La Comunidad
madrileña ha decidido incluir, entre sus tareas culturales,
la edición de textos relacionados con Madrid. Obras en las
que la ciudad y sus habitantes sean los protagonistas, y en las que
los madrileños de hoy veamos cómo la villa en que
nacimos, vivimos y nos desvivimos se va convirtiendo en criatura
artística, a vueltas con la esquiva realidad y la ilusoria
figuración. Mucho ayudará esta serie de textos a
levantar una conciencia de madrileñismo, no de visera y
mantón alfombrao, de verbena noctámbula con
churros y aguardiente en la neblinosa amanecida, al obligado
regreso de mayo, una brisa tierna y acariciadora sustituyendo al
implacable gris del Guadarrama. No; veremos tomar cuerpo a un
Madrid sólido, integral, resolvedor de sus propios
problemas, codeándose con las grandes ciudades europeas.
Porque eso es Madrid: una gran capital europea y no sólo un
barrio de ella en fiestas típicas o en sosegada tertulia en
el amplio corralón, lindero con los arrabales.
Es natural que un
Madrid literario sea de creación muy reciente: podemos
adjudicarle, sin temor, una fecha de nacimiento: aquélla en
que Felipe II decidió convertir el pueblecillo medio
serrano-medio manchego en capital de la inmensa monarquía.
Es entonces cuando, inevitablemente, la desmesura innata a toda
creación artística se ceba en el minúsculo
villorrio. Si volvemos la vista, incluso sin afilados instrumentos
eruditos, a esos días, veremos que Madrid era bien poca
cosa. Una villa diminuta, con viejo fuero. Sin correr, sin esforzar
el paso, a la andadura normal de un paseo despreocupado, se dejaba
recorrer su contorno entero en unos quince minutos. Aún se
adivina en el plano actual el camino de la vieja muralla primeriza,
casi circular, encerrando en su ámbito la primitiva
estructura medieval, de callejones entrecruzados y angostos: del
Alcázar (en el lugar que hoy ocupa el Palacio Real), al
barranco de la calle de Segovia —10→
(con su Puerta de Segovia al Oeste); subía luego por
las Costanillas hasta la Puerta de Moros (la del Sur),
seguía por las Cavas (con la Puerta Cerrada, que tanto le
valió a Lope para hacer chistes ensalzadores de su ciudad) y
continuaba hacia el Este luminoso (Puerta de Guadalajara, en el
cruce de la Calle Mayor con Milaneses y la plazuela de San Miguel:
de ahí el llamar Puerta de Sol al extremo Este de un
ensanche; otro estironcillo más tarde, hará la Puerta
de Alcalá). La vieja muralla descendía por Espejo y
Escalinata (aún queda algún resto empotrado en las
edificaciones decimonónicas) y regresaba al Alcázar
de nuevo. Dentro de tan breve ámbito, quedaban algunas
iglesias mudéjares y románicas, que el tiempo ha ido
eliminando. Incluso los restos del XVI son poco destacables: la
Casa de Cisneros (fachada de la Calle del Sacramento) o, ya fuera
del recinto, las Descalzas Reales, leves testigos aquí y
allá.
Ahora viene el
hecho social, estremecedor. En esa agrupación urbana no hay
nada que justifique la joven capitalidad. Hay, sí, un
alcázar regio, como lo hay en Segovia, en Toledo, en otras
tantas ciudades que fueron frontera, y hay, también, unos
espléndidos bosques para la caza. No hay universidad, no hay
sede episcopal, no es lugar de leguleyos o de militares.
Está lejos del mar, no tiene un río presentable...
Metamos ahora en esa reducida extensión, a prisa y
corriendo, toda la balumba de la Administración:
secretarías de gobierno, consejos de esto y de lo otro y de
lo de más allá, con su turba de golillas y gorrones.
No olvidemos la guarnición necesaria para los casos de
urgencia y para la exhibición colorista en las ceremonias
palatinas. Coloquemos la Administración de Justicia, con su
plaga de jueces, magistrados, amanuenses, alguaciles y
covachuelistas. Hagamos sitio a las embajadas, tan exigentes por lo
general, amablemente despectivas e inclinadas a la
comparación injusta y mal intencionada... En ese estrecho
círculo medieval hay que hacerle hueco a la ostentosa y
privilegiada manifestación del clero: desde el arcipreste
representante del arzobispo toledano hasta el personal de las
parroquias crecientes, sin menospreciar la llegada tumultuosa de
las órdenes religiosas, que, en poco tiempo (y todas
aspirarían a verse representadas en la Corte) sembraron la
ciudad y sus alrededores de templos y recintos conventuales,
—11→
y hasta crearon un tipo arquitectónico nuevo, sumiso
a la disposición de los solares... No había
hospitales (o lo que se llamaba hospital era insuficiente: el de La
Latina, por ejemplo). Todos los días remanecían por
el villorrio crecedero viajeros de todas partes, procedentes de la
ilimitada geografía del Imperio, y llegan enfermos, rotos
por las largas cabalgadas, los cambios de climas y de sistemas de
vida, y es menester atenderlos, y ya no basta con la caridad
ejemplar de los vecinos turnándose... Una sonrisa
atolondrada nos nace al saber que las cofradías piadosas,
encargadas de cuidar a los maltrechos, son las causantes de que el
teatro se convirtiera en espectáculo remunerador, al
recurrir a representaciones a horas determinadas, en lugar fijo y
pagando la asistencia. Asombra, cada vez más, pensar en lo
que debió ser la vida colectiva en Madrid, los primeros
quince, veinte años de la capitalidad: hasta que el
caserío, en su crecimiento imparable hacia el Este, llegase
al Prado de San Jerónimo. La vieja muralla y las formas de
vida en ella constreñidas, se enviaron al foso del olvido o
al de la ceniza documental. Hoy, y sólo a veces, es un leve
recuerdo en la nomenclatura de la ciudad. Las famosas casas a
la malicia, hipócrita escaparate de la regalía
de aposento (todavía Lope de Vega, ya entrado el XVII tuvo
que redimir su casa de esta servidumbre, a costa de dinero) eran
medidas o trucos bastante inocentes: la gente debía de vivir
a salto de mata, cultivando el engaño, la trampa, los
alquileres ficticios, los parentescos inventados... La autoridad
llegó incluso a prohibir la estancia en la Corte a los
pretendientes que, pasado cierto tiempo, no hubieran logrado ver
resuelta su petición, su demanda de un cargo, de una
sinecura en Indias o en un escondido pueblo de la Península,
lejos, Dios sepa dónde. La novela picaresca no fue
sólo novela, es decir, sublimación artística
de la vida, sino la vida misma para los miles de personajes
sufridos que, para subsistir, no disponían del apoyo
suficiente en aquella sociedad piramidal. Quizá por
representar el lado ingrato de la vida, de una vida más
ingrata aún, los madrileños no nos hemos visto
retratados en la picaresca, o, por lo menos, no nos hemos
reconocido. Hemos exaltado siempre la variante de su
retórica de hacer al héroe peregrino, habitante de
muchas geografías. Pero la raíz de tanto y tanto
andar hundido en el engaño tenía muy
—12→
buena escuela en Madrid. Nos colocamos, o nos han colocado,
en otros lugares de la topística popular.
El teatro fue
vehículo vivísimo de esa sociedad en eterno
conflicto, que, además, se nos exhibía como una
diversión, disfrazada, en último término, de
caridad por el destino del dinero de las entradas. Y Madrid
comenzó a verse bien retratado en las tablas. No
hacía falta el rato de diálogo mudo y solitario que
exigía la lectura de un libro. Tampoco se daba la soledad
que la lectura provechosa exige. El teatro satisfacía de un
solo golpe multitud de querencias, dudas, solicitudes, ensanchaba
generosamente los horizontes, ponía en pie el pasado
común, desvelaba caminos al futuro. Las citas de Madrid en
los versos de Lope, de Tirso o de Calderón
repercutían en una sensibilidad en carne viva: la de los
espectadores madrileños. Eran las diminutas llamadas de la
comedia a no dejarse llevar por fantasías o seductoras
llamadas al ensueño. El Madrid que sonaba en el escenario
era el Madrid que ellos conocían y transitaban
cotidianamente: la Puerta de Guadalajara era el sitio donde se iba
a comprar los tejidos elegantes y caros, y las joyas.
Todavía hace poco llamábamos
Platerías a una corta zona de la Calle Mayor, donde
un café se empeñó en mantener el recuerdo
largos años, y la Calle de Ciudad Rodrigo era, para un
madrileño y más si era de esos barrios, la
Platería Vieja. Sus oscuras tiendecitas de plateros
golpeaban en las horas, frecuentemente amargas, de la familia que
se veía forzada a tapar su ruina vendiendo las joyas
heredadas, o, en el mejor de los casos, a transformarlas, para, si
en verdad eran heredadas, disimularles la edad. La Puerta del Sol,
centro destacado del primer ensanche, el del siglo XVI en sus
amenes, era ya el punto de reunión y de encuentro, como lo
ha seguido siendo más tarde. Las iglesias que enmarcaban la
plaza han desaparecido: queda el nombre de la Victoria como
testigo, en una calle al comienzo de la Carrera de San
Jerónimo. La piqueta decimonónica privó a los
madrileños de un conjunto artístico
espléndido, al demoler San Felipe, la Victoria y el Buen
Suceso. Las calles de Carretas, de la Montera, el Carmen Calzado,
todos rebullen por el teatro, se recuerdan los atascos frecuentes
por la abundancia de coches, el clamor de los vendedores con
encendidos pregones... Y los santuarios, basílicas y santos
—13→
milagreros, todos desempeñan una función
social que, al ser reiterada en el teatro, se convierte en
función dramática, al servicio del argumento. Ejemplo
claro: el eco de la Victoria como lugar de encuentro y cita de
enamorados y galanes. ¡Con qué orgullo localista
oiría el madrileño a los comediantes citar el agua de
las fuentes madrileñas, agua con acero, agua que
actuaba, vigilante y generosa, sobre la opilación...! Todo
madrileño que, por su edad, haya ido todavía a las
fuentes públicas a acarrear agua gorda, prescrita
por los médicos, se reconocerá en la comedia. Al
leerla o al oír estas menciones en una representación
teatral; se encuentra, súbito deslumbramiento, con su
más auténtica, honda identidad.
Por el
sótano y el torno, pariente muy cercano de En
Madrid y en una casa, de Los balcones de Madrid, de
Marta la piadosa (y de tantas otras), ocurre en Madrid.
Vivimos encerrados en una casa, clausura forzada, que
responde a las exigencias de «la buena fama»,
proclamada por los hábitos consagrados. Pero, hasta en la
penumbra voluntaria de esa clausura, Madrid se atreve a entrar:
penetran sus pregones y sus truhanerías (el buhonero que
vende baratijas y cosméticos), el fingido sangrador, la
vanidad grandilocuente del mozo enamoradizo y pedantón, el
amor, en fin, de dos hidalgos de noble cuna. Las señoras van
a esas iglesias que hemos citado, conocen las calles
céntricas que se nombran como señuelo que las libre
de su encarcelamiento. Todo le sirve a Tirso para edificar un
prodigio de delicada trama, de acariciado nacimiento de la
intranquilidad amorosa en la joven viuda, que se balancea entre la
verdad que no se arriesga a confesarse y la ortopedia de los
prejuicios.
Tenemos, pues, en
las manos uno de los componentes más valiosos de ese Madrid
criatura artística. Madrid de todos, rompeolas de las
provincias españolas: a esa condición integradora
corresponde, en los días de la comedia, la aparición
en ella del portugués. A nadie podía
extrañarle que se hablase en portugués en el
corazón mismo de la trama. ¿Cuántas lenguas
podrían oírse en aquellos días en la capital,
en sus calles, en sus reuniones, etc.? La calle madrileña
estaba llena de flamencos, de italianos del norte y del sur, de
portugueses, de refugiados de las guerras francesas o alemanas. Los
mismos españoles conservaban aún —14→
muy diferenciado su origen: vascos, asturianos, gallegos,
catalanes... Y no olvidemos el habla de los esclavos de diverso
origen. Y no perdamos de vista lo que esto supone para la
uniformidad y el desenvolvimiento del español medio,
oficial. No se hablaba en Madrid como hablan las comedias. Madrid
era una masa abundante de gentes de escasísima cultura,
donde el habla rústica, plagada de arcaísmos, era lo
normal. Todavía avanzado el siglo XVIII tenemos testimonios
de que Madrid conservaba bastante encrespado el pelo de la dehesa.
Ha sido el hecho de la presencia permanente de la Corte y de la
dirección cultural del país, y la enseñanza
expansiva del XIX los que han hecho del habla madrileña lo
que hoy es (ciudad de funcionarios al fin y al cabo), y ha
provocado que, durante los primeros años de este siglo, el
habla de las clases cultas madrileñas haya sido el ideal de
lengua de la Península. Hoy ha desaparecido, no nos pagamos
de esa prerrogativa, pero todavía en mis años mozos
era muy visible el prestigio capitalino en el hablar, para
diferenciarlo del empleado por las gentes de pueblo. (Y
todos los madrileños teníamos todavía un
pueblo como inexcusable referencia, lo que nos servía
para comparar.) En casa, en la escuela, en cualquier actividad, se
cuidaba, vigilaba y censuraba cualquier error de lengua, ya oral,
ya escrita. El habla del teatro clásico es, ante todo, una
lengua artística, y muchas veces no sería entendida
por el patio. Para los ocupantes de este lugar se destinaban las
cancioncillas tradicionales, las chocarrerías del gracioso,
el viejo romancero, las relampagueantes apariciones del refranero.
Era la forma de atraerse al público, se incorporaba
así al drama en marcha. Ese reconocimiento de lo
oral, de lo que vive y sobrevive en la calle, es lo que
hacía que el público en general se sintiese,
repentinamente, coautor y personaje de lo que acaecía en las
tablas. Lo otro, lo culto, lo a veces rabiosamente culto
(los sonetos de los monólogos y su papel, las citas
mitológicas, los juegos de bruñidas metáforas)
sería entendido por los escasos asistentes
«intelectuales», habitantes de la tertulia, las pocas
personas entendidas del lugar: el cura, el médico, el juez,
los nobles retirados, los funcionarios elevados de la Corte...
Hasta tenían su sitio aparte en el Corral. El teatro fue
nacional por muchas razones, no sólo por las
políticas, evidentes en su sacralización de la
—15→
Corona. Y fue, tengámoslo muy presente, el gran
educador de la masa iletrada, que, sobre todo en el habla,
procuraba imitar lo que en las tablas se oía.
La edición
de Por el sótano y el torno que viene detrás
responde a una antigua debilidad. La preparé ya hace
bastantes años. Pretendía, al hacerla, que el
centenario de Tirso de Molina, en 1948, no fuera solamente el
acostumbrado despilfarro de discursos vacíos y vientres
repletos. En el Seminario románico de la Universidad de
Salamanca, con unos cuantos alumnos, voluntariamente unidos, fuimos
buscando autoridades para justificar la notación
léxica; compulsamos las ediciones anteriores para fijar el
texto; sopesamos variantes y aclaraciones. De aquellos alumnos,
algunos han sido absorbidos por eso que, cuando no sabemos
cómo llamarlo o queremos disfrazar nuestra inutilidad,
llamamos pomposamente la vida. Otros son excelentes
profesores, o lo han sido, y alguna es destacada novelista. A todos
los recuerdo hoy, en un punto en mi memoria convocados. Al preparar
esta nueva salida del texto tirsiano, he de darles las gracias,
más completas que entonces. Si en aquellos días se
las di por su desprendimiento, hoy debo dárselas
ensanchadas, por lo mucho que de ellos he aprendido.
A esa
edición, que, finalmente, salió en Buenos Aires,
publicada por el Instituto de Filología de su Universidad,
Instituto que dirigí durante varios años, le hice un
prólogo que no sé si ha envejecido o no: responde a
la visión total del mercedario dramaturgo que había
que poner en evidencia por el centenario. Me limité a
apartarme de lo repetido y a liberarle, hasta donde era posible, de
la rígida erudición de principios de siglo que por
entonces aún le atenazaba... Las palabras preliminares
habían de ser, por lo tanto, algo apasionadas, pero era
forzoso destacar los aspectos del creador frente a la opacidad
charlatana de las conmemoraciones oficiales. Su nacimiento
ultramarino es culpable de que el libro no haya circulado apenas en
esta ribera del Atlántico. He decidido no tocar esas
páginas: ahí van, como testimonio. Quizá
sirvan aún para avivar la necesidad de leer a Tirso, de
releerle. Sé muy bien cómo debería hacer un
prólogo hoy, aséptico y sobrecargado de
sabiduría. Tirso, allá en su cielo, se
sonreiría burlonamente. Pero —16→
el texto sería el mismo (y es lo que provoca este
comentario) y la notación quizás más simplona,
extremos que me repugnan. En los años transcurridos, el
conocimiento de la figura de Tirso se ha ampliado generosamente,
gracias, en primer lugar, al fervor con que su propia Orden se ha
ocupado de él, y muy en especial el padre Luis
Vázquez. La revista Estudios, de la Orden
Mercedaria, ha ido dando luz sobre nuevos y llamativos aspectos de
la obra y la vida de Tirso de Molina. Por el sótano y el
torno ha sido editado y analizado con fina sabiduría y
solicitud por la hispanista italiana Laura Dolfi, a la que
agradezco su fidelidad a mi edición porteña. Laura
Dolfi ha multiplicado el repertorio de datos sobre Tirso en
diversos trabajos. Su texto de la comedia, dirigido a lectores
italianos, lleva un comentario copioso, en casos que quizá
el lector español juzga innecesario... todavía. Berta
Pallares, profesora en Copenhague, ha editado felizmente algunas
comedias del mercedario, y Pilar Palomo, catedrática de la
Universidad de Madrid, ha puesto en las manos del lector medio y
curioso los textos tirsianos, editados con pulcritud.
También J. Arellano ha dedicado atención y habilidad
al teatro que nos ocupa.
En cuanto al
comentario, hago una apretada relación de los lugares de la
comedia que quizá un lector español no especialista
necesitaría ver explicados. La lengua de los clásicos
se va alejando de nosotros inexorablemente. En su tiempo, un
madrileño escuchaba contento el portugués, lo
desentrañaba: las lenguas, por otra parte, no estaban tan
separadas como ahora, y existía, ante todo, una voluntad de
entendimiento. Hoy estas circunstancias no se dan. Un joven
español de hoy necesita acudir a diccionarios constantemente
ante el riquísimo vocabulario del siglo XVII. A medida que
la invasión de las nuevas técnicas crece, esa lengua
se retira en igual proporción. Una parte
abundantísima de los recursos orales escénicos
está elaborada a base del refranero, o sobre frases hechas,
o citas literarias: ¿conocen ese rico fondo nuestros
jóvenes? Me temo que no, sobre todo los de origen urbano. He
hecho, por curiosidad, una exploración sobre los
libros-manuales de enseñanza destinados a escolares entre
12-14 años: hasta en las cosas más sencillas y
habituales (geografía, vegetación, comunicaciones,
etc.) hay una lengua nueva, tras de la que, por qué no
decirlo, se agazapa una bobalicona pedantería (en
—17→
muchos casos). En fin, el comentario de un texto
clásico ha de ser cada día más amplio,
más sugeridor, más atrayente. Una colectividad que
olvida o arrincona su mejor pasado, ya no es ella: se ha convertido
en una desmañada caricatura de sí misma.
Levantemos, pues
el telón. El carricoche de Bernarda y Jusepa ha volcado, al
pasar el Torote, cerca de la venta de Viveros. Un accidente de
circulación. Pero el diablo, que siempre anda al quite para
enredar, acude en figura de un apuesto hidalgo, que saca a la dama
de su desgraciada situación. Y se va dosificando el devenir
de la trama, los sentimientos, los intereses... Una joven viuda que
exagera el magullamiento, una casa sometida a mil seguridades
guardianas de su inviolabilidad, una luz vacilante y sugerente que
nos deja ver el cuarto a medias, y, tras unos breves
diálogos, un tormento de celos crecientes y de amor que nace
a borbotones, un ir y venir a media luz por las escaleras del
sótano, una aquiescencia conjurada para disimular lo que va
de lo vivo a lo pintado... Dejémosles hablar a todos y,
confiadamente, entreguémonos a sus impresiones, sus afectos,
todos vamos a canturrear, acordes, el romancillo, mueca de
disimulo:
Hoy el rey no me ha fablado,
mirome de mala guisa,
dejáronme venir solo
los grandes que me
seguían...
Tirso nos convida
a un rato de sonriente felicidad. Y en el complicado Madrid del
siglo XVII, quién lo diría...
—18→—19→
Introducción
crítica
Acercarse a un
escritor ya lejano supone, indefectiblemente, una acusada pirueta
mental. De no hacerla, corremos el riesgo de que el mensaje de ese
escritor se nos escape, nos resbale suavemente sobre el ajetreado
panorama de nuestras preocupaciones actuales, y no percibamos su
secreto aviso. Sin pretender, ni muchísimo menos,
revolucionar los procedimientos de la crítica consagrada
-cuyos alcances aceptamos desde ahora-, me atrevo a decir que es
Tirso de Molina uno de los escritores de nuestro Siglo de Oro
más necesitados de un real acercamiento. Ha pesado siempre
sobre su producción la desigual andadura de sus obras
más divulgadas. El escalofrío genial del
Burlador o El Condenado -paso por alto los
problemas de la paternidad de esta última- era demasiado
punzante para tolerar una mirada morosa al resto de su obra. Y esta
obra restante, divulgada en solamente algunas comedias, se
oscurecía bajo la maraña risueña de Lope, o la
complicada teología calderoniana. El grueso de la comedia de
Tirso se esfumaba así a una zona si no de desdén,
sí de poco afectuosa valoración. Las líneas
que van a seguir pretenden solamente encontrar en la comedia
tirsiana el poro más allegado a nuestros afanes, el
resquicio que nos sirva de ingreso a la criatura de arte tirsiana.
Por esto encontraremos referencias frecuentes a obras distintas de
la editada, pero siempre con su intransferible parentesco. Este
sutil encadenamiento es precisamente el fiel más exacto de
un clima creador. Vamos a intentar buscarle. Y para encontrarlo no
hay nada mejor que leer a Tirso.
Leyendo a Tirso, poeta
Y leyendo a Tirso
nos encontramos, primero, en una lectura ligera incluso, que Tirso
es poeta. Su teatro tiene, aun para los no aficionados a la trama
repetida del teatro español, valores poéticos.
—20→
Aquí y allí saltan lugares de auténtica
lírica. Surgen cuando menos lo esperamos, sin preparativos,
sin estruendo. Es como una voz lejana, temblorosa, que pugna por
brotar de entre la maraña conversacional de las comedias y
logra, al conjuro de su sonar entrecortado, dar un clima de acotada
emoción. Sea, por ejemplo, en El amor médico
-muchas veces me he de referir a esta comedia, la de más
garbosa trampa del apicarado teatro tirsiano-. Estamos en Coimbra.
La ciudad se presiente, con su geografía vertida sobre el
paisaje del Mondego. Doña Estefanía, la hermosa dama
portuguesa, empieza a sentir la suave congoja del amor.
Ráfagas de inexplicable tristeza le asaetean de vez en
cuando. Se las teme, las ráfagas. Y, sin embargo, se las
espera con una predispuesta luz encariñada. Porque el amor
es afán de soledades, inconcreta aspiración de
lejanía. La familia idea remedios para la melancolía
de la hermosa. El primero es la invitación a pasear por las
riberas del Mondego. La conversación es breve, acosada de
rapidez. Y, no obstante, a través de ella, Tirso nos da una
vigorosa impresión de la realidad. Presentimos las
márgenes concretas, el sesgo del río entre los
álamos, su frescura, el bálsamo del aire nuevo:
Pero nada de esto
puede calmar la imprecisa añoranza de la mujer enamorada. El
padre desespera y evoca tiempos en que la misma tristeza se
recogía en el corazón de la madre. ¡Cómo
se agolpa el recuerdo, como una fiebre soleada, en lo más
hondo de la nostalgia! El padre aconseja el paseo por la vega,
entre su verde nuevo:
¡Qué
visión tan certera del íntimo desamparo! Ya siglo y
medio antes, en un ambiente también portugués, otra
voz recordaba emocionadamente el manantial de tristezas de toda
belleza dañada de amor. Gil Vicente, en Don
Duardos, decía, con la apesadumbrada melancolía
del alerta amoroso:
Podremos estar o
no de acuerdo con la íntima estructura cordial de estas
citas. Lo que sí es indudable es que aún llaman a
nuestros afanes con un secreto presagio, con una renovada
emoción. Y no nos queda ante esta circunstancia otro remedio
que reconocer su calidad poética. Pues bien:
relámpagos de este lirismo sosegado, auténtico, no es
nada raro encontrarlos en el teatro de Tirso. Siempre salen en
torno al doble juego del amor y de los celos, los dos grandes -el
único, mejor- temas sobre los que gira la acción de
su teatro. (Hablo, claro está, en líneas generales.)
En La gallega Mari-Hernández, por ejemplo, son
abundantísimos estos rastros de lirismo. La aldeana que ha
visto rota su tranquilidad por el dulce sobresalto del amor es
presa de mil afanes encontrados:
Cuando su amiga le
pregunta por su intranquilidad, por la causa de su desasosiego, la
contestación encierra toda esa niebla de nostalgia, de
añoranza dolida, donde la alegría y la congoja se
anudan estrechamente:
¡Cuánta zozobra entrevista en pocas palabras! Con
qué rapidez, con qué vuelo de susto se nos describe
todo, insinuándose levemente. Y con este procedimiento de
lanzar, como inadvertidamente, el caudal de su lírica, Tirso
logra mantener levantado, tenso, el clima poético de la
escena:
Nada más
natural, más apropiado, para ser vehículo de este
balbuceo lírico que el molde, ya consagrado en la escena, de
la cancioncilla popular. El teatro había acostumbrado a su
auditorio a un panorama de vivencias acotado, limitado, que se
movía dentro, siempre, de las acostumbradas preferencias del
público, y que, a fuer de tal, hablaba en ese lenguaje con
la máxima elasticidad. Y uno de los recursos más
empleados era el de las letras para cantar. Lope de Vega lo
consagró definitivamente. No es éste el lugar ni la
sazón para recordar cómo Tirso sigue a Lope
fielmente, ceñidamente, superándole, claro es, en la
calidad y diversidad de los matices. Tirso empleó el viejo
ritmo de la cancioncilla con una finura extraordinaria. La sombra
del cantarcillo es para él como un escudo que le protege
contra lo anecdótico, que queda superado al conjuro de su
lenguaje entrecortado, a borbotones:
Lírica
desnuda, donde el poeta, olvidado de la escena, levanta su voz
más escondida, la de sonido más leal. Poesía.
De verdad.
El contraste
Pero si no
hiciéramos otra cosa que entresacar de la copiosa
producción de Tirso lo que nos produjera esta
vibración, seríamos injustos, desoladoramente
injustos. No; no es eso lo que perseguimos. Puede ser que eso sea
lo que desde nuestra ladera de lectores cómodos nos
satisfaga más. Pero así no nos acercamos a la
criatura de arte que es el teatro tirsiano. Hay que agarrarlo en
toda su rotunda integridad, sin desdeñar nada de lo que se
nos presente al paso. Y en esta enorme caricia por el drama
tirsiano nos encontramos con que, frente a este mundo de
máxima precisión enamorada, frente a este inconcreto
batallar -heroico batallar- con uno mismo, surge,
irrestañablemente también, a borbotones
también, una faceta muy opuesta. Una faceta donde se cultiva
la zafiedad, la grosería llevada al extremo y regaladamente
expuesta. Morosamente detallada. Es el chiste fácil -a veces
sucio, obsceno a veces- del gracioso. Es el juego de palabras
complicado, de una gracia de muy segunda mano, escabrosa. Es la
caricatura de las instituciones consagradas. Y nos encontramos con
que, en este caricaturizar, no se perdona ni siquiera los elementos
que consideraríamos más dignos de un prestigio o de
una calidad ética o literaria. Nada se perdona. Ante el
chiste del gracioso todo se derrumba. Todo se ve por un lado del
espejo cóncavo, a la manera del esperpento de
Valle-Inclán. Tirso lleva muchas veces a sus héroes
ante los espejos del Callejón de Gato. Y así nos
surge Tello, el gracioso del Amor médico, o el
dómine Berrío de Marta la Piadosa,
—24→
o el fantasmal Don Gil de las calzas verdes. Frente
a la ternura poética de las manifestaciones señaladas
antes, la gracia gruesa de los diálogos bufonescos. Y no
podemos prescindir de ellos nunca. Porque -digámoslo de una
vez- romperíamos la unidad barroca de la obra tirsiana. El
barroco se mueve siempre entre dos planos, dos mundos, dos extremos
-como quiera que se nos antoje llamarlos-, aparentemente
irreconciliables, igualmente desdeñosos el uno para el otro,
pero que sin esa mutua, enconada disparidad, no tendrían
realidad estética, ni siquiera
histórica.10
Y dentro del contraste típico, inestable, del barroco, la
disparidad se extrema acuciosamente. Así nos explicamos hoy
esos altibajos hirientes de la obra barroca. El gusto, mejor, el
regusto en lo feo, en lo monstruoso, a la vez que el
delgadísimo hilo de sentimientos nobles, cuajados de una
insobornable, henchida presencia. En El amor
médico, es decir, en la misma comedia donde hemos
oído la tristeza amorosa del campo, con su anuncio
primaveral, se lee esta larga conversación. Lamento que el
decoro innato a toda lengua escrita se haya de quebrantar, siquiera
sea una vez, para leer lo que a nuestro demasiado exigente criterio
de lectores de hoy repugnaría:
Vuelvo a lamentar
que la seriedad inexcusable de estas páginas se haya tenido
que quebrar en gracia del ejemplo. Pero en cualquier otro lo
habríamos tenido que sentir también y quizá
más que en el que acabamos de ver. Y no podemos olvidarlos,
ni saltarlos, ni esquivarlos alegremente. No. De esa
conjunción sale todo el teatro nacional. No se puede uno
acercar, no nos debemos acercar, a la criatura de arte con las
tijeras en la mano, no, sino con la máxima unción,
dispuestos a entrar en ella por su centro mismo, por el jugo exacto
que las vivificó un día. Y el mismo jugo corre por
las dos vertientes que hemos recogido. Es el mismo, último
eslabón que anima los pequeños monstruos de
Velázquez y que ahíla las pálidas manos en los
retratos del mismo pintor. Contrastes de un estilo que se hicieron
constante de su concepción estética.
De su
irreconciliable postura, tiene una clara conciencia el arte de la
época. Tradicionalmente se ha venido observando cómo
se apartaba, en un vago recuerdo de caricatura, el mundo del
gracioso -o de los criados en general- por un remedo del de los
héroes principales. Era como si lo heroico se plasmara en un
camino deformado. Sin embargo, creo que ha sido una
interpretación demasiado ceñida a lo circunstancial y
externo de la comedia. Hay algo más. Abrimos El amor
médico: hablan Don Gaspar y Tello; —27→
ambos ven venir hacia ellos las dos mujeres. Mejor, la dama
y la criada. Van tapadas, muy tapadas. Ocultas bajo un revuelo de
paños -¡ay, la escultura de la época!-.
Sería muy difícil adivinar quién es
quién detrás de ese engaño de los mantos. Don
Gaspar dice, dudoso:
En este lo que
me toca a mí, estamos viendo la correspondencia que se
exige dentro del acotado terreno en que se mueve lo heroico y lo
antiheroico. No es meramente una caricaturización. Es la
inexcusable continuidad que, aunque parezca rota, interrumpida en
ocasiones, vuelve por sus fueros con toda la valentía que le
proporciona el saberse en su cierta vertiente. Esto nos
explicará, más en su centro, los desenlaces
análogos de La huerta de Juan Fernández, de
Por el sótano y el torno, de En Madrid y en una
casa, de tantas y tantas comedias del Siglo de Oro. Ahora
bien, lo importante en Tirso es la galanura, la exquisita habilidad
y fluidez con que las entrelaza y desarrolla. Son
numerosísimas las ocasiones en que los dos mundos se dan
superpuestos, fundidos en una sola expresión externa, que
suena en distinta clave según el área de lectores o
de auditores. La palabra se convierte en un arma de dos filos.
Durante largo espacio de tiempo se charla, alocadamente,
impetuosamente, con un empuje de torrente, en un afán de
esquivar y de penetrar a la vez, el problema. Nos acercamos a
él e instantáneamente nos alejamos. Hay siempre un
movimiento de retroceso, de vaivén. Sin querer evocamos esos
cuadros del barroco luminoso de Rubens, donde la danza de aldeanos
o el sentido de la marcha solemne, procesional, de la
composición, parece interrumpirse a cada instante, para
reanudarse inmediatamente después. —28→
En Tirso hay ejemplos admirables, expresivos, de esta
zozobra. Por ejemplo, en La villana de Vallecas. Hay un
momento en que la falsa panadera, que ha logrado despertar el amor
en el corazón del señor, mantiene con éste un
diálogo en el que los dos planos se van ovillando,
asomándose claros tan sólo para el lector -o
espectador- que de antemano conoce la real condición de
ambos. El señor, Don Juan, habla desde su ladera de
hidalguía. Ella, Violante, desde la suya, de una socarrona
plebeyez. De vez en cuando deja asomar con un gesto apicarado su
real nobleza oculta:
Inmediatamente se
inicia otro diálogo de análoga estructura, en el que
Violante expone quejas de su rústico enamorado, totalmente
inexistente. Don Juan pide una mano a la supuesta panadera. La
nieve de su blancura -dice- podrá mitigar mi fuego. Y
Violante se niega:
Otra vez el mismo
desenlace, el mismo acabar buscando su real postura cada uno de los
hablantes. (Obsérvese ese es villano en el trato
que pasa naturalmente desapercibido para don Juan. Y para el
espectador está, en cambio, saturado de contenido, puesto
que alude al real motivo de la comedia.) Y aún se repite la
trama. Violante finge una pequeña condescendencia:
Como vemos,
constantemente se está quebrantando el diálogo, para
dejar ver una realidad escondida, disimulada, expuesta por el
procedimiento más opuesto a lo natural y espontáneo.
Tan sólo la ceguera del enamorado puede dejar de notar la
broma en este enojosísimo cuestionario de prefelicidad.
Constantemente se está interponiendo entre la
conversación la saeta de una duda, de un eje, que es, a la
estructura conversacional, lo que las líneas
clásicas, ocultas bajo la hojarasca decorativa, son a un
retablo barroco. La línea se ve con claridad; para los que
estamos en el secreto previo, casi se aparece con lógica
irrecusable. Pero nos entregamos dulcemente, sin reservas, a este
esquivar la rectitud, a este vaivén de oculta trascendencia.
¡Cuántas veces ha asomado este doble plano en el arte
nacional! Ésta es la mejor prueba del aserto de Vossler de
que lo español se sentía más a gusto en el
barroco que en ningún otro lado.16
Sí. Es exacta, indiscutible verdad. Pero es que en ese
sentido del contraste hemos sido barrocos en los momentos
más logrados de nuestra historia artística. Es esa
dualidad entre sermoneadora y gozosa, de vitalidad desnuda que hay
en el Arcipreste de Hita. Es la que asoma a cada página de
la Celestina, o el trágico afán del
Burlador. Picaresca y mística. Es la partición de lo
terreno y lo celestial en los cuadros del Greco o de
Zurbarán. Es -son- tantas y tantas manifestaciones como
ahora —33→
mismo nos asaetean el recuerdo a poco que miremos hacia lo
que ha sido nuestro quehacer histórico. Es, en una palabra,
la dualidad, universalmente reconocida, entre Don Quijote y Sancho.
Dualidad que llega a ellos mismos: Armas y Letras, caballeresca y
pastoril, la Edad Dorada y la desasosegante realidad.
Renuncio a dar
más ejemplos de esta permanente lucha de contrarios, sin
resolución victoriosa por parte de ninguno de ellos. Pero
los encontraremos en cuanto abramos una comedia. De aquí
sale la justificación, por ejemplo, de las parodias del amor
en El amor médico, en La celosa de sí
misma, en La gallega Mari-Hernández. Pero
sí quiero demorarme un poco en otro aspecto de la lucha.
Frente al amor, los celos. Igualmente rápidos, igualmente
deseados y temidos. Y, sin remedio alguno, presentes. No hay por
dónde zafarse, no hay artería posible que logre
escabullir su punzada acongojante. Los celos surgen al lado del
amor como ingrediente necesario para la marcha de la comedia. Bien
es verdad que el desenlace requiere un «acabar bien».
El patio no habría tolerado un final amargo, o contristado,
como no habría tolerado peligrosas disquisiciones
religiosas. No. Hay un repertorio restringido de vivencias,
impuesto de antemano desde fuera y voluntariosamente, que rodea la
marcha de la creación artística. Y no necesito
añadir que no pretendo desdorar o menospreciar en lo
más mínimo las calidades del arte de la época.
Cualquier arte de cualquier tiempo ha tenido análoga
restricción en su repertorio y ninguno ha sido de tan amplia
generosidad de margen como el barroco español. Y la prueba
nos la va a dar el propio Tirso. Estamos en Por el
sótano y el torno. Es comedia poco leída. Y, sin
embargo, ¡qué cordialmente nos habla hoy! Una viuda,
aún joven, hermosa, que no sabe si está o no
enamorada, y un picaruelo truhán, tercero de un amor que no
se atreve a declararse. Los dos dialogan. Aparentemente no hay nada
detrás de este largo parlamento. Se pretende dar tan
sólo un aspecto informativo a la cuestión. Se quiere,
por los dos, dar una ajustada sensación de indiferencia, de
alejamiento, a la pasión que los dos sienten en acoso, al
acecho. Y esa pasión va brotando tiernamente, suavemente,
como un tallo asombrado primero, como un torrente después.
Difícilmente encontraremos un ejemplo más
representativo, más diáfano de este crescendo—34→
que llega a la impetuosidad sin romper el íntimo,
cómplice equilibrio del lector:
¡Cómo
se armonizan y entrelazan en este fragmento las lágrimas
hipócritas del viejo, el horadante aguijón de los
celos, la temblorosa nostalgia, recién nacida, del amor, y
la socarronería última del tercero! En un lenguaje
sencillo, escueto, casi endurecido, a borbotones casi, asistimos al
portento clave de la comedia, a lo que nos hace gozar calladamente
de su mejor logro. Y nos arranca una delgadísima sonrisa,
triunfo supremo ante nuestro arte. Porque en nuestro arte, en lo
mejor de nuestro arte, falta -no sé si lo he leído u
oído ya en algún sitio- la sonrisa. Abunda la
carcajada hiriente, corrosiva en ocasiones, y abunda lo triste, lo
solemnemente pesaroso y hasta contrito. Pero una delgada sonrisa
solamente aparece en algunas ocasiones: el Quijote,
algunos trozos del Lazarillo, las Meninas, el
fragmento que acabamos de leer.
La pintura de interiores
Es cosa ya sabida
la dirección unánimemente seguida por el barroco
hacia adentro, hacia la intimidad. Se renuncia a los cielos
abiertos, hondos, del Renacimiento, y se centra la vida en el
ángulo pequeño de que habla la Epístola
moral. Ya en la segunda mitad del siglo XVI se inicia este
movimiento hacia sí mismo. Frente a la abundosa vida
hazañera del quinientos, la vida religiosa, recogida, de los
hombres representativos de esa segunda mitad. Frente al infatigable
e infatigado vagar por Europa del emperador, El Escorial. Frente a
la biografía militar de Garcilaso, de Cetina o de Hurtado de
Mendoza, el sosiego sacerdotal de Medrano, de fray Luis, de Arias
Montano, de Herrera. En el campo de las demás artes -pienso
sobre todo en la pintura, cuya primacía es bien notoria- se
plantea un éxodo idéntico. Frente a la paganizante
luz de mediodía de Tiziano, frente a los techos rotos,
decorativos, de Tintoretto, el recogimiento casi religioso de un
rincón de la casa cotidiana en Van Ostade, en Pieter de
Hooch. Frente a la minucia de Bronzino, la interpretación de
la vida pura, dinámica, de Velázquez. Dentro de la
enorme cantidad de aspectos que en el arte barroco se ocultan y
encadenan, nada como la pintura de Velázquez, para expresar
lo que tiene de intimidad, de acercamiento a la religiosidad. No
voy a exponer ahora, por demasiado —39→
conocido, en qué aspectos puede ser, y de hecho lo
es, el barroco arte de la Contrarreforma,18
pero sí quiero -nos interesa ahora vivamente- destacar esta
unción, este tembloroso prodigio de la luz nueva,
devanándose en una habitación cualquiera, purificada,
adelgazada tras unos cristales emplomados. En Madrid y en una
casa se titula una deliciosa comedia de Tirso. ¿No
podría llamarse así también Las
Meninas? No hay en el cuadro nada que recuerde los lujosos
palacios de la pintura del siglo XVI (Tiziano, Veronés,
Tintoretto). No. Es una habitación cualquiera de una casa
cualquiera, burguesa, donde la luz se ha recogido con un dulce
regaño. No asistimos a una gran fiesta, ni a un derroche de
vestidos o muebles opulentos, a una exhibición de damas
enjoyadas, hermosísimas. Es una instantánea casera,
recoleta, donde la jerarquía de los personajes está
quebrada ante el mandato de la vida: una infantina, unos criados,
unos seres deformes, una bestezuela dormilona. Un patio que se
adivina con su hueco introvertido. Sí; es En Madrid y en
una casa. No importa que sepamos después que esta casa
es la de la realeza. La realeza ahora no cuenta. Su reino no es,
ahora, de este mundo. Pero dejemos el campo estricto de la pintura
y volvamos a Tirso. ¡Cuántas veces, con qué
reiterada insistencia el machaconeo sobre el interior! Y en los
mejores, en los más logrados momentos. En aquellos en que su
voz tiene la más velada, contenida poesía. Atrae el
misterio que se esconde detrás de unos balcones, de un
portal. ¡Qué saltos, qué cabriolas da la escena
en su búsqueda de acciones! Miremos de nuevo Por el
sótano y el torno, nuestra comedia de hoy. Empieza al
aire libre, en la venta de Viveros, camino de Alcalá a
Madrid. Las figuras -como en un retrato de Velázquez- se nos
recortan sobre la limpia luz morada de Castilla, serrada a lo lejos
por las cimas del Guadarrama. Y continúa ya en la ciudad, en
una casa. Las damas se acaban de instalar. La casa es
cómoda, bien alhajada. Para hacer mayor su aislamiento, su
intimidad más cerrada, solamente se comunicará con la
calle por un torno. Como una prueba más del contraste, desde
la puerta silenciosa se ve todo el bullicio de la capital. Una vez
dentro, Bernarda necesita sangrarse, —40→
por un accidente sufrido en el viaje. Se busca al barbero,
que entra en la casa. En esto aparece don Luis, enamorado celoso,
que, intrigado, se pone a mirar por una ventana, intentando ver
qué pasa en el interior. Lo demás es puro ambiente.
La escena, en la calle; la sazón, la noche ya en sosiego; el
fondo, la casa cerrada con saña mantenida. Todo obliga a
andar de puntillas, al acecho. Don Luis y su criado se acercan a la
ventana:
PACHECO
Pues acecha
por aquí; que todo amor
celoso es acechador:
saldrás de tanta
sospecha.
(Mira por la ventana
entreabierta.)
DON LUIS
Oye, con dos
porcelanas,
a la luz de una bujía,
salió Polonia:
sangría
debe ser.
PACHECO
¿Ves cuán
livianas
son quimeras de
un celoso?
DON LUIS
Una venda y cabezal
lleva mi dama.
PACHECO
¡Qué mal
tan repentino!
DON LUIS
Es forzoso
que Doña Bernarda sea
la enferma; que las
demás
andan en pie.
PACHECO
¿Qué
darás
porque se muera?
DON LUIS
No emplea
en mi favor la
fortuna
sus aceros desa suerte;
ni el mal debe ser de muerte,
pues que no llora ninguna.
Aparentemente no
tiene importancia alguna la escena. Es totalmente adjetiva en la
marcha de la comedia. Más aún, si pensamos que este
Don Luis no vuelve a aparecer ni una sola vez más. Y, sin
embargo, ¡cómo se han roto las perspectivas!
¡Cómo estamos delante de las Meninas otra vez!
Asomémonos con Don Luis a la ventana. (Nosotros no vemos lo
que pasa dentro directamente: nos —41→
lo está contando.) Y estamos de lleno en la
técnica, en la maravillosa y maravillada técnica del
cuadro velazqueño. La ventana de la comedia equivale en el
lienzo al marco. El espectador equivale a los monarcas que se
están reflejando en el espejo del fondo, espejo que
estará -¿por qué no?- en la pared
última de la casa con torno. Entre el espectador y el espejo
toda la escena, moviéndose en planos sucesivos: la luz
primera, la que ilumina la ventana por la que miramos; las
demás, que bañan la escena interior: aquí, en
la comedia, el paso de las mujeres para ayudar a la sangría
-en lo que ha quedado lo heroico: recordemos de paso la
afición barroca a lo sangrante, a lo desagradable-, con sus
bujías, sus porcelanas. Allá, en el cuadro, el
pintor, las meninas, la infantina. Cuando miramos el cuadro
único nos olvidamos del límite que marca el lienzo y
nos entramos de rondón en la cámara. Cuando
escuchamos a Don Luis, nos olvidamos de las candilejas, de la
fachada que nos aísla, y nos entramos en el secreto de la
casa prohibida. En este aspecto era en el que yo quería
hacer notorio lo barroco de ambas composiciones.
Hay cuadros, esos
delicados cuadros de los holandeses del XVII -Gérard Dou,
Terburg, Gabriel Metsu, Vermeer y su Lección de
música- donde nos encontramos una quieta, sosegada
escena de la vida íntima. Hoy nos complace sobremanera ver
cómo por encima de las divisiones políticas,
religiosas, etc., el espíritu de la obra de arte se enlaza
en zonas muy alejadas, descubriéndonos un inexcusable,
irreprimible parentesco, una común filigrana «de
circunstancias vitales bajo las que todos los pros y los antis de
la realidad histórica»19
se sienten domeñados. Tanto el católico romano como
el separado de Roma sienten la misma necesidad de un giro sobre
sí mismo, de santificar casi su cotidiano, su
monótono quehacer. Sea, por ejemplo, Pieter de Hooch, en su
famoso cuadro del museo de Berlín. Una mujer sentada, junto
a una cuna de mimbres. El niño no se ve. El suelo,
brillante. La casa, con lo imprescindible. Como en Las
Meninas, al fondo, a la derecha, en otra habitación, la
puerta que se entreabre, y por la que entra a raudales la luz.
Allí se va inmediatamente nuestra mirada. Junto a la puerta,
una —42→
niña de espaldas. La habitación donde la madre
-¿cose?, ¿canta?, ¿ofrece algo al niño
que no vemos?- está sentada, se ilumina por una ventana
alta, de papel análogo al de las que vemos pintadas en
Las Meninas. Un perro, una bujía, otra
habitación donde se adivina la cama. Y nada más.
Volvamos a nuestra comedia. La joven acaba de ser sorprendida fuera
de su casa por la hermana guardiana. Mientras ésta,
engañada, viene a comprobar si era o no realmente la hermana
la sorprendida, la fugitiva ha entrado en la casa por la trampa del
sótano. Los dos mundos del contraste corren alocados,
tumultuosos, en busca del sosiego de la casa del torno: uno, por la
calle, gesticulando. Otro, por el sótano, taimado,
burlón. Cuando la guardiana quiere llegar arriba, ya
está la fugitiva sentada reposadamente, al halago de la luz,
trabajando en sus bolillos. Como la madre del cuadro de Pieter de
Hooch:
Adivinamos la luz
por el fondo, por donde entra la encarnizada perseguidora. Y
adivinamos su asombro, detenida allí, no atreviéndose
—43→
a quebrantar el dulce sosiego de la cámara, de esa
cámara donde un romancillo añuda la tensión
barroca con la nostalgia de la Edad Media.
Hoy el rey no me ha
fablado;
mirome de mala guisa,
dejáronme venir
solo
los grandes que me
seguían.
De nuevo nuestra
sonrisa, esa sonrisa que tan de tarde en tarde cuaja en nuestro
arte. Esa sonrisa que es el prodigio del hallazgo.
Madrid, hermoso abismo
Como en tantas
comedias de nuestro teatro clásico, la acción de
Por el sótano y el torno, se va a desenvolver en
Madrid. Madrid, capital de dos mundos, conjuro de grandeza y de
abigarrada vitalidad. Tirso evoca en Por el sótano y el
torno los lugares más famosos de la vida cotidiana. La
corte, «a toda España se lleva tras
sí».22
Entonces, como ahora, Madrid es el señuelo de toda aventura
peninsular. Nuestras heroínas van a vivir en la calle de
Carretas, lugar de excepcional situación. En pocos versos
nos encontramos citados, señalados, los lugares que aparecen
diseminados por multitud de obras diversas de nuestro siglo XVII.
Las iglesias: la Victoria, el Buen Suceso, el Carmen, San Felipe.
Las plazas: Herradores, Santa Cruz, la Puerta del Sol. Las calles:
El Prado, la calle Mayor, Atocha, el León. Todo el Madrid
austríaco, con sus coches y sus calles irregulares de
lugarón encaramado a ciudad de primer orden, está
aquí. Tirso no ha rozado -al menos con la intensidad cordial
de Lope- los temas de la tradición nacional, pero ha sabido
captar lo que ya en su tiempo empezaba a ser tradición
recién estrenada. Los lugares -muchos- ya no existen, aunque
los nombres hayan persistido aquí y allí en la
nomenclatura de la ciudad. Pero la raíz estaba echada. La
Mariblanca era ya cabeza visible del pulso nacional. Era natural
que en el confuso abigarramiento —44→
de una ciudad que creció instantáneamente, se
colocara el clima necesario para el sortilegio de las comedias.
«Tiene en sus calles / todos los vicios
Madrid.»23
Para el oyente medio, la evocación de las calles de la
capital, o de sus principales lugares de reunión, era ya un
medio de estimular la atención, de hacerle partícipe,
cómplice de lo que se iba a desenvolver en las tablas. El
reconocimiento de algo familiar era ayudado por los tipos
más frecuentes: toqueras, buhoneros, barberos, posaderos,
busconas, esportilleros. Repitiéndose hasta la saciedad sin
cansar nunca, como un nuevo romancero, Madrid -«Su buen gusto
aprueba / quien della se satisface»-24
se fue convirtiendo así en algo nacional, entrevisto, con
visos de tema legendario.25
Rapidez, cinematografía
El teatro tirsiano
es -adjetivo que ya se prodiga- cinematográfico. Las escenas
se resuelven en multitud de variaciones rapidísimas que
dejan al espectador un amplio margen de invención
complementaria. En El amor médico, en
Averígüelo Vargas, en nuestro
Sótano, hay un alocado sucederse de variados
matices, que exigen un esfuerzo, en ocasiones grande, por parte del
espectador. Esto es lo que podría resolver el cine. Basta
desaparecer detrás de una cortina para convertirse,
automáticamente, en otro personaje. Cambio constante, veloz.
Lo que ocurre entre bastidores es, a veces, más importante
para el público que lo dialogado en las candilejas. Se
presiente, se espera la transmutación. Así ocurre,
por ejemplo, en el copioso transformarse de Doña
Jerónima, en el acto III de El amor médico.
Otras veces es, simplemente, la expresión lo que lo
justifica. Así, en Averígüelo Vargas: a
la vista del público, el gracioso ha de transformarse
sucesivamente —45→
en nadador -en seco, claro-, en navegante, en galeote, en
náufrago, en ballena devoradora del enamorado y escupir a
éste, por fin. Y todo al conjuro de la voz, del gesto. Ya se
ha señalado cómo el gesto, el movimiento de la cara o
de las manos puede ser todo un motivo literario,
creacional.26
Esto se encuentra ya en Tirso. Lo encontramos sin las
ceñidas aclaraciones que el arte posterior proporciona, pero
lo adivinamos. Leyendo a Tirso el poder de emotividad expresiva es
tan intenso que, irremediablemente, adivinamos el único tono
posible de voz, el justo movimiento de manos o de rostro que
acompañan a lo que se dice. En la larga escena transcripta
anteriormente, donde dialogan nuestra viuda y su escudero, vemos
cómo se va reflejando en el rostro y en el movimiento de la
mujer el desarrollo de los celos, la inquietud, hasta llegar al
momento culminante, en que perdido todo rastro de
vacilación, se lanza apresuradamente a coger un manto para
salir a la calle. Los primeros planos de la cámara
darían a esta escena una dimensión nueva, más
justa que las conseguidas hasta ahora. Lo mismo ocurriría
con la fuga de la hermana por la trampa del sótano, y,
mejor, con el regreso. Escenas sucesivas, de subir y bajar
escaleras, de paños crujientes, de sofocos ahogados, de
luces y sombras, en una alucinante mutabilidad de rostro. Y a cada
cambio, un estado: inquietud, anhelo, curiosidad, zozobra, reposo,
simulación. Creemos que Tirso da en sus mejores comedias una
tónica lograda, que satisface plenamente al lector
moderno.
Una voz portuguesa
Para afirmar
aún más este combatir de contrarios, de elementos
dispares, de vez en cuando, a lo largo del teatro tirsiano, suena
una voz portuguesa, henchida de valores. Ya se ha hecho ver
cómo Portugal ocupa en la obra de Tirso de Molina un
destacado lugar. Su historia, sus costumbres, sus mujeres, son
dramatizadas por Tirso con cariño idéntico al que
pone en los temas españoles. De nuevo nos encontramos con
este afán de unidad barroca sobre los elementos
—46→
distantes. Portugal y Castilla frente a frente. Tan unidad
que, sin entender precisa y cercanamente el portugués
hablado en las comedias, no entenderíamos la comedia misma.
Y es porque el español -el patio- tiene, en el XVII, una
conciencia peninsular, total, de bloque espiritual y
geográfico, debajo del que se debaten todas las posiciones.
Unidad que -es importantísimo insistir sobre ello- no tiene
punto alguno de contacto con la forzada ortopedia política
de los Felipes. El contraste permanece incluso dentro del
portugués hablado. Unas veces, dentro de su valor puramente
ocasional, se emplea para hacer juegos de palabras, para la broma
escabrosa o fácil. Pero, también, y es lo más
frecuente, se usa con indudables cualidades poéticas. Sobre
todo, para la expresión del amor. No voy a recordar
aquí, por sobradamente conocido, cómo el hombre
portugués del XVII se distingue, entre todos los
demás hombres de la tierra, por su enamoramiento fulminante,
apasionado, extremoso. Nadie más que un portugués
puede morirse de amor (y de repente). Ejemplos de esto son
extraordinariamente abundantes en nuestra literatura. Tirso no
podía dejar de rendir su tributo a esta concepción
irónica de los portugueses. Pero sabe colocar en los lugares
más delgados de la acción la pincelada en la lengua
extraña, que rodea -de nuevo la sonrisa- a toda la escena de
un clima de cómplice atención, de benévola
comprensión. En El amor médico es donde
más se usa del portugués. Sin embargo es en Por
el sótano y el torno donde se le concede mayor
vitalidad poética. Aquella misma mujer a quien hemos
oído cantar un romancillo, en la penumbra de una
cámara, gusta mucho del portugués. Lo conoce, lo
habla, le es familiar su literatura:
JUSEPA
Oye agora este soneto.
POLONIA
¿En su idioma?
JUSEPA
En portugués.
Ya tú
sabes lo que gusto
desta lengua.
POLONIA
Yo ya sé
cuán amigo della fue
tu padre, y que de su gusto
y libros fuiste
heredera;
en cuya letura gastas
tantos ratos, que a ser bastas
portuguesa verdadera.
—47→
Y el soneto es de
Camões. No engaña Tirso, no se apropia nada de nadie.
Lo dice honradamente, paladinamente:
para una décima breve
me dio el tiempo
comisión;
que un soneto que la
envío,
el Camoens me le
prestó.
Y poco
después el soneto:
Quem vé, senhora, claro e
manifesto
o lindo ser de vossos olhos bellos...
¡Qué
lejana resonancia despierta en nuestro oído el mundo
petrarquista! ¡Qué adelgazada precisión de amor
concreto! Y esto es también barroco: el cultivo de la
añoranza, de las lejanías. El soneto de Camões
es aquí una llamada al pasado, al arca de los recuerdos. Y
también una nota de color local, de ambiente, de -empleando
la terminología de Wölfflin- elementos
pictóricos. Los componentes de esta lírica son
ridiculizados en más de una ocasión por Tirso, si
bien sea en tonos más leves que los de la crítica
antigongorina. Pero por obra de la unificación de la
problemática barroca, todo adquiere una intransferible
presencia.
El recuento de las
asomadas portuguesas en el teatro tirsiano nos llevaría muy
lejos. Quiero destacar ahora la inseparable condición de
estos trozos en lengua diferente, que la crítica se
había empeñado en ver como algo advenedizo, en
ocasiones recortable.27
Final
Hemos intentado
poner asedio a los rasgos más salientes que el teatro
tirsiano guarda a nuestra condición actual. Estamos
—48→
seguros de haber alcanzado una visión fragmentaria,
aunque cordial. Pero sí creemos haber destacado su enorme -y
frágil a la vez- grandeza: la ejemplar lozanía de sus
concepciones, es decir, su inalienable actualidad.