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La mujer modesta

Concepción Gimeno de Flaquer



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La modestia es una bellísima cualidad que enaltece a quien la posee.

La mujer modesta exhala un perfume que penetra suavemente en el corazón: semejante a la violeta que oculta siempre su corola entre el follaje, no deslumbra cual la arrogante dalia, pero atrae dulcemente y su reinado es más duradero.

La mujer modesta tiene gran similitud con la clemátide, que cierra su cáliz por no recibir las caricias del céfiro.

La mujer modesta semejase a la sampaguita que solo abre su broche encantador en la hora de las sombras, a la sensitiva que pliega sus hojas cuando la arrancan de su tallo, a la balsamina que muere de pudor al recibir el primer beso del sol, a la delicada flor del convólvulos que se marchita al acercarle el aliento.

La modestia es ideal, bella y dulce cual los acentos de los espíritus celestiales, cual el hálito de las auras, cual los himnos de la naturaleza al Creador.

El filósofo inglés Young comprendió perfectamente la necesidad de la modestia en la mujer, y exclamaba de continuo: «Las mujeres no deben tener nada desnudo; hasta los encantos del espíritu deben ser ocultos por el velo de la modestia».

La mujer modesta, cual la luciérnaga, brilla más en la oscuridad; cual la luna, irradia tenue y grato resplandor que ilumina sin herir, sin deslumbrar con la fulgidez del astro rey.

La modestia es hija del candor y la inocencia, y la inocencia es tan simpática que fue respetada por los paganos: estos miraban a la virgen inocente cual a un ser sobrenatural, sagrado y de esencia divina.

La modestia tiene por hermano al rubor, y el rubor es el arrebol que más embellece a la mujer.

Me hallaba yo una tarde de Mayo contemplando una hermosa puesta de sol en compañía de un mexicano muy inteligente, cuando llamé su atención hacia unas pequeñas nubes que por sus caprichosos giros tomaban formas tan variadas como poéticas. Una de aquellas nubecillas flotaba sobre nuestras cabezas, y había atraído nuestra atención por su elegante contorno que tenía la forma de una mujer.

-Observe vd., dije a mi amigo, esa nubecilla parece una vestal, envuelta en argentinos velos.

-Efectivamente, me contestó, pero una vestal ruborizada; tan roja es la mancha que tiene en la parle que hemos dado, vd. y yo, en suponer el rostro de esa nube-mujer, o de esa mujer-nube.

-A propósito de rubor, añadí interpelando al que partía conmigo la admiración de una espléndida puesta de sol, ¿querría vd. darme una definición del rubor? Se han dado muchas, y ninguna me satisface.

-Razón mayor para que no me atreva a darla.

-Es vd. muy modesto.

-Al contrario, soy vanidoso, pues no podría resistir el ridículo ante vd.

-Tiene vd. demasiado ingenio para ser derrotado.

-Oh! yo abrigo gran temor de serlo si me aventuro a darle la definición que me pide. Además, vd. es muy difícil.

-Nada de eso; me gusta crear dificultades para proporcionar a las personas de talento la gloria de vencerlas.

-No puedo resistirme; vd. me pide una definición, y prefiero sacrificar mi amor propio antes que cometer la descortesía de no complacer a vd.

-Un mexicano no es capaz de incurrir en descortesías con una dama, y mucho menos vd. que es la flor y nata de la más caballeresca galantería.

-Amiga mía, acepte vd. mi definición con benevolencia, ya que me obliga vd. a darla. «El rubor es, en mi opinión, la vergüenza de las almas castas».

Imposible encontrar definición más elocuente, delicada, elegante e ingeniosa que la de mi excelente amigo. «El rubor es la vergüenza de las almas castas». ¡Qué encantadora sobriedad! ¡Qué selecto aticismo!

Sí, lectoras mías, conservad esa casta vergüenza que es la belleza moral de la mujer. El rubor fraterniza con el pudor, y el pudor hace más hermoso el amor, y debe ser el inseparable compañero de ese sentimiento.

El pudor reprime la voluptuosidad, y un hombre delicado, lejos de encontrarlo importuno, lo celebra en la mujer.

El pudor es la poesía del amor, como el amor es la poesía de la vida.

El velo del pudor causa más ilusión, mayor encanto, y seduce más fácilmente porque lo misterioso fascina la fantasía.

«Una vez perdido el pudor en el bello sexo, pregunta Rousseau, ¿qué queda para retenerlas, y de qué honor harán caso las que han renunciado al que les es propio?»

El pudor es la pureza del alma y la delicadeza de los pensamientos.

El amor de las criaturas civilizadas no se diferenciaría del amor de los salvajes, si no fuera por el pudor.

Se ha dicho que el pudor es la cuarta gracia: las mujeres debemos conservarle por interés propio, como Armida conservaba la cintura encantada, cuyo poder oculto e irresistible le aseguraba su dominio sobre Reinaldo.

La estatua del pudor construida por los griegos, era bellísima: su tez fresca y brillante complacía la vista y deleitaba el corazón; la humildad y dulzura de sus miradas conmovían el alma, y la rosa encarnada que le ponían en la mano por atributo, lo caracterizaba perfectamente.

La estatua se hallaba envuelta en un blanco velo. En épocas de romanticismo no está en boga el sonrosado de las mejillas, pero el bermellón de la virtud, que es el pudor, se hallará siempre en su apogeo, por más que atravesemos tiempos de escéptico y frío materialismo.

Las madres deben esforzarse en conservar el pudor de sus hijas, y lo conseguirán no entregándolas a nadie para que las acompañe en sus paseos y visitas, no fiando su educación moral a manos mercenarias. Es importantísimo que la madre eduque a sus hijos. El ilustrado arzobispo de México, que es un literato muy distinguido, al obsequiar a su hermana en el día de su santo escribiendo en su álbum, como el mayor elogio que podía consagrarle, le celebró el haber sido la educadora de sus hijos, añadiendo que él también había sido educado por su madre.

No nos cansaremos de repetirlo: eduquen las madres a sus hijas, y de este modo serán modestas y pudorosas.

¡Sed modestas, queridas lectoras! Una mujer modesta se libra del ridículo que siempre persigue al orgullo.

San Pablo decía: «Conviene que las mujeres se vistan de un modo sencillo y decente, y que sus mejores adornos sean el pudor y la modestia».

La mujer no debe ostentar sus méritos, porque al hacerlo así los pierde.

La vanidad empequeñece notablemente.

Mme. de Deffand solía decir: «La vanidad pierde más mujeres que el amor».

Una mujer ilustrada no debe hacer alarde de sus conocimientos, porque se hace antipática.

Con el pincel, con la pluma, puede lucir una mujer los tesoros de inspiración que el cielo le dio, y no necesita los círculos sociales para hacerse admirar por medio de conversaciones cargadas de erudición, que le valdrían el renombre de pedante.

Santa Gertrudis, Santa Brígida Hilda, Santa Ildegarda, Santa Catalina de Sena y Santa Teresa de Jesús, fueron tan sabias como modestas.

Santa Paula, Santa Marcela, Santa Eustoquia y Santa Perpetua, brillaron por su talento y humildad.

Tan absurdo es hacer alarde de hermosura y talento, como hacerlo de elevada cuna. Cada cual es hijo de sus obras. Muchas veces es superior al de cuna de oro, el de cuna de barro. ¿De qué le sirven a un aristócrata cargado de blasones, sus timbres y pergaminos, si es un estúpido?

La verdadera aristocracia es la de la virtud y la del genio.

Eurípides, insigne poeta griego, nació de una verdulera; Epitecto fue esclavo; Rousseau era hijo de un relojero; Shakspeare de un carnicero; Moliere fue sastre; Demóstenes hijo de un herrero, y Viriato, el gran Viriato, fue pastor. Todos estos nombres son inmortales y el universo los venera.

Alejandro cubrió con su manto a Ulpiano; Francisco I estrechó en sus brazos a Leonardo de Vinci; Carlos V levantaba del suelo los pinceles a Ticiano, y solía exclamar: «A los nobles los hago yo, pero a los artistas solo Dios».

Felipe IV premiaba con la cruz de Santiago a Diego Velázquez. Y estos reyes jamás preguntaron a los artistas si eran plebeyos o magnates.

Actualmente figura en la sociedad madrileña una ilustre dama, que ha cambiado en el mundo de las letras su aristocrático nombre por el de María de la Peña. Ella ha hecho de este nombre vulgar un nombre célebre; tal es la magia de su talento. Acaba de traducir el magnífico folleto de Monseñor Dupanloup, de una manera admirable. Trascribimos unos párrafos para que los lectores que desconocen el folleto, aprecien el elegante y castizo estilo de la traductora.

«Se quiere conservar en las mujeres una modestia que se califica de su más bello adorno, y en efecto, la modestia es no solamente una virtud, sino un gran encanto. Pero no veo muy claro que la ignorancia sea la mejor salvaguardia de la modestia. Diré más: diré que mirada por cierto prisma, es una virtud pagana, esto es, falsa o muy imperfecta. Dad a una mujer toda la ciencia, todo el genio, todo el desarrollo intelectual de que es susceptible, dadle al mismo tiempo la humildad cristiana, y la veréis revestida de una sencillez y de una modestia bastante positiva, y bastante más agradable que la de la pobre india, que se juzga un animal de especie algo superior a los monos del corral, pero muy inferior a su marido. La humildad ilustrada es una virtud, madre de otras muchas c inspiración de más altos deseos de perfección; porque la humildad no impide conocer los progresos que se logran, como no ciega acerca del mérito ajeno; nos hace conocer lo que nos falla, y aun cuando llegáramos a la cumbre del saber, alentaría en nosotros mayores miras, sin llevar consigo el orgullo ni el abatimiento».

Esto es exactísimo. Una mujer convenientemente ilustrada, no será vanidosa, porque sabrá perfectamente que al huir de la vanidad huye del ridículo.

Una mujer discreta no se impone a los que la rodean por medio de su sabiduría, se hace sencilla y desciende de su elevada altura para nivelarse con los que están en otra esfera más inferior.

Haga constantemente este sacrificio la mujer dotada de superioridad, y despertará simpatías por todas partes.

La abnegación cual la modestia, deben ser compañeras inseparables del mérito.





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