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Reflexiones acerca el modo de resucitar el teatro español



Hase apoderado hoy la murria de nosotros: no espere, pues, el lector donaires ni chanzonetas; nos hallamos en uno de aquellos momentos de total indolencia y de qué se me da a mí, a que está por desgracia demasiado sujeta esta miserable humanidad, que sobre sí acarrea nuestro flaco espíritu a la otra vida, según la más recibida opinión. ¿Serán influencias de algún astro maligno que gravite sobre nosotros? Pero esta es creencia antigua, porque también las creencias caducan y pasan; los modernos no creen en influencias. ¿Será el famoso spleen? Bien podrá ser, porque esto es más de moda en un tiempo en que es de buen tono la melancolía y la displicencia. ¿Estaremos acaso acometidos de algún acceso de tétrico sentimentalismo? Pues a fe de habladores, ni hemos estado luchando con las sombras ensangrentadas de Zaragoza, ni salimos de la representación de ningún melodrama traducido del francés.

¿Será el mismo asunto que para el artículo de hoy hemos escogido? A la verdad no hay astro, ni sombra, ni melodrama que pueda influir en nosotros de una manera más triste. Literatos somos, mal que le pese a Minerva, y poetas de por acá: si esto no es bastante a teñir de oscuro nuestras ideas, no habrá en el mundo un solo malhumorado que tenga verdadero motivo para estarlo.

Pasemos, en fin, a nuestro artículo, que es más arduo de lo que parece, por más que desconfiemos de que pueda nuestro corto talento presentar las ideas con todo aquel orden, claridad y elocuencia que de buena gana envidiamos a otros.








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