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ArribaAbajo-VIII-

Ya era alta noche; en el nublado oriente
próximo estaba a despuntar el día;
el viento resonaba tristemente
y áspera lluvia gotear se oía.
Y la noche pasaba,
y Margarita en soledad lloraba
la ausencia de don Juan, que no venía.
Entreabierta tenía su ventana
la enamorada niña,
con la esperanza vana
de sentirle mejor cuando volviera,
y oyendo sus pisadas desde lejos,
y alcanzándole a ver con los reflejos
de un vecino farol, presto le abriera;
y al conservado fuego se enjugara,
y los húmedos miembros arrecidos
al calor agradable restaurara.
Mas en vano a la reja
al percibir pisadas acudía;
en vano por la lóbrega calleja
los tristes ojos con afán tendía;
muchos alguna vez por ella entraban,
y unos riendo y otros disputando,
huyendo unos tal vez y otros cantando,
pasar bajo su reja los veía;
mas de ella a largos pasos se alejaban,
y con ellos don Juan nunca venía.
   Hundida la infeliz en su abandono,
suspiraba de amor por quien la olvida,
por quien su amor pospone y su ternura
a una caricia sin pudor vendida
de la insolente bailarina impura.
¡Ay, pobre Margarita! Tú sentada
bajo la reja espesa
aguardas a don Juan desesperada,
de dolorosos sentimientos presa;
tu amor por él de suspirar no cesa,
¡y ojalá no volviera, desdichada!
Pero ya acelerados
pasos de alguno al fin se percibieron,
cuanto próximos más precipitados,
y más cercanos cada vez se oyeron,
y por la calle oscura
vio Margarita un hombre que se entraba,
cuya negra figura
ante su misma puerta se paraba.
«Él es», dijo bajando, y no mentía,
que era en verdad don Juan el que venía.
   Él era, sí, por el cruzado embozo
asomando el semblante macilento,
con ceño torvo y fatigado aliento,
cubierta de sudor la osada frente,
y empuñando el acero refulgente
hasta el torcido gavilán sangriento.
-¡Dios mío! -dijo al verle Margarita;
mas con planta ligera
dentro él sin contestar se precipita,
y la mirada de la niña evita,
salpicando de sangre la escalera.
   Subió tras él la pobre, acongojada,
y la puerta tras ella asegurando.
-Traéis sangre, don Juan -dijo aterrada.
Mas don Juan, si la oyó, siguió callando,
su roja espada ante la luz limpiando.
Mudó después de gola y de vestido,
se lavó, se enjugó y echando al fuego
el de sangre teñido,
sentóse ante la llama con sosiego,
diciendo con acento decidido:
-Margarita, a la aurora
es preciso partir.
-¿Dónde?
-Lo ignoro;
abandonar la corte por ahora
es lo esencial, no más; en esta casa
no es posible vivir.
-Pero ¿qué pasa?
-¡Oh! No es para subirse a los tejados,
no es lo que viene ni un león ni un toro;
poca cosa, señora,
teniendo libertad, audacia y oro.
-Hablad, don Juan, mi amor es infinito.
Nada es mi vida si salvar la vuestra
logro con ella. Y lo que vi me muestra
que vos necesitáis...
-¿Yo? ¡Qué locura!
Gozadla vos, que no la necesito.
Y serenad, por Dios, esa pavura
que en el rostro mostráis, porque, a fe mía,
que el asunto no es cosa, estando a punto
tan cerca el oro y tan vecino el día.
Oídme en dos palabras, Margarita,
y os contaré el suceso.
Ya a don Gonzalo conocías.
-Eso.
-Tenía una maldita
cabeza el tal, y la perdió esta noche;
mas bebió con exceso,
y no es extraño que perdiera el seso.
-Pero, en fin, ¿qué es el caso?,
que me tenéis violenta.
-Me habló de vos, y aunque detrás de un vaso
me lo dijo, no fue tan de mi gusto,
que al contestarle yo, por un fracaso
le entré el estoque por mitad del busto;
y el alma se le fue tan de carrera,
que el cuerpo no exhaló ni un ¡ay! siquiera.
-¿Le matasteis, don Juan?; ¡sois un malvado!
-Tal vez tengáis razón; mas, bien mirado,
como si no le mato, al fin me mata,
en matarle salí muy bien librado,
que el caso era durillo hablando en plata.
En fin, bien está así, y pues ya esclarece,
si no queréis hablar con la justicia
de lo que a don Gonzalo pertenece,
venid conmigo y adelante vamos.
-Pues que remedio no hay, don Juan, partamos.
-Pues echaos ese oro en el bolsillo.
Y vamos a buscar un par de potros,
que como en campo libre nos veamos,
maldito si da el diablo con nosotros.
   Y hablando así con gravedad resuelta,
cerró el cuarto don Juan, tiró la llave.
Y en dos caballos cuyo brío sabe
tomó a Castilla, con la monja vuelta.
   Al cabo de dos días de camino,
al despertar la niña una mañana
de una posada en una alcoba, vino
al ruido de su voz una villana,
y a tal punto entre dama y posadera
diálogo se entabló de esta manera:
POSADERA
Dios guarde a su merced. ¡Hermoso día!
MARGARITA
¡Él os proteja, madre! ¿Tenéis hora?
POSADERA
No parece que sois madrugadora.
MARGARITA
Pues, ¿qué hora es?
POSADERA
Es casi mediodía.
MARGARITA
¡Mediodía!
POSADERA
¿Queréis el desayuno?
MARGARITA
Sí; mas hacedme la bondad primero
de decirle la hora al compañero,
que tiene el sueño a fe bien importuno.
POSADERA
Pero, ¿de quién habláis?
MARGARITA
Del caballero
que ocupa ese otro cuarto.
POSADERA
No hay ninguno.
MARGARITA
¿Cómo no?
POSADERA
El pasajero que ahí había...
MARGARITA
Que vino ayer.
POSADERA
Con vos.
MARGARITA
Precisamente.
POSADERA
Montó a caballo al despuntar el día.
MARGARITA
No puede ser.
POSADERA
Miradlo.
MARGARITA
¡Dios clemente,
partió sin mi!
POSADERA
Yo me creí, señora,
que erais de su partida sabedora.
MARGARITA
¿Yo? ¡Justo Dios!
Y aquí de Margarita
se ahogó la voz, y sin poder ni aliento,
desplomóse en mitad del aposento.
Gritó la posadera, entró la gente,
se murmuró la historia comentada
por el curioso vulgo maldiciente,
y cuando en si volvió la desdichada,
sólo encontró a su lado
un hidalgo, que acaso acompañado
de su mujer viajaba,
quien, viendo su hermosura, condolida
guardarla quiso la honra con la vida.
-Pobre joven -le dijo aquella dama-,
cobrad valor, no os deis tan por perdida.
¿Adónde queréis ir?
MARGARITA
¿Dónde, señora?
Saberlo me pluguiera,
yo iría solamente donde él fuera.
¿Sabéis de él?
LA DAMA
¿Quién es él?
MARGARITA
Ese viajero
que salió con el alba.
LA DAMA
¿Un caballero
mozo y galán?
EL CABALLERO
¿Sobre un caballo overo?
MARGARITA
El mismo, justamente.
LA DAMA
¿Es de vuestra familia?
MARGARITA
¿De mi familia? No precisamente.
Pero si yo supiera su destino...
LA DAMA
Dijo que de su casa iba camino.
¿Sabéis su casa vos?
MARGARITA
Sí, es en Palencia.
LA DAMA
Hasta Dueñas, venid, si os acomoda,
en nuestra compañía, y diligencia
para que os lleven a Palencia haremos
de la mejor manera que encontremos.
MARGARITA
¡Ay, señora, quienquiera
que seáis...!
EL CABALLERO
¡Levantad, por vida mía!
Cualquier noble español lo mismo haría.
Ea, venid, que enganchen y partamos.
LA DAMA
Enjugad esas lágrimas y vamos.
   Y tomando la mano el caballero
de la infeliz y triste Margarita,
dejaron al momento la posada,
emprendiendo hacia Dueñas la jornada.