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Observaciones sobre el drama titulado «Baltasar», de la señora doña Gertrudis Gómez de Avellaneda



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Si bien casi todos los periódicos de esta capital han encomiado el drama de la Sra. Avellaneda titulado Baltasar, y si bien el público ha hecho la debida justicia a su ilustre autora llamándola a la escena y prodigándole repetidos y unánimes aplausos, todavía entiende el que suscribe este artículo (sin contradecir en lo sustancial la opinión ya manifestada por el público y por varios escritores acerca de este drama), que no es inútil el que vuelva la crítica a ocuparse de él, tratando de poner en su punto su verdadero mérito, y de dar razón de su calidad e importancia. Algunos de los artículos que sobre dicho drama se han escrito, debieran tenerse por muy razonados e imparciales; pero acontece en España que a par de la crítica que en los periódicos se publica, se hace otra crítica de palabra, tan vehemente y continua, que por este y otros   -90-   motivos, infunde dudas en los ánimos sobre la imparcialidad y exactitud de la crítica escrita, y contribuye más que esta a formar, con el trascurso del tiempo, nueva opinión pública, a menudo desfavorable al autor de la obra criticada. En un principio se suele ceder al entusiasmo y a la sorpresa que inspira lo que es nuevo y hermoso; y lo que es hermoso y nuevo se encomia y aplaude; pero después, cuando pasa este entusiasmo, suele condenarse, o lo que es peor, suele menospreciarse y olvidarse completamente lo mismo que antes se ha aplaudido. Por eso quisiéramos nosotros, que ya hemos oído hablar del drama de la señora Avellaneda menos favorablemente de lo que en los periódicos se ha hablado, marcar el verdadero término medio en que la opinión sobre esta obra debiera fundarse. Así quedaría marcado también hasta qué extremo se han de atribuir a malevolencia y a envidia las censuras que se hacen de palabra, y hasta qué extremo puede sospecharse que los elogios de los periódicos, por lo mismo que son en no pocas ocasiones exorbitantes e infundados, vengan a serlo en la ocasión presente, y nazcan de la galantería y amistad de los críticos, y no de su buen juicio.

No cabe duda, sin embargo, en que a algunos parecerá impertinente, y hasta odiosa tarea, la que emprendemos, pues aplaudido el drama por el público, y ensalzado sin contradicción en los periódicos, acaso se diga que, al señalar nosotros algunas faltas en él, y aun al defenderle de las censuras ocultas e infundadas, vamos a rebajar y a denigrar el mérito de la autora, y   -91-   a sacar a luz esas ocultas censuras sin refutarlas como se debe, tal vez por incapacidad, tal vez con una intención aviesa. Mas el recelo y la intranquilidad de conciencia que esto nos causa, se desvanece al considerar que el análisis detenido de una obra cualquiera, aun cuando sea para buscar en ella algunas faltas y hacerlas patentes, no perjudica en realidad a la obra. De las malas no es menester afanarse para desentrañar los defectos. Estos son tan claros, que se ven sin examen, y están asimismo tan bajos, que la crítica no debe descender hasta ellos. El crítico, por consiguiente, no puede menos de reconocer cierto valer e importancia en la producción que critica, aun cuando la censure. La célebre fabulilla de Iriarte es un chiste ingenioso que nada prueba en contra de esta aserción, antes bien la corrobora; porque si los sabios se ocupaban de aquellos objetos, en apariencia tan ruines, era porque en ellos había mucho que estudiar y que aprender, y porque eran también maravillosas obras de arte, que daban testimonio del artífice portentoso que las había creado.

Se debe asimismo tener presente que la crítica de una producción literaria no se ha de escribir con la intención de favorecer o perjudicar al autor, sino con el más elevado propósito de dilucidar los puntos oscuros de la filosofía del arte, y de fijar la verdad entre las opuestas doctrinas que separan a los literatos en varias parcialidades. Para que una obra se preste a este fin es necesario que pueda servir de tipo, de modelo o de ejemplo; por donde al ocuparnos del drama Baltasar   -92-   de la señora Avellaneda, ya implícitamente le contamos en el número de estas obras.

En el Baltasar hay, en nuestro entender, no sólo aquel acierto dichoso que cautiva la atención del vulgo, y le conmueve o distrae; no sólo aquellos primores y delicadezas que proceden de la completa inteligencia del arte, de la práctica y buen tino con que el arte se ejerce, y del magistral conocimiento y dominio del idioma, sino que hay también elevada y legítima hermosura, en cuya creación y manifestación no caben ya procedimientos ni reglas. Por estar dotado de esta hermosura el drama de Baltasar, nos parece a nosotros digno de la crítica, la cual debe emplearse en el examen de esta hermosura, mostrando el modo de ser y las circunstancias que la determinan y constituyen, y señalando las manchas y lunares que la turban y empañan.

El vulgo siente y percibe por instinto la hermosura; pero la percibe y la siente como una cosa misteriosa e inefable, de la cual no llega a darse razón. Por donde acontece que colectivamente se admira de lo hermoso: mas cuando cada persona de por sí se aplica al oficio de crítico de la misma composición de que se ha admirado, suele atribuir esta admiración a muy distinta causa, o da por fundamento de ella méritos indignos e insuficientes, ya apreciando sólo lo que llaman los franceses savoir-faire, ya levantándose, a lo más, si tiene alguna tintura de las reglas, a la consideración y ponderación de los primores que nacen de su observancia y empleo.

Concurre asimismo a que se juzguen desacertadamente   -93-   las obras literarias, la errada opinión, ahora muy válida, y singularmente cuando se trata de teatro, de que todo drama o poema ha de tener un fin u objeto que caiga fuera del arte mismo; lo cual vale tanto como decir que el teatro debe ponerse al servicio de la metafísica, de la moral, de la política o de otra disciplina cualquiera. Los que esto sostienen, no consideran que la poesía, ya lírica, ya épica, ya dramática, tiene en sí un fin noble y elevadísimo, cual es la creación y manifestación de la hermosura revestida por medio de la palabra y del ritmo de una forma sensible. Subordinar a otro fin la poesía, es degradarla en vez de levantarla. No es esto negar que pueda expresar el poeta sus sentimientos y creencias en todo género de obras. En todas ellas, aun en las menos subjetivas, pone el poeta el sello de la propia personalidad, y muestra sus ideas e inclinaciones, haciéndolas valer y estimar en más con el adorno de su elocuencia y el fuego de su entusiasmo. Pero esto debe ser o aparecer como fatal. Si esto se hiciese de propósito, el drama sería alegato o disertación, y no drama; el poeta, abogado o sofista, y no poeta. El único fin que se proponga, repetimos, que ha de ser la creación de la hermosura. Creada esta, y sublimada hasta cierta altura y excelencia, se confunde e identifica con la bondad y con la verdad, que son sus hermanas, y reconocen un mismo origen, siendo entonces el poeta más que el sabio, porque el sabio halla y el poeta crea.

La hermosura ideal se ocasiona, sin embargo, en la poesía de la imitación de lo existente. No es este arte como   -94-   la música y la arquitectura, que se adelantan a él en cuanto para crear la hermosura no han menester de la imitación, produciéndola toda fantástica, ya en el espacio por medio de líneas, ya en el tiempo por medio de sonidos. La poesía en cambio les lleva grandes ventajas, porque las palabras abarcan con claridad y precisión todo pensamiento distinto; y el número y la concertada armonía de las palabras, expresan a veces los pensamientos vagos e inefables por tan alta manera como la música los expresa. Pero la poesía, como hemos dicho, tiene que tomar por objeto lo existente o lo que ya ha existido en la historia; y al revestirlo y mostrarlo, produce la hermosura, siendo ocasión, si no causa de ella, lo que toma de la realidad de las cosas. El poeta, por consiguiente, debe elegir asunto; este puede ser filosófico, histórico o religioso; y el poeta, antes de servirse de él como poeta, debe comprenderle y apreciarle como filósofo, porque no produciría con él la hermosura, si antes no le comprendiese en toda su verdad y magnitud. Así es, que si del asunto que elige el poeta, sobre todo cuando el asunto es noble y grande, dimana naturalmente una lección moral, religiosa o política, con mayor brillo y viveza se desprenderá de él esa lección, cuando el poeta le revista y presente con toda la sublimidad y todo el encanto de su ingenio y de su arte. -Lo cual se verifica cumplidamente en el drama de la señora Avellaneda.- En él se pone en escena, valiéndonos aquí de las propias palabras de la poetisa en su elocuente dedicatoria, «la caída del imperio babilónico, señalada por celeste prodigio; y esta caída   -95-   fue más que el hundimiento de un trono; fue un gran suceso providencial de más alta trascendencia que otras revoluciones análogas. Ciro, anunciado por los profetas, era el escogido para romper las cadenas del pueblo de Dios, para levantarle nuevo templo, aquel templo en que resonó la divina palabra del Mesías. Con Baltasar, y como él, la copa del festín en las manos y la hiel de la impotencia en el alma, se hundió una civilización gastada y corrompida, que entre las púrpuras de la orgullosa reina del Éufrates parecía haber soñado en la fusión de las razas por medio de la prostitución; celebrando, según la enérgica expresión de un escritor moderno, con una pascua de libertinaje su primer pensamiento de unidad. Cayó aquella civilización anunciando otra ruina más grande, más profunda, más trascendental: la del mundo antiguo, la de la sociedad idólatra, cuya última hora vibraba ya en los oídos de Daniel al término de las setenta semanas, por entre cuyas sombras columbraba los crepúsculos del día eterno de la verdad». De esta suerte ha comprendido la autora el asunto histórico que ha elegido, y el gran pensamiento religioso que encierra en sí. Veamos ahora cómo ha sabido darle vida, animación y realce, y poner en él la hermosura y sublimidad de la poesía sobre la sublimidad y la hermosura que ya en sí tiene.

Se acusa a la señora Avellaneda de que ha tomado mucho del Sardanápalo de Byron para su Baltasar; pero bien examinada esta acusación, carece de razonable fundamento. Hay, sin duda, semejanza entre ambos   -96-   dramas; pero esta semejanza no es otra que la existente entre los hechos históricos que les dan asunto, y aún así, no es tan grande, como vulgarmente se cree.

Sardanápalo, último rey de la monarquía asiria, cae al impulso de dos de sus sátrapas rebeldes, y cae por medios naturalísimos. La guerra civil entre los sátrapas y el rey dura algunos años con varia fortuna, mostrándose este, así en la adversa como en la próspera, magnánimo y entendido capitán, hasta que al cabo sucumbe y termina su vida con heroicidad, si bárbara, sublime, quemándose vivo en su propio alcázar con sus innumerables tesoros, y las mujeres que por amor le siguen voluntariamente. Diodoro de Sicilia refiere los hechos como van aquí referidos, y de ellos se vale el poeta inglés para argumento de su tragedia, cambiando sólo, a fin de guardar la unidad de tiempo, la duración de la guerra civil, y haciendo triunfar en un día a los rebeldes.

En la caída de Sardanápalo, así como en todos los demás acontecimientos humanos, no puede menos de reconocer el hombre piadoso la universal providencia con que atiende Dios a las criaturas; pero no aquella providencia especialísima, que, sacando el curso de los sucesos fuera de su cauce natural y moviéndolos y encaminándolos con insólito movimiento y en dirección extraña, sin sujetarlos a las leyes, orden y compás que de ordinario siguen, les da el carácter de milagrosos y sobrenaturales. Así es que en el drama de Byron no se excusa, a pesar de los esfuerzos que hace para ello el poeta, la incuria e imprevisión del rey, que tan fácilmente   -97-   se deja sorprender y vencer. Mas en el Baltasar de la Avellaneda están disculpados la sorpresa y el vencimiento, ya que Dios mismo, por singular disposición de su sabiduría, hace que los soldados de Ciro entren en Babilonia y derriben el trono de Baltasar la noche misma en que la mano misteriosa escribe la sentencia sobre el muro.

Todos los comentadores del libro de Daniel, incluso el benedictino Calmet, convienen en que la catástrofe fue aquella noche; y los historiadores profanos, y singularmente Jenofonte, que en su Ciropedia describe con toda detención la toma de Babilonia, concuerdan en lo propio. La señora Avellaneda no ha tenido, por lo tanto necesidad alguna de trastornar el orden cronológico de los sucesos, aunque pudiera haberlo hecho como lo hizo Byron, para acelerar la catástrofe y dar mayor rapidez a la acción de su drama.

Jenofonte, historiador gentil, que no podía comprender la protección que Dios dispensaba a Ciro, y que trata de presentar a este príncipe como un perfecto y acabadísimo dechado del héroe y del repúblico, busca modo de motivar naturalmente su conquista de Babilonia; mas al propio tiempo, no puede menos de motejar de imprevisión y de abandono al rey babilónico, a quien no designa con nombre alguno. Según este historiador o novelista, Ciro hacía tiempo que tenía sitiada aquella grande y populosa ciudad; pero confiados los moradores de ella en la fortaleza de los muros, y en las muchas provisiones y pertrechos hélicos que tenían, y no queriendo aventurarse con los enemigos en batalla campal,   -98-   permanecían encerrados dentro de sus murallas, tal vez esperando que algún ejército de distantes satrapías viniese a libertarlos y a vencer al de Ciro. Ocurrió en esto la famosa fiesta y convite, de que también habla el escritor profano, y como Ciro entendiese lo que iba a acontecer, y hubiese averiguado asimismo que era fácil separar el curso del Éufrates, y dejar sin reparo un lado de la ciudad, que por contar con la natural defensa del río, no estaba guarecido como el resto, puso aquella misma noche por obra el apartar al río de su cauce, y entró en la ciudad cuando estaban desapercibidos los que debieran custodiarla, y hasta los que debieran velar en las atalayas, ebrios o entregados a los placeres. Acudió, sin embargo, Baltasar a la defensa, y pereció combatiendo. Pero si la señora Avellaneda hubiera seguido en todo la versión de Jenofonte, ni hubiera estado de acuerdo con el sagrado texto, ni la profecía milagrosa lo hubiera sido tanto, ni el providencial castigo de la soberbia babilónica, y el sobrenatural cumplimiento de los escondidos designios del Eterno, hubieran resplandecido como en la narración bíblica, y en la tragedia que la sigue, resplandecen a maravilla. Así quedan también a salvo el valor y la prudencia del rey Baltasar, que en balde luchaba contra los divinos decretos. En la catástrofe que termina la tragedia de Sardanápalo, todo, como ya hemos dicho, se verifica por medios naturales: en la que termina la de Baltasar obra el Señor prodigios espantables. El héroe de la última tragedia es y debe ser, por este solo motivo, más grande que el de Byron. Al de   -99-   Byron le vencen los hombres sólo; al de la Avellaneda Dios y los hombres, y estos no aparecen sino como meros instrumentos de la justicia divina.

Entre los caracteres de Sardanápalo y de Baltasar, media la misma distancia que entre los lances de su historia. Ambos son por cierto descreídos y blasfemos, mas en lo demás bien diferentes. Sardanápalo es un elegante libertino; sano, robusto y joven de cuerpo y alma; amable y jovial, y por ningún estilo misántropo, ni mucho menos menospreciador del género humano. Artista, poeta y pagano voluptuoso hasta la médula de los huesos, quiere que la vida y el mundo sean un magnífico festín, un espectáculo solemne, un bello drama, en el cual conviene hacer bien su papel aun cuando no sea más que por amor al arte, y para concurrir a la general armonía y consonancia de las cosas. Ni los placeres le cansan, ni el dolor le perturba, ni el peligro le conmueve: con la misma dulzura sonríe al amor que a la muerte; con la misma serenidad y petulancia va al festín que a la pelea; y con el mismo deleite artístico, con la misma elegancia aristocrática, y con la misma coquetería de dandy asirio, empuña el abanico a la espada, se ciñe el yelmo o la guirnalda de rosas. Es un Lovelace sin hiel, rey de Nínive; un personaje seductor, el más alegre, ameno y de buen tono que ha imaginado Byron. Las ladies y señoritas inglesas, cuando leen este drama, suelen enamorarse del héroe, y envidian la suerte de Mirra hasta para quemarse vivas con él.

Baltasar, por el contrario, aborrece y desprecia a la   -100-   humanidad; el mundo y la vida le cansan, y no halla placer que no le fastidie, ni mujer digna de su amor, ni hombre, no ya digno de su amistad, pero ni siquiera de su cólera. Con un alma llena de deseos levantados y de aspiraciones infinitas, no halla cosa creada ni increada que pueda satisfacerle y contentarle, ni centro donde se repose su herido corazón, fatigado y ansioso de sosiego. Baltasar es un ateísta místico; es el alma apasionada del poeta Leopardi que se ha transformado en rey de Babilonia: es la negación completa de todo bien fuera del bien supremo; de todo amor a los hombres fuera del amor de Dios; de la dignidad humana cuando no se acata la divina, y de la felicidad en esta vida cuando no se cuenta con la otra. Pocas veces se ha puesto en escena, y se ha desenvuelto con igual maestría, carácter tan alto, extraordinario y bien sostenido.

La tendencia de ambos dramas es aún más opuesta que los caracteres de sus protagonistas. Byron hace la apoteosis de la naturaleza humana como a despecho de Dios. Sin su auxilio, y hasta desafiándole, son los hombres magnánimos y dichosos. Sardanápalo triunfa, se goza y resplandece en el trono, en el tálamo y en la pira. Como soberano tiene leales, desinteresados, celosos e inteligentes ministros, devotos, aunque no bajos servidores suyos, y amantes de la patria: como esposo, una consorte fiel, cariñosa y llena de virtudes; y como amante, una amiga, la más enamorada y bella. Su esclava Mirra siente por él una pasión sublime; está dotada de clarísimo ingenio, de un corazón heroico   -101-   y de singular hermosura. Quizás por un anacronismo dichoso avalora el poeta el amor de Mirra con una delicadeza de sentimientos más cristianos que gentílicos. Para amar al rey tiene Mirra que vencer su pudor de virgen, su orgullo de griega, su repugnancia por un bárbaro, y su despecho de verse esclava. Por último, vencido Sardanápalo por los sátrapas rebeldes, aún tiene el placer de salvar a su mujer y a sus hijos, y de satisfacer su vanidad aniquilando con él los inmensos tesoros que sus mayores habían reunido, y dándose en lujoso y sorprendente espectáculo a las futuras generaciones. Hay en toda esta historia, y sobre todo en el espíritu con que la presenta lord Byron, un horrible y titánico desprecio de la Providencia divina.

Lo contrario se nota en la tragedia de la eminente y cristiana poetisa, y son tan vivos y acendrados sus sentimientos católicos, que si en algo se extrema, es en que esos sentimientos la llevan, a nuestro modo de ver, a tocar un tanto en lo que ahora se llama neocatolicismo. Ya se entiende que no hablamos del neocatolicismo de los que con artificio grosero aplican torcidamente la religión a la política a fin de medrar con ambas. Hablamos del neocatolicismo filosófico y desinteresado, del que exagerando por misantropía la creencia en la decaída y flaca condición del género humano y en su incapacidad de elevarse a la virtud sin el auxilio divino, no ve ni reconoce nada respetable, ni noble, ni bello en las sociedades o en los individuos que no están iluminados por la luz de la revelación. En este sentido, no sólo hay mucho de católico,   -102-   sino también algo de neocatólico en el drama de Baltasar. A ninguna persona de carácter noble, nada que merezca estimación y respeto ve el rey en torno suyo. Hasta la hermosa y casta hebrea de quien por un momento se enamora, y hasta el joven que llega a despertar su ira y a presentarse a su imaginación como un digno rival, le engañan y le dan aparente motivo para que los tenga por tan viles como a los demás. Sólo la madre de Baltasar es una excepción de la regla, y merece ser excluida del anatema de reprobación que Baltasar lanza con justicia sobre sus súbditos y sobre el mundo entero. Mas para la doctrina que la Sra. Avellaneda trata de defender, o que impremeditadamente defiende (pues la Sra. Avellaneda es demasiado poeta para ponerse de propósito deliberado a defender doctrinas en su drama), el rey Baltasar es una contradicción; el rey Baltasar, dado el supuesto de la mezquindad y miseria de cuantos le rodean, tiene razón de despreciarlos, y es, por lo restante, un nobilísimo personaje. La grandeza de los cielos, la hermosura y la gala de los campos, y la pompa y el espectáculo soberbio de la civilización babilónica, no podían subsanar en la mente del rey la vileza de los hombres; y no hallando en su alma, ciega y sin fe, modo de justificar la Providencia que tan viles los mantenía, debió fatalmente negar la Providencia. Por eso el rey Baltasar se fastidia y aborrece: por eso no hay resorte que levante su alma. ¡Cuánto se asombra, cuánto se regocija al encontrar una mujer que no se le rinde, un hombre que se le opone! Son dos objetos raros, únicos,   -103-   que casi imagina que no pertenecen al mundo real, que teme se le desvanezcan entre las manos como vaporosos engendros de su anhelante fantasía. Inmensa debió ser la degradación de entonces, cuando pudo eclipsar a los ojos del rey la virtud de su madre y las hazañas de los héroes de los tiempos pasados. Y sin embargo, la autora motiva, y hasta cierto punto justifica el carácter y la condición de Baltasar, el cual, desde que sale a la escena se muestra profundamente hastiado y despreciador de los hombres; carácter y condición que jamás se desmienten, y que son más grandes que el carácter de Sardanápalo, elegante mauvais sujet y sectario de una filosofía risueña y amablemente egoísta.

Pero la grandeza moral del rey de Babilonia, resalta, no sólo a expensas de la humanidad en general, sino a expensas también de los otros personajes del drama, los cuales, o son claramente ruines como Rabsares, Neregel y demás sátrapas y magos, o están ligeramente trazados como Nitocris, o no se presentan bajo buen aspecto a los ojos del rey hasta el cuarto acto, esto es, cuando ya animados de una inspiración soberana vienen a anunciarle su perdición y ruina. Elda sólo se muestra desde luego noble y digna a los ojos del rey; mas no tiene la suficiente resolución para confesarle su amor a otro hombre que es su esposo, y le engaña diciéndole que es su hermano.

Por lo demás, sólo los judíos valen algo como carácter; y como los babilonios no valen nada, no parece sino que los judíos, si valen algo, es sobrenaturalmente y no por naturaleza. Así se destaca sobre el fondo   -104-   oscuro del cuadro la figura gigantesca y simbólica del rey desesperado, que representa toda una civilización que se va a hundir para siempre, y todo un mundo sin virtud y sin creencias, que se desprecia y se maldice. No se debe censurar por lo tanto que algunos personajes del drama no sean tan bellos como pudieran ser. Como para que sirva de disculpa parece, por otra parte, que de propósito presenta la Sra. Avellaneda a Rubén y a Elda extremadamente jóvenes, y a Joaquín muy anciano. En cuanto al carácter de Daniel, más elogio que censura merece la Sra. Avellaneda por no haberle desenvuelto. Daniel no debía aparecer en el drama como una figura distintamente trazada; esto hubiera sido una profanación. Daniel es la voz del Altísimo y el intérprete sobrenatural de sus justos decretos.

Réstame, por último, decir del carácter del rey Baltasar, que no es anacrónico, como algunos suponen, asegurando que sólo es propio de nuestra moderna civilización más compleja y refinada. Lara, Manfredo y Fausto no han tenido que servir de modelo a Baltasar. El inspirado autor del Eclesiastés parece que le pinta y describe. -«Examiné, exclama, cuanto hay bajo el sol, y en ninguna parte hallé más que vanidad; y vi que cuanto más saber se adquiere, más crece la indignación. Entonces quise gozar, edifiqué soberbios palacios, planté viñas y huertos, formé estanques de agua, tuve siervas y criadas y ganados mayores, y rebaños de ovejas, y oro y plata, y cantores y cantoras, y toneles de vino; y nada me negué de lo que deseaban   -105-   mis ojos, pero vi que todo era vanidad. Busqué también la sabiduría, y conocí que el sabio y el ignorante acaban del mismo modo. ¿De qué sirve, pues, al hombre tanto afán, si sus días están llenos de dolores y padecimientos? Más feliz es el muerto que el vivo, y más todavía el que no ha nacido ni probado los males que nos afligen».

Por lo tocante a la acción del drama, es indudable que la autora ha sabido darle la debida unidad, dificilísima de hallar en este asunto. Para llenar cuatro actos no eran bastantes la cena y el prodigio de la sentencia escrita sobre el muro, y sin embargo, con la caída de un imperio colosal, que se desploma inesperada y repentinamente para que se cumpla esa sentencia, nada podía ponerse en relación que no desdijese o apareciese mezquino. Así es que los amores de Elda y Rubén, la prisión y libertad de Joaquín, la súbita pasión del rey, y la resistencia de la sobrina de Daniel, no pueden ser ni son más que incidentes, enlazados con diestro artificio, y que contribuyen todos a la manifestación y desenvolvimiento del carácter de Baltasar, en el cual desenvolvimiento está la unidad, así como la acción en su lucha con la Providencia. Baltasar la niega al principio, la desafía luego, y al cabo, vencido por ella, la reconoce y proclama. Daniel termina el poema profetizando la venida del Salvador de los hombres.

Esta indispensable economía de la acción es también causa de que los demás caracteres parezcan pálidos junto al carácter de Baltasar. Dios y Baltasar son   -106-   los personajes esenciales del drama; los otros son personajes episódicos.

Lo mucho que hasta aquí nos hemos dilatado, y el recelo de convertir en libro este artículo, no consienten que hablemos de las bellas situaciones en que abunda el drama de la Sra. doña Gertrudis Gómez de Avellaneda, y de los sonoros y elegantes versos, y del estilo enérgico y conciso, y del castizo lenguaje con que ha sabido escribirle. Terminaremos, pues, diciendo, ya que hemos comparado este drama con el Sardanápalo de Byron, que nuestra poetisa, sin imitarle, ha podido crear una obra de no muy inferior belleza, con la ventaja de ser moral y religiosa, mientras la del poeta inglés es inmoral e impía. Sólo sentimos que la señora Avellaneda persista en su propósito de no volver a escribir para el teatro, al cual ha dado, en el Baltasar, una de las más excelentes producciones de que puede gloriarse la moderna literatura dramática, tan decaída ahora, aunque más floreciente en nuestra patria, que en otras naciones de Europa.

Abril de 1858.





(El Diario Español.)






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