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ArribaAbajoLa yernocracia

Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César.

Y me decía Aurelio Marco:

-Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora... me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el   —164→   entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos3 falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras... a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira.

El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico... busca la adoración   —165→   de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable... claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo.

Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino canto; creo en el progreso; lo que niego es que hayamos llegado, así, en masa, como obra social, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la política, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía, como quieras llamarlo, convenimos todos en que cuando hablamos de sacrificios por amor al país... mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad.

-Pero... entonces -interrumpí- ¿dónde está el progreso?

-A ello voy. La evolución del amor humano no ha llegado todavía más que a dar el primer paso sobre el abismo moral insondable del amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un   —166→   moribundo que ve cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran valor espiritual el esfuerzo de amar de veras a lo que no es yo mismo!

-¡Qué lenguaje, Aurelio!

-No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto, sino por el camino... del cordón umbilical... las madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser madres, los padres-madres, hemos llegado también, por la misteriosa unión de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiares el único progreso serio, grande, real, que ha hecho hasta ahora la sociología positiva. Para los demás círculos sociales la coacción, la pena, el convencionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fórmulas, las hipocresías necesarias, la razón de Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa que puede emir las piedras- para los cimientos del edificio   —167→   social futuro. Repara cómo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera de este amor quedan los solterones empedernidos y los muchísimos mal casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena nadie habla de corregir los defectos domésticos con ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miembros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio.

¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto, no se ha comprendido bien todavía!

-Pero... ¿y la yernocracia?

-Ahora vamos. La yernocracia ha venido después del nepotismo, debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un falso progreso, por venir fuera de su sitio; un egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido simpático, por lo que se parecía al verdadero amor familiar; simpático   —168→   del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de los Papas, acaso principalmente, fue por esto una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepotismo significaría la influencia política del amor a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latinidad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran categoría, y había que compensarle con otros honores.

Nuestra hipocresía social no consiente la filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia... que es el gobierno de la hija, matriz sublime del amor paternal.

¡La hija, mi Rosina!


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Calló Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las imágenes que le traía la asociación de ideas.

Cuando volvió a hablar, noté que en cierto modo había perdido el hilo, o por lo menos, volvía a tomarlo de atrás, porque dijo:

-El nepotismo es generalmente, cuando se trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio, la familia imposición; algo como el dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos o que perdimos; el sobrino finge amor en los días de decadencia; el sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero amor familiar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser egoísmo, o miedo, o precaución, o pago de servicios: egoísmo.

Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integérrimo, independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no pudo en los días tristes de su vejez extrema   —170→   abstenerse de solicitar el favor cortesano. Sufría, dice un historiador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que, seguía él decía, «sus parientes no se aprovecharían de los bienes de la Iglesia», no cesaban de torturarle, obligándole continuamente a trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases; y el grande hombre tenía que hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de pretendiente murió en París en 1704. Ese es un caso de nepotismo que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos.

-Pero... ¿y la yernocracia?

-A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres años y medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo... con alma. Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como Júpiter maneja el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre mí la excomunión   —171→   de un ángel. Es carne de mi carne, ungida con el óleo sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora, rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores, pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero aún no nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos de la educación a los dos años se erguía en su silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba jamás en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educación... pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete años, macho más hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle.

Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí, y entre cucharada y   —172→   cucharada le admira, le adora... y le palpa, untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel, de Maolito.

Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo...

-Papá... yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a mí...

-No, tonta -interrumpió Maolito, que tiene la precocidad de todos los españoles-; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea ministro y que me haga a mí subsecretario.


Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando consigo mismo:

-¡Oh, que remordimientos sentí oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi Rosina! ¡Yo no podía ser rey ni ministro! Mis ensueños,   —173→   mis escrúpulos, mis aficiones, mis estudios, mi filosofía, me habían apartado de la ambición y sus caminos; era inepto para político, no podía ya aspirar a nada... ¡Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser hábil, por ser ambicioso, por no tener escrúpulos, por tener influencia, distrito, cartera, y sacrificarme por el país, plantear economías, reorganizarlo todo, salvar a España y hacer a Maolito subsecretario!



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ArribaAbajoUn viejo verde

Oid un cuento... ¿Que no le queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.


Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron como convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la armonía, las notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía   —178→   eternamente insepulta, como larva de un héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza rítmica.

El sol de fiesta de Madrid penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora   —179→   boreal a las flores, a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la primavera como las margaritas de un prado.


Desde un palco del centro oía la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima, solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista.   —180→   Amaba a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena: para ella un adorador antiguo era un incunable. A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios se perdían para ella en la noche de los tiempos.

Aquel señor, porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí, la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera vez que la había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas,   —181→   a hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos negocios de la familia.

Aquel señor tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado unas que dos o tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y ciertos compromisos legales... ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida.

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Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le tocaba una cada mes, próximamente. Aquel señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó a fuerza de constancia y de humildad a merecer el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en querer decir con la mirada, sólo con la mirada, todo esto que en aquel momento quiso ella pensar y sentir con toda seriedad: «Toma mi alma; te beso el corazón con los ojos en   —183→   premio a tu amor verdadero, compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien, este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este instante y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy pálido y, sin que lo notara nadie más que la de Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la cabeza en una columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo un sobre, estas palabras: «Mi divino imposible!». Nada más, pero era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una temporada la asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó   —184→   adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada. Llegó la ocasión de ver el personaje imposible, pretendientes no mal recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos, sin poder decir palabra, sin poder defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía pretender. Lo que no sabía Elisa era que aquel señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes, cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo cuando se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla, siempre con discreto   —185→   disimulo, por no poder otra cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres ojos que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria, absoluta, eterna.

Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego, poner en peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón, para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca.


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La tarde de mi cuento era solemne para aquel señor; por primera vez en su vida el azar le había puesto en un palco codo con codo, junto a Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a alguno de los caballeros que acompañaban al otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y destrozar el alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas que no sentía, despreciando lo digno de amor... en fin, como otras veces. Tenía una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando formalmente no podría decir nada digno de la Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión... que ella, a pesar de todo, hablaba como las demás, punto más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le   —187→   oiría... y tampoco creía digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal ocasión él, que había sabido callar tanto...

Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el grupo que formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz que simboliza el arco iris. El hombre no pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un salto gracioso salió de la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel señor no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era discreto hablar mucho ni en voz alta. A las bromas de sus compañeros el enamorado caballero no contestó más que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también   —188→   la extraña apariencia que la luz verde daba al caballero aquel.

La de Rojas sintió una tentación invencible, que después reputó criminal, de decir, en voz bastante alta para que su adorador pudiera oírla, un chiste, un retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para él tenía más alcance que para los demás.

Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella... y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser oída por él:

-Ahí tenéis lo que se llama... un viejo verde.

Las amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia.

El viejo verde, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida.

Elisa Rojas no volvió a verle.


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Pasaron años y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor proporción de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí que me adoraba!».

Una noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil, que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso el derecho romano, en el declive de   —190→   una loma que muere en el mar. La luz de la luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones de letra gótica, en inglés o en alemán.

En un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más luz que aquella de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el mármol negro del nicho, una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba en español y decía: «Un viejo verde».

De repente sintió la seguridad absoluta de que aquel viejo verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las poquísimas veces que aquel señor la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho.

«¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa».

Sin que nadie la viera, mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna   —191→   en aquella soledad de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba, sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía «Un viejo verde», escribió a tientas y temblando: «Mis amores».


Me parece que el cuento no puede ser más romántico, más imposible...



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ArribaAbajoCuento futuro

La humanidad de la tierra; se había cansado de dar vueltas mil y mil veces alrededor de las mismas ideas, de las mismas costumbres, de los mismos dolores y de los mismos placeres. Hasta se había cansado de dar vueltas alrededor del mismo sol. Este cansancio último lo había descubierto un poeta lírico del género de los desesperados que, no sabiendo ya qué inventar, inventó eso: el cansancio del sol. El tal poeta era francés, como no podía menos, y decía en el prólogo de su libro, titulado Heliofobe:   —196→   «C'est bte de tourner toujours comete c'à. A quoi bon cette sotisse eternelle?... Le soleil, ce bourgeois, m'embète avec ses platitudes...», etc., etc.

El traductor español de este libro decía. «Es bestia esto de dar siempre vueltas así. ¿A qué bueno esta tontería eterna? El sol, ese burgués, me embiste con sus platitudes enojosas. Él cree hacernos un gran favor quedándose ahí plantado, sirviendo de fogón en esta gran cocina económica que se llama el sistema planetario. Los planetas son los pucheros puestos a la lumbre; y el himno de los astros, que Pitágoras creía oír, no es más que el grillo del hogar, el prosaico chisporroteo del carbón y el bullir del agua de la caldera... ¡Basta de olla podrida! Apaguemos el sol, aventemos las cenizas del hogar. El gran hastío de la luz meridiana ha inspirado este pequeño libro. ¡Que él es sincero! ¡Que él es la expresión fiel de un orgullo noble que desprecia favores que no ha solicitado, halagos de los rayos lumínicos que le parecen cadenas insoportables».

»Él tendrá bello el sol obstinándose en ser   —197→   benéfico; al fin es un tirano; la emancipación de la humanidad no será completa hasta el día que desatemos este yugo y dejemos de ser satélites de ese reyezuelo miserable del día, vanidoso y fanfarrón, que después de todo no es más que un esclavo que signé la carrera triunfal de un señor invisible».

El prólogo seguía diciendo disparates que no hay tiempo para copiar aquí, y el traductor seguía soltando galicismos.

Ello fue que el libro hizo furor, sobre todo en el África Central y en el Ecuador, donde todos aseguraban que el sol ya los tenía fritos.

Se vendieron 800 millones de ejemplares franceses y 300 ejemplares de la traducción española; verdad es que estos no en la Península, sino en América, donde continuaban los libreros haciendo su agosto sin necesidad de entenderse con la antiquísima metrópoli.

Después del poeta vinieron los filósofos los políticos sosteniendo lo que ya se llamaba universalmente la Heliofobia.

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La ciencia discutió en Academias, Congresos y sección de variedades en los periódicos: 1.º, si la vida sería posible separando la Tierra del Sol y dejándola correr libre por el vacío hasta engancharse con otro sistema; 2.º, si habría medio, dado lo mucho que las ciencias físicas habían adelantado, de romper el vago de Febo y dejarse caer en lo infinito.

Los sabios dijeron que sí y que no, y que qué sabían ellos, respecto de ambas cuestiones.

Algunos especialistas prometieron romper la fuerza centrípeta como quien corta un pelo; pero pedían una subvención, y la mayor parte de los Gobiernos seguían con el agua al cuello y no estaban para subvencionar estas cosas. En España, donde también había Gobierno y especialistas, se redujo a prisión a varios arbitristas que ofrecieron romper toda relación solar en un dos por tres.

Las oposiciones, que eran tantas como cabezas de familia había en la nación, pusieron el grito en el cielo: dijeron los Perezistas y los Alvarezistas y los Gomezistas,   —199→   etc., etc., que era preciso derribar aquel Gobierno opresor de la ciencia, etc.

Los Obispos, contra los cuales hasta la fecha no habían prevalecido las puertas del infierno, ensalzaban a todos los sabios e ignorantes que se declaraban heliófilos.

«Bueno estaba que se acabase el mundo; que poco valía, pero debía acabarse como en el texto sagrado se tenía dicho que había de acabar, y no por enfriamiento, como sería seguro que concluiría si en efecto nos alejábamos del sol...».

Una revista científica y retrógrada, que se llamaba La Harmonía, recordaba a los heliófobos una porción de textos bíblicos, amenazándoles con el fin del mundo.

Decía el articulista:

«¡Ah, miserables! Queréis que la Tierra se separe del Sol, huya del día, para convertirse en la estrella errática, a la cual está reservada eternamente la obscuridad y las tinieblas, como dice San Judas Apóstol en su Epístola Universal, v. 13. Queréis lo que ya está anunciado, queréis la muerte; pero oid la palabra de verdad:

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«Y en aquellos días buscarán los hombres la muerte, y no la hallarán; y desearán morir, y la muerte huirá de ellos. (Apocalipsis, cap. IX, v. 6.) -Porque vuestro tormento es como tormento de escorpión; vuestro mortal hastío, vuestro odio de la luz, vuestro afán de tinieblas, vuestro cansancio de pensar y sentir, es tormento de escorpión; y queréis la muerte por huir de las langostas de cola metálica con aguijones y con cabello de mujer, por huir de las huestes de Abaddón. En vano, en vano buscáis la muerte del mundo antes de que llegue su hora, y por otros caminos de los que están anunciados. Vendrá la muerte, sí, y bien pronto; se acabará el tiempo, como está escrito; los cuatro ángeles vendrán en su día para matar la tercera parte de los hombres. Pero no habéis de ser vosotros, mortales, quien dé las señales del exterminio. ¡Ah, teméis al sol! Sí, teméis que de él descienda el castigo; teméis que el sol sea la copa de fuego que ha de derramar el ángel sobre la tierra; teméis quemaros con el calor, y morís blasfemando y   —201→   sin arrepentiros, como está anunciado. (Apocalipsis, 16-9.) -En vano, en vano queréis huir del sol, porque está escrito que esta miserable Babilonia será quemada con fuego. (Ibid., 18-8.)».

Los sabios y los filósofos nada dijeron a La Harmonía, que no leían siquiera. Los periódicos satíricos con caricaturas fueron los que se encargaron de contestar al periodista babilónico, como le llamaron ellos, poniéndolo como ropa de pascua, y en caricaturas de colores.

Un sabio muy acreditado, que acababa de descubrir el bacillus del hambre, y libraba a la humanidad doliente con inoculaciones de caldo gordo, sabio aclamado por el mundo entero, y que ya tenía en todos los continentes más estatuas que pelos en la cabeza, el Dr. Judas Adambis, natural de Mozambique, emporio de las ciencias a la sazón, Atenas moderna, Judas Adambis tomó cartas en el asunto y escribió una Epístola Universal, cuya primera edición vendió por una porción de millones.

Un periódico popular de la época, conservador   —202→   todavía, daba cuenta de la carta del doctor Adambis, copiando los párrafos culminantes.

El periódico, que era español, decía: «Sentimos no poder publicar íntegra esta interesantísima epístola, que esta, llamando la atención de todo el mundo civilizado, desde la Patagonia a la Mancha, y desde el helado hasta el ardiente polo; pero no podemos concederle más espacio, porque hoy es día de toros y de lotería, y no hemos de prescindir ni de la lista grande, ni de la corrida, la cual no pasó de mediana, entre paréntesis. Dice así el Dr. Judas Adambis:

«...Yo creo que la humanidad de la tierra debe, en efecto, romper las cadenas que la sujetan a este sistema planetario, miserable y mezquino para los vuelos de la ambición del hombre. La solución que el poeta francés nos propuso es magnífica, sublime... pero no es más que poesía. Hablemos claro, señores. ¿Qué es lo que se desea? Romper un yugo ominoso, como dicen los políticos avanzados de la cáscara amarga. ¿Es que no puede llamarse la tierra   —203→   libre e independiente, mientras viva sujeta a la cadena impalpable que la ata al sol y la luna dé vueltas alrededor del astro tiránico, como el mono que, montado en un perro y con el cordel al cuello, describe circunferencias alrededor de su dueño haraposo? ¡Ah, no, señores! No es esto. Aquí hay algo más que esto. No negaré Yo que esta dependencia del sol nos humilla; sí, nuestro orgullo padece con semejante sujeción. Pero eso es lo de menos. Lo que quiere la humanidad es algo más que librarse del sol... es librarse de la vida.

»Lo que causa hastío insoportable a la humanidad no es tanto que el sol esté plantado en medio del corro, haciéndonos dar vueltas a la pista con sus latigazos de fuego, que una antigüedad remota llamó las flechas de Apolo, como las vueltas mismas; esto, esto es lo tedioso: este volteo por lo infinito. Hubo un tiempo, los sabios pueden decirlo, feliz para el mundo: fue el tiempo en que se creyó en el progreso indefinido.

»La ignorancia de tales épocas hacía creer   —204→   a los pensadores que los adelantos que podían notar en la vida humana, refiriéndose a los ciclos históricos a que su escasa ciencia les permitía remontarse, eran buena prueba de que el progreso era constante. Hoy nuestro conocimiento de la historia del planeta no nos consiente formarnos semejantes ilusiones; los cientos de siglos que antiguamente se atribuían a la vida humana como hipótesis atrevida, hoy son perfectamente conocidos, con todos los pormenores de su historia; hoy sabemos que el hombre vuelve siempre a las andadas, que nuestra descendencia está condenada a ser salvaje, y sus descendientes remotos a ser, como nosotros, hombres aburridos de puro civilizados. Este es el volteo insoportable, aquí está la broma pesada, lo que nos iguala al mísero histrión del circo ecuestre... No se trata de una de tantas filosofías pesimistas, charlatanas y cobardes que han apestado al mundo. No se trata de una teoría, se trata de un hecho viril: del suicidio universal. La ciencia y las relaciones internacionales permiten hoy llevar a cabo tal   —205→   intento. El que suscribe sabe cómo puede realizarse el suicidio de todos los habitantes del globo en un mismo segundo. ¿Lo acepta la humanidad?».


ArribaAbajo- II -

La idea de Judas Adambis era el secreto deseo de la mayor parte de los humanos. Tanto se había progresado en psicología, que no había un mal zapatero de viejo que no fuera un Schopenhauer perfeccionado. Ya todos los hombres, o casi todos, eran almas superiores aparte, l'elite, dilletanti, como ahora pueden serlo Ernesto Renán o Ernesto García Ladevese. En siglos remotos algunos literatos parisienses habían convenido en que ellos, unos diez o doce, eran los cínicos que tenían dos dedos de frente; los cínicos que sabían que la vida era una bancarrota, un aborto, etc., etc. Pues bueno; en tiempos de Adambis, la inmensa mayoría de la humanidad estaba al cabo de la calle; casi todos estaban   —206→   convencidos de eso, de que esto debía dar un estallido. Pero, ¿cómo estallar? Esta era la cuestión.

El doctor Adambis, no sólo había encontrado la fórmula de la aspiración universal, sino que prometía facilitar el medio de poner en práctica su grandiosa idea. El suicidio individual no resolvía nada; los suicidios menudeaban; pero los partos felices mucho más. Crecía la población que era un gusto, y, por ahí no se iba a ninguna parte.

El suicidio en grandes masas se había ensayado varias veces, pero no bastaba. Además, las sociedades de suicidas o voluntarios de la muerte, que se habían creado en diferentes épocas, daban pésimos resultados; siempre salíamos con que los accionistas y los comanditarios de buena fe pagaban el pato, y los gestores sobrevivían y quedaban gastándose los fondos de la sociedad. El caso era encontrar un medio para realizar el suicidio universal.

Los Gobiernos de todos los países se entendieron con Judas Adambis, el cual dijo que lo primero que necesitaba, era un gran   —207→   empréstito, y además, la seguridad de que todas las naciones aceptaban su proyecto, pues sin esto no revelaría su secreto ni comenzarían4 los trabajos preparatorios de tan gran empresa.

Aunque ya no había Inglaterra hacía mucho tiempo, pues se la había tragado el mar siglos atrás, no faltaban políticos anglómanos, y hubo quien sacó a relucir el habeas corpus como argumento en contra. Otros, no menos atrasados, hablaron de la representación de las minorías. Ello era que no todos, absolutamente todos los hombres aceptaban la muerte voluntaria.

El Papa, que vivía en Roma, ni más ni menos que San Pedro, dijo que ni él ni los Reyes podían estar conformes con lo del suicidio universal; que así no se podían cumplir las profecías. Un poeta muy leído por el bello sexo, aseguró que el mundo era excelente, y que por lo menos, mientras él, el poeta, viviese y cantase, el querer morir era prueba de muy mal gusto.

Triunfó, a pesar de estas protestas y de las corruptelas de algunos políticos atrasados,   —208→   la genuina interpretación de la soberanía nacional. Se puso a votación en todas las asambleas legislativas del mundo el suicidio universal, y en todas ellas fue aprobado por gran mayoría.

Pero, ¿qué se hizo con las minorías? Un escritor de la época dijo que era imposible que el suicidio universal se realizase desde el momento que existía una minoría que se oponía a ello. «No será suicidio, será asesinato, por lo que toca a esa minoría».

«¡Sofisma! ¡Sofisma! ¡Metafísica! ¡Retórica!» -gritaron las mayorías furiosas-. «Las minorías, advirtió el doctor Adambis en otro folleto, cuya propiedad vendió en cien millones de pesetas, las minorías no se suicidarán, es verdad; ¡pero las suicidaremos!». Absurdo, se dirá. No, no es absurdo. Las minorías no se suicidarán, en cuanto individuos, o per se; pero como de lo que se trata es del suicidio de la humanidad, que en cuanto colectividad es persona jurídica, y la persona jurídica, ya desde el derecho romano, manifiesta su voluntad por la votación en mayoría absoluta, resulta que la minoría,   —209→   en cuanto parte de la humanidad, también se suicidará, per accidens».

Así se acordó. En una Asamblea universal, para elegir cuyos miembros hubo terribles disturbios, palos, pedradas, tiros (de modo y manera que por poco se acaba la gente sin necesidad del suicidio); digo que en una Asamblea universal se votó definitivamente el fin del mundo, por lo que tocaba a los hombres, y se dieron plenos poderes al doctor Adambis para que cortara y rajara a su antojo.

El empréstito se había cubierto una vez y cuartillo (menos que el de Panamá), porque la humanidad de entonces, como la de ahora, se prestaba a entusiasmarse, a suicidarse; se prestaba a todo menos a prestar dinero.

Con auxilio de los Gobiernos pudo Adambis llevar a cabo su obra magna, que por medio de aplicaciones mecánicas de condiciones químicas hoy desconocidas, puso a todos los hombres de la tierra en contacto con la muerte.

Se trataba de no sé qué diablo de fuerza recientemente descubierta que, mediante   —210→   conductores de no se sabe ahora qué género, convertía el globo en una gran red que encerraba en sus mallas mortíferas a todos los hombres, velis nolis. Había la seguridad de que ni uno solo podría escaparse del estallido universal. Adambis recordó al público en otro folleto, al revelar su invención, que ya un sabio antiquísimo que se llamaba, no estaba seguro si Renán o Fustigueras, había soñado con un poder que pusiera en manos de los sabios el destino de la humanidad, merced a una fuerza destructora descubierta por la ciencia. Aquel sueño de Fustigueras iba a realizarse; él, Adambis, dictador del exterminio, gracias al gran plebiscito que le había hecho verdugo del mundo, tirano de la agonía, iba a destruir a todos los hombres, a hacerlos reventar en un solo segundo, sin más que colocar un dedo sobre un botón.

Sin hacer caso de los gritos y protestas de la minoría, se dispuso en todos los países civilizados, que eran todos los del mundo, cuanto era necesario para la última hora de la humanidad doliente. El ceremonial del tremendo trance costó muchas discusiones y   —211→   disgustos, y por poco fracasa el gran proyecto por culpa de la etiqueta. ¿En qué traje, en qué postura, qué día y a qué hora debía estallar la humanidad?

Se aprobó que el traje fuese el de etiqueta rigurosa entre las clases altas, y en las demás el traje nacional. Se desechó una proposición de suicidarse en el traje de Adán, antes de las hojas de higuera. El que esto propuso, se fundaba en que la humanidad debía terminar como había empezado; pero como lo de Adán no era cosa segura, no se aprobó la idea. Además, era indecorosa. En cuanto a la postura, cada cual podía adoptar la que creyese más digna y elegante. ¿Día? Se designó el primero de año, por aquello de año nuevo, vida nueva. ¿Hora? Las doce del día, para que el sol aborrecido presidiese, y pudiera dar testimonio de la suprema resolución de los humanos.

El doctor Adambis pasó un atento B. L. M. a todos los habitantes del globo, avisándoles la hora y demás circunstancias del lance. Decía así el documento:

  —212→  

«El doctor Judas Adambis

B. L. M.

al Sr. D...

y tiene el gusto de anunciarle que el día de año nuevo, a las doce de la mañana, por el meridiano de tal, sentirá una gran conmoción en la espina dorsal; seguida de un tremendo estallido en el cerebro. No se asuste el Sr. D... porque la muerte será instantánea, y puede tener el consuelo de que no quedará nadie para contarlo. Ese estallido será el símbolo del supremo momento de la humanidad. Conviene tener hecha la digestión del almuerzo para esa hora.

El doctor Judas Adambis aprovecha esta ocasión para ofrecer... etc., etc., etc.».

Llegó el día de año nuevo, y a las once y media de la mañana el doctor Judas, acompañado de su digna y bella esposa Evelina Apple, se presentó en el palacio en que residía la Comisión internacional organizadora del suicidio universal.

  —213→  

Vestía el doctor rigoroso traje de luto, frac y corbata negra y gasa en el sombrero. Evelina Apple, rubia, alta, de anchas caderas y vientre arrogante, de negro también, escotada y con manga corta, daba el brazo a su digno esposo. La comisión en masa, de frac y corbata negra también, salió a recibirlos al vestíbulo. Entraron en el salón del Gran Aparato, sentáronse los esposos en un trono, en sendos sillones; alrededor los comisionados, y en silencio todos esperaron a que sonaran las doce en un gran reloj de cuco, colocado detrás del trono. Delante de este había una mesa pequeña, cuadrada, con tabla de marfil. En medio de esta, un botón negro, sencillísimo, atraía las miradas de todos los presentes.

El reloj era una primorosa obra de arte. Estaba fabricado con material de un extraño pedrusco que la ciencia actual permitía asegurar que era procedente del planeta Marte. No cabía duda; era el proyectil de un cañonazo que nos habían disparado desde allá, no se sabía si en son de guerra o por ponerse al habla. De todas suertes, la tierra   —214→   no había hecho caso, votado como estaba, ya el suicidio de todos.

La bala o lo que fuera se aprovechó para hacer el reloj en que había de sonar la hora suprema. El cuco era un esqueleto de este pajarraco. Entonces se le dio cuerda. No daba las medias horas ni los cuartos. De modo que sonaría por primera y última vez a las doce.

Judas miró a Evelina con aire de triunfo a las doce menos un minuto. Entre los comisionados ya había cinco o seis muertos de miedo. Al comisionado español se le ocurrió que iba a perder la corrida del próximo domingo (los toros de invierno eran ya tan buenos como los de verano y viceversa) y se levantó diciendo... que él adoptaba el retraimiento y se retiraba. Adambis, sonriendo, le advirtió que era inútil, pues lo mismo estallaría su cerebro en la calle que en el puesto de honor. El español se sentó, dispuesto a morir como un valiente.

¡Plin! Con un estallido estridente se abrió la portezuela del reloj y apareció el esqueleto del cuco.

  —215→  

-¡Cucú, cucú!

Gritó hasta seis veces, con largos intervalos de silencio.

-¡Una, dos!

Iba contando el doctor.

Evelina Apple fue la que miró entonces a su marido con gesto de angustia y algo desconfiada.

El doctor sonrió, y por debajo de la mesa que tenía delante dio a su mujer la mano. Evelina se asió a su marido como a un clavo ardiendo.

-¡Cucú...! ¡Cucú!

-¡Tres!... ¡Cuatro!

-¡Cucú! ¡Cucú!

-¡Cinco! ¡seis!... Adambis puso el dedo índice de la mano derecha sobre el botón negro.

Los comisionados internacionales que aún vivían, cerraron los ojos por no ver lo que iba pasar, y se dieron por muertos.

Sin embargo, el doctor no había oprimido el botón.

La yema del dedo, de color de pipa culotada, permanecía sin temblar rozando ligeramente5   —216→   la superficie del botón frío de hierro.

-¡Cucú! ¡Cucú!

-¡Siete! ¡ocho!

-¡Cucú! ¡Cucú!

-¡Nueve! ¡diez!




ArribaAbajo- III -

-¡Cucú!

-¡Once! -exclamó con voz solemne Adambis; y mientras el reloj repetía

-¡Cucú!

En vez de decir: -¡Doce! Judas calló y oprimió el botón negro.

Los comisionados permanecieron inmóviles en su respectivo asiento. El doctor y su esposa se miraron: pálido él y serio; ella, pálida también, pero sonriente.

-Te confieso -dijo Evelina- que al llegar el momento terrible, temía que me jugaras una mala pasada.- Y apretó la mano de su marido, que tenía cogida por debajo de la mesa.

  —217→  

-¡Ya estamos solos en el mundo! -exclamó el doctor con voz de bajo profundo, ensimismado.

-¿Crees tú que no habrá quedado nadie más?...

-Absolutamente nadie.

Evelina se acercó a su marido. Aquella soledad del mundo le daba miedo.

-De modo que, por lo pronto, todos esos señores...

-Cadáveres. Ven, acércate.

-¡No, gracias!

El doctor descendió de su trono y se acercó a los bancos de los comisionados. Ninguno se había movido. Todos estaban perfectamente muertos.

-Los más de ellos dan señales de haber sucumbido antes de la descarga, de puro miedo. Lo mismo habrá pasado a muchos en el resto del mundo.

-¡Qué horror! -gritó Evelina, que se había asomado a un balcón, del que se retiró corriendo. Adambis miró a la calle, y en la gran plaza que rodeaba el palacio, vio un espectáculo tremendo, con el que no había   —218→   contado, y que era, sin embargo, naturalísimo.

La multitud, cerca de 500.000 seres humanos que llenaba el círculo grandioso de la plaza, formando una masa compacta, apretada, de carne, no eran ya más que un inmenso montón de cadáveres, casi todos en pie. Un millón de ojos abiertos, inmóviles, se fijaban con expresión de espanto en el balcón, cuyos balaustres oprimía el doctor con dedos crispados. Casi todas las bocas estaban abiertas también. Sólo habían caído a tierra los de las últimas filas, en las bocacalles; sobre estos se inclinaban otros que habían penetrado algo más en aquel mar de hombres, y más adentro ya no había sino cadáveres tiesos, en pie, como cosidos unos a otros; muchos estaban todavía de puntillas, con las manos apoyadas en los hombros del que tenían delante. Ni un claro había en toda la plaza. Todo era una masa de carne muerta.

Balcones, ventanas, buhardillas y tejados, estaban cuajados de cadáveres también, y en las ramas de algunos árboles, y sobre los   —219→   pedestales de las estatuas yacían pilluelos muertos, supinos, o de bruces, o colgados. El doctor sentía terribles remordimientos. -¡Había asesinado a toda la humanidad!-. Dígase en su descargo -él había obrado de buena fe al proponer el suicidio universal.

¡Pero su mujer!... Evelina le tenía en un puño.

Era la hermosa rubia de la minoría en aquello del suicidio; no tanto por horror a la muerte, como por llevarle la contraria a su marido.

Cuando vio que lo de morir todos iba de veras, tuvo una encerrona con su caro esposo; a la hora de acostarse, y en paños menores, con el pelo suelto, le puso las peras a cuarto; y unas veces llorando, otras riendo, ya altiva, ya humilde, ora sarcástica, ora patética, apuró los recursos de su influencia para obligar a su Judas, si no a volverse atrás de lo prometido, a cometer la felonía de hacer una excepción en aquella matanza.

-¿No tienes medio de salvarnos a ti y a mí?...

  —220→  

El doctor, aunque lo negó al principio, tuvo que confesar al fin que sí; que podían salvarse ellos, pero sólo ellos.

Evelina no tenía amantes; se conformó con salvarse sola, pues su marido no era nadie para ella.

Adambis, que era celoso, casi sin motivo, pues su mujer no pasaba nunca de ciertas coqueterías sin consecuencia, experimentó gran consuelo al pensar que se iba a quedar solo con Evelina en el mundo.

Merced a ciertos menjurjes, el doctor se aisló de la corriente mortífera; mas, para probar la fe de Evelina, no quiso untarla a ella con el salvador ingrediente, y la obligó a confiar en su palabra de honor. Llegado el momento terrible, Adambis, mediante el simple contacto de las manos, comunicó a su esposa la virtud de librarse de la conmoción mortal que debía acabar con el género humano.

Evelina estaba satisfecha de su marido. Pero aquello de quedarse a solas en el mundo con él, era muy aburrido.

-¿Y cómo vamos a salir de aquí? Imposible   —221→   atravesar esa plaza; esa muralla de carne humana nos lo impedirá...

El doctor sonrió. Sacó del bolsillo del chaleco un pedacito de tela muy sutil; lo estiro entre los dedos, lo dobló varias veces y lo desdobló, como quien hace una pajarita de papel; resultó un poliedro regular; por un agujero que tenía la tela sopló varias veces; después de meterse una pastilla en la boca, el poliedro fue hinchándose, se convirtió en esfera y llegó a tener un diámetro de dos metros; era un globo de bolsillo, mueble muy común en aquel tiempo.

-¡Ah! -dijo Evelina- has sido previsor, te has traído el globo. Pues volemos, y vamos lejos; porque el espectáculo de tantos muertos, entre los que habrá muchos conocidos, no me divierte. La pareja entró en el globo, que tenía por dentro todo lo necesario para la dirección del aparato y para la comodidad de dos o tres viajeros.

Y volaron.

Se remontaron mucho.

Huían, sin decirse nada, de la tierra en que habían nacido.

  —222→  

Sabía Adambis qué donde quiera que posase el vuelo, encontraría un cementerio. ¡Toda la humanidad muerta, y por obra suya!

Evelina, en cuanto calculó que estarían ya lejos de su país, opinó que debían descender. Su repugnancia, que no llegaba a remordimiento, se limitaba al espectáculo de la muerte en tierra conocida... «Ver cadáveres extranjeros no la espantaría». Pero el doctor no sentía así. Después de su gran crimen (pues aquello había sido un crimen), ya sólo encontraba tolerable el aire; la tierra no. Flotar entre nubes por el diáfano cielo azul... menos mal; pero tocar en el suelo, ver el mundo sin hombres... eso no; no se atrevía a tanto. «¡Todos muertos! ¡qué horror!». Cuantas más horas pasaban, más aumentaba el miedo de Adambis a la tierra.

Evelina, asomada a una ventanilla del globo, iba ya distraída contemplando el paisaje. El fresco la animaba; un vientecillo sutil, que jugaba con los rizos de su frente, la hacía cosquillas. «No se estaba mal allí».

Pero de repente se acordó de algo. Volviose al doctor, y dijo:

  —223→  

-Chico, tengo hambre.

El doctor, sin decir palabra, tomó del bolsillo del frac una especie de petaca, y de esta sacó un rollo que semejaba un cigarro puro. Era una quinta esencia alimenticia, invención del doctor mismo. Con aquel cigarro-comestible se podía pasar perfectamente dos o tres días sin más alimento.

-No; quiero comer de veras. Vuestra comida química me apesta, ya lo sabes. Yo no como por sustentar el cuerpo; como, por comer, por gusto; el hambre que yo tengo no se quita con alimentarse, sino satisfaciendo el paladar; ya me entiendes, quiero comer bien. Descendamos a la tierra; en cualquier parte encontraremos provisiones; todo el mundo es nuestro. Ahora se me antoja ir a comer el almuerzo o la cena que tuvieran preparados el Emperador y la Emperatriz de Patagonia; ¡ea, guía hacia la Patagonia; anda, y a escape, a toda máquina!...

Adambis, pálido de emoción, con voz temblorosa; a la que en vano procuraba dar tonos de energía, se atrevió a decir:

-Evelina; ya sabes... que siempre he   —224→   sido esclavo voluntario de tus caprichos... pero en esta ocasión... perdóname si no puedo complacerte. Primero me arrojaré de cabeza desde este globo, que descender a la tierra... a robarle la comida a cualquiera de mis víctimas. Asesino fui; pero no seré ladrón.

-¡Imbécil! Todo lo que hay en la tierra es tuyo; tú serás el primer ocupante...

-Evelina, pide otra cosa. Yo no bajo.

-Y entonces... ¿nos vamos a morir aquí de hambre?

-Aquí tienes mis cigarros de alimento.

-Pero ¿y en concluyéndolos?

-Con un poco de agua y de aire, y de dos o tres cuerpos simples, que yo buscaré en lo más alto de algunas montañas poco habitadas, tendré lo suficiente para componer sustancia de la que hay en estos extractos.

-Pero eso es muy soso.

-Pero basta para no morirse.

-¿Y vamos a estar siempre en el aire?

-No sé hasta cuándo. Yo no bajo.

-¿De modo que yo no voy a ver el mundo entero? ¿No voy a apoderarme de todos los   —225→   tesoros, de todos los museos, de todas las joyas, de todos los tronos de los grandes de la tierra? ¿De modo que en vano soy la mujer del Dictador in articulo mortis de la humanidad? ¿De modo que me has convertido en una pajarita... después de ofrecerme el imperio del mundo?...

-Yo no bajo.

-¿Pero, por qué? ¡imbécil!

-Porque tengo miedo.

-¿A quién?

-A mi conciencia.

-¿Pero hay conciencia?

-Por lo visto.

-¿No estaba demostrado que la conciencia es una aprensión de la materia orgánica en cierto estado de desarrollo?

-Sí estaba.

-¿Y entonces?...

-Pero hay conciencia.

-¿Y qué te dice tu conciencia?

-Me habla de Dios.

-¡De Dios! ¿De qué Dios?

-¡Qué sé yo! de Dios.

-Estás incapaz, hijo. No hay quien te   —226→   entienda. Explícate. ¿No te burlabas tú de mí porque predicaba, porque iba a misa, y me confesaba a veces? Yo era y soy católica, como casi todas las señoras del mundo habían llegado a serlo. Pero eso no me impedía reconocer que tú, como casi todos los hombres del mundo, tendrías tus razones para ser ateo y racionalista, y recordarás que nunca te armé ningún caramillo por motivos religiosos.

-Es cierto.

-Pero, ahora, cuando menos falta hace, te vienes tú con la conciencia... y con Dios... Y a buena hora, cuando ya no hay quien te absuelva, porque las mujeres no podemos meternos en eso. Eres tonto, Judas, siempre lo he dicho, eres un sabio muy tonto.

-Pues yo no bajo.

-Pues yo no fumo. Yo no me alimento con esas porquerías que tú fabricas. Todo eso debe de ser veneno a la larga. A lo menos, hombre, descendamos donde no haya gente... en alguna región donde haya buena fruta... espontánea, ¡qué sé yo! tú, que lo   —227→   sabes todo, sabrás dónde hay de eso: Guía.

-¿Te contentarías con eso... con buena fruta?

-Por ahora... sí, puede.

Adambis se quedó pensativo. Él recordaba que entre los modernísimos comentaristas de la Biblia, tanto católicos como protestantes, se había tratado, con gran erudición y copia de datos, la cuestión geográfico-teológica del lugar que ocuparía en la tierra el Paraíso.

Él, Adambis, que no creía en el Paraíso, había seguido la discusión por curiosidad de arqueólogo, y hasta había tomado partido, a reserva de pensar que el Paraíso no podía estar en ninguna parte, porque no lo había habido. Pero era lo cierto que, hipotéticamente, suponiendo fidedignos los datos del Génesis, y concordándolos con modernos descubrimientos hechos en Asia, resultaba que tenían razón los que colocaban el Jardín de Adán en tal paraje, y no los que le ponían en tal otro sitio. La conclusión de Adambis era: que «si el Paraíso hubiera existido, sin duda hubiera estado donde decían los doctores   —228→   A. y B., y no donde aseguraban los PP. X. y Z.

De esta famosa disensión y de sus opiniones acerca de ella, le hicieron acordarse las palabras de su mujer. -«¡Si la Biblia tuviera razón! ¿Si todo eso hubiera sido verdad?». ¡Quién sabe! Por si acaso, busquemos.

Y después de pensar así, dijo en voz alta:

-Ea, Evelina, voy a darte gusto. Voy a buscar eso que pides: una región no habitada que produce espontáneos frutos y frutas de lo más delicado.

Y seguía pensado el doctor: Dado que el Paraíso exista y que yo dé con él, ¿será lo que fue?

¿Seguirá Dios haciéndole producir tan sabrosos frutos? ¿No se habrá estropeado algo con las aguas del diluvio? Lo que es indudable, si la Biblia dice bien, es que allí no ha vuelto a poner su planta ser humano. Esos mismos sabios que han discutido dónde estaba el Paraíso no han tenido la ocurrencia de precisar el lugar, de ir allá, buscarlo, como yo voy a hacer.

Ellos decían: debió de estar hacia tal parte,   —229→   cerca de tal otra; pero no fueron a buscarle. Tal vez yo lo encuentre. Y bajando en globo, aunque los ángeles sigan a la puerta con espadas de fuego, no me impedirán la entrada.

¡Oh, sí, busquemos el Paraíso! Paraíso para mí, porque será el único lugar de la tierra desierto: es decir, que no sea un cementerio; único lugar donde no encontraré el espectáculo horrendo de la humanidad muerta e insepulta.

Abreviemos. Buscando, buscando, desde el aire con un buen anteojo, comparando sus investigaciones con sus recuerdos de la famosa discusión teológico-geográfica, Adambis llegó a una región del Asia Central, donde, o mucho se engañaba, o estaba lo que buscaba. Lo primero que sintió fue una satisfacción del amor propio... La teoría de los suyos era la cierta... El Paraíso existía y estaba allí, donde él creía. Lo raro era que existiese el Paraíso.

El amor propio por este lado salía derrotado.

Y todavía quería defenderse gritándole a Judas en la cabeza:

  —230→  

-¡Mira, no sea que te equivoques! No sea eso una gran huerta de algún mandarín chino o de un Bajá de siete colas...

El paisaje era delicioso; la frondosidad, como no la había visto jamás Adambis. Cuando él dudaba así, de repente Evelina, que también observaba con unos anteojos de teatro, gritó:

-¡Ah, Judas, Judas! por aquel prado se pasea un señor... muy alto, sí, parece alto... de bata blanca... con muchas barbas, blancas también...

-¡Cáscaras! -exclamó el doctor, que sintió un escalofrío mortal.

Y dirigiendo su catalejo hacia la parte a que apuntaba Evelina, dijo con voz de espanto:

-No hay duda... es él. ¡Él, mejor dicho!

-Pero ¿quién?

-¡Yova Elhoim! ¡Jehová! ¡El Señor Dios! ¡El Dios de nuestros mayores!...



  —231→  

ArribaAbajo- IV -

El autor de toda esta farsa necesita, al llegar a este punto de su narración, interrumpirla, aunque lo sienta y mortifique a esas pléyades de jóvenes naturalistas en román paladino, que no pueden ver sin disgusto que aparezca en la novela o cuento, o lo que sea, la personalidad del escritor. Yo, de buena gana, continuaría siendo tan objetivo como hasta aquí; pero no tengo más remedio que sacará plaza mi humilde personalidad, aunque sea pecando contra todos los cánones y Falsas Decretales del naturalismo traducido al vulga-puck (lengua universal del vulgo).

Esas pléyades de naturalistas imberbes (y no digo pléyade, en singular, porque pléyades no tiene ni puede tener singular, aunque lo olviden la mayor parte de nuestros periodistas) me dispensarán; pero al presentar en escena nada menos que al Deus ex   —232→   machina de la Biblia, necesito hacer algunas manifestaciones.

Pintar a Jehová (así lo llama el vulgo) tal como es, sin idealizarlo ni nada de eso, es empresa superior a mis fuerzas, porque yo nunca le he visto.

Discuten los sabios si el mismo Moisés llegó a verlo cara a cara; algunos afirman que sólo una vez gozó de su presencia; pero yo, sin ser sabio, me inclino al parecer de los que piensan que ni Moisés ni nadie puso en él los ojos en la vida. Otra cosa es aquello de sentir el Espíritu del Señor que pasa, el soplo divino que hiere el rostro, etc., etc. Eso es posible.

Más fácil me sería, una vez presentado en escena Jehová, hacer que su carácter fuera sostenido desde el principio hasta el fin, como piden los preceptistas, que de camino son gacetilleros, a los autores de dramas y novelas. Para sostener el carácter de Jehová me basta con los documentos bíblicos, pues se ve en ellos que su energía no decae ni un momento y que en él no hay contradicciones; porque el haber hecho el   —233→   mundo, y arrepentirse después, no es una contradicción, toda vez que, si a eso fuéramos, ahí está Cánovas, que primero fue revolucionario y después se arrepintió, y la energía de Cánovas, sin embargo, está fuera de toda discusión. Y me alegro de haber citado a este personaje, porque si ustedes quieren buscarle a Jehová, según le presenta la Biblia, un parecido, el mayor que encontrarán en la historia, para tener idea del Zeus bíblico, será ese, Cánovas, el Feus malagueño.

Y ahora tengo que entendérmelas con los timoratos y escrupulosos en materia religiosa, que acaso quieran ver ribetes de impiedad en mi cuento. No hay tal impiedad; primero y principalmente, porque sólo se trata de una broma, y yo aquí no quiero probar nada, ni acabar con la Iglesia de Pedro, ni siquiera con los abusos del clero madrileño. Ni yo soy clérigo de El Resumen, ni siquiera redactor de Las Dominicales, ni ese es el camino. Por no ser, ni soy como el autor de Namouna, adorador de Cristo y además de Ahura-Mazda y de Brahma y de   —234→   Apis y de Vichnú, etc., etc. Estos eclecticismos religiosos no se han hecho para mí. Lo que puedo jurar es que respeto a Jehová, escríbase como se escriba, tanto como el que más, y que en este cuento no pretendo reemplazar la religión de nuestros mayores por otra de mi invención. Para significar ese respeto precisamente, prescindo de los procedimientos naturalistas, y en vez de presentar al nuevo personaje obrando y hablando, como quiere la buena retórica, pasaré como sobre ascuas sobre todo lo que se refiere a sus relaciones con Adambis, mi héroe, valiéndome de una narración indirecta y no de una descripción directa y plástica.

Apresúrome a decir que la bata que Evelina creyó haber visto pendiente de los hombros del que se paseaba por aquel prado del Paraíso, no debía de ser tal bata, ni las barbas, barbas; pero ya saben ustedes que las mujeres todo lo materializan.

Ello es que aquel era Jehová, efectivamente, y que se estaba paseando por aquel prado del Paraíso, como solía todas las tardes que hacía bueno; costumbre que le había   —235→   quedado desde los tiempos de Adán. Adambis, aturdido con la presencia del Señor, de que no dudaba, pues si hubiese sido un hombre como los demás hubiera muerto a las doce de la mañana, Adambis, lleno de terror y de vergüenza, perdió los estribos... del globo, como si dijéramos; es decir, trocó los frenos, o de otro modo, dejó que la máquina de dirigir el aerostático se descompusiese, y el globo comenzó a bajar rápidamente y se enredó en las ramas de un árbol.

Evelina gritaba, espantando las aves del Paraíso, que volaban en grandes círculos alrededor de los inesperados viajeros.

Levantó el Señor la cabeza al oír tanto ruido, y viendo el trance, acudió a salvar a los náufragos del aire.

A presencia de Jehová, el doctor Judas permanecía silencioso y avergonzado. Evelina miraba al Señor con curiosidad, pero sin asombro. Encontrarse con un Dios personal de manos a boca, le parecía tan natural, como le hubiera parecido la demostración matemática de que Dios no existe. Lo que ella quería era tomar algo.

  —236→  

Con arreglo a lo dicho, se renuncia a copiar aquí el diálogo que medió entre Jehová y el sabio de Mozambique. Pero se dirá la sustancia.

El Señor no abusó, como hubiera hecho Júpiter, o El Siglo Futuro, de su situación, que le daba una superioridad incontestable. Nada de pullas, ni de sarcasmos mucho menos. Demasiado sabía él que Adambis, desde que había estudiado Anatomía comparada, se había pasado la vida negando la posibilidad de un Dios personal. Los dos sabían esto. ¿Para qué hablar de ello?

Judas se creyó en el deber de humillarse y de confesar su error. Pero Jehová, con una delicadeza que nunca tuvieron los Nocedales en sus palizas a La Unión, hizo que la conversación cambiase de rumbo.

Lo pasado, pasado. Ahora se trataba de reformar la humanidad por segunda vez. Lo de Adán había salido mal; el remedio del diluvio tampoco había probado; tal vez el mal habría estado en dejar vivos a tantos parientes; un mundo que comienza entre suegros y cuñadas, no puede ir bien. Además,   —237→   lo primero que había hecho Noé, pasada la borrasca, había sido emborracharse... Jehová esperaba más formalidad por parte de Judas Adambis. Judas había acabado con la humanidad... Corriente. Poco se había perdido.

El pesimismo era la tontería que menos podía tolerar Elhoim; la humanidad se había hecho pesimista... bien muerta estaba. Ahora se trataba de otro ensayo: Adambis iba a repoblar el mundo, y si esta nueva cría salía mal también, bastaba de ensayos; la tierra se quedaría en barbecho por ahora.

El matrimonio de Adambis y Evelina había sido hasta entonces infecundo; pero con las aguas del Paraíso, Jehová prometía que la fecundidad visitaría el seno de aquella señora.

-No serán ustedes inocentes -vino a decir Jehová- porque eso ya no puede ser. Pero esto mismo me conviene. Inocente y todo, Adán hizo lo que hizo. Usted, señor Adambis, es un sabio verdadero, a pesar de sus errores teológicos, y quiero ver si me conviene más la suprema malicia que la suprema   —238→   inocencia. Desde hoy llevan ustedes en arrendamiento todo este jardín amenísimo. La renta que me han de pagar serán sus buenas obras. Todo lo que ustedes ven es de ustedes.

-¿Absolutamente todo? -exclamó Evelina.

Y Jehová, aunque con otras palabras, vino a decir:

-Sí, señora... sin más excepción que una... insignificante. Pongo por condición... la misma que puse al otro. No se ha de tocar a este manzano, que en un tiempo fue el árbol de la ciencia del bien y del mal, y que ahora no es más que un manzano de la acreditada clase de los que producen las ricas manzanas de Balsaín. Por comer de esos manzanos no sabrán ustedes ni más ni menos de lo que saben, ni serán como dioses, ni nada de eso. Si Satanás se presenta otra vez y quiere tentar a esta señora, no le haga caso ninguno. Como este manzano los hay a porrillo en todo el Paraíso. Pero yo me entiendo, y no quiero que se toque en ese árbol. Si coméis de esas manzanas... vuelta a empezar; os echo de aquí, tendréis que trabajar,   —239→   parirá esta señora con dolor, etc., etc. En fin, ya saben ustedes el programa. Y no digo más.

Y desapareció Jehová Elhoim.

Y casi me alegro, porque ahora ya puedo copiar el diálogo textualmente.

Evelina encogió los hombres y dijo:

-Tú, Judas, ¿qué opinas de todo esto?

-¡Figúrate!

-Valiente sabio estabas tú. Mira qué bien hacía yo en ir a misa, por un si acaso. Tú eres un tonto, que por poco nos haces condenarnos a los dos. Afortunadamente, el Señor parece un señor muy amable...

-¡Oh! La Bondad infinita...

-Sí, pero...

-El Sumo Bien...

-Sí, pero...

-La Sabiduría infinita.

-Sí, pero...

-¿Pero qué, hija?

-Pero algo raro.

-Y tan raro, como que es el único.

-No, no quiero decir raro en ese sentido, sino en el de... ¡Mira tú que prohibirnos   —240→   comer de esas manzanas como si fuéramos unos chiquillos!...

-Y no comeremos.

-Claro que no, hombre. No te pongas tan fiero. Pues por eso digo que es raro. ¿Qué trabajo nos cuesta a nosotros ponernos formales, y, escarmentados, prescindir de unas pocas manzanas que son como las demás?

-Mira, en eso no nos metamos. Dios es Dios, ¿estás? y lo que Él hace, bien hecho está.

-Pero confiesa que eso es un capricho.

-No confieso tal, ni tú tampoco; y te prohíbo blasfemar en adelante. Por lo pronto, no pienses más en tales manzanas... que el diablo las carga.

-¡Qué ha de cargar, infeliz! Buena soy yo. A propósito, tengo sed... deseo de eso, de eso... de fruta... de manzanas precisamente, y de Balsaín.

-¡Mujer!

-¡Bobalicón! ¿No ha dicho que de esa clase hay aquí a porrillo? Pues vamos a buscar otro árbol igual, y me das un hartazgo. ¿Conoces tú el Balsaín?

  —241→  

-Sí, Evelina. (Busca.) Aquí tienes otro árbol igual que ese prohibido. Toma. ¿Ves qué hermosa manzana? Balsaín legítimo.

Evelina clavó los blancos y apretados dientes en la manzana que le ofrecía su esposo.

Mientras Judas volvía la espalda y buscaba otro ejemplar de la hermosa fruta, una voz, como un silbido, gritó al oído de Evelina.

-¡Eso no es Balsaín!

Tomó ella el aviso por voz interior, por revelación del paladar, y gritó irritada:

-Mira, Judas, a mí no me la das tú ¡Esto no es Balsaín!

Un sudor frío, como el de las novelas, inundó el cuerpo de Adambis.

-Buenos estamos -pensó-. ¡Si Evelina empieza a desconfiar... no va a haber Balsaín en todo el Paraíso!

Así fue... a cien árboles se arrancó fruta: y la voz siempre gritaba al oído de la esposa:

-¡Eso no es Balsaín!

-No te canses, Judas -dijo ella ya fatigada-.   —242→   No hay más manzanas de Balsaín en todo el Paraíso que las del árbol prohibido.

Hubo una pausa.

-Pues hija... -se atrevió a decir Adambis- ya ves... no hay más remedio... Si te empeñas en que no hay irás que esas... tienes que quedarte sin ellas.

-¡Bien, hombre, bien; me quedaré! Pero no es esa manera de decírselo a una.

La voz de antes gritó al oído de Evelina:

-¡No te quedarás!

-Otro sería más... enamorado que tú. Claro, un sabio no sabe lo que es pasión...

-¿Qué quieres decir, Evelina?...

-Que Adán, con ser Adán, era más cumplido amador que tú.

-Tengamos la fiesta en paz y renuncia al Balsaín.

-¡Bueno! Pues tú... ya que prefieres cumplir un capricho de quien hace una hora negabas que existiese, a satisfacer un deseo de tu mujer... tú, mameluco, renuncia a lo otro.

-¿Qué es lo otro?

  —243→  

-¿No se nos ha dicho que seré fecunda en adelante?

-Sí, hija mía; de eso iba a hablarte...

-Pues no hay de qué. Nada de fecundidad.

-Pero, hija...

-Nada, que no quiero.

-¡Así, perfectamente! -dijo la voz que le hablaba al oído a Evelina.

Volviose ella y vio al diablo en figura de serpiente, enroscado en el tronco del árbol prohibido.

Evelina contuvo una exclamación, a una señal del diablo, que comprendió perfectamente; se dirigió a su marido y le dijo sonriente:

-Pues mira, pichón; si quieres que seamos amigos, corre a pescarme truchas de aquel río que serpentea allá abajo...

-Con mil amores...

Y desapareció el sabio a todo escape. Evelina y la serpiente quedaron solos.

-Supongo que usted será el demonio... como la otra vez.

-Sí, señora; pero créame usted a mí:   —244→   debe usted comer de estas manzanas y hacer que coma su marido. No digo que después serán ustedes iguales que dioses; nada de eso. Pero la mujer que no sabe imponer su voluntad en el matrimonio, está perdida. Si ustedes comen, perderán ustedes el Paraíso; ¿y qué? Fuera tiene usted las riquezas de todo el mundo civilizado a su disposición... Aquí no haría usted más que aburrirse y parir...

-¡Qué horror!

-Y eso por una eternidad...

-¡Jesús! No lo quiera Dios. Venga, venga; y Evelina se acercó al árbol, arrancó una, dos, tres manzanas, y las fue hincando el diente con apetito de fiera hambrienta.

Desapareció la serpiente, y a poco volvió Adambis... sin truchas.

-Perdóname, mona mía, pero en ese río... no hay truchas...

Evelina echó los brazos al cuello de su esposo.

Él se dejó querer.

Una nube de voluptuosidad los envolvió luego.

  —245→  

Cuando el doctor se atrevió a solicitarlas más íntimas caricias, Evelina le puso delante de la boca media manzana ya mordida por ella, y con sonrisa capaz de seducir a Saia Muní, dijo:

-Pues come...

-¡Vade retro! -gritó Judas poniéndose en salvo de un brinco-. ¿Qué has hecho, desdichada?

-Comer, perderme... Pues ahora piérdete conmigo, come... y yo te haré feliz... mi adorado Judas...

-Primero me ahorcan. No, señora, no como. Yo no me pierdo. Tú no sabes cómo las gasta Jehová. No como.

Irritose Evelina, y fue en vano. No sirvieron ruegos, ni amenazas, ni tentaciones. Judas no comió.

Así pasaron aquel día y la noche, riñendo como energúmenos. Pero Judas no comió la fruta del árbol prohibido.

Al día siguiente, muy de madrugada, se presentó Jehová en el huerto.

-¿Qué tal, habéis comido bien? -vino a preguntar.

  —246→  

En fin, hubo explicaciones. Jehová lo supo todo.

-Pues ya sabéis la pena cuál es -vino a decir, pero sin incomodarse-. Fuera de aquí, y a ganarse la vida...

-Señor -observó Adambis- debo advertir a vuestra Divina Majestad que yo no he comido del fruto prohibido... Por consiguiente, el destierro no debe ir conmigo.

-¿Cómo? ¿Y me dejarás marchar sola? -gritó ella furiosa.

-Ya lo creo. Hasta aquí hemos llegado. A perro viejo no hay tus tus.

-De modo -vino a decir el Señor- que lo que tú quieres es el divorcio... quo ad thorum et habitationem.

-Justo, eso; la separación de cuerpos, que decimos los clásicos.

-Pero entonces se va a acabar la humanidad en muriendo tu esposa... es decir, no quedará más hombre que tú... que por ti solo no puedes procrear -vino a decir Jehová.

-Pues que se acabe. Yo quiero quedarme aquí.

  —247→  

Y en efecto, se quedó Adambis en el Paraíso.

Y salió Evelina, arrastrada por dos ángeles de guardia.

Renuncio a describir el furor de la desdeñada esposa al verse sola fuera del Paraíso. La Historia no dice de ella sino que vivió sola algún tiempo como pudo. Una leyenda la supone entregada al feo vicio de Pasifal, y otra más verosímil cuenta que acabó por entregar sus encantos al demonio.

En cuanto al prudente Adambis, se quedó, por lo pronto, como en la gloria, en el Paraíso.

-¡Ahora sí que es esto Paraíso! ¡Dos veces Paraíso! ¡Todo es mío, todo... menos mi mujer!... ¡Qué mayor felicidad!...

Pasaron siglos y siglos, y Adambis llegó a cansarse del jardín amenísimo. Intentó varias veces el suicidio, pero fue inútil. Era inmortal. Pidió a Dios la traslación, y Judas fue transportado de la tierra, según ya lo habían sido Enoch y algún otro.

Así fue como, al fin, se acabó el mundo, por lo que toca a los hombres.





  —248→     —249→     —250→     —251→  

ArribaAbajoUn jornalero

Salía Fernando Vidal de la Biblioteca de N**, donde había estado trabajando, según costumbre, desde las cuatro de la tarde.

Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer.

La Biblioteca no estaba abierta al público sino por la mañana.

Los porteros y demás dependientes vivían en la planta baja del edificio, y Fernando, por un privilegio, disfrutaba a solas de la Biblioteca todas las tardes y todas las noches, sin más condiciones que estas: ir siempre sin compañía; correr, por su cuenta, con   —252→   el gasto de las luces que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje.

En toda N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas, no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca.

Cerró Fernando como siempre la puerta de la calle con enorme llave, y empuñando el manojo que esta y otras varias formaban, anduvo algunos pasos por la acera, ensimismado, buscando, sin pensar en ello, el llamador de la puerta en la casa del conserje, que estaba a los pocos metros, en el mismo edificio.

Pero llamó en vano. No abrían, no contestaban.

Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que con él habían bajado a la calle dejando las frías páginas de los libros de arriba, la eterna prisión.

«No está nadie», pensó, por fin, sin fijarse en que debía extrañar que no estuviese nadie en casa del conserje.

  —253→  

-¡Y qué hago yo con esto! -se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero.

En aquel momento se fijó en otra cosa. En que la noche era obscura, en que había faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y no estaba ninguno encendido.

Después notó que a nadie podía parecerle ridícula su situación, porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto.

Una detonación lejana le hizo exclamar:

-¡Un tiro!

Y el tiro, más bien su nombre, le trajo a la actualidad, a la vida real de su pueblo.

-Cuando salí de casa, después de comer, en el café oí decir que esta noche se armaba, que los socialistas o los anarquistas, o no sé quién, preparaban un golpe de mano para sacar de la cárcel a no sé qué presos de su comunión y proclamar todo lo proclamable.

Debe de ser eso. Debe de estar armada.

¡Dios mío! -siguió reflexionando- si está armada, si aquí pasa algo grave, mañana   —254→   acaso esté cerrada la Biblioteca, acaso no me permitan o no pueda yo venir de tarde a terminar mi examen del códice en que he descubierto tan preciosos datos para la historia de los disturbios de los gremios de R*** en el siglo... ¡por vida del chápiro! Y si mañana no concluyo mi trabajo, el número próximo de la Revista Sociológico-histórica sale sin mi artículo... y quién sabe si Mr. Flinder en la Revista de Ciencias morales e históricas de Zurich se adelantará, si es verdad, como me escriben de allá, que ha visto este precioso documento el año pasado, cuando estuvo aquí mientras yo fui a Vichy.

No, mil veces no; eso no puedo consentirlo; no es por vanidad pueril; es que esos socialistas de cátedra me son antipáticos; Flinder de fijo arrima el ascua a su sardina; de fijo lo convierte todo en sustancia, y de los datos favorables para sus teorías que este códice contiene, quiere hacer una catedral, toda una prueba plena... y eso, vive Dios, que es profanar la historia, el arte, la ciencia... No, no; yo diré primero la verdad desnuda, imparcialmente, reconociendo todo   —255→   lo que este manuscrito arroja de luz en la tan debatida cuestión... pero sin que sirva de arma para tirios ni troyanos. Me cargan los utopistas, los dogmáticos...

Sonó otro tiro.

«Pues debe de ser eso. Debe de haberse armado». Vidal se aventuró por la calle arriba. Al dar vuelta a la esquina, que estaba lejos de la Biblioteca, en la calle inmediata, como a treinta pasos, vio al resplandor de una hoguera un montón informe, tenebroso, que obstruía la calle, que cerraba la perspectiva. «Debe de ser una barricada».

Alrededor de la hoguera distinguió sombras. «Hombres con fusiles», pensó; «no son soldados; deben de ser obreros. Estoy en poder de los enemigos... del orden».

Una descarga nutrida le hizo afirmarse en sus conjeturas; oyó gritos confusos, ayes, juramentos...

No cabía duda, se había armado. «Aquello era una barricada, y por aquel lado no había salida».

Deshizo el camino andado, y al llegar a   —256→   la puerta de la Biblioteca se detuvo, se rascó detrás de una oreja y meditó.

«Mañana, por fas o por nefas, estará esto cerrado; mi artículo no podrá salir a tiempo... puede adelantarse Flinder... No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy».

Sonó a lo lejos otra descarga, mientras Vidal metía la gran llave en su cerradura y abría la puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro oyó más disparos, mucho más cercanos, y voces y lamentos. Subió la escalera a tientas, reparó al llegar a otra puerta cerrada, en que iba a obscuras; encendió un fósforo, abrió la puerta que tenía delante, entró en la portería, contigua al salón principal; encendió un quinqué, de petróleo, que aún tenía el tubo caliente, pues era el mismo con que momentos antes se había alumbrado; entró con su luz en el salón de la Biblioteca, buscó sus libros y manuscritos, que tenía separados en un rincón, y a los cinco minutos trabajaba con ardor febril, olvidado del mundo entero, sin oír los disparos que sonaban cerca. Así estuvo no   —257→   sabía él cuánto tiempo. Tuvo que detenerse en su labor porque el quinqué empezó a apagarse; la llama chisporroteaba, se ahogaba la luz con una especie de bostezo de muy mal olor y de resplandores fugaces. Fernando maldijo su suerte, su mala memoria que no le había hecho recordar que tenía poco petróleo el quinqué... en fin, recogió los papeles de prisa, y salió de la Biblioteca a obscuras, a tientas. Llegó a la puerta de la calle, abrió, salió... y al dar la vuelta para cerrar, sintió que por ambos hombros le sujetaban sendas manos de hierro y oyó voces roncas y feroces que gritaban:

-¡Alto!

-¡Date preso!

-¡Un burgués!

-¡Matarle!

«¡Son ellos -pensó Vidal- los correligionarios activos, prácticos de Mr. Flinder!».

En efecto, eran los socialistas, anarquistas o Dios sabía qué, triunfantes, en aquel barrio a lo menos. Con otros burgueses que habían encontrado por aquellos contornos habían hecho lo que habían querido; quedaban   —258→   algunos mal heridos, los que menos apaleados. El aspecto de Fernando que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irritó en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle por las armas y así se lo hicieron saber.

Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edificio de donde salía Vidal y exclamó:

-Esta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un burgués sabio!

-¡Que muera! ¡que muera!

-Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la nobleza, los burgueses para explotar al pobre, engañarle, reducirle a la esclavitud moral y material.

-¡Bravo, bravo!...

-Mejor es quemarle en una hoguera de papel...

-¡Eso, eso!

-Abrasarle en su biblioteca...

Y a empellones, Fernando se vio arrastrado por aquella corriente de brutalidad apasionada, que le llevó hasta el mismo salón   —259→   donde él trabajaba, poco antes, en aquel códice en que se podía estudiar algún relámpago antiquísimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba sobre su cabeza.

Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el salón se iluminó con una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo que subió hasta el salón no era muy numeroso, pero sí muy fiero.

-Señores -gritó Vidal con gran energía-. En nombre del progreso les suplico que no quemen la biblioteca... La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros... son inocentes... no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos... En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 45... En ese otro está Lassalle... Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas; el año sabático, el jubileo... la misma vida de Job... ¡no! la vida de Job no   —260→   es argumento socialista. ¡Oh, no, esa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos...

Fernando se quedó pensativo, e interrumpió su discurso, olvidado de su peligro y el de la biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendido, había producido su efecto. El cabecilla, que era un ergotista a la moderna, de café y de club, uno de esos demagogos retóricos y presuntuosos que tanto abundan, extendió una mano para apaciguar las olas de la ira popular...

-Quietos, dijo... procedamos con orden. Oigamos a este burgués... Antes que el fuego de la venganza, la luz de la discusión. Discutamos... Pruébanos que esos libros no son nuestros enemigos, y los salvas de las llamas; pruébanos que tú no eres un miserable burgués, un holgazán que vive como un vampiro, de la sangre del obrero... y te perdonamos la vida, que tienes ahora pendiente de un cabello...

-No, no; que muera... que muera ese... sofista -gritó un zapatero- que era terrible   —261→   por la posesión de este vocablo que no entendía, pero que pronunciaba correctamente y con énfasis.

-¡Es un sofista! -repitió el coro- y una docena de bocas de fusil se acercaron al rostro y al pecho de Fernando.

-¡Paz!... ¡paz!... ¡tregua!... -gritó el cabecilla que no quería matar sin triunfar antes del sofista-. Oigámosle, discutamos...

Vidal, distraído, sin pensar en el peligro inmenso que corría, haciendo psicología popular, teratología sociológica como él pensaba, estudiaba aquella locura poderosa que le tenía entre sus garras; y su imaginación le representaba, a la vez, el coro de locos del tercer acto de Jugar con fuego, y a Mr. Flinder y tantos otros que eran en último análisis los culpables de toda aquella confusión de ideas y pasiones. «¡La lógica hecha una madeja enredada y untada de pólvora, para servir de mecha a una explosión social!...». Así meditaba.

-¡Que muera! -volvieron a gritar.

-No, que se disculpe... que diga qué es, cómo gana el pan que come...

  —262→  

-¡Oh! tan bien como tú, tan honradamente como tú -gritó Vidal volviéndose al que tal decía, enérgico, arrogante, apasionado, mientras separaba con las manos los fusiles que le impedían, apuntándole, ver a su contrario.

Le habían herido en lo vivo.

Después de haber tenido en su ya larga vida de erudito y escritor mil clases de vanidades, ya sólo le quedaba el orgullo de su trabajo... No se reconocía, a fuerza de mucho análisis de introspección, virtud alguna digna de ser llamada tal, más que esta, la del trabajo; ¡oh, pero esta sí! «Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente...

»He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo,   —263→   porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo me acerco más al desengaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo... pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en la estela de mis esfuerzos; me reconozco en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora   —264→   de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin querer, trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho... y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra... Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas... Desde los diez años, no ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida, fueron para mí de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana.

»Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego   —265→   algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la obscuridad y del desprecio...

-Pero a ti no te han explotado; tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran... -interrumpió el cabecilla.

-Con mi trabajo -prosiguió Vidal- se han hecho ricos otros; empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. No me queda el consuelo de protestar indignado con entera buena fe. Ese es un problema muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido.

»No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema, porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, quemando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estómago;   —266→   el pan que gano apenas lo puedo digerir... y lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento... Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera en último análisis, una puerilidad... Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero bastar remedio ni represalias; porque no sé si hay algo que remediar, ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero... no odio... no me vengo... Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe... Matadme si queréis, pero respetad la biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir...». La plebe, como siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba, respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad idolátrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre...

  —267→  

La retórica había calmado las pasiones; los obreros no estaban convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho.

Algo quería decir aquel hombre.

Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la acción y se detenían a discurrir, a meditar, quietos.

Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de león enamorado, que se dejó cortar las garras.

De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados subía por la escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia inútil. Algunos disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la insurrección vencida, estaba en la cárcel. Vidal fue entre ellos, codo con codo. En opinión, terrible y poderosa opinión, del jefe de la tropa vencedora, aquel señorito tronado era el capitán del grupo de anarquistas sorprendido en la biblioteca. A todos se les formó consejo de guerra, como era regular. La justicia sumarísima de la Temis marcial fue ayudada en su ceguera por el egoísmo y el miedo del verdadero cabecilla y por el rencor de sus compañeros.   —268→   Estaban furiosos todos contra aquel traidor, aquel policía secreto, o lo que fuera, que les había embaucado con sus sofismas, con sus retóricas y les había hecho olvidarse de su misión redentora, de su situación, del peligro... Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe. El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio decretó que la última pena sólo se aplicara a los cabezas de motín; a esta categoría, pertenecía sin duda Vidal; y mientras el que quería discutir con él las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero, quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre jornalero del espíritu, el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba a mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y muy conservadores cuatro tiritos.