La traición
y maldad de una ofendida y maliciosa mujer suele emprender cosas
tan crueles y abominables que no hay ánimo del más
bravo y ariscado varón que no dudase de hacerlas y no
temblase de solo pensarlas. Y lo peor es que la fortuna es tan
amiga de mudar los buenos estados, que les da a ellas cumplido
favor en sus empresas, pues sabe que todas se encaminan a mover
extrañas novedades y revueltas, y vienen a ser causa de mil
tristezas y tormentos. Gran crueldad fue la de Felisarda en ser
causa que un padre con tan justa, aunque engañosa, causa,
aborreciese su propio hijo, y que un marido con tan vana y aparente
sospecha desechase su querida mujer, pero mayor fue la ventura que
tuvo en salir con su fiero y malicioso intento. No sirva esto para
que nadie tenga de las mujeres mal parecer, sino para que viva cada
cual recatado, guardándose de las semejantes a Felisarda,
que serán muy pocas; pues muchas de ellas son dechado del
mundo y luz de vida, cuya fe, discreción y honestidad merece
ser con los más celebrados versos alabada. De lo cual dan
clarísima prueba Diana e Ismenia, pastoras de
señalada hermosura y discreción, cuya historia
publica manifiestamente sus alabanzas.
Pues prosiguiendo
en el discurso de ella, sabréis que cuando Marcelio y ellas
estuvieron tras los jarales asentadas, oyeron que Tauriso y Berardo
cantaban de esta manera:
A este tiempo el
caballero y la dama, que los cantares de los pastores escuchaban,
con gran cortesía atajaron su canto, y les hicieron muchas
gracias por el deleite y recreación que con tan suave y
deleitosa música les habían dado. Y después de
esto el caballero, vuelto a la dama, le dijo:
-¿Oíste jamás, hermana, en las soberbias
ciudades música que tanto contente al oído y tanto
deleite el ánimo como la de estos pastores?
-Verdaderamente
-dijo ella- más me satisfacen estos rústicos y
pastoriles cantos de una simple llaneza acompañados, que en
los palacios de reyes y señores las delicadas voces con arte
curiosa compuestas y con nuevas invenciones y variedades
requebradas. Y cuando yo tengo por mejor esta melodía que
aquella, se puede creer que lo es, porque tengo el oído
hecho a las mejores músicas que en ciudad del mundo ni corte
de rey pudiesen hacerse. Que en aquel buen tiempo que Marcelio
servía a nuestra hermana Alcida, cantaba algunas noches en
la calle al son de una vihuela tan dulcemente que si Orfeo
hacía tan apacible música, no me espanto que las
fieras conmoviese, y que la cara Eurídice del averno
oscurísimo sacase. ¡Ay, Marcelio!,
¿dónde estás ahora? ¡Ay, dónde
estás, Alcida? ¡Ay, desdichada de mí!, que
siempre la fortuna me trae a la memoria cosas de dolor, en el
tiempo que me ve gozar de un simple pasatiempo.
Oyó
Marcelio, que con las dos pastoras tras las matas estaba, las
razones del caballero y de la dama, y como entendió que le
nombraron a él y a Alcida, se alteró. No se fio de
sus mismos oídos, y estuvo imaginando si era quizá
otro Marcelio y Alcida los que nombraban. Levantose presto de donde
asentado estaba y, por salir de duda, llegándose más
y acechando por entre las matas, conoció que el caballero y
la dama eran Polidoro y Clenarda, hermanos de Alcida. Corrió
súbitamente a ellos y con los brazos abiertos y
lágrimas en los ojos, ahora a Polidoro, ahora a Clenarda
abrazando, estuvo gran rato, que el interno dolor no le dejaba
hablar palabra. Los dos hermanos, espantados de esta novedad, no
sabían qué les había acontecido. Y como
Marcelio iba en hábito de pastor nunca lo conocieron hasta
que, dándole lugar los sollozos y habida licencia de las
lágrimas, les dijo:
-¡Oh,
hermanos de mi corazón, no tengo en nada mi desventura, pues
he sido dichoso de veros! ¿Cómo Alcida no está
en vuestra compañía? ¿Está por ventura
escondida en alguna espesura de este bosque? ¡Sepa yo nuevas
de ella si vosotros las sabéis; remediad, por Dios, esta mi
pena y satisfaced a mi deseo!
En esto los dos
hermanos conocieron a Marcelio y abrazados con él, llorando
de placer y dolor, le decían:
-¡Oh,
venturoso día! ¡Oh, bien nunca pensado! ¡Oh,
hermano de nuestra alma! ¿Qué desastre tan bravo ha
sido causa que tú no goces de la compañía de
Alcida ni nosotros de su vista? ¿Por qué con tan
nuevo traje te disimulas? ¡Ay, áspera fortuna! En fin,
no hay en ningún bien cumplido contentamiento.
Por otra parte,
Diana e Ismenia, visto que tan arrebatadamente Marcelio
había entrado donde cantaban los pastores, fueron
allá tras él y halláronlo pasando con Polidoro
y Clenarda la plática que habéis oído. Cuando
Tauriso y Berardo vieron a Diana, no se puede encarecer el gozo que
recibieron de tan improvisa vista. Y así, Tauriso,
señalando en el gesto y palabras la alegría del
corazón, le dijo:
-Grande favor es
este de la fortuna, hermosa Diana, que la que huye siempre de
nuestra compañía, por casos y sucesos nunca
imaginados venga tantas veces donde nosotros estamos.
-No es causa de
ello la fortuna, señalados pastores -dijo Diana-, sino ser
vosotros en el cantar y tañer tan ejercitados, que no hay
lugar de recreación donde no os halléis y donde no
hagáis sentir vuestras canciones. Pero, pues aquí
llegué sin saber de vosotros y el sol toca ya la raya de
mediodía, me holgaré de tener en este deleitoso lugar
la siesta en vuestra compañía, que aunque me importa
llegar con tiempo a la casa de Felicia, tendré por bien de
detenerme aquí con vosotros, por gozar de la fresca vereda y
escuchar vuestra deleitosa música. Por eso, aparejaos a
cantar y tañer y a toda suerte de regocijo, que no
será bien que falte semejante placer en tan principal
ayuntamiento. Y vosotros, generosos caballeros y dama, poned fin
por ahora a vuestras lágrimas, que tiempo tenéis para
contaros las vidas los unos a los otros, y para doleros o alegraros
de los malos o buenos sucesos de fortuna.
A todos
pareció muy bien lo dicho por Diana, y así en torno
de una clara fuente sobre la menuda hierba se asentaron. Era el
lugar más apacible de aquel bosque y aun de cuantos en el
famoso Partenio, celebrado con la clara zampoña del
napolitano Sincero, pueden hallarse. Había en él un
espacio casi que cuadrado, que tuviera como cuarenta pasos por cada
parte, rodeado de muchedumbre de espesísimos árboles,
tanto que, a la manera de un cercado castillo, a los que
allá iban a recrearse, no se les concedía la entrada
sino por sola una parte. Estaba sembrado este lugar de verdes
yerbas y olorosas flores, de los pies de ganados no pisadas ni con
sus dientes descomedidamente tocadas. En medio estaba una limpia y
clarísima fuente que, del pie de un antiquísimo roble
saliendo, en un lugar hondo y cuadrado, no con maestra mano
fabricado, mas por la próvida naturaleza allí para
tal efecto puesto, se recogían, haciendo allí la
abundancia de las aguas un gracioso ayuntamiento que los pastores
lo nombraban la Fuente Bella. Eran las orillas de esta fuente de
una piedra blanca tan igual que no creyera nadie que con
artificiosa mano no estuviese fabricada, si no desengañaran
la vista las naturales piedras allí nacidas, y tan fijas en
el suelo como en los ásperos montes de fragosas peñas
y durísimos pedernales. El agua que de aquella
abundantísima fuente sobresalía, por dos estrechas
canales derramándose, las hierbas vecinas y árboles
cercanos regaba, dándoles continua fertilidad y vida, y
sosteniéndolas en muy apacible y graciosísima
verdura. Por estas lindezas que tenía esta hermosa fuente,
era de los pastores y pastoras tan visitada, que nunca en ella
faltaban pastoriles regocijos. Pero teníanla los pastores en
tanta veneración y cuenta que, viniendo a ella, dejaban
fuera sus ganados por no consentir que las claras y sabrosas aguas
fuesen enturbiadas, ni el ameno pradecillo de las mal miradas
ovejas hollado ni apacentado. En torno de esta fuente, como dije,
todos se asentaron y, sacando de los zurrones la necesaria
provisión, comieron con más sabor que los grandes
señores la muchedumbre y variedad de curiosos manjares. Al
fin de la cual comida, como Marcelio por una parte, y Polidoro y
Clenarda por otra deseaban en extremo darse y tomarse cuenta de sus
vidas, Marcelio fue primero a hablar y dijo:
-Razón
será, hermanos, que yo sepa algo de lo que os ha sucedido
después que no me visteis, que como os veo del padre Eugerio
y de la hermana Alcida desacompañados, tengo el
corazón alterado por no saber la causa de ello.
A lo cual
respondió Polidoro:
Porque me parece
que este lugar queda muy perjudicado con que se traten en él
cosas de dolor, y no es razón que estos pastores con
oír nuestras desdichas queden ofendidos, te contaré
con las menos palabras que será posible las muchas y muy
malas obras que de la fortuna hemos recibido. Después que
por sacar al fatigado Eugerio de la peligrosa nave, esperando buena
ocasión para saltar en el batel, de los marineros fui
estorbado, y juntamente con el temeroso padre a mi pesar hube de
quedar en ella, estaba el triste viejo con tanta angustia como se
puede esperar de un amoroso padre que al fin de su vejez ve en tal
peligro su vida y la de sus amados hijos. No tenía cuenta
con los golpes que las bravas ondas daban en la nave, ni con la
furia que los iracundos vientos por todas partes la
combatían, sino que mirando el pequeño batel donde
tú, Marcelio, con Alcida y Clenarda estabas, que a cada
movimiento de las inconstantes aguas en la mayor profundidad de
ellas parecía trastornarse, cuanto más lo veía
de la nave alejándose, le despegaba el corazón de las
entrañas. Y cuando os perdió de vista, estuvo en
peligro de perder la vida. La nave, siguiendo la braveza de la
fortuna, fue errando por el mar por espacio de cinco días
después que nos departimos, al cabo de los cuales, al tiempo
que el sol estaba cerca del ocaso, nos vimos cerca de tierra, con
cuya vista se regocijaron mucho los marineros, tanto por haber
cobrado la perdida confianza, como por conocer la parte donde iba
la nave encaminada. Porque era la más deleitosa tierra y
más abundante de todas maneras de placer de cuantas el sol
con sus rayos calienta; tanto que uno de los marineros, sacando de
un arca un rabel con que solía en la pesadumbre de los
prolijos y peligrosos viajes deleitarse, se puso a tañer y
cantar así:
Soneto
Recoge a los que
aflige el mar airado,
¡oh, valentino, oh, venturoso
suelo!,
donde jamás se cuaja el duro
hielo,
ni da Febo el trabajo
acostumbrado!
Dichoso el que
seguro y sin recelo
5
de ser en fieras ondas anegado
goza de la belleza de tu prado
y del favor de tu benigno
cielo.
Con más
fatiga el mar surca la nave
que el labrador cansado tus
barbechos.
10
¡Oh, tierra!, antes que el
mar se ensoberbezca,
recoge a los
perdidos y deshechos
para que cuando en Turia yo me
lave
estas malditas aguas
aborrezca.
Por este cantar del marinero
entendimos que la ribera que íbamos a tomar era del reino de
Valencia, tierra por todas las partes del mundo celebrada. Pero en
tanto que este canto se dijo, la nave, impelida de un poderoso
viento, se llegó tanto a la tierra que si el esquife no nos
faltara pudiéramos saltar en ella. Mas de lejos por unos
pescadores fuimos divisados, los cuales, viendo nuestras velas
perdidas, el árbol caído a la una parte, las cuerdas
destrozadas y los castillos hechos pedazos, conocieron nuestra
necesidad. Por lo cual algunos de ellos, metiéndose en un
barco de los que para su ordinario ejercicio en la ribera
tenían amarrados, se vinieron para nosotros, y con grande
amor y no poco trabajo nos sacaron de la nave a todos los que en
ella veníamos. Fue tanto el gozo que recibimos, cuanto se
puede y debe imaginar. A los marineros que en su barco tan
amorosamente y sin ser rogados nos habían recogido, Eugerio
y yo les dimos las gracias e hicimos los ofrecimientos que a tan
singular beneficio se debían. Mas ellos, como hombres de su
natural piadosos y de entrañas simples y benignas, no
curaban de nuestros agradecimientos, antes, no queriendo
recibirlos, nos dijo el uno de ellos:
«No nos agradezcáis,
señores, esta obra a nosotros, sino a la obligación
que tenemos a socorrer necesidades, y al buen ánimo y
voluntad que nos fuerza a tales hechos. Y tened por cierto que toda
hora que se nos ofreciere semejante ocasión como esta
haremos lo mismo, aunque peligren nuestras vidas. Porque esta
mañana nos sucedió un caso que a no haber hecho otro
tal como ahora hicimos, nos pesara después hasta la muerte.
El caso fue que al despuntar del día salimos de nuestras
chozas con nuestras redes y ordinarios aparejos para entrar a
pescar, y antes que llegásemos a la ribera vimos el cielo
oscurecido, sentimos el mar alterado y el viento embravecido, y dos
veces nos quisimos volver del camino, desconfiados de podernos
encomendar a las peligrosas ondas en tan malicioso tiempo. Pero
pareció a algunos de nosotros que era conveniente llegar a
la ribera para ver en qué pararía la braveza del mar,
y para esperar si tras la rigurosa fortuna sucedería, como
suele, alguna súbita bonanza. Al tiempo que llegamos
allá, vimos un batel lidiando con las bravas ondas, sin
vela, árbol ni remos, y puesto en el peligro en que vosotros
os habéis visto. Movidos a compasión, metimos en el
mar uno de aquellos barcos muy bien apercibido y, saltando de
presto en él, sin temor de la fortuna, fuimos hacia el batel
que en tal peligro estaba y a cabo de poco rato llegamos a
él. Cuando estuvimos tan cerca de él que pudimos
conocer los que en él estaban, vimos una doncella, cuyo
nombre no sabré decirte, que con lágrimas en los ojos
se dolía, con los brazos abiertos nos esperaba y con
palabras dolorosas nos decía: "¡Ay, hermanos,
ruégoos que me libréis del peligro de la fortuna,
pero más os suplico que me saquéis de poder de este
traidor que conmigo viene, que contra toda razón me tiene
cautiva y a pura fuerza quiere maltratar mi honestidad!". Oyendo
esto, con toda la posible diligencia y no sin mucho peligro, los
sacamos de su batel y, metidos en nuestro barco, los llevamos a
tierra. Contonos ella la traición que a ella y una hermana y
cuñado suyo se le había hecho, que sería larga
de contar. Tenémosla en compañía de nuestras
mujeres, libre de la malicia y deshonestidad de los dos marineros
que con ella venían, y a ellos los metimos en una
cárcel de un lugar que está vecino, donde antes de
muchos días serán debidamente castigados. Pues
habiéndonos acontecido esto, ¿quién de
nosotros dejará de aventurarse a semejantes peligros por
recobrar los perdidos y hacer bien a los maltratados?».
Cuando Eugerio oyó decir
esto al marinero, le dio un salto el corazón y pensó
si era esta doncella alguna de sus hijas. Lo mismo me pasó a
mí por el pensamiento, pero a entrambos nos consolaba pensar
que presto habíamos de saber si era verdadera nuestra
presunción. En tanto que el pescador nos contó este
suceso, el barco, movido con la fuerza de los remos, caminó
de manera que llegamos a poder desembarcar. Saltaron aquellos
pescadores con los pies descalzos en el agua y sobre sus hombros
nos sacaron a la deseada tierra. Cuando estuvimos en tierra,
conociendo que teníamos necesidad de reposo, uno de ellos,
que más anciano parecía, trabando a mi padre por la
mano, y haciendo señal a mí y a los otros que le
siguiésemos, tomó el camino de su choza, que no muy
lejos estaba, para darnos en ella el refresco y sosiego necesario.
Siendo llegados allá, sentimos dentro cantos de mujeres, y
no entráramos allá antes de oír y entender
desde afuera sus canciones, si el trabajo que llevábamos nos
consintiera detenernos para escucharlas. Pero Eugerio y yo no vimos
la hora de entrar allá por ver quién era la doncella
que, libre de la tempestad y de las manos del traidor, allí
tenían. Entramos en la casa de improviso, y en vernos, luego
dejaron sus cantares las turbadas mujeres; y eran ellas la mujer
del pescador y dos hermosas hijas que, cantando suavemente,
hacían las nudosas redes con que los descuidados peces se
cautivan; y en medio de ellas estaba la doncella, que luego fue
conocida, porque era mi hermana Clenarda, que está presente.
Lo que en esta ventura sentimos y lo que ella sintió,
querría que ella misma lo dijese, porque yo no me atrevo a
tan gran empresa. Allí fueron las lágrimas,
allí los gemidos, allí los placeres revueltos con las
penas, allí los dulzores mezclados con las amarguras, y
allí las obras y palabras que puede juzgar una persona de
discreción. Al fin de lo cual mi padre, vuelto a las hijas
del pescador, les dijo: «Hermosas doncellas, siendo verdad
que yo vine aquí para descansar de mis trabajos, no es
razón que mi venida estorbe vuestros regocijos y canciones,
pues ellas solas serían bastantes para darme
consolación». «Esa no te faltara -dijo el
pescador- en tanto que estuvieres en mi casa; a lo menos yo
procuraré de dártela por las maneras posibles. Piensa
ahora en tomar refresco, que la música no faltará a
su tiempo». Su mujer en esto nos sacó para comer
algunas viandas, y mientras en ello estábamos ocupados, la
una de aquellas doncellas, que se nombraba Nerea, cantó esta
canción.
El canto de la hermosa doncella y
nuestra cena se acabó a un mismo tiempo, la cual fenecida,
preguntamos a Clenarda de lo que le había sucedido
después que nos departimos, y ella nos contó la
maldad de Bartofano, la necesidad de Alcida, tu prisión y su
cautividad y, en fin, todo lo que tú muy largamente sabes.
Lloramos amargamente nuestras desventuras, oídas las cuales,
nos dijo el pescador muchas palabras de consuelo y especialmente
nos dijo cómo en esta parte estaba la sabia Felicia, cuya
sabiduría bastaba a remediar nuestra desgracia,
dándonos noticia de Alcida y de ti, que en esto venía
a parar nuestro deseo. Y así pasando allí aquella
noche lo mejor que pudimos, luego por la mañana, dejados
allí los marineros que en la nave con nosotros habían
venido, nos partimos solos los tres y por nuestras jornadas
llegamos al templo de Diana, donde la sapientísima Felicia
tiene su morada. Vimos su maravilloso templo, los amenísimos
jardines, el suntuoso palacio, conocimos la sabiduría de la
prudentísima dueña y otras cosas que nos han dado tal
admiración que aun ahora no tenemos aliento para contarlas.
Allí vimos las hermosísimas ninfas, que son ejemplo
de castidad; allí muchos caballeros y damas, pastores y
pastoras, y particularmente un pastor nombrado Sireno, al cual
todos tenían en mucha cuenta. A este y a los demás la
sabia había dado diversos remedios en sus amores y
necesidades. Mas a nosotros en la nuestra hasta ahora el que nos ha
dado es hacer quedar a nuestro padre Eugerio en su
compañía, y a nosotros mandarnos venir hacia estas
partes y que no volviésemos hasta hallarnos más
contentos. Y según el gozo que de tu vista recibimos, me
parece que ya habrá ocasión para la vuelta,
mayormente dejando allí nuestro padre solo y desconsolado.
Bien sé que buscarle su Alcida importa mucho para su
descanso, pero ya que la fortuna en tantos días no nos ha
dado noticia de ella, será bien que no le hagamos a nuestro
padre carecer tanto tiempo de nuestra compañía.
Después que
Polidoro dio fin a sus razones, quedaron todos admirados de tan
tristes desventuras, y Marcelio, después de haber llorado
por Alcida, brevísimamente contó a Polidoro y
Clenarda lo que, después que no los había visto, le
había acontecido. Diana e Ismenia, cuando acabaron de
oír a Polidoro, desearon llegar más presto a la casa
de Felicia: la una, porque supo cierto que Sireno estaba
allí, y la otra, porque, oyendo tales alabanzas de la sabia,
concibió esperanza de haber de su mano algún remedio.
Con este deseo que tenían, aunque fue la intención de
Diana recrearse en aquel deleitoso lugar algunas horas, mudó
el parecer, estimando más la vista de Sireno que la lindeza
y frescura del bosque. Y por eso, levantada en pie, dijo a Tauriso
y Berardo:
-Gozad, pastores,
de la suavidad y deleite de esta amenísima vereda, porque el
cuidado que tenemos de ir al templo de Diana no nos consiente
detenernos aquí más. Harto nos pesa dejar un aposento
tan agradable y una tan buena compañía, pero somos
forzados a seguir nuestra ventura.
-¿Tan cruda
serás, pastora -dijo Tauriso-, que tan presto te ausentes de
nuestros ojos y tan poco rato nos dejes gozar de tus palabras?
Marcelio entonces
dijo a Diana:
-Razón los
acompaña a estos pastores, hermosa zagala, razón es
que tan justa demanda se les conceda. Que su fe constante y amor
verdadero merece que les otorgues un rato de tu conversación
en este apacible lugar, mayormente habiendo bastantísimo
tiempo para llegar al templo antes que el sol esconda su
lumbre.
Todos fueron de
este parecer, y por eso Diana no quiso más contradecirles,
sino que, sentándose donde antes estaba, mostró
querer complacer en todo a tan principal ayuntamiento. Ismenia
entonces dijo a Berardo y Tauriso:
-Pastores, pues la
hermosa Diana no os niega su vista, no es justo que vosotros nos
neguéis vuestras canciones. Cantad, enamorados zagales, pues
en ello mostráis tan señalada destreza y tan
verdadero amor, que por lo uno sois en todas partes alabados y con
lo otro movéis a piedad los corazones.
-Todos sino el de
Diana -dijo Berardo y comenzó a llorar, y Diana a
sonreírse. Lo cual visto por el pastor, al son de su
zampoña, con lágrimas en sus ojos cantó
glosando una canción que dice:
Las tristes
lágrimas mías
en piedras hacen
señal
y en vos nunca por mi
mal.
Glosa
Vuestra rara
gentileza
no se ofende con serviros,
5
pues mi mal no os da tristeza
ni jamás vuestra dureza
dio lugar a mis suspiros.
No fueron con mis
porfías
vuestras entrañas
mudadas,
10
aunque veis noches y
días
con gran dolor derramadas
las tristes lágrimas
mías.
Fuerte es vuestra
condición,
que en acabarme porfía,
15
y más fuerte el
corazón,
que viviendo en tal
pasión
no le mata la agonía.
Que si un rato
afloja un mal,
aunque sea de los mayores,
20
no da pena tan mortal,
mas los continuos dolores
en piedras hacen
señal.
Amor es un
sentimiento
blando, dulce y regalado;
25
vos causáis el mal que
siento,
que amor solo da tormento
al que vive desamado.
Y esta es mi pena
mortal,
que el amor, después que os
vi,
30
como cosa natural,
por mi bien siempre está en
mí
y en vos nunca por mi
mal.
Contentó
mucho a Diana la canción de Berardo, pero viendo que en ella
hacía más duro su corazón que las piedras,
quiso volver por su honra y dijo:
-Donosa cosa es,
por mi vida, nombrar dura la recogida, y tratar de cruel la que
guarda su honestidad. ¡Ojalá, pastor, no tuviera
más tristeza mi alma que dureza mi corazón! Mas,
¡ay, dolor!, que la fortuna me cautivó con tan celoso
marido que fui forzada muchas veces en los montes y campos ser
descortés con los pastores por no tener en mi casa amarga
vida. Y con todo esto el nudo del matrimonio y la razón me
obligan a buscar el rústico y mal acondicionado marido,
aunque espere innumerables trabajos de su enojosa
compañía.
A este tiempo
Tauriso, con la ocasión de las quejas que Diana daba de su
casamiento, comenzó a tocar su zampoña y a cantar
hablando con el amor, y glosando la canción que dice:
El cantar de
Tauriso pareció muy bien a todos, y en particular a Ismenia,
que, aunque la canción, por hablar de malcasadas, era de
Diana, la glosa de ella, por tener quejas del amor, era
común a cuantos de él estaban atormentados. Y por eso
Ismenia, como aquella que daba alguna culpa a Cupido de su pena, no
solo le contentaron las quejas que de él hizo Tauriso, mas
ella, al mismo propósito, al son de la lira dijo este soneto
que le solía cantar Montano en el tiempo que por ella
penaba:
Soneto
Sin que ninguna
cosa te levante,
amor, que de perderme has sido
parte,
haré que tu crueldad en toda
parte
se suene de Poniente hasta
Levante.
Aunque más
sople el ábrego o levante,
5
mi nave de aquel golfo no se
parte,
do tu poder furioso la abre y
parte,
sin que en ella un suspiro se
levante.
Si vuelvo el
rostro estando en la tormenta,
tu furia allí enflaquece mi
deseo,
10
y tu fuerza mis fuerzas cansa y
corta.
Jamás al
puerto iré ni lo deseo;
y ha tanto que esta pena me
tormenta,
que un mal tan largo hará mi
vida corta.
No tardó
mucho Marcelio a responderle con otro soneto hecho al mismo
propósito y de la misma suerte, salvo que las quejas que
daba eran no solo del amor, pero de la fortuna y de sí
mismo:
Soneto
Voy tras la muerte
sorda paso a paso,
siguiéndola por campo, valle
y sierra,
y al bien así el camino se
me cierra,
que no hay por donde guíe un
solo paso.
Pensando el mal
que de contino paso,
5
una navaja aguda y cruda
sierra
de modo el corazón me parte
y sierra,
que de la vida dudo en este
paso.
La diosa cuyo ser
contino rueda,
y amor, que ora consuela, ora
fatiga,
10
son contra mí, y aun yo
mismo me daño.
Fortuna en no
mudar su varia rueda,
y amor y yo, creciendo mi
fatiga,
sin darme tiempo a lamentar mi
daño.
El deseo que
tenía Diana de ir a la casa de Felicia no le sufría
detenerse allí más, ni esperar otros cantares, sino
que acabando Marcelio su canción se levantó. Lo mismo
hicieron Ismenia, Clenarda y Marcelio, conociendo ser aquella la
voluntad de Diana, aunque sabían que la casa de Felicia
estaba muy cerca y había sobrado tiempo para llegar a ella
antes de la noche. Despedidos de Tauriso y Berardo, salieron de la
Fuente Bella por la misma parte por donde habían entrado y,
caminando por el bosque su paso a paso, gozando de las gentilezas y
deleites que en él había, a cabo de rato salieron de
él y comenzaron a andar por un ancho y espacioso llano,
alegre para la vista. Pensaron entonces con qué
darían regocijo a sus ánimos, en tanto que duraba
aquel camino, y cada uno dijo sobre ello su parecer. Pero Marcelio,
como estaba siempre con la imagen de su Alcida en el pensamiento,
de ninguna cosa más holgaba que de mirar los gestos y
escuchar las palabras de Polidoro y Clenarda. Y así, por
gozar a su placer de este contento, dijo:
-No creo yo,
pastoras, que todos vuestros regocijos igualen con el que
podéis haber si Clenarda os cuenta alguna cosa de las que en
los campos y riberas del Guadalaviar ha visto. Yo pasé por
allí andando en mi peregrinación, pero no pude a mi
voluntad gozar de aquellos deleites por no tenerle yo en mi
corazón. Pero pues para llegar adonde vamos tenemos de
tiempo largas dos horas, y el camino es de media, podremos ir a
espacio y ella nos dirá algo de lo mucho que de aquella
amenísima tierra se puede contar.
Diana e Ismenia a
esto mostraron alegres gestos, señalando tener contento de
oírlo, y aunque Diana moría por llegar temprano al
templo, por no mostrar en ello sobrada pasión, hubo de
acomodarse a la voluntad de todos. Clenarda, entonces, rogada por
Marcelio, prosiguiendo su camino, de esta manera comenzó a
hablar:
-Aunque decir yo
con mal orden y rústicas palabras las extrañezas y
beldades de la valentina tierra, será agraviar su
merecimiento y ofender vuestros oídos, quiero deciros algo
de ella, por no perjudicar a vuestras voluntades. No contaré
particularmente la fertilidad del abundoso suelo, la amenidad de la
siempre florida campaña, la belleza de los más
encumbrados montes, los sombríos de las verdes silvas, la
suavidad de las claras fuentes, la melodía de las cantadoras
aves, la frescura de los suaves vientos, la riqueza de los
provechosos ganados, la hermosura de los poblados lugares, la
blandura de las amigables gentes, la extrañeza de los
suntuosos templos ni otras muchas cosas con que es aquella tierra
celebrada, pues para ello es menester más largo tiempo y
más esforzado aliento. Pero porque de la cosa más
importante de aquella tierra seáis informados, os
contaré lo que al famoso Turia, río principal en
aquellos campos, le oí cantar. Venimos un día
Polidoro y yo a su ribera para preguntar a los pastores de ella el
camino del templo de Diana y casa de Felicia, porque ellos son los
que en aquella tierra lo saben, y llegando a una cabaña de
vaqueros, los hallamos que deleitosamente cantaban.
Preguntámosles lo que deseábamos saber, y ellos con
mucho amor nos informaron largamente de todo y después nos
dijeron que, pues a tan buena sazón habíamos llegado,
no dejásemos de gozar de un suavísimo canto que el
famoso Turia había de hacer no muy lejos de allí,
antes de media hora. Contentos fuimos de ser presentes a tan
deleitoso regocijo y nos aguardamos para ir con ellos. Pasado un
rato en su compañía, partimos caminando riberas del
río arriba, hasta que llegamos a una espaciosa
campaña donde vimos un grande ayuntamiento de ninfas,
pastores y pastoras, que todos aguardaban que el famoso Turia
comenzase su canto. No mucho después vimos al viejo Turia
salir de una profundísima cueva, en su mano una urna o vaso
muy grande y bien labrado, su cabeza coronada con hojas de roble y
de laurel, los brazos vellosos, la barba limosa y encanecida. Y
sentándose en el suelo, reclinado sobre la urna, y
derramando de ella abundancia de clarísimas aguas,
levantando la ronca y congojada voz cantó de esta
manera:
Este fue el canto del río
Turia, al cual estuvieron muy atentos los pastores y ninfas,
así por su dulzura y suavidad como por los señalados
hombres que en él a la tierra de Valencia se
prometían. Muchas otras cosas os podría contar que en
aquellos dichosos campos he visto, pero la pesadumbre que de mi
prolijidad habéis recibido, no me da lugar a ello.
Quedaron Marcelio
y las pastoras con gran maravilla de lo que Clenarda les
había contado, pero cuando llegó a la fin de su
razón, vieron que estaban muy cerca del templo de Diana y
comenzaron a descubrir sus altos capiteles, que por encima de los
árboles sobrepujaban. Mas antes que al gran palacio
llegasen, vieron por aquel llano cogiendo flores una hermosa ninfa,
cuyo nombre y lo que de su vista sucedió, sabréis en
el libro que se sigue.