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ArribaAbajoGeorge Steiner en diálogo con Antoine Spire: La barbarie de la ignorancia

Francisco Abad



(Madrid: Taller de Mario Muchnik, 1999)

Se trata, en efecto, de un diálogo de Antoine Spire con Steiner, difundido oralmente por France Culture (Radio France) en 1997. De algunos de sus pasajes -en lo que concierne a George Steiner- vamos a dar cuenta.

Evoca nuestro autor los años veinte del siglo, cuando su padre emigra a París, y testimonia que inmersos hoy en el angloamericano casi universal «nos olvidamos de que era el francés lo que permitía entrar en la sensibilidad clásica europea. Era hablando francés como uno se hacía [...] cosmopolita»; subraya en este contexto las ventajas espirituales y la importancia del plurilingüismo, de la capacidad personal en el empleo de varios idiomas, y dice así: «Dar a un niño una serie de lenguas equivale a dar a su personalidad, para empezar, un sentido ampliamente humano. Es decir que no hay monopolio chauvinista ni nacionalista de una única fórmula humana. Las literaturas de que dispone, la historia de una tradición diferente, ¡es lo esencial! [...] Los hombres tienen piernas: [...] las lenguas nos confieren esas piernas. Podemos ser huéspedes de otros hombres, comprender lo que nos dicen y responderles».

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Aboga Steiner por un cosmopolitismo espiritual que nos haga entrar en contacto y enriquecernos con las distintas manifestaciones de lo humano, con sus diversas tradiciones culturales y las literaturas a que han dado lugar, y, por tanto, sin exclusivismos nacionalistas. Ello nos hará huéspedes de otros hombres, que es una idea muy querida del autor, nos llevará a poder acoger a los demás y a entrar en contacto estrecho con ellos.

George Steiner ingresó en «The Economist». Manifiesta que en esa escuela de precisión y de nivel intelectual transcurrieron años de gran felicidad por poder encontrarse en Europa: podría haber permanecido en los Estados Unidos, pero «para mi padre -confiesa- saber a su hijo en Europa quería decir [...] que Hitler no había triunfado del todo. Hitler había jurado que ya nunca habría gente como los Steiner en Europa. Para mi padre era capital que su hijo pudiese responder a esta idea: 'no'». En verdad, y como es sabido, el ser humano es capaz de decir no a una situación dada -ése es su puesto en el cosmos-, y en este caso George Steiner negaba a Hitler merced a su dignidad personal y a su creatividad en cuanto ser humano.

Reclama nuestro autor no la «arrogancia» pero sí el «orgullo» de su identidad judía, habla de un gran cenit del ser judío en los siglos XIX o XX, y dice así: «Estaba claro que en el siglo XX o a fines del XIX con Marx, Freud, Einstein, con la música de Schoenberg, el genio de Proust, los grandes pensadores, con una lluvia de premios Nobel en ciencias judíos uno tras otro, se sentía el orgullo de pertenecer a un momento de la historia intelectual, artística y espiritual, moral, a un gran Mediodía, un gran Mediodía del ser judío. Y mi padre me enseñaba hasta qué punto esa tradición a la vez rica y trágica había cambiado el mundo -había cambiado el mundo en las ciencias positivas, en la literatura, la música, la filosofía: Wittgenstein... la lista es interminable. También uno orgullosamente, aun siendo pequeñito, quería ser miembro de ese club».

El ser humano es capaz de decir no a una situación que se encuentra dada, y es capaz, a la vez y por ello, de cambiar el mundo en algunas cosas. Eso era lo que había hecho la tradición judía en el ochocientos y en el siglo XX: cambiar el mundo. Steiner quiere pertenecer a la misma estirpe espiritual, y por eso se identifica con ella y la reclama como referencia de sentido para su propio esfuerzo creador: trata de unir su nombre -aunque lo encuentre modesto- al gran Mediodía intelectual del ser judío en nuestra centuria y en la pasada. Por el contrario, ocurre también que «las matanzas, los pogroms, son la historia misma del judaísmo. Auschwitz es la corona».

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Hay un momento en esta conversación en la que el autor vuelve a la idea suya de que «somos invitados de la vida. [...] ¡Debemos ser huéspedes! [...] Aprender a ser el invitado de los demás y a dejar la casa a la que uno ha sido invitado un poco más rica, más humana, más justa, más bella de lo que uno la encontró. Creo que es nuestra misión, nuestra tarea». La palabra huésped denota a la vez a quien acoge y a quien es acogido, y en ambas dimensiones proclama con energía Steiner que se debe desarrollar nuestro comportamiento: sabiendo ser el invitado de los demás en una relación llena de autenticidad y de cordialidad, y, en particular, transformando cada lugar al que vayamos invitados (que no es sólo un lugar físico, sino sobre todo un lugar moral) dejándolo revestido de mayor justicia y plenitud de las que tenían antes de llegar nosotros. Aquí encuentra Steiner el sentido de la vida, en llevar a cada situación a la que estemos incorporados la justicia y la plenitud de lo humano.

La vida se torna más y más absurda o incluso insoportable si no le encontramos sentido, y nuestro autor cifra tal sentido en saber ser huéspedes de los demás, en aportarles lo justo, lo bello y, en definitiva, toda la dignidad y la grandeza que deben corresponder a lo humano: Steiner lo expresa una vez más en 1997, tras todos los horrores del siglo XX, como proclama ética de valor general. Ciertamente, la vida diaria -en las matanzas y en lo siniestro de la existencia, y asimismo en el vivir ordinario- muestra que hay personas que en contra de lo racional y de lo razonable parecen tener sentido en sus existencias, no cuando llevan la justicia y la riqueza moral a los otros, sino cuando gozan en limitarlos, en impedir el crecimiento de lo mejor en ellos, y cuando satisfacen sus íntimas inseguridades también con la impiedad hacia ellos174. Ya hace años coincidimos con Marcel Bataillon -valga este ejemplo literario- en que la novela picaresca española testimonia a veces los tormentos de los grupos privilegiados, y propusimos el caso del Buscón como paradigma ciertamente de la lúcida impiedad de Quevedo en contra de cualquier ímpetu ascensional en la sociedad barroca.

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En el pasado o el presente tenemos testimonios de la barbarie humana -Auschwitz-, frente a la que George Steiner postula la moral del ser huéspedes o invitados los unos de los otros. Se trata, en definitiva, de «ser siempre los peregrinos de lo posible», esto es, de esforzarnos en que crezcan los demás y en crecer nosotros, aunque este crecer cada uno puede «excita[r] en los demás a la vez admiración y odio, simpatía y miedo». En verdad, distintos seres humanos se acostumbran mal al crecimiento de los otros -incluso aunque ellos hayan crecido bastante, pueden no tolerar que otros crezcan algo-, y esto lleva (según proclama Steiner) a sentimientos de miedo y de odio: el miedo interior no precipita efectivamente sino en odio y en cualquiera de las clases de violencia.

No escapó a Ortega y Gasset el rechazo que lo mejor despierta a veces, y así habló en 1921 del «rencor» que «todo lo excelente [...] provoca», y escribía también: «Son las pequeñeces que ve el ayuda de cámara [,] los huecos de grandeza que hay en la vida del grande hombre». Lo que es no ya excelente, sino mejor sin más en términos comparativos, despierta rencor según percibía Ortega y luego ha repetido varias veces Julián Marías, quien en diferentes ocasiones ha insistido en que la explicación de algunas actitudes y algunos hechos se encuentra en el rencor que provoca la excelencia. Steiner también lo proclama, y asimismo insiste en otro momento de su conversación en que «debemos aprender a ser invitados unos de otros en esta tierra»; (subrayamos nosotros).

Para nuestro autor, «lo más grande de nuestro patrimonio» en cuanto judíos consiste en «no torturar a los demás», pues «torturar a otro ser humano es, de manera absoluta, la trascendencia del mal absoluto». De otra parte, él es un estudioso, y por ello encuentra la patria en el lugar en el que a uno le dejan trabajar: «mi patria está donde yo puedo trabajar».

El mal y la barbarie como manifestación del mal se hallan presentes en esta conversación, en la que George Steiner se expresa acerca de ese mal en nuestra centuria: «Insisto en que debemos asombrarnos ante el horror de este siglo. Insisto. Insisto. Insisto. [...] Surge el último horror [...] Millones de hombres, mujeres, niños perecen en Europa. ¡Ya sea en las batallas, ya sea de hambre, de deportación, de torturas, en los campos de la muerte y las cámaras de gas! Cifra inconcebible: medio millón en Verdún. ¡Y ello en medio de la más alta cultura!»

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La experiencia de un intelectual judío que nació en 1929 no ha podido ser más sombría, y por ello se manifiesta ante la paradoja de que el ser humano, pese a los avances de su civilización, parece no salir nunca del círculo de hierro de la barbarie: «Así que el primer problema -dice- contra el que lucho en todos mis libros y en toda mi enseñanza, es muy simple: ¿por qué las humanidades, en el sentido más amplio de la palabra, por qué la razón de las ciencias no nos han dado protección alguna contra lo inhumano? [...] Ni la gran lectura, ni la música, ni el arte han podido impedir la barbarie total. Han llegado a ser el ornamento de esa barbarie.» Efectivamente, según señala Steiner con agudeza, la cultura puede aparecer en el ser humano como ornamento de su barbarie espiritual: ha sido posible (digamos) tocar a Schubert por la noche e ir por la mañana a cumplir con las obligaciones en el campo de concentración; Arthur Koestler -relata nuestro autor- se había hecho una teoría; «estaba convencido de que el cerebro consta de dos mitades: una pequeña parte ética y racional (todavía muy pequeña), y una enorme trastienda cerebral, bestial, animal, territorial, cargada de miedos, de irracionalidades, de instintos asesinos».

Por su parte, Steiner contesta a esta teoría de Koestler con laconismo y en medio de dudas: «Es posible que aún no hayamos podido encontrarle al hombre [...] una salida para su enorme energía animal que, en la rutina de la monotonía, de la mediocridad sexual de la mayor parte de las vidas, busca afirmarse».

Hay un momento en el que George Steiner parece sugerir otra respuesta -no obstante- a la pervivencia del instinto de barbarie en el ser humano, y es la de la dificultad del aprendizaje, la de que «el animal humano es muy perezoso, probablemente de gustos muy primitivos, mientras que la cultura es exigente, cruel por el trabajo que exige»; nuestro autor viene a manifestar también que ya no cree en el optimismo educativo del Siglo de las Luces.

Asimismo destaca Steiner la importancia del carácter científico de la cultura actual, en el sentido de que «el noventa por ciento de los científicos de todos los tiempos viven hoy», en el hoy de 1997 en que él habla, y así comparadas con los problemas de la creación artificial de la vida, los agujeros negros o la conciencia como neuroquímica, «las novelas más extraordinarias y finas me parecen prehistóricas».

Nuestro autor evoca en fin en esta conversación a Paul de Man, quien, agonizando de un cáncer atroz, exclamaba a uno de sus estudiantes: «¿Acaso no sabe que sólo hay un interrogante: la existencia o   —658→   inexistencia de Dios?», y recuerda asimismo «el bellísimo libro» de Henri Focillon sobre el año mil. Ante el caso de una joven rusa que, encarcelada bajo Brezhnev sin luz, papel ni lápiz, tradujo mentalmente el Don Juan de Byron y luego, estando ya ciega, dictó esa traducción, «me digo varias cosas -proclama-: En primer lugar que la mente humana es totalmente indestructible. En segundo lugar que la poesía puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible. Y en cuarto lugar me digo que debemos ser muy felices».

Esta invitación a la felicidad y a la humanitariedad, a aprender a ser y a ser huéspedes los unos de los otros frente a los totalitarismos y lo totalitario, recorre la presente conversación y la obra entera de George Steiner. No debemos sino felicitarnos de que otra de las aportaciones de nuestro autor se encuentre ya en castellano y sea de fácil acceso editorial; además de lo que enseñe intelectualmente, Steiner es un escritor muy instructivo en lo moral, y en este sentido creemos nosotros que importa conocerlo: él nos enseña la barbarie en que consiste la ignorancia de los demás y todas las otras ignorancias espirituales.