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Leopoldo Alas, reseña sobre «Ariel» (1900)1

Leopoldo Alas





Da cierto carácter de oportunidad al asunto de este artículo la reciente visita de un barco de guerra argentino a España, acontecimiento que movió la opinión y el sentimiento público en el sentido más simpático y de más provecho, a mi ver, para todos. En esto de la unión, con toda clase de lazos, entre españoles peninsulares y españoles americanos, soy radical -yo que lo soy en tan pocas cosas-, y además un soñador a prueba de frialdades y desengaños. Creo en la futura unidad de la gran familia ibérica, y en que, después de realizada, ha de parecer error inexplicable el que no se hubiera realizado antes. Con tal criterio y ánimo, puedo economizar toda la prosa que debía dedicar ahora a pintar el entusiasmo con que he visto las hermosas manifestaciones de afecto que acaban de cruzarse entre peninsulares y argentinos.

Estos grandes movimientos sociales, sobre todo cuando tienen por objeto algo más que puros intereses económicos, se reflejan también en las letras, en los países cultos, y en ellas se puede estudiar en una de sus fases más importantes. Por antítesis podríamos citar, como ejemplo, el doloroso fenómeno del separatismo catalán, calificado por algunos, como el señor Silvela, de principalmente literario.

Pues también en la literatura americana podemos observar manifestaciones que nos hablan de las tendencias favorables y adversas que en el nuevo continente existen respecto de su trato con España. Sí; hace muchos años, cuando menos se quería por allá a los españoles, recientes todavía los dolores de la separación, los literatos, especialmente los poetas, solían inspirarse en nuestros autores más célebres, como Quintana, Espronceda, Zorrilla; después se vio que nuevas generaciones iban olvidando esta sugestión española, para entregarse a la de otras literaturas europeas, principalmente a la francesa. Este fenómeno era común a las letras y a otras esferas de la actividad social. No era todo desdén para España. Algo había en la general tendencia nueva, muy natural y muy respetable. España no daba a sus hijos de América suficiente pasto intelectual. Abiertos aquellos pueblos a todas las inmigraciones, y anhelantes ellos de beber la civilización moderna donde la hubiese, otros países más adelantados que el nuestro, de letras más intensas y más conformes al espíritu moderno, atrajeron la atención de aquellos espíritus, jóvenes los más, educados muchos de ellos por viajes y lecturas que les enseñaban una lengua en que poco o nada significaba España. No es ésta ocasión de mostrar cómo aquella imitación de lo europeo no español, de lo francés principalmente, fue demasiado lejos, y con olvido de la originalidad a que deben aspirar todos los pueblos que quieran prepararse una personalidad en la historia. Sin contar a los snobs, ni mucho menos a los majaderos, hombres de positivo talento y cultivado espíritu se dejaron llevar por la corriente del galicismo integral, hasta el punto de llegar a escribir en un castellano que, aun sin grandes barbarismos gramaticales, parecía francés en el alma del estilo.

No quiere significar el pretérito que vengo empleando que estos excesos hayan pasado como aquellos de los sinsontes zorrillescos. No; todavía en los azules, en los decadentes americanos, predomina la moda de París... Después de todo, como en ciertos grupos de jóvenes peninsulares, que no tienen más enjundia española que sus correligionarios de América.

Pero también es verdad y ventura, que en el seno de esa misma juventud literaria americana aparecen síntomas de una favorable y justa reacción, en armonía con análogas corrientes en otros órdenes de la vida; reacción que vuelve los ojos a España, sin desdecirse del pasado, sin desdeñar las útiles lecciones recibidas en esta comunicación directa con países europeos más adelantados; pero comprendiendo que esa originalidad, que hay que buscar a toda costa, no puede ser de importación, sino que hay que sondarla en los misterios de la herencia, en el fondo de la raza.

*  *  *

José Enrique Rodó, uno de los críticos jóvenes más notables de la América latina, hoy catedrático de Literatura en Montevideo, representa, como el mejor, esta saludable tendencia que señalo, y hace años que viene escribiendo en tal sentido, así como otros, v. gr.: el poeta de Lima, señor Chocano, en cuyos versos valientes y generosos en favor de España he hablado ya en Los Lunes.

Ahora publica el señor Rodó un libro de pocas, pero substanciosas páginas, titulado Ariel, y aunque en él no trata directamente de esa nueva tendencia a reconciliar con España, la España digna del siglo, si bien respetuosa con el siglo de su gloria; aunque Ariel tiene otro fin inmediato, en el fondo y como corolario de su idea va a lo mismo.

Ariel no es una novela ni un libro didáctico; es de ese género intermedio que con tan buen éxito cultivan los franceses, y que en España es casi desconocido.

Se parece, por el carácter, por ejemplo, a los diálogos de Renán, pero no es diálogo; es un monólogo, un discurso en que un maestro se despide de sus discípulos. Se llama Ariel tal vez por reminiscencia y por antítesis del Caliban de Renán. Ya se sabe que Ariel es el genio sutil -Airy Spirit- que obedece a los mandatos de Próspero en La Tempestad de Shakespeare, mientras Calibán es a savage and deformed slave, que en cuanto aparece en escena exclama: I must eat my dinner: necesito comer. El venerable maestro en el libro de Rodó se despide de sus discípulos en la sala de estudio, junto a una estatua de Ariel, que representa el momento final de La Tempestad, cuando el mago Próspero devuelve la libertad al genio del aire:


My Ariel - chick-
that is thy charge; then to the clements
be free, and fare thou well!



En la oposición entre Ariel y Calibán está el símbolo del estudio filosófico de Rodó. Se dirige a la juventud americana, de la América que llamamos latina, y la excita a dejar los caminos de Calibán, el utilitarismo, la sensualidad sin ideal, y seguir los de Ariel, el genio del aire, de la espiritualidad que ama la inteligencia por ella misma, la belleza, la gracia y los puros misterios de lo infinito.

Admira ver la profundidad y la serena unción con que Rodó sabe llegar a la armonía, siempre inspirado por la justicia, siempre sincero, valiente y decidido en la defensa de sus propias ideas, pero leal con las opuestas, sin desvirtuarlas; flexible, tolerante, comprendiendo todo, pero predicando lo suyo. Recomiendo a nuestros literatos decadentes y modernistas, y a los jóvenes ácratas y libertarios -a los que todavía tienen salvación, no a los perdidos por la ignorancia, el orgullo y a veces el vicio-, les recomiendo el estudio de este espíritu americano, tan joven y ya tan equilibrado; sereno e imparcial, sin mengua del entusiasmo, enamorado del porvenir, pero con veneración por el pasado y con el conocimiento positivo del presente.

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Dos puntos capitales trata primero, en general, para llegar después a lo más importante de su propósito, a la cuestión actual, histórica, de la asimilación del americanismo del Norte por la América joven latina.

Combate el utilitarismo primero, en lo que tiene de exclusivo, de limitado; y jamás he visto demostrada con tanta elocuencia la falta de idealidad final, de propósito definitivo y digno del hombre, de esa tendencia que, perdiéndose en los pormenores de la vida ordinaria, nos oculta el vacío de sus últimas indeterminadas aspiraciones. Rodó examina los dos grandes ideales humanos históricos, el clásico griego y el cristiano, y encuentra un momento en que se dan la mano, se complementan: el momento de las primitivas iglesias que fundó San Pablo en Grecia; por ejemplo, Tesalónica y Filipos.

Lo mismo el cristianismo, en su pureza, que el helenismo se oponen a la moderna barbarie utilitaria. Si algún lector recuerda, por acaso, un folleto mío que se llamaba Apolo en Pafos, podrá comprender con cuánto gusto aplaudiré a Rodó en estas ideas, que yo entonces procuraba hacer plásticas a mi manera.

Donde el joven profesor americano muestra asombrosa originalidad, es al explicar con elocuencia y profundo pensamiento el íntimo sentido del ocio clásico, de la vida que se saborea, no a lo hedonista, sino con la reflexión, el sentimiento; no apresurándola en loca actividad, siempre en busca de medios sin último fin, sino poética, noblemente, como los dioses, en oportuno y sereno reposo.

Titiro, Virgilio, decía:


Oh, Meliboee!, deus nobis hoec otia fecit,



pero estos ocios que el poeta latino, de alma griega, tenía por don digno de un dios, el utilitarismo del día los desdeña, porque no penetra su valor profundo; porque no ve que el destino del hombre es, tanto como vivir, contemplar, sentir la vida.

Pero además, el utilitarismo geométrico, lógico, llega... a la negación de la caridad, al dogma del triunfo del más fuerte, de la lucha por la existencia, legítima también entre hombres. Pocos días hace, un sociólogo ilustre, Adriano Vaccaro, discutiendo con otro, francés, Mr. Richard, se sinceraba de la acusación de crueldad, de falta de altruismo a que se creía que le arrastraban sus doctrinas, conformes con la adaptación del transformismo aun en sociología. Vaccaro ve la necesidad de no ser lógico, de no sacar las últimas consecuencias al utilitarismo, para librarse de las teorías que otros, más lógicos, más consecuentes, predican sin miedo, proclamando el abandono y aun el exterminio de los débiles, de los no adaptados; por ejemplo, del hombre delincuente nato, del niño no viable, etc., etc. ¿Quién no recuerda las doctrinas de ciertos periodistas italianos radicales, que llegan a pedir la persecución y supresión del criminal, aun antes del crimen, siempre que la ciencia le señale como caso necesariamente llamado al delito?

Rodó recuerda con oportunidad al más franco, al más genial de los pensadores inspirados en tales egoísmos, a Nietzsche, con su clara y terminante idea del sacrificio de los más al placer y progreso de unos pocos, con su desprecio de las ternuras cristianas. «Mas por fortuna -añade Rodó- tales ideas no prevalecerán mientras en el mundo haya dos maderos que se puedan colocar en forma de cruz».

Pero la democracia niveladora, es decir, la atención a los más, y por tanto, a los peor dotados, tal como generalmente se entiende, no es remedio al utilitarismo, y antes suele ir en su compañía.

La democracia niveladora, aspirando el monótono imperio de las medianías iguales, la democracia mal entendida, la combate Rodó con fuertes razones y elocuencia, sin que por eso deje que le venzan doctrinas aristocráticas, ni siquiera cuando ofrecen el atractivo gracioso e insinuante con que las adorna, por ejemplo, un Renan. En mi introducción a la versión española, de Los Héroes, de Carlyle, exponía yo ideas que coinciden en este punto con las de Rodó. La democracia es ya un hecho vencedor, es algo definitivo, y además, bien interpretada, es legítima, es lo que piden el progreso y la justicia: se puede y se debe, pues, conciliarla con la idea de Carlyle, con la misión providencial del heroísmo impulsando la marcha de la vida. La democracia debe ser de igualdad en las condiciones, igualdad de medios para todos, a fin de que la desigualdad que después determina la vida nazca de la diferencia de las facultades, no del artificio social; de otro modo, la sociedad debe ser igualitaria, pero respetando la obra de la Naturaleza, que no lo es. Mas no se crea que la desigualdad que después determinan las diferencias de méritos, de energías, supone en los privilegiados por la Naturaleza el goce de ventajas egoístas, de lucro y vanidad, no: los superiores tienen cura de almas, y su superioridad debe significar sacrificio. Los mejores deben predominar para mejor servir a todos. Tal es, aunque él lo exponga de otro modo, la doctrina de Rodó, al resolver las dificultades que para el progreso real de la vida podría ofrecer la democracia.

Perspicaz y elocuente se muestra en tan interesante materia, de capital importancia y actualidad, no sólo en América, sino también en Europa.

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Bien preparado con todo lo que antecede, llega el autor al punto particular y de interés histórico actual, el principal de su trabajo.

Ya se sabe que hoy los Estados Unidos del Norte procuran atraer a los americanos latinos, a todo el Sur, con el señuelo del panamericanismo; se pretende que olviden lo que tienen de latinos, de españoles, mejor, para englobarlos en la civilización yanqui; se les quiere inocular el utilitarismo angloamericano. Y como los triunfos exteriores, brillantes, positivos, del americanismo del Norte son tantos, en la América española no falta quien se deje sugestionar por esa tendencia.

Y aquí es donde se muestra realmente admirable el crítico de Montevideo, hábil como nadie, hábil a fuerza de serena imparcialidad al enumerar y analizar todas las innegables grandezas y ventajas del pueblo yanqui, sin omitir nada favorable, reconociéndoles hasta religiosidad sincera. «Los admiro, aunque no los amo», dice Rodó. Y después, con penetración digna de Jacqueville [por Tocqueville], viendo más y mejor que Bourget, examina también todo el pasivo norteamericano, los defectos de su carácter, de su cultura, de sus ideales. Y estos defectos coinciden con el utilitarismo antes examinado. El interés material, el goce de bienes de pura sensualidad como fin último, y en rigor, el ansia constante de la lucha para conseguir los medios que preparan felicidad tan odiosa y baja. Además, la falta de gracia, la ausencia del ocio helénico, de idealidad misteriosa; y con esto, el nivel democrático de la medianía triunfante, de la cantidad soberana; el número por numen.

Ariel aconseja a la juventud hispano-latina que no se deje seducir por la sirena del Norte; el ideal clásico y el ideal cristiano deben guiarla, sin que deje de ser moderna, progresiva. Como se ve, lo que Rodó pide a los americanos latinos es que sean siempre... lo que son...; es decir, españoles, hijos de la vida clásica y de la vida cristiana.

Con el mayor entusiasmo recomiendo a todos el substancioso folleto del crítico, ya ilustre, de Montevideo.





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