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Lengua e identidad nacional en el pensamiento político de Alonso de Cartagena1

Luis Fernández Gallardo






Humanismo renacentista y vindicación del vulgar

La actividad intelectual de la Castilla del siglo XV no permaneció ajena a los esfuerzos por vindicar y dignificar las lenguas vulgares que se desarrollaron en el marco del humanismo renacentista. Ciertamente, los presupuestos ideológicos y epistemológicos de los humanistas se fundamentaban en el cultivo de un latín renovado conforme al modelo ciceroniano; ahora bien, ello no obsta el que, a su vez, de entre refinados latinistas surgieran los más vehementes valedores de las lenguas vulgares -habría que decir más bien del toscano2. La necesidad de justificar la excelencia literaria que en dicha lengua consiguieron un Dante y un Petrarca exigía la valoración del instrumento lingüístico con que alcanzaron tales cotas de creación poética. A su vez, el uso que de estos autores se hizo para cimentar la identidad y el orgullo patrio de Florencia coadyuvaba asimismo a la estimación de la lengua vulgar.

Dante y el toscano vienen a representar así uno de los ejes principales de la reflexión lingüística que está en la base de la dignificación de las lenguas vulgares. En primer lugar, porque al gran vate florentino se debe la primera argumentación sistemática del reconocimiento de la elocuencia vernácula3. Pero, asimismo, su condición de clásico, que desde muy temprano se reconoció, otorgándosele la categoría de autor cuya obra fue comentada conforme a las pautas exegéticas aplicadas a los antiguos y explicada por eminentes profesores4, exigía una particular atención al hecho de que compusiera su magna obra en lengua vulgar. La relación entre la estimación del clásico y la valoración de la lengua en que consagró su gloria poética se pone claramente de manifiesto en las biografías que de él compusieron dos destacados humanistas florentinos, Boccaccio y Leonardo Bruni: ambos dedicaron sendos excursos a la justificación de la lengua vernácula para tan alta empresa poética. El trecho que separa ambos planteamientos marca elocuentemente el avance en el reconocimiento de la dignidad del vulgar. En efecto, el primero mantiene aún la calidad ancilar de la lengua vernácula, aunque sostiene «la belleza de nuestro idioma y su excelente arte»; el Aretino, en cambio, se ve compelido a argumentar la paridad de latín y vulgar en cuanto a sus cualidades retóricas, sobre la base de que cada lengua posee su propia perfección5.

Contribuyó asimismo a fortalecer la convicción en la dignidad del vulgar la propia escritura desarrollada en esta lengua, que iba ocupando progresivamente espacios otrora reservados al latín6. No solamente a través de las traducciones, sino mediante la creación original en los géneros propios de la literatura humanística, las lenguas vernáculas se revelaban instrumentos expresivos igualmente idóneos no solo para la transmisión de graves contenidos doctrinales, sino para conseguir una excelencia retórica parangonable con la que se creía exclusiva del latín. Tanto en la traducción como en la composición de tratados, diálogos, biografías7, la lengua vulgar era sometida a una tensión expresiva para la comunicación de contenidos inéditos que supondría una maduración, un enriquecimiento que la consagraría como instrumento lingüístico idóneo.

La dignificación de la lengua vernácula hubo de derivar necesariamente hacia la emulación del latín, en la medida en que este constituía la referencia para el reconocimiento de las cualidades elocuentes de aquella. Ya en el tratado pionero de Dante se hace la sorprendente afirmación de la mayor nobleza de la lengua vulgar8. La revalorización de la lengua conllevaba la de los autores que en ella se expresaban. Si a estos se transfería asimismo la tensión emuladora del vulgar con respecto al latín, el resultado inevitable era la querella entre antiguos y modernos. Así, podía parangonarse a Dante con Homero y Virgilio9. El desarrollo de la conciencia histórica asociado al nuevo acceso filológico a los autores antiguos que supuso la metodología humanística determinó la instauración de un relativismo en la percepción y valoración de la Antigüedad, que ya no representaba un valor absoluto e intemporal, sino sometido a las vicisitudes del cambio histórico. La excelencia de la lengua latina podía ser considerada como resultado de unas circunstancias históricas y no tanto como manifestación de una intrínseca perfección. A este respecto, Lorenzo de Médicis ofrece un interesante planteamiento al hacer depender la calidad de una lengua de la de la literatura que en ella se expresa, con lo que se privaba al latín de una suerte de preeminencia basada en su naturaleza estrictamente lingüística10.




La dignificación del vulgar en Castilla

En la Castilla del siglo XV se dieron las condiciones idóneas para que se reafirmara la conciencia de la dignidad de la lengua vulgar. En primer lugar, el empeño tenaz de Alfonso X en hacer del castellano la lengua de corte y de cultura, que hallaría su más elocuente expresión en la aspiración un «castellano drecho»11, constituyó un hito que sería reconocido en la consideración de la lengua de las Partidas como ejemplo de buen castellano12. Castilla disponía, por tanto, de un sólido antecedente en el reconocimiento de la dignidad de su lengua. Pero, a su vez, el Cuatrocientos castellano contempló una ingente labor traductora13, fruto de los afanes intelectuales que cunden en el estamento caballeresco, insatisfecho con las formas tradicionales del saber e intensamente atraído por los autores antiguos. La necesidad de traducciones a la vez que pone de manifiesto las limitaciones de la nobleza ilustrada, incapaz de acceder a los autores antiguos en su lengua original, revela asimismo una demanda cultural, unas inquietudes que se hallan en sintonía con una de las ideas nucleares del humanismo14, la centralidad de la lectura y el estudio de los autores clásicos en la formación y educación humanas. Se exigía, pues, a la lengua vernácula un alto cometido: la expresión de graves contenidos doctrinales. Por otra parte, la experiencia italiana constituyó un estímulo decisivo para la conformación de la conciencia de la dignidad de la lengua castellana en el siglo XV: sumamente significativo al respecto es el hecho de que uno de los testimonios más tempranos de una clarividente conciencia de la dignidad del castellano se halle en una versión a esta lengua del comentario a la Divina comedia de Dante compuesto por Benvenuto da Imola (ca. 1320-1388), en que se llega incluso a sostener la superioridad del castellano sobre el italiano15.

En este panorama la figura egregia de Alonso de Cartagena (1385-1456) desempeñó un papel crucial. Por un lado, realizó una notable labor traductora. La probidad intelectual del prelado burgalés le impelía a la reflexión sistemática sobre las cuestiones que le surgían al paso. Ello unido al interés que le suscitaban las relativas al lenguaje da lugar a que las consideraciones incluidas en los prólogos presenten un riguroso desarrollo, construido desde los presupuestos de una sólida formación jurídico-escolástica, que viene a constituir una aportación de sumo interés al pensamiento lingüístico de la época. A su vez, don Alonso fue un autor prolífico, tanto en latín como en castellano. En lengua vernácula desarrolló una tarea ingente en la divulgación de los nuevos valores culturales entre la nobleza ilustrada, que solicitaba ávidamente de su docto cálamo escritos con que satisfacer las nuevas inquietudes literarias. La rigurosa y sistemática reflexión sobre cuestiones relativas a la caballería o a la devoción religiosa se plasmó en textos en que el castellano se revelaba capaz de transmitir graves contenidos doctrinales.

Además de la intensa experiencia literaria que tuvo, tanto en el ámbito de la traducción como en el de la creación, don Alonso fue en la Castilla de la primera mitad del siglo XV el hombre de letras que tuvo una relación más estrecha con el humanismo italiano. No solo fue el primero en hacerse eco de las profundas repercusiones de orden epistemológico que trajeron las aportaciones de los humanistas, sino que participó activamente en el quehacer propio de estos: colaboró en la versión latina de la Política de Platón que llevó a cabo Pier Candido Decembrio como asesor en doctrina aristotélica16. De este modo, su experiencia como traductor se dilataba considerablemente al acceder a la problemática planteada por la traducción del griego al latín17 y la reflexión subsecuente de la capacidad expresiva de ambas lenguas. Pero es más, Cartagena provocó una de las polémicas más notables del humanismo al impugnar la nueva versión latina de la Ética de Aristóteles realizada por Leonardo Bruni: se situaba así en el núcleo de la reflexión humanística sobre la traducción. El obispo de Burgos se interesó vivamente por la reflexión lingüística que llevaban a cabo los humanistas, como pone claramente de manifiesto el que se hiciera eco de la polémica sobre la lengua hablada por los antiguos romanos, adoptando el parecer de su amigo Bruni18. A su vez, hubo de tener conocimiento de los esfuerzos de los humanistas en la vindicación de su lengua materna, pues a uno de sus más preclaros defensores, Leonardo Bruni, le unían estrechos vínculos de amistad y de camaradería intelectual: debió de conocer los escritos o las ideas en que el Aretino desarrollaba sus opiniones al respecto. Así, pues, el bagaje intelectual que el obispo de Burgos adquirió a raíz de su experiencia con las realizaciones del humanismo y de sus contactos personales con destacados humanistas lo situaba en condiciones óptimas para acometer la tarea de cimentar los argumentos de la dignificación de la lengua castellana.

A la insobornable vocación por el estudio que poseía don Alonso se unía una inquebrantable fidelidad a la institución monárquica, a la corona castellana. El obispo de Burgos puso siempre su portentosa erudición, que abarcaba la ciencia jurídico-escolástica, la doctrina aristotélica, los padres de la Iglesia, los autores antiguos, al servicio de las más variadas empresas, para las que fue requerido en calidad de curial y hombre de estado. Incluso en algunas de sus actividades más inequívocamente literarias, sobre el erudito gravitaba inevitablemente la condición de servidor del estado, condicionando el sesgo de la especulación intelectual, que adquiría una dimensión política. Así, el hecho de que las versiones de Séneca, una de sus obras más difundidas, fueran patrocinadas por el rey Juan II de Castilla vino a situar las reflexiones sobre la traducción desarrolladas en los prólogos en un horizonte de propaganda política, el que exigían tales piezas liminares, al tener que darse razón de los afanes eruditos del monarca. De este modo, las consideraciones sobre la lengua en que se vertía la doctrina moral de Séneca adquirían inevitablemente un significado político.

Tal vez esa proyección política que la propia naturaleza del contenido de la obra o las circunstancias de su composición imponían al quehacer estrictamente literario contribuyeron a la alta estima que gozó Alonso de Cartagena ya en la generación siguiente. La mirada retrospectiva de Juan de Lucena ofrece un testimonio harto elocuente de la valoración de la contribución del obispo de Burgos al enriquecimiento de la lengua castellana. En su De vita beata presenta al Marqués de Santillana elogiando las prendas intelectuales de Cartagena; atención especial le merece su aportación a la dignificación del castellano, capaz de expresar mediante su cálamo las graves doctrinas de la filosofía moral19.




Cartagena, teórico del lenguaje

El testimonio más palmario de ese interés por el mundo del lenguaje que sentía Alonso de Cartagena lo ofrece sin lugar a dudas el excurso que «de locutione humana» incluyó en su Duodenarium, obra escrita en 1442, en la plenitud de sus facultades intelectuales. Gracias a la curiosidad y a las inquietudes eruditas de su amigo Fernán Pérez de Guzmán, don Alonso desarrolló una exposición sistemática de sus ideas lingüísticas. Ciertamente, ya en el discurso pronunciado en la coronación de Alberto II como rey de Romanos (1438) había avanzado unas consideraciones sobre la naturaleza elocuente del hombre, al hilo de sus reflexiones políticas20. Mas en el Duodenarium desarrolla de modo sistemático sus ideas sobre la lengua. Esta obra es la respuesta a una serie de cuestiones que le planteó Pérez de Guzmán21. La segunda se refiere precisamente a la diversidad de lenguas. El rigor que presidía la actividad intelectual de Cartagena le impuso una reflexión sobre la naturaleza del lenguaje. En ella se revela meridianamente su temple intelectual.

Un breve tratado sobre teoría del lenguaje: tal vendría a ser el resultado de las consideraciones preliminares al desarrollo de la cuestión planteada. El punto de partida es la exclusividad del uso del lenguaje referida al género humano como resultado de un don divino. El lenguaje, pues, forma parte del orden divino de la creación; cumple una clara finalidad: la expresión de la intimidad del corazón y del pensamiento22. En este punto, don Alonso asume la antropología agustiniana: la concepción del lenguaje como medio para la manifestación del interior humano23. Mas, tras la inexcusable ubicación del hecho del lenguaje en el orden providencial, acota a continuación el ámbito de la reflexión limitándolo a un horizonte naturalista. Y en este punto, el obispo de Burgos acude a la Política de Aristóteles, a los fundamentos antropológicos en que se sustentaba su pensamiento político.

El punto de partida, el fundamento en que se sostiene la construcción doctrinal de la Política es la condición social del hombre, que la posee en grado superlativo: el instinto natural que lo impulsa a la vida comunitaria es mayor que el de cualquier animal gregario. La razón de esto no es otra que la facultad del uso de la palabra24. Cartagena reproduce la definición y el concepto de palabra desarrollados en la Política: la voz como manifestación de las pasiones y, asimismo, como medio de expresión de lo justo y lo injusto. La primera definición vendría a enlazar la perspectiva trascendente de inspiración agustiniana con el planteo naturalista, que sitúa la raíz del lenguaje no tanto en un don de Dios cuanto en la naturaleza humana25. Mas el interés de don Alonso se centra, antes que en la capacidad del lenguaje para expresar la intimidad del hombre, en su dimensión ética, en la facultad de comunicar lo conveniente y lo nocivo, que se confirma mediante cita literal de la Política26. Cartagena destaca, así, la naturaleza esencialmente ética del lenguaje, en la medida en que su existencia se justifica en su finalidad para definir las categorías morales fundamentales, lo justo y lo injusto.

Tras exponer la índole esencialmente ética del lenguaje, Cartagena desarrolla su dimensión política. Y es que la doctrina política era concebida dentro del marco de aquella que versa sobre las costumbres, una ética entendida en su más amplio sentido27. El ejercicio de la vida en sociedad mediante el lenguaje es concebido por el obispo de Burgos como colaboración a través del intercambio de consejos, de propuestas enderezadas al beneficio mutuo28. De este modo se integran las dos vertientes ética y política del lenguaje: el uso moral de la palabra constituiría el cimiento de la vida social. Se destaca a continuación el carácter radical que la sociabilidad posee en la naturaleza humana mediante un tema caro a don Alonso, la equidistancia de dicha naturaleza con respecto a la angelical y a la de animales brutos. El rechazo de la vida social es concebido como abdicación de la condición humana, que puede derivar hacia los dos extremos señalados, excelso (criatura divina) o depravado (bruto irracional)29. Llama la atención el que Cartagena se acoja en este punto a la autoridad de los filósofos30, teniendo en cuenta que desarrolló por vez primera tal idea siguiendo de cerca la doctrina que Santo Tomás plantea en sus comentarios a la Ética de Aristóteles31. El que ahora arrope tal planteamiento con la autoridad de la razón, representada por los filósofos, del Filósofo por antonomasia, es probable que obedezca al deseo mantener la reflexión antropológica en un horizonte racional, ajustado al planteamiento naturalista de sus consideraciones sobre la naturaleza del lenguaje. Tal vez sintiera don Alonso la necesidad de contrarrestar, desde sólidos fundamentos racionales, el sesgo decididamente divinizante de la antropología humanística, que cuajaría en un género característico, el elogio de la dignidad del hombre32. El planteo del obispo de Burgos apuntaría a corregir la situación de la naturaleza humana en el orden del cosmos.

A continuación, don Alonso, tras insistir en lo útil y necesario de la comunicación humana, expresa su admiración ante la maravilla del lenguaje, que identifica con la capacidad del hombre para comunicarse, para manifestar su interior, «lo que lleva en su ánimo». Así, para ponderar lo prodigioso del lenguaje, aduce el caso de los sordomudos, privados del habla, pero capaces de comunicarse, como el de una muchacha noble, pariente cercana de Pérez de Guzmán, que pudo formalizar un contrato ante notario mediante gestos. Diríase que en este punto han confluido el recuerdo de la lectura de san Agustín y la experiencia personal que corrobora la exposición doctrinal. En efecto, en las agudas consideraciones que hace san Agustín sobre psicología del lenguaje en sus Confesiones, afirma que los gestos son algo así como palabras naturales33. El recuerdo de esta lectura debió de condicionar la apelación a la capacidad de los sordomudos para comunicarse que hace don Alonso.

Conforme al enfoque predominantemente moral que adopta Cartagena, era de esperar que la reflexión se orientara hacia el uso perverso de la palabra, la mentira34, que se reconduce hacia un planteamiento político. Efectivamente, la mentira en tanto que manifestación de astucia viene a enlazarse con una consideración crítica sobre la situación de Castilla, que ha olvidado sus prístinas virtudes bélicas, preteridas mientras se derrocha sutileza y agudeza en querellas internas35. He aquí, pues, un testimonio inequívoco de la orientación política que preside la reflexión lingüística de Alonso de Cartagena.

Las consideraciones más originales sobre la dimensión política del lenguaje aparecen, sin embargo, a propósito de la interpretación de la confusión babélica, de la que se ofrece una original visión36. Se atribuye a la división de lenguas la finalidad de que los hombres subyuguen a los pueblos mediante leyes rectas, si no es que se someten espontáneamente37. La lengua, de este modo, mediante su uso en la creación de las leyes, es contemplada como instrumento de dominación, de expansión imperialista. He aquí, pues, una prefiguración del tópico de la lengua compañera del imperio, que hallaría con respecto al castellano su expresión más conspicua en la máxima con que Nebrija inicia el prólogo de su Gramática38. Don Alonso ilustra esta relación entre lengua y derecho con una de sus innumerables experiencias como diplomático: sus gestiones para la solución del conflicto de Bohemia, que se había rebelado contra el emperador Alberto II. El motivo de la rebelión tiene un fundamento lingüístico: era difícilmente soportable ser gobernado por un príncipe de otra lengua, que nombraba jueces y funcionarios con un idioma extraño. Se hace radicar el fundamento del poder político en la comunidad idiomática, mas no tanto por razones identitarias cuanto por pragmáticos motivos políticos: la necesidad de que la ley, eje esencial de la vida social, sea entendida para su adecuado cumplimiento. Así, pues, la vieja ecuación lengua = nación adquiere una nueva fundamentación de cuño jurídico. La lengua genera el vínculo comunitario, ya no por constituir el elemento más radicalmente común de cualquier sociedad39, sino por ser la materia constitutiva de la ley, que se erige en el factor fundamental de cohesión social. Así la conjunción del docto jurista y el erudito vivamente interesado por las cuestiones del lenguaje en la persona de Alonso de Cartagena da lugar a una reflexión original, cuyo interés no se agota en los contenidos propiamente doctrinales, sino que, dada su condición de curial, se extienden al uso propagandístico al servicio de los intereses de la corona castellana.




Primeras consideraciones, tanteos designativos

Cabe identificar las primeras consideraciones del obispo de Burgos sobre la lengua castellana en sus primeros trabajos literarios: las traducciones realizadas a instancias de Juan Alfonso de Zamora, compañero de embajada en las misiones diplomáticas que llevó a cabo en Portugal. Para tan ávido lector de autores clásicos tradujo don Alonso dos obras de Cicerón: De senectute y De officiis40. Tales consideraciones se localizan en los prólogos y se incardinan en la reflexión sobre el quehacer del traductor. Ciertamente, Cartagena dedica poco espacio a los tópicos habituales, pues acaparan su atención las cuestiones doctrinales. Ahora bien, el trecho que separa ambas traducciones marca la toma de conciencia de su autor respecto de la lengua vernácula.

Así, en la primera traducción solo se utilizan las expresiones «lengua materna» y «nuestro lenguaje» para designar el castellano41. La primera destaca el carácter natural del aprendizaje de la lengua vernácula, por lo que se opone a «lengua latina»; el segundo, el vínculo comunicativo con el peticionario. Se trata, pues, de una terminología que se configura con espontaneidad y adapta con naturalidad a la situación. Sin embargo, en el prólogo de De los ofiçios, la terminología se enriquece. En la primera ocasión utiliza una expresión que pone de manifiesto el esfuerzo por matizar el concepto del vernáculo: «lengua clara e vulgar e materna»42. Al carácter natural, destacado en De senetute, se añade, por tanto, la dimensión social, pues el término «vulgar», sin connotación peyorativa alguna, significa sencillamente «común», «del pueblo». Referido a la lengua, venía a equivaler a «materna», en la medida en que se oponía a la aprendida de un modo artificial, mediante reglas y principios gramaticales43. A su vez, el adjetivo «clara» se opone a la oscuridad del latín para quien ignora su gramática. «Lengua clara» es, por tanto, la compartida por todos, en oposición a la que requiere estudio y esfuerzo para disipar su oscuridad. De este modo, cuando Alonso de Cartagena ha de volver a designar la lengua a la que vertía los textos clásicos, se ve compelido a matizar la evidente consideración de materna con términos que subrayaban su naturaleza social. Ese carácter comunitario implícito en el término «vulgar» venía a reforzarse con el deíctico «nuestro», que incardinaba la designación en el proceso comunicativo generado en el diálogo que se entabla entre traductor y peticionario en las piezas liminares.

En la siguiente traducción de Cicerón, compuesta a instancias esta vez del príncipe portugués don Duarte, tal vez como complemento del Memoriale virtutum (ca. 1425), don Alonso va más allá de la mera designación y avanza ya su concepción de la lengua vernácula. La terminología es más limitada que la utilizada en De los ofiçios: a las expresiones «claro lenguaje», «nuestra lengua», «nuestro lenguaje», ya usadas, solo añade «llano lenguaje»44, que no es sino equivalente de «claro lenguaje». Diríase que el docto traductor se afanaba en subrayar ante el príncipe luso la fácil accesibilidad a los clásicos mediante la lengua vernácula, clara y llana, aunque el adjetivo llano es aducido a propósito de la distinción entre dificultad idiomática y dificultad de contenido o materia. En cambio, don Alonso esboza un avance de su concepción de la lengua vernácula, al hilo de las reflexiones sobre las relaciones entre res y verbum y sobre la traducción.

En efecto, al justificar el estilo utilizado en la traducción declara el método seguido. Y para dar razón del desvío que se ha producido respecto de la lengua del texto original, apela a la naturaleza no sagrada de este -pues en la traducción de los libros sagrados hay que mantener la más estricta literalidad-, lo que permite liberarse de esta en aras de la captación de la «intención», aun en detrimento de la «propiedad de las palabras». Es más, el apego extremo a la literalidad del texto original generaría oscuridad a la vez que haría perder atractivo en la elocución45. Y en este punto, Cartagena introduce una observación que viene a implicar el reconocimiento de una relatividad en la excelencia idiomática y, por tanto, a cuestionar el valor absoluto atribuido a la calidad retórica del latín y del griego: «como cada lengua tenga su manera de fablar»46. Tal planteamiento formaba parte del fondo común de ideas que fue conformándose en torno a la actividad traductora a lo largo del Medievo47. La advertencia de don Alonso acerca de los inconvenientes de la traducción «ad verbum» se incardina en esa preocupación por la escrupulosa exactitud que anima el quehacer de numerosos traductores medievales. La imposibilidad de mantener el ideal que se cifraba en la traducción «ad verbum», de palabra a palabra, suscitó una reflexión que condujo al reconocimiento del genio particular y específico de cada lengua. Así, ya en 1282, un tal Jean d'Antioche, «que l'en apele de Harens», compuso un auténtico «arte de traducir» al hilo de las reflexiones sobre su traducción de De inventione y de la Rhetorica ad Herennium, la Rettorique de Marc Tulles Cyceron, concluida en San Juan de Acre; en él figura una máxima que guarda una chocante similitud con la formulada por don Alonso: «Chascune lengue si a ses proprietez et sa maniere de parler»48.

El similar contexto en que figuran ambas proposiciones más el hecho de que ambas formen parte de sendas piezas liminares de una traducción de la Retórica de Cicerón obliga a sostener su dependencia. Todo invita, pues, a suponer que don Alonso se habría servido, tal vez como elemento auxiliar, de la versión francesa de la obra de Cicerón traducida, a la que debería buena parte de las ideas del prólogo.

«Su manera de fablar»: Alonso de Cartagena aplica al castellano el principio relativista que permitía un reconocimiento sin ambages de las posibilidades retóricas de la lengua vulgar. He aquí el punto de partida, el presupuesto de la dignificación de lengua castellana, que constituye un proceso ascendente que culmina en la Gramática de Nebrija. Efectivamente, además del desbloqueo teórico de la preeminencia absoluta de la elocuencia latina, el obispo de Burgos da un decidido paso en esa dirección, pues viene a apuntar las cualidades elocuentes del castellano, al afirmar que la versión ad verbum puede dar lugar a que «pierda grant parte del dulçor»49. El término dulçor no es trivial, no está don Alonso sugiriendo una genérica belleza o simplemente una agradable elocución. Dicho término poseía un significado preciso en la teoría retórica, pues constituía una de las manifestaciones del ornatus suavis50. De este modo, se afirman inequívocamente las cualidades retóricas de la lengua vernácula, que, mediante la traducción, puede imitar la elocuencia latina.




La lengua castellana, patrimonio regio

Con las traducciones de Séneca51, la reflexión lingüística de Alonso de Cartagena adquiere una dimensión política bien definida. El que el patrocinador fuera el rey Juan II de Castilla determinaba una perspectiva en la justificación de la actividad traductora muy diferente a la de los trabajos anteriores. Si estos se incardinaban en un espacio comunicativo privado -o, al menos, no oficial-; las traducciones de Séneca generan un proceso de comunicación en el que la petición del rey se torna acción de gobierno, estableciéndose una relación definida por las funciones que en el orden social desempeñan el rey y el súbdito. La traducción, como producto de un mandato regio, poseía un carácter público, oficial. Bajo tales condicionamientos, la reflexión de don Alonso sobre la lengua materna hubo de incorporar de modo ineludible una perspectiva política. Una vez más, el prólogo había de dar cuenta de los motivos por que se había realizado la traducción.

El planteamiento es sumamente original. Cartagena reconduce las inevitables concesiones panegíricas de tales ocasiones hacia la formulación de un programa de política cultural:

Por ende non le deuemos del todo llamar orador, ca mucho es mesclado con philosophia (e) avn con esta rason bien vos puedo mouer otra, porque Seneca fue v(uest)ro natural (e) nascido en los v(uest)ros regnos. E tenudo seria sy beuiese de uos faser omenaje. E pues quatorse centenas de años que entre vos (e) el passaron non le consistiero(n) que por su persona vos pudiese seruir, siruan uos agora sus escripturas. E avnque avedes grant familiaridat en la lengua latina (e) por v(uest)ra enformaçion bastaua leerlo com(m)o el escriuio, pero quisistes aver algunos de sus notables dichos en v(uest)ro castellano linguaje, porque en v(uest)ra subdita lengua se deley tase lo q(ue) v(uest)ro subdicto en los tienpos antiguos conpuso. Ca non uos contentastes de lo vos entender, si por vos non lo entendiessen otros, muestra muy çierta de exçelso (e) grant coraçon. E a quanto mayor es la bondad, tanto es mas comunicable52.



El punto de partida es la españolidad de Séneca, a quien se hace con efectos retroactivos súbdito del rey de Castilla. Pues nació en tierra que en tiempo de don Alonso pertenecía a la corona de Castilla, se le hace natural de ella. De este modo, Castilla deviene una entidad intemporal, eterna. Tal idea constituye el presupuesto de una visión de la historia hispana en que se establece una continuidad desde los orígenes más remotos hasta el momento presente y que está en la base del pensamiento historiográfico de Cartagena. El obispo de Burgos restringe de este modo la españolidad eterna que inspiraba la concepción de la Estoria de España53 a una identidad castellana que se erige en representante y heredera de una esencia hispana.

Como súbdito del rey, Cartagena se imagina que el servicio que Séneca le habría prestado habría consistido en sus escritos. El uso del vocabulario feudal revela una interesante concepción sobre la función social del saber. Así, la expresión «faser omenaje», designaba, conforme a la exposición del Doctrinal de los caballeros, que sigue en este punto la doctrina de las Partidas, una de las maneras de entrar en vasallaje, la que establece un compromiso más estrecho por parte del vasallo54. De este modo se está sugiriendo que se puede servir al rey no solo con las armas, sino con las letras -de modo especial si don Alonso, como erudito jurista, tenía en mente la autoridad de Séneca en el ámbito de la jurisprudencia55. El cultivo de las letras se veía así atraído al ámbito de las relaciones vasalláticas, en aquellas en que el rey era el señor, por lo que adquiría el carácter de servicio público. Se sentaban, pues, las bases, los presupuestos de una política cultural impulsada por el propio monarca.

A continuación se introduce una precisión que lanza el inevitable elogio del comitente regio a la formulación de un proyecto de política cultural. Don Alonso reconoce la falta de necesidad de traducciones por parte del rey Juan II para poder leer a Séneca en su lengua original. Ciertamente, gracias a la esmerada educación del monarca castellano, que su padre Enrique III confiara a Pablo de Santa María, a su vez, padre de don Alonso, tenía aquel conocimientos de latín más que elementales56. De ahí que hubiera que justificar el encargo regio de la traducción de Séneca. Cartagena recurre a un hábil razonamiento: el deseo del monarca de difundir la sabiduría de Séneca entre sus súbditos. Ciertamente, la traducción obedecería, en realidad, a la necesidad de disponer de un instrumento auxiliar en la lectura del autor latino57: don Alonso hace, pues, de la necesidad virtud. Ahora bien, al atribuir al monarca un propósito de divulgación del saber, estaba de hecho formulando un proyecto de política cultural en el que la lengua castellana juega un papel central. No es casual que sea entonces cuando utiliza por ver primera el adjetivo castellana referido a su lengua materna: «vuestro castellano lenguaje».

Se trata de la consabida expresión deíctica que apuntaba en las primeras traducciones ciceronianas a una situación comunicativa compartida, «nuestro lenguaje», solo que la observancia del protocolo cortesano impedía esa comunión entre súbdito y monarca, de ahí que el posesivo de primera persona se sustituya por el de segunda, con mayestático plural. El uso del gentilicio, aparentemente pleonástico, amplifica tal expresión, realzando la función identitaria de la lengua. La ambigüedad en el uso del posesivo permitía pasar de la simple e inmediata referencia deíctica a la posesión literal. Cartagena no dejaba pasar la ocasión para, aprovechando la expresión paralelística, formular una originalísima concepción política de la lengua: «vuestra súbdita lengua». La lengua adquiere una relación de carácter político con el rey y se torna, de este modo, patrimonio real58. Descontada la parte alícuota de concesión laudatoria impuesta por el contexto, se va perfilando una original concepción y conciencia de la lengua vulgar. La lengua que facilita la comunicación de la comunidad del reino constituye un bien de la corona, que, en el planteamiento de don Alonso, se pone al servicio de la difusión del saber. Ahora bien, aun cuando el obispo de Burgos subrayaba la calidad doctrinal de Séneca, que por ello no podía ser considerado simplemente «orador», sino cultor de la «filosofía»59, no descuidaba el prelado burgalés su calidad retórica, pues hacía radicar el efecto benéfico de la difusión de su obra en los reinos de Castilla en el «deleite» que procuran sus escritos. Se estaba, pues, sugiriendo que la elocuencia latina podía ser transferida a la lengua castellana y ser gozada de este modo. Como traductor, Cartagena revela una mayor confianza en las posibilidades de la elocuencia castellana que sus colegas coterráneos, que reiteran el tópico de las limitaciones de la lengua vulgar para reproducir la riqueza expresiva del latín60.




Lengua y nación

Que la concepción de la lengua vernácula como constitutiva del patrimonio real no era mero y ocasional expediente laudatorio se pone claramente de manifiesto en el hecho de que don Alonso la utilizaría poco después en el marco de la retórica propagandística. En efecto, apenas dos años después de formular tan audaz concepto, protagonizó un destacado episodio de la historia de la diplomacia española: el conflicto sobre precedencia que tuvo lugar en el concilio de Basilea con la legación inglesa. Cartagena, miembro destacado de la embajada castellana fue designado para defender los derechos de Castilla. De todas las intervenciones que tuvo, la más destacada fue el discurso pronunciado ante la diputación general el 14 de septiembre de 1434, De preeminentia. Movilizando los recursos de su imponente erudición jurídica e historiográfica, don Alonso construyó un entramado argumentativo de inapelable rigor. El éxito de esta pieza oratoria fue rotundo y consagró la fama y el prestigio intelectual que ya precedía al docto embajador castellano61. El tercer criterio aducido para demostrar la superior dignidad de Castilla se refiere a que cuanto mayor es un reino en población, extensión y variedad, tanto más honorable es su principado. Así, Cartagena se afana en ponderar la muchedumbre de tierras, ciudades, villas y lugares, la variedad de gentes, lenguas y formas de guerrear.

Y en este punto, al arrimo de la correspondencia lengua-nación, apela a la diversidad de lenguas que se hablan en Castilla. Tres naciones, tres lenguas: castellano, gallego y vasco62. Tal es el mapa lingüístico de Castilla que esboza don Alonso: tres ámbitos idiomáticos correspondientes a otros tantos pueblos o naciones. El panorama presentado es incompleto, parcial; se omiten dominios idiomáticos como el astur-leonés y, cabría añadir, dialectales de importancia como el andaluz63. Más que a una selección consciente, tan esquemática representación de la situación lingüística de la corona de Castilla obedecería a la conciencia y experiencia idiomática de Alonso de Cartagena. Debido a sus obligaciones de eclesiástico, hubo de residir en Santiago de Compostela, pues fue deán de dicha sede64. Su residencia en ella tiene lugar en una época de intensa castellanización de Galicia65. El propio don Alonso hubo de ser un eficaz agente difusor del castellano, pues allí continuaría su obra literaria. Precisamente de esta etapa de su carrera clerical data una glosa a sus traducciones senequistas harto elocuente de su fina sensibilidad lingüística66. Efectivamente, a su mirada atenta no se escapaba el espectáculo abigarrado de gentes de muy diversas procedencias y con lenguas varias. Es de notar de qué manera ha recogido con fidelidad las peculiaridades, los matices sonoros de la lengua francesa. Allí, por tanto, hubo de familiarizarse con la lengua gallega. Era evidente que el señorío de Vizcaya, al igual que Álava y Guipúzcoa, junto a sus peculiaridades institucionales y administrativas, poseía otras de carácter étnico, relativas a las costumbres y, sobre todo, la lengua67. Y sin embargo, habiendo estado en Córdoba, a donde acudió en 1431 como miembro de la Audiencia Real, que se había trasladado allí con ocasión de la gran campaña militar contra el reino de Granada que culminaría con la victoria de La Higueruela68, ¿cómo es que no parece percatarse de la singularidad del habla andaluza?

Seguramente, no le pasarían desapercibidos los matices dialectales del andaluz69, que no dejaba de ser castellano. El perfil idiomático del astur-leonés sí mostraba, en cambio, una diferencia más neta con respecto al castellano. Tanto la expansión del castellano, que arrinconaba los dialectos históricos occidentales, como la escasa representatividad literaria y social de estos, los relegaba a la marginalidad70. Las gentes que tratara Cartagena procedentes del área lingüística astur-leonesa estarían vinculadas a la corte y hablarían, por tanto, castellano. Su experiencia, por tanto, de dicho dominio idiomático había de ser muy limitada, prácticamente nula.

Lengua y nación. Tres naciones, tres pueblos, por tanto, distingue Alonso de Cartagena dentro de la Corona de Castilla. De los distintos reinos y regiones que esta aglutinaba, singulariza el reino de Galicia y el señorío de Vizcaya71, que, dada su experiencia como avezado curial, había de tener presente aunque solo fuera por la intitulación de los documentos reales. El pueblo castellano integraba, de este modo, una amplia variedad humana y político-administrativa. Su lengua revelaba un extraordinario vigor hegemónico. Cartagena presenta el amplio territorio que abarcaba la Corona de Castilla, desde el Cantábrico hasta el Atlántico, «de mar a mar», dotado de una homogeneidad lingüística que ocultaba la gran diversidad idiomática, dialectal que poseía, a la vez que realza la fuerza imparable de la difusión del castellano. El obispo de Burgos simplifica por la vía del argumento lingüístico la diversidad regional y étnica de Castilla72 en aras de una identidad castellana que se hace corresponder idealmente con todo el territorio de la Corona excepto Galicia y Vizcaya.

De preeminentia es, pues, un testimonio sumamente significativo del sentimiento castellanista que inspira una parte importante de la obra publicística de Alonso de Cartagena y que, además de aspirar a erigirse en representante de una hispanidad heredera de la monarquía visigoda, se revela asimismo como núcleo de la identidad colectiva de la Corona. Ahora bien, a su vez, no hay que perder de vista que esta pieza oratoria fue pronunciada en un foro en que la representación por naciones se hallaba consolidada. La hispana formaba, junto con la alemana, la francesa y la italiana, las cuatro naciones que articulaban la representación conciliar en Basilea73. La imagen de la realidad hispana que de este modo se proyectaba en el exterior simplificaba enormemente su complejidad y diversidad: bajo dicho marbete se incluían reinos con intereses políticos diferentes como Castilla y Aragón.

Así, pues, el reconocimiento de la identidad nacional de Galicia y Vizcaya y la visión homogeneizadora de los territorios de la Corona de Castilla generan una tensión entre el afán hegemónico de una Castilla que afirma decidida su personalidad en el exterior y la necesidad de poder exhibir una variedad de pueblos que redundara en el prestigio del reino. Dicha tensión se resuelve con el reconocimiento de tres netos perfiles lingüísticos. Alonso de Cartagena ofrece un notable testimonio de la percepción de la realidad lingüística de Castilla a mediados del siglo XV. Expresa la conciencia de una unidad que subordina las variedades dialectales como la andaluza e incluso las de los dialectos laterales como el leonés en aras de un vigoroso sentimiento nacional que se articula en torno a una identidad castellana, que, a su vez, se fundamenta en una comunidad idiomática, pero no menos en la comunión en un proyecto colectivo común, la misión que se creía providencialmente atribuida a la realeza castellana, la lucha contra el infiel.

Apenas un decenio más tarde, volvería el obispo de Burgos a reflexionar sobre el panorama idiomático de Castilla. En su Duodenarium, las consideraciones desarrolladas sobre cuestiones del lenguaje se complementan con observaciones sobre la situación concreta de las lenguas de la Corona de Castilla, a la vez que desarrolla la más elaborada vindicación de la dignidad del castellano. Frente a la realidad plurilingüe destacada en De preeminentia, en la respuesta enderezada a su amigo Pérez de Guzmán sobre la lengua originaria, al hilo de la reflexión sobre dimensión política del lenguaje, enfatiza el parentesco del gallego y el castellano. En efecto, para ilustrar de qué modo la unidad idiomática es el fundamento de la unión política, apela a su experiencia diplomática: su participación en las negociaciones de paz entre el rey de romanos Alberto II y Ladislao III de Polonia con motivo del conflicto por el dominio de Bohemia (1439)74. Don Alonso refiere cómo los bohemios ofrecieron la corona al duque Casimiro, hermano de Ladislao III, porque la lengua del príncipe polaco era más cercana a la suya y muy diferente, a su vez, del alemán, la lengua del emperador Alberto II75. Para ilustrar el parentesco entre el polaco y el checo, idiomas ambos de la familia eslava occidental, aduce el que cabe observar entre el gallego y el castellano76.

Cartagena da razón de la relación entre ambas lenguas. Hay diferencias de pronunciación y «cambios de letras y sílabas», pero unos y otros hablantes pueden entenderse. Así, pues, se apela a la comprensibilidad como criterio para discriminar las lenguas, anticipo del concepto de «mutua inteligibilidad», que sería propuesto por la ciencia lingüística ya en el siglo XX77. ¿Contradicción, incoherencia en los planteamientos sucesivos del obispo de Burgos? No, más bien se trata de adecuación a las diferentes circunstancias en que se inscribe la reflexión sobre la lengua. En el Duodenarium, a diferencia de De preeminentia, don Alonso había de estirar al máximo el parentesco entre el gallego y el castellano, pues su propósito era demostrar la idoneidad del dominio regio ejercido sobre ambos pueblos, ambas naciones, dado que la mutua inteligibilidad garantizaba la adecuada fluidez comunicativa que constituye el presupuesto de una ley cabal. Por otra parte, la noción de ydiomatis species podría identificarse con la de familia lingüística, de manera que el parentesco establecido entre gallego y castellano, análogo al del checo y el polaco, correspondería al que se da entre dialectos de la misma lengua. Por otra parte, la matización consistente en evitar el término directo ydioma mediante la expresión ydiomatis species sería indicio de que Cartagena era plenamente consciente de que se trataba de lenguas diferentes, aun cuando estrechamente emparentadas. Diversidad y unidad: Alonso de Cartagena capta con clarividencia la realidad lingüística de la Corona de Castilla, destacando, según convenía al caso, una u otra faceta.




Castellano, español

El Duodenarium contiene asimismo la expresión máxima de la visión unitaria y hegemónica del castellano: para el obispo de Burgos es la lengua española, la lengua de España, esto es, español. «Nostrus Yspanus», «Yspanica lingua», «Yspanus idioma» o, con mayor precisión, «nostra Yspanica lingua» (Duodenarium, fols. 11 v° b, 14 r° b-v° a): tales son los términos concretos. No se trata, pues, de un uso ocasional; su recurrencia revela una intención consciente, expresiva de una concepción del castellano como la lengua de una nación hispana cuya representación se arroga Castilla en la medida en que sus reyes son los herederos legítimos de los godos, que ejercieron su dominio sobre una Hispania cuya unidad e identidad se cimentaba en la institución monárquica y en la religión cristiana.

Idioma y lingua vienen a ser términos sinónimos78. Llama la atención el uso del patronímico sustantivado, que, reforzado por el deíctico posesivo, constituye una plasmación harto elocuente de las aspiraciones hegemónicas de una Castilla plenamente consciente del vigor de su lengua. Las expresiones en cuestión se concentran en un contexto muy preciso. Excepto la primera, aparecen todas ellas en el ultílogo del primer binario, donde el autor justifica el uso del latín para responder a unas cuestiones planteadas en castellano. No es casual su localización en este contexto. Al hilo de las reflexiones sobre la dimensión estamental de la lengua, don Alonso desarrolla la más elaborada vindicación del castellano con anterioridad al prólogo de Nebrija a su Gramática. Aun cuando dicha vindicación se subordina al elogio de las prendas intelectuales de Pérez de Guzmán, de la calidad de su elocuencia en castellano, no es menos cierto que Cartagena se hace eco de la polémica sobre el reconocimiento de la lengua vulgar79, de manera que no se trata de un planteamiento ocasional, sino que responde a convicciones arraigadas que, si hallaban la ocasión apropiada, se manifestaban cabalmente.

Dos son los pilares argumentales de la proclamación de la elocuencia castellana: el reconocimiento de que cada lengua posee su propia retórica y la apelación a la literatura castellana del momento80, representada por el Marqués de Santillana y el propio Fernán Pérez de Guzmán81. La formulación de la primera idea guarda una estrecha analogía con la premisa de que partiera Bruni para demostrar la excelencia literaria alcanzada por Dante en lengua vulgar82. Don Alonso se muestra, pues, al tanto del debate que animaba los cenáculos intelectuales italianos. Mas tal planteamiento no se limitaba a consideraciones meramente lingüísticas. La proclamación de la autonomía del vulgar, su autosuficiencia en la consecución de la excelencia retórica constituía un tácito distanciamiento respecto de la mímesis latinizante que está en la base de la renovación poética del coetáneo Juan de Mena. Cartagena obvia la vía de la analogía con el latín para ensalzar el castellano, a diferencia del anónimo autor del Tratado, que la utiliza para sostener la superioridad del castellano sobre el italiano83. Pues bien, el silencio acerca del origen latino del castellano, constituiría la transposición en términos idiomáticos del distanciamiento con que contempla la aportación de Roma a la historia de España: en la Anacephaleosis (1454-1456) la imagen del poder romano es enteramente negativa, se alinean junto con los pueblos bárbaros que asolaron la tierra hispana84. Así, pues, el empeño en sostener la exención hispana respecto del imperio, que llevaba a enfatizar la dimensión conflictiva de la presencia de Roma en España, se manifestaría, asimismo, en el plano lingüístico. El castellano no necesitaba la tutela del latín, someter su genio idiomático a las tensiones del latinismo léxico y sintáctico, para alcanzar la excelencia retórica. De ahí que se obvie la consideración de los orígenes.

El interés que revela don Alonso en el debate sobre la dignidad del vulgar vendría condicionado asimismo por la urgente necesidad de justificar la intensa actividad intelectual literaria que se estaba produciendo en Castilla y cuyos valedores más destacados eran amigos suyos. Al ilustrar la excelencia retórica que podía alcanzarse en castellano con la obra del Marqués de Santillana y de Pérez de Guzmán Cartagena expresaba la conciencia de un primer clasicismo, de la madurez alcanzada por la lengua castellana en la creación literaria. Ahora bien, puesto que en todo momento, a lo largo del excurso sobre la dignificación del castellano, se hace referencia a la lengua española o lengua de España, este primer clasicismo vendría a ser, a la vez, la primera expresión de una literatura nacional española.

Alonso de Cartagena enlaza, así, con las aspiraciones de Alfonso X a hacer del castellano la lengua nacional, que se plasman en el uso del término «español» para denominar la lengua mayoritaria de la Corona de Castilla, aunque predomine el de «castellano»85. Ciertamente, como el rey sabio, alterna en su obra el término genérico con el específico, pero en el pasaje en cuestión observa un rigor terminológico ausente en su ilustre antecesor. La denominación del castellano como español es, por tanto, el resultado de una rigurosa reflexión en que convergen las aspiraciones de Castilla al liderazgo político en la península ibérica, fundado en la iniciativa exclusiva en la lucha contra el infiel que ocupaba ilegítimamente el solar de la Monarquía Hispana, y el reconocimiento de los valores de la literatura castellana desde una perspectiva tanto estética como ética.





 
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