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ArribaAbajoAntonio Tovar


ArribaAbajoPíndaro en Buenos Aires

Palabras en su honor, pronunciadas en la comida con que se celebró, en 1950, su regreso de Buenos Aires.


Muy «ex abrupto», desnudas de cualquier preámbulo, voy a decirte, querido Antonio, cómo veo yo las razones por las cuales hemos querido reunimos contigo. Durante más de un año has enseñado en Buenos Aires el arte de penetrar en las bellezas de Píndaro y en las verdades de Platón; has sabido hacerlo con eficaz y generosa maestría; has hablado y vivido en español; has procurado aprender de América lo que te podía enseñar; y, por fin, has vuelto llana y sencillamente a tu habitual hogar universitario. Permíteme, Antonio, que, una por una, vaya glosando estas cinco razones de nuestro recogido homenaje.

Has enseñado en Buenos Aires a Píndaro y a Platón. Conviene pensar lo que esto significa y vale. Hasta hace poco más de siete lustros, España no enviaba a Hispanoamérica sino campesinos menesterosos de soldada y cómicos del género grande o del género chico. No pretendo mermar la importancia histórica del emigrante y del cómico: aquél llevaba a Ultramar sangre y estilo vital de España; éste difundía lenguaje vivo y figuraciones donde la vida se hizo sueño y el sueño vida. Pero en lo tocante a las formas superiores de la existencia humana -si no se cuenta la obra indeficiente y abnegada de nuestros misioneros-, España parecía haber perdido en América su oficio de orientación y magisterio; pérdida tanto más grave a comienzos de nuestro siglo, cuanto que por entonces iniciaban su mocedad histórica los pueblos hispanoamericanos.

Comenzaron a cambiar las cosas por obra de Avelino Gutiérrez, hombre al cual debe España condigno homenaje. Gracias a la Institución Cultural Española, creación continuada de Avelino Gutiérrez, unos cuantos españoles egregios edificaron en la República Argentina nuestro prestigio intelectual. Aunque todos conocéis sus nombres, quiero cumplir el deber de recordar algunos: Ramón Menéndez Pidal, José Ortega y Gasset, Julio Rey Pastor, Blas Cabrera, Eugenio d'Ors, Américo Castro, Gregorio Marañón, Pío del Río Hortega. Buena parte de lo que ellos hicieron allí entre 1915 y 1930 sigue, para bien de España, vivo y operante. A ellos -con ellos, a Cajal, Menéndez Pelayo, Asín Palacios y pocos más- debe España su buen éxito inicial en un grave e ineludible experimentum crucis: el de mostrar que también en los dominios del pensamiento secular, de la ciencia y de la técnica era capaz de eminencia y magisterio.

Desde entonces, los intelectuales españoles han vuelto a enseñar en América. ¿Qué han enseñado? Los nombres de quienes han ejercido nuestra docencia en Ultramar permiten distinguir en ella tres provincias; la historia y las letras de España, el pensamiento filosófico y la ciencia abstractiva o descriptiva de la realidad visible. Bien está, y Dios ayude a que la triple empresa continúe. Pero ¿y la historia del hombre en cuanto hombre, esa por el cual todos llevamos dentro, aun sin saberlo, a Platón, a Homero y a los alfareros de Ur y Mohenjo-Daro? ¿Habríamos de dejar a franceses, alemanes, italianos e ingleses la honra de mostrar a los mozos de Hispanoamérica la integridad de su estirpe espiritual? España, que en el siglo XVI hizo a Aristóteles ciudadano de la América virgen, ¿tendría que resignarse a dejar que otros enseñasen a los hispanoamericanos la ciencia de disecar y comprender filológicamente el duro y el complejo cuerpo del Estagirita?

En la historia de las relaciones intelectuales entre España e Hispanoamérica aquí es donde se inserta el nombre de Antonio Tovar. Aquí su prioridad, aquí su alto merecimiento. Durante más de un año, Antonio Tovar ha logrado que las sombras de Homero y Píndaro, Platón y Aristóteles -sombras siempre jóvenes, siempre vivificantes- hablasen en su idioma a los oídos más nuevos del más nuevo país del planeta. Lo ha hecho, además, con generosidad y eficacia. No sólo a los aprendices de filólogo: a cuantos se sintieron alguna vez azoradamente menesterosos de Antigüedad Clásica -divino azoramiento, noble menester-, a todos llegó su consejo y su enseñanza. Sobre mi mesa de trabajo anda una versión castellana de dos escritos de Galeno, impresa en Buenos Aires, al frente de la cual puede leerse: «La traducción se ha hecho con la colaboración del filólogo español doctor Antonio Tovar, catedrático de lenguas clásicas en Salamanca y actualmente contratado por la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires.» Y no firma un helenista, sino un profesor de Medicina,

Antonio Tovar, «filólogo español». Tovar ha sido filólogo, en efecto, hablando y viviendo en español. No, no voy a invitaros a un regodeo nacionalista o casticista. Ni quiero, ni puedo. Sé muy bien que la verdad, el bien y la belleza son conquistables en cualquier latitud y con cualquier lengua.

Pero también sé que eso de «hablar y vivir en español» no es una expresión vacía de sentido. No uno, sino varios tiene, a juzgar por los definidores de nuestra vida.

Españolas han sido llamadas la arrogancia y la llaneza, la visión conceptuosa y la visión realista de las cosas, la racional cautela del jesuita y la primaria espontaneidad del conquistador y la «bailaora», la negación del mundo y la voraz codicia de cosas mundanales, la sed de absoluto y el casuismo. No he de entrar ahora en ese nemoroso y contradictorio tremedal. Diré tan sólo que entre los varios modos de vivir a la española hay uno que consiste en ser «persona» antes que «personaje», en existir en el «quién» antes que en el «qué». No pretendo afirmar que esto sea virtud exclusiva de una hipotética «raza» o «casta» española. Sostengo, eso sí, que por obra concurrente de una serie de razones -y, entre ellas, nuestro peculiar y parvo modo de existir históricamente dentro de lo que solemos llamar «mundo moderno»-, no es infrecuente que el español viva antes en indeliberada imitación del «Yo sé quién soy» quijotesco, que en hegeliana servidumbre al «espíritu objetivo». Con otras palabras: Juan Pérez suele ser Juan Pérez antes que profesor, funcionario o corredor de comercio.

Una y otra cosa -«personismo» y «personajismo», vida en el «quien soy» y vida en el «qué soy»- tienen su anverso y su reverso, su oro y su corruptela. Si Juan Pérez puede llegar con facilidad al heroísmo personal, el rendido servidor del espíritu objetivo suele llegar con llaneza a la abnegación civil, sin la cual no hay Estado que valga. Pero cuando Juan Pérez, a fuerza de ser quien es, sabe servir con eficacia, entonces, amigos, llega a constituir una maravilla antropológica: la maravilla del «hidalgo laborioso».

A esta rara casta de «hidalgos laboriosos» pertenece el castellano viejo Antonio Tovar, y como tal ha vivido su experiencia de maestro filólogo en la otra ribera del mar: sin sombra de énfasis, pero sin merma de hidalguía; sirviendo a todos a fuerza de tener gusto en dar; siendo amigo de cuantos merecían serlo, pero afirmando en la amistad con cada uno la dignidad de un tácito «Yo sé quién soy». El gran saber filológico y lingüístico de Antonio Tovar, su preclara inteligencia y su pulcra, entregada profesionalidad constituyen su «qué»; su íntima hidalguía -una hidalguía que, según lo que pide el tiempo, sabe ser laboriosa- da cuerpo y estatura a su «quién».

Solamente quien posea este último título puede pedir con pleno derecho pasaporte para Hispanoamérica, y ésa es la clave de la eficacia española de Tovar en su ejemplar aventura americana.

Mas no sólo ha enseñado nuestro filólogo; también ha aprendido. Triste caso, el del español que no aprende algo en Hispanoamérica. El español puede y debe aprender en el Nuevo Mundo no pocas cosas: algunas genéricas; otras específicas. Enseñanzas genéricas son, por ejemplo, la suave cortesía criolla, la voluntad de un futuro original y, sobre todo, la hermosa experiencia de advertir que las actuales posibilidades de España -posibilidades conviene decirlo, de lento y amenazado logro- llegan hasta la orilla del Pacífico. La índole de las enseñanzas específicas depende, claro, de la personal peculiaridad del discente. Tovar, filólogo y lingüista aficionado a bucear y esclarecer sustratos, ha aprendido en Buenos Aires una urgente e inexcusable lección: la necesidad de estudiar científicamente, y según el nivel de nuestro tiempo, los restos actuales de la América precolombina. En este caso, la lingüística de los idiomas aborígenes: el guaraní, el quechua, el araucano, el aimará.

Soy testigo de la prontitud, el buen ánimo y, por supuesto, la eficacia con que Antonio Tovar penetró, como adelantado, en este ineludible campo -o bosque- de nuestras relaciones intelectuales con Hispanoamérica. Hace casi dos años hablaba yo en Lima con otro gran filólogo español acerca de tal menester, urgente desde que el indigenismo ha pasado de ser nostalgia retórica a ser activa fuerza política. Pues bien: pocas semanas más tarde tenía en Buenos Aires el íntimo contento de ver a Tovar enfrascado en la exploración de una gramática guaraní. Otra vez en arriesgado servicio de descubierta, a la punta de nuestra vanguardia.

Y después de haber enseñado en Buenos Aires a Píndaro y a Platón, y de haber hablado y vivido allí en español, y de haber aprendido de Hispanoamérica buena parte de lo que Hispanoamérica le podía enseñar, Antonio Tovar ha vuelto callada y sencillamente a su hogar universitario, a nuestra Salamanca antigua y familiar. Para seguir enseñando. Para continuar siendo -ahora aquí, junto al Tormes- hidalgo laborioso.

¿Sabéis cuál es, cuál debe ser la vida del hidalgo laborioso, en el caso de que su labor sea el profesorado universitario? Os lo diré. Nuestro hidalgo se levanta no mucho más tarde que la luz del día. Quiebra parvamente su ayuno nocturno; y, a pie, cambiando algún adiós con los habituales del lugar y la hora, llega por la Rúa a la Universidad. No viste la capa de aquel hidalgo que Azorín imaginó en Toledo, la biznaga en la boca y la melancolía en el cerebro, sino el gabán gris y la tópica bufanda de este tiempo. No le faltan, sin embargo, sus duelos y quebrantos más sábados de los que quisiera. Pero esto no le impide ensalzar las almas de sus alumnos hacia las secretas estancias de la verdad, ni le quita de enseñarles a disecar con rigor y veneración los textos de Homero y Horacio, de Lucrecio y Platón. Lee por la tarde la revista y la monografía que ha logrado Dios sabe cómo, y sin secretaria ni paje contesta a un profesor de Oxford y a otro de Heidelberg o Helsinki. Y al fin del día, a la hora en que el hombre queda solo con su pasado, con su esperanza y consigo mismo, sueña la España siempre posible si nuestra hidalguía es de veras laboriosa; una España difícil y delicada, capaz de efectivo magisterio sobre el vivir y el pensar de muchos hombres.

Para, dar clara constancia de todo esto, Antonio, hemos querido reunimos contigo. Dios te ayude a seguir siendo adelantado en filología, maestro en Salamanca y en Buenos Aires, amigo nuestro y hombre fiel a lo que de nosotros pide hoy el destino de España. A saber, la hidalguía entera y laboriosa.




ArribaAbajoRetrato de un filólogo

Discurso de recepción en la Real Academia Española.


Es tan natural, tan de clavo pasado, la presencia de Antonio Tovar en esta Casa, que al verle ahora dentro de su frac académico me parecía que era él, y no yo, quien había de celebrar la presencia entre nosotros de un nuevo compañero. Lo cual me obliga tanto más a agradecer vuestro encargo de responderle y darle la bienvenida.

Acabamos de oír un estudio en el cual, como en un bien trabajado camafeo, muestran su perfil los tres personajes que con Antonio Tovar vienen a colaborar en nuestras tareas: el filólogo, el escritor y el varón de España. A los tres conocéis; pero tal vez no sea ocioso que hoy, cuando en el cráneo que los unifica ya hay más brillo que sombra, trate yo de dibujar su figura; y acaso sea conveniente que este triple retrato mío tenga por fondo, hechas paisaje, las dos situaciones entre las cuales ha transcurrido hasta hoy la fecunda vida profesoral y literaria de nuestro compañero.

Este primer paisaje, el de la más alta Castilla, aparece entre la penumbra del atardecer a los dos lados de un vagón de ferrocarril. En su marcha lenta y saltona sobre los rieles, el cansado vidrio de la ventanilla va enmarcando los últimos berruecos de la Paramera y los pinares con que la tierra llana de Arévalo viste a trechos su casta desnudez. Brillan entre las nubes, sobre el cielo frío, las primeras estrellas. Dentro del vagón, dos hombres conversan entre sí. Uno de ellos es profesor de lenguas clásicas en Salamanca, y regresa a su Universidad después de haber resuelto -o de no haber resuelto- los asuntos que le trajeron a la capital. El otro es un poeta antiguo, «con su lira y su manto y su cabellera perfumada y su barba rizosa y sus sandalias y su libro de papiro enrollado». Aquél se llama Antonio Tovar; este otro, Baquílides de Keos. ¿Qué hablan entre sí el profesor de lenguas clásicas y el poeta antiguo? Quien sienta deseo de saberlo, lea el ensayo en que el profesor nos lo contó. Yo recuerdo ahora el lance sólo para ilustrar la importante realidad de que él es anécdota: que por vez primera desde que España existe, y precisamente por obra de nuestro compañero, suenan sobre la meseta castellana muchas de las palabras en que tiene su raíz la cultura de Occidente.

Han pasado veinticinco años y ha cambiado el paisaje. Ahora nos rodea, combadas por la nieve las ramas de sus árboles, el denso bosque germánico; ese que según uno de sus más ilustrados hijos, el filósofo Guillermo Dilthey, hace inimaginable la naturaleza en torno y obliga al hombre a recluirse en la experiencia religiosa o intelectual de su vida interior. Dócil al genio del lugar, el hombre que a través del ventanal contempla ese paisaje, el profesor de Lingüística comparada Antonio Tovar, va destilando lentamente dentro de sí el fruto y el poso de su vida; pero a la vez, movido por un ímpetu secreto que le llega a través de dos fuertes raíces de su alma, su amor intelectual a las palabras, que no otra cosa es ser filólogo, y su amor visceral a esta tierra que nos pincha y nos sostiene, ese hombre va morosamente recogiendo y limpiando, como si fuesen viejas ánforas sepultadas, las rudas voces que hace más de veinte siglos dejaron sobre nuestro suelo las legiones de la conquista labrum, trapetum, pravus, lacanica, barritum... La palabra, ahora, no es sólo fuente de experiencia vital, poético aguijón sonoro; es también molde que resiste casi invariable el paso del tiempo y nos trae dentro de sí, como gustoso tuétano, un palpitante trocito intacto de la vida de antaño.

Dos paisajes, dos situaciones. Entre una y otra, casi toda la aventura intelectual, literaria y cordial de alguien en quien se articulan o se funden, como antes decía, un filólogo, un escritor y un varón de España. Trataré de presentaros mi personal visión de cada uno de ellos.

El filólogo: el investigador que desde su mocedad, cuando con ojos jóvenes de castellano viejo miraba el Erecteon de la Acrópolis y anotaba las églogas de Virgilio, hasta su actual docencia en las aulas de Tubinga, ha cosechado valiosas mieses inéditas en los campos más diversos del habla humana: las dos grandes lenguas clásicas, el vasco, los idiomas de la América precolombina, el eslavo, el gótico, el celia, la epigrafía líbica y las lenguas bereberes que le sirven de contexto. Aunque devoto amante de las palabras, sólo como encandilado forastero puedo yo mirar el dilatado forastero puedo yo mirar el dilatado y complejo reino de la filología; pero me atrevo a pensar que muy pocos, poquísimos de los filólogos actuales podrán presentar un haz de hallazgos, exploraciones, interpretaciones, ediciones, versiones originales y exposiciones de conjunto comparable en amplitud y riqueza al que, todavía no extinta en su alma la inquieta juventud, hoy nos ofrece nuestro nuevo compañero. Véase el copioso catálogo que para alivio y complemento de mi brevísima mención selectiva he añadido a estas páginas.

Traducciones y ediciones críticas de Virgilio, Sófocles, Eurípides, Platón, Aristóteles, Luciano; una quincena de libros sobre casi otros tantos temas filológicos, lingüísticos, literarios e históricos; doscientos y pico trabajos científicos en las más prestigiosas revistas técnicas... Es verdad; la llegada de Antonio Tovar a esta Academia ha sido lo que de tantas y tantas creaciones de la cultura de España ha dicho nuestro eximio Director: un jugoso y confortador fruto seruendo.

Dejadme glosar, entre todos esos libros, tres que por su contenido o por su tema hablan muy hondamente al hombre que yo soy: la Vida de Sócrates, el Catálogo de las lenguas de América del Sur y el Catalogus Codicum Graecorum Vniuersitatis Salamantinae.

A lo largo de diez años, desde aquel ensangrentado e incierto en que él y yo nos conocimos, asistí de cerca a la elaboración del importante libro que Antonio Tovar ha consagrado a la vida y la significación de Sócrates. Una y otra vez pude admirar el celo, la precisión y la vastedad con que Tovar iba documentándose para cumplir personalmente un empeño tantas veces acometido por filólogos e historiadores. Pero lo que al fin había de admirarme en ese estudio, cuando en 1947 vio la luz, no fue su enorme y riguroso saber documental, sino la lozana y brillante originalidad con que en él aparecía ante nuestros ojos -los ojos tan desengañados como animosos de quienes en nuestro siglo sabemos decir «todavía»- el nervio mismo de la hazaña socrática: la enseñanza a la vez dramática y consoladora de que la razón, la libertad, la sencillez y la piedad siempre serán conciliables entre sí. Lección dramática, porque en el caso de Sócrates -y luego, sin su apretado e insigne patetismo, en tatos otros- hubo de pasar por la criba de la muerte; lección consoladora, porque desde entonces no ha habido hombre que cuando ha querido serlo de veras no haya sido, poco o mucho, un discípulo más del inmortal filósofo ateniense. «La fragilidad del destino humano, la fatalidad histórica y la libertad genial, las profundas raíces del individuo humano más racional y exento -todo esto quisiéramos que resultara más claro después de leídas estas páginas», nos dice su autor al término de ellas. A los veinte años largos de haber sido escritas, es hermoso comprobar que alcanzaron y siguen alcanzando su meta.

La Vida de Sócrates me habla en cuanto yo soy europeo del siglo XX; los otros dos libros que antes mencioné, en cuanto soy un hispano menesteroso de esperanza. El Catálogo de las lenguas de América del Sur es una gallarda muestra de lo que un español de pro puede y debe hacer hoy en aquel continente. A América llevamos los españoles muchas cosas; lengua, religión, sangre, costumbres, cierto talante ético y un cauce idóneo para acceder al mundo de Occidente; pero nuestra misión americana nos exige ahora -como nos exigió entonces- contribuir amorosa y originalmente a que los hombres, todos los hombres, conozcan y estimen las culturas con que allí nos encontramos. En lo tocante a las lenguas de América, ¿qué hemos hecho los hijos de Iberia después de su temprana utilización catequética por los primeros misioneros? Aparte el precursor ensayo del P. Hervás y Panduro, y descartado el valioso repertorio bibliográfico que compuso un diplomático de excepción, el conde de la Vinaza, nada o casi nada, hasta el Catálogo de Tovar. El cual era un libro necesario, porque la dispersión de los trabajos precientíficos y científicos acerca de las lenguas suramericanas requería con urgencia una obra de conjunto como esta que Tovar ha publicado, y es un libro importante, por el rigor, el nivel y la amplitud ejemplares con que en él ha sido tratado el tema. Mas también -todo hay que decirlo- por la airosa soledad del autor durante la realización de su empeño: la soledad de un profesor español que lejos de España y apenas asistido por ella se ha esforzado varios años para llenar individualmente el vacío que en nuestra producción científica dejaron tiempo atrás «la incuria y la pereza» de otros muchos.

Algo análogo hay que decir, ahora de puertas adentro, del Catalogus Codicum Graecorum Vniuersitatis Salamantinae. Desde los años en que florecieron sus teólogos y juristas famosos, ¿cuántas veces no se habrán dilatado las gargantas españolas cantando retóricamente la gloriosa antigüedad de la Universidad salmanticense o deplorando con amargura su decadencia y abandono? Lo que casi nadie hacía -y en lo tocante a sus fondos clásicos, nadie- era estudiar con seriedad el oro o el cobre restantes que esa Universidad pudiera conservar entre sus muros. En 1963, cuando Antonio Tovar abandonaba para siempre el claustro salmantino, dejó como prenda permanente de su eficaz paso por él este catálogo de los códices griegos que todavía guarda la vieja biblioteca universitaria. Otra hazaña de un español que en lo suyo, el saber filológico, quema su vida abriendo caminos hacia el futuro y limpiando de escombros o salvando de la ignorancia los caminos del pasado.

Me falta competencia técnica para entrar en el extenso y bien arbolado soto que forman los trabajos de investigación filológica de nuestro compañero. Pero si como profano hubiese de indicar alguna preferencia, yo nombraría en primer término -junto a la espléndida Estratigrafía de los dialectos griegos- el amplio grupo de los que Tovar ha consagrado a las lenguas prerromanas de la Península Ibérica, desde «Las inscripciones ibéricas y la lengua de los celtíberos», publicado hace más de veinte años en el Boletín de nuestra Academia, hasta el recientísimo «L'inscription du Cabeço das Fraguas et la langue des Lusitaniens» (1967), pasando por los dos -«Los sufijos -rr- en España y fuera de ella, especialmente en toponimia» y «Los sufijos españoles en -z, y especialmente los patronímicos»- que en 1958 y 1962 compuso en colaboración con nuestro don Ramón Menéndez Pidal. Es ineludible aquí, y bien grato, el recuerdo de otro eminente compañero nuestro, don Manuel Gómez Moreno. Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Antonio Tovar: tres hombres de nuestra Academia, por cuya preciara mediación nos cuchichean algo inteligible los más remotos abuelos de nuestra lengua y nuestra sangre. ¿No nos pone acaso en el alma una incitante delicia histórica el saber -valga este ejemplo- que Indíbil y Mandonio fueran, para quienes en su lengua entonces les nombraban, algo así como «el Negrazo» y «el Muleño» o «el Caballuno», un cacique rural de tez zaína y otro de algún modo relacionado con los mulos o los caballos?

Filología y lingüística del griego, del latín, del vasco, del eslavo, del gótico, de las lenguas americanas y bereberes, de los idiomas prerromanos de Iberia... ¿Cuál puede ser la clave secreta de tan amplia y productiva inquietud filológica? Sólo ésta veo yo: la inextinguible sed intelectual y vital de un hombre que en el presente y en el pasado quiere siempre para sí y para los demás un latido fresca y originalmente abierto al futuro; la ambiciosa inconformidad frente a todo cuanto en la lengua y en la vida sea cosa hecha, sistemática y rutinaria. ¿Recordáis la confidencia que el poeta Baquílides de Keos hizo a Antonio Tovar en un vagón de ferrocarril, camino de Madrid a Salamanca, pasando -con cambio de tren- por Medina del Campo? «Nunca como en nuestro tiempo -decía el griego- los hombres se han sentido desde su nacimiento desprovistos de verdades [esto es, añado yo: libres de saberes ya codificados y consabidos, exentos de certidumbres o seguridades de que cualquiera puede echar mano]. Desnudas vivían nuestras almas, y quien hilaba una pieza que pudiera abrigar esa desnudez angustiosa y velar los ojos inquietos de aquéllas, ése era un rey. Reyes éramos por eso los poetas, o lo parecíamos. Los modernos no os podéis dar cuenta de cómo era esto». ¿Qué íntimo sentir declaran estas reveladoras palabras: sólo el antiguo de Baquílides de Keos o también el más próximo a nosotros del que en ese viaje castellano era su interlocutor, el filólogo Antonio Tovar? La profunda sed de vida nueva que delatan, a lo largo de más de treinta años, los trabajos filológicos de éste, nos permite afirmar que por la boca del poeta arcaico, aunque sin traicionarle, está hablando un hombre que en la práctica de su oficio sólo se conforma vistiendo de ciencia recién hilada -una ciencia que es también interpretación, y por tanto poesía- la exigente desnudez sonora o gráfica de las palabras menos estudiadas. Mas no sólo para sí, también para los demás, porque tanto como investigador y hermeneuta, Antonio Tovar ha sido constantemente profesor y maestro: ha enseñado lo que sabía y ha querido siempre que su enseñanza fuese para el discípulo germen y pábulo de vida propia. Salamanca, Buenos Aires, Tucumán, Urbana (Illinois), Madrid y ahora Tubinga -linda hazaña, la de llevar trigo a Castilla, hierro a Vizcaya y lingüística comparada a la ribera de Neckar- han sido los sucesivos lugares de su docencia; y una veintena de filólogos eminentes y profesores de lenguas clásicas y de Historia antigua, el testimonio vivo de su permanente magisterio. A riesgo de pecar por omisión, he aquí una gavilla de nombres: los catedráticos y profesores de Universidad Rodríguez Adrados, Sánchez Ruipérez, Rubio Fernández, García Calvo, Montenegro Duque, Blázquez Martínez, Pérez Varas y Bejarano; los catedráticos de Enseñanza Media Palomar Lapesa, Rubio Alija, Dulce María Estefanía y María Lourdes Albertos; la bibliotecaria Teresa Santander; y al otro lado del Atlántico -en Tucumán, en Bahía Blanca, en Mendoza-, Ricardo F. Binda, María Teresita Belfiore, Aurelio R. Bujaldón. Es noble el olivo por el fruto que da, mas también por los renuevos que de él proceden. Imitando humanamente al más prestigioso de los árboles antiguos -el que dio alimento y luz a los poetas y a los filósofos de la vieja Hélade-, así ha sabido ser noble el profesor y maestro Antonio Tovar.

Con el filólogo entra hoy en nuestra Casa el escritor; si queréis, el logófilo, el hombre que además de amar a las palabras por lo que ellas son y por lo que ellas dicen, ama también el propio bien decir y se esfuerza por lograrlo; el que con dolor y con gozo, porque ambos son, juntos e inseparables, el gaje del escritor, siente en su alma la peregrina vocación de decirse a sí mismo. Muy directamente lo hizo Antonio Tovar en varios poemas de su juventud; e indirectamente, contando recuerdos o impresiones, a lo largo de toda su vida. Leed con calma su libro Ensayos y peregrinaciones, y descubriréis, si no lo sabíais ya, que Tovar, nieto literario del Noventa y Ocho, es maestro en la expresión ceñida, fuerte y sugestiva de todo lo que desde dentro de su alma o desde fuera de ella, le ha puesto en íntima tensión. Oíd este fragmento de prosa por igual descriptiva y lírica: «Quedan atrás los campos y montes, no sé si en las tierras del Tajo, o acaso por los altos campos de Ávila, barridos por el viento. Acaso han revoloteado dos picazas. El humo tizna fríos y límpidos horizontes. El ritmo del tren me hace en este momento más difíciles los pasos sutiles de la métrica antigua...» («Baquílides, o sobre la poesía antigua y moderna»); o este otro: «Estoy en un balcón. Es un atardecer veraniego, lento, pesado. Los últimos dorados son apagados violentamente por negrísimos nubarrones, que vagan enormes, recortados sus bordes sobre un cielo azul más claro. De repente, un relámpago se refleja en la espesura de las nubes, que deslumbran un instante, blancas, con eléctrica luminosidad, sobre un cielo que se queda más oscuro» («Nuevo sentido del espacio»); o éste, en el que se evoca una hora en El Toboso: «Sancho no llega. Se hace de noche. Sopla el gran viento de la Mancha. Yo querría tomar una dirección, correr en busca de don Quijote, descubrir la trama, acusar a Sancho, gritar que sí, que hay aquí princesas y casi castillos, y esta placita y la mole de la iglesia y la campana argentina... No puedo moverme. El Toboso me retiene desde hace cuatrocientos años. Allá, al otro extremo, está Miguel de Cervantes, con su risa, no sé si cruel o humana. Contempla las mañanas, los tramontos, las noches, sobre el campo, que tan pronto es un pedregal como está raramente cubierto de espigas rubias o pálidas» («Viaje del Toboso»); o éste, en fin, en que para su autor y para nosotros revive la impresión de una noche de domingo en un ingenio de la más alta Argentina: «Se ha puesto el sol. Los nubarrones quedan al norte, cortinaje pesado y negruzco, que a veces se rasga en relámpagos de arriba abajo. La vieja locomotora de vapor viene por la calle, pequeñita bajo los árboles inmensos. Pasan los americanos, los verdaderos americanos, los hijos de la tierra: indígenas. Caras impasibles, arrugadas. Sombreros sobre las greñas. Las criaturas penden mediante fajas de los hombros de su madre, que camina con andar impasible, los ojos fijos a lo lejos... Todos, hombres, mujeres, niños, muerden caña, y se llevan, durísimas, sobre la espalda, unas cuantas, largas, ya secas» («La noche en el ingenio»). ¿No es verdad, amigos, que un verdadero escritor, un hombre de letras cuya pluma sabe heredar a Unamuno, Azorín y Baroja, entra esta tarde en la Academia Española?

Y con el filólogo y el escritor, el varón, de España. Como tal le conocí yo, hace ahora más de treinta años -dos veces ya el grande aevi spatium del contable Tácito-, en un Valladolid de luces apagadas y pasiones encendidas. Desde entonces, codo con codo, nuestra común y paralela aventura. ¿Nos equivocamos en alguna parte de ella? En lo tocante a la meta, tal vez; en lo tocante a la intención, tal vez no, y acaso la mejor prueba de ello sea el hecho de que hoy Antonio Tovar y yo estemos uno frente a otro en la Casa donde a lo largo de tres cuartos de siglo han convivido sin negarse a sí mismos Valera, Galdós, Pereda, Menéndez Pelayo, Asín Palacios, Azorín, Baroja, d'Ors, Marañón y Rey Pastor, y en cuyo atrio quisieron estar, casi vistiendo el frac de su personal ingreso, don Santiago Ramón y Cajal, don Miguel de Unamuno, don Antonio Machado, don Blas Cabrera y don Ramón Pérez de Ayala; en esta Casa que para honra y gozo de todos hoy dirige don Ramón Menéndez Pidal.

Del paso de Antonio Tovar por los años de su vida que algunos, y acaso él mismo, tengan por cuestionables, ¿qué es lo que queda? Varias cosas. Una dedicatoria impresa como frontispicio en uno de los más bellos libros de prosa de nuestro siglo, Valencia, de Azorín: «A Antonio Tovar, clara inteligencia y corazón generoso, en quien encontré un amigo desde el primer momento, dedico este libro, escrito en las madrugadas, cuando todo dormía y el pensamiento estaba entregado a sí mismo, desligado casi de la materia. SPES. FIDES. HISPANIA.» Y de cuando en cuando, en torno a las rodillas, porque más arriba no puede llegar, un mezquino rumor de tábanos mediocres y envejecidos. Y en todo momento la posibilidad de repetir silenciosamente, pero ya con las manos llenas de obra propia, estas palabras escritas hace más de veinte años: «Casi todos los días saludo al pasar el busto que preside la monumental escalera de nuestro palacio de Anaya... Me ilusiona hacer en Salamanca otra vez "ciencia europea", y sé que don Miguel se indignaría un poco ante ambición semejante. Pero cuando paso junto a su estatua, le digo con la intención: "Don Miguel, aquí me ve usted cargado de libros de ciencia. Sueño con inculcar a mis discípulos el método y el rigor. Querría que hubiera en Salamanca una escuela como las hay y las ha habido por esas históricas Universidades de Europa. No le imitamos a usted porque le hallamos demasiado inimitable. Y, sin embargo, usted sabe que nuestro impulso procede de usted."» Una dedicatoria, un mezquino rumor de tábanos, el recuerdo de una silenciosa salutación, una obra científica que a todos nos enriquece, una entereza moral sin mancha y sin mella. Y en ocasiones, como para demostrar que se puede ser a la vez grave profesor de Tubinga e inquieto estudiante, el incontenido impulso lúdico del adolescente a quien todavía divierte la travesura de pinchar un globo hinchado de necedad, fanatismo o codicia.

En el Ión de Eurípides pueden leerse, referidas a Apolo, estas palabras a un tiempo lejanas y próximas: «Lo que el dios me ha enviado, dulce es; lo que me ha enviado el destino, bien duro.» Algo nos han enviado a todos, durante nuestra vida, el dios y el destino, y algo más seguirán aliviándonos. Pero en esta hora de salutación y balance pienso que la presencia de Antonio Tovar en la Academia Española, a cuyas tareas tanto ha de ayudar, se halla resueltamente, para los que aquí le recibimos, entre los dulces dones que a veces nos regala a los mortales ese poder luminoso y benéfico a quien los antiguos griegos solían llamar Apolo. Antonio, bien venido.




ArribaAbajoFiesta en tubinga para Antonio y Chelo

Hace muy pocos días, la Universidad de Tubinga ha celebrado con una fiesta académica la jubilación germánica -no todavía, por fortuna, la jubilación española de Antonio Tovar, su profesor de Lingüística comparada. El coro Romania cantat, dirigido por fray J. Oroz Arizcuren, ha hecho sonar canciones en castellano -un fragmento de Vicente Aleixandre-, en provenzal antiguo, en vasco, en quechua, en «romance», en griego moderno, en latín clásico y en español coloquial. El decano de la Facultad de Ciencias culturales saludó a nuestro compatriota. El eminente profesor Eugenio Coseriu pronunció su laudatio. El presidente de la Universidad le entregó la medalla de ésta, máxima distinción de la alma mater tubinguesa. Tovar, que había compuesto el texto de la canción en español coloquial, respondió con un breve discurso al homenaje que se le tributaba. Y yo pienso que, para estímulo y ejemplo de quienes vivimos sobre esta sufrida piel, de toro, no será aquí inoportuno un rápido apunte de lo que en ese acto dijo Coseriu y Tovar confesó.

«Hombre del Renacimiento» ha sido Tovar a lo largo de los cuarenta y cinco años de su carrera intelectual, afirmó su laudator. Bajo los 265 títulos de su bibliografía, el festejado ha cultivado como original y vigoroso investigador la filología y la arqueología clásicas, la lingüística indoeuropea, la historia antigua y la prehistoria de su patria, la lengua vasca y la céltica, el enorme y complejo campo de las lenguas indoamericanas. La obra científica de Tovar pertenece «al dominio de lo absolutamente insólito», ha dicho textualmente Coseriu. Y prosiguió así: «Es de hecho posible vivir al lado de Antonio Tovar y, sin embargo, no conocer todas sus facetas. Se sienta tranquilamente entre nosotros, cumple puntualmente todos sus deberes de profesor, y por añadidura escribe todos los dictámenes que de él se solicitan, ayuda generosamente, con su consejo y su trabajo, a estudiantes, estudiosos jóvenes y muchos más, participa en las sesiones de varias Academias, a la vez que, entre tanto, aparecen libros suyos en los más distintos países del mundo». Y recrea al piano la música de Bach, y siente que sin cesar le quema el alma el destino histórico de su patria, habría que agregar.

Tovar, por su parte, meditó en alta voz acerca de la institución a que tan ejemplarmente ha servido y acerca de sí mismo. Hasta 1933, la Universidad humboldtiana ha dado un modelo al mundo. Financiada por el Estado, pero autónoma en su gestión, esa Universidad puso la envidiable libertad de que gozaba al servicio de una organización del trabajo científico maravillosamente fecunda. En Urbana (Illinois) y en Tubinga ha podido él conocer y estimar -todavía- el valor de tal «república de profesores». Pero sin nostalgia, porque «la costosa ciencia actual, la investigación, que tantos millones exige, las clínicas gigantescas, ya no pueden ser regidas por una república igualitaria de profesores». Por otra parte, los planes de estudio y las perspectivas profesionales de la titulación universitaria, tan condicionadas por las exigencias de la sociedad actual, requieren profunda reforma. En esa dirección hemos de movernos.

Heredero y continuador de una tradición intelectual que arranca de la implantación del idealismo krausista en las aulas españolas y pasa luego por Ortega y por los pensionados de la Junta para Ampliación de Estudios, Tovar declaró haber recibido en su vida el favor de un milagro «a lo Mahoma», si es lícito decirlo así. «No me fue posible -dijo, recordando sus años de rector de Salamanca- organizar en España una Universidad según el modelo de la alemana de Humboldt. El viaje y la pesquisa me fueron dados, a cambio. Hasta que al fin, súbitamente, me llegó un llamamiento de Tubinga, y como Mahoma, que no pudo hacer llegar la montaña hasta él, he vivido el milagro de que la montaña, esto es, Tubinga, me llevara a mí hasta ella.» La cátedra de Lingüística comparada fue creada en Tubinga en 1925, y desde entonces ha tenido tres titulares: Ernst Sittig, uno de los pioneros del cretense; Hans Krahe, investigador de la cultura ilírica, y Antonio Tovar, ein Forscher von ganz anderem Kaliber, «investigador de muy otro calibre», escribe un cronista de la ciudad. Y termina preguntándose: «¿Quién podrá sucederle dignamente?» Yo, desde España, le respondo: quien sea capaz de proyectar y cumplir una biografía intelectual semejante a la que puntillísticamente diseñó nuestro compatriota en el texto de la canción que para ese acto él mismo compuso:


Lengua vasca, lengua ibera,
giro por la Antigüedad,
«La constitución de Atenas»,
clásicos. Su estado actual.
El euskera y sus parientes,
de Penélope el telar,
Grecia y el antiguo Oriente,
Fernán Núñez de Guzmán.
Lenguas gótica y eslava,
el Bruto de Cicerón,
el burro de Samosata,
chute et sonorisation.
Keltiberisch, Botorrita,
Penalba de Villastar,
zum Mykenischen, mataco,
scripsit Antonius Tovar.

He copiado tan sólo las cuatro estrofas finales del texto antes mencionado. El primer verso de él -que inicia una ensalada verbal irónica y deliberadamente compuesta- dice así: «Supitaño bravo chelo.» Mi personal homenaje a este insigne filólogo y lingüista consistirá en hacer mío todo lo que de él dijo Coseriu y en proponerle cambiar ese verso por este otro: «Diuturna fuerte Chelo», cuidando mucho de hacer larga la primera «u», para que no sufra la métrica, y convirtiendo resueltamente en mayúscula la «c» del vocablo final. A buen entendedor, pocas palabras.






ArribaAbajoDionisio Ridruejo


ArribaAbajoMemoria de un hombre

Tomo en mi mano Casi unas memorias, de Dionisio Ridruejo, e inevitablemente siento que a través de ellas se me hace cárnea verdad real, no espectral verdad de razón, el más penetrante de los testamentos literarios de don Miguel de Unamuno:


Os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.
Cuando me creáis más muerto,
retemblaré en vuestras manos.
Aquí os dejo mi alma-libro,
hombre-mundo verdadero.
Cuando vibres por entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.

En los adentros de mi mano, por intermedio de un libro que es alma-libro, alma hecha papel impreso, está vibrando y me hace vibrar por entero un hombre-mundo, un hombre en cuya realidad se hizo vida y palabra, palabra y vida, el mundo en el cual existió. Escribiendo de sí mismo y para sí mismo el don Miguel de Hendaya escribía también para un mozuelo que precisamente en ese año -1929- exhalaba entre los pinares escurialenses sus primeros balbuceos líricos. Casi unas memorias: alma-libro del hombre-mundo que fue, que sigue siendo Dionisio Ridruejo.

Adivino la fácil objeción. Más que éste, se me dirá, ¿no serán sus libros de poemas, desde Plural hasta En breve, los verdaderos alma-libros de nuestro amigo? Puesto que él era poeta, ¿no habrá sido en sus versos donde más directa y auténticamente haya puesto Dionisio el nervio y la verdad de su alma? Muy cierto, sí, pero con esta condición: que a esos versos se les vea y entienda asumidos en las páginas cuya aparición ahora saludamos. Él mismo nos lo dijo cuatro semanas antes de su muerte, definiendo su vocación desde lo más hondo de su persona: «Me interesa poder morir con la conciencia a punto. Con la evidencia de haber obrado con sinceridad, con honradez y con solidaridad. Y si me dieran a elegir entre el destino de un poeta cuyos versos serán repetidos dentro de cinco siglos y el de un ciudadano que ha ayudado a que sus vecinos vivan un poco mejor, elijo, aunque parezca mentira, esta última aspiración.» Declarando testamentariamente lo más íntimo de su vocación, mejor, la más íntima de sus vocaciones; el hombre-mundo Dionisio nos está haciendo saber que Casi unas memorias es su más verdadero alma-libro.

Dionisio Ridruejo, hombre. Pero ¿qué es ser hombre? ¿Quién que no se contente con la pura bipedestación puede usar ese exigente término para designarse a sí mismo? Desde las más antiguas y venerables formas de la sabiduría, hasta las más recientes e ingeniosas expresiones de la sofística, todo un aluvión de sentencias filosóficas y poéticas se nos echa encima, a manera de respuesta. Repitiendo a mi modo algo que seguramente ya ha sido dicho, añadiré la mía. Ser hombre, serlo de veras, es andar por el mundo dispuesto en todo momento a decir: «Esto soy y para esto vivo.» Esto soy; por tanto, esto quiero ser para ser yo mismo. Para esto vivo; por tanto, en esta concreta fidelidad quisiera tener el centro de mi vida -más allá de todas mis posibles ligerezas y de todas mis posibles evasiones- cuando la muerte se acerque a mí con la breve e inapelable palabra que ella emplea: «Vámonos.»

Y si esto es ser hombre, hombre cabalísimo fue nuestro Dionisio. Como respondiendo por derecho a lo que acabo de afirmar, él mismo acaba de decírnoslo: «Me interesa poder morir con la conciencia a punto.» Fue, quiso ser poeta, para ser poeta vivió, y a punto tenía su conciencia cuando su enemiga la muerte, luego diré el porqué y el cómo de su radical enemistad con ella, con violencia le separó de nosotros; porque sus poemas nunca fueron mármol tallado, aunque un momento parecieran serlo, sino pasos de un inacabable caminar hacia la expresión esencial de sí mismo. Por vocación ética y no por ambición de mando fue y quiso ser político, para ser político vivió, y en la constante inmolación por la mejora de nuestra convivencia civil tuvieron muy central clave cuarenta años, cuarenta cortos años de su vida. Muchas más cosas fue y quiso ser, y para muchas más cosas fue viviendo; ahí, junto a nosotros está todavía el hombre esclarecedor de todo aquello que el mundo iba poniendo ante él o a que su mente quisiera aplicarse, y el padre de sus hijos, y el amigo de sus amigos, y el varón de buena compañía, el claro varón, como le llamaría un escritor antiguo. Decidme: en todas y en cada una de estas líneas de acción, ¿no es cierto que Dionisio supo ser hombre cabal, y serlo como pocos, si para entender la hombría se acepta la fórmula que antes propuse?

Pero decir esto del hombre-mundo que con Casi unas memorias hace que el lector vibre por entero -esto es, hablar de Dionisio sólo según lo que él fue y quiso ser-, nos deja a la mitad del camino. Es preciso decir a continuación cómo Dionisio fue eso que él fue y quiso ser; es necesario hablar de su personal estilo en la realización de ese genérico y esencial modo de ser hombre.

Dionisio Ridruejo, «tal» hombre. Dionisio, protagonista en la empresa vital de hacerse personal y libremente a sí mismo. Libremente, digo; pero sólo con esa libertad condicionada desde dentro y desde fuera de ella misma, en la cual la persona humana tiene su ventura y su riesgo, su vuelo y su límite. Sólo condicionadamente, en efecto, puede un hombre ser creador y libre, incluso cuando la materia de su creación es la existencia propia. Condicionada su libertad por su naturaleza y por su mundo, filtrada esa libertad suya por su siempre débil cuerpo -«Una peca de verano sobre su existencia anímica» podría decirse de él, como de Novalis se dijo- y por su áspera e irrenunciable condición de español de este tiempo, ¿cómo fue hombre el cabalísimo hombre Dionisio Ridruejo? Tal debe ser nuestro problema.

Nada más fácil que resolverlo poniendo en serie unos cuantos adverbios: lo fue lúcidamente, generosamente, delicadamente, conciliadoramente, encantadoramente. Para su bien y para su mal, para el logro de la grande, sustancial eminencia de su persona y para el padecimiento de los menudos, accidentales lunares de su conducta, hasta el extremo llegó Dionisio en la faena de hacer realidad en su vida cotidiana todas esas expresiones modales. Lúcidamente era hombre Dionisio, y pronto lo advertía, para su provecho, quien tuvo la suerte de oírle hablar. Pero junto a esta diamantina eminencia, el pequeño lunar; porque a veces, sin él saberlo, le esclavizaba a él mismo el brillo iluminador de su propia palabra, y ésta le hacía olvidar todo lo que pudiera haber después de aquel presente. Como pocos me ha llevado mi amigo a discernir esa variedad de nuestra especie que yo alguna vez he llamado «hombre presencial». Generosamente era también criatura humana porque por pura generosidad se regalaba a sí mismo sin contrapartida y era maestro en el no fácil arte -lo diré con sus propias palabras- de «ver la flor en el estercolero y el marfil en la carroña». Ahora con el reverso, si así puede llamarse, de cierta frecuente blandura ante lo que en la vida de sus circunstantes no era flor, ni era marfil. Y así, directamente apoyados en la espléndida realidad de su vida, podríamos ir glosando el haz y el envés de los restantes adverbios de mi letanía: delicadamente, conciliadoramente, encantadoramente.

No quiero yo, sin embargo, limitarme a describir; yo quiero interpretar, aunque así pierda mi pie el terreno firme de los hechos y empiece a moverse sobre el tremedal de las conjeturas. Y ya resuelto a pechar con ese riesgo en que nos pone toda interpretación, he aquí la mía, ante el hombre que invisiblemente está hoy entre nosotros: «Dionisio fue un castellano viejo sensible al encanto de la vida, que se encontró a sí mismo a través de Cataluña y de Italia.» Daré las razones por las cuales yo le veo y le entiendo así.

Dionisio, castellano viejo. Dejando de lado las veladas confidencias autodefinitorias que en ocasiones afloran en las páginas de su libro Castilla la Vieja, en dos graves momentos se siente a sí mismo como tal castellano viejo: cuando no cumplidos aún los veinticinco años asumió en Valladolid la Jefatura Provincial de Falange, y cuando gravemente, confesionalmente, lanza hacia su propia persona una de sus miradas postreras. En el primero de esos dos trances, lo que en su alma se produce no pasa de ser un vago entresentimiento, al cual dará luego figura articulada el recuerdo escrito. Dionisio advierte entonces el contraste -y, con éste, la secreta unidad- entre los dos castellanismos que por esos años están operando en las estancias interiores de su ser: el «castellanismo llanero, centralista y hegemónico» de que Valladolid era a la sazón cabeza, y el más viejo «castellanismo de los montañeses (Santander o Burgos, Soria o Segovia) que podían reivindicar la Castilla recogida y suya, municipal, condal o real». De éste procedía él, y hacia el otro iba aquella tarde de enero de 1937, cuando desde el Eresma claro y gentil rodaba su automóvil hacía el Pisuerga neblinoso y bronco. Sobre la segunda y última confesión de su castellanía, pronto hablaré, porque lo que ahora me importa es precisar brevemente cómo entiendo yo el primero de los términos de mi propia fórmula.

Dionisio, un castellano viejo sensible al encanto de la vida; coletilla necesaria, porque para el castellano viejo más tópico e influyente en la historia, el del «¡Caballero, en Castilla no hay curvas!», de la donosa ocurrencia de Ortega, el encanto de la vida no suele pasar de ser molicie moralmente sospechosa o violenta evasión ocasional. Estilizando, sin duda, pero acertando en lo esencial, el castellanísimo Quevedo, poeta al cual, en su versión grave, tan aficionado fue cuando joven este otro poeta, nos lo ha dicho en dos lapidarias sentencias. La que interpreta el modo de vivir de los castellanos clásicos: si queréis, de los castellanos legendarios:


Pródigos de la vida, de tal suerte,
que cuentan por afrenta las edades
y el no morir sin aguardar la muerte.

El «no morir»; esto es, el «ir viviendo». Vivir sin aguardar la muerte, afrenta. Y junto a esa estremecedora sentencia, la no menos estremecedora que describe la concepción castellana de la libertad y la honra:


Aquella libertad esclarecida
que donde pudo hallar honra de muerte
nunca quiso tener más larga vida.

Movidos por esta medular nota de su vividura, como diría Américo Castro, hicieron los castellanos su historia y la de España, mientras no se les desecaron las venas interiores del alma. Qué bien nos lo ha dicho Dionisio en el preámbulo a su estupenda descripción de Castilla la Vieja: «Un pueblo, si se quiere, dramático, que, llevado por su sino, terminó por acentuar su dignidad hasta hacerla parecer su propia caricatura, en la vanagloria amanerada y ceremoniosa que oculta y revela la desecación del hombre interior.»

Nunca la castellanía de Dionisio fue esa perturbadora caricatura de la dignidad castellana que él mismo denuncia. Desde luego. ¿Puede afirmarse, sin embargo, que su vida fuese enteramente ajena al estilizado y patético canon que proclaman las dos sentencias quevedescas? Sí y no. No, porque él supo ver en Castilla -y en su propia intimidad- un motivo vital mucho menos patente que el anterior: Castilla, tales son sus propias palabras, «un pueblo muy libre también, que engendra en la retaguardia, de su acción un extraño doble lleno de pudorosa comprensión e irónicamente apiadado de sí mismo». Y no, a la vez, porque él fue abiertamente sensible al encanto de la vida terrenal, de la «primera vida» manriqueña. Lo fue ante todo por naturaleza; mas también, me atrevo a pensar, porque, sin desaparecer nunca por completo de su ánimo, la soriana sobriedad de su estirpe se templó y se abrió al mundo dentro de la cordial, afable, casi italianizante Segovia. Sí, también, porque su ingreso en la política y la llameante experiencia de la guerra civil le hicieron vivir con la castellana prodigalidad de sí mismo y con el castellano sentimiento de la libertad que roncamente cantan esos judiciales versos de Quevedo. Dionisio amaba tanto como el que más -dannunzianamente, aunque sin el oropel escenográfico de la retórica dannunziana, diría yo- el encanto de la vida, y entendía la política como un servicio abnegado, por favor, no se eche en saco roto este adjetivo, al mejor vivir de los demás, de todos los demás, comenzando por los que a él fueron más próximos. Sin duda. Pero ¿cómo no ver en él al castellano tradicional, al castellano quevedesco, si se recuerda su conducta entre y sobre la sangre de nuestra atroz contienda fratricida, y la cidiana o cortesiana carta que le lleva al destierro de Ronda, y las declaraciones que le ponen tras las rejas de Carabanchel, y las acciones que determinan su largo exilio en París, y tantas declaraciones y acciones más, desde el día en que, como él dice, «entró en la política de gestión cogido por su propia palabra»? Tal anverso y tal reverso tenía al término de la guerra civil la relación entre Dionisio y la vida. Pero la aventura de esa relación no había de quedar ahí.

No contando el tesorero paso de la edad y la experiencia diaria de la historia de España, de aquella decepcionante historia de España, dos sucesos iban a influir decisivamente sobre la instalación de Dionisio en el seno de la madre tierra: su descubrimiento del corazón de Cataluña y su ávida, amorosa absorción de la vida italiana. Sin una y otra, no hubiera sido Dionisio el hombre que fue, no habría modulado como luego lo hizo el fino tenor de su existencia en el mundo.

Con el corazón de Cataluña -no sólo con las calles de Barcelona- comenzó a ponerle en contacto su estancia de enfermo en las laderas del Montseny; y más tarde y profundamente, su vicia conyugal. El castellano viejo sensible al encanto del mundo pudo así descubrir dos radicales tesoros del modo catalán de vivir: el gusto de arraigarse en este mundo a través de los sentidos y, complementariamente, la ironía ante la acción de entregarse por modo laborioso o por modo contemplativo a la conquista de la realidad en que ese medular gusto tiene su último fundamento. Maragall, o el nobilísimo canto del amor al mundo que vemos y tocamos: Si el món ja és tan formós, Senyor... Rusiñol, o la inteligente, mas nunca amarga y nunca nihilista ironía ante ese amor, sabiendo muy bien que a él no se puede y no se quiere renunciar. Maragall canta líricamente la triste negrura de la estrecha calleja barcelonesa en que pasó su infancia y la redentora, salvadora alegría del sol que de cuando en cuando la iluminaba:


Quan jo era petit
vivia arraulit
en un carrer negre.
El mur hi era humit,
pro el sol hi era alegre.

Rusiñol, por su parte, da irónica figura señorestevesca a la vida que en esas oscuras callejas entonces trabajaba y soñaba. Pero dentro del uno y del otro, en el corazón de los dos y de su pueblo esa esgarrifançade goig i alegria, ese escalofrío gozoso que en el fondo es, por debajo de la ironía en Rusiñol, por debajo de la devoción en Maragall, la experiencia de ver con nuestros ojos la cambiante realidad del mundo. Aunque el mundo no pase de ser una calleja negra y húmeda. Gusto e ironía, en total y gozosa unidad ambivalente. ¿Acaso no hay una chispa de ironía venerativa en medio de la ingenua, conmovida y conmovedora gravedad del Cant espiritual, cuando su autor escribe: Ja ho sé que sou, Senyor; pro on sou, qui ho sap?

El largo y amoroso contacto de Dionisio con el corazón de Cataluña, dato clave para entender la consistencia de su persona a partir de 1939, le llevó a descubrir y hacer suya, nutriendo e incrementando la sensibilidad para el encanto que en él ya había, esa catalana mezcla de la degustación del mundo sensible y de la ironía ante nuestra incapacidad para llegar al fondo del mundo que así nos encanta. De tan decisivo descubrimiento será tardío y legible testimonio literario el Cuaderno catalán; peo quien haya conocido de antiguo y de cerca el estilo vital y el orbe sentimental y estimativo de Dionisio -y, ya en el orden político, su idea de la realidad histórica y social de España-, ese sabe muy bien que nunca podrá entenderse bien su modo definitivo de ser hombre sin tener en cuenta su travesía por el corazón mismo de Cataluña. el castellano viejo iba a hacerse así español novísimo y hombre más completo.

Más aún cuando a esa habitual o periódica experiencia de Cataluña se añadan los dos años y medio de su experiencia italiana. ¿Ha habido alguien que tan sincera y verdaderamente como él haya podido decir la vieja sentencia «Castilla, mi natura; Italia, mi ventura»? Dionisio conoció a fondo París y menos a fondo, aunque sí de manera suficiente, Alemania; pero el camino real para acceder vitalmente, no sólo librescamente, a su condición de europeo entero y verdadero, fue sin duda Italia; y dentro de Italia, Roma. Italia, el país donde el sentimiento del amor al mundo y a la vida, desde Francisco de Asís hasta Milagro en Milán, se ha hecho cosa atmosférica y espectacular, y donde la expresión de la ironía ante la vida y el mundo tantas veces llega a ser ingeniosidad cínica. Italia, la tierra que el castellano y el español castellanizado sienten tan próxima y tan contrapuesta; en definitiva, tan insustituiblemente deleitosa. Nunca olvidaré cómo Dionisio, durante mi tercer viaje a Roma, me enseñaba como «cosa propia», porque sustancia de su vida eran ya, las bellezas de la urbe por excelencia. Y quien no haya vivido el regalo de este trance, lea y vea, que también los dibujos de Fernando Chueca son cosa de ver, la mejor de las prosas que han salido de la pluma de nuestro amigo, la que contienen las páginas del ensayo literario que a esa urbe consagró.

Ya tenemos concluso ante nosotros -¿por qué, Señor, concluso?- el modo como fue hombre el hombre Dionisio Ridruejo: un castellano viejo sensible al encanto de la vida, que regresa a sí mismo a través de Cataluña y de Italia. A sí mismo, hacia sí mismo regresó cuando como tal criatura de la más vieja Castilla veía su propia existencia cuatro semanas antes de su muerte: «Yo soy un castellano viejo, y como castellano viejo estoy ligeramente tocado de estoicismo, y como hombre ligeramente tocado de estoicismo considero que las glorias del mundo son vanidad de vanidades. Así, pues, mi triunfo me interesa poco... Me interesa poder morir con la conciencia a punto.» Más allá de su nativa sensibilidad al encanto de la vida y de la esencial potenciación de esa sensibilidad por la experiencia de Cataluña y de Italia, un último, un indeleble resto de castellanía quevedesca había en él. Tanto más último e indeleble, cuanto que ese mismo Dionisio, tan herido ya, podría haber terminado su confidencia gritando con todas las fuerzas de su pecho: «Y, con todo, amigos, ¡viva la vida!»

Volvamos al poemilla de don Miguel:


Os llevo conmigo, hermanos,
para poblar mi desierto.

El desierto de don Miguel era entonces el que en torno a él ponía, aunque no estuviese solo, el dolor de su exilio en Hendaya. ¿Está solo Dionisio? No lo sé. Sé, en cambio, que el espectáculo de esta España nuestra me mueve a contrahacer ese comienzo del poemilla unamuniano. Ahora no será el autor de él quien hable a sus lectores; ahora serán éstos quienes se dirijan al autor ausente:


Te traigo conmigo, hermano,
que necesito concierto.

Y él, con este libro suyo, nos dirá que no está muerto, que sigue viviendo y que retiembla en nuestras manos. Aquí tenemos Casi unas memorias. Aquí, en este alma-libro, el hombre-mundo que fue Dionisio Ridruejo. Aquí la vibración que desde él hasta todo nuestro ser nos llega. Que todo ello logre mover a concierto a cuantos entre nosotros aman de veras la libertad y la justicia. Pensando en la expectante muchedumbre de los españoles, no puedo pedir más.




ArribaAbajoA los cinco años

Durante los días subsiguientes al 29 de junio de 1975, España entera lloró la muerte de Dionisio Ridruejo. ¿Será exagerado decir que, desde el entierro de Marañón, no se había producido una expresión de dolor colectivo tan extensa, diversa e intensa como aquélla? Y cinco años más tarde, ¿será osadía o ligereza ver en ella, mezcladas entre sí, la fabricación de una coartada y la proclamación de un compromiso? Fabricación de una coartada: consciente o inconsciente utilización del mérito ajeno para, elogiándolo, pintándolo como ejemplo, justificar la permanencia de la vida propia en la pereza, en el egoísmo, en el disfrute de la particular granjería, en la radical insolidaridad. Bien estuvieron antaño los homenajes públicos a Cajal, y bien están hogaño los públicos homenajes a Ochoa. Pero unos y otros, como respecto de los primeros tan certeramente supo decir Ortega, ¿no venían a ser, en el fondo, la coartada de una sociedad que así ha tratado de justificar la escasez de su atención colectiva al cultivo de la ciencia? Como balance final de la reacción periodística a la pérdida de Dionisio, no puedo descartar hoy la posibilidad de una interrogación homóloga. Esa reacción, ¿sería en su raíz más honda una tentativa de autojustificación externa, un arrangement, como dicen los psicólogos, para pagar a bajo precio la instalación separada e insolidaria de cada uno en su parcela propia, sea ésta de disfrute o de pretensión?

Mas también pudo ser proclamación de un compromiso esa múltiple y copiosa declaración de dolor. Quienes con tal espíritu entonces hablaron o escribieron, esto es lo que venían a decir: «Hemos perdido, Dionisio, el tesoro físico de tu persona y el tesoro histórico de tu posibilidad, y ambas cosas nos duelen de veras; pero además de proclamar públicamente ese dolor nuestro, quiénes con tal mentalidad, quiénes con otra distinta, todos queremos proclamar que seriamente nos comprometemos a trabajar por una España en la cual de hecho y no sólo de boquilla sea imposible otra guerra civil y por una sociedad española en que todos sus miembros, sin más obligación que la de ser decentes, sean dignamente libres, y sin más mérito que la eficaz realización de la tarea diaria, vean hecha realidad cotidiana una vida colectivamente eficaz y justiciera.» El compromiso, en suma, de caminar hacia una existencia comunal en que la convivencia en la libertad y el trabajo en la justicia sean de hecho y no de boquilla los supremos principios rectores.

Después de una sonada detención de conspiradores políticos en cierto local de la calle del Segre, desde una prisión española -por última vez en su vida- volvió a su casa Dionisio. Pocas horas, pocos minutos más tarde, nos congregábamos en ella, para abrazarle, sus más próximos amigos; y como versificada celebración de su pronto regreso, se me ocurrió confeccionar ex improviso, bajo el título de «Españoles en chirona», la siguiente, llamémosla así, duodécima arromanzada:


Cervantes, por infeliz;
Juan de la Cruz, por celeste;
por deslenguado, Quevedo;
Jovellanos, por decente;
Por aguileño, Unamuno;
Marañón por impaciente;
Besteiro, por conservar
todo su honor indeleble.
¿Y tú, Dionisio, por qué,
por qué tantas veces huésped
de las cárceles de España?
Porque heredas a esos siete.

Lúcidamente infeliz fue, en efecto, nuestro Dionisio; y celeste, a su muy humana y terrenal manera, en su poesía y su corazón; y noblemente deslenguado, a la vez, en algunas ocasiones; y decente, en medio de las posibilidades que no aceptó y de los tártagos con que tuvo que pechar; y aguileño, altaneramente aguileño, cuando los mezquinos le ponían en el trance de serlo; y tan impaciente, que la impaciencia llegó a romperle el corazón; e indeleble lució siempre sobre su persona la lumbre de su honor. Aquel extenso planto español, por la muerte del tan necesario, tan inolvidado Dionisio Ridruejo, ¿fue, además de la fabricación de una coartada, la tácita proclamación de ese compromiso colectivo? Así sea. Así sea.






ArribaAbajoFrancisco Lozano


ArribaAbajoPaisajes escritos, paisajes pintados

En virtud de esa misteriosa instancia que en otros paralelos suelen llamar «espíritu del tiempo», cada sesgo histórico de la sensibilidad ante el paisaje se expresa con relativa coetaneidad en la pintura y en las letras. Veámoslo, para no descubrir sino el Mediterráneo, ante cierto paisaje levantino: el paisaje de Valencia.

¿Cuándo adquirió el paisaje de Valencia su carta de ciudadanía estética? Dos nombres se adelantan a dar la respuesta: Sorolla, Blasco Ibáñez. Sorolla nace en 1863; Blasco, en 1867. Los dos, el pintor y el literato, van a confesar el mismo credo estético: un vitalismo de la vida biológica. Ninguno de ellos acertó a sentir el latido de otro modo de vida -la vida personal- que algunos españoles jóvenes comenzaron a percibir en su alma cuando moría el siglo XIX. Uno y otro fueron, en suma, dos geniales retrasados históricos.

Los cuadros de Sorolla y las páginas de Blasco Ibáñez convierten al paisaje en un ser viviente. Mejor: en pura naturaleza animal. Para el animal, vivir es exteriorizarse. Pura, cromática y urgente exteriorización son los paisajes valencianos de Blasco y Sorolla. Las figuras y los colores se estremecen vitalmente en la superficie del lienzo y de la página o saltan sobre nosotros con esa violencia elemental -mansa, unas veces; cruel, otras- del animal en movimiento. Recordad, si no, el mar, la vela latina y los bueyes de Sol de la tarde. Releed después las descripciones de La barraca y Entre naranjos: «zumbaban sobre las acequias las nubes de mosquitos, casi invisibles, y en una alquería verde, bajo el añoso emparrado, agitábanse, como amalgama de colores, faldas floreadas, pañuelos vistosos...»; el naranjal es «un oleaje aterciopelado»; las palmeras, «surtidores de plumas, chorros de hojas»; la Albufera, «una faja de estaño hirviendo bajo el sol». La realidad entera se ofrece a los ojos del descriptor como una figura plástica coloreada y moviente. Todo es vida, y la vida un proceso de rebosante exteriorización. Hasta la Albufera, pura quietud, hierve en las páginas de Blasco Ibáñez.

La realidad del paisaje de Valencia puede ser vista, no hay duda, como Blasco y Sorolla la vieron. ¿Tiene que ser vista así? ¿No cabe, frente a la misma realidad, una interpretación estética diferente?

Los paisajes valencianos de Azorín nos muestran una Valencia bien distinta de la que nos habían enseñado Sorolla y Blasco. Azorín proclama también su fidelidad a la Vida -así, con mayúscula-, y piensa que esa Vida es la que Nietzsche profetizó. Se equivocaba, sin embargo, Azorín. La vida que él sentía no era la misma que proclamaba. Su estética no sirve a la vida como pasión instintiva, sino a la vida como intimidad, a la vida personal. Sus paisajes literarios son quietos, íntimos; más que el resultado plástico de un movimiento de exteriorización, son apariencias que invitan a penetrar en una intimidad delicada e invisible allende su precisa sobrehaz. El tiempo en Sorolla y en Blasco es un mero proceso, como el de los actos apasionados; el tiempo en Azorín -tiempo de la vida personal, no de la vida instintiva- es historia unas veces, repliegue estático otras, nostalgia, angustia o esperanza las demás. Así, en sus descripciones de Castilla y de Alicante; así, en las de Valencia. Quien lo dude, lea «El alba en el naranjal», un capítulo de su libro Valencia.

¿Qué pintor ha llevado al lienzo esta nueva sensibilidad frente al paisaje de Valencia? No Rusiñol, que tradujo al modernismo pictórico los vergeles de Levante; no los impresionistas posteriores a Sorolla, limitados a desleír sin genialidad los hallazgos de aquel titánico animador de la naturaleza. A mi saber, sólo un pintor joven, Francisco Lozano, ha logrado ver una dimensión ultrabiológica, personal, en el paisaje de Valencia. Ha buscado sus temas en las tres franjas paralelas que integran el paisaje valenciano: la ribera del mar, la huerta, los recuestos secos y pedregosos que se van alzando, tierra adentro, sobre la llanura verde de la vega. Los motivos son diversos. Todos los cuadros de Lozano, uno a su modo, expresan, sin embargo, un mismo modo de sentir aquel paisaje. A la caliente policromía de Sorolla opone Lozano sus grises, sus sienas exquisitos; los verdes de Lozano no gritan: se limitan a decir quedamente una intimidad serena o dolorida; ya no busca el pintor la exteriorización violenta del vivir, sino lo que en la vida es recogido y sutil; todo en el lienzo es calma, leve ternura, silencio. Antes recordé Sol de la tarde, de Sorolla. Poned a su lado esa playa quieta, monocromática, de Lozano, con sus barcas alineadas e inmóviles, y advertiréis en toda su magnitud la ingente mudanza de la sensibilidad estética.

¿Y el sentimiento del tiempo? No busquéis movimiento vital en los cuadros de Lozano. Buscad, en cambio, ese íntimo enlace que la quietud otorga al momento que pasa y al que se anuncia. En los paisajes de Lozano la naturaleza se repliega en sí misma, atenta a la ficción de intimidad que ha puesto en ella el arte del pintor. Buscad asimismo la nostalgia, una nostalgia tenuemente matizada de ironía. ¿No la hay, por ventura, en su visión de los humildes barracones balnearios que pueblan la playa valenciana de Nazaret? ¿No la hay, sobre todo, en las figuras humanas, tan deliciosamente anacrónicas, que han quedado detenidas, absortas, sobre la quieta arena?

El pintor Francisco Lozano ha sabido crear una nueva visión del paisaje de Valencia. Es más actual, más nuestra que la visión hoy tópica, tan cómodamente instalada sobre el recuerdo de Sorolla. ¿Cuanto durará esta actualidad? ¿Cómo será la nueva sensibilidad con que los futuros pintores se acerquen a la tierra de Levante? En el seno de esas preguntas late, imperceptible, el enigma de nuestro propio destino.




ArribaAbajoOtra Valencia

Ir haciendo camino es la vida del hombre sobre la tierra. Vivir es caminar, aunque a uno le llegue la muerte en el mismo lugar donde nació. Pintar es caminar, aunque el artista, en su pintura, vuelva una y otra vez al mismo tema. El problema está -para cualquier hombre, para cualquier pintor, para el descriptor honesto que desde fuera les contemple y quiera comprenderles- en conocer con suficiente verdad el camino recorrido: de dónde arranca, a dónde va, cuáles y cómo son los accidentes de su curso, cuál y cómo va siendo el ánimo del caminante en la empresa de recorrerlos.

He aquí a Francisco Lozano. Hállase, secreto a voces, en la plenitud de su arte y de su oficio. Cierto; su maestría puede descubrir aún sendas nuevas. Pero, desde hace ahora siete lustros hasta su alta cima actual, ¿cuál ha sido el camino de su pintura? Quienes con autoridad conozcan todo lo que en un lienzo pintado es técnica pictórica, dígannos cómo la pincelada, la composición y el color de los de Lozano fueron, han sido y están siendo. No es éste mi caso. De la pintura, más de una vez lo he dicho, yo no paso de ser contemplador caviloso: hombre que movido a la vez por su carácter y por su oficio, mira el cuadro, recibe de él un estado de ánimo y luego, sin considerar técnicamente las instancias que sobre la tela pintada hayan contribuido a determinarlo -el tema, el color, el dibujo, la composición, la materia, la pincelada-, trata de entender con precisión lo que en sí mismo siente, e incluso de hacer palabra escrita ese íntimo sentir suyo, si a tal menester es requerido. En este trance me encuentro yo ahora, y según esa línea debo y quiero moverme.

No contando los primeros pasos de su carrera -a los cuales pertenece una preciosa serie de retratos al carbón; el de don Ramón Menéndez Pidal me viene con especial fuerza a la memoria-, tres principales fases veo en la obra paisajística, tan copiosa ya, de nuestro pintor: su primera etapa levantina, el interludio castellano y su etapa levantina segunda.

De aquélla fueron resonante manifestación inicial los lienzos con que Lozano se reveló al público de Madrid. En una España que penosamente trataba de hacer frente a los desastres de una atroz guerra civil, un pintor de Valencia exponía su fina sensibilidad nueva ante el paisaje a que su mirada había despertado. Se trataba de entender la clave de esa sensibilidad.

En un comentario volandero, yo contrapuse entonces el doblete estético Azorín Lozano al que tópicamente venía siendo más representativo, incluso únicamente representativo, de la actitud de los artistas valencianos ante la naturaleza de su país: el doblete Blasco Ibáñez-Sorolla. Tras la exaltada visión de esa naturaleza como una explosión de materia vitalmente inquieta y ricamente coloreada -los suntuosos naranjales de Blasco, los mares soleados y cabrilleantes de Sorolla-, acaso un poco contra ella, Lozano mostró a nuestros ojos un mundo quieto, delicado, silente, recogido en sí mismo, fuesen las aguas llanas de la Albufera, las casi desiertas playas levantinas de entonces o la gleba rojiza donde la lujuria de la palmera y la huerta deja paso al ascetismo del algarrobo y el secano, la cambiante realidad en que cobraba existencia ese reiterado, constante sentir que la retina del pintor había descubierto en las cosas próximas a ella. Treinta años más tarde, maduro dentro de mí el poso memorativo de aquellos cuadros y descubro de golpe el secreto de la novedad que nos traían. Un nombre tiene tal secreto: melancolía.

¿Melancolía? ¿Qué falsedad es ésta? ¿Cómo el humor melancólico puede ser el que artísticamente segregue una tierra a la cual pertenecen como atributos más propios la abundancia y la exaltación festiva? Con la apelación a tal verdad, tópica verdad, me atajarán más de cuatro. Pero yo les responderé diciendo que su verdad, su orfeónica verdad, no pasa de ser una verdad encimera y parcial; y añadiré que yo no he hablado ahora de tristeza, sino de melancolía. Desde Aristóteles sabemos que ésta, la melancolía, no la tiene quien quiere, sino quien puede; porque acaso su esencia consista -más allá y más acá de lo que sobre los hombres melancólicos nos dijo el zahorí Aristóteles- en poseer algo, poco o mucho, talento, belleza o riqueza, y en sentir que ese algo no satisface y no es capaz de satisfacer el ansia infinita de posesión e integridad que late en los senos de nuestra alma. Desposeído de talento, el imbécil puede serlo de modo alegre o triste, mas no de modo melancólico; carente de riquezas materiales verdaderamente propias, el hombre sometido a un trabajo alienante y mal retribuido puede conocer en su talante habitual la ira, la resignación o el mal humor, no la melancolía. Pues bien: con la quietud, la delicadeza, el silencio y el recogimiento de sus tierras, sus aguas y sus playas, con la humilde, despojada faz blanca o cromática de sus viviendas campesinas, esa velada melancolía de la rica Valencia, inédita hasta entonces, era el tesoro estético y vital que nos trajeron aquellos lienzos de Lozano; y dentro de ella, así me atrevo a pensarlo, el recoleto, noble, pacífico deseo de un mundo en el cual todos sus habitantes, pudiendo ser melancólicos, sólo un poco y de cuando en cuando llegasen a serlo.

No contando la mayor o menor fruición estética que con su obra nos brinden, los pintores son hombres cuya misión estamental consiste en enseñarnos a los demás a ver las cosas, en acrecer y enriquecer visualmente nuestra compleja experiencia de la realidad. Monet y Cézanne, entre otros, me han enseñado a ver los paisajes tal como yo ahora los veo, de Goya he aprendido a entender, viéndola, la mirada de las gentes españolas, y por obra de Lozano he llegado a percibir una Valencia campesina antes no más que presentida o entresentida, la Valencia que desde su melancolía, precisamente desde ella, tiene lo que tiene: luz, colores esplendentes, altisonantes palmeras o esos lujosos naranjales que sólo opulencias de himno coral parecen ofrecer al pueblo que los cultiva. ¿Y no fue también el pintor Lozano quien, como devolviendo al Cid su conquistadora visita, vino de Valencia a las altas tierras cidianas para descubrirnos, junto a la grave y fina belleza real que en ellas nos hicieron sentir los escritores del Noventayocho, una no menos real jovialidad, la sobria jovialidad de la no siempre ascética, mística y melancólica Castilla Vieja? Ya don Ramón Menéndez Pidal la había fugazmente columbrado en las breves pinceladas paisajísticas que sirven de pórtico a La España del Cid; ya el Antonio Machado de su más serena madurez, la de Segovia, supo percibir, dentro de la dura y áspera Castilla de su juventud


-¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!-,

otra Castilla alegre y reidora, la de las orillas del Duero en que las aldeanas, lindas peonzas, bailan coloraditas como amapolas, esa en que la primavera, sin dejar, sí, de ser humilde, es algo más que la yacija para el ensueño de un pobre caminante:


Mientras danzáis en corro,
niñas, cantad:
«Ya están los prados verdes,
ya vino abril galán.»

Ésta es la Castilla -sírvame de testimonio el hermoso lienzo de sus lavanderas- que nos hizo contemplar nuestro paisajista en su transitoria peregrinación por los campos donde corren las aguas que dan hombría al Duero; y me pregunto si con ese exquisito logro suyo no habrá adquirido Francisco Lozano un bien fundado derecho a figurar, al lado de otros grandes pintores, como Benjamín Palencia, entre los clásicos de la otra Castilla, la Castilla sobriamente jovial a que hoy no queremos -ni debemos- renunciar.

Transitoria acabo de llamar a la peregrinación castellana de este paisajista de Valencia, porque a su Levante regresó tras ella, y en su Levante parece haber hecho desde entonces estación definitiva. ¿Para qué? ¿Para conseguir de nuevo que la tierra levantina continúe destilando en sus cuadros una antes no vista, escondida, pero indudable melancolía? No. Porque la pintura de Lozano se ha hecho más fuerte, más intensa, así en el empleo de la materia como en la utilización del color, y porque los ojos de su alma han sabido encontrar, mirando la naturaleza que le rodea e incita, cómo esa sutil melancolía acaba resolviéndose en drama.

Adivino otra vez la objeción de muchos. ¿Drama? ¿Es que puede ser responsablemente llamada dramática una pintura que una y otra vez encandila nuestra mirada con esas gayas, vivaces, poderosas manchas de color? ¿Dramáticos esos llanos, esos recuestos, esas dunas donde las flores se aprietan y extienden y sobre los que crecen mórbidas, carnosas, sesteantes, las curvadas pencas verdigrises de las pitas? Y yo respondo: para mí, sí. Permítaseme razonar al galope este imborrable sentimiento mío.

Melancolía, decía yo antes, es el sentimiento unitario -el unitario estado de ánimo, más bien- que en nosotros produce, cuando de veras llegamos a experimentarla, la radical insuficiencia de lo que en el mundo poseemos. Y dando un paso más en la percepción del existir propio, drama es la experiencia de descubrir, tal vez disecando con escalpelo fino el cuerpo al parecer compacto de la melancolía, que nuestra vida es un mosaico de posesiones y manquedades, haberes y deficiencias, ejidos y yermos. Si todo en un paisaje pintado fuese flor variopinta, ¿podría ser dramático el lienzo resultante? Tal vez sí, porque la visión del puro color -hasta la saciedad nos lo han demostrado los «abstractos» de la pintura- puede ser drama, y lo es con harta frecuencia. Pero si además del encanto cromático de las flores y de la sensual y perezosa morbidez de las agaves, en ese paisaje hay, dando suelo a uno y a otra, una tierra reseca y pardusca, o una pedregosa, despiadada arena amarilla o rojiza, o el cadáver negruzco de una barca -¡qué lejos de ella la canción y el remo!-, o la oteante crueldad potencial de un lagarto inmóvil, entonces aquella pura posibilidad de drama se convierte en actualidad real, en hecho a la vista; al menos, cuando el contemplador no quiere conformarse con apariencias primeras y aspira a profundidades últimas. A las playas de la primera etapa levantina del pintor Lozano les daban melancolía sus humildes casetas de baño -aquellas antesalas de una inmersión más ritual que orgiástica-, sus setos de pobre y desnudo cañizo, sus indecisas, como pirandelianas figuras de hombres y mujeres en trance de soportar una misteriosa carga de inutilidad; a las riberas marinas de esta segunda etapa mediterránea del paisajista las hace dramáticas, en cambio, su realidad misma, su escueta y estricta realidad, aunque la materia pictórica sea a veces, muy deliberadamente, tan plana y escasa como la de una tela estampada, y aunque en la superficie del lienzo brille con fuerza el color radiante de las corolas florales. Porque dramática es la hermosura, de un fragmento de nuestro planeta -dramática, no luctuosa o lagrimeante-, cuando en su rostro y en su entraña forman mosaico el esplendor y la tiniebla, la turgencia vital y la mineral sequedad, la fragancia húmeda y una sed que día tras día soporta sobre sí el destino de ser terrosa y dura costumbre. Belleza, sí, pero visible y misteriosamente arraigada en la aspereza y el dolor. Ahora que tanto vuelve a hablarse de Nietzsche, sin demora me viene a las mientes el Nietzsche más consabido, el de las líneas finales de El nacimiento de la tragedia; esas en que un ateniense viejo, un heleno todavía capaz de mirar a los hombres con los ojos sublimes de Esquilo, habla así al sensible erudito que ante él acaba de encomiar la clara y excelsa belleza del pueblo griego: «Tú, forastero, di también esto: ¡Cuánto ha debido sufrir este pueblo para ser tan hermoso!» No, no creo que sea un azar la súbita reminiscencia nietzscheana. Me atrevo a pensar, en efecto, que en ella está la clave más central de la belleza mediterránea, sea nuestro Levante, un rincón de la costa del mar Tirreno o un acantilado de la ribera del mar Egeo, el puñadito de materia cósmica en que esa belleza se realiza y esplende.

Vuelvo a lo que antes dije: el pintor, maestro supremo en el arte de enseñarnos a ver la realidad de las cosas y el modo cómo ésta se nos mete por los ojos hecha apariencia visible. Que tal modo sea a veces feo, incluso horrible, como tan eficazmente nos obligaron a admitir los pintores expresionistas -y antes, Goya-, no es obstáculo para, que la pintura pueda ser gran pintura. También en el rostro deforme de los leprosos se nos hace patente la faz del Señor, afirmaba la clarividente piedad de tos cristianos primitivos. Y con piedad o sin ella, llamando «Señor» o llamando «Absurdo» a eso que en la fea realidad sensible se nos revela, ¿no es esto mismo lo que nos han permitido ver los pintores que han hecho radiante la fealdad del mundo? Lo cual, no es óbice para que muchos, yo entre ellos, digamos «Tanto mejor» cuando de lo real no se nos ha querido escamotear cuanto en lo real, con drama o sin él, se nos muestre verdaderamente hermoso.

Francisco Lozano, pintor que egregiamente ha sabido cumplir su misión y ejercitar su oficio revelándonos de una manera inédita -melancolía, drama- la realidad y la belleza de un pedazo de la tierra de España. Con su gran obra pictórica, el suelo que vemos y pisamos se nos ha hecho más íntegramente humano, más real. Que esta fuerte convicción nos ayude a admirar con gratitud silenciosa la sucesiva y ordenada muchedumbre de los cuadros que ahora como don Francisco de Quevedo diría, sin palabras nos hablan a los ojos.






ArribaAbajoCarmen Castro


ArribaAbajoLas cartas y los hombres

No hay un documento que revele la verdadera intimidad de un hombre por modo tan evidente -tan acuciante, me atrevería a decir- como sus cartas. Un libro, hasta el más directamente autobiográfico, va siempre dirigido a un «público»; y si hay en él hebras o filones de vida personal, la materia de ésta es la que conviene a «todos» o, cuando menos, a «muchos». No poco hay del hombre José Martínez Ruiz en el «Antonio Azorín» de La voluntad; pero si bien se mira, casi todo ese «no poco» es aquello por lo que «Antonio Azorín» puede ser símbolo de una generación de españoles: José Martínez Ruiz cuidará de decírnoslo con sincera explicitud en las páginas finales de su novela.

Las cartas son otra cosa. En ellas habla un hombre a otro hombre, sólo a él, y esta insuperable reducción del diafragma expresivo adelgaza la materia de la confidencia y entraña en la verdadera intimidad la raíz viva de sus intenciones. Por exigencia de su propia naturaleza, el hombre sólo puede ser en verdad íntimo cuando habla a Dios; y si se dirige a la parva gavilla de sus amigos -que por eso son llamados «confidentes» suyos, hombres que tienen su misma fe-, cuando les habla uno a uno. Sólo cuando detrás de «todos» se ve a Dios, no otro fue el caso de san Agustín, puede ser íntimamente sincero un libro a todos dirigido.

En esto me ha hecho pensar la lectura reciente de unas cuantas cartas: las de Valera, Clarín y Zorrilla, publicadas por La Estafeta Literaria; las de Renato Descartes a Isabel de Bohemia y a Cristina de Suecia, que, largamente enriquecidas por dos estudios preliminares, acaba de dar a la estampa la recién nacida Editorial Adán. A este pulcro libro quiero ceñir hoy mi comentario.

Tres círculos concéntricos pueden representar bien la interna estructura de este tomo de «Cartas». El círculo más interior está constituido por el original y penetrante estudio filosófico de Xavier Zubiri que encabeza el libro. Forma el círculo medianero la donosa y bien aderezada exposición biográfica de Carmen Castro, traductora fiel y suficiente de las epístolas cartesianas. Las cuales, en fin, componen el círculo más ancho y exterior de los tres.

El Descartes del Discurso del método, de las Meditaciones y de los Principios es un filósofo preocupado por la Verdad. El Discurso del método está taxativamente escrito «pour bien conduire sa raison et chercher la vérité dans les sciences». El Descartes de las epístolas a Isabel y a Cristina es un nombre preocupado por la felicidad. Aparece ante nosotros un varón cordial, amante de la buena amistad y del coloquio epistolar con el amigo verdadero, sediento de sosegada felicidad en este mundo y en el otro, cautamente empeñado en conseguir, mediante el recto uso de su razón y de su prudencia, la mayor bienandanza posible, y morosa, perezosamente complacido en dominar por sí y dentro de sí los problemas y las dificultades que la inteligencia y la vida le deparan. Son almas grandes, escribe a Isabel, aquellas capaces de hacer «razonamientos tan fuertes y poderosos que, aunque tengan también pasiones, e incluso muchas veces más violentas que las del resto, su razón, sin embargo, permanece siempre la dueña, y hace que le sirvan incluso las aflicciones, y contribuyan a la perfecta felicidad de que disfrutan en esta vida». «Mi principal contento depende de mí sólo», dice en otra ocasión, a la manera -sólo a la manera- de un filósofo estoico. «La amistad es cosa demasiado santa para abusar de ella», objeta a Maquiavelo. «Principal bien de la vida» llama otra vez al que otorga la buena amistad.

Sorprende de veras la importancia que este tema de la personal felicidad tiene para el hombre y para el filósofo Renato Descartes. Mucho más sorprende, sin embargo, la impresionante seguridad optimista con que este hombre, cabalgando sobre los esperanzados años del «seguro» siglo XVII, cree poder conseguir por sí mismo una perfecta felicidad terrena. Anhelo de beatitud y optimista seguridad de conseguirla son dos de los más íntimos rasgos del espíritu de Renato Descartes. Nos dará la felicidad, pura y simplemente, «el recto uso de la razón», enseña a la extraordinaria Isabel. La primera pasión del feto en el vientre de la madre debe ser la alegría, afirma, tan convencido, «porque no es concebible que el alma haya sido puesta en el cuerpo sino cuando estuvo bien dispuesto, y cuando está así bien dispuesto esto nos proporciona naturalmente alegría». Está ahí en esbozo todo el maravilloso optimismo leibniziano: «Candide», ese envidiable «Candide» que es el europeo en el filo del 1700, está dando sus primeros pasos en las cartas del filósofo turenés. ¿Podrá mantenerse muchos años la ilusión? En la primera mitad del siglo XIX, Donoso Cortés, altavoz grandilocuente del pesimismo romántico y reaccionario, gritará a los cuatro vientos: «El hombre nace apenas, y no parece sino que viene al mundo por la virtud misteriosa de un conjuro maléfico, y cargado con el peso de una condenación inexorable. Todas las cosas ponen sus manos en él...»

El bien compuesto apunte biográfico de Carmen Castro pone ante nuestros ojos la vida del hombre que escribió esas cartas. Nos hace verle feo, católico y sentimental, como un solitario Bradomín de la Filosofía. «No soy de esos filósofos crueles que quieren que el sabio sea insensible», dirá a Isabel el «homme de bonne compagnie» que, en el fondo, es este meditador. Hay en esta biografía de un hombre escrita por una mujer una femenina complacencia en contarnos la fealdad de Descartes, sus amistades infantiles, sus perezas de colegial prodigio y mimado, su galante cortesía parisiense, sus gustos literarios, su efímera pasión por la holandesa Elena, su paternal cariño por Francina. El fondo sentimental de Renato Descartes -al que Carmen Castro no vacila en llamar, de mujer a hombre, René-; ese fondo humano, y no demasiado humano, que sirve de mantillo a la preocupación cartesiana por la felicidad, está hábilmente presentado en esta sucinta biografía suya. «Pienso, luego existo», dirá el filósofo. «Existo, luego amo», oímos decir, con voz más delgada y recoleta, al hombre que quiere ser feliz y piensa poder serlo.

¿Qué hay, entonces, en el fondo de la persona de Renato Descartes, en virtud de lo cual pueden ser la Verdad y la Felicidad los dos temas cardinales de una vida? ¿Anduvieron disociados, por ventura, el hombre Renato Descartes y el filósofo Renato Descartes? Él mismo se encargará de darnos la respuesta. Si no son gratas a Cristina de Suecia sus opiniones filosóficas, «ello me dará ocasión -escribe a Isabel como filósofo inquisidor de la verdad y como hombre apetente de dicha- de poder volver cuanto antes a mi soledad, fuera de la cual es imposible que yo pueda avanzar nada en mi búsqueda de la verdad, y en esto consiste mi principal bien en la vida». La felicidad, meta del hombre, consiste para Descartes, no contando la amistad y el amor a los que merecen uno y otra, en buscar la verdad, oficio del filósofo. ¿Cómo pueden enlazarse entre sí estos dos deseos, cómo puede ser una esta doble voluntad de felicidad y de verdad? O, preguntando mejor, ¿cómo se enlazaron en la mente y en el alma de Renato Descartes? El hondo y denso estudio filosófico de Xavier Zubiri, íntimo círculo de los tres mencionados, constituye la respuesta a esta inevitable interrogación. Muéstranos Zubiri al filósofo Descartes instalado en la situación histórica en que el espíritu humano se hallaba tras la ingente aventura intelectual del nominalismo y del voluntarismo franciscanos. El hombre solo, radicalmente solo, no sabe ya apoyar su vida, como hasta entonces, en la inmediata realidad del mundo y de Dios. ¿Qué hacer en tal trance? La vida intelectual, la biografía misma de Descartes dan una respuesta preñada de consecuencias. El hombre intentará resolver su problema metiéndose en sí mismo, buscando en sí mismo seguridad -esto es, verdad inconmovible y felicidad consistente- por la vía de su propia razón. La vida de Descartes está dominada por la voluntad de ser razonable. Esta apretada y nítida exposición de Zubiri nos hace ver de un modo sistemático que, por este camino, Descartes había de considerar la Sabiduría, la Sagesse, como una «paz libre en la verdad». Tal actitud intelectual y humana es también la que determina la peculiar posición de Descartes ante la tradición histórica y religiosa.

Las cartas, arcaduces de la más verdadera y recóndita intimidad, nos han enseñado a conocer al hombre y a entender más hondamente sus libros. Y cuando estas cartas son del hombre llamado Renato Descartes, esto es, de aquel con quien en verdad comienzan los tiempos que suelen llamarse «modernos», ¿no ofrecen un encanto entre dulce y acerbo a la meditación de los hombres de hoy, herederos de cuanto bueno y malo había en el vientre de esos tiempos, estremecidos por el dolor de la Historia, ateridos, menesterosos de seguridad espiritual y externa, hambrientos de fe viva, de esperanza cierta, de caridad verdadera?




ArribaAbajoMarcel Proust

En alguna parte he leído que Marcel Proust rechazó la asistencia médica en los últimos días de su vida, sólo para que la muerte, que con paso cierto se le acercaba, fuese intactamente la suya, y no una muerte deformada por la acción del ya inútil artificio humano. ¿Fue en verdad así? Si el suceso no es cierto, no parece compadecerse, mal con la sutil, trabajada y certera exégesis que de la obra y la vida del novelista acaba de publicar Carmen Castro. Los volúmenes en que se desgrana A la recherche du temps perdu expresan la vida íntima de Proust, no su biografía: tal es la tesis fundamental de Marcel Proust o el vivir escribiendo. Y si la secreta vocación de esa vida fue la utilización del dolor, esclareciente espuela, para dar forma novelada a la experiencia humana del tiempo, ¿no es iluminadora la estampa de un Proust alertado e insomne ante el momento de empezar a saber por su reverso lo que de veras había sido la fluencia del propio vivir? «Nadie, hasta Marcel Proust, había metido la novela en nosotros hasta zonas tan profundas de nuestra intimidad, ni nos había metido en ella tirando de nuestro tiempo», concluye Carmen Castro. Es cierto. No en vano ha sido el novelista de los años en que el hombre, con ánimo por igual osado y tembloroso, se ha hecho problema constante de su propia intimidad y de su tiempo propio. Proust, hombre a la búsqueda del tiempo vivido. ¿Dónde estará el novelista que nos cuente con igual genialidad, y desde la vida misma, no desde la pura fe, la aventura de poseer ese tan buscado tiempo?






ArribaAbajoSalvador Espriu


ArribaAbajo«Convinga el teu nom»

Vas a permitirme, admirado Salvador Espriu, esta inicial licencia de tutearte. Pertenecemos a una misma generación -en páginas recientes intenté demostrarlo-, y en nuestra relación directa, no frecuente, desde luego, pero sí mutuamente estimativa y tácitamente solidaria, preamistosa, diría yo, hemos rebasado con amplitud suficiente esa etapa que más de una vez he llamado «el noviciado del usted». Sin este noviciado el tú viene a ser una pequeña y desconsiderada agresión al delicado reducto de la intimidad personal; sin un tú final y coronante, el usted se trueca en afectación o se queda en penultimidad. Tú, pues, y tú a su tiempo, entre tú, Salvador Espriu, y un yo, el mío, que llamándote así humana e ibéricamente se enriquece.

Dos razones circunstanciales y una razón medular me mueven ahora a escribirte. Hace no pocos meses, mi deplorable incuria epistolar dejó sin la merecida respuesta gratulatoria tu contribución al volumen Homenaje a Aranguren, uno de los poemas más intensos y dramáticos que durante muchos años se hayan publicado entre Port-Bou y Ayamonte. Y bastante antes, mi escasa frecuentación de la prensa diaria me impidió glosar, según mi verdad, cierto breve comentario de Joan Fuster, entre amable e irónico, a una opinión mía en que se aludía a tu personalidad y aun a tu persona. Pero ahora caigo en la cuenta de que, por servir de rampa o estribo a la razón de esta carta que acabo de llamar medular, bien merece tal comentario recordación precisa.

Hablaba yo, tema vidrioso, lo sé, del bilingüismo real y del bilingüismo posible de los escritores catalanes y venía a sostener que todo buen escritor en catalán es en potencia próxima un buen escritor en castellano, contra la zumbona y graciosa, pero factualmente inexacta opinión del bilingüe Josep Pla -«El bilingüisme ha tingut sempre aquest mal: crear una tercera llengua, una llengua de pobrets i alegrets, modesta pero honrada...»-; y Fuster vino a decir que mi voluntad de convivencia, yo quise entender mi espíritu de pasteleo, era capaz hasta de convertir a Salvador Espriu en un escritor castellano.

A lo cual yo hubiera podido responder con textos en la mano dos simples cosas: que en el orden de la expresión epistolar y privada, cuando tu amabilidad te ha llevado a emplear el idioma de un interlocutor para ti transibérico -yo mismo, para no hablar sino de lo que por mí conozco-, has demostrado ser todo un escritor en castellano, como Maragall, como Riba, como Ferrater Mora, sin que nadie tenga que ejercitar la cortesía táctica de convertirte en ello; y que desde este Madrid yo comprendo muy bien las razones por las cuales tú, en esa Barcelona, has querido ser y quieres seguir siendo tan orgullosamente avaro de la magnífica posibilidad de tu pluma que acabo de mencionar.

Cada uno es lo que su naturaleza, su sociedad, su historia y su libertad le llevan a ser; y a ti, más que a ningún otro escritor de tu lengua, tal vez, te ha tocado -permíteme la pequeña pedantería profesoral de decirlo hegelianamente- el glorioso y penoso destino de ser encarnación viviente de la «conciencia infortunada» de esa lengua tuya. ¿Cómo, pues, no voy a comprender el desesperado, casi heroico egoísmo con que tú poéticamente la cincelas, la enriqueces y nos la dificultas? (Yo malaprendí tu lengua viajando diariamente durante años en un tranvía de l'horta de Valencia y chapurreándola durante meses en un cuartel con los mozos de esa horta que conmigo hacían el servicio militar; la perfeccioné luego en Maragall y en Carles Riba, con la ayuda de una mica de Alcover y Moll; pero sólo tu sublimado catalán me ha dado años después la medida exacta de mi deficiencia.) Repito: ¿cómo no he de comprender, y por tanto hacer parcialmente mía, la celosa y celadora actitud tuya para con el precioso legado idiomático y literario que tu historia y tu sociedad han depositado en tus manos? Pero el deseo es de algún modo ubre, ningún autócrata ha quitado a sus súbditos el derecho a desear, y yo, que de manera un poco más refinada y algo menos ingenua me siento camarada político de tu Quim, él en su Sillera natal y yo en un Madrid que dista no poco de ser mío, más de una vez he pensado que este Madrid sólo empezaría a serme aceptable cuando en su Ateneo tú leyeses tu poesía ante un público no catalán capaz de comprenderla y que España no acabará de ser mi casa histórica hasta que poetas como tú no tengan en su alma escrúpulo alguno en demostrar -como antaño Maragall en La escuadra que va a Filipinas y en La espaciosa y triste España, como hogaño Josep Pla cuando no quiere emplear su estupenda pluma en fingir un castellano «pobret i alegret», o como el agudo y contrachapado Joan Fuster- que también en la lengua de estos pagos podéis ser prosistas ejemplares, harto mejores prosistas que muchos de los que por acá plumean.

¿Voluntad de convivencia o espíritu de pasteleo? En cualquier caso, ensueño, el mismo ensueño que en dos pasajes de La pell del brau te llevó a ti a cambiar el tiempo gramatical del verbo «convenir».


Diversos son els homes i diverses les parles,
i han convingut molts noms a un sol amor,

dicen dos versos tuyos, sentidos y escritos ante la dulce a trechos y a trechos áspera tierra de Sepharad. Pero el viento que corre sobre los olivares de esa tierra canta poco después entre esperanzador y desesperante, la clara y sencilla verdad de estos otros:


Diversos son les parles i diversos els homes,
i convingut molts noms a un sol amor,

«Han convingut», «convindran». ¿Quién verá la realización de ese ensueño? ¿Nosotros? Seguramente, no. Entretanto, y traigan los años lo que traigan, yo quisiera que dos nombres diversos convengan en la denominación de una misma realidad, esta que acá y allá formamos sobre la pell de brau los lectores de tu poema desde dentro de él: en ti, en vosotros, la palabra amics; en mí, en nosotros, la palabra «amigos». O, mejor aún, viceversa. Poca cosa, bien lo sé, comparada con el diálogo polifónico que tú y yo deseamos. Pero en tiempos menesterosos, hasta las migajas pueden ser maná. Las migajas y -como nos ha enseñado Heidegger y días atrás yo recordaba aquí mismo- las palabras de los poetas. Sófocles, en este caso; aquel viejo Sófocles de tus cursos en la Universidad Autónoma: «El tiempo, largo e innumerable, trae a la luz las cosas ocultas.» Aunque estas cosas nuestras, como tantas y tantas en el mundo, y más cuando son delicadas, sólo puedan existir llevando en su seno alguna herida.






ArribaAbajoJosé Ferrater Mora


ArribaAbajoMuerte desde la vida

Recluido en su apacible y laborioso retiro de Bryn Mawr, grato enclave de ciencia y pedagogía en la selva de Guillermo Penn, el filósofo José Ferrater Mora va madurando sin prisa ni pausa su pensamiento y su estilo. Óptima prueba de una y otra cosa es el libro que voy a comentar. A los quince años de su primer contacto intelectual con el tema (El sentido de la muerte, 1947), Ferrater nos ofrece, en efecto, una versión de él harto superior a la primera: más profunda y rigurosa; más cuidadosamente atenida al saber, punto menos que inabarcable, del tiempo en que aparece; tocante no sólo al «sentido» de la muerte, mas también, como ya el título indica, a la relación entre la muerte y el «ser»; incluida en un prometedor esquema ontológico general y emergente, a la vez, de éste; expresada, en fin, en un lenguaje más suelto y ágil, más resueltamente vocado a la precisión léxica y sintáctica. El tema de la muerte, tan exasperado y exasperante en la literatura filosófica posterior a Heidegger, es tratado ahora sub specie vitae, mejor sub specie realitatis, con toda la serenidad deseable.

Se trata de dar apurada respuesta filosófica a esta interrogación: ¿Qué es lo que muere? Mueren, por supuesto, los hombres. Mueren también los restantes seres vivos, desde el chimpancé hasta la bacteria; más aún, hasta el virus. En la muerte, según esto, ¿habrá de verse una «propiedad» de la materia viva, cualquiera que sea el grado de la organización de ésta? ¿O no acaecerá más bien que la muerte de un hombre o la de un organismo no pensante son modos particulares de un fenómeno que afecta esencialmente a todos los órdenes de la realidad ultramundana? Como hay una analogia entis, ¿no habrá también una analogia mortis? Construir con rigor intelectual esta analogia mortis ha sido la ardua tarea que Ferrater Mora se ha propuesto en su libro.

Para llevarla adecuadamente a término, nuestro filósofo recurre a una actitud ontológica original, que él llama integracionismo. He aquí sus puntos principales: 1º En la realidad no hay «absolutos». Los llamados «absolutos» -materia y espíritu, objeto y conciencia- son más bien conceptos-límites que designan «realidades-límites» y no realidades efectivas. 2º Todo ente real, electrón, caballo u hombre, se halla efectivamente entre uno y otro extremo de esa serie de contraposiciones polares, aunque más o menos próximo, según los casos, a uno o a otro. El hombre, por ejemplo, es más espíritu y menos materia que la arcilla. 3º Para la intelección mitológica de un ente real, la mente debe estudiarlo dinámicamente según la doble dirección que cada contraposición polar establece en su línea, e integrar lo que de ese cambiante proceso intelectivo resulte. No se trata de un fácil eclecticismo o de una habilidosa combinación de doctrinas; trátase de una «integración doctrinal» subtendida ónticamente por la «integración real» propia del ente en cuestión.

Provisto ya de instrumento ontológico adecuado, Ferrater divide su pesquisa en cuatro partes: la muerte en la naturaleza inorgánica; la muerte en la naturaleza orgánica; la muerte del ser humano; supervivencia e inmortalidad. Y fiel a lo que de tan patente modo exige el título mismo de su libro, antepone a cada una de las tres primeras partes una sucinta, pero riquísima y en no pocos puntos original teoría ontológica de la realidad sobre que respectivamente versa, la materia inorgánica, el organismo viviente y el hombre. Tal es, en muy sumario esquema, el contenido de El ser y la muerte.

No puedo ni debo intentar aquí una reseña pormenorizada de lo conseguido en esa cuádruple indagación, tan firme y elegantemente apoyada en la especulación ontológica -«Este libro es a la vez sistemático y ontológico», dice su autor en una de las primeras páginas- y en los más finos y actuales saberes de la física, la biología y la antropología. Me limitaré, pues, a contraponer algunos de los resultados obtenidos por Ferrater Mora frente a los dos modos extremos de la realidad «mortal»: la materia inorgánica y el ser humano.

Toda realidad, nos dice, es a la vez «externa» e «íntima», posee un «fuera» y un «dentro». Toda realidad, por otra parte, tiene simultáneamente un «ser» -se define por lo que ella «está siendo», por la patencia de su entidad- y un «sentido», una significación relativa a lo que ella no está siendo y puede ser. Pues bien: la materia inorgánica, átomo, roca o cristal, es el modo efectivo de la realidad en que más claramente predominan la exterioridad sobre la intimidad y el ser sobre el sentido; de ahí que la «muerte» -más neutra y genéricamente: la «cesación»- sea para ella mera desintegración extrínsecamente determinada, y también que en ella la cesación sea mínima. Muy otro es el caso del hombre. En la realidad humana, en efecto, predominan del modo más enérgico la intimidad sobre la exterioridad y el sentido sobre el ser: por esto es «histórica», «dramática» y «entrañable» tal realidad, y por esto el hombre muere «desde dentro», con muerte que le pertenece «en propiedad» -para él la muerte es «propia», en un sentido transrilkiano de tal expresión- y presta interno sentido a cada uno de los actos de su vida. «El vivir humano representa, dentro de la serie de los entes -escribe Ferrater-, aquella forma de realidad en la cual el sentido ha acabado por predominar de tal manera sobre el hecho, que puede incluso decirse que un hecho lo es para el hombre únicamente en la medida en que posee sentido. Que la muerte revierta sobre la vida, que sea algo interior a ella, que le pertenezca, significa, pues, que el morir permite a la vida adquirir su propia realidad, ontológicamente distinta de las otras y en parte inconmensurable con ellas.»

«Estas conclusiones a la carrera pueden considerarse como puntos de partida para un estudio más parsimonioso del asunto que nos ocupa», dice lealmente Ferrater, respecto de las que siguen al capítulo «Muerte, supervivencia e inmortalidad», en la última página de su libro. Quiera Dios que ese estadio llegue pronto; y con él, el que de pasada se nos promete acerca del sentido de la creación. Y puesto que nada acredita tanto el agradecimiento del lector al autor como la formulación, de alguna observación amistosa acerca de lo leído, yo, lector agradecido, me atrevo a terminar esta reseña con las cinco siguientes: 1º Puesto que en las páginas de El ser y la muerte se distingue temáticamente entre ontología y metafísica, valdría la pena proponerse de frente esta pregunta, básica y decisiva, a mi entender, para una elaboración plenaria del «integracionismo»: ¿cómo tiene que estar metafísicamente constituida la realidad para que en su diversa constitución efectiva se integren y en su consideración ontológica hayan de ser integrados los varios «polos absolutos» que como «realidades-límites» y «conceptos-límites» aparecen en los análisis de Ferrater? 2º Para extremar la precisión en la terminología, ¿no sería conveniente decir explícitamente «realidad ultramundana», y no «realidad» a secas, cuando por ejemplo se afirma que «ser real es ser mortal» (p. 75 et passim)? 3º A mi modo de ver, la «intimidad» propia del ser humano es la única que verdaderamente merece ese nombre superlativo. «Exterioridad-interioridad» es la contraposición polar correspondiente al modo de aparición de las estructuras no humanas, sean éstas minerales u orgánicas; «exterioridad-intimidad», la contraposición propia del hombre. El carácter «entrañable» de la vida humana no es sólo «culminación y como exasperación de la interioridad» (p. 94); esa «exasperación» es más bien, respecto de la interioridad de las estructuras no humanas, una innovación fundamental, un verdadero saltus in aliud. En suma: hay que distinguir con todo rigor fenomenológico y metafísico entre lo «interior» y lo «íntimo»; y luego, agustiniamente, entre lo «íntimo» y lo interior íntimo. 4º Pienso que para el hombre la muerte es propia y debe ser apropiada: propia, la muerte; apropiada, tal muerte. Sólo así puede ser el morir un acto personal. Y por otra parte, sólo así puede ser satisfactoriamente completada la radical insuficiencia de la hermosa y citadísima sentencia de Rilke: O Herr, gib jedem seinen eignen Tod!, «¡Señor, da a cada uno su muerte propia!» Mejor sería decir: «¡Señor, haz que cada uno sepa hacer suya -se la apropie personalmente- la muerte que le toque, cualquiera que ésta sea!» Pásase así de una visión «estética» a una visión «personal» del morir humano. 5º La interna melodía del libro pide con urgencia un desarrollo más amplio del capítulo tocante a la supervivencia y la inmortalidad. ¿Por qué, de hecho, puede creerse y puede no creerse en la inmortalidad del ser humano? ¿Por qué todo hombre cabal tiene que debatirse alguna vez con el problema de creer o no creer en su propia inmortalidad? ¿En qué medida tal necesidad de la mente humana -con otras palabras: en qué medida el hecho ineludible de vivir el hombre inmerso en la cuestión de la inmortalidad- arguye efectivamente en favor de ésta?

Preguntas, ávidas preguntas de un lector caviloso y engolosinado. Y debajo de ellas, una viva gratitud intelectual a quien tan bella y limpiamente, con tan sutil y alquitarado seny, va dando feliz sazón y expresión legible a su propio pensamiento filosófico.






ArribaAbajoPablo Serrano y Eduardo Chillida


ArribaAbajoEscultura y vida

Para iniciar una discusión seria del tema, yo diría que la relación entre la obra plástica y la realidad puede seguir tres caminos principales: la imitación, la simbolización y la esencialización. En el primer caso, el escultor copia lo que ve, y a veces con aliñada y acuciante minucia; ahí está Benlliure. En el segundo, configura formas que mediante una clave más o menos hermética conducen a la mente del espectador hacia una determinada concepción secreta de lo real; pintadas unas veces, talladas otras, así lo muestran, esas producciones artísticas que los antropólogos y los etnólogos nos han enseñado a llamar «mandalas». ¿Y la esencialización? Esta requiere hoy párrafo aparte.

Patente en lo que de ellas vemos, latente en lo que de ellas no vemos, la esencia de las cosas -con toda precisión nos lo ha dicho Zubiri- es a la vez para nosotros un concepto provisional, un abismo insondable y un incitante desafío. El abismo de lo que en una realidad no vemos mueve a nuestra mente, en efecto, a conquistar filosófica, científica o poéticamente una parte de él, parte de león, cuando el conquistador es un genio, o parte de colibrí, cuando su alma dista mucho de la genialidad. Y este aserto resulta igualmente válido, acabo de indicarlo, para el filósofo, el hombre de ciencia, el poeta y el artista plástico. La obra creadora es en tal caso el hito ocasional de una escalada hacia la siempre inagotable esencia de una parcela de la realidad o hacia el enigma de la realidad en general.

Viene todo esto a cuento, porque Pablo Serrano y Eduardo Chillida, dos de nuestros más universales escultores actuales -dicho de otro modo: dos de los más importantes escultores de nuestro tiempo, vívase éste en Manhattan o bajo las estructuras urbanas de Carlos Fernández Casado- han decidido que todo su enorme talento artístico se mueva por la senda de la esencialización, y porque para su personal escalada hacia lo que en la realidad es enigmático han elegido, entre otros campos de ella, la actualísima y patética zona que constituye el encuentro entre hombre y hombre. Actualísima, porque el menester supremo de nuestro mundo no consiste en ir a la Luna, sino en que los hombres sepan encontrarse entre sí de modo que el suceso no engendre combate (com-batuere, zurrarse mutuamente la badana), sino convivencia (con-vivere, vivir en apacible compañía). En las «unidadesyunta» de Pablo Serrano, con su relieve cuasifálico y su oquedad cuasivaginal -expresión esencial y metafórica de algo que trasciende todo erotismo barato: la idea de que el encuentro amistoso consiste en un mutuo dar y un mutuo aceptar la propia vida y la vida del otro-, esa convivencia es, como diría un escolástico, potencia próxima, virtualidad a punto de convertirse en abrazo logrado. En el Lugar de encuentro de Eduardo Chillida, la vida en común se nos muestra hueca, multivalente posibilidad que es preciso llenar con la respectiva invención animosa de quienes de veras se decidan, como dijo Rilke y repite Chillida, a convertirlo en «lugar» y a hacer que este lugar sea «suyo».

Esa «unidad-yunta» de Pablo Serrano se ofrece ya a nuestra contemplación en el Museo de Escultura de la Castellana. Por iniciativa de un inteligente mecenazgo, el Lugar de encuentro de Eduardo Chillida podrá ser pronto mirado en un rincón de una de las más céntricas plazas de Madrid. Con su poderosa intención esencializadora, ambas esculturas van a ser para nosotros, para todos los españoles, para todos los hombres, un disparo estético, un problema y una exigencia: el disparo estético que constituyen, juntas, su materia y su forma, el problema de penetrar con nuestra inteligencia en el recinto de la intención artística y humana de sus respectivos autores, la exigencia que para nuestras vidas -que sólo a costa de ser complementarias deben conquistar su inalienable derecho a ser distintas- es el imperativo de la convivencia. ¿Será grave y no frívola nuestra respuesta a ese problema? ¿Será positiva y no peleadora nuestra reacción a esa exigencia? La historia española de los próximos veinticinco años va a decirnos si las metálicas voces de profeta que son estas esculturas llegarán a trocarse en lección aprendida o quedarán, una vez más, en solitarias y acusadoras voces clamantium in deserto.