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ArribaAbajoBocetos de cuadros de costumbres

(1840 a 1860)


ArribaAbajoEl gabán

«El traje es el sobrescrito del alma y el fiador de la persona» -decía un sastre extranjero por encabezamiento de sus minutas de forros y entretelas; y esta expresión, que no pasa de ser una necedad en la boca o en la pluma de un sastre, llegaría a ser sentencia y apotegma en la de un filósofo griego o en la de un orador parlamentario.

En efecto, y por poco que se reflexione, no podrá negarse la influencia del hábito en la exterioridad de la persona, que es la primera parte de aquella máxima. Llenas están las leyendas de estas relaciones vesti-fisiológicas; -desde Diógenes, que se vestía con una tinaja, hasta Mad. Sand, que gasta levita y espuelas; -desde la acerada cota de Pelayo hasta el fino paño de Sedán de nuestros héroes modernos.

La segunda calificación hecha del traje, esto es, la de «fiador de la persona», es todavía más fácil de probar; y si no, hagan ustedes una prueba, señores lectores: abandonen por unos días guantes y levitas; vistan chaquetas y zaragüelles, calcen abarcas y sandalias, y échense luego de este modo a visitar damas y magnates, espectáculos y paseos; verán entonces claramente lo que valen por sí solos, sin el sobrescrito del traje.

Pero, en fin, resumiendo en una ambas calificaciones, no podrá negarse que el adorno de la persona, cuando no otra cosa, puede tomarse generalmente como la expresión de la sociedad, y que bajo este aspecto el estudio de los figurines de modas es uno de los más profundos a que puede entregarse el hombre meditador.

Prescindiendo por ahora de la simple, airosa y artística camiseta griega, de la noble y grandiosa toga romana, de las severas armaduras godas, de los vistosos yelmos y capacetes de la Media Edad; dejando a un lado los monótonos colorines chinos, los pintorescos ropajes musulmanes, la primorosa simplicidad india o la ostentosa variedad pérsica, plantémonos de un salto en medio de nuestra sociedad española de los siglos XVI al XVII, cuando, terminadas ya las guerras interiores, y depuestos por la generalidad de los habitantes el escudo y arnés, formaron por primera vez una masa común, una misma familia, regida por una misma mano y gobernada por la propia religión y leyes.

Prescindiendo de los matices locales, propios de las diversas provincias y reinos recién incorporados, ¿qué hallamos en los trajes de aquella sociedad, que no nos revele su índole, carácter y pretensiones? ¿No advertiremos en sus variados cortes y coloridos, sus plumajes y cimeras, el reflejo aun reciente de la ostentación oriental? -El capotillo en los hombres, ¿no era una consecuencia del albornoz árabe? -La mantilla de las mujeres, ¿no venía directamente del velo musulmán? -Emblemas ambos de amor misterioso, de cortés galantería, ¿quién no reconoce en ellos aquella sociedad arrogante y amiga de aventuras? ¿quién no ve en el primor de las plumas y bordados la altivez y encumbradas pretensiones de los dominadores de Europa, de los descubridores del Nuevo-Mundo?

El íntimo contacto con los demás pueblos prestó por entonces al traje español una extremada variedad y riqueza, tomando de todos ellos aquella presea que más halagaba al entonces justo orgullo nacional. -El sombrerillo de terciopelo alemán, el gregüesco cortado a la veneciana, el justillo florentino, la levitilla francesa, la gorguera flamenca, campeaban en vistosa mezcla con la capita corta, la larga tizona toledana y el oro, plumas y pedrerías de Méjico y el Perú.

Insensiblemente, y al paso que nuestra influencia y originalidad, fuimos perdiendo también nuestro traje y cambiándolo por la casaca francesa y los enormes pelucones de la corte de Versalles. -No parece sino que a la zaga de Felipe V sino una legión de sastres encargados de borrar en las personas de los españoles el reflejo de su nacionalidad y calzarles la librea parisiense.

Por desgracia, hallaron una sociedad dispuesta a vestirla. -Los elegantes de entonces, que ya no recordaban la arrogancia de sus abuelos, admiraron y recibieron con entusiasmo las rizadas cabelleras postizas, los enormes casacones bordados, las pomposas botas y guantes, los galonados sombreros de la comitiva de Felipe de Borbón; y luego de concluida la guerra de Sucesión, trocaron tizonas por espadines, petos por chupas de seda, barbas por bucles artificiales, brazaletes por encajes, y espuelas por hebillas. -Las damas, por su parte, siguieron el movimiento, y olvidaron sus sayas, mantos y dengues, por los tontillos, arracadas y empolvados artificios del cabello a la Montespán o a la Pompadour.

Este reflejo de la corte de Luis XIV fue desapareciendo igualmente con su memoria, y ya en el reinado del segundo hijo de Felipe, el gran Carlos III, quiso de nuevo la sociedad española reflejarse en el traje, y surgió de improviso la capa andaluza o árabe, aunque ya con un carácter menos risueño, sin tanto adorno ni colorín, pero manejada siempre con igual desembarazo y gentileza; acompañábala entonces el sombrero chambergo, que recordaba las antiguas glorias españolas; y en las damas la basquiña y mantilla elegante, airosa, y peculiar emblema de nuestro suelo, se elevaron por entonces al más alto punto de esplendor.

Todavía, es verdad, andaba alternado todo esto con resabios de la moda extranjera; todavía se dejaba ver aquella indecisión propia de sociedades a medio traducir; y al paso que los currutacos y la masa del pueblo vestían chupetín y redecilla, calzaban zapato y cubrían su cabeza con sombrerones, los petimetres y grandes señores guardaban todavía respeto hacia la casaca bordada de sederías, la honrada chupa y el clásico espadín.

Pero vino Napoleón (que era un buen sastre), y a toda Europa la uniformó. -Nuestros soldados perdieron coleta y botines, sombreros tricornios y arcabuces, y recibieron dolmanes y chaquetas francesas, schakos polacos y fusiles ingleses. -El paisano, siguiendo aquel movimiento de uniformidad militar, adoptó generalmente el pantalón y el frack, y la elegante dama ostentó sus atractivos a favor de los pliegues de la dulleta y el citoyen.

Los petimetres habían sustituido a los currutacos; los elegantes acabaron con los petimetres.

Desde entonces, y luego que pasó la época marcial de Napoleón, se empezó a reflejar en el traje la incertidumbre de las ideas, la inconstancia del siglo nuevo, la ausencia de pensamiento dominante en las instituciones, en los libros, en la tijera.

Mientras llegaba el caso de inventar algo de nuestra propia cosecha, continuamos recibiendo todos los correos la moda parisiense, envuelta con las leyes políticas, con los gustos literarios y con las aplicaciones científicas. -Pero esta obligación envolvía una trasformación tan continuada, que más parecíamos arlequines que gente formal; -por ejemplo, cuando los lechuguinos (que así nos llamamos los sucesores de los petimetres) nos hallábamos muy orondos con nuestros pantalones ajustados y botas a la bombé, con nuestros talles altos y peinados a la jirafa, de pronto venía de París la orden de ensanchar las bragas y aplastar las botas, de bajar el talle o arruinar el moño; -al siguiente día nos intimaban los ingleses sus enormes batas con cartera, y al otro los poloneses sus elegantes levitines de cordonadura, sus pieles los rusos, y los italianos sus gros. -Y no había más remedio que seguirlos a la carrera, porque ¡desgraciado el hombre o la mujer (entonces no se decía la mujer, sino la señora) que al día siguiente de promulgada la moda de los frakes pistachos, o de los spencers junquillos, se dejaba ver en el Prado infringiendo la orden, que no necesitaba más para perder su reputación, y ahogar, como ahora se dice, su porvenir!

De este modo, y como movidos al impulso de mágico talismán, vimos desaparecer en una sola tarde todas las altas peinetas de concha, todas las botas de campana, todas las levitas de cúbica, todas las basquiñas de alepín morado. Así como impusimos a nuestros caprichos los nombres de las cosas y de las personas de la época, diciendo carrikes a la Wellingthon, barbas a la Bergami, peinados a la Quiroga, gorros a la Navarino y levitas a la Montresor.

Esta época de la moda era, si se quiere, ridícula; pero en fin, era variada; carecía de idea, pero andaba a caza de todas; era traducida, pero de todas las lenguas, y no de una sola.

Al través de todas estas circunstancias descubríase en los rigoristas un pensamiento, que revelaba también el de la sociedad; y este pensamiento, de acuerdo con el sentimiento natural, era el deseo de parecer mejor, de embellecer la persona con afeites y atavíos. -Fue, pues, ésta la época del similor y del abalorio, así como la anterior lo había sido de los diamantes y el oro macizo.

Hasta que vinieron los Hugolatras, y de una plumada suprimieron los peluqueros y rapistas, dejando crecer barbas y greñas a placer; por otro decreto anularon la camisa o la eclipsaron con la corbata; hicieron inverosímil el chaleco; desdeñaron cadenas y oropeles, y sólo transigieron por la decencia con un modesto y abrochado levitín. -Ya desde entonces todo hombre tuvo a gala parecer de siniestra y fea catadura; y la palidez mortecina, los largos bucles y los anchos pliegues de las damas fueron sustituidos al ajustado corpiño andaluz, al rodete chinesco o a la rosita simbólica de la sien.

Por último, de supresión en supresión, los hombres hemos ido suprimiendo hasta llegar al gabán, que no es más que un pretexto para ir en camisa; siendo de suponer que, siguiendo esta progresión, lleguemos muy pronto a los mandiles indianos o a la hoja de parra de nuestro padre Adán, que es más fresco: únicamente conservamos seriamente los guantes amarillos, que es lo suficiente para lo que entre nosotros se llama ir vestido. -Las damas (ahora se dice las mujeres) han seguido un sistema contrario, y en lugar de suprimir, han ido adicionando a sus personas, en términos que, si antes necesitaban seis varas de tela para su vestido, ahora gastan diez y ocho, y otras tantas de crinolina (léase miriñaque) para el armazón, con lo cual hay que andarlas adivinando como por entre tela de cedazo, y todas tienen el aire de campanas ambulantes o de hormigas en dos pies.

Resumiendo. -Hemos visto a nuestro siglo de oro representado por las gallardas armaduras y los preciados jaeces, tomando éstos sus diversos matices de todos los pueblos en que España dominaba; -la bordada casaca y los empolvados bucles representaron después fielmente a un siglo de prestada bambolla, y de postizo y extranjero artificio; -la capa y la mantilla revelaron luego la verdadera índole de la sociedad puramente española; -el frack uniforme después, la influencia militar; -la variedad interminable de los trajes, la inconstancia posterior de las ideas; -por último, hemos llegado a una época en que no hay creencia en la moda, como no la hay en política, ni en literatura, ni en nada: reina en ella la anarquía, como en la sociedad; se afecta la grosería y el feo ideal, como en las acciones; se encubre la variedad a fuerza de tela, como la falta de razón a fuerza de palabras; por último, se ha destruido toda jerarquía, se han nivelado y confundido todas las clases, como en el mecanismo social. -La sociedad del día está, pues, simbolizada en el gabán.

1840




ArribaAbajoCuatro para un hueso

Hasta los tiempos que corren se ha venido repitiendo, y no sin razón, que una de las grandes calamidades que han influido en el decaimiento de nuestra España era el furor que a todos aquejaba de lanzarse a los empleos públicos; y para explicarnos con una palabra técnica y popular, la empleomanía. -Que ella alejaba de los estudios útiles, de los campos y talleres a una inmensa masa de ciudadanos, los cuales hallaban más cómodo asegurar su subsistencia y adquirir honores a trueque de un trabajo material o limitado, que romperse la cabeza en sólidos estudios o en mecánicas faenas, para abrirse paso a una de las pocas carreras llamadas independientes. -Y que, en fin, el halago de los oropeles cortesanos, la ambición de las altas posiciones en la escala social, sacaba de su quicio a la imaginación más modesta, y la hacían desdeñar otros caminos por éste, que se apellidaba el camino real de la fortuna.

Ahora, bendito Dios, sucede todavía lo mismo; pero acontece con esto como con todas las costumbres inveteradas, que duran aún largo tiempo después de haber desaparecido el objeto: como en aquellas romerías que el pueblo sigue por rutina, aun después de haber dejado de existir el santuario; como aquellos paseos de viejo celibato ante los cerrados balcones de su difunta beldad.

Con efecto, la mamía sigue, pero ha desaparecido el empleo; la romería progresa, pero quedó allanado el santuario; la adoración existe, pero ha huido del templo la deidad.

Y véase de qué modo indirecto, providencial y digno de todo encomio hemos llegado, o vamos a llegar, al punto término tan ansiado de economistas y filósofos, al punto en que los empleos sean tan poco ansiados, que haya que imponerles bajo multas y apercibimientos.

Todo esto se ha conseguido por medio de un ingenioso mecanismo, que no se sabe qué admirar en él más; si la sencillez del procedimiento, o el poco discurso de nuestros mayores, a quienes les fue desconocido. -Este descubrimiento mágico y sublime está dicho en dos palabras: -descubrimiento contra la avaricia. -Anular el valor de la moneda.

En primer lugar, ha desaparecido a fuerza de manosearle el barniz aristocrático de los cargos públicos, con la simple operación de levantar su estanco, quiero decir, con ampliar a todo el mundo el innato derecho antiguo de ciertos nombres, de ciertas familias, de ciertas condiciones. -Esto es muy justo, y hoy día, sin necesidad de pruebas de nobleza, de saber, ni aun de probidad, puede cualquier hombre, siquiera sea un vendedor de fósforos o un sastre remendón, echar el ojo a aquella plaza que más le cuadre, y embestirla de frente; que por poco que acometa, de seguro la ha de rendir.

Luego las hemos declarado todas al quitar, y no perpetuas como antes; con lo cual cada quisque puede tener el gusto de saborear por cuatro o seis meses una excelencia o señoría, y dejar luego el puesto al segundo galán. -Con este ingenioso procedimiento ha desaparecido también la golosina del uniforme; porque necio será el que gaste en hechuras y bordados para tres o cuatro representaciones que le tocan en esta farsa; pudiendo alquilarlos por días en la plazuela de Santa Ana o en las roperías de la calle Mayor.

Seguidamente, hanse reducido los emolumentos a tablas de proporción; por ejemplo: -Tiempo de servicio, seis meses. Ítem de abono, dos. -Los cuatro restantes se inscriben en el gran libro del destino, y el destino los guarda allí.

Por último, y para complemento de este mecánico sistema, se ha subdividido cada empleo en cuatro lotes, o sea más bien en un premio y tres accésit, a saber: -empleo de presente, -empleo de pasado, -empleo de futuro, -sobresaliente a empleos; -o sea dicho de otro modo: el poseedor, el pretendiente, el jubilado y el cesante. -Los últimos viven de memorias; el segundo, de esperanzas, y el primero, de caridad. -Cuatro para un hueso.

No sé yo cómo se atreven a decir nuestros dramaturgos que no encuentran en nuestra sociedad tipos originales que ofrecer en el teatro. -Si ellos la estudiaran con la conciencia de filósofos; si ellos no desdeñaran sus naturales caracteres por las inverosímiles creaciones e insustanciales peripecias de sus novelas dialogadas, a fe mía que habían de encontrar tantos y tan variados cuadros, tantos y tan nuevos colores en esta España que se deshace, como en la ya hecha supieron hallar Cervantes y Calderón, sin necesidad de acudir para ello a las consejas convencionales de Scribe ni a los fantásticos abortos de Dumas.

Y sin salir de nuestro argumento de hoy, ¿de qué sociedad, sino de la nuestra, podrían copiar un pretendiente sin más méritos que el de serlo, y un cesante con ellos, un jubilado de por vida, y un poseedor sin posesión?

Y ¿no es tipo único el de un hombre trepando cuestas y arrostrando tempestades para llegar a una altura adonde sabe que no existe más que un árido arenal?

¿No es grupo interesante el del colegial que envidia al funcionario, y el funcionario que echa miradas ávidas a la modesta hortera del colegial?

¿No hay algo de cómico en el retirado que estira los años de su servicio, y el poseedor que tiene que acortarlos para equilibrarlos con el presupuesto de ingresos?

¿No son del género sentimental la viuda y el huérfano que elevaron un monte de esperanzas, y a dos por tres le vieron convertido en un valle de lágrimas y desengaños?

En todos los países hay -se nos dirá- pretendientes y empleados; -sí, responderemos; pero en aquéllos, para serlo han de preceder estudios, méritos o servicios; y aquí de nada de esto se necesita. -Allí, una vez conseguido el empleo, basta cumplir con su obligación para conservarle, y aquí es lo suficiente para quedarse sin él. -Allí los años tienen doce meses, y los meses una mesada, y aquí hay al cabo del año cinco mesadas o seis. -Allí hay una tajada más o menos grata para uno solo, y aquí hay por lo menos cuatro para un hueso a medio roer.

Ahora bien, señores dramáticos: ¿no hallan VV. en estos tipos aquella originalidad, aquella vis cómica que tanto pregonan? -Pues entonces reniego de su ojo dramático; compren un Taboada y métanse a traducir.

1841




ArribaAbajoLas traducciones

La manía de la traducción ha llegado a su colmo. -Nuestro país, en otro tiempo tan original, no es en el día otra cosa que una nación traducida. -Los usos antiguos se olvidan y son reemplazados por los de otras naciones; nuestros libros, nuestras modas, nuestros placeres, nuestra industria, nuestras leyes, y hasta nuestras opiniones, todo es ahora traducido. -Los literatos, en vez de escribir de su propio caudal, se contentan con traducir novelas y dramas extranjeros; los sastres nos visten a la francesa; los cocineros nos dan de comer a la parisiense; pensamos en inglés, cantamos en italiano, y nos enamoramos en griego; los médicos nos matan por el sistema de Broussais o de Hahnemann; los legisladores nos hacen felices con bills de indemnité, y hasta los nombres de Pericos y Pendangas hemos cambiado por los más cantábiles de Arturos y Carolinas.

Todo ciudadano español traducido del francés que esté al corriente de este modo de ser, de estas maneras sociales, debe sentir allá en sus adentros ciertos impulsos traducomanos que han de darle en qué pensar. -Y yo, que para servir a VV. pienso ahorcar mi originalidad en las aras de la moda vigente, púseme a discurrir días atrás, en uno de estos apartes que suele tener todo escritor, sobre qué lengua escogería como blanco de mis iras, diciendo poco más o menos -«Señor, el tradutir del francés es bastante socorrido; pero son tantos ya los que lo hacen, que apenas salen a lector por barba; el italiano tan sólo sirve, según parece, para la música, y entonces la gracia consiste en entenderlo mal y pronunciarlo peor; el inglés... ¡es tan peliagudo esto del inglés!... además, que los ingleses apenas escriben comedias, que es lo que importa; el alemán, el ruso... ¡vaya V. a entender estas lenguas de perros! el portugués... pero ¿qué se ha de traducir del portugués? Pues luego, ¿qué traduciré yo?...

¿Traduciré del tonto algunas traducciones de Barcelona y no pocas de Madrid que han quedado más gabachas que antes de pasar los Pirineos? -No; porque para traducir del tonto es preciso entenderlo.

¿Traduciré al sentido común las crispaciones políticas o los ensueños fatídicos de los vates no comprendidos? -Tampoco; porque entonces nadie los querría comprender.

¿Traduciré de la germanía política los discursos de fondo de los periódicos? -Menos; porque entonces acaso vendrían a decir lo contrario que sus autores quisieron.

Pues entonces, ¿qué traduciré? ¿El galimatías de aquel abogado, la jerga de este médico, o las hipérboles del otro orador?

Pero, en fin, en medio de este soliloquio, ocurriome una idea, y fue que la más útil traducción, y la menos usada, es la del lenguaje figurado al sentido genuino, porque si, como decía alguien: -«El don de la palabra ha sido dado al hombre para disfrazar la verdad», era hacerle un no pequeño servicio ocuparse en un cómodo diccionario fraseológico para el uso de la sociedad. -Ejemplos:

Cuando oigo a D. Pánfilo hablar mal de Gobiernos y sistemas; fruncir el labio al oír nombres o discursos, y lastimarse del estado mísero del país, traduzco que don Pánfilo es cesante o pretendiente a empleos.

Cuando veo a D. Próspero echarla de rancio españolismo, y ostentar los adelantamientos y el magnífico porvenir de nuestra patria, pienso traducir que D. Próspero está traduciéndola en provecho suyo.

Muchas veces traduzco la opinión de los hombres por su traje y porte, porque es imposible no pertenecer a la oposición el que no tiene coche, y aun escasamente para zapatos.

Si un amigote de estos que uno tiene y que no sabe cómo se llaman, viene un día haciéndome cortesías, alabando mis escritos, sonriendo a mis palabras y dándome a todas la razón: -«Este hombre (traduzco) va a pedirme dinero.»

«Usted me confunde con elogios que no merezco» (me dice D. Hermógenes cuando me estoy riendo de él). -Quiere decir: «V. me tributa los elogios que yo le exijo.»

Un sujeto me hablaba el otro día de que había visto tantas tierras y cuantas ciudades; que había andado cincuenta y más leguas diarias, en Francia, Inglaterra y Alemania, de noche, de día, y sin descansar. -Le pregunté de costumbres, me habló de postillones; le hablé de ciencias, me contestó de posadas; le pregunté la historia del país, y me describió sus trajes... «Este hombre, traduje, ha viajado como un baúl.»

¿Cuántas varas necesito para una levita? -Hay opiniones: tantas, según el señor Tal; cuantas, según el señor Cual. -Traducción libre. -El señor Tal es menos traducido que el señor Cual.

-«¡Qué tonta estuvo anoche la Paquita!» -(dice doña Mencía con intención). Y yo traduzco: -La Paquita estuvo ayer más hermosa y obsequiada que otras noches.

-«Desengáñese V., se ha perdido el gusto; el público es ignorante», dice D. Eleuterio. -Traducción literal: -El público cree que el ignorante es el autor.

-«Disimule V., no tengo suelto», quiere decir: «No quiero soltarlo.» -¿Por qué se marcha V. tan temprano?, puede traducirse: Váyase V. cuanto antes.» -El hablar del tiempo frío suele ser temporal frialdad de la conversación. -A veces las convulsiones de Narcisa pueden traducirse por antojos; -las cortesías de D. Silfido, por memoriales; -las ocupaciones de D. Cornelio, por condescendencias para con su esposa; -la amistad de D. Cenón, por impulsos de su estómago; -y a veces escribir un artículo como el presente lo traduzco: emborronar papel.

1840




ArribaAbajoEl incensario

Música celestial



    «Hemos dado en la flor de alabarnos
los unos a los otros.»


Moratín                


La perfección social va creciendo entre nosotros, en términos que no es fácil averiguar adónde vamos.

Cuando hayamos acabado de fijar (que ya nos falta muy poco) cuál es la mejor forma de Gobierno posible; cuál es la sociedad más adelantada, más feliz, más justa, más inteligente; -cuando todo hombre se resuelva en derechos y no le aqueje ningún pícaro deber; -cuando, en fin, esté probado como dos y dos son cinco que no nos equivocamos, ni en materias religiosas, ni en achaques políticos, ni en cosas de ciencias, literatura y artes; -entonces ¡oh! entonces (digo yo para mi capote) ¿qué es lo que va a pasar aquí? -¿Y qué les dejamos que saber o que gozar a los que vendrán después, si tanta prisa nos damos los presentes a gozar y sabérnoslo todo?

Por fortuna, este término no está lejos, y casi casi da gana de pensar que estamos, como quien dice, tocándolo con la mano; y que no ha de mediar el feliz siglo decimonono sin que hayamos resuelto el problema de reducir al país a un estado de beatitud diáfano, transparente, vaporoso y fantástico, en que todos seamos sabios, ricos, justos y benéficos, y la España entera un paraíso de Adanes, menos las serpientes y los camuesos.

Por de pronto hemos descubierto que todos somos sabios ya. -Que nuestras obras prosáicas y poéticas, periódicas y fijas, sólidas y líquidas, son todas admirables, inimitables, inverosímiles, enormes y patagónicas.

Y no hay que tomarlo a pulla, señores lectores; que somos nosotros los que se lo decimos, y cuidado con lo que nosotros digamos, porque ya se sabe que somos los órganos de este coro.

No, sino acérquense a cualquiera de las honradas librerías de esta heroica capital, y a trueque de algunas monedas de vellón y de tales cuales malas razones del librero, tómense la pena de repasar las columnas de los periódicos diarios, tercianarios, hebdomadarios, quincenos, mensuales o trimestrinos.

Verán en todos ellos consignada nuestra opinión sobre nuestras propias opiniones. -Mirarannos extasiados de inefable placer al recomendar al lector pagano nuestros propios escritos. -Observarán (si no lo han por enojo) que mirados bien, todos somos hombres grandes, genios no comprendidos, colosales, piramidales y chimboráceos. -Que en comparanza nuestra, Homero y Cervantes eran dos monaguillos. -Que aquí, donde nos ven, todos somos distinguidos, y ninguno soldado raso. -Como si dijéramos, licenciados, arciprestes, doctores en letras, en artes, en invención.

Sabrán de oficio que todos teneinos nuestra misión. -Cuál de revelar a España los sucesos que han pasado por ella, en los términos que nosotros queremos que debieron pasar. -Cuál de pintarla pindáricamente el grado de felicidad que alcanza, para distraerla de sus dolores y ahogar sus gemidos con nuestra música celestial. -El uno, de adormecerla con el suave narcótico de sus fragmentos poéticos, que si no tienen principio, tampoco se les ve el fin. -El otro, la de hacerla el bu con sus peripecias dramáticas, sus monstruos coronados, sus amantes sombríos y sus hidráulicas víctimas.

La crítica, que en tiempos fatales, ominosos, ignorantes y nimios, andaba armada con toda una espetera de crisoles, compases, anteojos y escalpelos, ha debido tomar el portante y marchar a otros países, v. gr., Alemania, Prusia o Inglaterra, donde todos son pobres petates, y dejarnos a nosotros que nos midamos y pesemos a nuestro antojo y según nuestro leal saber y entender.

Nosotros, entonces, nos hemos declarado en junta; hemos abreviado el ceremonial y convertido el crisol en incensario, pasándolo mutua y cordialmente de mano en mano, con un ejemplar de nuestros escritos, para quemar, no éstos, sino en obsequio de ellos, ya el arabesco incienso o peruana vainilla, ya la rústica juncia o el honrado espliego.

Pero todo esto con cierta solemnidad y prosopopeya, entonando al compás del oscilatorio pebetero cánticos de hosanna, estrambotes y aun estrambóticos de... «Ecce homo.» «Mirad al hombre grande, fantástico, rutilante providencial; escuchad su voz; admiradle, profanos, glorificadle, encarecedle, y sobre todo, comprad su obrilla, que no hay más que pedir. Véndese en la librería de... Cuesta 14 reales.»

El público, el pobre público, aturdido, atortolado, asfixiado con aquel humo, con aquel incienso, con aquel ruido, corre de aquí para allí, y se empina de puntillas, y enristra los anteojos para descubrir al gigante -y acierta a distinguirle allá arriba, muy arribota, en hombros de los demás, tamaño como un cañamón. -Con lo cual da al diablo su miopía y catalejos; y luego corre a buscar el camino de la librería para adorar a aquel dios en su templo. -Pero... ¡oh veleidad! -No bien ha dado tres pasos, cuando ya va diciendo para sus adentros: -«¡Eh, qué diablos! lo mismo decían de mi vecino, y es un porro.»

Con esto, y con ver cruzar a la sazón a una pícara rapaza de diez y ocho abriles, con dos ojuelos brillantes como luceros, o sentir al pasar por la plaza el olorcillo de los jamones de Caldelas o de las truchas del Barco de Ávila, luego al punto pone en olvido al pregonado autor, y corre a colocar sus monedas en manos de la niña retozona o del honrado mercader.

Sin embargo, después de regalarse con la carne o el pescado en cuestión, quédale todavía un ruido sordo, un cierto rum-rum de la pasada pesadilla, y va repitiendo gratis et amore a todo el que quiere oírle que «Fulano es un grande hombre», «que sus obras son muchas obras» y... -¿Las ha leído V.? -No, señor, pero... -Yo tampoco.

Entre tanto, el incensario quema que te quemarás; y no bastándole ya los aromas pérsicos ni los tomillos de la Alcarria, quema ajos y cebollas fritos en aceite, con que promueve en el concurso una tosecilla seca, que déjelo usted estar.

Y luego coge uno de los acólitos incensadores cualquiera trozo de la obra incensada, y se lo encaja al público, echándole en el incensario, que es lo mismo que dar con él en las narices al autor. -Por cierto que el olorcillo que suelen dejar los tales papeles no es de lo más grato, que digamos, con que se arma allá arriba una nube de vapores de hombre grande, que el diablo que aguarde su resolución.

Y signe la rueda, y continúa el bamboleo; y entre cánticos y silbidos, castañetas y repiquetes, queda dormido y narcotizado sobre rosas el embalsamado autor, al tierno arrullo del rondó final:


    Hoy por ti,
Mañana por mí:
Solos nosotros valemos aquí.
 

CORO.

 
   Incensémonos,
Incensémonos,
Porque es bien que nos inconsémonos.




ArribaAbajoLa vida social en Madrid

Carácter de los habitantes


[Nota3]

Los hijos de Madrid son en general vivos, penetrantes, satíricos, dotados de una fina amabilidad y entusiastas por las modas. Afectan las costumbres extranjeras, desdeñan las patrias, hablan de todas materias con cierta superficialidad engañadora que aprendieron en la sociedad, y si bien el ingenio precoz que les distingue hace concebir de ellos las más lisonjeras esperanzas en su edad primera, la educación demasiado regalada, las seducciones de la corte, y otras causas a este tenor, cortan el vuelo de aquellas facultades naturales y les hacen quedar en tal estado. Así que, brillando por su elegancia, sus finos modales y su divertida locuacidad, se les ve permanecer alejados de los grandes puestos y relaciones, dejando el primer lugar en su mismo pueblo a los forasteros que con más paciencia y menos arrogancia vienen a vencerlos sin encontrar apenas resistencia de su parte. Su físico es agradable, aunque se resiente de las mismas causas que el moral, y no pudiendo desenvolverse completamente, les hace permanecer pequeños, en general, delgados y enfermizos. Sólo saliendo de su pueblo varían de aspecto y aun de ideas, y entonces se ve de lo que serían capaces con otro método en sus primeros años.

Los provincianos, que forman la mayoría de los habitantes de Madrid, dejando su país, tal vez por las mismas causas, vienen a la corte, y lejos de sus familias, entregados a sí mismos, y sin las consideraciones orgullosas que inspira la presencia de sus compatriotas, adquieren más solidez en sus ideas, van derechos al fin, y no repugnan las privaciones y la paciencia necesarias para ello. Colocados en el puesto que anhelaron, se identifican con el pueblo que los ha visto elevarse, se confunden con sus naturales, adquieren los modales de la corte, y todos juntos forman la sociedad culta de Madrid, sociedad en que reina el buen tono, la amabilidad y una franqueza delicada.

Esta mezcla de costumbres, estas distintas condiciones de magnates distinguidos, empleados en favor, opulentos capitalistas, pretendientes, caballeros de industria y paseantes en corte, dan a este pueblo un carácter de originalidad no muy fácil de describir. El trato es superficial, como debe serlo en un pueblo grande, donde no se conoce con quién se habla, ni quién es el vecino. La confusión de las clases es general por esta causa; las conversaciones, también generales por los diversos objetos públicos que cada día las ocasionan; las diversiones, frías y sin aquel aire de alegría y franqueza que da a las de nuestras provincias la circunstancia de conocerse todos los que las componen; pero de esta misma causa nace también la conveniencia de poder vivir cada uno a su modo, sin el temor de la censura y de los obstáculos que presenta un pueblo pequeño.

¿Y las mujeres? se dirá: ¡qué! ¿no merecen ser nombradas en estas observaciones? ¡Y tanto como lo merecen! Ellas regulan nuestra sociedad; ellas incitan al hombre a todas sus empresas; ellas nos hacen pretendientes, comerciantes, empleados, literatos, héroes; sus caprichos dirigen nuestros cálculos; sus necesidades fingidas nos crean las verdaderas. Si esta regla es general en todas partes, ¡con cuánta mayor extensión no deberá aplicarse a un pueblo donde el deseo de lucir, el lujo extravagante, las continuas ocasiones de arruinarse, y en fin, la adoración tributada únicamente al fausto exterior, disculpan en cierta manera y autorizan los caprichos mujeriles! Con efecto, es general el deseo de cada uno de sobrepujar a sus facultades. La mujer del artesano se esfuerza a parecer señora; el empleado consume su corto sueldo porque su esposa brille al lado de la marquesa; ésta gasta las enormes rentas de su esposo por igualar su tren al de los príncipes, y todos se arruinan ante el ídolo funesto de la moda... Pero ¿adónde vamos a parar con estas tétricas ideas? ¿Y qué? ¿habrá de olvidarse la finura, la elegancia que esta misma moda de las madrileñas presta a su trato? Si su educación se ve descuidada en los puntos económicos, ¿quién las iguala en las artes de recreo y en los talentos de sociedad? ¿Quién sabe trasladar mejor los armoniosos cantos de Verdi o de Meyerbeer? ¿Quién baila, ríe, juega, burla, reprende y seduce con más gracia a sus numerosos adoradores? ¿Quién sabe unir el sentimentalismo de las novelas con la más amable coquetería? ¿Quién en modales, en vestido, y aun en lenguaje, sabe hermanar la gracia nacional a la extranjera, formando una peculiar, que podremos llamar gracia matritense? ¿Quién... Pero basta lo dicho para formarse una idea de su carácter. El físico es interesante: pequeñas, bien formadas, facciones lindas, talle airoso, color quebrado y aire distinguido: tal es el verdadero retrato de las madrileñas.

Las costumbres del pueblo bajo han mejorado algún tanto, y aún llegarían a ser más templadas sin las continuas ocasiones de disipación y bullicio que ofrece a cada paso nuestra capital con la multitud de fiestas, toros, romerías y el prodigioso número de tabernas.

No nos meteremos en eruditas y empalagosas investigaciones para buscar en tales o cuales razas el origen de esta parte del pueblo de Madrid, apellidada la Manolería, que tiene su asiento principal en el famoso cuartel de Lavapiés, aunque rebosando también a los inmediatos de Embajadores, el Rastro y las Vistillas4. Para nosotros es evidente que el tipo del Manolo se fue formando espontáneamente con la población propia de nuestra villa y la agregación de los infinitos advenedizos que de todos los puntos del reino acudieron desde el principio a la corte a buscar fortuna. Entre los que vinieron guiados de próspera estrella y cambiaron sus humildes trajes y groseros modales por los brillantes uniformes y el estudiado idioma de la corte, vinieron también, aunque con más modestas o menguadas pretensiones, los alegres habitadores de Triana, Macarena y el Compás de Sevilla; los de las Huertas de Murcia y de Valencia; de la Mantería de Valladolid; de los Percheles y las islas de Riarán, de Málaga; del Azoguejo de Segovia; de la Olivera de Valencia; de la Rondilla de Granada; del Potro de Córdoba, y las Ventillas de Toledo, y demás sitios célebres del mapa picaresco de España, trazado por la pluma del inmortal autor del Quijote; todos los cuales, mezclándose naturalmente con las clases más humildes de nuestra población matritense, adoctrinándola con su ingenio y travesura, despertando su natural sagacidad, su desenfado y arrogancia, fueron parte a formar en los Manolos madrileños un carácter marcado, un tipo original y especialísimo, aunque compuesto de la gracia y de la jactancia andaluzas, de la travesura y viveza valencianas, y de la seriedad y entonamiento castellanos.

Este tipo del Manolo de Madrid, según hoy le conocemos y según nos lo dejó Goya pintado en sus caprichos, y en sus deliciosos sainetes el picaresco D. Ramón de la Cruz, y yo mismo (que aun le alcancé) he procurado fotografiar en varios de mis Cuadros de Costumbres5, ha venido sufriendo constantes y sucesivas modificaciones en sus costumbres, modales y traje; sus oficios más favoritos continúan siendo, como en el siglo pasado, los de herrero, zapatero, tabernero, carnicero, calesero y tratantes en hierro, trapo, papel, sebo y pieles, que constituían hasta hace pocos años los gremios de chisperos, traperos y otros; abandonada ya la coleta y redecilla, el calzón y chupetín, el capote de mangas y el sombrero apuntado, con que nos lo pintan a principios de este siglo, su traje actual, modificado con la multitud de botoncitos; chaleco abierto y con igual botonadura, pero sin echar más que el primero; camisa bordada, doblado el cuello y recogido con un pañolito de color saliente, asido con una sortija al pecho; faja encarnada o amarilla, pantalón ancho por abajo, media blanca y zapato corto y ajustado. El sombrero redondo y alto, terso y reluciente, ha sido generalmente trocado por el sombrerito calañés; pero la varita en la mano, y la terrible navaja a la cintura, son prendas de que no se ha desprendido todavía ningún Manolo.

Este nombre (a nuestro entender) no tiene otra antigüedad ni origen que el propio con que quiso denominar al famoso personaje de su burlesca tragedia para reír y sainete para llorar el ya dicho D. Ramón de la Cruz, pues en ninguna obra anterior de los escritores de costumbres y novelas, tales como Quevedo, Castillo, Zabaleta y otros, hallamos designados con este nombre a los habitantes de aquellos barrios de Madrid.

En cuanto a la Manola, precioso y clásico tipo que va desapareciendo a nuestra vista, y cuyo donaire, gracia y desenfado son proverbiales en toda España, ¿quién no conoce el campanudo y guarnecido guardapiés, la nacarada media, el breve zapato, la desprendida mantilla de tira y la artificiosa trenza del peinado de Paca la Salada, Jeroma la Castañera, Marica la Ribeteadora, Pepa la Naranjera, y Colasa, Damiana o Ruperta, las floreras, fruteras, rabaneras u oficialas de la fábrica de cigarros? ¿Quién no sabe de memoria sus dichos gráficos, sus epigramas naturales, su proverbial fiereza y arrogancia? ¿Quién no ve con sentimiento confundirse este gracioso tipo en el otro repugnante de la mujer mundana, que en su deseo de parecer bien, ha querido parodiar, sin conseguirlo, la gracia, traje y modales peculiares de la Manola?

El carácter altivo e independiente de estas clases en ambos sexos, su animosidad contra todo lo extranjero o sus remedos, su indómita arrogancia y su escasa instrucción, unido todo a los vicios y disipación propios de las grandes poblaciones, ha hecho que hasta hace pocos años esta parte del vecindario de nuestra villa fuese como una población aparte, aislada, hostil y temible para el resto de ella; pero las vicisitudes políticas porque hemos pasado en lo que va de siglo, y en que tanta y tan apasionada parte ha tomado en todas ocasiones el pueblo bajo de Madrid, le fueron adversas en general, y castigando duramente sus pasiones, sus excesos, sus demasías y exageraciones de 1814, 1820, 1823, 1834 y 1843, le dieron a conocer bien a su costa que había en la sociedad otra fuerza mayor que la fuerza material, y que habían pasado los tiempos de los ignos y lairones, de los trágalas y las pititas. -Desde entonces, mejorándose simultáneamente la instrucción, y aumentada la vigilancia del Gobierno, creciendo en ellos el amor al trabajo y a los goces más halagüeños de una sociedad culta, y extendiéndose también en aquellos barrios extremos, con el aumento y mejora del caserío, una parte de la población más acomodada, la entrada en ellos ha dejado de ofrecer un valladar impenetrable a las personas decentes. Ya no choca el ruido, de los coches, ni son perseguidas las señoras con gorro ni los hombres con futraque o levosa; los chicos de tierna edad no aparecen ya en cueros o en camisa jugando al toro o apedreándose a cada esquina; antes bien se recogen en las benéficas Escuelas Pías y de Párvulos de las calles del Mesón de Paredes, Espino, de Atocha o de Belén. Las Manolas no serpentean ya todo el día con sus trajes ondulantes y campanudos (excepto aquella parte proporcional dedicada al vicio y a la prostitución); asisten a trabajar modesta y silenciosamente en la fábrica de cigarros o en los particulares obradores de zapatería, sastrería y otros; los Manolos son también artesanos o mercaderes ambulantes, y han tomado el gusto a una ganancia legítima y segura, si bien no curados enteramente de la excesiva afición a los toros y a la taberna; y preciso es confesarlo (a despecho de los encomiadores de todo lo antiguo), el pueblo bajo de Madrid, entrando actualmente sin replicar en el sorteo para la quinta (de que antes estaba exceptuado), pagando su contribución industrial y su habitación al casero, trocando para ir a los toros el antiguo y estrepitoso calesín por el ómnibus comunista, las seguidillas por la polka, la bandurria y el pandero por la orquesta militar o el organillo alemán, y asistiendo frecuentemente a la Ópera, al Circo o al ferrocarril de Aranjuez; si ha perdido la fisonomía local, excepcional y tal vez poética que daguerreotipó D. Ramón de la Cruz en sus admirables farsas de La Casa de Tócame-Roque, El Manolo, Las Castañeras picadas, La Venganza del Zurdillo, etc., ha ganado, y mucho, en moralidad, en instrucción y en bienestar, y bajo todos estos aspectos el distrito de Lavapiés puede sostener actualmente el parangón con los demás de Madrid.




ArribaAbajoEl forastero en la corte

Al reseñar la índole y carácter general de un pueblo numeroso, que, por su extensión, por su vecindario y por la residencia en él del supremo Gobierno, es hace tres siglos el primero de la monarquía, parece del caso acompañar a aquellas ideas generales (muy propias para ser consultadas separadamente en los casos respectivos) un ligero bosquejo que dé a conocer al forastero el movimiento de este mismo pueblo en su vida animada; materia muy importante de estudio para el espíritu observador, y a que ya consagramos algunos años de nuestra juventud en una obra especial destinada a este objeto6.

No es ni puede ser nuestro intento entrar, como en aquélla, en todos los pormenores íntimos de la vida privada; trazar dramáticamente los cuadros o escenas a que dan lugar la educación, las costumbres y las leyes que gobiernan nuestra sociedad, ni repetir tampoco festivamente los tipos ideales que entonces nos sirvieron para desenvolver y materializar aquella idea. Nuestra tarea es por hoy más reducida, tratando sólo de indicar al forastero que por interés o por capricho venga a visitarnos, aquellos usos más generalmente recibidos que en las diversas épocas del año prestan vario colorido a nuestra sociedad matritense, y la hacen, a juicio de los mismos extranjeros, una de las más gratas, animadas y cultas de Europa.

Debemos suponer que el forastero al presentarse en ella cuenta afortunadamente con aquellas dotes naturales y adquiridas que constituyen un cumplido caballero, y que por sus relaciones y posición social puede prometerse hallar acceso fácil y halagüeño en lo íntimo de nuestra sociedad. Ante todas cosas, preciso es que se persuada de que en un pueblo tan numeroso y compuesto de tan distintos elementos ha de ofrecerse aquélla a su vista bajo todas las fases; pero como lo suponemos dotado de buena educación, regular criterio y filosofía, desde luego nos inclinamos a aconsejarle que estudie y observe bien antes de juzgar en todas las ocasiones que la necesidad o el capricho le brinden. A ayudarle, pues, en esta concienzuda tarea es a lo que tienden hoy nuestras ligeras observaciones.

En las páginas anteriores indicamos algunos rasgos característicos de los naturales de Madrid, y dijimos allí (sin que creamos que por ello se nos acuse de apasionados) el ingenio natural, los elegantes modales y la benévola franqueza que distinguen a la juventud madrileña, y que la hacen acoger al forastero con cordialidad, dispensarle sus favores y hasta cederle el puesto en el teatro cortesano. Esta justicia, por lo menos, debe hacerse a los hijos de Madrid, que repugnan la intriga y la ambición, desconocen la envidia, y tal vez por estar acostumbrados a mirar lo efímero del poder, le tienen en poco, sonríen desdeñosamente a los esfuerzos que miran hacer por alcanzarle, o combaten con satírica ironía la ofuscación y deslumbramiento de los que le alcanzaron. Esto, ciertamente, no es ni puede ser lo más provechoso para ellos, pero sí para el forastero, que acogido desde el primer momento en su intimidad, abiertas para él las puertas de las sociedades públicas y privadas, facilitadas las relaciones, y aseguradas en boca de los naturales otras tantas trompetas de su fama, puede aprovechar los momentos, ir derecho al fin que anheló, elevarse sobre tan próvido pedestal, e incorporarse naturalmente en una sociedad que así le tiende los brazos y le humilla todas las barreras.

Ni son sólo los naturales de la corte los que así conspiran para atraer a su centro a las notabilidades provinciales. En el extenso recinto de ella, y formada como las capas de la tierra por superposición sucesiva, existe siempre una grande hijuela, acaso compuesta de la parte más importante y vital de la población de cada provincia, de cada ciudad, de cada aldea, adonde el forastero encuentra naturalmente desde sus primeros pasos el más decidido apoyo en su carrera. Los destinos públicos de la Administración, la magistratura, la milicia y la Iglesia; las sociedades científicas y literarias, la industria y el comercio, cuentan respectivamente una parte proporcional de andaluces y catalanes, montañeses y vascongados, asturianos y gallegos, aragoneses y castellanos, extremeños, valencianos y manchegos. Allí naturalmente, en su respectiva sección de compatriotas, encuentra el recién venido el núcleo de su sociedad futura, el germen de su fama ulterior. Ellos le tenderán cordialmente la mano, ellos le pondrán en evidencia, ellos le ayudarán en su tarea, y ya sea pretendiente u orador, ya comerciante, literato u hombre de mundo, puede contar con que los primeros aplausos que escuche en la capital del reino ha de oírlos seguramente en el dialecto provincial que le arrulló en la cuna.

Pero también no se persuada de que tan lisonjero triunfo, que tan próvida ovación, hijos sin duda de su talento o de su fortuna, han de llegar tan pronto y sin mezcla de sinsabores. Reconozca filosóficamente la diferencia que la distinta posición, el diverso teatro, suele causar en los hombres, y más si son actores cortesanos y saben la importancia de su papel. No pocas veces hallará desdenes donde esperaba favores, extrañeza donde recordaba intimidad, celos donde buscaba ternura, y hasta en los lazos de la sangre desconocimiento o aversión. En este punto, su estrella, su ingenio y su tacto exquisito para no herir susceptibilidades, son las únicas salvaguardias que han de preceder al recién venido; sobre todo le recomendamos el sufrimiento, la constancia y el trabajo, seguro de que como él valga realmente alguna cosa, como él insista y consiga al fin hacerse útil o necesario, tiempo tendrá de recoger amplia cosecha en el campo del favor.

La introducción privada del forastero en la sociedad madrileña es fácil y sencilla hasta el extremo. Una simple carta de recomendación, una relación de vecindad, tal cual modesta tertulia, un encuentro casual en una visita, en un sarao, en un viaje, son causas suficientes para ofrecerle con franqueza una casa, son pretextos plausibles para volver a ella a visitar a sus dueños. Suponemos a nuestro forastero de bastante discreción y escogidos modales para pretender aconsejarle en este caso; la escala del ceremonial entre nosotros es muy corta, y tal vez se resienta de demasiada franqueza y buena fe. Sin embargo, el hombre para quien la galantería no es una serie de fórmulas fingidas, y sí una obligación de deferencia y de bondad, debe conocer sin necesidad de pedagogo hasta dónde su presencia es grata o importuna, a qué punto concluye la satisfacción de la persona visitada para dar lugar a la obligación de la etiqueta, cuáles son palabras de cortesía y cuáles expresiones del corazón; y procediendo con arreglo a ello, no prodigar sus gracias, ni disimularlas hasta oscurecerlas; no confiarse del todo, ni recelar tampoco demasiado; no aparentar tibieza por los objetos nuevos que la corte le ofrece, ni tampoco exagerar su admiración hasta un ridículo extremo de candidez.

En un pueblo como la corte, grande y agitado, el tiempo adquiere naturalmente más valor que en las provincias; las relaciones y visitas no pueden ser, por lo tanto, tan íntimas y frecuentes, ni llevar el rigor al extremo de exigir que todas le sean devueltas inmediatamente; conviene, pues, al forastero calcular las horas convenientes a cada casa, a cada persona, a cada edad, y para ello le será muy oportuno informarse anticipadamente de sus usos, pues en la época de transición en nuestras costumbres que atravesamos, aquéllas varían hasta lo infinito, de suerte que la hora de comer, por ejemplo, comprende en Madrid desde las doce del día, en que empiezan los jornaleros, hasta las ocho de la noche, en que concluyen los magnates y embajadores. El uso general en la sociedad decente es comer entre cuatro y cinco de la tarde, y por lo tanto, las visitas familiares o de ceremonia pueden convenientemente hacerse entre dos y cuatro. Para ser recibido por la noche en tertulia de confianza es preciso ser invitado expresamente a ello, pues de lo contrario, puede exponerse el forastero a causar molestia con su presencia, y de ningún modo parece regular, aun en otro caso, presentarse antes de las nueve ni retirarse después de las once o las doce.

El traje, los modales y ceremonias apenas se diferencian en la corte de los generalmente adoptados en la culta sociedad de las principales capitales de provincia; sin embargo, el recién venido es una carta cerrada, y hará muy bien en cuidar esmeradamente de aquel sobrescrito de su persona, y estudiar en los modales cortesanos ciertos matices delicados, ciertas indescriptibles pequeñeces, que forman el colorido del trato de Madrid y marcan con un sello especial su amable sociedad. En este punto, si el forastero es joven, bien pronto le inocularán en estos misterios dos bellos ojos o una grata sonrisa, y si fuese viejo y observador, ¿a quién le remitiremos?... a los libros de Séneca o a los Caracteres de La Bruyère.

Nuestra sociedad, afortunadamente, no alcanza aquel grado de magnífica perversidad o refinada civilización, al decir de nuestros vecinos transpirenáicos, de que ofrecen espejo fiel sus memorias contemporáneas. Sabemos por ventura poco, y no sentimos la necesidad de envolver nuestros extravíos en esa elegante gasa recamada de oro, en ese perfume oriental, que revelan en la más alta escala de la sociedad parisiense las ingeniosas novelas de Balzac, Dumas, Sand, y Soulié. Tampoco la desigualdad de las fortunas es tan extrema, la grosería y el libertinaje tan atroces como los pinta Eugenio Sué en su célebre obra de Los Misterios de París. Nuestros deslices, hijos del corazón más que de la cabeza, no están tan bien calculados para producir efecto dramático. Tenemos unidad de creencia, y creemos todos; el disimulo y la hipocresía entran por poco en nuestras costumbres; los deseos no son tan violentos ni ilimitados; la ilustración no es mucha en las clases elevadas, ni tampoco demasiada en las ínfimas; hay en unas y otras, sin duda alguna, delitos, pero en todas domina el instinto religioso y cierto buen juicio y rectitud natural.

Dejando, en fin, estas observaciones generales, de que no hemos podido prescindir, entremos ya en aquella rápida reseña que hemos prometido, de los usos establecidos en la vida animada de este pueblo, que al paso que suministren nuevos datos para juzgar por ellos de su índole distintiva, sirvan también de pauta para arreglar el empleo del tiempo y la oportunidad de alargar más o menos su permanencia; para ello nada nos parece más conveniente que recorrer rápidamente las varias estaciones y meses del año, dando una ligera ojeada sobre las ocupaciones y placeres que le brinda Madrid en este período.




ArribaAbajoUn año en Madrid

De Santiago a San Juan


(1851-1852)7


ArribaAbajoJulio

Gacetilla de la capital


A las páginas tercera o cuarta de los diarios mayúsculos y políticos, apoyando su izquierda en los decretos y actos oficiales del Gobierno, y su derecha en las observaciones del termómetro atmosférico o del bursátil; -ostentando a su frente el nombre del Santo del día y las festividades religiosas que la Iglesia celebra; -dejando a retaguardia las lujosas discusiones del Parlamento; los comentarios y paráfrasis de la situación política palpitante; los discursos del fondo de la redacción; los piropos mutuos por todos los tonos de la lira; las novedades políticas tan nuevas como un nuevo protocolo alemán, una nueva constitución francesa o un nuevo pronunciamiento del fidelísimo reino de Portugal; -y escoltado, en fin, por los interminables catálogos-ómnibus de la Empresa mercantil de Saavedra y de Riberolles, aparece diariamente bajo el epígrafe que arriba cuelga una estimulante y sustanciosa sección, destinada a poner en conocimiento del piadoso lector todos aquellos episodios, incidentes, lances, percances, chascarrillos y alevosías de que fueron teatro harto plebeyo en veinte y cuatro horas anteriores las calles y encrucijadas de la noble y heroica capital.

Si será interesante al público paladear esta variada y espléndida menestra, salpimentada además por festiva pluma, y servida con cierta coquetería de adminículos, ribetes y farfalares, a guisa de entremets en el opíparo banquete de la prensa política, no hay para qué estamparlo aquí. -Baste decir que a beneficio de este periódico mecanismo, entran, como hoy suele decirse, en el dominio público y en el terreno de la discusión instantánea y simpática todos aquellos amables episodios, todas aquellas inocentes fechorías que tal vez no alcanzaron en el momento de su realización otros testigos que la víctima muerta o el asesino fugado; que el perro que rabió, o que el párvulo perdidizo; que la mujer apaleada, o que el marido envarado; que el caballo atropellador, o que el sereno dormido; que el robado indefenso, o que el póstumo salvaguardia de seguridad (S. P. Q. M.).

Y dicho se está el sabroso estímulo, la sal aperitiva, que para todo pío o impío lector ha de llevar consigo aquella dramática crónica; ya se atienda a la vis cómica de su interés intrínseco, ya al ribete gustoso que suele prestarla el nombrecillo propio, el conocimiento de la localidad, lo variado y fecundo de las peripecias, y hasta el estilo de remoquete en que, con la más sana intención, suele estar hecha la narración del caso por el benévolo redactor gacetillero.

Este, en nuestra actual organización social, en los adelantamientos de nuestra moderna cultura, ha venido para el caso a reemplazar o sustituir en aquella parte de sus funciones al barbero o al peluquero que nuestros padres gastaban para rasurarse la cara o para empolvarse el tupé, instruyéndose al paso de boca de aquellos amables y populares Fígaros en todas las ocurrencias ocurridas en plazas y callejuelas el día anterior. -El cuarto poder del estado, o sea la prensa periódica, a beneficio de la ilustración y progreso de la época, ha venido a tomar a su cargo aquella augusta misión, poco decorosamente cometida en tiempos añejos a los dichos peluqueros y rapistas.

Además de la curiosidad satisfecha, se interesan vivamente en la diaria publicación por medio de la imprenta de estos proverbios dramáticos la moralidad pública, y la privada reputación, como que sería un grave mal para el país ignorar -que en la casa tal fue sorprendido un juego; -que el zapatero cual apalea a su mujer; -que la del tendero de la esquina se escapó con el sastre del portal; -que a Fulano le mordió un perro; -que a Zutano le parió la gata; -que mañana se casa Fulanito con su novia; -o que Zutanito bailando la polka se torció un pie; y si para cerciorarnos de esta verdad, y para convencernos de aquella conveniencia, escogemos aquí algunos de estos lances o episodios dramáticos, imitados de nuestras publicaciones más o menos graves, formarán nuestros lectores una idea aproximada de la moraleja y suave lección que destilan; helos aquí:

-Don F. de T. (aquí el nombre con todas sus letras), habitante en la calle de... y empleado en... por más señas, sorprendió anoche, de vuelta del teatro, a un galán anónimo cenando mano a mano con su mujer. Ésta, para ponerse a cubierto de las iras de su esposo, se salió al balcón con ánimo de arrojarse a la calle; pero no lo hizo por fortuna, si bien dio lugar con su estratégico movimiento a que el galán encerrase con llave al marido y se escapase luego con aquélla. En medio del tumulto que estas ocurrencias ocasionaron en la casa, apareció el celador del barrio y los municipales, y no habiendo habido a la mujer fugitiva ni al galán raptor, echaron mano del marido y le pusieron a disposición de la autoridad.

Vaya otro. -Por el celador del distrito de... han sido recogidas Asunción Tal y Asunción Cual (alias Las Unciones), mujeres de mala vida, prostitutas, licenciosas y públicas rameras, que recibían a todas horas del día y de la noche a los aficionados, en la calle de... número... cuarto bajo, casa de doña Claudia la Corredora, que continúa mereciendo la confianza del público sensato.

-El de la demarcación de... sorprendió en la noche de ayer una tertulia licenciosa en que se ejercitaban los concurrentes en toda clase de supercherías, rifas, y juegos de azar. He aquí la lista de los sujetos comprendidos en aquella escandalosa reunión, con sus nombres y apellidos, y delitos que han cometido.

-Fulana de Tal, de estado honesto, que vivía amancebada con D. F. de N., vecino de esta corte, ha sido presa y mandada de justicia en justicia a su pueblo, con las notas convenientes para que ponga a cubierto su reputación.

-Igualmente ha sido entregado a disposición de la autoridad el maestro zapatero Crispín Correa, por haber amenazado con muy malos modos a su mujer Dionisia Mandiles, de que resultó, entre otras cosas, romperla la cabeza, a consecuencia de lo cual falleció a las pocas horas en el hospital.

-Ayer a las cinco de la mañana se verificó en público, en el paseo de las Delicias, el lance de honor que tenían pendiente los señores Tal y Tal; siendo padrinos respectivos los señores... y no habiendo por fortuna resultado desgracia alguna, antes bien satisfechos ambos combatientes de su mutua destreza, concluyeron el encuentro en un magnífico almuerzo en la fonda de Prósper, etc.

(Esto en cuanto a la moraleja de las chispas: en cuanto al interés, o a la curiosidad, o a la conveniencia pública, véanse las siguientes):

-En la tarde de ayer fue atropellado inhumanamente por un coche de plaza un perrito inocente, de la casta habanera, que se hallaba durmiendo tranquilamente en medio del arroyo. No cesaremos de clamar uno y otro día contra estas continuas catástrofes, ocasionadas por el deplorable abandono en que las autoridades tienen el cumplimiento de sus deberes.

-Ayer jueves se promovió en la fuente de Cabestreros una disputa acalorada entre los criados de las casas inmediatas y los aguadores sobre llenar los botijos de aquéllos: éstos (los aguadores) los llenaron de improperios, y los otros apelaron a la defensa natural, quebrándolos en sus cabezas y reclamando después daños y perjuicios.

-Por el celador de las afueras ha sido conducido a la cárcel de Villa un hombre anónimo, por hallarle tendido en una loma durmiendo sin documento que le acredite.

-Avisado el del barrio de... por el habitante de la buhardilla de la plaza núm... D. F. de T. de haber sido robado completamente de alhajas y enseres, éste dispuso inmediatamente proceder a la captura del ladrón, que hasta la hora presente no ha podido ser habido, ni el menor indicio de su paradero.

-Ayer tarde a las cinco y cuarenta y dos minutos se cayó del tejado del piso sétimo de la casa núm... calle de Cuchilleros, un gato negro rabón, quedando en el acto cadáver difunto.

-En la mañana de hoy hemos sido testigos de un suceso lamentable, que ha dado ocasión a terribles desgracias. Hallándonos de madrugada tomando el fresco en nuestro balcón, vimos cruzar sobre nuestras cabezas un extraño meteoro, una visión luminosa a manera de culebrina, que cayendo rápidamente sobre el almacén de madera de la calle de... le incendió en el instante, sin que bastaran a contener sus estragos los esfuerzos de los vecinos y de la multitud de gentes que se agolpó al momento en el sitio de la catástrofe. Entre otros episodios lamentables que presenciamos, fue uno el de una criada que se estrelló en la calle, arrojándose por un balcón, y el esfuerzo heroico del sereno del barrio, que salvó a una joven por el tejado.

(Al día siguiente todos los demás periódicos copian al pie de la letra el párrafo en cuestión: «En la mañana de hoy hemos sido testigos, etc.» Todos lo presenciaron, todos estaban al balcón tomando el fresco, todos vieron la visión, el fuego y los episodios. Pues es el caso, que ni tal fuego, ni tales episodios hubo, y que todo fue un rato de broma que se permitió el gacetillero inventor.)

Otras veces la gacetilla, prescindiendo de estas licencias poéticas, y no contenta tampoco con el modesto papel de coronista de hechos más o menos consumados, entona el canto por otro estilo; -y con ciertas ínfulas de edil tribuno del pueblo, denuncia a las autoridades los abusos lastimosos que observa en la administración de la villa, exhalando sus sentidas quejas y parodiando el «Quousque tandem» porque la vecinita del cuarto 2.º anda en telégrafos eléctricos con el pollo del principal; -porque el sereno del barrio, algo turbado por el mosto, se sentó en un poyo a descabezar el sueño; -porque la carretela del título A... no llevaba anoche encendido el farol; -porque la yegua del banquero B... se encabritó ayer tarde orillas del Canal; -porque la codorniz de la dueña o el loro del indiano no le dejaron dormir la siesta a la gacetilla; -porque los tenderos de enfrente se salen a la puerta a tomar el sol, -o porque los mozos de la esquina se tienden a la sombra; -porque el organillo del italiano toca la tirolesa de Guillermo Tell, o los arpistas franceses destrozaban cordialmente el Bell alma innamorata; -porque ladraban los perros, o los chicos de la escuela jugaban al toro en la plazuela de Santa Cruz.

Y tomando ocasión de todos estos abusos, la celosa gacetilla se pronuncia enérgicamente contra las vecinas y los pollos; los serenos y las tabernas; los títulos y las carretelas; los banqueros y las yeguas; las codornices y los loros; los tenderos y los mozos de cordel; el sol y la sombra; el organillo y las arpas; los perros y los muchachos; -contra todo el mundo en fin: -y por consecuencia, exhorta y reclama de la autoridad que prohíba señoritas; que suprima galanes; que anule serenos; que mate perros; que deje cesantes a los caballos; que haga desaparecer las yeguas; que ahogue los loros, codornices y demás avechuchos parleros y cantantes; que amortice títulos y consolide banqueros; que cierre las tiendas, y haga marchar a Asturias a los mozos de cordel, a la Inclusa los chicos, y al infierno los bardos de las arpas o los Orfeos del organillo. -Con lo cual quedarían regularmente amenas las calles y plazas de la populosa corte, y dotadas del aseo, silencio y compostura de un falansterio o de un claustro conventual.

Pero entonces, señores gacetilleros, ¿de qué había de hablar la gacetilla? Y sin gacetilla ¿quién había de leer un periódico?

¿El corrector de pruebas?




ArribaAbajoAgosto

Madrid se seca


¡Qué calor! -Cumple a nuestro deber de coronistas hebdomadarios el consignar a la cabeza de esta revista u ojeada retrospectiva la exclamación que dejamos estampada, y que viene a ser la expresión genuina, la idea dominante de la semana que acaba de trascurrir. -¡Qué calor! -Señores contemporáneos, siquiera fuesen ustedes procedentes del año del motín contra el ministro Esquilache (1776), o contaran ya entonces veintidós abriles, como la anciana benemérita que vende yesca y fósforos a espalda de la fuente de Cibeles -¿han visto ustedes ni recuerdan en aquella dilatada serie de agostos un agosto más incendiario que el del año de gracia de 1851? -Prueba al canto. -Saquen ustedes esos diarios infalibles de Uribe y de Tewin, de Jiménez Haro y de Jordán, de Boix y de Alonso, a ver si en todos ellos y en la parte de las observaciones atmosféricas pueden presentar una semana como la que acaba, y que para perpetua memoria y para descargo de nuestra conciencia vamos a estampar aquí:

Termómetro Reaumur Termómetro centígrado.
Jueves 14 34 3/4 43 1/2
Viernes 15 35 3/4 44 3/4
Sábado 16 33 3/4 42 1/2
Domingo 17 35 43 3/4
Lunes 18 35 1/2 44 1/4
Martes 19 32 1/2 38 1/4
Miércoles 20 31 1/4 36 1/4

Y cuenta que no han sido solos esos siete días los favorecidos con tan subida temperatura, sino todoslos anteriores igualmente desde los primeros del mes, y es de esperar que para los que quedan tengamos el consuelo de permanecer durante todo él a la altura del Senegal.

Por fortuna, para templar nuestro ardor, para mitigar nuestra sed ardiente, traemos entre manos (si no entre los labios) un gran proyecto: -tenemos ante nuestras mentes la risueña perspectiva de un caudaloso río que no dista ya de nosotros más que unas diez y siete leguas, y como obra de ochenta millones -¡cosa corta!- pero que esperamos en Dios podremos ver realizada si alcanzamos a vivir siquiera las calendas de la vieja antes citada8. Entre tanto, nuestro pobre Manzanares, a medida que nosotros nos hemos ido liquidando, ha ido él poquito a poquito quedándose en seco; tomó punto, y realizó cumplidamente el célebre dicho de Tirso:


    «Como Alcalá y Salamanca,
Tenéis, y no sois colegio,
Vacaciones en verano
Y curso sólo en invierno.»

Con lo cual ha habido que disponer que las cubas del riego acudan todas las tardes a humedecer algún tanto su álveo y proveer de líquido los cauchiles adonde solían darse un jabón ropas y cuerpos de los heroicos habitantes; -pero es lo malo que cuando las susodichas cubas acudían a llenarse a los pilones de las fuentes, se hallaban con que éstos se los habían ya sorbido las de los aguadores asturianos, para aguar un poco el agua de las norias y pozos, que por base general están encargados de refrescar nuestras fauces sitibundas. -Y entre tanto que esto sucedía, los órganos de la opinión se descolgaban quejándose del polvo y de la falta de riego en calles y paseos, y pedían cotufas en el golfo, cuando el que más y el que menos si tiene un sorbito en su charco, le dedica in continenti a poner el puchero o a lavarse la cara, todo sin perjuicio de guardarle después para iguales usos al siguiente día. -En las casas de baños, por ejemplo, se brinda a los parroquianos con el mismo líquido que sirvió en el año anterior, y que se conserva embotellado para estos casos; y en los de incendios (que no son pocos) acuden los operarios de la villa a matarlos a soplos, a falta de otra cosa de humedad. -Por fortuna en esta semana no han ocurrido, bendito Dios, más que tres o cuatro, y ésos no del calibre y consecuencias del día 8 de julio en los barrios del cuartel de Guardias, y por el cual se llama actualmente a los propietarios de casas aseguradas para que suden un par de millones a fin de indemnizar a los que perdieron las suyas. -Precisamente en esta semana en que hemos arreglado la deuda pública y pagado también el plazo anticipado de las contribuciones. ¡Todo es sudar!

Afortunadamente todos estos y otros percances del mes de agosto los repartimos y conllevamos en mayores dosis entre los pocos impertérritos habitantes que con un valor heroico, digno de la villa del Dos de Mayo, hemos quedado representando intramuros al oso y el madroño consabidos.

Los padres de la patria, que olieron el poste, cerraron las fábricas de las leyes y echaron a correr. -Los magistrados y funcionarios entregaron las llaves al portero, y «ahí te quedas.» -Los escolares y sus maestros colgaron los manteos y mucetas, y «hasta más ver.» -Las academias y sociedades literarias apagaron las luces y se largaron donde no las dé el sol. -Los autores dramáticos, líricos y coreográficos corrieron el telón; -y las tertulias o soirées, los bailes y festines particulares, marcharon a formarse a las frescas playas del Océano, a las risueñas márgenes del Urumea o a los floridos pensiles de la Granja. -Madrid, pues, está en todas partes menos en Madrid, y en el momento en que escribimos es menester buscarle en San Sebastián o en Cestona, en Valencia y Santander, en Sacedón o en Trillo, en Pozuelo o Carabanchel, en el frondoso bosque de Boulogne o en el palacio encantado de Hyde-Park. -Hablamos del Madrid cortesano, del Madrid vital, bullicioso y animado, de aquel círculo que en el lenguaje periodístico estamos convenidos en llamar todo Madrid, y que en el especial de las revistas semanales se halla condecorado con el lisonjero epíteto de la buena sociedad.

Henos, pues, aquí, en el caso de prescindir absolutamente de tan socorrido argumento, y de consignar las actas de aquel Madrid, comm'il faut en la pasada semana, como ausentes y lejanos que somos de él y sin poseer el don de segunda vista; -henos aquí privados de reproducir por la milésima vez los triunfos parlamentarios del orador A...; los laureles poéticos del autor B...; las ovaciones escénicas del artista C...; la discreción y donaire de la marquesita D...; las gracias divinales de las lindas señoritas E..., y la amable coquetería de la vizcondesa F...; todo el alfabeto, en fin, que forma el mobiliario de las gratas revistas que tan a gusto de sus lectoras sabe trazar la discreta y elegante pluma de nuestro amigo Navarrete.

Pero la ausencia de éste y de su brillante teatro encantado no ha de ser parte para que privemos absolutamente a nuestros lectores de la reseña mensual, y siquiera sea pálida y escasa de interés dramático, parécenos del caso continuarla aquí.

Los únicos salones que no han cerrado sus puertas a sus numerosos apasionados son el del Prado y el de Oriente, bajo cuyas extendidas y estrelladas bóvedas, alumbradas cuando por la luna llena, cuando por algunos cuantos mecheros vacíos de gas (que suplen mal o bien a las lámparas solares y bujías de la Estrella que se ahorran en casa), se ha apresurado a acudir cada noche todo lo que resta de Madrid, formando, si no círculos aristocráticos, líneas horizontales y en correcta formación, de apreciables sillas de a dos cuartos, a falta de cómodas butacas de muelles o de otomanas de pluma y edredón. -Allí, protegidas por aquellas misteriosas sombras, acariciadas por aquellas templadas brisas, han pasado sin duda muchas cosas de aquellas que encierran un interés palpitante (aliquid latentem) para los respectivos protagonistas, pero cuyo discreto velo no nos parece prudente descorrer; contentándonos con asegurar únicamente que el todo de la reunión ofrecía cada noche el aspecto más confortable; -que la orquesta de bardos y arpas franceses nada dejaron que desear; -que numerosos servidores circulando con profusión repartían sorbetes de la diosa Cibeles con sendos panales por la módica cantidad de ocho maravedises; -y que, en fin, los dueños de la casa (o sean los señores Apolo y Felipe IV) hicieron los honores de sus salones respectivos con su amabilidad exquisita y proverbial.

Si, cansados del monótono espectáculo de tan grata reunión, quisiésemos echar una tarde a perros o gatos, a leones y panteras, a caballos o monos, los señores Paul y Tourniaire, Carlos Price y Carrasco nos ofrecían en sus círculos respectivos variadas colecciones y singulares ejercicios de aquellos artistas; con que no tuvimos en este punto que sentir más que l'embarras du choix. -También en la puerta de Alcalá ha habido indios pegadores y portugueses de pega; y en los teatros de verano, dos o tres compañías de ópera italiana con su Bellini y su Verdi y su Donizetti corrientes, entre tanto que se preparan para en adelante otras tres o cuatro más.

Por último, si quisiéramos todavía explayarnos en revistar y comentar las ocurrencias de la Gacetilla de la semana anterior, todavía podríamos hacer mención de algún duelo; dos o tres raptos o evasiones de doncellas trashumantes; hasta media docena de suicidios; otra y media de robos y heridas, y como doble cantidad de atropellos, disputas y vapuleos. -Por último, si quisiéramos dejar contristado el ánimo de nuestros lectores con el recuerdo de las muertes naturales ocurridas en esta semana, citaríamos la del conocido capitalista señor don José Irunciaga, y la del célebre actor jubilado Pedro Cubas, último que quedaba del famoso trío (Antera Baus y Juan Carretero) que con más acierto llegó a interpretar en nuestros teatros las preciosas producciones de Tirso y de Moreto, de Lope y Calderón.

Y ya que antes hemos indicado los frecuentes suicidios ocurridos en estos días, queremos participar a nuestros lectores una especie que hemos oído, y de cuya exactitud, sin embargo, no salimos garantes. -Parece que habiendo observado algunos industriales la tendencia o el favor del público hacia esta especie de distracción inocente, han pensado regularizar este servicio y convertirle en propia especulación; a cuyo fin tratan de fundar un establecimiento donde a todas horas del día y de la noche podrá el que quiera entrar en la moda de este fantástico desahogo (mediante una módica retribución) y con la facultad de despacharse a su gusto y escoger aquel género de finis más conforme a sus inclinaciones y manías; para lo cual hallará siempre prevenidos toda suerte de procedimientos más o menos cómodos y populares; -v. gr.- para los que quieran concluir con la posible brevedad, habrá armas y pertrechos de todas clases; -cuerdas y garfios, altas torres y azoteas para aquellos que estimen el aire libre, y quieran columpiarse o describir parábolas o buscar su centro de gravedad; -venenos y fósforos para los que quieran liar el petate con acompañamiento de dolores y convulsiones; -braseros encendidos para los que prefieran la asfixia; -pozos bien surtidos y canales artificiales para los suicidas hidráulicos, -y fosos profundos para los que estimen más el sólido elemento. -Por últinio, para los que busquen una muerte dulce, apacible y narcótica, hay prevenidas colecciones completas de la Gaceta; -los que intenten saber cómo se muere de fastidio, hallarán abundantes polémicas y discursos de fondo, entresacados de los periódicos políticos o de las discusiones parlamentarias; y si hay alguno que quiera morir de risa, tendrá a su disposición los graves folletines del Diario de Madrid.




ArribaAbajoSetiembre

Madrid en feria


Mañana, veinte y uno de setiembre, día clásico en los anales matritenses, da principio (permítalo o no el tiempo) a aquella célebre y anual Exposición Universal de nuestra industria y productos más o menos naturales, inertes o animados, que llamamos las ferias de San Mateo y San Miguel, -mercedes ambas que debemos los madrileños a la bondad y deferencia del Sr. D. Juan el II de Castilla, por privilegio expedido en la villa de Valladolid a diez y ocho días del mes de abril de 1447, y en remuneración y recompensa de haber tomado a Madrid las villas de Cubas y Griñón (que eran suyas) para dárselas a un su criado. -¡Qué magnanimidad!

El palacio de cristal preparado este año como los anteriores para aquella magnífica Exposición, es la hermosa y extendida calle de Alcalá, la principal y más aristocrática de la villa; que ha sustituido en este prosaico destino a la antigua y famosa plazuela de la Cebada, donde se holgaban, o más bien donde se sofocaban nuestros mayores en iguales días, y lucían sus bordados casacones, sus pelucas empolvadas, sus guardainfantes y cotillas, todo con el correspondiente acompañamiento de trastos y muñecos, melocotones y avellanas, méritos y servicios. -Allí, en aquel irregular aunque extendido recinto, sobre aquellas angulosas piedras, y al través de aquellos barrios apartados y bulliciosos, corrían a reunirse todas las tardes las notabilidades de la época, la juventud brillante, la hermosura, la grandeza y el lujo de las ostentosas cortes de los Carlos III y IV; y merced a las expresivas pinturas de Goya, todavía podemos formarnos una idea del interesante espectáculo que ofrecía tan inmensa, animada y clásica solemnidad.

Hoy las luces del siglo la han desviado de su antiguo teatro, la han desnaturalizado algún tanto de su propio carácter; la han modificado, reglamentado, constituido, y hecho vestir el gabán nivelador. -Todavía, sin embargo, conserva algo de su originalidad primitiva, y presta digno asunto a los modernos Goyas para ejercer la magia de sus pinceles.

Por de pronto, a la indisciplina e irregularidad del antiguo mercado ha sustituido cierto método lógico o matemático en su disposición material; -los puestos ambulantes, los tinglados intercadentes, los cajones, tiendas y baratillos improvisados, desde los de melocotones aragoneses hasta los muñecos y cachivaches del Tirol; desde las mantas de Palencia hasta los platos de Talavera, todos en el día tienen su sitio señalado, conveniente, especial, sujetos a la línea y en correcta formación. -El teatro mismo de la feria ha ganado sin duda en magnificencia, y lleva tanta ventaja a la plazuela de la Cebada como distancia media desde los antiguos Corrales de comedias al novísimo y suntuoso teatro Real. -Los progresos del buen gusto y las exigencias del lujo han crecido asombrosamente, y dado lugar a productos más refinados de la industria, a multiplicación infinita del concurso mercantil. -Por otro lado, la atmósfera pura y transparente de Madrid, el vivísimo sol de setiembre, la azulada bóveda que nos cubre, continúa siendo el fondo obligado de aquel cuadro, y presta su espléndido colorido a la fisonomía especial de su conjunto.

Y sin embargo de todas estas ventajas, y al través de todas aquellas perfecciones, las famosas ferias matritenses, las ferias francas de D. Juan II, las que pintó Goya, describió Cruz y satirizaron Iriarte, Salas y nuestra misma festiva pluma9, han desaparecido o están como quien dice amenazadas de muerte natural. -En vano se las señala más elegante y aun magnífico teatro; en vano se las pretende regularizar con reglamentos; se las dota con pintadas tiendas, con lucida escolta, con bello arbolado, con anchas aceras, con alumbrado de gas; -en vano la población madrileña, desde el más encumbrado personaje de la corte hasta el antiguo manolo de Lavapiés, concurre periódicamente todos los días a cruzar delante de aquella inmensa tienda, a llenar aquellos paseos, aquellas aceras, aquellas sillas; a lucir sus atavíos a la brillante luz del sol madrileño o de los mecheros del gas. -Todo esto quiere decir que lo accesorio ha sustituido a lo principal; que la feria es el pretexto, y el paseo el objeto verdadero.

Pregúntese, si no, a los honrados mercaderes de la Plaza y calles de Postas y de Toledo; a los antiguos covachuelos de San Felipe el Real; a los prenderos y chamarileros del Rastro; a los cuchilleros de Puerta Cerrada; a los libreros de la Trinidad y a los alfareros de Alcorcón, si están más conformes con esta brillante mise en scène que con el antiguo y modesto sans façon; -o si prefieren las improvisadas almonedas de las calles de la Magdalena y de Toledo, el desbarajuste de la plazuela de la Cebada, al brillante concurso de la calle de Alcalá. -Si les ha convenido cambiar su papel de actores de la feria por el de simples espectadores de los feriantes; -si las escasas luces del siglo anterior producían, en fin, mayor esplendor en sus bolsillos que todos los mecheros de la Compañía madrileña.

Pero admitida ya la ausencia del objeto primordial de la feria, que era en los siglos atrasados el trueque o venta de efectos de mobiliario, todavía a los ojos financieros encierra bastante de su carácter primitivo para pesar suficientemente en la balanza mercantil. -Porque si de los objetos mudos pasamos a los vitales y animados; si de los muebles parados nos trasladamos a los ambulantes; si de los mercaderes de efectos a los efectos mercadantes, todavía hallaremos que la feria matritense, aun bajo su carácter actual, tiene suficiente importancia y utilidad mercantil, si bien ha cambiado de artículos de consumo y ha dado otro giro a su razón comercial.

Porque ¿qué otra cosa que objetos de feria, materia imponible (como diría el Diccionario estadístico del Sr. Madoz), son, por ejemplo, los expuestos por la ternura maternal, y consistentes en multitud de pimpollos femeniles, entre los quince a los veinte de su edad, fruta de casa y artículos de fondo de su almacén?

¿Qué buscan en la feria de San Miguel tantas ataviadas bellezas como ostentan sus primores, lucen su gracejo o balancean su garabato, diestramente ensayadas al espejo y con el visto bueno marital?

¿Qué tantos gallardos mancebos sentados a la sombra de los árboles, o contoneando sus personas desde el Café Suizo a la esquina de la Casa-Riera?

¿Qué tantos hombres públicos y mujeres ídem, ostentando en la Exposición ferial su alta importancia o su cómoda mercancía; tantas beldades, prospectos ambulantes de Monet y Armstrong o de madame Perard; tantos futuros héroes de glorias posibles, tantos ministros presuntos u oposiciones en agraz?

Las más tiernas en edad, y cuyos deseos infantiles se contentaban en los años anteriores con una muñeca de pasta, salen hoy día con el pensamiento de feriarse por lo menos un muñeco de verdad. -Éstos, que por su parte abundan en aquel mercado, no se contentan si no adquieren uno o más de aquellos muebles de resorte y gracioso movimiento; -las altas notabilidades van a buscar aura popular; -los elevados personajes, a vender protección; la beldad, sus favores; el talento, sus laureles, y la miseria, sus servicios y adulación. -Todos concurren a empeñar mutuamente en aquel gran mercado sus recursos respectivos; cuáles sus galas; cuáles sus personas; el uno su ingenio; el otro su industria; aquél su categoría, y aquél otro su favor e influencia. -Todos acuden a aquel teatro cortesano, ganosos de buscar lo que les falta por medio de trueque, trastrueque, compra, venta, empeño, demanda, sólido arrimo o generosa protección.

Y al lado de este elevadísimo comercio, al través de aquellas sublimes combinaciones, ¿qué papel queda reservado a los mercaderes materiales de muebles y cachivaches, de libros y telas, de frutas y alfarería? -El de tristes espectadores de un drama que no comprenden; el de únicos paganos de un mercado en que no despachan; el de adorno obligado de un teatro en que no figuran; el de exponentes, en fin, expuestos al viento levantino, al sol de los tabardillos, a los chubascos del equinoccio, y a la indiferencia y desdén universal.

¡Oh desdichados mercachifles! ¡Rogad a Dios que haga retroceder las mentes a los tiempos de vuestro protector don Juan el II, y que borre del siglo XIX este espíritu de positividad que hasta los más nobles instintos y acciones humanas ha convertido en feria! ¡Pedid, pues, que torne aquella edad dichosa en que sólo vosotros traficabais en vuestros ingeniosos artefactos, sin temer la concurrencia peligrosa de los que trafican en gracias femeniles, en favores cortesanos, en laureles y palmas, en reputaciones fosfóricas y aura popular! -Acaso entonces (y si esto sucediera en tiempos de ferias) no os hallaríais tan brillantemente colocados, y tornaríais tal vez a la modesta plaza del Arrabal (hoy de la Constitución); -no ostentaríais elegantes vuestros primores en la calle principal de la corte, ni recibiríais diariamente la visita de sus clases más elevadas; -no escucharíais el ruido de sus carrozas, la animación de sus diálogos ni los interesantes episodios de su vida íntima; -pero en cambio venderíais más muebles y muñecos, mantas y pucheros, y llenaríais prosaicamente vuestros bolsillos, si no de brillantes monedas de relieve, por lo menos de modestas blancas, de tarjas y maravedís.

NOTA. Las Ferias de San Mateo, expulsadas posteriormente, al solitario paseo de Atocha, han llegado a una situación indefinida o insignificante, y si a esto se añade la concurrencia que las ha salido últimamente en la novísima Feria de Mayo, en el Salón del Prado, puede considerárselas hoy como una reminiscencia y nada más.