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ArribaAbajoRamón del Valle-Inclán


ArribaAbajo«Nel mezzo del cammin»

1) He visto La marquesa Rosalinda (teatro Español, Madrid) la noche del sábado subsiguiente a San Isidro; en una ocasión, por ante, más que propicia para un lleno total. Pero el público no ocupaba más allá de un cuarto de la sala; y aunque los aplausos finales rebasaron levemente a los parcos límites de la cortesía, el alma de un admirador ferviente de Valle-Inclán -tal es mi caso- tenía que sentir en sus senos, camino del lar doméstico, una penosa sensación de frío y perplejidad. ¿Por qué el dramaturgo Valle-Inclán, minoritaria y popularmente triunfador, desde hace unos años, con Divinas palabras y La rosa de papel, no ha llegado esta vez al gran público? Dos razones se juntan en mi respuesta. Atañe la primera a la situación y a las expectativas de ese público. De Valle-Inclán, en efecto, se espera y se desea el esperpento; y todo lo que no sea dar, tal y como hoy deben darse, Luces de bohemia y Los cuernos de don Friolera, será andarse por las ramas y hacer un flaco servicio a la renovada causa teatral de nuestro enorme escritor. Concierne la segunda a la representación de La marquesa Rosalinda. Me duele decirlo; pero -salvo la tan espléndida como deliciosa escenificación de Francisco Nieva- esa representación me ha parecido un verdadero error. ¿Qué hubiera debido hacerse para alcanzar con esta pieza -si ello fuese posible, que no lo sé- la difícil meta de un favor aceptablemente multitudinario? Yo, que no soy director de escena, que no paso de ser, cuando la palabra alcanza el nivel de la valleinclanesa, un empedernido amador de la palabra, tengo que conformarme diciendo, para responder a esa interrogación: «No lo sé. Pero, desde luego, otra cosa.»

Acompañando sin la menor reserva a los que, ad maiorem Vallis gloriam, desean ante todo la escenificación actual de Luces de bohemia y Los cuernos de don Friolera, no puedo ocultar mi convicción de que una Marquesa Rosalinda adecuadamente representada lograría hoy -podría hoy lograr- un indudable éxito minoritario y un estimable éxito popular: el correspondiente a la central situación de la pieza en la multiforme carrera literaria de un autor, al significativo puesto de ella nel mezzo del cammin del fabuloso escritor a quien llamaban don Ramón María del Valle-Inclán. Porque, a mi modo de ver, La marquesa Rosalinda y las «comedias bárbaras» se hallan, tanto por su lenguaje como por su intención, entre el Valle-Inclán de las Sonatas y el Valle-Inclán de La reina castiza y los esperpentos.

El Valle-Inclán de las Sonatas es un virtuoso del modernismo que ejercita esa poderosa virtus suya llevando irónicamente hasta su extremo -¡y con qué maestría!- todas las posibilidades léxicas, estilísticas, estéticas y sentimentales del movimiento literario, en cuyo seno y en cuya superficie, como pez en el agua, si se me permite decirlo a la manera modernista, él quería entonces moverse. No resisto la tentación de copiar las sinceras, certeras y proféticas palabras de Ortega -un Ortega de poco más de veinte años; el texto es de 1904- acerca de este Valle-Inclán: «Es de nuestros autores contemporáneos uno de los que leo con más encanto y con más atención. Creo que enseña mejor que otro alguno ciertas sabidurías de química fraseológica. ¡Pero cuánto me regocijaré el día en que abra un libro nuevo del señor Valle-Inclán sin tropezar con princesas rubias que hilan en ruecas de cristal, ni ladrones gloriosos, ni inútiles incestos! Cuando haya concluido la lectura de ese libro probable, y dando placentero sobre él unas palmaditas, exclamaré: "He aquí que don Ramón, del Valle-Inclán se deja de bernardinas y nos cuenta cosas humanas, harto humanas, en su estilo noble de escritor bien nacido."» Una intencionada apoyatura en Nietzsche, estrella intelectual de la época -esa expresa invitación a mojar la pluma en tinta de cosas «humanas, harto humanas»—, va a señalar el futuro derrotero literario del autor de las Sonatas.

Pasan quince años, y Valle-Inclán, sin dejar su anterior «estilo noble de escritor bien nacido», pero habiéndolo ampliado con aguas procedentes de todos los veneros de la existencia hispánica, inicia la época más importante de su genial vida de artista: esa que culmina en los esperpentos. Muy poco antes, en el poema «Una España joven», Antonio Machado, su conmilitón y camarada, ha llorado el fracaso de las comunes ilusiones juveniles:


Dejamos en el puerto la sórdida galera,
y en una nave de oro nos plugo navegar
hacia los altos mares, sin aguardar ribera,
lanzando velas y anclas y gobernalle al mar.
[...]
Y es hoy aquel mañana de ayer... Y España toda
con sucios oropeles de carnaval vestida
aún la tenemos: pobre, y escuálida, y beoda;
mas hoy de un vino malo: la sangre de su herida.

Con ojo hipersensible, con alma a un tiempo clemente e inmisericorde -quien dude acerca de la pertinencia de simultanear estos dos adjetivos, lea en Luces de bohemia la escena del niño muerto y la estampa de los paseos de Serafín el Bonito entre las paredes de su covachuela-. Valle-Inclán ha contemplado la realidad en torno, muy en primer plano la madrileña, ha vivido el fracaso que lírica y directamente delatan esos versos de Antonio Machado y logra inventar, con el esperpento, una óptica descriptiva a la vez inédita y tradicional -Quevedo y La Celestina laten al fondo- y un género literario nuevo, justamente ese que hoy le hace tan actual, tan deseado, y, a la hora de la verdad, tan eludido; porque, como en los programas de mano dice Gonzalo Torrente Ballester, «si no se han estrenado o repuesto todas sus obras, es porque ciertas circunstancias ajenas al buen deseo de los directores y de los empresarios lo han impedido».

Entre el Valle-Inclán de las Sonatas y el Valle-Inclán de los esperpentos -ese que, como diría Ortega, ha decidido dejarse de bernardinas-, el autor de La marquesa Rosalinda. ¿Cómo y por qué esta pieza se encuentra en la mitad del camino literario de «este gran don Ramón, de las barbas de chivo»? Si mis lectores tienen la paciencia de seguir siéndolo, trataré de decírselo.

2) Con toda su enorme diversidad, la estupenda obra literaria de Valle-Inclán es un camino que sin rodeos ni vacilaciones va desde el modernismo adrede de las Sonatas al realismo caricatural y tragicómico de los esperpentos. Y entre ese punto de partida y este punto de llegada, como inexcusable etapa intermedia, el bifronte conjunto literario que componen las «comedias bárbaras» y el ciclo poético de que, con La enamorada del rey y otras piezas semiteatrales, es parte esencial La marquesa Rosalinda. El precocísimo Ortega de 1904 había pedido al autor de las Sonatas que aplicase su descomunal y novísimo talento literario a la faena de contar a sus lectores «cosas humanas, harto humanas»; con otras palabras, que pasase de imaginar poética e irónicamente una sofisticada vida entre dieciochesca y dandy, la del marqués de Bradomín, a inventar o recrear otra vida directamente apoyada en lo que ella realmente «es»; en definitiva, que fundiese poéticamente en sus páginas las dos instancias que ese «es» lleva necesariamente en su estructura: una realidad humana, algo que en la vida del hombre pasó antaño o está pasando ahora, y un punto de vista, el que frente a esa realidad de consuno establecen la sensibilidad, el pensamiento, el ojo y la pluma del escritor. La realidad pretérita y presente de Galicia es la «cosa humana, harto humana» a cuya recreación imaginaria se aplica el punto de vista del Valle-Inclán «intermedio», llamémosle así, que inventó las «comedias bárbaras». ¿Cuál es la realidad y cuál el punto de vista que, en cuanto criatura literaria también intermedia, contienen los deliciosos versos de La marquesa Rosalinda?

Dije antes -y subrayo ahora- que el modernismo de las Sonatas es un modernismo irónico; todo menos «cisnes unánimes» e «indecisos nenúfares» tomados en serio. Sin la visión de un ánimo profundo y soberanamente irónico en la pintura del marqués de Bradomín y la Niña Chole, ¿podría entenderse de manera cabal esa pintura? Pero el camino que en las Sonatas conduce hacia la íronización del modernismo es -habilísimamente, sin duda- la extremosidad; si se quiere, el virtuosismo literario. Bien distinto es el caso de La marquesa Rosalinda. En ella, la presentación irónica de los dos ingredientes que constituyen la materia de la pieza, el Versalles de Watteau, ahora transmutado en dieciochesco Aranjuez, y la italiana commedia dell'arte, pasa de ser puro virtuosismo literario, arpegio o pianissimo sabia y mágicamente extremados por el compositor y ejecutante, a ser una grotesca y desenfadada «puesta en solfa». ¿Cómo? Por lo pronto, añadiendo una y otra vez rasgos y fragmentos de vida realísima, y aun de vida vulgar, a las rosas deshojadas, los ruiseñores, las argentadas lunas y las fuentes Castalias que con belleza usada, pero no marchita, todavía constituyen el cuerpo del texto. ¿Por qué? Porque la punzante presión de la realidad que más inmediatamente rodea al autor, la de España, se va imponiendo con fuerza creciente en la configuración de su punto de vista.

«¿De qué tierra eres tú?», pregunta el marqués a Arlequín, y éste responde: «Según presumo ― de la misma que Adán y los pucheros.» Tierra, realísima y cotidiana tierra de pucheros y garbanzos, irónica y preesperpénticamente puesta ahora bajo las frondas donde la luna se hace plata y se deshace en música el ruiseñor. Y sobre esa tierra, lances y chanzas « terrenales, harto terrenales». Unos ojos que prosaicamente desmitifican el tradicional prestigio estético de esa luna: «¿Quién el poder a descubrir acierta ― de tu cara, de plata, ― de tus ojos de muerta ― y de tu nariz chata?» Un mal de amores que exige la aplicación de los remedios caseros más reñidos con la poesía («y me he puesto en las sienes dos parches de manteca», dice, por ejemplo, la marquesa Rosalinda) o es capaz de suscitar las más prosaicas dolencias corporales («y con el aire fresco que manda el río, ― de un reumatismo antiguo siento el halago», dirá por su parte, el requintado Arlequín). Unos pájaros cuyo canto no pasa de ser sonora retribución de la módica pitanza cotidiana: «El ruiseñor entre el follaje ― me dice adiós, un poco triste, ― deseándome buen viaje», declara doña Estrella; «¡Como solíais darle alpiste!», le responde el deliberado ripio de la Dueña. Todo lo tenuemente que se quiera, la irrupción de elementos procedentes de la vida vulgar va esperpentizando la antigua elaboración irónica del modernismo. El alquitarado pastiche del jardín versallesco va convirtiéndose rápidamente en estampa «humana, harto humana».

Tanto más, cuanto que a esa realidad tópicamente vulgar van a sumarse, con no menor deliberación, elementos literarios procedentes de la vida histórica de España, tal y como por entonces la ven y la entienden Valle-Inclán y sus camaradas de generación: la España «devota y vieja» de que una vez habla Arlequín. «Aquí no vuelan tras los ramajes, ― furtivos besos del Trianón», afirma Amaranta; «Con los ramajes de los boscajes, ― aquí hace hogueras la Inquisición», replica Rosalinda. «Aquí, aquí»: la tierra en que prospera la más desaforada milagrería («¿Os entregó la Madre superiora ― una oración para el dolor de muelas?», pregunta Rosalinda a la Dueña) y es menospreciada la ciencia («¡Toda la geometría es embeleco!», enseña Juanco, miles gloriosus a la antigua castellana usanza), ¿Cabe una manera más noventayochesca y preesperpéntica de ver y entender la realidad histórica y social de la vida española que el diálogo entre Rosalinda y Arlequín, cuando aquella ha descubierto a este la súbita conversión del marqués en marido calderoniano? Rosalinda, historicista, tiende a pensar, como causa determinante de la escasa europeidad y el cuño castizo de esa vida, en razones de orden cultural:


¡Es Castilla que aceda las uvas del Champaña!
¡Son los Autos de Fe que hace la Inquisición!
Y las comedias de don Pedro Calderón!

Positivista a la manera de Hipólito Taine, Arlequín, en cambio, aduce motivos de carácter alimentario y ambiental, condumio y sol, sol y condumio:


Yo mejor atribuyo el cambio a los manjares:
la sobreasada de las Islas Baleares,
el marisco gallego, que es de tanto deleite,
y ese queso manchego tan metido en aceite.
¡Y el jamón y los embutidos de los charros!
¡Salamanca, con sus doctores y sus guarros!
¡Y Córdoba y Navarra! ¡Y Lugo y Candelario!
¡Y el pimentón, que en Francia es algo extraordinario!
¡Y el sol!
[...]
¡El sol, el sol ha sido!

Únase a todo esto la inteligente apelación esporádica -irónica también- de la fórmula del «teatro dentro del teatro». «Eso se dice en un aparte», advierte Arlequín a Colombina. O los quijotescos versos con que Arlequín da término a la farsa: «Ahuyentaron los desengaños ― mi alado sueño, ― los rebaños son rebaños, ― y mi Pegaso, Clavileño. ― Dejo colgada mi careta ― en una rama de laurel, ― y si me torno a la carreta ― es porque acaba mi papel.»

Con todos estos elementos, ¿no es cierto que hubiese podido lograrse un éxito teatral, si no clamoroso, sí menos melancólico que el ahora obtenido? Yo creo que sí. Pero yo no soy hombre del oficio, y no sé cómo.




ArribaAbajo Cosas humanas, harto humanas

1) Otra vez he recordado yo cómo el Ortega más mozo, al término de su lectura de Sonata de estío, aconsejaba a Valle-Inclán dejarse de bernardinas modernistas y aplicar su ya fabulosa pluma a la narración de «cosas humanas, harto humanas». Sucedía esto en 1904. ¿Fue don Ramón sensible a la sagaz incitación del jovencísimo filósofo? Ello es que entre 1907 y 1908 van a ver la luz Águila de blasón y Romance de lobos, las dos primeras «comedias bárbaras» de nuestro autor, y que las «princesas rubias que hilan en ruecas de cristal» fueron para siempre desplazadas -no contando el intermedio irónico que constituyen La marquesa Rosalinda y piezas afines- por la sucesiva visión valleinclanesca de la realidad y de la historia, esa de que son expresión soberbia las ya mentadas «comedias bárbaras», los varios episodios de El ruedo ibérico y los esperpentos; en definitiva, las «cosas humanas, harto humanas» que nietzscheanamente había pedido Ortega al autor de las Sonatas.

Quedémonos con Romance de lobos, tercera en el orden de la acción, porque en ella se nos cuenta la final declinación vital y la muerte del vinculero don Juan Manuel Montenegro, y segunda en el orden, de la creación, porque Cara de Plata no aparecerá hasta 1922, de las tres piezas dialogadas, teatrales en pretensión íntima y en potencia próxima, que constituyen la trilogía de las «comedias bárbaras». Quedémonos sólo con Romance de lobos, felizmente llevado hace poco a la remozada escena del teatro María Guerrero, de Madrid, por un gran director teatral, José Luis Alonso; un estupendo escenógrafo, Francisco Nieva, y un amplísimo elenco de actores, entre los que destacan José Bódalo (don Juan Manuel Montenegro) y José María Prada (el loco Fuso Negro), y musicalmente ambientado por los expresivos sonidos de Cristóbal Halffter. Y puesto que de una representación escénica se trata, comencemos nuestro comentario por ella misma.

Desde el punto de vista de su interna estructura -y, consecutivamente, desde el punto de vista de su expresión literaria-, tres son, a mi modo de ver, los planos en que se ordena la acción de Romance de lobos: uno que imaginativa o interpretativamente trasciende el orden natural de las cosas del mundo (la santa compaña, el destino trágico de la familia Montenegro, un destino en cuyo interior opera la libertad de los hombres y que por eso va más allá de todo fatum cósmico); otro puramente natural y humano, harto humano, ese que constituye el juego de las violentas pasiones operantes en don Juan Manuel y sus hijos; otro, en fin, también puramente natural y puramente humano, pero no de carácter psicológico, sino de índole histórica y social, el que forman, como dos caras o dos motivos de un mismo proceso, la disolución de una vieja familia feudal, si se quiere su estallido, y el comienzo, un comienzo cuya peculiaridad habremos de examinar con más calma, de la redención social de los hambrientos y miserables. Pues bien, yo creo que José Luis Alonso ha sabido dar eficaz unidad dinámica al sombrío conjunto de esos tres planos y ha conseguido plenamente lo que en último extremo importa en el teatro: que el espectador, quieto y silencioso sobre la felpa de su butaca o sobre la tabla de su paraíso, vaya viviendo en su alma sin necesidad de interpretación intelectual y reflexiva, muy directa e inmediatamente, lo que dentro de la escena acontece. Es posible que la dicción del protagonista no posea en ocasiones toda la fuerza derramada o concentrada que de consuno piden lo que él siente y lo que él dice; acaso haya momentos en que esa dicción no muestre las inflexiones y las cadencias que para su más plena eficacia fueran deseables; pero cuando se ve cómo el público sigue inmóvil y mudo el curso del drama y cómo, cuando el telón cae, queda adherido a la superficie de su asiento mientras dura la salva de sus aplausos, uno advierte que aquella extrema y decisiva meta, la comunión vital entre él y lo que ante él acontece, ha sido profundamente lograda. Tal será, para José Luis Alonso, creo yo, el balance íntimo de este empeño suyo.

Y como en mis comentarios es de rigor, porque mi crítica tiende a ser siempre más contenutista, como dicen los italianos, que formal y técnica, pasemos resueltamente de la representación a lo representado, y preguntémonos por la vida que este teatro lleva dentro de sí.

El 1908, año en que Romance de lobos fue compuesto, el contenido de la obra literaria de Valle-Inclán -si no se cuenta su curiosísimo folletín La cara de Dios, cuyo único ejemplar hoy localizable espera en la biblioteca del doctor García Sabell, de Santiago, que alguien se decida a reeditarlo- se halla orientado en torno a dos polos, funcional y complementariamente trabados entre sí: Galicia y el universo mundo; o bien, de más preciso modo, la vida gallega y la vida del hombre que ya por entonces, previamente a las ulteriores connotaciones políticas del término, comienzan a llamar «occidental».

Vida gallega: una visión idealizada, modernista e irónica de lo que en ella, todavía durante el siglo XIX, es ancien régime (tal es el caso de las Sonatas, con el marqués de Bradomín como un dandy a la vez galaico y europeo); un trasunto entre realista, expresionista e imaginativo, a la manera de una pintura de Ensor o de Kokoschka, de lo que esa vida es cuando el ancien régime se disuelve o estalla (el que concede su materia y su estilo a las «comedias bárbaras» y se muestra en el contraste entre el alquitarado esteticismo del marqués de Bradomín y el desaforado eticismo del mayorazgo don Juan Manuel Montenegro); un fondo, también expresionistamente estilizado, compuesto por lo que en la entraña psicológica y social del pueblo gallego seguía siendo Edad Media (el alma y las creencias de campesino, hombres de mar y mendigos). Vida occidental: la que dramáticamente se revela en el naciente tránsito de una sociedad feudal, en cuanto que integrada sólo por señores rurales, siervos de la gleba y mendigos, a una sociedad moderna, ya socialmente justiciera.

Vida gallega y vida universal; todavía la común y general vida española, esa que luego aparecerá en La marquesa Rosalinda, Los cruzados de la causa, El ruedo ibérico y los esperpentos, no ha sido descubierta por el ojo literario de Valle-Inclán. ¿Qué nos dice Romance de lobos acerca de tan peculiar combinación de la historia de Galicia y la historia de Occidente?

2) Considerada como pieza terminal de la trilogía que forman las «comedias bárbaras» de Valle-Inclán -aunque Cara de plata fuese publicada catorce años más tarde-, Romance de lobos es toda ella un puro desenlace; más aún, un desenlace temáticamente integrado por tres componentes: una conversión, una disolución y una redención. En el centro mismo del suceso, la conversión del vinculero don Juan Manuel Montenegro desde su desaforada vida de fornicario adúltero y dispendioso al doble arrepentimiento -religioso, porque el hombre adquiere conciencia de pecador; social, porque desde entonces se siente titular y beneficiario de un orden injusto- que pone en su alma la noticia de haber muerto su esposa y el presentimiento de su propia muerte. En el más inmediato contorno de ese centro, la disolución de la familia de don Juan Manuel, en cuanto tal grupo familiar -rebelión de los hijos contra el padre, frenética y anárquica rapiña de los bienes familiares por parte de todos y cada uno de esos hijos- y en cuanto representante del orden feudal que con ella parece extinguirse. Exteriormente, en fin, la redención social de los miserables -el conato de redención, más bien- que el casi agónico arrepentimiento de don Juan Manuel lleva consigo. Tres aspectos de un mismo proceso teatral y humano: uno de carácter psicológico, en el sentido habitual, por tanto individual, de esta palabra; otro de índole psicosocial; otro de orden socioeconómico.

Aunque los tres se hallan fundamentalmente conexos entre sí, examinemos con mayor atención los dos últimos. ¿Por qué la interna disolución de la familia Montenegro, cuya causa próxima -mal ejemplo habitual del padre, egoísmo brutal de los hijos- parece tener una estructura mera y preponderantemente psicológica, adquiere del modo más inmediato y visible un carácter representativo y social? Y, por otra parte, ¿qué sentido posee la incipiente y pronto malograda acción redentora a que conduce el tardío arrepentimiento religioso y moral del mayorazgo?

Rezagadamente, ya en la segunda mitad del siglo XIX -mientras amortaja a doña María, escena en la cual se juntan Shakespeare, Quevedo y Solana, Benita la Costurera recuerda el año ya lejano en que Isabel II visitó Galicia-, el orden social en que la familia Montenegro vive es típicamente feudal: por un lado, señores; por otro, siervos de la gleba y mendigos. Dentro de ese cuadro, los titulares de la burguesía -menestrales, funcionarios, comerciantes, profesionales de las viejas artes liberales- no tienen, volumen ni peso; en Romance de lobos, ni siquiera presencia. No digo que fuera realmente así la Galicia de 1880; digo tan sólo que así quiere literariamente presentarla el Valle-Inclán de las «comedias bárbaras». Faltan dentro de ese cuerpo social, en suma, personajes capaces de decir lo que en una comedia del inglés Richard Steele dice, ya a comienzos del siglo XVIII, un burgués enriquecido: «Nosotros, los comerciantes, somos una especie de nobleza que ha brotado en el mundo en el siglo último... Es perfectamente exacto que un comerciante cumplido es, como caballero, lo mejor de la nación.»

Sin el poderío creciente de esta racionalizada clase intermedia, ¿cuál puede ser la clave de la estabilidad social? Nada más evidente: por una parte, la ejemplaridad caritativa y dadivosa, de los señores, por otra, la callada resignación habitual de los siervos. En el caso de Romance de lobos, las caridades de doña María, «la madre de los pobres», como a coro la llaman, recordándola, los mendigos de su tierra, y el sumiso sentir que por todos los de su grupo expresa el Pobre de San Lázaro: «Dios Nuestro Señor a los pobres nos manda tener paciencia para pedir la limosna, y a los ricos les manda tener caridad.» Pues bien: rota una de esas dos instancias, en este caso la ejemplaridad de los señores -que eso es lo que lleva consigo la disolución de la familia Montenegro-, la sociedad feudal, aun carente de la interna presión desconcertante que en ella produjo el auge de la burguesía, por fuerza ha de desmoronarse. Ni siquiera la ausencia de una formal rebelión de los pobres puede librarla de la ruina. Y acerca de ésta y de su posible solución, ¿qué nos dice a través de Romance de lobos el Valle-Inclán de 1908?

La respuesta de Romance de lobos es ambigua, jánica: por uno de sus rostros es netamente revolucionaria; por el otro, utópicamente tolstoiana. «El día en que los pobres se juntasen para quemar las siembras, para envenenar las fuentes -dice a los mendigos el Caballero- sería el día de la gran justicia... Ese día llegará, y el sol, sol de incendio y de sangre, tendrá la faz de Dios. Las casas en llamas serán hornos mejores para vuestra hambre que hornos de pan. ¡Y las mujeres, y los niños, y los viejos, y los enfermos, gritarán entre el fuego, y vosotros cantaréis!» Nada más cruda y abiertamente revolucionario. Pero don Juan Manuel -último resto de su conciencia señorial- está convencido de que los pobres no son capaces de conseguir por sí mismos la justicia que merecen: «Tenéis marcada el alma con el hierro de los esclavos, y sois mendigos porque debéis serlo... Nacisteis pobres, y no podréis rebelaros contra vuestro destino... ¡Pobres miserables, almas resignadas, hijos de esclavos, los señores os salvaremos cuando nos hagamos cristianos!» Detrás de estas últimas palabras del vinculero arrepentido y reformador, ¿no está como secreto paradigma el conde León Tolstói, señor de Yásnaia Poliana, después de su profunda crisis espiritual y social de 1879? ¿No es ese cristianismo social tolstoiano el que opera en el alma de don Juan Manuel, cuando tras su premortal arrepentimiento proclama a grandes voces que la redención de los humildes han de hacerla, el día en que se haga la luz en sus conciencias, «los que nacieron con ímpetu de señores»? Pero don Juan Manuel muere a manos de su segundón y a los pobres ya no les cabe otra cosa que gritar, coreando la voz vengadora y agradecida del Pobre de San Lázaro: «¡Era nuestro padre! ¡Era nuestro padre!»

Volvamos ahora de la escena final de Romance de lobos a los cien años últimos de la historia universal -del gran, teatro del mundo, si quiere seguirse en el orbe de la expresión dramática-, y contemplemos a esta luz la significación social de esta «comedia bárbara». Consciente o inconscientemente, ¿no es la ausencia de una verdadera «clase media» lo que, según su visión literaria de 1908, echa de menos Valle-Inclán en la Galicia del siglo XIX? Dos cambios históricos se ofrecieron entonces -y siguen ofreciéndose hoy- a esa clase social, ya entonces decisiva: acaudillar revolucionariamente las reivindicaciones económicas y políticas del proletariado, la vía que siguieron Marx, Engels y Lenin, o reformar política y económicamente la sociedad, de modo que sean eficaz y decorosamente conciliadas -insisto: eficaz y decorosamente conciliadas- la justicia y la libertad. Ante ese dilema sigue la humanidad en la segunda mitad del siglo XX. Porque la solución meramente fraternizadora propuesta por Tolstói y don Juan Manuel nunca pasará de ser un hermoso y utópico sueño de algunas almas de Dios.

3) Si hay alguna novedad importante en la escena española de estos últimos años, tal novedad es el, renacimiento glorioso de un teatro que parecía pasado y viejo, el de don Ramón del Valle-Inclán. «Ya llegará nuestro día», escribió, orgulloso y profético, a un correspondiente que creía en él. Y ese día -oportunamente nos lo recuerda Anthony N. Zahareas en el excelente estudio que acompaña al programa de mano- ha llegado, al fin. Madrid, Barcelona, Buenos Aires, París y Filadelfia han aplaudido con entusiasmo la resurrección del teatro valleinclanesco, de la cual esta representación, de Cara de Plata en el teatro Beatriz es para nosotros el hito más reciente. Con ella, José María Loperena, el joven y valioso director barcelonés, ha dado un paso importante en su carrera escénica. Bien por José María Loperena.

Vengamos a la pieza misma. Con Águila de blasón y Romance de lobos, Cara de Plata compone la trilogía de las «comedias bárbaras», y tanto temática como estilísticamente se halla -léase el conciso y certero apunte de Alonso Zamora- entre el apurado modernismo de las Sonatas y el realismo deformante y grotesco de los esperpentos. Dejemos ahora el problema del estilo, vengamos al problema del contenido; y para dar máxima concreción a nuestro examen, limitémoslo a lo que en ese contenido es mundo galaico. ¿Qué tipo de vida gallega se hace prosa -mágica prosa- en las páginas de las Sonatas? Una vida estéticamente inventada o, cuando en ella hay algún nervio de realidad, estéticamente transfigurada. Buscar al marqués de Bradomín y a su corte de amor en los pazos del siglo XIX sería algo así como perseguir una versión dandy de la santa compaña. ¿Qué tipo de vida gallega cobra existencia literaria en los esperpentos -Divinas palabras, La rosa de papel- que de ella han hecho tema? Sin duda alguna, vida popular y real violentamente estilizada y concentrada una romería y una feria rural de la Galicia ochocentista -y en cierta medida, de la Galicia actual- nos permitirían contemplar, diluidos en la realidad empírica y cotidiana, desconcentrados, si quiere decirse así, los modos de vivir que esos dos esperpentos nos presentan. A la vida estéticamente inventada y transfigurada de las Sonatas se opone la vida estéticamente observada y transesenciada de los esperpentos. Y entre una y otra, el mundo gallego de vinculeros, mayorazgos, segundones, abades, sacristanes, chalanes, ciegos, lisiados y mujeres rijosas, resignadas o desvalidamente puras que bulle y se apasiona en las «comedias bárbaras».

Dejando aparte su transfiguración modernista y bradominiana, el mundo galaico de Valle-Inclán -otra vez lo he dicho- se halla a medio camino entre la Galicia feudal de Gelmírez y la Galicia caciquil de Montero Ríos. Don Juan Manuel de Montenegro es un señor feudal degradado que, ya sin las viejas creencias, sólo atenido a los casi ferinos impulsos de su persona y su casta, trata desesperadamente de resistir a la doble marea que frente a él levantan la descomposición de su estirpe -la forma brutal del «fin de raza»- y la eficacia del código civil. Un paso más, y el vinculero se convertirá en cacique. ¿Qué es histórica y socialmente un cacique, sino un vinculero que ha aceptado el código civil y, apoyado en él, sabe diestramente utilizarlo en su beneficio y en el de su clase?

Cuando las cosas han sido bien vistas, lo más directo y honesto para conocerlas es transcribir el relato de esa buena visión. Por tal tengo la de A. N. Zahareas que contiene este párrafo: «Montenegro, pues, contra el pueblo, contra su familia y contra sí mismo... Se trata de conflictos trágicos, sin solución, como resultado de un choque inevitable entre pares de fuerzas igualmente poderosas e irreconciliables : 1) los profundos impulsos vitales de los Montenegro, padre e hijo, contra las nuevas condiciones sociales; si los chalanes tienen la razón histórica ("¡El paso es libre!"), los otros tienen la razón vital individual ("¡Venid a ganarlo!"); 2) la soberbia noble contra la eclesiástica: si el vinculero aparece blasfemo, el abad resulta sacrílego; 3) la necesidad de Montenegro por Sabelita, contra su necesidad por Cara de Plata (el que responde a "las obligaciones de su sangre"); 4) y, sobre todo, la vitalidad del padre contra la del hijo, que al fin chocan violentamente. Porque el tema-eje de la obra es la clásica y trágica colisión padre-hijo.»

Es verdad. Cara de Plata es a la vez un drama social y un drama psicológico. En cuanto drama social, es la visión gallega y preesperpéntica de una tremenda sentencia de Hegel: la que afirma que el señor es el que prefiere la libertad a la vida, y el siervo, el que prefiere la vida a la libertad. En cuanto drama psicológico, Cara de Plata viene a ser una deformación grotesca de El rey Lear y una reducción al absurdo de la tesis nietzscheana del superhombre. Hegel, Marx, Shakespeare, Nietzsche; tales son las cimas que deben servir de puntos de referencia para entender adecuadamente el mensaje y la trama de las «comedias bárbaras» de Valle-Inclán. Su simple mención es, creo yo, el mejor de los homenajes que puedan tributarse a este egregio escritor nuestro, que sin haber muerto una y otra vez resucita.




ArribaAbajo El primer esperpento

Por fin ha llegado a un escenario de Madrid, el del teatro Bellas Artes, la representación pública de Luces de bohemia, el primero por la fecha y por la importancia de los esperpentos de Valle-Inclán, la estupenda e inicial criatura literaria con que el genial don Ramón enriqueció con un nuevo género el elenco de los que hasta entonces constituían la familia literaria -porque el esperpento no es puro teatro, aunque ahora lo veamos como tal, ni simple novela dialogada, ni mera farsa; es lo que es, algo que desde su nacimiento necesitaba nombre propio- y acertó a dar idónea expresión legible y actual a muy esenciales aspectos de la vida española. Sí: Quevedo y Goya están detrás del esperpento, y Solana al lado de él; pero sólo en él y con él alcanza plena y consciente madurez artística la aplicación del espejo deformante a una realidad que en sí misma y a la vez es trágica y grotesca, cuando es trágico el ingrediente que en ella domina (la muerte de Max Estrella borracho), o grotesca y trágica, cuando es grotesca la veta que en ella prevalece (las pisadas y los dichos de Serafín el Bonito sobre la cabeza de un detenido a quien van a aplicar la ley de fugas). Cincuenta y un años para que llegase a un teatro de Madrid lo que de la entraña misma de Madrid había nacido: cincuenta han transcurrido, en efecto, en su tránsito desde la página impresa a los escenarios no madrileños, y uno más en su viaje desde éstos al del teatro Bellas Artes. ¿Demasiado tarde? Todavía no, porque todavía nos remueve fuertemente el alma su espectáculo. Bien venido, pues, lo que debía venir y no ha llegado demasiado tarde. Y con esta cálida salutación de bienvenida, un vivo y prolongado aplauso a José Tamayo, que ha sabido montar y dirigir la pieza con actualidad y maestría; a Carlos Lemos, estupendo, inolvidable, insuperable Max Estrella; a Agustín González, que encarnando a don Latino de Hispalis ha coronado la cima de su carrera artística, y a todos los que con ellos han puesto en nosotros todo el risallanto y toda la llanto-risa que con Luces de bohemia quiso poner en sus lectores o espectadores don Ramón María del Valle-Inclán.

Sobre los esperpentos y precisando más, sobre Luces de bohemia, ¿está todo dicho? Desde un punto de vista literario -recuerdo ahora, entre tantos otros, los trabajos de Alonso Zamora, Zahareas, Durán, Sobejano, Alien Philips y Gillespie-, casi todo. Desde un punto de vista hispánico, no poco. Pero acaso haya que añadir a este «no poco» algo de lo que la contemplación de ese proto-esperpento el año 1971 puede suscitar en el alma de un español sensible y reflexivo.

Una y otra cosa creo ser yo. Y desde ambas -admitiendo de buen grado que haya retinas y puntos de vista muy distintos de los míos y muy dignos de estimación o de preferencia-, pienso que la contemplación actual de Luces de bohemia puede suscitar en el espectador dos juicios igualmente erróneos, igualmente peligrosos -peligrosos respecto del destino nacional, claro está- e igualmente infieles a la intención última de su creador. El primero de esos juicios dice así: «He ahí la España de entonces.» Frente a él y a su sentir, el segundo reza como sigue: «He ahí la España de siempre.»

«He ahí la España de ayer»: tal es la sentencia general de los satisfechos de hoy, el interesado juicio de los que en 1971 miran sus vidas y cuanto en torno a ellas les conviene, y dicen para su coleto o hacia fuera lo que los encandilados Pedro, Santiago y, Juan -sin que tan comprensible deseo, no lo olvidemos, fuese atendido por quien les oía- dijeron en la cima del Monte Tabor: «Señor, bien estamos aquí.» Es verdad: ahí está una parte de la España de ayer. ¿Cómo negar que ante esa parte trágico-grotesca o grotesco-trágica de la vida española quiso Valle-Inclán, muy consciente y deliberadamente, poner el espejo cóncavo y deformante de Luces de bohemia? Mas, por otro lado, ¿cómo desconocer que en aquella misma España de 1920 trabajaban Cajal y su escuela, Menéndez Pidal y la suya, Asín Palacios y sus discípulos, Gómez Moreno y sus seguidores, y Ortega, y Marañón, y Blas Cabrera, y Américo Castro, y Turró, y Goyanes; y que en ella escribían -no contando a Galdós, mucho, muchísimo más, como literato, que el «garbancero» a que entonces le reducía la hipercrítica estetizante- el propio Valle-Inclán, Unamuno, los Machado, Azorín, Baroja, Juan Ramón, Benavente, Ors, Pérez de Ayala, Miró, Carner, Gómez de la Serna, tantos más; que en ella vivían y creaban, en suma, muchísimos de los que todos los días exhibimos ahora para demostrar que los españoles hemos sido algo en el mundo durante el primer tercio del siglo XX, algo bien distinto del puro esperpento, y muy por encima de la triste e impotente nobleza de Max Estrella? ¿Y cómo no ver que los aplausos con que el público actual subraya ciertas frases y ciertas situaciones de este colosal esperpento delatan, si uno no quiere ser cerebralmente sordo, la no extinguida o acaso renovada vigencia de lo que esas frases y situaciones entonces significaban? Decir «He ahí la España de ayer» ante Luces de bohemia sería -acaso por esa comodidad miope y egoísta de los «bien situados»- decir no más que una parte de la verdad.

Frente a esa sentencia, la otra: «He ahí la España de siempre»; el juicio de los desesperanzados que con la exhibición de su desesperanza quieren justificar su personal inactividad. ¿Es que no puede dejar de ser esperpéntica la parte de España cuya más propia imagen literaria siga siendo el esperpento? Si es sincera y honesta, admito y respeto la desesperanza ante el destino de España, y más de uno conozco que muy dignamente la lleva en su alma; pero nunca admitiré ante ese destino la reclusión en la inactividad o en el lucro privado, y nunca creeré que ése fuese, en cuanto autor de esperpentos, el sentir de Valle-Inclán. Él no fustigaba movido por un secreto sadismo sino por un íntimo e insobornable deseo de perfección o -al menos- de reforma. Decir ante Luces de bohemia que en sus escenas está «la España de siempre» es, en el mejor de los casos, otra forma de comodidad, la comodidad de los insolidarios e inactivos.

Un deseo al término de este apresurado comentario: que sean muchos, muchísimos, los espectadores de Luces de bohemia, y que salgan luego a la calle sin decir «He aquí la España de ayer», ni «He aquí la España de siempre». Y tras este vivo deseo, una dedicatoria; porque quiero dedicar este comentario mío a los médicos jóvenes que trabajan en nuestros hospitales, y que desde hace meses tan inteligentemente se han propuesto en el campo de su específica tarea que un día pueda ser entre nosotros el esperpento pura arqueología.




ArribaAbajo El prodigio de la palabra

La reaparición de Divinas palabras en el escenario del teatro Bellas Artes fue para muchos, para casi todos, una intensa y embelesadora sorpresa. No pocos lectores de Valle-Inclán descubrieron de golpe las estupendas posibilidades escénicas de la obra de este, y acaso la razón de la estructura dialógica que poseen buen número de sus páginas. Otros, menos lectores del autor de los esperpentos, se encontraron de manos a boca con dos de los más geniales ingredientes de la creación literaria valleinclanesca: su intuición del alma popular y la maravilla de su lenguaje. El resultado fue que, durante algunas semanas, la discusión en torno a Divinas palabras se hizo tema obligado en las conversaciones de todos los habitantes y visitantes de Madrid literariamente sensibles.

No faltaron -no podían faltar- las críticas de los exigentes. Deploraban algunos el tono excesivamente realista de la representación: esta no habría sido fiel, según ellos, a la intención de farsa latente en el seno mismo de Divinas palabras y de todos los esperpentos; con lo cual la apariencia escénica de la farsa ahora representada se acercaba peligrosamente a la de ese no bien afamado género que suelen llamar «drama rural». (Alguna razón tenía el reparo. Conviene no olvidar, sin embargo, que el proceso psicológico por el cual pasa Pedro Gailo desde la sed de venganza a la voluntad de perdón es muy genuina y rigurosamente «dramático».) Más comedidos en su censura, otros juzgaron vituperables el desmesurado aire de «ballet» dado a la escena nocturna entre Mari-Gaila y el Trasgo Cabrío, y ciertas expresiones no valleinclanescas del Compadre Miau. Pero lo decisivo fue, a la postre, que la reaparición de Divinas palabras triunfó en toda la línea, y no sólo entre exquisitos. Torrente Ballester, como adaptador, y Tamayo, como escenógrafo, han prestado un excelente servicio a la fama popular de uno de los cuatro insignes don Ramones de las letras españolas del siglo XX. (Los otros tres ― ¿será necesario advertirlo? ― son don Ramón Menéndez Pidal, Ramón Pérez de Ayala y Ramón Gómez de la Serna.)

He apuntado antes que la intuición del alma popular y la creación del lenguaje son los dos máximos logros de Divinas palabras. Una muchedumbre encrespada por la codicia, la lujuria y la envidia -todo el reverso sombrío del alma campesina- se aplaca supersticiosamente cuando siente en torno a sí, suscitado por unas palabras cuyo sentido no entiende, lo que suelen llamar «lo numinoso». Cabe decir, ampliando una famosa frase de san Agustín, que la superstición es la simia de la religiosidad. ¡Qué portentosamente lo demuestran, en la última escena de Divinas palabras, los campesinos reunidos sobre la verde quintana de San Clemente! ¡Y qué constante delicia, oír cómo todos los personajes de la farsa van expresando sus pasiones y sus cuitas mediante un idioma que funde las diversas hablas rurales de España en sabrosa síntesis perfectiva! Lo que el lenguaje de Tirano Banderas es respecto de todas las variantes americanas del castellano, eso es el de Divinas palabras respecto de las múltiples modulaciones regionales -en primer término, claro está, la gallega- del decir suculento de nuestras aldeas. Día a día se ve crecer la importancia del Valle-Inclán escritor en la nunca declinante historia de nuestra lengua.

Algo más hay, sin embargo, en esta, estupenda fábula: la deliberada y resuelta superación de la idea calderoniana del honor conyugal (el honor como ostentosa presea del orbe del «parecer») por una concepción harto más profunda y cristiana de la dignidad del hombre (el honor como íntimo ingrediente de la esfera del «ser»). La tópica identificación entre «calderonismo» y «españolismo», ¿será tan sólo, por lo que al sentimiento de la honra atañe, un epidérmico y revisable resultado de la castellanización de España? Grave cuestión, que ahora debo dejar errando por el aire.






ArribaAbajoJacinto Benavente


ArribaAbajoCrispín, buena persona

La proximidad del centenario de Benavente (1866-1954) va trayendo a nuestros escenarios su obra, la parte de su obra que empresas y actores juzgan más digna de recordación o más capaz de penetrar en la sensibilidad del público actual. Muy directamente apoyado en el arte de un excelente actor -Manuel Dicenta-, la empresa del teatro Marquina, de Madrid, ha querido reponer una de las piezas capitales del dilatado elenco benaventino, Los intereses creados. Dicenta hace un Crispín de gran calidad -no en vano es uno de nuestros actores que mejor conocen y manifiestan la dimensión de piedra preciosa que tiene la palabra humana- y el público sigue con interés, deleite, risas y aplausos este retorno del «tinglado de la antigua farsa».

Desde las filas de ese público, pero sin poder renunciar a mi condición de «pedantón al paño» -aunque con las reservas que respecto de mi personal adscripción a este rótulo machadiano hice en otro momento-, ¿qué diré yo, medio siglo después de su estreno, de la famosísima comedia de Benavente? Pues diré que a mi modo de ver se trata de una creación teatral a la vez brillante, ingeniosa y falsa. Respecto de su brillantez y su ingenio, nada hay que añadir a lo que de tantos modos se ha dicho. Respecto de lo que yo estimo su falsedad, déjeseme apuntar algunas razones.

¿Qué es, en su nervio más íntimo, Los intereses creados? Para mí, la cosa es clara. Por debajo de su innegable apariencia de obra de arte, allá donde la intención no ha llegado a hacerse expresión visible y audible, Los intereses creados es -quiere ser- una farsa satírica y moralizadora. Una comedia que por la vía de la sátira se propone mostrarnos lo que la realidad es y el penoso contraste entre eso que ella es y lo que debiera ser. Aquí, precisamente aquí, es donde yo descubro su radical falsedad.

En su más concreta y cotidiana realidad, ¿qué son la vida social y la naturaleza humana? Un largo parlamento de Crispín nos da la respuesta. Viene, en efecto, a decirnos: primero, que las fuerzas operantes en la sociedad no son sino la realización social de las que actúan en la vida de cada individuo humano; segundo, que esas fuerzas son, a la postre, «intereses», y por lo tanto «apetitos», de dominio, en unos casos, de posesión y lucro, en otros; tercero, que el papel de la inteligencia consiste, ante todo, en manejar los apetitos para hacer de ellos intereses, y en urdir estos de modo que su trama sirva de cómodo regazo al provecho propio; y cuarto, que la bondad y la nobleza no pasan de ser el señuelo de que la inteligencia se vale para crear y gobernar tales intereses, el seductor disfraz con que el egoísmo adquiere apariencia decorosa. Terrible, desoladora tesis moral. El más negro pesimismo antropológico parece latir en esta renovada aparición del tinglado de la antigua farsa. La sociedad humana no sería otra cosa que una despiadada competición de egoísmos, en la cual los más inteligentes prevalecen y los menos inteligentes sucumben o se someten. Crispín, inteligencia hecha acción, va a encargarse de demostrarlo.

Pero al final resulta que Crispín, el cínico y despabilado Crispín, es en el fondo una excelente persona. Todo lo hacía por Leandro, su inocente, gallardo y bobo compañero y señor. Tan pronto como este ha conseguido el amor de Silvia y la aquiescencia de Pantalón -tan pronto como Crispín ha demostrado que su egoísmo es más inteligente que el del rico avariento-, el aparente truhán se retira de la escena y deja que Leandro goce del amor de la hija y de la riqueza del padre. Lo fuerte en el mundo son, ciertamente, los intereses y la inteligencia que los crea y maneja. Pero en el seno mismo de los intereses hay otra cosa, el amor -«un hilo hecho de luz de sol y luz de luna»-, y el amor es el que al fin, gratuitamente, por arte de birlibirloque, se impone y triunfa. Lo que parecía ser una sátira desengañada y una inmisericorde disección de la naturaleza humana, acaba mostrándose como una historia rosa. Y esta es la radical falsedad que la farsa de Benavente lleva en su entraña.

En Los intereses creados -y en otras de sus obras- Benavente peca de blandura y superficialidad; en definitiva de cobardía. Sus disecciones no pasan de ser epidérmicas. En el fondo es un niño mimado que quiere echárselas de Mefistófeles. En su denuncia escénica del egoísmo humano, llega un momento en que se asusta y, a toda prisa, sin justificación, para tranquilizarse a sí mismo y tranquilizar a sus espectadores, pone sobre el pavés de su farsa el amor, la bondad y la belleza, y hace que triunfen. Con lo cual la comedia viene a ser un juego ingenioso y brillante entre dos falsedades, la falsedad retórica del prólogo, excesivamente relamido y redicho para nuestros oídos, y la falsedad antropológica de su conclusión.

Adivino el comentario del lector: «Y usted, amigo, ¿qué idea tiene de la vida humana? ¿Es usted tan optimista como para negar la realidad y la fuerza del egoísmo y sus intereses, o tan pesimista como para desconocer la existencia y la significación de la bondad y el amor? ¿Adonde conduciría, según usted, una disección de la vida humana no tan superficial como la de Benavente? ¿Cuál es, según usted, el sentido que el mal y el dolor tienen en la vida personal y en la historia del hombre?» A lo cual yo contesto que a todas esas interrogaciones podría dar alguna respuesta. Pero que el empeño de darla, como suelen decir los oradores, nos llevaría demasiado lejos. Ahora sólo se trataba de examinar con algún rigor el entresijo humano de Los intereses creados.




ArribaAbajo Benavente, psicólogo

El año 1894 se estrenó en Madrid la comedia El nido ajeno. Con ella iniciaba su carrera de dramaturgo Jacinto Benavente, mozo de veintiocho años, coetáneo, por tanto, de los escritores que poco más tarde compondrían la «generación del 98» -«generación de 1896» fue el primer nombre que le dio Azorín, su alférez e inventor-, y no poco distinto de todos ellos. El buen éxito de El nido ajeno fue más significativo que resonante. Veíase en esa comedia un nuevo modo de hacer teatro, una mutación súbita respecto de los cánones sentimentales y estéticos imperantes en la obra de Echegaray, que por entonces había traspuesto ya el cabo de los sesenta años. Tendría cierto interés un estudio bien documentado de la reacción que frente a Echegaray adoptan los literatos jóvenes en el último decenio del siglo XIX, desde la tan conocida de Valle-Inclán -en la cual la discrepancia estética se hace ingeniosa agresión verbal- hasta la venerativa de los hermanos Álvarez Quintero, que le dedican Puebla de las mujeres, una de sus más finas comedias. Al teatro ele Echegaray opone Benavente El nido ajeno. Una acotación volandera -«sobre todo, debe evitarse el tono solemne y declamatorio»- muestra muy claramente la plena conciencia que de su novedad frente al anticuado tenía el innovador.

¿En qué consiste, vista setenta años más tarde, esa tan deliberada y querida novedad? Tres parecen ser sus rasgos más relevantes. El primero, la pretensión de sencillez que acabo de mencionar: a la hinchazón se opone la llaneza o lo que por tal se tiene; al párrafo largo y ampuloso, la frase breve. El segundo, un resuelto atenimiento a la realidad psicológica y social de los personajes y del medio en que existen y actúan. El tercero, en fin, es el trueque de la exaltación por el ingenio (al fondo, como causa ejemplar, el teatro de Oscar Wilde). Éste es el programa. ¿Cómo lo cumple el Benavente de El nido ajeno?

La trama de la comedia es muy sencilla. María y José Luis constituyen un arquetípico matrimonio burgués. Ella es la esposa modelo: dulce, resignada, casera, enamorada sin exaltación, pero con hondura, de su esposo. Él no es mala persona, pero vive agriado por una dolencia gástrica y -luego lo vemos- por una causa más honda y sutil. Un buen día llega a la casa de ambos Manuel, hermano de José Luis; vuelve de América, donde ha residido muchos años y ha hecho fortuna. Manuel es el polo opuesto de José Luis: alegre, brillante, expansivo, siempre deseoso de complacer a cuantos tiene al lado; y desde el punto y hora en que llega a casa de su hermano, a María, con la cual hace muy buenas migas y a la cual colma de atenciones y regalos. Tan pronto como el malicioso espectador -el lector, en este caso- percibe la situación creada en casa de José Luís, piensa para su coleto: «Tate, conflicto sentimental tenemos.» Pero esa malicia suya viene a resultar miopía y torpeza, porque la relación entre Manuel y María no puede ser más cándida y fraterna. El pequeño arrebato de celos de José Luis queda totalmente injustificado. María es, valga la redundancia, pura pureza, y Manuel, el cautivador hombre de mundo, pura nobleza y pura generosidad: no sólo consigue que mejore y florezca la relación entre José Luis y su esposa, con la consiguiente desaparición de la misantropía y las molestias digestivas del presunto gastrópata, sino que se las ingenia para que en el alma de su hermano se extinga también un viejísimo recelo acerca de la fidelidad conyugal de la madre de ambos. Happy end, plenísimo happy end, al menos para José Luís y María. Para Manuel, no tanto; porque al dejar el «nido ajeno», es besado en la frente por su dulce cuñada, y -él, el experto y desenvuelto hombre de mundo- descubre de golpe y porrazo que era amor de varón, y no limpia afección paterna, lo que sentía por ella. Así lo comunica al público en un inequívoco aparte: «¿Qué es esto...? ¿Qué sentí al besarme? ¿Hubo culpa en mí...? Los celos de mi hermano, ¿vieron mejor que yo mismo en mi alma? ¡El alma dejo al separarme de ella...! ¡Era amor! Sí, ¡el único de mi vida! Siento al dejarla lo que no sentí nunca... ¡Corazón traidor...! ¡Oh, lejos, lejos!» Y lejos se va Manuel, con su traidor y disimulado corazón, para tranquilidad de todos.

Basta la consideración de este aparte para advertir que la ruptura de Benavente con el pasado teatral inmediato no fue tan rotundo como él pensaba. Ante todo, por el hecho mismo de recurrir al «aparte», lacra del teatro del siglo XIX. (Con el aparte -haré yo el mío- el autor pretendía: primero, que el personaje fuese por completo transparente para el espectador; segundo, crear una complicidad entre el espectador y el personaje frente a la ignorancia y la inocencia de quienes en aquel momento están en escena. Al espectador actual le molestan esas ventajas y prefiere que los personajes se las compongan por sí solos; sin hacerle escuchitas de ocasión.) Y luego, por el tono todavía declamatorio de lo que en el aparte se dice. «¡Corazón traidor!», exclama Manuel. «¡No, no te escapes, pensamiento; quiero oír lo que dices, ver lo que imaginas...! ¡Horrible verdad...! ¡Todo negrura y tristeza ahora! ¿Por qué razón vivir vida tan miserable?», grita José Luis en esa suerte de aparte absoluto que es el monólogo.

Tampoco es total el acierto de Benavente como psicólogo. Psicólogo es, y muy fina e innovadoramente, cuando a través del relato y la interpretación de Manuel, bucea en el alma de José Luis y descubre la raíz infantil de la oscura inquina de éste contra su hermano. La preocupación genética, clave de la psicología de nuestro siglo, opera muy visiblemente en El nido ajeno. Pero la tardía anagnórisis de Manuel respecto de su amor por María nos parece hoy, como recurso teatral, muy ingenua picardía de comediógrafo. no creo que esta comedia se mantuviese hoy mucho tiempo en los carteles.

Detalle curioso: María, José Luis y Manuel se sientan a almorzar (no a desayunar, a almorzar) a las once en punto. Desde este Madrid en que se almuerza a las dos y media o a las tres, ¿es imaginable ese hábito del Madrid de 1894?




ArribaAbajo Benavente: un problema

La vida humana es una continuidad cortada de vez en cuando por decisiones, sorpresas y ensimismamientos. Cada decisión corta hacia fuera el flujo de la vida. Cada sorpresa nos obliga a comenzar de nuevo. Cada ensimismamiento -cada retracción hacia la propia intimidad- interrumpe la participación del ensimismado en la corriente de su propio vivir, quién sabe si para cambiar más o menos radicalmente el sentido de éste.

Los centenarios, ¿no son, entre otras cosas, ocasiones para una suerte de ensimismamiento? He aquí un personaje histórico. Salvo los especialistas en su conocimiento, los hombres suelen vivir frente a él manejando tópicos, unos de orden cognoscitivo (las noticias que acerca de él circulan) y otros de carácter estimativo (los juicios comunes acerca de su significación y su valor). Pero llega el centenario de ese personaje, y como al conjuro de la cifra añadida a su nombre, toda persona sensible siente en sí un secreto deseo de interrumpir la corriente del tópico, de adquirir nuevo conocimiento del personaje en cuestión, de ensimismarse llevando consigo el resultado de su pesquisa y de volver otra vez a la vida colectiva con una idea de él -confirmativa una veces, renovadora otras- acaso más profunda y mejor fundada.

¿Cabrá decir lo mismo de don Jacinto Benavente, cuyo primer centenario estamos celebrando este año? Acerca de él, dos tópicos se hallaban en circulación, uno que llamaré «intelectual» y otro que denominaré «mesocrático». El primero -en cuya edificación tan importante parte tuvo Ramón Pérez de Ayala- se halla esencialmente constituido por unos cuantos juicios más bien peyorativos: superficialidad, limitación burguesa, mezcla de un escepticismo y un moralismo más convencionales que auténticos, ingenio meramente retórico y conversacional. Con su teatro -acéptese el galicismo-, Benavente se habría propuesta epatar y servir a la vez a su público burgués. El segundo de esos dos tópicos, puramente venerativo, está integrado por las estimaciones subyacentes a las siguientes notas y títulos: premio Nobel, máxima figura de nuestro teatro después de Calderón, fecundidad, ingenio feliz y variado, Los intereses creados, La malquerida, Señora ama...

Como de ordinario sucede, los dos tópicos tienen su parte de razón. En algo aciertan los «intelectuales», y en algo los «mesócratas». Entonces, ¿cuál habrá de ser nuestra definitiva actitud ante Benavente?: ¿Un despego con salvedades o un elogio con restricciones? ¿Sólo a esto debe quedar reducido el fruto del ensimismamiento con Benavente a que nos conduce -a que habría de conducirnos- la ocasión de este primer centenario de su nacimiento?

Acaso la mejor respuesta a estas menesterosas interrogaciones sea el capítulo que Jean-Paul Borel ha consagrado a don Jacinto en un libro El teatro de lo imposible, recientemente traducido al castellano y muy certera e inteligentemente prologado por Gonzalo Torrente Ballester. Libro en que por vez primera se intenta situar en una perspectiva actual y universal -por tanto, genéricamente humana- la parte del teatro español del siglo XX que señorean los nombres de García Lorca, Benavente, Unamuno, Valle-Inclán y Buero Vallejo.

Lorca o el amor imposible; Benavente o la verdad imposible; Unamuno o la imposibilidad de vivir; Valle-Inclán o la pasión de lo imposible; Buero Vallejo o lo imposible concreto e histórico. Cada uno desde, su punto de vista y según su personal manera, todos estos autores afirmarían, con su teatro que el hombre, en su vida real y terrena, se esfuerza por conseguir algo -el amor, la verdad social, la belleza, la posesión de su propia realidad personal- que para él es del todo imposible. ¿Una confirmación de aquella vieja tesis del portugués Antonio Sardinha, según la cual el español auténtico se mueve en el mundo poseído por una «sed inextinguible, de absoluto», y en consecuencia -puesto que «lo absoluto» no es accesible en la Tierra- por un afán sobre cuya meta pesa de antemano la sentencia de una imposibilidad hic et nunc? Tal vez.

Pero sin perjuicio de volver en alguna otra ocasión a las interpretaciones de este penetrante e incitador libro de Borel, lo que hoy me importa es recoger su original visión del teatro benaventino. Pienso que el hecho de exponerla y comentarla puede ser mi mejor homenaje a Benavente en esta conmemoración centenaria.

No es parco ni suave Borel a la hora de señalar las deficiencias y los errores de la obra teatral de don Jacinto. Esta obra es con harta frecuencia más novela y ensayo -mala novela y flojo ensayo- que teatro propiamente dicho: «Los caracteres no se muestran, sino que los dicen, los explican.» La psicología, en ella, es a menudo superficial y esquemática; los personajes están terriblemente faltos de matices, y raramente se ve llegar a la comedia hasta el fondo de un problema. Hay en Benavente, por último, una actitud moralista difícil de soportar: el tono de muchas de sus obras es el de la pequeña lección de moral o el de la sección sentimental de un semanario de calidad dudosa. Compréndese, pues, que un lector exigente se detenga en la segunda obra -dice textualmente Borel- y se niegue definitivamente a abrir de nuevo un libro del desventurado don Jacinto.

Pero el lector que hiciera esto se equivocaría. ¿Por qué? ¿Sólo por el valor documental del teatro benaventino respecto de la sociedad española de la época? ¿Sólo por razones de orden histórico-sociológico? Tales razones son importantes, sin duda, para todo lector intelectualmente sensible. Pero más allá de ellas hay otra, por la cual la obra de Benavente posee una significación y un mérito más que españoles, genéricamente humanos: el hecho de que en ella se nos haga patente la imposibilidad social de la verdad. Tratemos de ver en qué consiste tal empresa.

En una época tan dada como la nuestra a los diagnósticos de situación, el primer problema que frente a Benavente se nos plantea es el de su vinculación, en cuanto dramaturgo, al mundo a que él perteneció, al mundo burgués. ¿Es verdaderamente «burgués» el teatro de Benavente? Y sí lo es, ¿hasta qué punto y de qué modo realiza tal epíteto? Apenas será necesario decir que la respuesta afirmativa a la primera de estas dos interrogaciones es hoy punto menos que unánime. Y si el término «burgués» se define exclusivamente en función de la oposición burgués-proletario, hay que convenir en que el teatro benaventino se halla enteramente dentro de la concepción burguesa de la existencia, Benavente, no hay duda, vive, desde este punto de vista, en los antípodas de Máximo Gorki y de Bertolt Brecht.

Pero, ¿sólo como «proletario» se puede estar fuera del mundo burgués? En el rigor de los términos, y por lo que atañe a su obra de escritores, ¿han sido burgueses Nietzsche, Unamuno, León Bloy, Baroja y Pirandello? Y admitida esta pluralidad en los modos de no ser burgués, ¿no habrá que revisar atenta y sutilmente ese cómodo tópico acerca de la obra teatral de Benavente? Hace más de diez años, en una breve exposición sinóptica de mis indagaciones acerca de la generación, del 98 -de la cual don Jacinto fue, si vale decirlo así, «hermano separado»-, apunté que el autor de Los intereses creados expresa a su modo la evidente actitud antiburguesa de esa tan traída y llevada generación. Benavente hace teatro burgués con una secreta y ácida intención antiburguesa; la cual no sólo se manifestaría en la forma sentimental y un poco tosca de un pequeño número de sus comedias -por ejemplo, Los malhechores del bien-, sino, de manera más delgada o más taimada, en casi todo su teatro.

Con la debida documentación y con gran variedad y precisión en sus puntos de vista y sus conceptos, esto mismo viene a sostener Jean-Paul Borel en su reciente exégesis del teatro benaventino. «Benavente -escribe Borel- no ama la sociedad burguesa para la que escribe. La teme, sin duda. La necesita, ciertamente. Pero la desprecia, porque la conoce demasiado bien.» Tres esenciales notas de la sociedad burguesa irritan secretamente a este juglar teatral de la burguesía. Desde un punto de vista moral, la opresora seguridad del mundo burgués, su inalterable y coactiva confianza en sus propias normas, refiéranse éstas al honor, a la tradición, a la «virtud» de la mujer o a la familia. Desde un punto de vista cognoscitivo, la imposibilidad de conocer la verdad del «otro» cuando se vive en el seno de esa sociedad, porque cada uno muestra la apariencia parcial y cambiante que de él va exigiendo su mundo. Y desde un tercero y más radical punto de vista, que bien podemos llamar entitativo, la imposibilidad de ser uno mismo -por tanto, de ser auténticamente y con plenitud- en quien por necesidad o por gusto vive atenido a las convenciones del medio burgués. ¿Quién «es» realmente, cuando baja el telón de Pepa Doncel, en la persona a quien todos llaman doña Felisa Rodríguez, viuda de Cifuentes: ella, la propia doña Felisa, o la remota y nunca del todo muerta Pepa Doncel? ¿Quiénes «son» en realidad Leandro y Crispín, cuando las vicisitudes de La ciudad alegre y confiada les pongan lejos de lo que ellos mismos habían sido en Los intereses creados? Los ejemplos podrían multiplicarse. Benavente es antiburgués burlándose de la «seguridad» burguesa -eso sí, logrando astutamente que acepten su burla los burgueses que le aplauden- y mostrando que la verdad del hombre, y en último término la verdad a secas, pese a tanta ciencia y a tanta teoría del conocimiento, es imposible en el mundo burgués.

¿No será porque Benavente es más nietzscheano y más modernista de lo que habitualmente se piensa? Siempre lo he sospechado. Oscar Wilde, uno de los modelos de Benavente, es, bajo su apariencia cínica, un moralista de la bondad. También lo es Benavente, en un primer plano de su obra. Pero en otro plano más profundo -aunque su destreza no sea siempre la de Wilde-, pretende ser moralista de la personalidad. Esto es: piensa que el hombre es verdaderamente moral cuando en su conducta es sincero -por tanto, fiel a sí mismo, y no a las reglas vigentes en su mundo-, y cuando posee una personalidad lo suficientemente inteligente y enérgica para moverse de una manera arriesgada y creadora hacia la región «ideal» donde la «sociedad» ya no tiene vigencia. Nunca lo ha dicho más claramente que en La noche del sábado, cuando Imperia explica a Leonardo la razón de su proceder ante la noble muerte del príncipe Florencio y de su propia hija: «Para realizar algo grande en la vida hay que destruir la realidad; apartar sus fantasmas que nos cierran el paso; seguir, como única realidad, el camino de nuestros sueños hacia lo ideal...» Todo ello es, en un sentido, harto vago; pero lo suficientemente preciso, en otro, para saber cuál es la verdadera actitud de Benavente ante «la realidad»; esto es, frente a la sociedad que le rodeaba y aplaudía.

En el fondo de su alma, don Jacinto -tan acusadamente burgués en su propia vida, tan modosito, sí vale decirlo así, cuando había que pasar de las ingeniosidades a las consignas y a los actos- pretendió ser un moralista de la personalidad. ¿En qué medida llegó a serio expresamente? Seamos sinceros: sólo en medida muy escasa. La ambigüedad por él denunciada en la sociedad que dio materia a su teatro, la llevaba él en su propia mente. Su fórmula definitoria no fue, en efecto, el «quiero y no puedo» del ambicioso impotente, sino el «quiero y no quiero» de los que ven un camino y no se deciden a seguirlo hasta el fin. Pero ello no es óbice para que su teatro, con sus excelencias y sus limitaciones, con sus aciertos y sus errores, sea un fino espejo de los entresijos de la sociedad burguesa.

¿De la sociedad burguesa o de toda posible sociedad? Esa doble imposibilidad de conocer la verdad del «otro» y de ser plena y auténticamente «uno mismo», ¿no se da, acaso, en cualquiera de las formas de una relación meramente «social»? Cuando no llega a ser comunidad de personas, cuando es tan sólo agrupación de socios, ¿no es la sociedad una argamasa que a la vez nos junta y nos separa, nos obliga a ser y no nos deja ser enteramente? Tal sería el trasfondo antropológico del teatro de Benavente y, por lo tanto, la más secreta y decisiva clave de su importancia como documento humano. Benavente, un problema. Jean-Paul Borel nos ha ayudado a verlo de manera inédita y -sin mengua de su exigencia frente a lo deleznable- ha sabido situar la obra benaventina a la altura de la sensibilidad actual. Todos los españoles, y no sólo los devotos de don Jacinto, le debemos gratitud.






ArribaAbajoCarlos Arniches


ArribaAbajo Áspera y tierna España

Bajo la inteligente dirección de José Luis Alonso, el teatro María Guerrero nos ha ofrecido una reposición de Los caciques, comedia grotesca de don Carlos Arniches -ya bastante antes de morir era Arniches «don Carlos»-, estrenada allá por el año 1920. Trátase de una excelente pieza de circunstancias. Su autor, en efecto, la compuso para que fuese catapulta hilarante contra el caciquismo, lacra entonces de la vida política española y consecuencia punto menos que necesaria de la viciosa estructura de nuestra sociedad. Líbreme Dios de intentar aquí la construcción de una sociología, del caciquismo. Diré tan sólo que la representación de Los caciques fue excelente, que ante ella reí con la risa alegre, tierna y un poquito amarga que suele suscitar el teatro de su autor, que admiré una vez más el feliz ingenio de este gran testigo menor de la vida española, y aún de la vida humana in genere, y que a la salida, movido a un tiempo por mi vocación y mi oficio, me pregunté por la real extensión cronológica de las «circunstancias» a que, bien mirada, la pieza de Arniches puede referirse. Los caciques, ¿es sólo, allende su más visible sobrehaz, una comedia de 1920? ¿No es también, cambiado lo accesorio, una comedia de nuestro tiempo? Tal fue entonces y tal va a ser ahora el tema de mi reflexión.

Para responder a esta incitante pregunta, invito a mis lectores a una previa faena de disección: la anatómica faena de discernir en la estructura de Los caciques los tres planos que humana y teatralmente la integran.

Forman uno de ellos el cacique y las figuras que en este caso lleva consigo el ejercicio del caciquismo: la mujer del cacique, el matrimonio amigo, el secretario municipal, el alguacil y, como contrapunto, las tres pobres víctimas del sistema, el médico, el veterinario y un ingenuo y tosco republicano rural. En este plano externo de la pieza, la apariencia escénica es cruda, directa, gruesamente grotesca. Todo en estos personajes, la conducta y el lenguaje, manifiesta sin ambages la intención a la vez fotográfica y deformadora de quien les creó. Fijémonos en el lenguaje. Desde el punto de vista del espectador, todos hablan grotescamente. ¿Por qué? ¿Porque quieren? De ningún modo. Hablan así porque ese modo de hablar pertenece a lo que escénicamente son, porque ese léxico y esa sintaxis emergen directamente de la singular realidad -por igual retrato y caricatura, copia y contrafacción- que Arniches quiso darles. Nada lo muestra mejor que las expresiones del secretario municipal, especialmente grotescas cuando él, sin chispa de ironía, muy en serio, se siente obligado por la situación al empleo de palabras y giros «cultos» y «elegantes». Repetiré mi fórmula: en el plano externo de Los caciques, los personajes y las situaciones son grotescos porque tienen que serlo, porque lo grotesco pertenece esencialmente al ser que les dieron.

El plano interior o segundo de la comedia se halla parvamente constituido por el tío del galán. La figura de este personaje es dúplice. Por uno de sus flancos, nuestro hombre se nos muestra vago hasta el heroísmo y rayano en el apicaramiento o inmerso en él; muy próximo, por tanto, al tipo del «fresco», tan tópico en el teatro cómico español de nuestro siglo y tan certeramente estudiado por Gonzalo Torrente. Por el otro costado, en cambio, adopta actitudes y ejecuta acciones de verdadero caballero andante: protege lo único puro que aparece en la comedia (el amor entre su sobrino y la sobrina del cacique), denuncia con amarga entereza la plaga social del caciquismo, sabe renunciar a un dinero para remediar, en alguna medida, los duelos y quebrantos del médico, urde un posible castigo del alcalde omnipotente. ¿Cómo será su lenguaje? Será lo que la condición del personaje por sí misma pide: llano y normal, cuando él actúa según lo que íntimamente es; voluntaria, irónicamente grotesco, cuando la situación en que se encuentra le mueve a ello. Cabría decir que lo grotesco, ahora, no es expresión de una «naturaleza» -la ficticia naturaleza del personaje-, sino de una «libertad».

Pero la comedia no queda aquí. Hay en ella un tercer piano, que podemos llamar íntimo, formado por la pareja de enamorados que antes nombré: un desdibujado galán y, muy por encima de él, una ilusionada e ingenua señorita de pueblo. Ahora, y especialmente en lo que a ella toca, cesa por completo lo grotesco y con tenue, pero indudable ternura se insinúa lo poético. ¿Acaso no es poética, casi machadianamente poética, la expresión verbal de la comedia, cuando por boca de esta joven nos recuerda las tristes, anhelantes muchachas que en los pueblos viejos y polvorientos de España, ven pasar y perderse a lo lejos, mientras pasean por el andén de la estación, el tren en que podrían viajar y nunca viajan? Bajo la fuerte y ostentosa corteza grotesca de la sociedad caciquil, bajo la dúplice pulpa de una conducta entre apicarada y quijotesca, late en Los caciques la tenue semilla de una vidita delicada, indefensa y muy puramente vocada al amor y la felicidad: la de una señorita de pueblo que hablando como tiene que hablar, y por tanto según lo que por sí misma es, acierta sin proponérselo a expresarse poéticamente.

He aquí la estructura teatral y humana de Los caciques. He aquí, más radicalmente, la estructura de la España de Arniches, hombre nacido en 1866 -dos años después que Unamuno, tres antes que Valle-Inclán- y miembro a su manera de la «generación del 98»: por fuera, la desplaciente España histórica que provoca la diatriba de Unamuno, Azorín y Baroja, el verso amargo de Machado, el esperpento de Valle-Inclán, la pincelada grotesca de La señorita de Trevélez, Es mi hombre y Los caciques; por dentro, una virginal España intrahistórica -¿cómo no recordar aquí las tan significativas primeras páginas del Idearium de Ganivet?-, llena de espléndidas, maravillosas posibilidades ocultas. ¿Cuál será el modo de actualizarlas, cómo España será un día lo que según su núcleo más íntimo puede y debe ser? Dejemos ahora la respuesta de sus compañeros de promoción; quede igualmente sin indagar la que el propio Arniches nos daría si considerásemos la totalidad de su obra. A través de Los caciques, su autor -acaso tan sencilla y delicadamente ingenuo, allá en el fondo del corazón, como el centro cordial de su comedia grotesca- brinda esta fórmula salvadora: «Suprímase la coraza asfixiante del caciquismo, y florecerán la pureza, el amor y la bondad.» Pero el caciquismo que Arniches grotescamente escenifica y vitupera, ¿es por ventura un mal impuesto desde fuera? ¿No hay una punta de candoroso mesianismo -ese tradicional mesianismo histórico de nuestro pueblo- en la tan explícita moraleja de Los caciques? Si un pueblo no se autoeduca tenaz y reflexivamente para ser en realidad, y no solo en deseo, lo que quiere y puede ser, ¿pasará de «verdura de las eras», para decirlo con el fino verso de Jorge Manrique, la supresión de cualquier caciquismo opresor? Grande, entrañable, exigente amigo, este bueno de don Carlos Arniches, que además de hacernos reír con alegría, ternura y una gotita de amargor, sigue obligándonos a pensar con gravedad.




ArribaAbajoUna cala sociológica

Mirada con intención sociológica, la trama, de El villano en su rincón pone ante nuestros ojos las primeras, tenues tensiones que la sociedad estamental sufre en su seno con el advenimiento del mundo moderno. Desde ese mismo punto de vista, ¿cual será la lección de Los milagros del jornal, lindo sainete en un acto que Arniches estrenó hace ahora cuarenta años?

La acción de esta piececilla es muy simple, y en cierto modo muy trivial. Así lo exige su esencial condición sainetesca. Sidoro es un obrero de la construcción forzado a vivir del módico jornal que gana. ¿A vivir, a malvivir o, más radicalmente, a no vivir? Esto es lo que a diario se pregunta la Neme, su mujer, cuya aguja tiene que moverse sin tregua ni respiro de remiendo en remiendo y cuyas dotes culinarias deben operar, con harta frecuencia, sobre el aire y el agua. ¿Qué dirá el Sidoro, cuando al volver del trabajo sepa que ella, para fugaz alivio de tanta penuria, ha pignorado -«ha piznorao»- el único traje exhibible de su marido? Mucho dice el Sidoro, y mucho más haría, movido por la decepción y la ira, si la señá Polonia, maestra en la resolución de peleas conyugales, no se apresurase a inutilizarle, con habilísima llave de jiu-jitsu casero, la capacidad golpeadora de la mano diestra. Pero si el brazo del Sidoro no puede golpear, no por eso su lengua deja de lamentarse. ¿Por qué la Neme no será como la Andrea, que sin mayor soldada sabe alimentar y vestir con lucimiento a su marido y a su hijo? ¿Por qué no será de esas mujeres que de un duro saben hacer dos? Éste es su drama, ésta su perplejidad. En ella seguiría indefinidamente, como un Hamlet del poder adquisitivo del jornal, si la súbita y empavorecida entrada del señor Felipe, el tendero de la planta baja, no trajese consigo -lo diré con el aparatoso término de los viejos preceptistas- la total anagnórisis del conflicto. El marido de la Andrea ha vuelto inesperadamente a su casa, y el señor Felipe se ha visto obligado a huir de ella con toda la presteza que sus años y la topografía del inmueble consienten. Todo queda claro. La economía doméstica de la Andrea es boyante por vulgar adición, no por multiplicación habilidosa o mágica. Y el Sidoro, de rodillas ante la Neme, descubre entre lágrimas que con el jornal no caben milagros, y que más vale honra sin proteínas que proteínas sin honra.

Toda una compleja serie de motivos -gracia, costumbrismo, ternura, amor, sentimiento familiar, honra, testimonio social- apuntan o se expresan con sabia armonía en la breve acción de Los milagros del jornal; muy certeramente lo ha hecho notar García Pavón en la nota que acompaña al programa. No sería difícil emparentar este precioso sainete de Arniches con Juan José, el drama de Dicenta, y mostrar que uno y otro -como respecto de Juan José nos hizo ver años atrás Gonzalo Torrente- echan su raíz, una parte de su raíz, en el sentimiento del honor tradicional en nuestro pueblo. Sólo una parte. Otra parte de ella, no menos considerable, prende muy directamente en el terreno sociológico a que alude el epígrafe de estas dos sumarísimas viñetas.

Desde que en la Alta Edad Media se constituye, la sociedad, estamental va a sufrir tres graves vicisitudes: la debelación del poder feudal por el poder real, la toma de conciencia del «estado llano» (iniciada por las tensiones que denuncia El villano en su rincón, revolucionariamente manifiesta y triunfante en la Francia de 1789) y la violenta aparición del proletariado en 1848 y en 1917. Dentro de este magno proceso, ¿qué representa la tímida y donosa denuncia latente o patente en Los milagros del jornal? Esto: que una amplia fracción de la sociedad española -a la que pertenecen tanto el burgués Carlos Arniches como el peón de albañil Sidoro- siente en su alma y en su carne la insuficiencia de la transformación político-social que esa sociedad ha experimentado a lo largo del siglo XIX y en los primeros decenios del siglo XX; a saber, el paso del orden estamental al orden burgués. Arniches, el Sidoro, la Neme y otros muchos con ellos quieren una vida civil en la que, sin utopismos, muy llana y cotidianamente, se aúnen la justicia social, la libertad y un cierto arraigo en los hábitos y usos que les califican como españoles; una vida en que la distribución del jornal y el empleo público de la palabra responsable no tengan que ser milagro repetido o concesión graciosa.

Pocos, muy pocos años antes de que Arniches estrenase este sainete, un médico joven y exigente llamado Gregorio Marañón comentaba un debate en la Alta Cámara acerca de la represión de la mendicidad con estas palabras: «Vayan los respetables senadores a las calles apartadas, a los barrios de las afueras; busquen sin prevención policial entre los mismos que mendigan por la calle de Serrano y por otras vías céntricas; y, sobre todo, no dejen de acudir a los hospitales, en las horas de la entrada; que allí verán muchos, muchísimos diariamente, que solicitan una cama y un pedazo de pan, realmente enfermos de hambre auténtica y de frío auténtico, de los que se curan con calor y con comida. Y allí cerca está el Depósito Judicial, donde podrán enterarse de que es verdad que hay muertos por inanición, que hay seres humanos que mueren, en esta ciudad tan caritativa, de miseria y abandono; y allí aprenderán también que el encontrar unas judías y un poco o un mucho de vino en el estómago de un cadáver, ni invalida la hipótesis de la inanición, ni es motivo para poner sobre él el poco caritativo epitafio de alcoholismo.» Tengo por seguro que Tolín, el hijo del Sidoro y la Neme, era, hecho ya todo un hombre, uno de los muchísimos que cuarenta años más tarde acompañaban, allá por las calzadas de Atocha, el cadáver del médico que siendo ellos niños había escrito así.




ArribaAbajoArniches y Madrid

Como para poner a prueba mis reflexiones acerca del madrileñismo teatral, la empresa del teatro de la Zarzuela, de Madrid, ha compuesto un nuevo programa, integrado por El pobre Valbuena y La canción del olvido. Y en medio de trasudores y abanicos, allá he ido yo, para recordar que mi gripe del año 1918 fue, como todas las infinitas de aquel año, «el soldado de Nápoles», y -sobre todo- para comprobar o rectificar de visu mi reciente y volandera interpretación del madrileñismo de Arniches.

El pobre Valbuena: una «humorada lírica» de Arniches y García Álvarez, con música de los maestros Quinito Valverde y Torregrosa. ¿En qué año se estrenó? Las circunstancias en que escribo no me permiten averiguar la fecha exacta; pero no creo equivocarme afirmando que tal estreno acaeció muy dentro de lo que en mi ensayo de ordenación histórica del sainete lírico madrileño llamé el período constitucional del reinado de Alfonso XIII. Dejando ahora intacto el problema de lo que en la intención y en el texto de la piececita pertenezca a la minerva de Arniches o a la de García Álvarez, tratemos de ver si en ella se hace patente alguna novedad en la consideración de la vida de Madrid. Veamos, en suma, qué nos dice El pobre Valbuena acerca de la actitud de Arniches ante la gente madrileña.

Valbuena es un sujeto pobre, alegre, habilidoso, vago, simpático y levemente desvergonzado -todavía no es un «fresco» típico-, del cual bien podría decirse lo que en mi exigente tierra de Aragón dicen de las destralejas: que «para todo sirven y para nada aprovechan». Su leve desvergüenza culmina en el truco que ha inventado para explorar sin mayores riesgos la anatomía de las féminas que le tientan y para evadirse con piel intacta de los trances peligrosos en que su industria a veces le pone: la simulación de un súbito ataque de alferecía. Pero ahora caigo en la cuenta de que las habilidades y las vicisitudes del pobre Valbuena, desde su aparición en la peluquería de señoras de su amigo y compinche Salustiano, hasta la correctiva punición de ambos en la kermesse de la calle de Embajadores, son parte muy consabida de la erudición teatral del español medio. Prescindo, pues, de su descripción y paso sin más preámbulo a su examen sub specie matritensitatis.

Del madrileñismo de la Restauración y la Regencia son notas principales -decía yo- la autoexhibicíón y la autoironía. Recuerde el lector la trama de La verbena de la Paloma y de Agua, azucarillos y aguardiente, y vea por sí mismo cómo en ambas se realizan esas dos notas intencionales. No será difícil advertir que una y otra perduran en la parva entraña de El pobre Valbuena; pero a ellas -impuestas de consuno por el gusto del público y por la reciente tradición del género- va a unirse ahora otra, muy típicamente arnichesca y muy característica del nuevo talante con que la vida de Madrid es contemplada: la ternura irónica. Ricardo de la Vega y Ramos Carrión exhiben sus personajes para provocar en los espectadores una mezcla de complacencia consigo mismos y risa -o sonrisa- de sí mismos; Arniches, en cambio, trata siempre de inyectar en la risa -o en la sonrisa- del público una venilla de conmiseración. Don Hilarión, por ejemplo, es un fantoche caricaturesco, un pelele de cuya mal llevada, cómica vejez nos reímos -o nos sonreímos- sin sombra de piedad. En sutil contraste con él, Valbuena es una personeja capaz de redención irónica, cuyas andanzas y picardías proceden, como las de Rincón y Cortado, de una suerte de desvalimiento educativo social. Lo cual nos hace patente la existencia de una honda, decisiva novedad en el alma del autor; a saber, la aparición del elemento ético en el seno de una intención fundamentalmente estética.

Empleo esta última palabra, como es obvio, atenido a su significación etimológica. Conforme a ella, «estético» es, antes que lo relativo a la belleza, lo concerniente a la sensación. La vida madrileña de La verbena de la Paloma y de Agua, azucarillos y aguardiente -que esa vida sea invención o retrato, es ahora cosa secundaria- entra por los ojos y por los oídos según su pura apariencia ocasional; en definitiva, como si en tal apariencia se agotase su ser. Ricardo de la Vega y Ramos Carrión -o López Silva- son costumbristas por modo pictórico: escriben «cuadros». Más profundo y humano que ellos, Arniches logra que sus «cuadros» sean, a la vez, «apólogos»: en el ser de sus personajes y sus situaciones entran, junto a su apariencia presente, su «poder ser» (lo que no son y con otras decisiones y en otras circunstancias podrían ser) y su «deber ser» (lo que serían si ese poder ser fuese orientado hacia el bien). Lo que sólo era estético hácese también ético, y de ahí la profunda dimensión moral del costumbrismo arnichesco. Valbuena, Salustiano y Pepe «el Tranquilo» son, por supuesto, entes hilarantes; pero también, y esto es lo nuevo, entes morales.

Desde El santo de la Isidra hasta Es mi hombre y El señor Adrián el primo o Qué malo es ser bueno -es decir: qué malos tragos suele traer la bondad; nada más evangélico-, un nuevo madrileñismo surge en la escena española. Dejando aparte la indudable bondad de corazón de don Carlos Arniches, ¿podría entenderse esa novedad sin tener en cuenta el ingrediente ético que lleva consigo la conciencia social de nuestro siglo? Aunque Arniches no fuera socialista, su madrileñismo no puede explicarse, creo yo, sin la obra de Pablo Iglesias. El teatro, como siempre, espejo de la vida.




ArribaAbajo El lenguaje de Arniches

Acabo de leer El chico de las Pañuelas o No hay mal como el de la envidia, sainete lírico de costumbres madrileñas, según la letra del subtítulo, que su autor, Carlos Arniches, estrenó en el teatro de Apolo el 12 de mayo de 1915. Era ya Arniches autor famoso, aun cuando todavía no hubiese alcanzado la cima de La señorita de Trevélez y Es mi hombre. Todos veían ya en él, y con razón, la figura cumbre del sainete madrileño y un felicísimo recreador del habla del pueblo de Madrid. Felicísimo y eficaz; porque las gentes de la Arganzuela y las Vistillas hablaban, cuando querían ser «auténticas», el lenguaje recreado por Arniches. Linda confirmación de que, según la sabida sentencia wildeana, la naturaleza -en este caso, la segunda naturaleza- imita al arte.

El chico de las Peñuelas, típico sainete madrileño. El señor Hilario, viudo todavía de buen ver, va a casarse con Valentina; y a la vez que esa boda, ha de celebrarse la de Encarna, hija del señor Hilario, con Paco, «el chico de las Peñuelas», futuro astro taurino, hijo del picador Bernabé. Alguien envidia tanta ventura: la Josefa, compañera de Valentina en el lavadero que ésta regenta. Y como no hay mal como el de la envidia, la Josefa envía al señor Hilario un anónimo, diciéndole aviesa y calumniosamente que entre Valentina y Bernabé «hay algo». Deshácese la fiesta con que se celebraba el anuncio del doble matrimonio, y la tribulación y el deseo de venganza hierven en el alma hasta entonces alegre y segura del señor Hilario. La decisión de éste es terminante: cada cual a su casa. Más aún: utilizará su influencia para que en la novillada de presentación de Paco sean sustituidos los cómodos toros de Bobadilla por otros de la atravesada y temidísima ganadería de Labulla. Así se hace, y «el chico de las Peñuelas» sale de la plaza de Tetuán, lugar de la fechoría, tundido y derrotado. Pero la Encarna, que no puede vivir sin él, acude, pese a la prohibición paterna, a consolar al ídolo maltrecho; y tras la Encarna, su padre. Al fin todo se esclarece: es reconocida la firme integridad del honor de Valentina, y la historia acaba como Dios manda. Esto es, con la felicidad de los buenos y un discreto perdón a los que cedieron a la tentación de no serlo.

Otro día comentaré, desde un punto de vista a la vez histórico y moral, los temas del teatro de Arniches y los modos de ser hombres y españoles sus personajes. Hoy quiero limitar mi glosa a un motivo aparentemente más superficial, pero esencialísimo respecto del enorme y todavía no extinguido éxito -popular y minoritario- de ese teatro: el lenguaje con que en él hablan las gentes del pueblo de Madrid.

La eficacia cómica de este lenguaje procede con frecuencia de recursos tópicos: la réplica ingeniosa (la Josefa golpea con frecuencia a la Sole, hija suya: «Mujer, si es que la pegas por demás a la pobre criatura», le dice Valentina: «Porque quiero que se haga una mujer», responde la Josefa; a la cual replica la Sole: «¿Pero usté cree que con estos golpes me voy a hacer una mujer...? ¡Como no me haga una pandereta!») y la ponderación hiperbólica («Ya conoces al Hilario, que estornuda, le sale bien, y convida», dice Valentina para ponderar la majeza y el rumbo de aquél). Pero el expediente más propio de Arniches, ese por el cual ha logrado tan amplia difusión el habla de su teatro, consiste en un doble juego morfológico y semántico: la deformación popular de los términos cultos, sobre todo cuando éstos son verdaderos cultismos, y la estilización culta de los vulgarismos. He aquí una gavilla de ejemplos, procedentes de El chico de las Peñuelas. El tío Pelele, servidor del lavadero y viejo por encima de los setenta, es aficionado a pellizcar a las lavanderas; lo cual es exculpado por la Sole con estas palabras: «Es nutral. Al menos, eso dice él cuando pellizca». (1915. El tema de la neutralidad de España en la «Guerra Europea» ocupa las páginas de los diarios y da materia a los discursos de los políticos.) «De puntillas, virtuosos», dice el señor Hilario a los murguistas con que, a manera de sorpresa, quiere celebrar musicalmente la fiesta del lavadero. (Virtuoso: término culto y hasta un poco rebuscado para designar al solista eminente.) «Te serán exhibidos iso fazto por los pollos que al margen se expresan.» «¡Señores, jovialidá y metálico!» «Y por dentro un forro verde -dice Paco, describiendo su sombrero-, Cabestreros, 18, Sombrerería, y un escudito que dice: Omni (sic: ¿error de Arniches?) soit qui mal y pense, que debe de ser una cosa pal dolor de cabeza.» «Que me se especifique.» «Pero aquí, la parte contraproducente...» (Contraproducente: cultización de contraria.) Y el mismo personaje, un entusiasta de Paco que acude a casa de éste para hacerle conocer el cambio de los toros, dice una y otra vez, mirando a su bastón-garrote y previendo lo que ese día va a ser el tendido de la plaza: «Hoy ejerces.» (Ejercer: término relativamente culto para designar la práctica de una profesión, aplicado ahora -ennoblecedoramente- a la acción vulnerante de la estaca.)

Algo importante se está produciendo en la sociedad de que son testimonio estas expresiones: una clase popular que sin dejar de ser «ella misma» -y lo que es más grave: sin el esfuerzo de aprender- aspira a ser «culta». Tal vez nadie lo estuviese percibiendo con tanta agudeza como Arniches. En cualquier caso, nadie ha sabido hacer de ello materia escénica con tanto ingenio, con tanta ternura, con tanta soterrada bondad.






ArribaAbajoRamón Menéndez Pidal


ArribaAbajo España niña

Usando las hebras más venerables y genuinas de nuestra poesía popular, las diestras manos de la familia Menéndez Pidal han tejido una versión, escénica de la Historia del Romancero. Son niños los actores que en ella prestan vida nueva a la más honda y perdurable de todas las voces de España; niños son también -unos por la edad, otros por la virtud de una portentosa transmutación biográfica- los que tienen la fortuna de asistir al espectáculo. En torno a esa insólita transmutación quiero hablar. Pero bueno será pagar al método su inexcusable tributo y decir antes en qué consiste esa Historia del Romancero escenificada.

En tres actos, muy canónicamente, ha sido ordenada la vida entera del romance. «Nacimiento del romance» es el nombre del primero. Una minúscula compañía de juglares llega a la plaza de una ciudad castellana, con motivo de la fiesta de Santiago. Reina en Castilla Juan II. El pueblo, fiel a la tradición del romance, se huelga con los relatos y las farsas romanceadas de los juglares, participa oralmente en ellas, canta en octosílabos el tema perenne del hombre a quien murió la amada:


¿Dónde vas, el escudero,
triste, cuitado de ti?
Muerta es la enamorada,
muerta es, que yo la vi...

Dos nobles cultos, lectores de Juan de Mena, comentan con elegante despego la diversión de juglaría. Sale luego la procesión de Santiago, y acaba la fiesta en músicas y danzas. El segundo acto versa sobre el «Apogeo del romance». Una escena de Lope de Vega, muy graciosamente aderezada con nuevos elementos melódicos y literarios, nos presenta el triunfo cortesano de las viejas rimas entre las tiendas campamentales de Santa Fe. La reina Isabel rubrica con versos y pasos de romance -así había de ser- su condición de hacedora de España:


Yo me levantara, madre,
mañanica de San Juan,
Vide estar una doncella
ribericas de la mar...

¿Era España esa doncella sanjuanera, España niña, asomada al mar de su nueva aventura? Por fin, «El romance en la actualidad»: su conmovedora perduración entre los sefardíes de Constantinopla o de Salónica y en los valles andinos; las canciones arromanzadas de los pueblos castellanos, andaluces, asturianos, extremeños; la recreación actual de los temas seculares:


¿Dónde vas, Alfonso XII,
dónde vas, triste de ti?

¿Por qué esta profunda y delicada sensación de aniñamiento que nos trae la audición de un romance? ¿Por qué cruza un viento de pura, de intacta y prometedora infantilidad hasta por las almas más endurecidas o más triviales? El ritmo insistente y leve del sonido, los arcaísmos de la forma verbal, la ingenua, homérica precisión descriptiva


―siete condes la lloraban
caballeros más de mil―,

el libre juego de los presentes y los pretéritos, ese lirismo sutil y no inventado que de cuando en cuando asoma al verso


―muerta es la enamorada,
muerta es, que yo la vi;
de ti lleva mayor pena
que de la muerte de sí―,

y, por supuesto, la índole de los varios sucesos que el romance relata, todo nos hace revivir fugazmente una España tierna, lechal, abierta a mil posibles futuros. En los senos poéticos del romance laten, como humana posibilidad, Otumba, san Juan de la Cruz y Cervantes, pero también muchas Españas que nunca fueron: la del hijo de los Reyes Católicos, la consecutiva a la buena fortuna de la Invencible o a una victoria en Trafalgar, la que para el siglo XIX soñó Menéndez Pelayo. Oyendo un romance genuino, en todos nosotros se hace vida inédita aquellos versos con que Antonio Machado saludaba al ancho y lento Guadalquivir de Sanlúcar:


Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!

¿Y no es éste el mismo sentimiento que en nosotros pone la contemplación de Castilla, hasta cuando más crueles o desoladores se nos ofrecen sus hombres, sus tierras, sus piedras labradas? Entre las más broncas pedrizas de las sierras ibéricas existe siempre la sorpresa de la finísima grama y los arcos increíbles de San Juan de Duero.

¿Nostalgia? ¿Añoranza de un vivir creciendo desde un vivir muriendo? ¿Seremos, cuando el romance nos recrea, lo que un griego actual frente al Partenón o, más aún, ante los leones de Micenas o las cerámicas cretenses? No: esto no es nostalgia, sino aniñamiento, íntima sensación de poder empezar la vida, ser otra vez. La perdurable eficacia mítica de Castilla es la prenda sensible de que en el destino de España sigue existiendo como perenne posibilidad esa cosa magnífica a que llamamos niñez, España siempre niña, bajo la piel sin afeite de una aparente senectud, Castilla niña, España niña. Demos todo porque Dios nos conserve este tesoro.




ArribaAbajo La escalera y la cima

Vivir es, entre otras cosas, expresarse, hacer patente ante los demás una parte de nuestra propia realidad; no parece exagerado afirmar que no hay un solo acto de nuestra vida personal con el que no estemos diciendo parcialmente lo que en realidad somos. Dejad, pues, que mediante un pequeño suceso de mi propia experiencia, trate yo de entender algo de lo que como persona fue don Ramón.

Hará como diez años salíamos juntos de esta Casa, al término de una de sus sesiones ordinarias, don Ramón, Javier Sánchez Cantón y yo. Nos despedimos en la puerta, tomamos cada uno nuestro camino y pocos minutos más tarde teníamos la sorpresa de coincidir otra vez a la entrada del Instituto Italiano de Cultura, por el que habíamos sido invitados para saludar a su nuevo director. Todos recordáis la enorme y empinada escalera del viejo palacio de Abrantes; no sería más alta la del sueño de Jacob. Pues bien: tan pronto como llegamos al arranque de sus peldaños, hete aquí que don Ramón se nos despega, y pin, pin, pin, en ascensión semejante a un trotecillo ligero, se planta sin pausa ni respiro en el descansillo superior. Más lentos que él, subimos a su zaga los tres restantes, porque mi mujer venía con nosotros, y todos nos reunimos de nuevo en la encumbrada cima de la pendiente. No pude eludir mi comentario: «Don Ramón, esta escalada de usted ha sido algo así como una provocación.» Y él, con la sencillez del hombre de ciencia que describe un hecho trivial, me respondió: «Es que a mí, el subir escaleras me aburre.»

Don Ramón, un hombre al que aburría subir escaleras. Dejemos de lado todo comentario superficial -a él le molestaba un poquito el pasmo más bien necio de los que no pasaban de verle como un monstruo de lozana senectud-, y vengamos al posible sentido biográfico de sus palabras; a lo que ellas significan en cuanto ocasional expresión de la realidad de una persona.

Así consideradas, ¿qué son esas palabras? En un primer momento, una sorpresa; casi, casi, un aserto increíble. ¿Que a don Ramón le aburría subir escaleras? ¿Es posible? Si subir escaleras es ir ascendiendo de escalón en escalón desde lo bajo hacia lo alto, ¿qué fue toda su vida de sabio, a partir de La leyenda de los Infantes de Lara, sino un constante, un metódico ascenso hacia niveles del saber filológico e histórico cada vez más elevados y seguros? Don Ramón filólogo, don Ramón historiador: un investigador lúcido, meticuloso y paciente; un hombre que en el cumplimiento de la más central empresa de su vida prefirió -cervantinamente, quijotescamente- el camino a la posada; un operario de la ciencia a quien -según la tan repetida y humanísima fórmula de Lessing- más aún que la beata posesión de la verdad atraía la fruición de caminar día a día hacía ella. Gran verdad. Pero también, según su propio testimonio, una persona a la que aburría subir escaleras. ¿Cabe explicar tal contradicción?

Poco después de publicar yo mi libro La generación del Noventa y Ocho, recibí de don Ramón una fotografía suya -esa en que él está sentado frente a la vertiente norte del Guadarrama- con esta significativa dedicatoria: «A Pedro Laín, uno del 98.» Aquí, aquí está la clave de nuestro pequeño enigma. Don Ramón, investigador, hombre profesional y vocacionalmente forzado a vivir subiendo escaleras, aunque esto sea tantas veces menester penoso y aburrido. Don Ramón, hombre del 98, español a quien hacía vivir el sueño de una España capaz de aunar inéditamente en su propio cuerpo medievalismo y actualidad, diversidad y tolerancia, Cides y Cajales, Pidales y Unamunos, eficacia y poesía, yunques y campanas. «Yunques, sonad; sonad también, campanas», hubiese dicho él, respondiendo al verso del que él mismo llamó una vez «nuestro grande y entristecido poeta». Don Ramón, en suma, como Cajal, Asín y Gómez Moreno, sabio del 98, persona en quien se fundían el esfuerzo diario y el ensueño, la trabajosa escalada cotidiana y el ansia de contemplar desde la cima. Y mientras el pie iba ganando un escalón cada día más alto, el consuelo agridulce de pensar como posible lo deseado.

Miro dentro de mí, miro en torno a mí, y echo de menos españoles como nuestro don Ramón. El desánimo, el pragmatismo de lo inmediato y la voluntad de excluir al discrepante cunden excesivamente entre nosotros. Por esto me ha parecido que podría ser oportuno evocar hoy su persona a través de esa minúscula anécdota de su vida. Le aburría subir escaleras, porque lo que de veras le importaba era estar en lo alto y ver desde lo alto. La perspectiva de ese posible aburrimiento no le conducía, por tanto, a renunciar a la subida, sino a subir con ligereza. ¿Para qué? Para ir viendo con más claridad, a medida que ascendía, lo que fue la cifra más preciada y secreta de su recuerdo y su esperanza: una España cuyas dos mitades -o cuyos tres tercios- supieran hacer de su leal convivencia fuente de vida y de eficacia. Más sencillamente: para ser a la vez poeta del 98 y sabio del 98.


De toda la memoria, sólo vale
el don preclaro de evocar los sueños,

dijo un día como poeta su grande y entristecido amigo. Don Ramón quería, algo más. Quería que la memoria de los españoles valiese, a la vez que para evocar sueños, para conseguir y conservar saberes. Y para lograrlo, pin, pin, pin, subía y subía sin descanso los inacabables escalones de su diaria, incesante, pulquérrima tarea.






ArribaAbajoManuel Gómez Moreno


ArribaAbajoRecuerdos personales

Comenzaré con un tópico de circunstancias: vivir humanamente sobre la tierra es, entre otras cosas, hacer algo recordando y esperando; aunque ese hacer consista a veces en quedarse uno a solas consigo mismo o en contemplar imaginarias musarañas. Soy un fue, un será y un es. ¿Cansado, como de su propio ser decía, entre sincero y camastrón, el más sentencioso Quevedo? Unas veces sí y otras no; todo depende de cómo andan entonces los humores, y de lo que entonces uno recuerda, y de lo que entonces uno teme o espera.

Ahora recuerdo a don Manuel Gómez Moreno, uno de los grandes viejos de España con cuya amistad, sin mayores merecimientos por mi parte, me ha sido dado honrarme; y era tal la vida que irradiaba la persona de don Manuel, que aunque le recuerdo después de habernos dejado para siempre, y aunque la presencia o la evocación de la muerte muevan antes a la pensativa melancolía que a la exaltación animosa, en modo alguno, recordándole, puedo sentir cansado mi ser propio. Ceder ahora al cansancio sería una especie de traición a quien tan quijotescamente quiso y supo vivir prefiriendo siempre el camino a la posada.

Decían los antiguos que el recuerdo de lo vivido puede perdurar en nosotros bajo forma de hábito o bajo forma de especie. ¿Cuánto debe lo que en mi persona es hábito, modo permanente de ser, al trato directo o lectivo con don Manuel Gómez Moreno y con los que a él pueden equipararse? Mucho; y si algún día llegase yo a escribir mi modesta etopeya, ése habría de ser uno de sus capítulos principales. Pero ahora no se trata de esto; ahora sólo se trata de rememorar al hombre Gómez Moreno, según los aspectos de su realidad que yo conocí y que más viva y hondamente ha conservado mi alma; y aún de menos, porque voy a limitarme a evocar algunos de los momentos en que yo vi mostrarse esa realidad suya de un modo más auténtico y ejemplar. Quiero hablar, en suma, no de lo que en mi recuerdo de don Manuel es hábito de mi vida, cotidiana manera de ser, sino de lo que en ese recuerdo es especie de mi mente, imagen dotada de figura neta y describible. Entre tantas imágenes posibles, cuatro.

«La» Academia y «mi» Academia. Conocí a don Manuel Gómez Moreno con motivo de los actos de homenaje que en el entonces todavía habitado caserón de la calle de San Bernardo fueron tributados, por iniciativa mía, a varios de los hombres que antes de 1936 habían sido grandes maestros de la Universidad Central. Uno de los que nos honró permitiéndonos que nosotros, le honráramos fue don Manuel, y Sánchez Cantón, a la sazón decano de la Facultad de Filosofía y Letras, supo dar cumplida expresión al sentir común. Pero tratarle, lo que se llama tratarle, no comencé a hacerlo hasta que, tras mi ingreso en la Academia Española, semanalmente convivimos él y yo en sus sesiones ordinarias.

Para mí y para muchos, «la» Academia por antonomasia es la Española. También para don Manuel, que por tantos y tan relevantes méritos en ella tenía audiencia y casa propias. Mas, para él, su verdadero hogar académico estaba en la calle del León, y así me lo confió un día: «Vengo aquí muy a gusto: pero mi Academia, usted ya me entiende, mi Academia es la de la Historia.» Mis más nítidos recuerdos de la vida académica de nuestro eminente compañero, se refieren, sin embargo, a la Española, y a ellos quiero ahora ceñirme.

Uno domina sobre todos los demás; el pasmo. Aquel pasmo que hacía sentir su exhaustivo y exactísimo dominio del léxico correspondiente a los tres más anchos dominios intelectuales de su rica vicia interior, la historia del arte, el pormenor de tantos oficios artesanos -el del albañil, el del tejedor, el del alfayate, el del cantero- y el habla, inagotable de su tierra granadina. Qué insigne privilegio y qué natural maravilla ver y oír a don Manuel, apoyado sobre el mínimo andador de alguna papeleta o sólo sobre su fabulosa memoria visual, porque visual y plástica era en su mente la significación de las palabras, cuando con nerviosa, mas nunca vacilante sencillez, tan concisa y precisamente nos iba descubriendo y definiendo términos siempre sabrosos, técnicos unos, populares otros, que por el cauce de sus labios surgían o resucitaban en el aire penumbroso de aquel salón de sesiones desde las páginas de un viejo libro, los diarios coloquios de un viejo taller o los entresijos de una vieja charla familiar o campesina. Con pasión mental y con pasión visceral amo este idioma con que día a día voy haciendo de mí el hombre que yo soy. Pues bien: uno de los más delicados regalos que ha recibido ese amor mío era el de ver y oír algunos jueves cómo don Manuel Gómez Moreno iba mostrando la excelsa y humilde opulencia interior de la lengua que diariamente hablo y escribo.

No todo fue pasmada audición en mi semanal relación académica -semanal y jovial, porque el de Jove es su día- con nuestro don Manuel; en ella hubo también coloquio, y a través de éste, de cuando en cuando, mi encalabrinado descubrimiento de otro de los rasgos más personales de su alma: su vivísima y siempre abierta curiosidad intelectual por todo lo que de cerca o de lejos, en el subsuelo o en la superficie, se relacionase con alguna de las muchas disciplinas históricas en que él era maestro. ¿Cómo olvidar aquel día en que me honró pidiendo mi opinión personal -concediéndome generosamente, por tanto, una autoridad harto superior a la bien escasa que yo poseo- sobre su Adán y la prehistoria, libro en que él, a su relampagueante manera de varón intuitivo, animosamente intentaba conciliar el espíritu del Libro en que tan hondamente creyó y la letra de los libros que tan por lo menudo conocía? ¿Y cómo no recordar, pasando del ancho saber y el profundo creer al fino sentir, el pequeño descubrimiento policíaco a que la observación de un mínimo rasgo de la conducta de don Manuel hace años me condujo?

Como ésta de la Historia, pero más seco en la parte sólida y más espirituoso en la líquida, la Academia Española ofrece a sus miembros, previamente a cada sesión de trabajo, un parvo refrigerio vesperal. No era don Manuel uno de los primeros en acercarse a la mesa ostensoria; pero sí solía ser uno de los últimos, tal vez el último, en abandonar la querencia de su ruedo. ¿Por qué? Poco a poco fui descubriéndolo, y debo confesar que para grave perplejidad mía. En el momento de separarse de la mesa para entrar en el salón de sesiones, don Manuel, muy disimuladamente, tomaba un par de pastas y las metía con rapidez en el bolsillo de su chaqueta. ¿Pequeña y secreta gula senil? Así -mea culpa- lo fui pensando algún tiempo. Hasta que un día pude saber que el destino de aquellas pastas misteriosamente escamoteadas por las manos del maestro, tan diestras en tomar o tocar con exquisitez supremas obras de arte, era la boca, tal vez poco avezada a dulzuras, de los niños del portero de su casa. Grande, insigne, delicado don Manuel.

La pasión y la paciencia. El recuerdo no tiene ahora por marco un salón académico, sino el domicilio de nuestro admirado compañero. Fui una tarde a verle y su fidelísima Margarita -tantos años devota servidora suya; más tarde veremos de qué modo y hasta qué punto- me llevó directamente a la estancia de trabajo de don Manuel.

Muchos la recordáis con más facilidad que yo, sólo muy directo y adventicio discípulo del gran maestro. Una amplia mesa, llena de los diversos objetos que su trabajo, su vocación y su estudio le hacían tener junto a sí. Sobre ella, una de aquellas lámparas de tulipa cónica y verde que una polea y un contrapeso permitían, subir y bajar a tenor de lo que la pesquisa en cada momento exigiera. En torno a ella, una parte -la que en aquella habitación cabía- de las mil y una piezas artísticas que sus constantes andanzas, su enorme saber y sus muchos años le habían permitido atesorar. Y junto a ella, sentado en ancho sillón, franca la sutil y penetrante mirada, luciente el bien iluminado cráneo, corva la nariz, puntiaguda la blanca barba y en los labios aquella sonrisa entre bondadosa e irónica -la sonrisa de quienes saben estar a la vez de vuelta y de ida-, el propio don Manuel. ¿Verdad que, visto así, tenía en su figura cierto airecillo de nigromante morisco? Sí: pero de nigromante al revés; porque si la nigromancia o necromancia es en sentido recto la apelación a los muertos para adivinar el futuro, como la de Ulises cuando llamó a la sombra Tiresias y la de Saúl cuando quiso interrogar al espíritu de Samuel, la del sabio e historiador don Manuel sólo pretendía adivinar el pasado, y para ello él traía una y otra vez ante sí algo de lo que muertos remotos trazaron o labraron durante su vida: unas extrañas letras, una estatuilla, una vasija, un trozo de paño, un lienzo pintado.

Nigromante al revés, adivinador del pretérito a través de sus reliquias humanas estaba siendo aquella tarde nuestro eximio investigador. Cuando yo entré en su despacho, acababa de dejar sobre la mesa la lupa con que examinaba una lasca de pizarra; una de las pizarras visigodas cuyos enigmáticos signos fue el primero en descifrar. «¿En qué anda usted metido, don Manuel?», le pregunté al sentarme frente a él. «Ya lo ve -me respondió llanamente-: estoy dando término a un trabajo que empecé hace cincuenta años.» Y, efectivamente, pocos meses más tarde la Academia de la Historia publicaba el resultado de esa estupenda y semicentenaria faena de adivinación.

«Estoy dando término a un trabajo que empecé hace cincuenta años.» En esta tierra de volatineros e improvisadores del quehacer científico, entre tantos y tantos hombres para quienes la ciencia sólo viene a ser un rápido e inescrupuloso tránsito vital hacia la más inmediata conveniencia, ¿no es cierto que uno así se alza como un gigante, aunque sea, como era don Manuel, corto de talla, y que esa frase suya debería estar grabada en todas nuestras bibliotecas y en todos nuestros laboratorios y talleres? «Cuando un aragonés se decide a tener paciencia, que le echen alemanes», exclamó una vez Cajal. Otro tanto hubiera podido decir este granadino; e incluso con razón más honda, porque el tal granadino era de condición vehemente, y por tanto menos nativamente dotado para aunar dentro de sí la pasión -porque nada importante se hace sin ella- y la paciencia.

«La obra genial -dicen que dijo ese mayestático proveedor de citas y sentencias a quien llamaban Juan Wolfgango Goethe- es la suma de un veinticinco por ciento de inspiración y un setenta y cinco por ciento de transpiración.» En definitiva, y sea cualquiera el porcentaje de cada ingrediente, inspiración, por una parte, y pasión capaz de hacerse paciencia, por otra. Diez, veinte, cincuenta años de paciencia tras la chispa de la primera intuición o en busca de la chispa de la intuición última. Ante mí, eso era entonces el hombre cuya respuesta a mi pregunta debiera hallarse estampada a la puerta de todas nuestras bibliotecas y sobre los muros de todos nuestros laboratorios y talleres.

Ver y volver a ver. Un viernes, hacia las ocho y media de la mañana -a esa hora solía él hacerlas, porque algo más tarde había de salir hacia el Hospital-, una llamada telefónica de don Gregorio Marañón.

- Laín, ¿pueden venir usted y su mujer a Toledo, el domingo próximo?

- Nada más gustoso para nosotros, don Gregorio.

- Magnífico. Yo les iré a recoger a media mañana. Vendrán también don Ramón y don Manuel. Les reservo la sorpresa.



Don Ramón y don Manuel; Menéndez Pidal y Gómez Moreno, claro. Pasar todo un día con ellos dos y don Gregorio, ¿no era ya, sin necesidad de sorpresas como señuelo o adehala, uno de los más preciados regalos que en nuestro siglo hayan podido hacerse a un español exigente y sensible? Ése fue mi constante e impaciente sentir desde el tal viernes hasta el domingo de la cita.

Llegó puntual don Gregorio, nos fue contando recuerdos y sucesos personales desde la calle de Serrano hasta el cigarral de los Dolores, y allí nos juntamos sus invitados para conocer la sorpresa que nos estaba reservada en Toledo. No era ésta chica; porque se trataba, ahí es nada, de contemplar juntos en la sacristía de la Catedral, algo que ni el mismísimo Ángel Guerra pudo soñar: la apertura del féretro que guarda los restos mortales del rey Sancho IV de Castilla.

No era para don Gregorio novedad este fúnebre espectáculo, porque él había podido asistir al primer descubrimiento de esos restos; sí lo era, aunque de bien distinto modo, en lo que a mí tocaba, para los tres espectadores restantes. Para don Ramón y don Manuel, tan magistralmente familiarizados con nuestra Edad Media, ver aquellos seculares despojos del hijo del Alfonso el Sabio resultaba algo así como confirmar lo que ellos ya conocían: casi, casi, como encontrarse de nuevo -muerta ya, convertida en piel y hueso consumido- con una persona hace mucho tiempo tratada y hace mucho tiempo no vista. Sobre todo, para el vivaz e intuitivo don Manuel. Don Ramón callaba, con su mansa serenidad de gran lago tranquilo, y -para decirlo con la insuperable expresión del Evangelio- guardaba todo aquello en su corazón. Don Manuel, claro está, también atesoraba imágenes y emociones, pero no con el callado sosiego de su conmilitón y coetáneo, sino moviéndose inquieta, casi alborotadamente de uno a otro lado del féretro, acercando sus ojos a los deshilachados paños sin lustre que cubrían la real osamenta, señalando con sus dedos los chapines de sólo adivinado terciopelo en que aquellos carcomidos pies, tan andariegos y ardidos durante su lejana vida, tenían ahora parda mortaja. Aún estoy viendo los ágiles movimientos en que se expresaba la emoción del gran historiador, aún estoy oyendo las palabras con que él, tan excepcional conocedor de paños, ropas y paramentos antiguos, a todos los restantes, don Ramón incluido, nos dio ese día una improvisada, inimitable, irrepetible lección.

También yo veía, oía, callaba, sentía y pensaba. Pensaba a mi modo en las tres realidades que soberanamente dominaban, fundidas entre sí, aquella escena única: la vida, la muerte y la historia. Y en medio de la grave meditación, porque grave era, aunque no fuese importante, sentía la egregia distinción de contemplar los despojos mortales de un rey de Castilla al lado de don Manuel, don Ramón y don Gregorio. Una hora estelar, diría algún aficionado a la retórica celestial.

Tras la visita funeraria, el yantar en el comedor del Cigarral, con las toledanas perdices como cumbre, los dulces toledanos como contera, la señorial hospitalidad de nuestro anfitrión como marco y la excepcional compañía de aquellos dos jóvenes octogenarios como presea. Y tras el yantar, el recorrido conjunto por Toledo, para ver de nuevo piedras, ladrillos, yesos, callejas, rincones y cuadros nunca bastante vistos y, sobre todo, para admirar otra vez, ahora en pleno despliegue, el saber inmenso y la vitalidad inagotable de don Manuel. Él fue, sin duda alguna, el héroe de aquella jornada inolvidable. ¿Ante qué piedra, ladrillo, yeso, calleja, rincón o cuadro no dijo él, yendo rápido de un lado a otro, como el buen perdiguero ante la pieza segura, lo que sólo él tan directa y acabadamente sabía? ¿A qué escalón o plinto no subió, qué columna o pilastra no rodeó, qué capitel o moldura no descifró? Ese día aprendí yo lo que en realidad es el gozo de ver, cuando éste, luego de un largo y ávido viaje de la mente por las tierras de la sabiduría, se realiza al fin como un volver a ver. O, si así lo queréis, cuando en el seno más íntimo de la mirada se funden entre sí gozosamente el descubrimiento y la confirmación.

Un sabio de España. Tan pronto como tuve noticia de la muerte de don Manuel, acudí a su casa. Ya centenaria, la vida del sabio había ido extinguiéndose como por junio se extinguen los arroyos serranos. Un delgado, casi inaudible arroyico de sonido llegó a ser su voz; un hilillo sonoro sólo descifrable, gracias a ese sobresentido que da el amor materno -menguada hija, la que en su madurez no sabe ser madre de sus padres- por los oídos zahoríes de María Elena, Natividad y Carmen. Y al fin, la muerte, muy próxima a ser pura, definitiva, casi imperceptible dormición, cuando la poca vida restante ya se le iba haciendo carga y no don.

Me recibe María Elena, sencilla, serena y afable. Su esperado dolor -ese dolor delgado y empapante que sólo aciertan a ver quienes con su mirada saben atravesar el espejo de la pupila ajena- se le transfigura en amabilidad, una amabilidad dulce y suavemente contenida. Así recibirían la muerte de un ser querido los más finos y cabales cristianos de las catacumbas.

-Quiero ver el cadáver de tu padre.

-Ven conmigo.



Ya en su féretro, ahí está el cuerpo muerto de don Manuel; y mirándole en silencio, cada uno consigo mismo y con su personal recuerdo del difunto, pero dentro los dos de esa grave y misteriosa solidaridad sacral que desde el fondo de nosotros mismos hace nacer el espectáculo de la muerte, María Elena y yo. El rostro de don Manuel es una acabada talla de marfil; quien tan rendidamente amó al arte, le ha pagado ahora último tributo haciéndose él mismo obra de arte. Sobre su pecho, unos ramos de jara, cuyas blancas flores comienzan ya a marchitarse; toda una noche llevan regalando vegetal vestido serrano, a través del blanco sudario, a la carne sin vida de don Manuel. Habla María Elena con voz clara y llana, para decirme palabras en que se juntan la devoción y la noticia.

-Acaso te extrañe ver estas jaras florecidas sobre el cuerpo de mi padre. Él adoraba las jaras en flor. Ayer, cuando le amortajábamos, recordé esto y llamé a Jimena, para que me trajese unos ramos de su huerto de Chamartín. Pero estas jaras no son de Chamartín, son de la Sierra. Margarita, nuestra antigua criada, oyó mi llamada y la interrumpió casi con ira. Como una de nosotras quería a mí padre. «¿Es que usted pensaba, señorita, que a mí se me iba a pasar esto? Las jaras están encargadas y pronto las tendremos aquí. Vendrán de la Sierra y con flor nueva, no como las de Chamartín, que por este tiempo ya estarán mochas de flor.» Y así fue. Margarita, que solía ir los domingos a la Sierra en la camioneta de unos amigos, había encargado a éstos que trajesen jaras bien florecidas para el cadáver de mi padre. Éstas son.

Más que nunca, don Manuel era ante mis ojos un sabio de España. Todos los múltiples sentidos de la preposición «de», esos que tan azorantemente se nos acaballan, en ocasiones, a los aprendices de escritor, se fundían ahora en esa trivial expresión: «sabio de España». De España, por la materia de su ancho y múltiple saber. De España, por la filial relación de su sangre y su vida con este áspero fragmento peninsular de la Tierra Madre. De España, por su personal y tan hispánica manera de ser sabio. De España, porque ésta, conclusa ya la obra ingente de su hijo, la tomaba para sí, para su propia historia, y la situaba en una de sus más íntimas y calladas estancias, esa que entre nosotros ocupan los héroes del saber. De España, en fin, porque con aquellos ramos de jara florecida le estaba rodeando lo más finamente español de la piel, de nuestros montes y lo más finamente español del corazón de nuestro pueblo. Grande, múltiple, profunda verdad, esa que yo tenía entonces ante mí, bajo especie de limpia talla marfileña: don Manuel Gómez Moreno, sabio de España.