y desordenada, el Código gaditano reconocía los derechos individuales consustanciales al primer liberalismo, excepto uno muy importante: el de la libertad religiosa, que se rechazó, por las razones que muy luego veremos.




ArribaAbajo 2. El historicismo nacionalista y el ideal restaurador

Pero si bien en lo esencial las ideas que los liberales doceañistas defendieron, y las que en la Constitución de Cádiz se plasmaron, eran muy similares a las del liberalismo europeo, particularmente al francés, variaba, y mucho, el ropaje con que estas ideas se recubrían (o, más exactamente, se encubrían). Los liberales doceañistas, en efecto, pretendían extraer de los códigos medievales españoles los principios y las instituciones básicas del moderno constitucionalismo. Los liberales se aferraron, así, a un singular historicismo nacionalista, que consistía en inventar una tradición liberal que ellos decían restaurar.

Para ellos, en efecto, la Constitución de Cádiz no era sino la restauración de las leyes fundamentales de la Edad Media. Esta idea se recogía ya en el Discurso Preliminar: »... Nada ofrece la comisión en su proyecto -se decía allí- que no se halle del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española... La ignorancia, el error y la malicia alzarán el grito contra este proyecto. Lo calificarán de novador o peligroso, de contrario a los intereses de la Nación y derechos del Rey. Más sus esfuerzos serán inútiles y sus impostores argumentos se desvanecerán como el humo, demostrado hasta la evidencia que las bases de este proyecto han sido para nuestros mayor es verdaderas prácticas, axiomas reconocidos y santificados por las costumbres de muchos siglos».

Esta misma idea, que había llevado a los liberales a defender que el principio de soberanía nacional estaba reconocido «del modo más auténtico y solemne» en el Fuero Juzgo, se repetía en el Preámbulo del texto constitucional: «... Las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bienestar de la Nación, decretan la siguiente Constitución Política para el buen gobierno y la recta administración del Estado...».

En virtud de la particular situación histórica en que se hallaban, necesitaban defender unas premisas doctrinales foráneas, en su mayor parte francesas, presentándolas como premisas enraizadas en la tradición nacional española. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional a él vinculado sirvió en Cádiz, como en otras latitudes, de eficaz ariete contra el caduco orden de cosas, contra el Antiguo Régimen. El historicismo nacionalista se utilizaba, en cambio, como una especie de silenciador o sordina en esta obra de derribo.

Ahora bien, este historicismo no era fruto tan sólo de una necesidad coyuntural. Se había manifestado también bastante antes de la invasión francesa. En realidad, como diversos autores han mostrado, la conciencia histórica y nacional surge en Occidente, al igual que el racionalismo renovado, del fecundo movimiento de la Ilustración, que así evidencia su bifronte y contradictorio carácter. Algo similar puede decirse de la España dieciochesca. El interés por la historia de España se percibe ya desde el reinado de Felipe V y a medida que el siglo avanza este despertar de la conciencia histórica y nacional -fenómenos ambos siempre imbricados- no dejaría de crecer. Debe destacarse a este respecto la buena acogida dispensada a la «Historia General de España»,del jesuita Mariana, entre otras muchas obras de Historia que circulaban con profusión, así como la renovación que se produce en los estudios de Historia del Derecho, a cargo de una larga lista de autores: Macanaz, Asso de Manuel, Sempere y Guarinos, Sotelo, Burrier, Jovellanos y Martínez Marina. En el ámbito universitario, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, el derecho nacional fue abriéndose paso, con el subsiguiente decaimiento del Derecho Romano. Al lado de la Instituta del Código o del Digesto, se difunde el conocimiento de las Partidas, del Fuero Real y del Fuero Juzgo, de las Leyes de Toro y de la Nueva Recopilación. A ello debe agregarse la creación de las Reales Academias, especialmente la de la Historia y la de la Lengua.

Al socaire de este movimiento de autorreflexión colectiva del pasado nacional, nacerán las ideas y los tópicos que en las Cortes de Cádiz se manejaron a diestro y siniestro: la acuciante pesquisa y el un tanto vano desbrizne de la Constitución histórica o de las leyes fundamentales de la Monarquía española, la reivindicación y exaltación de Padilla y la gesta comunera o, en fin, ese querer engarzar con la Monarquía «templada» o «moderada» de los siglos góticos, superando el largo y denostado despotismo de Austrias y Borbones.

La invocación a la historia en apoyo de medidas objetivamente revolucionarias obedecía, pues, a una creencia sincera, consecuencia tanto del peculiar carácter de la Ilustración española, nada hostil a la Edad Media, como del romanticismo naciente. Pero obedecía también a una inequívoca táctica exculpatoria.

Pero más que las causas del historicismo de los liberales doceañistas interesa perfilar su significado y alcance. A este respecto es preciso tener en cuenta que en las Cortes de Cádiz, si se exceptúa a los Diputados americanos, el remitirse a la historia nacional y el exhumar los viejos documentos y códigos para probar tal o cual interpretación del pasado, se convirtió en un manido expediente tanto para justificar las reformas como para evitarlas. Realistas y liberales coincidían así en la necesidad de trazar las bases del edificio constitucional sin hacer tabla rasa del pasado, sin romper con la historia.

No obstante, el significado y alcance del historicismo nacionalista, común a realistas y liberales, cobraba unos perfiles bien distintos en uno y otro caso. El historicismo de los realistas se situaba en unas coordenadas de franca inspiración jovellanista, mientras que el de los liberales se acercaba al de Martínez Marina, sin confundirse del todo con él. De este modo, los primeros identificaban la historia con la tradición. Con una de las muchas tradiciones posibles, aunque ciertamente con una más auténtica históricamente que la inventada por los liberales. Y a esta tradición le asignaban una misión no sólo condicionante, sino normativa. Los Diputados realistas sustraían así de la crítica racional la «esencia» de lo que entendían por tradición histórica única de España y ante el conflicto entre lo histórico y lo racional se decantaron siempre por lo histórico.

Para los Diputados liberales, en cambio, la historia debía condicionar, pero no determinar; debía tenerse en cuenta y partir de ella; pero no aceptarse de forma indiscriminada. Los Diputados liberales, al igual que Martínez Marina, concebían la historia como algo dinámico, como un proceso que debía discernirse con ayuda de la razón. Se trataba, pues, de un historicismo racionalista, que pretendía reivindicar una supuesta tradición liberal. Una tradición distinta y más falsa que la reivindicada por Jovellanos y los realistas. La clave del historicismo liberal estribaba en establecer un hilo de continuidad entre la Monarquía estamental española y la Monarquía constitucional y en ver en esta última -al identificarla con la primera- la forma tradicional de gobierno en España.

En virtud del común, aunque no igual, historicismo nacionalista, realistas y liberales coincidían en afirmar que la Nación española no estaba realmente constituyéndose y que, por tanto, no era misión de las Cortes elaborar una nueva Constitución. Ahora bien, las coincidencias acababan ahí, pues para los primeros ello quería decir que la Nación española estaba constituida, que sus leyes fundamentales tenían pleno vigor y que, en consecuencia, sólo era preciso fijarlas y mejorarlas para evitar en lo sucesivo cualquier suerte de excesos y abusos por parte del Monarca y de sus ministros. Es más: el historicismo de los realistas, mixturado con sus concepciones preliberales, ancladas en la tradición escolástica, conducía en rigor, y de hecho condujo, a negar la existencia misma del poder constituyente, esto es, a negar su licitud, no sólo en la España de 1812, sino en cualquier circunstancia.

Para los Diputados liberales, en cambio, el que no hubiese que constituir a la Nación no implicaba que estuviese realmente constituida. Había que reconstituirla y para ello el Proyecto de Constitución debía acomodarse a las antiguas leyes fundamentales, «holladas y en desuso»,tras tres siglos de despotismo. Por ello, los Diputados liberales aceptaban el «restablecimiento» de la leyes fundamentales, pero no su simple «mejora»,pues ello implicaría aceptar su vigencia. Es decir, aceptaban una supuesta, y a todas luces falsa, continuidad jurídico-material entre estas leyes y el Proyecto de Constitución, pero negaban cualquier vínculo jurídico-formal entre ambos. Aunque no se expusiese con estos mismos términos, lo cierto es que esta distinción era de vital importancia para los Diputados liberales, por una razón muy sencilla: el aceptar este último nexo jurídico-formal implicaba reconocer que las leyes fundamentales y el pacto que éstas formalizaban constituían el fundamento y el límite de la soberanía nacional. Por eso venían a decir que desde un punto de vista adjetivo o jurídico-formal, la Constitución de 1812 era nueva, era otra, al ser fruto del ilimitado poder constituyente de la Nación, ejercido a través de unas Cortes revestidas de este carácter. Su punto de partida eran ellas mismas, y no la legalidad monárquico-absolutista anterior ni, desde luego, la impuesta por el Rey intruso. Pero desde un punto de vista jurídico-material, desde un criterio sustantivo o de contenido, la Constitución de 1812 era la misma en esencia -tan sólo con «algunas oportunas providencias»- que la antigua Constitución tradicional de la Monarquía, que decían restaurar tras el largo interregno absolutista.

Además se aceptaba el «restablecimiento» de las leyes fundamentales porque la Nación quería que se restableciesen, pero no porque ésta tuviese que avenirse necesariamente a este restablecimiento. El respeto y acatamiento de las leyes fundamentales era para los Diputados liberales un límite moral a los poderes de las Cortes, pero no era un límite jurídico. Obligaba moralmente a los Diputados en tanto que la Nación que representaban había manifestado voluntariamente querer vincular el proyecto de Constitución a la antigua legislación histórica. Y lo había hecho así, simplemente, por juzgarlo conveniente. Pero la misma Nación -como expresaba el artículo tercero- podía modificar estas leyes fundamentales cuando, por mudar la conveniencia, lo estimase pertinente. Y podía hacerlo ella sola, única y exclusivamente.

La vaguedad de las leyes fundamentales y el nacionalismo historicista de los Diputados liberales se aunaban, además, para hacer que el límite moral que se atribuía a esta legislación fuese muy lato. Lo suficiente, al menos, para dejar expedita la acción legiferante de las Cortes en un sentido inequívocamente liberal. Se trataba más bien, como en alguna ocasión dijo Argüelles, de restablecer su «espíritu» y no tanto su tenor literal. Y en todo caso, el acatamiento de las leyes fundamentales no podía sobreponerse a la voluntad y el interés nacionales (al de las Cortes, en definitiva, al ser éstas el supremo intérprete de ambos). Y esta voluntad y este interés no siempre coincidían con el respeto de lo antiguo. Para los liberales doceañistas, la antigüedad, lo histórico, podía no ser justo ni conveniente.

A juicio de los Diputados liberales, la restauración del orden tradicional debía hacerse desde un poder constituyente muy especial, sui generis, por cuanto intentaba, en la medida de lo posible y deseable, «reconstruir» y no «constituir», aunque tampoco debía limitarse a «mejorar» lo constituido. Era poder constituyente porque no partía formalmente de una legalidad preexistente y porque era también materialmente ilimitado, no circunscrito necesariamente a ninguna legalidad precedente, inmediata o remota. Con ello, los liberales intentaban aclarar dos cosas: que la proclamación de la soberanía y del poder constituyente de la Nación no se entendiese que implicaba a fortiori una ruptura con la historia y que no se coligiese tampoco que la sujeción a la historia suponía negar la soberanía y el poder constituyente de la Nación. La historia y la razón debían equilibrarse mutuamente. El ligamen con la historia debía ser voluntario y racional. No tenía que ser, por tanto, ni necesario ni indiscriminado.

Para los Diputados liberales, en definitiva, se trataba de ejercer el poder constituyente para llevar a cabo la restauración constitucional. El revestir al dogma de soberanía nacional de una aureola de tradicionalidad coadyuvaba a este cometido por cuanto conllevaba reclamar como rancio y añejo lo que, en puridad, era radicalmente novedoso. Si se quiere expresar con pocas palabras este planteamiento diríase que los Diputados liberales abogaban en las Cortes por el ejercicio de un poder reconstituyente o restaurador. Denominación que bien puede recoger la idea de una actual y racional decisión soberana, como punto de partida, y la de un restablecimiento de un inventado pretérito, como punto de llegada.

Hemos dicho que el historicismo nacionalista de los Diputados liberales se asemejaba mucho al de Martínez Marina. Sin embargo, no conviene confundirlos. El historiador español, al insistir en la continuidad histórica entre la Monarquía medieval y la constitucional incurría en una serie ingente de extrapolaciones, que le condujeron a deformar -a medievalizar- las modernas instituciones representativas y sus principios rectores. Se trataba, pues, de un error de apreciación no sólo histórico, sino fundamentalmente ideológico, que se percibe cuando reflexiona sobre los más importantes conceptos del constitucionalismo. Los Diputados liberales, al intentar hilvanar históricamente la Monarquía medieval y la constitucional, así como sus principios inspiradores, se veían abocados también a un sinfín de extrapolaciones. Pero con un alcance inverso: en este caso lo que se deformaba y malinterpretaba no eran las instituciones representativas modernas ni sus principios axiomáticos, sino las premisas e instituciones medievales. Se trataba, pues, de un error histórico, pero que no comportaba una incorrecta apreciación de los dogmas configuradores del Estado liberal.

Dicho con otras palabras, Marina, conocedor de los códigos medievales, se empeñaba en ver sus principios plasmados en las modernas constituciones. Los liberales doceañistas, en cambio, conocedores sólo de éstas, o fundamentalmente de éstas, se obstinaban en retrotraer sus principios a aquéllos. Por ello, aunque Martínez Marina pretenda ser liberal e invoque repetidamente a paradigmáticos tratadistas de esta corriente, no puede incluirse, en rigor, dentro del movimiento de ideas que esta corriente encarna. Y ello no sólo por su peculiar historicismo, sino también por la gran influencia que sobre su pensamiento ejerció el escolasticismo. Los liberales doceañistas, al contrario, aunque intenten ocultar al máximo su liberalismo y se cuiden, arropándose en una coraza supuestamente tradicionalizante, de no citar a los teóricos del liberalismo, sí deben considerarse adscritos a esta corriente de pensamiento.




ArribaAbajo 3. Ilustración y liberalismo

En los Diputados liberales es también perceptible el pensamiento de la Ilustración. No es extraño que así fuera. Debe tenerse en cuenta que en la obra de las Cortes de Cádiz, y en la misma Constitución, cristalizan y se articulan buena parte de las aspiraciones de los grandes reformadores del siglo XVIII, como Feijoo, Macanaz, Campomanes, Aranda, Floridablanca y Jovellanos. La Constitución de Cádiz, también desde este punto de vista, es más una constitución del siglo de las luces que del siglo XIX, como se encargaría de poner de relieve la mayor parte de los liberales españoles a partir de 1834.

Sin embargo, conviene precisar que la aceptación del ideario ilustrado por parte de los Diputados liberales era parcial: se aceptaba la mayor parte de su programa económico-social y educativo, pero no sus premisas políticas y constitucionales. En este campo la diferencia entre ilustrados y liberales era bastante radical. Y la clave para distinguir sus respectivos puntos de vista residía en el sujeto a quienes unos y otros imputaban la soberanía y, a partir de ahí, en el modo de concebir el problema constitucional.

El pensamiento político de la Ilustración pretendió dar al poder absoluto del Rey una fundamentación contractual y racionalista, recurriendo para ello a la idea del pacto de sujeción, a través del cual el pueblo, concebido de un modo orgánico y estamental, enajenaba todos sus derechos al Monarca, quien debería ejercer el poder de forma exclusiva. A estas tesis contractuales, tomadas sobre todo de Samuel Puffendorf, se acogieran, por ejemplo, Campomanes, Aranda y Floridablanca. Por otra parte, numerosos ilustrados hablaban de Constitución como norma limitadora del poder regio y como criterio básico de actuación y organización del Estado, pero tal concepto no se correspondía al moderno concepto de Constitución, acuñado por el liberalismo, sino a un término idéntico al de las leyes fundamentales, a la estructura normativa que resultaba de esta legislación básica y tradicional. Una concepción dieciochesca que había sustentado ya Campomanes y a la que se sumarían Jovellanos, Martínez Marina y los Diputados realistas en las Cortes de Cádiz. La Constitución era el conjunto de normas que delimitaban un orden político básico. Nada más. Se trataba de un concepto puramente material de constitución, que no conllevaba -como acontece con el concepto moderno- ninguna connotación axiológica ni tampoco la exigencia de unos requisitos formales específicos.

Esta concepción se había plasmado en el Estatuto de Bayona, dado en 1809. Este texto era una indudable manifestación de la teoría constitucional de los «afrancesados», afectos casi todos ellos a los principios políticos del Despotismo ilustrado. El Estatuto o Carta constitucional de Bayona -pues Carta era y no Constitución, en el sentido liberal del término- se concebía como una «Ley Fundamental», como la base de un pacto dualista que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con aquéllos, como su mismo preámbulo señalaba. En coherencia con este punto de partida, el Estatuto de Bayona, que hacía del Monarca el centro del Estado y que articulaba a las Cortes como mero órgano representativo-estamental, no contemplaba la posibilidad de su ulterior «alteración», sino que tan sólo permitía introducir «adiciones, modificaciones y mejoras», que el Rey debía sancionar tras la deliberación y aprobación de las Cortes, como se desprendía de los artículos 85 y 146.

Por eso, la Constitución de Cádiz no sólo era la réplica patriótica del Estatuto de Bayona, sino también su réplica liberal. Una doble réplica, pues, que aunaba la independencia de la Nación con su soberanía, y, por tanto, con la posibilidad de que unas Cortes constituyentes, sin el concurso del Monarca, pudiesen «alterar» y no sólo «mejorar», la propia constitución por ellas elaborada. Frente a un «Estatuto» «afrancesado» y todo lo más «reformista»,la «Constitución» de Cádiz suponía una auténtica constitución «nacional» y, a la vez, «liberal» y revolucionaria.

Al liberalismo doceañista, en efecto, ya no le interesaba convertir al Monarca en el eje de las reformas, sino que la Nación habría de ser el único sujeto que legitimase el nuevo entramado político establecido. Por otra parte, habría de ser la Constitución, y no las leyes fundamentales, la norma sobre la que habrían de bascular todos los límites del poder. Y aunque los liberales doceañistas utilizasen también indistintamente el concepto de Constitución y el de leyes fundamentales, en vez de aplicar a aquéllas las notas de éstas, como acontecía con los ilustrados y con Marina, aplicaban a éstas las características de aquélla. Esto es, también aquí, su peculiar historicismo no consistía en deformar los conceptos modernos, sino en deformar el pasado histórico, al empeñarse en «constitucionalizarlo». La Constitución para estos Diputados se concebía como una norma jurídica suprema, fruto de la voluntad nacional constituyente, rodeada de unos requisitos formales distintos y superiores al del resto de las normas jurídicas y sancionadora de unos principios y valores propios del Estado de Derecho: renacimiento de unos derechos y libertades individuales, sistema representativo nacional y división de poderes.

Por todo cuanto se acaba de decir, los liberales doceañistas coincidían con los partidarios de la Ilustración, a la hora de abordar la abolición de la Inquisición, la extinción de los señoríos jurisdiccionales, la proclamación de la libertad de imprenta e industria, la disolución de los gremios y la abolición de los mayorazgos -medidas todas ellas que las Cortes adoptaron- pero cuando se trataba de apuntalar el sistema político las diferencias eran notorias.

Desde luego, la soberanía nacional y la defensa de una Constitución, concebida en su moderno sentido, eran dos premisas que habían defendido ya distintos autores a lo largo del siglo XVIII, incluso bastantes años antes de la Revolución francesa. Así, por ejemplo, Foronda, Cabarrús, Arroyal, Cañuelo, Quintana e Ibáñez de la Rentería.

Sin embargo, este hecho más que relativizar las diferencias entre el ideario de la Ilustración y el del liberalismo evidencian que en el Siglo de las Luces hubo significados intelectuales que, por ser liberales, y, por tanto, revolucionarios, sobrepasaban los esquemas ideológicos, únicamente reformistas, de la Ilustración. De este modo, puede hablarse en España de un liberalismo pre-doceañista, es decir, de un liberalismo que se aceptaba antes de su eclosión histórica, de la misma manera que se puede hablar de un doceañismo pre-liberal, esto es, de unas corrientes de pensamiento que, en plena eclosión histórica del liberalismo en España, se parapetaron filosóficamente en un conjunto de premisas anteriores a él, tal como hicieron los Diputados realistas en las Cortes de Cádiz.

El pensamiento de la Ilustración no influyó, pues, en el liberalismo doceañista más que en aquellos planteamientos extrapolíticos y extraconstitucionales. No obstante, la filosofía de la Ilustración, su concepción del mundo, se percibe indirectamente en teoría constitucional de los liberales doceañistas. Así, por ejemplo, común era a ilustrados y liberales la creencia de un orden natural puramente inmanente como supremo regulador e inspirador de la legislación positiva, el sustrato racionalista, apriorístico y abstracto; el optimismo antropológico a la hora de valorar la relación entre el hombre y la naturaleza; la dimensión utópica a la hora de concebir la acción del Derecho y del Estado sobre el hombre y la sociedad; el historicismo medievalizante era también común a la Ilustración española (distinta en esto de la del resto de Europa) y al liberalismo doceañista. La propia terminología y el lenguaje de los Diputados eran típicamente ilustrados.

Muchos de los artículos de la Constitución de Cádiz reflejan ese talante ilustrado del liberalismo doceañista. La dimensión moral de este talante se ponen de manifiesto en artículos tales como el cuarto: «la nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen»; el sexto: «el amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo, el ser justos y benéficos»; el séptimo: «todo español está obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y respetar las autoridades establecidas»; el decimotercero: «el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otra que el bienestar de los individuos que la componen».

El humanismo y el filantropismo, típicamente ilustrados, y en este caso concreto la influencia de Beccaria y Filangieri se manifestaban en artículos como el 287, que obligaba a disponer las cárceles de manera que sirviese «para asegurar y no para molestar a los presos», o el 303, que prohibía el uso del tormento y de los apremios.

La preocupación por el desarrollo económico y técnico, típicamente ilustrada, se recogía, por ejemplo, en el apartado vigésimo primero del artículo 131, que confería a las Cortes la competencia para «promover y fomentar toda especie de industria, y remover los obstáculos que la entorpezcan». Pero acaso fuese en el título IX de la Constitución, dedicado enteramente a la Instrucción Pública, en donde más y mejor se detectase el talante ilustrado de los liberales doceañistas, caracterizado por su confianza en la cultura y en la educación, como mecanismos de regeneración moral del hombre y como elemento capital del progreso social, económico y político. En este título, entre otras disposiciones, se ordenaba el establecimiento «en todos los pueblos de la Monarquía» de «escuelas de primeras letras», en las que debía enseñarse a los niños a leer, escribir y contar, así como -típica característica de la Ilustración española, católica y conservadora- «el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles». Se ordenaba también la creación de «universidades y otros establecimientos de instrucción» para la enseñanza de «todas las ciencias, literatura y bellas artes». Asimismo, se creaba una «Dirección General de Estudios» a la que se encomendaba la inspección de la enseñanza pública. Una enseñanza, cuyo «plan general» debían establecer las Cortes, conforme al artículo 131, apartado vigésimo segundo. A las Cortes correspondía también, «por medio de planes y estatutos especiales», el arreglo de cuanto perteneciese «al importante objeto de la instrucción pública».




ArribaAbajo 4. El influjo escolástico y el tratamiento constitucional de la religión

Una cuarta y última influencia doctrinal se detecta en el liberalismo doceañista y en la misma Constitución de Cádiz: la del iusnaturalismo tradicional, aristotélico-tomista, y muy particularmente, la de la Neoescolástica Española de los siglos XVI y XVII y, dentro de ella, la de su representante más destacado: Francisco Suárez.

Tal influencia en las Cortes de Cádiz tampoco debe resultar extraña si se tiene en cuenta que durante todo el siglo XVIII el escolasticismo siguió gozando de predicamento. Desde luego, las reformas universitarias carloterceristas, la expulsión de los jesuitas, la penetración de las ideas enciclopedistas y la reconversión teocrática, en la línea de Bossuet, de muchos teóricos del absolutismo, fueron factores que contribuyeron a debilitar el influjo de la escolástica en el Siglo de las Luces. No obstante, estos hechos no eclipsaron completamente el prestigio de esta filosofía. El ejemplo de Feijoo es, a este respecto, suficientemente ilustrativo. No debe olvidarse tampoco que la «filosofía perenne» perviviría en los planes de estudio de las universidades españolas durante todo el setecientos.

En las Cortes de Cádiz el influjo escolástico se hizo especialmente patente entre los Diputados realistas. Así, sus tesis sobre el origen, los límites y el sujeto de imputación del poder político gravitaron sobre la clásica noción de la «translatio imperii». En realidad, la filiación doctrinal de los realistas se reducía, desde el punto de vista constitucional, a las clásicas doctrinas escolásticas sobre el poder político y a la teoría jovellanista de las leyes fundamentales, conectada con el constitucionalismo histórico inglés.

La influencia del escolasticismo se hizo también evidente entre los Diputados americanos. A este respecto debe tenerse en cuenta que en la América española la influencia del escolasticismo durante el siglo XVIII fue bastante mayor que en la Metrópoli, del mismo modo que fue menor que en ésta la penetración de las ideas revolucionarias.

Pero lo más significativo es que también en el seno del grupo liberal se detectó la influencia de las tesis escolásticas. Puede decirse, en realidad, que la presencia o ausencia de ciertos rescoldos escolásticos supuso el elemento diferenciados más importante en el seno del grupo liberal. La impronta de algunas tesis de la Escuela es notoria en dos destacados liberales, Muñoz Torrero y Oliveros, cuando abordaron el problema del origen y de los límites de la soberanía. Tanto uno como otro, efectivamente, rechazaron la idea del Estado de Naturaleza y defendieron la tesis de sociabilidad natural del hombre desde unas posiciones inequívocamente escolásticas o, más exactamente, aristotélico-tomistas, consustanciales al iusnaturalismo tradicional, católico, que la Escuela española del Siglo de Oro no había sino renovado y remozado.

Por otra parte, la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía -divinos, naturales y teológicos- en la que muy particularmente había insistido la Neoescolástica española del Siglo de Oro, fue aceptada, implícita o explícitamente, por algún Diputado liberal. El mismo exordio de la Constitución, que invocaba a «Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo» como «autor y Supremo Legislador de la Sociedad», y el fuerte matiz religioso, católico, que exuda todo su texto, suponían un implícito reconocimiento de estos límites de índole metapositiva. Unos límites difícilmente aceptables desde unos presupuestos filosóficos exclusiva y estrictamente liberales, basados en una concepción puramente mundana y positiva del poder, en una concepción inmanente y racionalista del «ordo naturalis» y del Estado, que desde Hobbes hasta Marx defendería todo el pensamiento político moderno.

En la Asamblea gaditana los límites metapositivos de la soberanía fueron aceptados, de hecho, de forma indirecta pero innegable, por los Diputados realistas y americanos e incluso por buena parte de los liberales. Así ocurrió de nuevo con Muñoz Torrero y Oliveros.

Estos dos Diputados defendieron también una idea organicista de Nación en la que era perceptible el eco de las doctrinas escolásticas. De este modo, si bien concordaron con los demás Diputados liberales en que la Nación era un sujeto unitario e indivisible, compuesto exclusivamente de individuos iguales, a su juicio tales individuos se agrupaban en familias.

El artículo 155 de la Constitución contenía, asimismo, una fórmula muy significativa, que se repetiría, por cierto, en todas las demás constituciones españolas del siglo XIX, al declarar que el Rey de las Españas lo era «por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española».

Además, algunos términos que todos los Diputados liberales utilizaron, procedían de la literatura escolástica, como el de «monarquía moderada» o el de «poderes comunicados», en vez de los más liberales y modernos «Monarquía constitucional» o el de «poderes delegados».

Ahora bien, es preciso hacer dos puntualizaciones respecto de la influencia del escolasticismo en el grupo liberal de las Cortes de Cádiz. En primer lugar, hay que decir que ésta prácticamente se redujo a Muñoz Torrero y a Oliveros. En los demás, con la excepción terminológica mencionada, no hay rescoldo escolástico alguno o cuando los hay éste era muy débil. En segundo lugar, el influjo de la Escuela alcanza a algunos de los planteamientos de Muñoz Torrero y Oliveros, respecto del origen, los límites y el sujeto de imputación del poder, pero no alcanza, en cambio, a las conclusiones que de estos planteamientos extraen. Así, tanto uno como otro Diputado, pese a haber rechazado las ideas del estado de Naturaleza y del Pacto Social, y pese a defender en contrapartida la teoría de la sociabilidad natural del hombre y la naturalidad del poder, no sostuvieron la teoría de la «Translatio imperii», como habían hecho los Diputados realistas y el propio Martínez Marina, sino que se acogieron a la interpretación liberal del dogma de soberanía nacional, concibiendo la soberanía como un poder unitario, indivisible y jurídicamente ilimitado.

Respecto a esta última nota debe tenerse en cuenta que si bien estos dos Diputados liberales, y alguno más, apoyaron la redacción del Preámbulo de la Constitución -cosa que otros muchos no hicieron, como Toreno y Argüelles- y se adscribieron a la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía... no contradecían con ello su concepción jurídica ni el dogma liberal de la soberanía nacional. Ciertamente, sus tesis chocaban con el laicismo consustancial a la doctrina liberal e incluso con la concepción filosófica de la soberanía, con sus supuestos teóricos e históricos más profundos, pero no con su concepto jurídico. Téngase en cuenta, en efecto, que los límites que implícitamente aceptaron no eran jurídicos, en tanto que no eran positivos, sino de índole religiosa, moral y ética. Los límites propiamente jurídicos a la soberanía de la Nación, esto es, las leyes fundamentales de la Monarquía, fueron en cambio, rechazados sin paliativos por Muñoz Torrero y Oliveros al igual que por los demás liberales.

Por último, es preciso señalar que no obstante las manifestaciones organiscistas de estos dos Diputados a la hora de pronunciarse sobre la definición de la Nación, debe decirse que este organismo no era ni estamental ni territorial (como sí lo era el de los realistas y el de los americanos, respectivamente). La concepción estamental y territorial de la Nación y de la representación nacional fue incluso condenada por Muñoz Torrero y Oliveros con el mismo ardor con que lo hicieron los demás Diputados liberales. Debe agregarse, que el sentir puramente individualista de la mayoría de los liberales doceañistas fue el que, a la postre, se plasmó en el texto constitucional de 1812.

En consecuencia, pues, hablar del iusnaturalismo tradicional o, más exactamente de la Neoescolástica española del Siglo de Oro, como uno de los componentes ideológicos del primegio liberalismo español y por tanto, como un trazo de su teoría constitucional, solamente es cierto, a nuestro entender, si se tienen en cuenta, como acabamos de decir, que tal corriente sólo se percibe con cierta intensidad en Muñoz Torrero y Oliveros -dos destacadísimos liberales, sin duda alguna- pero que incluso en ellos tal influencia no les impidió adscribirse a las más importantes y decisivas tesis liberales, al haberse manifestado su escolasticismo en algunos de sus planteamientos, pero no así en sus conclusiones.

Por todo ello, más que sostener la influencia del escolasticismo en el liberalismo doceañista parece más correcto señalar tan sólo la huella de la Escuela en algunos de los liberales doceañistas y en diversos preceptos de la Constitución de Cádiz. Pero sin exagerar su importancia cuantitativa ni sobre todo cualitativa. Aunque tampoco, ciertamente, sin minusvalorarla. En este sentido, es preciso reconocer que, a diferencia del liberalismo europeo, el iusnaturalismo tradicional, católico, escolástico, todavía se percibe, siquiera sea terminológicamente, en los planteamientos de dos descollantes liberales de las Cortes de Cádiz y en la misma Constitución de 1812.

Pero era quizá en el tratamiento constitucional de la religión en donde las diferencias entre el liberalismo europeo y la Constitución de Cádiz eran más marcadas. «La religión de la Nación española -decía el artículo doce de este Código- es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra».

¿Significaba este artículo que el liberalismo español se diferenciaba en punto a la libertad religiosa del liberalismo europeo? En modo alguno. A este respecto es más necesario que en ninguna otra cuestión distinguir, tal como antes adelantábamos, entre el liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz, y tener en cuenta que si bien en esta Constitución se plasmaron en gran medida las ideas constitucionales del liberalismo doceañista, no se plasmaron todas y, lo que es más importante, algunas de las que se plasmaron no eran las del liberalismo doceañista, sino las que éste se vio obligado a aceptar por mor de las circunstancias históricas. Esto fue precisamente lo que aconteció con el tratamiento constitucional de la religión católica y de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Las circunstancias históricas, próximas y remotas, explican este tratamiento a todas luces tan liberal, tan opuesto a la tolerancia y al laicismo consustanciales al liberalismo. Los liberales doceañistas se vieron obligados a aceptar esta intolerancia religiosa y este clericalismo constitucional como consecuencia del sentimiento religioso tradicional del pueblo español, exarcebado durante el período histórico en que se elaboró la Constitución de Cádiz. Debe añadirse a ello la influencia del clero en España y en las propias Cortes.

Pero debe decirse también que el tratamiento constitucional de la religión no agradaba a los Diputados liberales, ni siquiera a aquellos que eran clérigos y que, como Muñoz Torrero y Oliveros, habían mostrado un inequívoco apego a ciertas tesis tradicionales. Ello es preciso afirmarlo enérgicamente. Ahora bien, en una prueba de prudencia y sensatez políticas, se vieron obligados a transigir. Primero, porque era preciso ante todo sacar adelante el texto constitucional. Y sin estas concesiones, sin duda importantes, probablemente hubiese sido imposible, sobre todo después de que las Cortes decretasen la Libertad de Imprenta y aboliesen el Tribunal de la Inquisición. Unas medidas que cercenaban en alto grado la influencia de la Iglesia Católica. Segundo, porque los liberales pensaban que tan contundente declaración de intolerancia podría acallar las reticencias del pueblo hacia el sistema constitucional. Un pueblo que, azuzado por el clero, era en su inmensa mayoría hostil al liberalismo.

[...] le imponía. En esta cuestión, como en otras muchas, el liberalismo español no era muy distinto del europeo, lo que era distinto, lo que tenía que ser distinto, era el liberalismo en España, en la España de 1812.

En definitiva, pues, la teoría constitucional del liberalismo doceañista respondía a una mixtura de influencias doctrinales. Las ideas propiamente liberales se hallaban así contrarrestadas y atenuadas por otras que procedían de unas corrientes de pensamiento distintas del liberalismo. De ahí que esas ideas no llegasen a alcanzar la pureza y extremosidad que alcanzaron en otras latitudes, singularmente en Francia. Sin embargo, ni las apelaciones a la tradición nacional, ni las similitudes con el reformismo ilustrado, ni los rescoldos escolásticos, llegaron a impedir que la teoría constitucional que sustentaron los liberales en las Cortes de Cádiz presentase un indudable carácter revolucionario y un claro entronque con el liberalismo europeo, particularmente con el francés.

Algo semejante puede decirse de la Constitución de 1812. No puede negarse que en ella los liberales hicieron algunas concesiones al tradicionalismo, como la ausencia de una declaración de derechos, ordenada y sistemática, y la intolerancia religiosa que consagra. Precisamente el catolicismo intransigente de esta Constitución junto al sentimiento nacionalista y antinapoleónico que animó su redacción, son elementos que explican su prestigio y proyección exterior en la América hispana. No obstante, en lo esencial, esta Constitución se inspiraba en los principios nucleares del constitucionalismo radical europeo, particularmente en el dogma de soberanía nacional, en la teoría de la división de poderes y en el reconocimiento de la igualdad jurídica y de la libertad personal como bases del nuevo Estado y de la nueva sociedad. Asimismo, esta Constitución, a pesar de las concesiones al tradicionalismo, antes señaladas, y de una terminología muy peculiar, presentaba una similitud muy grande con la Constitución francesa de 1791, sin duda el modelo que los liberales doceañistas tuvieron más en cuenta, aunque se cuidasen mucho de reconocerlo.

El tratamiento constitucional de la religión y de las relaciones entre la Iglesia y el Estado que se dio en la Constitución de Cádiz no era, en definitiva, exponente de lo que el liberalismo español pensaba, sino de lo que al liberalismo español la historia de España.






ArribaAbajo II.- El nuevo rumbo del liberalismo y el abandono de la Constitución de Cádiz

Entre 1814 y 1833 se va conformando una teoría constitucional sensiblemente distinta a la que acabamos de describir. Circunstancias de muy diversa índole inducen al grueso del liberalismo español a adoptar un nuevo rumbo y a abandonar buena parte del programa doceañista y, entre éste, la Constitución de Cádiz, ¿qué ha pasado entre estas dos fechas? Pues han pasado muchas cosas. En dos ocasiones los liberales españoles se verán obligados a abandonar España y a buscar refugio en los países más avanzados de la época. Los exilios marcaron decisivamente a estos liberales e influirán sobremanera en su cambio de teoría y de programa constitucionales. Pero entre ambos exilios hubo, además, una experiencia constitucional muy desalentadora: la del Trienio de 1820 a 1823. Esta experiencia supuso un segundo ensayo -o, en rigor, podría decirse que el primero- del sistema constitucional diseñado en el año 12. Y este ensayo no fue precisamente muy feliz. Sirvió para que muchos liberales enmendaran los principios constitucionales que los liberales doceañistas habían defendido en las Cortes de Cádiz y que en el Trienio se mostraron bastante inoperantes.

Todo ello permite explicar que un año después de la muerte de Fernando VII, en 1834, tras la restauración del sistema constitucional con la promulgación del Estatuto Real, se aprecie ya un cambio decisivo en la teoría y el programa del constitucionalismo español. El período de vigencia del Estatuto -dos años-, pese a ser tan breve, tendrá también una gran importancia en el nuevo rumbo del constitucionalismo español al introducirse durante él unos principios y unas prácticas constitucionales desconocidas hasta entonces. Las Cortes constituyentes de 1837 son quizá el momento histórico en el que de modo más evidente se pone de manifiesto el cambio del constitucionalismo español. La Constitución que ese año se elabora es una muestra decisiva de este cambio. Un cambio que se va aquilatando durante los ocho años de vigencia de este texto constitucional y que presenta ya una completa madurez en las Cortes reformistas de 1845 y en el texto constitucional que estas Cortes elaboraron.


ArribaAbajo1. Los exilios y el Trienio Constitucional

En 1814 y 1823 se producen en nuestra patria dos reacciones absolutistas que echan por tierra el sistema constitucional diseñado por los constituyentes gaditanos. Como consecuencia de ello, los liberales que consiguen salvar su vida se ver abocados al exilio. El exilio, triste fenómeno que, en sus dimensiones modernas, esto es, masivas y no ya individuales, comienza en España la época que ahora nos ocupa, sin que desgraciadamente finalice con ella...

A los exiliados liberales se agrega, en 1814, un importante número de afrancesados, que un año antes emigran al vecino país, acompañando a las vencidas tropas invasoras. Huyen, entre otros liberales, el Conde de Toreno, y Álvarez Flórez Estrada. Hacen lo propio los afrancesados Javier de Burgos, Moratín, Meléndez Valdés, y un largo etcétera. Calatrava, Agustín de Argüelles y Martínez de la Rosa, destacados liberales de la primera hora, corren peor suerte: son encarcelados, al lado de no pocos correligionarios, en alejados y lóbregos presidios.

La historia se repite en 1823. Pero, si cabe, con más trágicos ribetes. El éxodo es mayor y más largo. El contingente más numeroso de exiliados se dirige a Inglaterra, país en el que se refugian Calatrava, Mendizábal, Istúriz, Alcalá Galiano y Argüelles. Otros liberales bien significativos, como Toreno y Martínez de la Rosa, buscan asilo en Francia, adonde, en 1830, con el triunfo de la Revolución de Julio, se traslada casi enteramente la colonia liberal ubicada en Inglaterra. Un número bastante menor de españoles se reparte, en fin, por otros países: Bélgica, Portugal, especialmente a partir de 1826, y América, la hispana y la anglosajona.

No fue corto, antes por el contrario, fue abultado, el número de expatriados. Pero más que la cuantía interesa subrayar su calidad. Y ésta salta a la vista. Tanto en un exilio como en otro, efectivamente, lo que se va es la inteligencia, y lo que se queda..., lo que se queda es el marasmo. No todos los exiliados, ciertamente, formaban parte de las clases ilustradas, pero puede decirse, sin incurrir en exageración alguna, que lo más granado de la política y de la cultura española, que la «inmensa minoría», se ve obligada a abandonar el solar vernáculo. La España constitucional del Trienio y la que, penosamente, belicosamente, se intenta construir a partir de 1834 fue en gran medida obra de estos expatriados (en la justa medida en que un país, incluso si es liberal, puede ser obra de unos pocos). Sin ellos, el liberalismo español de la primera mitad del pasado siglo resultaría, sencillamente, incomprensible.

Es de sumo interés, por ello, conocer cuál era el panorama constitucional que estos exiliados encontraron en Europa, en particular en Francia e Inglaterra, lugar de destino de la mayoría de ellos. Y, asimismo, es preciso indagar cuál fue el influjo de este panorama en sus ideas.

Comencemos por la primera interrogante. La caída de Napoleón marca en la historia de Europa una línea divisoria sobremanera importante. A la par que se reordenan las relaciones internacionales, se produce un profundo replanteamiento ideológico en el seno del liberalismo. Un replanteamiento que, en sus grandes líneas, permanecerá hasta ese gran cataclismo que fue la Revolución de 1848, que a tantos fantasmas abrió la esclusa . Entre 1815 y 1848 el liberalismo presenta así una fisonomía peculiar, bastante diferente de la que había caracterizado al liberalismo revolucionario del siglo XVIII. Puede decirse, un tanto esquemáticamente, que este cambio obedecía a la diferente actitud de la burguesía. A la burguesía ofensiva, radical, «ingenua», de 1789, sucede una burguesía defensiva, acomodaticia y «sensata», a la que ya no interesa conquistar el poder en nombre de la mayoría, sino que, habiendo accedido ya a él (pactando, con mayor o menor intensidad, con- las rehabilitadas clases del Antiguo Régimen) trata de conservarlo, frente a cualquier amenaza que proceda de las clases sociales excluidas de los centros de decisión política. Este cambio se plasma con gran claridad en el sesgo que adopta por esos años el liberalismo y se manifiesta ante todo en el abandono del iusnaturalismo racionalista y de los principios constitucionales que a su amparo se habían elaborado. Conviene detenerse un tanto en este abandono, por ser para el objeto de este trabajo importante en grado sumo.

El iusnaturalismo había servido a la burguesía para destruir el antiguo orden de cosas. Su carácter revolucionario iba ligado íntimamente a su carácter abstracto. En nombre de la Razón Natural y apelando a la Libertad, a la Igualdad y a la Propiedad, se habían resquebrajado los fundamentos de la Monarquía Absoluta y de la sociedad estamental, eliminándose las desigualdades políticas y sociales ínsitas a ellas, cuyo sustento legitimador se hallaba en la historia o en su orden natural supuestamente sancionado por la divinidad. Todas las categorías constitucionales que conformaban el armazón nuclear de la teoría constitucional revolucionaria estaban troqueladas por este espíritu racionalista, secularizado, e inspiradas, más o menos directamente, en el corpus de la filosofía política del iusnaturalismo racionalista, heredero de las grandes especulaciones científicas de los siglos XVI y XVII. Así ocurría, desde luego, con las tesis del estado de Naturaleza y Pacto Social. Pero también con el dogma de la soberanía nacional, consecuencia de aquéllas, y con las ideas de Nación y de Representación. La elaboración de estos conceptos se hacía con una deliberada abstracción de los grupos sociales y de las unidades territoriales realmente existentes y actuantes en una concreta comunidad histórica. Los Derechos Naturales se presentaban como fruto irrenunciable del hombre en cuanto tal, es decir, en cuanto miembro de la Humanidad -abstracción superlativa-, y no como parte integrante de una determinada ciudadanía. La división de poderes se concebía con la finalidad de garantizar estos derechos y con el deseo de alcanzar un exacto y perfecto equilibrio entre las piezas del Estado, pensado, al igual que el Cosmos, como una maquinaria con su propia lógica inmanente. La actividad estatal toda, debía estar sometida a la ley y primordialmente a la Constitución, concebida -como lex suprema, como fundamento de validez de todas las demás leyes y a la vez como el fiat del orden social y del orden histórico. Pero dentro del ideario revolucionario era la idea de poder constituyente la que mejor expresaba ese inescindible aunamiento de racionalidad y subversión. El poder constituyente ocupaba respecto de la teoría constitucional el mismo lugar que la duda metódica respecto de la filosofía y la ciencia moderna. Si la idea cartesiana había permitido cuestionar las hasta entonces incuestionables verdades generales o premisas mayores del razonamiento silogístico, la idea de poder constituyente expresaba con inusitada claridad lo que, al decir de Ortega, es común a toda Revolución: el intento de lo abstracto de sublevarse contra lo concreto.

La teoría del poder constituyente no era, en rigor, más que una teoría de la revolución en compendio. Una teoría del Tercer Estado, tan revolucionaria y tan compendiada -tan pedagógica, podría decirse- como años más tarde lo sería el Manifiesto Comunista. Es decir, la teoría revolucinaria del Cuarto Estado. Ahora bien, si en la Teoría del Poder constituyente era clara su finalidad revolucionaria, no lo era menos su sustrato racionalista. Carl Schmitt recuerda, a este respecto, que la distinción de Sieyès entre este poder y los poderes constituidos era una réplica en el orden político a la concepción spinoziana del universo bajo dos formas: natura naturans y natura naturata.

Pero esta ideología iusnaturalista, revolucionaria, plagada de abstracciones, se abandona a partir de 1815, al igual que la dogmática constitucional construida a su abrigo. El nuevo liberalismo europeo, especialmente, claro es, el francés -al que de modo primordial nos hemos venido refiriendo- reflexiona sobre los «excesos» de la Revolución de 1789, sobre sus causas y sobre sus efectos. La ideología iusnaturalista, por su ambigüedad, por su multivocidad, se presenta como un arma de doble filo, en extremo peligrosa para la burguesía, que va haciéndose, sobre todo a partir de la Revolución de Julio, con las riendas de la sociedad y del Estado. Las abstracciones, como la libertad y la igualdad, pueden ser utilizadas por las clases excluidas de la nueva organización social para reivindicar el sufragio universal o incluso transformaciones en el orden económico-social. Así había ocurrido de hecho en el período más extremo de la Revolución Francesa, en 1793, en la época de la Convención y del «Terror» -y la idea de Democracia se asociará indefectiblemente en adelante a esta época- y así había ocurrido también en la Revolución Inglesa del siglo XVII, por parte de diversos grupos radicales: los «levellers» y los «diggers», por ejemplo.

El liberalismo reacciona, por ello, contra las máximas abstractas y radicales, contra los apotegmas revolucionarios. Hay un verdadero furor contra todo lo que en política sea especulativo, tachando, con odio o desdén, de abominable metafísica. En esta reacción contra el iusnaturalismo coinciden, en realidad, movimientos ideológicos muy diversos: el utilitarismo en Bentham, el positivismo de Comte, las teorías constitucionales de Constant, las construcciones doctrinales de los doctrinarios franceses, la Economía Política de Say, las doctrinas reaccionarias de De Maistre y De Bonald, de Chateaubriand, de Adam Müller, de Haller, de Gentz, y, en fin, la Escuela Histórica de Savigny. Todo este movimiento de ideas, pese a sus múltiples diferencias entre sí, convergían en un punto: el rechazo sin paliativos del viejo Derecho Natural racionalista, apoyatura filosófica primordial del primer liberalismo europeo continental.

El positivismo y el historicismo romántico y conservador son las dos grandes ideologías que vienen a sustituir al iusnaturalismo racionalista. Las abstracciones ceden paso, así, a las concreciones. Se exaltan las diferencias. Diferencias sociales, a las que apela el positivismo de cortes sociológico, con objeto de defender los nuevos intereses de la burguesía post-revolucionaria. Diferencias nacionales, en las que se apoya el romanticismo político, con el objeto de defender los intereses del Antiguo Régimen. El eclecticismo triunfa. La burguesía se aristocratiza y la aristocracia se aburguesa. Fenómeno este que, por lo que a Francia atañe, está perfectamente descrito en las grandes creaciones literarias de Balzac y Stendhal. Pero del mismo modo que en la nueva sociedad la burguesía y la aristocracia se fusionan, en el campo del pensamiento el liberalismo intenta conciliar lo antiguo con lo nuevo, las ideas e instituciones del pasado con las ideas e instituciones de nueva planta. La libertad y el orden, se afirma por doquier, pueden caminar juntas.

Era perfectamente comprensible que en este ambiente el liberalismo europeo mirase hacia Gran Bretaña. El pensamiento inglés ofrecía una atrayente síntesis de empirismo e historicismo. Locke, Hume, Adam Smith, Bentham, Burke, James Mill, eran exponentes significativos de esta mixtura de pragmatismo y raigambre nacional, de progreso y tradición, de libertad y orden, aunque en cada uno de estos autores estos ingredientes no se encontrasen siempre nivelados. Había en todos ellos, desde luego, un sentimiento común de profundo rechazo a lo dogmático, a las abstracciones, a las que tanto propendía el pensamiento continental, especialmente el francés. Propensión que el propio Tocqueville había ridiculizado con ironía en su obra capital sobre la democracia.

La Constitución británica, asimismo, era el fruto más tangible de esa mezcla «razonable», pero no racional, de tradición y progreso, que tan sabiamente había sabido conjugar la autoridad con la libertad el pasado con el presente.

En el continente, y, sobre todo, en Francia, esta anglofilia no era en modo alguno original. Se trataba, en realidad, de retomar la tradición liberal, aristocratizante y antidemocrática, de Voltaire y de Montesquieu, que la Gran Revolución había dejado en un segundo plano por el obnubilamiento que sobre gran parte de sus espíritus rectores habían producido los escritos anglófobos y democráticos de Rousseau, Mably o incluso Sieyès. En la propia Asamblea Constituyente de 1789, un grupo selecto de Diputados -Mirabeau, Lafayette y Mounier, por ejemplo- habían sustentado, sin éxito, las tesis «inglesas»: bicameralismo, veto absoluto a favor del Monarca, sistema parlamentario. En la Francia post-napoleónica, el engarce con la tradición liberal anglófila sería llevado a cabo por los doctrinarios: Royerd-Collard, Garante, Bogue, Remussant, y por Benjamin Constant. En Alemania, esta anglofilia estaría bien representada por Gneist y por Guillermo Von Humboldt.

Este giro doctrinal del liberalismo europeo se plasma, como no podía dejar de ser, en los textos constitucionales de la época. Ya no se trata de unas Constituciones emanadas de la voluntad nacional -salvo la belga de 1831-, sino de «Cartas » (y este nombre es bien significativo) que son o bien concesiones graciosas de la Corona, como la francesa de 1814 y la portuguesa de 1826, o fruto del pacto entre ésta y la representación nacional, como la francesa de 1830. De todos los textos constitucionales desaparecen las declaraciones de Derechos «Naturales» del «hombre». Se consignarán tan sólo, y muy brevemente, los derechos individuales de los «belgas», los «franceses» o los «portugueses». La separación de poderes cede paso a una colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, siguiendo las pautas del sistema de gobierno parlamentario, que desde Inglaterra se extiende a toda la Europa liberal. El Rey refuerza sus poderes, especialmente el legislativo, al atribuírsele el veto absoluto y la participación en la reforma constitucional. El Parlamento se divide en dos Cámaras: la Baja, cuya designación se recomienda a un muy reducido cuerpo electoral; la Alta, que, a imitación de la Cámara de los Lores, pretende dar acogida a los estratos más elevados de la burguesía, a la Nobleza terrateniente y a las más altas dignidades eclesiásticas.

Esta era, a grandes trazos, la Europa constitucional con la que los exiliados españoles se encuentran. ¿Podrían sustraerse a su influjo? Difícilmente. Y de hecho las nuevas ideas hicieron mella en estos expatriados. En una minoría de ellos, ciertamente. Pero en la minoría más influyente en la posterior historia de España.

Dentro de estas ideas conviene destacar la influencia de Jeremías Bentham. Ciertamente, ya desde la temprana fecha de 1807, alguna obra suya era conocida en España, como, por ejemplo, los «Principios de Legislación Civil y Penal», uno de cuyos ejemplares cayó en manos de Toribio Núñez, a la sazón residente en Salamanca. Esta obra, como otras muchas de otros autores transpirenaicos, fue introducida en España por las tropas francesas en su marcha hacia Portugal. En las mismas Cortes de Cádiz, en cuyo recinto la resonancia de este autor fue muy escasa, el eco de sus doctrinas se percibió, sin embargo, en un destacado liberal, Agustín Argüelles, que había vivido en Inglaterra entre 1806 y 1808. Ahora bien, la influencia de Bentham en España, que fue enorme, y que afectó tanto a progresistas como a moderados, se produce a partir de los años veinte, precisamente gracias a los contactos directos con su persona y con sus obras por parte de los liberales españoles durante los años que ahora se analizan y como consecuencia de la tenaz labor difusora que, ya en el Trienio, llevaron a cabo Toribio Núñez y Ramón de Salas.

Pocos autores como Bentham habían fustigado con mayor acritud las ideas de los revolucionarios del siglo XVIII; que en buena medida habían sido también las del primer liberalismo español. Las tesis del «estado de Naturaleza», del «pacto Social», de los derechos «naturales», de la soberanía nacional, de la ley como expresión de la voluntad general, habían sido sometidas a una implacable crítica en casi todas sus obras y muy especialmente en su «Treatisse of political sophismes», en donde va desgranando y a la par demoliendo dialécticamente cada uno de los preceptos de la Declaración de Derechos de 1789.

Pero si el utilitarismo de Bentham repercutió con más vigor, como es lógico, entre los emigrados en Inglaterra, los liberales que en cambio huyeron al otro lado de los Pirineos, así como una parte no pequeña de los afrancesados, se entusiasmaron con la filosofía sensualista y ecléctica de Desttut de Tracy -cuya influencia se percibe con claridad en las «lecciones» de Ramón de Salas- y de Cousin, al igual que las tesis de los doctrinarios, cuyo influjo se hizo notar entre los liberales más templados, como Martínez de la Rosa, cuyo trato personal llegó a frecuentar.

También las premisas del más importante teórico constitucional de la época, Benjamin Constant , fueron conocidas por los expatriados españoles. Prueba fehaciente de ello es que en 1820 sale a la luz una versión castellana de su «Curso de Política Constitucional», debida a la pluma de Marcial Antonio López. Y el conocimiento del publicista francés es manifiesto, asimismo, en las «Lecciones» de Ramón de Salas, publicadas en 1820.

A todo ello debe añadirse la influencia del positivismo sociológico comtiano, que, como más adelante veremos, formaría parte de la filiación doctrinal del liberalismo progresista y moderado.

Los exilios supusieron, así, un auténtico puente cultural entre Europa y España, a cuyo través penetraron las nuevas corrientes del pensamiento constitucional liberal. Y junto a ellas penetraron también las nuevas prácticas constitucionales, como las que acompañan al sistema de gobierno parlamentario, que los refugiados españoles tuvieron «in situ» oportunidad de conocer.

Todo ello fue modificando la teoría y el programa constitucionales del liberalismo español. Así, a partir de 1834, la mayoría de los liberales, fuesen progresistas o moderados, manifestarán sin ambages la necesidad de llevar a cabo una profunda revisión del texto constitucional de 1812. Y ello con el objeto de acompasar el rumbo político del país al nuevo «espíritu del Siglo», a las nuevas necesidades y al estado de Opinión reinante en Europa. En esa Europa que ellos habían contribuido a dar o conocer.

En realidad, durante el Trienio Constitucional se hace ya patente la existencia de una corriente liberal que se separa de las doctrinas que habían inspirado a los redactores de la Constitución de Cádiz, restaurada tras el Levantamiento de riego. El deseo de introducir una segunda Cámara en la estructura de las Cortes, así como el reforzar las atribuciones de la Corona y parlamentarizar a la vez la Monarquía, fue común a muchos liberales. Estos deseos reformistas eran alentados sobre todo por los elementos más moderados del liberalismo, especialmente después de los graves sucesos de julio de 1822. Algunos de estos liberales, como el Conde de Toreno, habían tenido una descollante participación en la primera época constitucional, pero ahora mudaban sus antiguos fervores revolucionarios por su admiración hacia las nuevas doctrinas que imperaban en Europa.

Estos anhelos reformistas eran compartidos por los antiguos afrancesados, muchos de los cuales habían regresado a España a partir de 1820. La Constitución de 1812 repugnaba a sus ideas conservadoras. Añadíase a ello el odio que les inspiraban los hombres del doce, quienes seguían echándoles en cara su capitulación con el Rey Intruso.

Pero este distanciamiento de la Constitución de Cádiz no afectó solamente a los elementos más templados del liberalismo. Argüelles, por ejemplo, reconoció en las Cortes de 1837 que ya en el Trienio era muy consciente de los defectos de este texto. Y Alcalá Galiano, por su parte, conocido «exaltado» de la época, confiesa en sus «Memorias» que en aquel entonces se hubiese alegrado de ver en España una Cámara Alta y una Monarquía con más prerrogativas que las que le daba la Constitución de 1812, así como unas Cortes menos poderosas y que no gobernasen.

En realidad, en el Trienio se manifiesta ya un cambio de mentalidad y de estilo. Mientras en las Cortes de Cádiz habían predominado los discursos doctrinales e incluso académicos, en las Cortes del Trienio se insiste más en las cuestiones prácticas y políticas. En estas Cortes, además, el historicismo doceañista sufre un considerable retroceso, pese a formar parte de ellas Francisco Martínez Marina. Esta deshistorización del liberalismo se percibe en las «Lecciones de Derecho Público Constitucional», escritas por Ramón de Salas, quien incluso se atreve a criticar la conservación del nombre histórico de Cortes para designar a la Asamblea legislativa.

¿A qué obedecía este distanciamiento del liberalismo doceañista por parte de no pocos y desde luego muy influyentes liberales? Pues, en primer lugar, era consecuencia de la recepción de las nuevas ideas y prácticas constitucionales imperantes en la Europa postnapoleónica. Una recepción, que iniciada en el exilio de 1814-1820, prosiguió durante el Trienio, incluso con más intensidad y extensión. El Trienio fue una época en la que la libertad de imprenta tuvo escasas trabas, lo que auspició considerablemente el tráfico cultural. En la difusión de las nuevas ideas, los afrancesados jugaron un papel primordialísimo. Ahí están los nombres de Toribio Núñez y Ramón de Salas, divulgadores de Bentham, y de Marcial Antonio López, traductor de Benjamin Costant. No debe olvidarse, además, a un grupo de afrancesados, en extremo interesante, cuyas ideas eran de marcada orientación conservadora. Nos referimos al grupo formado por Alberto Lista, Sebastián Miñano y José Mamerto Hermosilla. Este grupo, bajo la dirección política de Lista, llevó a cabo una constante labor de difusión de las nuevas ideas, a través de las páginas de «El Censor »,cuya seriedad contrastaba con la superficialidad y chabacanería de la mayor parte de la Prensa exaltada. En las páginas de esta Revista, de periodicidad semanal, se ensalzan las ideas de Costant, de los doctrinarios franceses, y de J. Bentham, de quien se editan los «Sofismas Anárquicos»; se publican también las «Cartas de Say a Malthus»; se comentan elogiosamente varias obras de Guizot, de Savigny y del Conde de Saint-Simon. Todo ello calaría hondo en las mentes liberales más receptivas, induciéndolas a replantearse sus antiguas fidelidades a la teoría abstracta y radical del doceañismo, así como a buena parte del programa político que la Constitución del doce establecía.

Pero, en segundo lugar, este replanteamiento respondía a otra razón. Durante el Trienio se percibe, prácticamente por vez primera, las deficiencias de la mítica Constitución de Cádiz. Hasta aquel momento el código doceañista no había sido más que un texto normativo con una aplicación, sobre efímera, parcial. Claro es que al calificarlo de mero texto normativo se oculta el valor metajurídico que este texto tenía. En 1820, la Constitución de Cádiz, odiada y amada hasta extremos hoy difíciles de creer, era ante todo un símbolo. Para los realistas representaba la suprema encarnación del mal, el instrumento cuasi diabólico que había consagrado en la tradicional España toda la retahíla de foráneas y disolventes novedades que el Siglo de las Luces -el impío Siglo de las Luces- había engendrado. Para la mayor parte de los liberales, aunque ya no para todos, puesto que el exilio les había revelado nuevos horizontes, el código doceañista seguía suponiendo, por el contrario, no ya un código aceptable, sino la más alta conquista en la lucha por la libertad y la independencia nacional, por cuya defensa habían sido objeto de tantos y tan grandes padecimientos. Pues bien, de 1820 a 1823, la opinión realista se mantiene y aún se acentúa; la liberal, en cambio, varía. ¿Por qué? Pues porque durante estos tres años la Constitución ya no podía ser sólo un símbolo, sino que era menester que se convirtiese en un instrumento garantizador del sistema político. Y este instrumento, para no pocos liberales, convencidos todavía de su bondad en 1820, se mostrará inservible o, cuando menos, harto deficiente. No más, pues, la pura aplicación de este texto causará su descrédito entre una parcialidad liberal.

Desde luego, el fracaso del sistema político vigente durante el Trienio se debía -conviene apresurarse a decirlo- a causas por completo ajenas al texto constitucional, que la historiografía de este período ha puesto suficientemente de relieve. El acoso de los realistas, que nunca dejaron de conspirar; el enfrentamiento, a veces violento, de los liberales, divididos ahora en «moderados» y «exaltados» y, dentro de estos dos grupos, en tendencias y capillas múltiples; la proliferación de sociedades secretas, poco proclive a la salud del juego político; la mala fe del Rey y las intrigas palaciegas; la hostilidad que el nuevo Régimen provocó en las potencias extranjeras, son algunas de las causas que explican el fracaso del Trienio Constitucional.

Ahora bien, no es menos cierto que la Constitución de Cádiz no contribuía a aliviar tan desconsolador cuadro. Antes al contrario, lo agravaba. Y lo agravaba, primeramente, por su ya comentada incapacidad integradora. La Constitución se mostró incapaz de atraer, no ya a los realistas, sino incluso, como se ha dicho, a algunos liberales y a los influyentes afrancesados, que pretendían atraer al campo liberal a las fuerzas menos intransigentes del Antiguo Régimen, así como a la burocracia salida de la reforma administrativa. Pretensión que sólo podía realizarse si se reformaba la Constitución de 1812 y se introducía un sistema bicameral. Por otra parte, la rígida separación de poderes que esta Constitución consagraba, coadyudaba a enturbiar el ambiente político y a erosionar el ya de por sí quebradizo sistema constitucional. Tal extremo se hizo especialmente evidente después de las elecciones de 1822, de las que surgió en las Cortes una mayoría «exaltada»,en conflicto con el gobierno «anillero». Ello, por fuerza, aconsejaba a muchos liberales a reforzar las prerrogativas del ejecutivo frente a las del legislativo y a implantar en nuestro país un «sistema de Gobierno de mayoría», es decir, parlamentario.

Pero, en tercer y último lugar, el deseo de reformar la Constitución de 1812 en un sentido conservador, era auspiciado también por los gobiernos de Francia e Inglaterra. El código doceañista era juzgado por estas dos potencias -y, desde luego, por Rusia, Austria, Prusia y el Vaticano- como excesivamente revolucionario. Y es más. Y lo que aún era peor: contagiosamente revolucionario, a la vista de la atracción que había suscitado allende nuestras fronteras. En Portugal, en las Dos Sicilias, en el Piamonte y en varias naciones de la América Hispana, en efecto, la Constitución de Cádiz se había adoptado como bandera propia, de igual modo que más tarde, en 1825, lo harían los «decembristas» rusos. En realidad, la promulgación de esta Constitución en 1820 había supuesto una luz de esperanza para los liberales radicales y para los demócratas de toda Europa, relegados o perseguidos a consecuencia de la política reaccionaria que la Santa Alianza había impuesto en el viejo continente. La Constitución de 1812, fruto señero de una guerra de Independencia nacional, primero, y enarbolada osadamente, después, ante las fauces de la reacción internacional, se convirtió en un punto de referencia para todo el movimiento liberal y nacionalista de Europa y América, marcando, así, un hito decisivo en la historia del constitucionalismo occidental y no sólo en el español.

Con su restablecimiento, en 1820, el epicentro de la Revolución europea se había trasladado a España. Esto es, a una Nación que pocos años antes había asombrado al mundo entero por la heroica victoria que su pueblo, galvanizado en su mayoría en defensa de la Monarquía tradicional y de la Religión, había infligido a Napoleón, la bestia negra de la Europa reaccionaria. El pasmo y el estupor de esta Europa eran ahora perfectamente comprensibles. Nada menos que España, y no Francia, como hubiera podido esperarse, introducía la primera fisura en el orden internacional delimitado en 1815. Pero al pasmo y estupor sucede la venganza. Las Cancillerías europeas decidieron a toda costa abolir la tan temida -por tan venerada- Constitución de 1812. De ello se ocupó, siguiendo las instrucciones del Congreso de Verona, el Conde de Angulema al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis, cuya labor -conviene no olvidarlo- fue apoyada por la mayoría del pueblo español, ajeno, cuando no francamente hostil, al movimiento liberal y a la Constitución de Cádiz.

Pero la abolición del texto de 1812 no conllevó su sustitución por otro más moderado, sino por el más puro y duro absolutismo. Así había ocurrido en 1814, pese a los deseos de los «Persas» y a las promesas de Fernando. Así volvía a ocurrir en 1823, pese a las intenciones de Francia e Inglaterra y de buena parte de los liberales españoles. Tiempo habría, sin embargo, de que estas tendencias reformistas se llevasen a cabo.



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