Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Socialismo, viejo amigo

Sergio Ramírez





Las formas de socialismo mejor conocidas fueron hasta el final de la guerra fría, el estado popular organizado bajo las premisas leninistas, y el estado socialdemócrata. Y aunque enemigos en el plano ideológico, tanto el estado popular que negaba la propiedad privada, como el estado socialdemócrata que la respetaba, ponían sus acentos en privilegiar el desarrollo de la clase obrera. Pero si algo los separaba de manera tajante era el ejercicio de la democracia; la democracia popular de partido único, por un lado, y la democracia pluralista, por el otro, denostada como democracia burguesa.

La socialdemócrata fue presentada siempre por el socialismo ortodoxo como una adulteración, o como una inofensiva versión rosa del socialismo verdadero. Pero de todas maneras, hasta la caída del muro de Berlín en 1989, la idea de socialismo tuvo estos dos puntos de referencia concretos. El socialismo real a la soviética suponía el dominio por parte del estado de los medios de producción. Y a partir de allí podían establecerse una serie de matices que iban desde el estado interventor que limitaba los fueros de la propiedad privada, hasta el estado benefactor que practicaba una generosa orientación de los recursos públicos hacia el gasto social, es decir, la socialdemocracia a la sueca.

El triunfo de la revolución cubana en 1959 creó en América Latina un eje de referencia aún más concreto para el socialismo y una mayor intransigencia hacia lo que no fuera el estado socialista de un solo partido que proclamaba la abolición de la propiedad privada y la reivindicación continental en contra del imperialismo. Este fue el modelo que alentó las luchas de los movimientos guerrilleros que empezaron a surgir en distintas partes del continente, y todo lo demás que se le opusiera, o quisiera variarlo, venía a caer en el mismo saco, socialdemocracia, o democracia cristiana que quedaban marcadas con el hierro de aliados del imperialismo.

El primer experimento para crear un modelo que soltara las amarras de la ortodoxia fue la revolución sandinista que triunfó en Nicaragua en 1979. Bajo el paraguas dominante del marxismo asimilado en los manuales, y sobre todo del ejemplo cubano, se dio con entusiasmo la participación de los cristianos inspirados en la opción preferencial por los pobres, tanto curas y monjas como seglares, y las de otras capas de la población que aspiraban a un cambio a fondo. La proclama de la revolución atraía a todos los que no profesaran el marxismo: pluralismo en la participación política, una economía mixta y el no alineamiento internacional.

Este modelo, que en sus premisas básicas vino manteniéndose hasta el final de la revolución, sufrió los embates de la retórica radical de la propia dirigencia, cuyo discurso iba mucho más allá de los hechos. La fidelidad al modelo cubano, que era en muchos sentidos sentimental, resultaba a cada paso contradicha por la realidad que de manera terca impuso aquellas tres proclamas iniciales, al punto que la derrota electoral del sandinismo fue consecuencia del pluralismo electoral. Los ortodoxos de la dirigencia revolucionaria hubieran preferido el modelo de partido único, pero la realidad prefirió el pluralismo de partidos.

He querido empezar con este resumen de hechos, para poder advertir donde estamos parados hoy. Sólo en dos ocasiones se ha puesto en práctica en América Latina un modelo de socialismo a partir de la toma armada del poder, en Cuba y en Nicaragua. En los demás casos los programas de socialismo ortodoxo por parte de los viejos partidos comunistas, de los múltiples grupos heterodoxos marxistas y de los movimientos en armas, no pasaron de ser un ejercicio teórico. Y en todos los casos, el discurso establecía una tajante diferencia entre democracia burguesa, como un vicio a desterrar, y democracia proletaria, como una panacea a conseguir. Al final del camino, lo que la izquierda se ganó fue la fama de ser enemiga de la democracia, y partidaria del totalitarismo, un concepto ahora maldito.

Lo que ocurrió con la caída del muro de Berlín es que toda la izquierda, tanto la ortodoxa como la heterodoxa, y aún la socialdemocracia tan denostada, fueron despojadas de su idea de socialismo, cualquiera que ésta fuera. Es el socialismo, como concepto y como práctica, el que perdió prestigio. El dominio del estado sobre los medios de producción, y aún el papel del estado como sujeto de la economía en alguna forma, fueron ideas que resultaron extirpadas y colocadas en la lista de viejos disparates dañinos. Triunfaba el mercado en toda la línea, y el triunfo del mercado se presentaba apareado al de la democracia, de manera que uno y otro venían a ser parte de un mismo ser.

Malas noticias para la izquierda. El dominio, la intervención o la participación del estado en la economía habían sido hasta entonces la sustancia de la propuesta socialista; y para que la plusvalía no fuera a dar a manos indebidas, se reclamaba un control severo del estado. La izquierda se quedó de pronto sin una propuesta económica propia, desde luego que la del estado actor se volvía inservible, y de una manera que hoy puede parecer asombrosa, en silencio y sin protestas, se plegó a la economía de mercado, o al menos reconoció su majestad. Y hasta ahora, si nos fijamos bien, no ha sido capaz de plantear ninguna alternativa. Es decir, una alternativa de socialismo con prestigio político y social. Mientras tanto, el término socialismo sigue en huída.

Claro que la izquierda que hoy aparece triunfante en América Latina como consecuencia de los procesos electorales, debe sus votos al cuestionamiento del modelo de economía de mercado liberal, o neoliberal, que ha venido practicándose desde la caída del muro de Berlín. La promesa había sido que la democracia, como sinónimo de economía de mercado, traería de una manera bastante mágica el bienestar para todos, bajo aquel viejo precepto de que cuando el agua entra a la bahía, suben tanto los barcos grandes como los pequeños.

Una verdadera falacia. Las medidas de ajuste radicales, la reducción del empleo bajo promesa de eficacia productiva, los drásticos recortes al gasto social para castigar a estados benefactores que en muchos casos nunca lo habían sido, las privatizaciones aceleradas, en lugar de bienestar trajeron desempleo y más marginalidad en la generalidad de los casos. Y aún las economías exitosas, de crecimiento constante, como en el caso de Chile, no han podido cerrar las brechas sociales entre pobres cada vez más pobres y ricos cada vez más ricos.

¿Pero dónde está el modelo socialista alternativo? En ninguno de los casos en que se ha producido un cambio electoral contestatario, la palabra socialismo ha tenido énfasis. El socialismo de los viejos tiempos, juzgado como el único verdadero, veía de menos a la socialdemocracia por aguada. Pero si comparamos algunas de las medidas más valientes de los partidos socialdemócratas en el poder, desde la nacionalización de la banca en Costa Rica en tiempos de Figueres, a la nacionalización del petróleo en Venezuela en el primer período de Carlos Andrés Pérez, las medidas más aventuradas de los gobiernos de la izquierda ascendente resultan tímidas. No es posible tocar un pelo de las sólidas estructuras del mercado, y todo viene a quedarse en la retórica, cuando se usa la retórica.

Hace algunas semanas respondí desde Managua a las preguntas de la conductora de una programa de radio en Buenos Aires, y se me preguntó si yo no consideraba al gobierno de Lula da Silva como de derecha. Dije por supuesto que no, salvo que se le examine de acuerdo a aquellas viejas premisas de la economía estatal y del partido único. En tal caso Lula debería haber expropiado ya las empresas de punta, toda la agroindustria, debería haber establecido el férreo manejo de la distribución de bienes y servicios, y debería haber avanzado sobre el control de los demás partidos, adueñarse del congreso, someter a la cortes suprema y los tribunales, hacerse de los periódicos, de las estaciones de radio y de televisión.

Esa clase de socialismo sólo queda para los nostálgicos. Un gobernante de izquierda, que actúe como un estadista, deberá resolver su propuesta de socialismo sin desbandar las múltiples y complejas fuerzas que actúan en la economía y en la sociedad, sobre todo en un país como Brasil. Y la vieja idea socialdemócrata de una reforma fiscal profunda, por ejemplo, que aumente el número y sobre todo la calidad de los contribuyentes, para hacer redistribuciones del ingreso que vayan a beneficiar a los sectores marginales y creen bases para el desarrollo equitativo, sobre todo en la educación, parecen ser hoy verdaderos desafíos.

Los tratados de libre comercio con Estados Unidos son un buen campo de prueba para la izquierda. En Nicaragua, donde acaba de firmarse uno, el comandante Daniel Ortega se mostró su encarnizado enemigo mientras se negociaba, con mucha retórica de altos decibeles. Sin embargo, a las pocas semanas él y todos sus diputados en la Asamblea Nacional votaron a favor, sin que se acordaran de ninguna de las leyes compensatorias que habían anunciado, para aliviar los efectos del tratado sobre los más pobres. Al consolidarse intereses de poder entre la vieja izquierda, no sólo políticos, sino económicos, nos enfrentamos a un nuevo tipo de socialismo fementido, el socialismo de labios para afuera.

He venido usando a lo largo de estas líneas la palabra izquierda como un denominador común a las nuevas fuerzas contestatarias que siguen accediendo al poder en América Latina desde finales del siglo pasado. Pero éste no puede ser un concepto manga ancha, porque no se trata de un fenómeno homogéneo. Tanta distancia hay entre el presidente Chávez y la presidenta Bachelet, como entre el presidente Lula da Silva y el presidente Evo Morales. Vivimos en un continente muy vasto, y no hay paraguas de ese tamaño.

Y tampoco podemos meter al populismo dentro de la izquierda, o lo que pudiéramos llamar hoy día izquierda, desde luego que el populismo, se vista de izquierda o se vista de derecha, será siempre populismo. Y el populismo sólo puede practicarse en países ricos y no en países pobres porque para dar hay que tener. En Nicaragua, por ejemplo, un gobierno populista no llegaría ni a la primera base, porque sólo hay pobreza para repartir.

La izquierda se reconoce debe aspirar a ser reconocida por su sentido de la ética. ¿Una izquierda corrupta? Para eso mejor ser de derecha.

Masatepe, abril 2006.





Indice