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Alquimia y saturación del erotismo en «La Regenta»

Jean-François Botrel






El panerotismo de la novela

En el «libro saturado de erotismo» fulminado por Fray Ramón Martínez Vigil, encontraba «demasiada lascivia» el poco anacoreta en la vida pero pudibundo en la literatura Pérez Galdós, al notar como defecto de la obra «la preocupación de la lujuria», «la parte absoluta que tienen los apetitos carnales en las acciones humanas» de la novela; en resumidas palabras, una excesiva preocupación por el «incitativo melindre».

Si como se sabe, supo contestar Clarín a la acusación de «salteador de honras ajenas» proferida por el obispo, no desmintió lo de la saturación ni la excesiva preocupación y el hecho es que el sexo y lo que le rodea es omnipresente en el mundo de esta panerótica novela.

La lujuria y el erotismo afectan a todos, activos o retirados, sin distinción de edad, de clase social ni de estado, en la ciudad y en el campo, en los lugares menos pensados (catedral, panera, carbonera...), en el presente y en el recuerdo; es genético o sofisticado, leído o vivido y a veces sublimado, espontáneo o celestineado, hetero u homosexual; se narra como hazaña épica, se manifiesta sin ser descrito, se supone o se calla, contamina incluso a los objetos (el sofá de la Marquesa o del Obispo, la madre), y llega al extremo de la negación: «esto no tiene sexo».

En resumidas palabras, pudiera utilizarse La Regenta para una socioantropología histórica del sexo, del eros de la Restauración, con tal de restablecer la especificidad de las informaciones organizadas en la novela con una lectura desde una escala de valores burguesa y de no olvidar que el autor, aun cuando censura, ironiza o condena, manifiesta preocupaciones colectivas e íntimas a través de la lógica de la novela y de los personajes tanto como a través de los detalles más patentes y que estas son en gran medida aclaradoras para un estudio de las relaciones obsesivas, entre convencionales y transgresivas, mantenidas por la burguesía con el erotismo y plasmadas en una Ana erótica/neurótica.




El erotismo dentro de lo que cabe

Bueno es referirse y recordar, siquiera brevemente, la asociación aún vigente en la época entre lectura de novela y excitación vana de los sentidos, discurso moral (la Iglesia) y médico (cf. el Dr. Prudencio Severaña) cuyas preocupaciones se vuelven a encontrar en el artículo de la Enciclopedia Espasa Calpe dedicada a la pornografía: las páginas espúreas o crapulosas que al despertar los apetitos lúbricos y avivar los sentidos gastados, al fomentar las pasiones y un gusto desordenado ocasionan males como el animicidio, el onanismo, la debilidad, el agotamiento, la histeria y la locura, en todos los casos una degeneración física y moral con una paralela denuncia de aquella seudo literatura que pretende ser científica, donde se estudian problemas sexuales con verdadero derroche de pormenores y con tendencias al más desenfrenado erotismo.

En los años 1850 llama precisamente la atención, además del auge de la moderna antropología, la dimensión social que va cobrando la ciencia del hombre con, entre otras cosas, el desarrollo de una medicina preocupada por los aspectos sociales del comportamiento de la patología humana.

En la literatura, de la novela «filosófico-fisiológica» se llega al estudio «fisiológicosocial» y el máximo desarrollo de la «socialización» de la literatura se obtiene con las novelas sociológicas de U. Romero Quiñones o las novelas «médico-sociales» de E. López Bago, por ejemplo. Predomina el protagonismo femenino con frecuentes referencias al amor venal y a la alcoba y el naturalismo «radical»1 deriva a menudo hacia una dimensión recreativa «pornográfica» presente en aquellos «librillos que aunque no son de fumar arden en un candil», con una unión frecuente de Eros y risa; es la «gracia verdecita» del Madrid Cómico, que nunca rebasa los límites del mal gusto ni llega a lo inmoral.

De este consenso de parte de la sociedad masculina de la Restauración, nacen bibliotecas como la «Biblioteca Botón» «colección humorística... con sugestivas cubiertas» (El cirio del sacristán, El pito del bombero, El tenorio de sotana, El precinto de Inocencia, ¡Vaya unas castañuelas!, etc.); como la Biblioteca amorosa, la «Biblioteca verde» (Un marido para las siestas de V. Moreno de la Tejera, por ejemplo) y consta que existió una fuerte demanda al respecto, atestiguada por la muy recoleta Biblioteca Nacional de Madrid quien nota que en un día «la novela tan pornográfica La suegra de Tarquino fue pedida por diez lectores».

Pero dicho consenso tiene sus límites: así, por ejemplo, los propios lectores del Madrid Cómico envían al semanario unas colaboraciones-exutorio de las que saben de antemano que no podrán publicarse por demasiado verdes: un 20% en el concurso de 1888 sobre «¿Cuál es la mayor tontería?», 49 poesías en 1889, y en 1892, en el concurso de sonetos, confiesa el director de la publicación, Sinesio Delgado, que «los más graciosos eran los más sucios».

Tal desahogo, casi siempre anónimo, de una sociedad de médicos, abogados, ingenieros, etc. lectores sin duda de El mal de Venus, Las mujeres que pagan y las mujeres que pegan, Las traviatas de Madrid, Nana o La Regenta, etc., nos da una idea de lo que sería el peso de esa chapa impuesta/consentida, con los consiguientes conatos de desviación de sentido y de funciones ya observados. «Ciencia, libido y risa serían, pues, las características mayores de una mentalidad que coincide con la década naturalista y que todas más o menos vienen a ser condenadas por la Iglesia católica por supuesto»2.

Una actitud similar de «desviación» de funciones y fin puede encontrarse con respecto a las representaciones icónicas. Sabido es que fuera de las representaciones académicas en la pintura (cuadros famosos, escenas mitológicas), en la escultura (a través de exposiciones, o de reproducciones) y en la fotografía (desnudas tribus exóticas), un planteamiento erótico del desnudo femenino contemporáneo, no cunde hasta bastante entrado el siglo XX. Así, por ejemplo, a duras penas se encontrará la mera desnudez en las revistas gráficas del último cuarto del siglo XIX -incluso en las revistas para hombres como el Madrid Cómico3- lo mismo que en la pinacoteca de la Restauración abundan señoras casadas con marido e hijos, a veces solas, pero siempre con pose convencional y la reglamentaria indumentaria: uno de los grandes atrevimientos de la época sería Peinándose de Francesc Miralles con su atmósfera de alcoba o tocador y esa mujer con cabello suelto y camisón, brazos desnudos, un espejo, una cama con dosel y una piel de tigre en la que juega una niña, único detalle que impide la más perfecta asimilación con la escena del capítulo III de La Regenta...

Únicamente en algunos cuadros de temática parisina se sugiere el mundo del erotismo profesional, más allá de las tradicionales cantantes y actrices. Escotes y brazos desnudos en caso de actos sociales como ir al teatro o al baile, de esos cuadros hay pocos. En el caso de la fotografía de comercialización y uso más multitudinaria y discreta, llama la atención comprobar con Publio López Mondéjar4 que el desnudo no fue muy cultivado por los fotógrafos españoles, en las fotos reproducidas se nota una clara influencia del academismo en la mise en scéne del cuerpo femenino en poses hieráticas y convencionales, como estatuas, con la única excepción tal vez de algunas de Casas Abarca en las que de los adminículos y los quiebros o insistencias del cuerpo y de las manos se desprenden una atmósfera marcada de erotismo5.

No obstante, puede suponerse el uso «desviado» de colecciones de vistas de modelos para pintores (con toques más o menos picarones) como Portafolios del desnudo publicado en Barcelona a fines del siglo (20 números con odaliscas y desnudos femeninos) y sobre todo existe un considerable mercado de fotografías importadas del mercado erótico de París y vendidas más o menos clandestinamente y que luego se adaptarán a la lengua y al gusto español-catalán (Cataluña está a la vanguardia) como en esa colección Mujeres en la intimidad («Cuadernillos cada uno con un tema monográfico que reúne 16 fotografías en las que una señora se las ingenia para justificar el quedarse como su señora madre la echó al mundo con textos explicativos de una candidez erótica deliciosa»), El sueño de un soltero, El baño de una pecadora, Cómo se desnudan las mujeres, Travesuras de una doncella, La siesta naturalista, etc.6

Pero lo corriente -lo permitido- son las coristas y demás suripantas veladas y/o con maillot, las bañistas y las modelos que apenas dejan ver el canalillo del pecho, con falditas que ocultan unas piernas con medias hasta la mitad de los muslos. Mujeres que «encandilan» en las candilejas con muy pocos precisos ni realistas contornos pero con provocantes volúmenes y alternan en las páginas ilustradas con las majas y las semi-profesionales dando lugar a diálogos como el que va a continuación:

ÉL.-   Yo la acompañaría a Vd. hasta el fin del mundo.

ELLA.-   Pues no hace falta ir tan lejos. Vivo aquí en la calle de la Esperancilla...



Incluso puede decirse que la exageración en las curvas está más en el dibujo de las mujeres vestidas que en el de las semi-desnudas según se ve en Las guapas dibujadas por Cilla para el Madrid Cómico. Nada, en todo caso, que se ciña a una anatomía representada más bien un trazo eufemístico para lo publicable, pero también para la intimidad unos Desnudos estereoscópicos que suministran la ilusión de la realidad para unos solitarios voyeuristas.

Vemos, pues, cómo el momento naturalista de pie para «una aspiración vital a la transgresión imaginaria de los tabúes, dándose a leer -no a ver- el mundo de las zonas más "pecaminosas" del mundo humano, con la consabida confusión entre naturalismo, sexo y ciencia, la desviación que eso supone... para una fracción reducida de españoles deseosos de desbloquear una sociedad ya bloqueada por el sistema impuesto por la Restauración»7.

Entre estos está, obviamente, Clarín.




El erotismo saturado en «La Regenta»

Para entender aquella impresión contemporánea de saturación de erotismo que se desprende de La Regenta y la audacia transgresiva de Clarín es preciso leer la novela y ciertos detalles desde ese contexto mental pero también material, con unos modos de percepción y normas tal vez no tenidas en cuenta por el lector de hoy.

Una percepción auditiva restablecida para sentir lo que supone para Obdulia vivir en Madrid «tabique en medio con el Obispo de Nauplia» (I, 132) si recordamos que a través del tabique el canónigo oye «el crujir de hojas de maíz del colchón» (de su doncella).

Para valorar el episodio de la autocontemplación por La Regenta de la «curva sinuosa» de su propio cuerpo tenemos que imaginar lo que podía ser la trémula y débil luz de una vela de esperma y restablecer en cualquier caso la predominancia de la oscuridad sobre la luz para comprender lo de los cuadros disolventes.

En alguna ocasión, la cultura material y las normas sociales quedan asociadas para explicar la importancia aparentemente anecdótica de una situación histórica e incluso su valor erótico. Tomemos el ejemplo de la ropa y de la manera de vestirse: cuando dice la zarzuela de José Ramos Martín y José Guerrero La montería «Hay que ver, hay que ver/las ropas que hace un siglo/llevaba la mujer», es preciso recordar que precisamente no se veía esa ropa interior bordada, armada, esos corsés de ballenas y cordajes y que se codificaban los cuerpos con armazones que glorificaban las formas abultadas o no «hasta hacer señoras en forma de botellas de Coca-cola»8. El revolucionario invento de Herminie Cadolle (1889) y el de Mary Phelps Jacobs (1912) no impedirá que, con el Padre Gavarri autor de un Manual de confesores, se incluya el «ir escandalosamente escotada» entre los pecados mayores y que se sigan difuminando con sombras el canalillo del pecho. Vuélvase a leer después de estas puntualizaciones la escena del confesionario entre el canónigo y la Regenta:

-Nosotros iremos subidos, ¿eh?

-Sí, es claro [...] pasado iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile.

-¿Cómo puede ser eso...?

-Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir oscura... puedo llevar el cuerpo a confesar... (sic) y veremos el cuello al levantar la mantilla» y «acercando los ojos a la celosía del confesionario» podrá entrever don Fermín «un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes».


(II, 292-3)                


Con este ya tenemos un ejemplo del modo específico de la transgresión en virtud de las normas y de la moral y una ilustración de la esencial relatividad de los valores eróticos, de su escala en ese juego dialéctico entre vestido/desnudo, visible/no visible, orden/desorden, sociedad/intimidad.

El sistema estriba en la condición de la mujer quien al dejar de ser niña «se viste» de mujer con un traje largo que da a sus pantorrillas el peculiar estatuto de pantorrillas ocultas, al hacerlas invisibles y por lo mismo apetecibles (cf. II, 201, 203), transformando a Anita en la Regenta «la mismísima Regenta que viste y calza» (II, 314) pero también a la que visten y calzan para la vida social (I, 367), con la consiguiente dicotomía entre la de Quintanar y Ana en su gabinete.

A partir de las pláticas de los «hombres» de Vetusta (I, 358-360, por ejemplo), de los comentarios de Don Álvaro y Paquito Vegallana sobre los «bajos» de Visitación y Obdulia (I, 319) o de las disquisiciones del hijo de los marqueses (I, 290), sería posible construir una teoría de la mujer (hembra o señora) dominante, corroborada por alguna mujer como Obdulia para quien «las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí de colgar vestidos: para trapos ellas, para todo lo demás los hombres» (I, 336) o como doña Paula quien «exigía que se creyera que ella creía en la pureza de costumbres de su hijo y en la inocencia de sus sueños» (I, 405). Ser mujer es ser señora vestida, calzada y peinada con la «graciosa tensión y convergencia del cabello» de la Regenta que nota Álvaro al mismo tiempo que el «vello negro algo rizado» reacio al orden y anunciador de la intimidad (II, 50). De ahí que la mera evocación del cabello soltado en el regazo por la espalda (II, 283) o prendido entre los dedos (I, 163) y no preso entre redecillas y demás horquillas, a pesar de ser una situación más o menos convencional e incluso estereotipada, tenga una carga erótica obvia; que en la intimidad del tocador la bata desceñida y abierta por el pecho vs. la opresión implícita del corsé tenga, con el pictórico aditivo del «azul con encajes crema» (I, 165), una fuerza de evocación o sugestión comparable a la de un cuadro para habitaciones privadas o una foto «para hombres». De la misma manera la mera alusión al «desorden (del) traje y peinado» de Obdulia o al desorden del traje de Petra hace quizá las veces de detalles para una imaginación pronta así solicitada. La sugestión por vía del mero contraste entre orden/aliño y desorden/desaliño por mínimo que sea, sería aún más fuerte en la evocación de Teresina cuando entra «abrochando los corchetes más altos de su hábito negro (el de los Dolores)» (I, 406) o de la «voluptuosidad del aire fresco» (I, 16 5) que pasa por debajo de la bata que en otra circunstancia (I, 384) dejará «entrar el aire del mar hasta el cuerpo», espuma del viento para una Venus algo flamenca. Cualquier ruptura en el código indumentario es, pues, una brecha por la que se precipita la imaginación erótica.

En La Regenta, un brazo desnudo, una pantorrilla, unas medias o unas enaguas bordadas resultan detalles propicios para un funcionamiento erótico, por dejar ver lo que no se ha de ver. Pueden añadirse a veces, pero más bien con cierta parquedad9, algunos detalles como «los brazos robustos y bien torneados, blancos y macizos, rematados por manos de muñeca» de Obdulia (I, 300), como esa «media escocesa de cuadros rojos, negros y verdes, con listillas de otros colores» (I, 325); pero también puede bastar con ver «dos dedos de pierna de matrona esbelta» (II, 203), «más de media pantorrilla blanca» o -menos aún- «relámpagos de blancura debajo de las faldas» (II, 201-203), «mucha tela blanca» e incluso oír una exclamación «Qué brazos! ¡Qué pecho!».

En el blasón anatómico de la mujer, no se puede ir mucho más allá en la precisión y en los detalles: en la evocación «visual» de las características esculturales de estatua griega o de Venus de Ana sólo se señalan, como en las coristas de Cilla, las «curvas dulces», las «formas llenas», todo lo más «una cadera robusta», una «carne de raso», de manera más hierática que dinámica por supuesto. El sustituto emblemático de la intimidad corporal e indumentaria de la mujer serían las abigarradas ligas «de seda roja con hebilla de plata» (las de Ana usadas por Petra), «azules con listas blancas» (I, 474) pero también de balduque e incluso de bramante (I, 319) en el caso de Visitación.

Con esta última precisión, ciérrase el inventario de las partes y prendas: lo demás es blancura o perífrasis para no mentar términos vedados sino para la pluma para la imprenta; conste que dos veces, al evocar a Ana desnudándose, hace patentes Clarín dichos límites: «después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarle en el lecho» (I, 165), «dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir» (II, 268), quedando por lo visto una prenda de blonda que permite a Ana (y al lector) ver a trechos su carne de raso.

«Poco» parece ser y, sin embargo, «mucho» sería e incluso demasiado si, por ejemplo, se compara con lo que se «atreve» el ilustrador de la primera edición de La Regenta, Juan Llimonas: la representación de Ana (II, 352) es la de una Regenta presa en un vestido de cuello alto y de mangas largas; ni Obdulia (II, 93), ni la escena del catecismo (II, 217), ni la del bizcocho compartido (II, 247) merecen un tratamiento conforme con el texto de Clarín. La misma Petra aparece «muy vestida» (II, 227) y únicamente la representación del torso de don Fermín «desnudo de medio cuerpo arriba» (I, 344) recoge algo de lo que en la novela pudo suponer atrevimiento o transgresión... Pero el que Clarín, en total, no dé mucho que ver de la mujer en conformidad con un código social y moral, no quita el que abunden las situaciones en que la mujer (o parte de ella) se deje ver o más bien adivinar. Aquí parece que Clarín pone por obra las teorías de Paquito Vegallana «quien veía la rolliza pantorrilla de una aldeana de pie y pierna ¡y nada! Veía una media hasta ochos dedos más arriba del tobillo... ¡y adiós idealismo! dando, pues, la preferencia a la escultura humana con velos sobre el desnudo puro» (I, 325).

Lo que importa es el querer ver, el escudriñar, la mirada indiscreta comentada o callada10: no es que se «vea algo» o no se «vea nada» como en la escena del columpio para niñas creciditas (I, 525) sino que la mirada construya a base de sugerencias verbales «fantasmatizadas» una carga erótica. El procedimiento suele ser furtivo, ignorando la mirada del otro la persona mirada (al menos en teoría), con puntos de vista de los personajes. Así, por ejemplo, la falda del vestido (de Obdulia) no tenía nada de particular mientras la dama no se movía (el tránsito de la inmovilidad a la movilidad supone un testigo atento) y de la misma manera en la evocación de la coraza de la misma Obdulia lo importante no es tanto la hipótesis (parecer «estar apretada contra alguna armazón») sino el comentario verbal de unos mirones interesados, Saturnino Bermúdez o el propio Magistral: «no podía ser menos»... De la misma manera, don Víctor arriesga «sin quererlo» la mirada detrás de la falda de Petra, «casi desnuda», «que dejaba ver los encantos de la doncella» y, enrevesadamente, raciocina: «dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró para sus adentros la hipótesis de que las carnes debían ser muy blancas toda vez que la chica era rubia azafranada» (I, 178). Pocos minutos después, lo puede averiguar cuando Petra vuelve la espalda «no muy cubierta» y levantando los ojos puede «apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica» (I, 178).

Entre el querer ver y el ver sin querer -ni poder- anda el juego erótico y se observará que en ambos casos la veladura indumentaria no es obstáculo -aunque sin coartada- para lo esencial que es la manifestación solitaria del deseo. Véase por ejemplo cómo el Magistral, sin querer, ve como «debajo de la falda ajustada (de la educanda de 15 años) se dibujaban muslos poderosos, macizos, de curvas armoniosas, de seducción extraña» (II, 202); cómo mira sin mirar a Teresina que está arreglando la cama y cómo en uno de sus movimientos (esta) dejó ver más de media pantorrilla y mucha tela blanca. De Pas sintió en la retina toda aquella blancura, como si hubiera visto un relámpago, comenta el narrador (I, 407) o cómo, por fin, Obdulia deja el alma entre los pliegues del manteo del Magistral (I, 133). Aquí interviene un elemento sin duda fundamental en la producción de efectos eróticos en la época y es el movimiento vs. hieratismo. En la mayor parte de las situaciones ya reseñadas, con potencialidad erótica, el factor desencadenante y, por consiguiente, discriminante, es el movimiento: «los movimientos rápidos de la falda negra de Teresina», «la falda subía y bajaba a cada golpe con violenta sacudida», «El Magistral seguía con los ojos los movimientos», «en uno de sus movimientos» (I, 407); pasa lo mismo cuando anda el Magistral o hace que su manteo haga pliegues para el alma de Obdulia, o en fin, cuando «un movimiento brusco de la dama que traía falda corta recogida y apretada al cuerpo con las cintas del delantal blanco, dejó ver a Paco, parte, gran parte de una media escocesa de gusto nuevo» (I, 325). Pero el pasaje más significativo al respecto es sin duda el dedicado a «la falda de raso de Obdulia que no tenía nada de particular mientras no la movían (a qué se refiere este plural) era lo más subversivo del traje en cuanto la viuda echaba a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo, que lo que era falda parecía apretado calzón ciñendo esculturales formas "provocando" el estrépito de la seda frotando las enaguas, el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma que tal se le antojaban a don Saturno quien los había visto otras veces»(I, 135).

De la misma manera, el escultural cuerpo de la Regenta evocado en posiciones académicas, se anima antes o después de la insatisfacción de la contemplación narcisistas, cuando se deja caer de bruces en la cama, cuando se autoflagela o delata con sus brincos de Bacante una frustración esperanzadora para los que están urdiendo su caída. La misma evolución o ruptura que se nota al cabo en las representaciones fotográficas entre las poses académicas con telón de fondo teatral o «natural» y los quiebros de cuerpo en unas actitudes provocadoras o la animación a base de secuencias... y, en la novela, entre la primera aparición de Teresina totalmente hierática y silenciosa y la escena del bizcocho con el rostro acercado al del amo, la lengua sacada más de lo preciso, el cuerpo separado de la mesa con una flexión del cuerpo sólo sugerida, pero sugestiva... Hasta aquí lo representado o visualizado, tocado con los ojos, puesto incluso en escena para una especie de voyeurismo colectivo como en la procesión de Semana Santa y el valor erótico añadido que da al cuerpo o partes de él (los pies desnudos de la Regenta, por ejemplo) el movimiento y la transgresión del código ergonómico. Todo lo demás -o casi- en punto a erotismo pertenece al campo de ersatz o del eufemismo, de la fuerza corporal metonímica de otra virilidad («juego a los bolos que ya, ya...» dice el magistral a Petra) hasta la expresión «tomar varas» aplicada a la Regenta. Son eufemismos sensuales, flirtation más o menos legítima, contactos más o menos furtivos y lícitos que abundan en La Regenta -y en la vida- y alimentan, en cierta parte, lo que E. Pardo Bazán llamó «las demasías de la Casa de Vegallana en Vetusta y el Vivero». Tocar al otro o tocarse mutuamente, sea como sea, como juegos de niños mayorcitos y a veces como finalidad «última».

Ahí están las manos que se lavan en una misma jofaina (I, 326) o se aprietan en la sombra (I, 136), los desafíos espalda contra espalda entre Edelmira y su primo, una espalda «dulcemente oprimida» (II, 427), los infantiles azotes y pellizcos o el confuso montón de estrujados cuerpos (II, 483), preludios para mayores encuentros. Pero también puede ser el atreverse don Fermín, el canónigo, a coger una mano de la Regenta que estaba apoyada en un almohadón de crochet y oprimirla en las suyas, «sacudiéndola» (II, 109), antes de desahogar manoseando el cabello de «ángeles menores», oprimiendo contra su cuerpo una cabeza rubia o «estrujando, sin lastimarla, una oreja rosada» o el buscar Álvaro con su pie el de la Regenta para conseguir, al fin, establecer un diálogo «a pesar de la piel del becerro» (II, 311).

Llama la atención esa forma de hiperestesia (que puede llevar a Ana hasta el desmayo), esa aptitud especial para sentir debajo de la piel fina del guante (II, 305) cualquier clase de calor humano, granjeárselo con el roce de una sábana. Esta sensación está presente también en Álvaro (II, 438) o en el Magistral al encontrarse al lado de la Regenta en el coche que los lleva al Vivero, con el subsiguiente sufrimiento celoso al imaginar que «el otro» pueda conocer las mismas sensaciones, y también en Saturnino Bermúdez, nostálgico del diálogo rodilla/pierna con Obdulia. Esa vana excitación de los sentidos puede llevar a Ana «a morder su almohada» (II, 286), a don Fermín «a la brutalidad de las pasiones bajas subrepticiamente satisfechas hasta el hartazgo» (II, 197) o a Saturnino Bermúdez a «lavarse con grandes esponjas»... En la novela, casi no caben más atrevimientos y la referencia al propio beso se hace las más veces bajo la modalidad del beso bilateral cuyo chasquido se oye, del beso paternal en la frente; no hay siquiera besos en la mano... De ahí que dos o tres momentos aislados pudieran ser sentidos como verdaderas audacias: el beso final de Celedonio, por supuesto, el beso que Petra («rubia lúbrica») siente en su nuca (II, 459) o el beso que Ana recibe en los labios en vez de la frente, por iniciativa de su esposo, en una seudo-intimidad (I, 177). Estos son, tal vez, los mayores atrevimientos eróticos directos de Clarín, ya que todo lo demás que produce la sensación de saturación ya señalada se da bajo unas modalidades indirectas, emblemáticas o eufemísticas.

Interesaría, por ejemplo, analizar el juego permanente entre los espacios abiertos de la sociabilidad, con luz o de día y los espacios cerrados de la intimidad con sombra o de noche: una alcoba con sus colgaduras corridas, la más oscura de las galerías, el salón oscuro, la habitación cerrada de la hija muerta en el segundo piso, hasta... el Panteón de los Reyes; el protagonismo pasivo de los objetos con memoria, testigos o acompañantes por su propia morfología de la función erótica que desempeñan: el sofá de la Marquesa o el de doña Petronila, «aquel mantel ya arrugado y sucio anfiteatro propio del cadáver del amor carnal», además del espejo del tocador o de la piel de tigre envidiada por Obdulia en que se hunden aquellos dos pies que pisarán el lodo, etc.

Muchos de dichos objetos, recurrentes o no, cobran sentido dentro de un código conocido (un abanico sobre la mano, la «equivocación» (el lapsus) entre molino y fragua en boca de la Regenta, la oposición entre caballo y rocín, etc.) o construido para la circunstancia como la corona de azahar, la hierba del prado y del pozo, el azúcar del Visita, las semillas dispersas por una mano de la que sólo queda un guante morado del Magistrado escondido en «el seno de nieve apretado» de Petra, anticipo de una futura «conversación»... y sobre todo, tal vez, ese «pollo pelado que palpitaba con las ansias de la muerte con gotas de sangre cayendo del pico» y cuyo pescuezo Obdulia hace el ademán de torcer gritando: «Así a todos los hombres».

Este fuerte significado erótico se confirma indirectamente por las limitaciones que se imponen a Clarín como hombre de su época, por razones de «decoro» y la imposibilidad de pronunciar determinadas palabras o referirse a determinadas cosas. Así, por ejemplo, durante la escena del columpio, don Víctor ve, «probablemente», precisa el precavido narrador, «lo que Obdulia no le importaba mucho ocultar» (I, 510) y Paco Vegallana logra conquistas verdaderas «hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder todo encanto, porque es el deber» (I, 290), los mismos circunloquios o perífrasis a que nos referimos al evocar la ropa íntima de Ana: el realismo o el naturalismo no llegó a ser terminológicamente «radical». Esta característica afecta también la incapacidad en que se encuentra el narrador para referirse de manera precisa, siquiera encomiásticamente, al cuerpo de la mujer para darle otra materialidad que la académica; por eso es Teresina «una joven de veinte años, alta, delgada, pálida pero de formas suficientemente rellenas para la hermosura que necesita la hermosura femenina»; de ahí que Clarín recurra frecuentemente a un término de sustitución como «turgente» o «turgencia» (nueve ocurrencias según Carmen Iranzo)11.

Los personajes, lo mismo que el narrador, sólo pueden hablar con rodeos metafóricos: es conocido el pasaje necesariamente fisiológico en su causa en que el narrador hace que unos personajes (las tías) critiquen al médico «rudo» (por palabras no referidas) y les preste metáforas de las que por otra parte se burla («la crisálida que se rompe», etc.) cuando él mismo no puede hacerlo de otra manera, a no ser que lo diga en latín...

Involuntaria o voluntariamente es necesario recurrir al eufemismo o el rodeo desemboca sobre situaciones muy excitantes para la imaginación. Este es el caso de la conversación entre los dos antiguos amantes, Visita y Álvaro, durante la cual esta le explica «las turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados como decía Cármenes en El Lábaro (nótese el eufemismo al cuadrado)...; pero, añade el narrador, (quien evidentemente se vale del personaje sin poder llegar no obstante a algo que sería una transgresión mayor) «les daba su nombre propio unas veces, y cuando no lo tenían, usaba caprichosos diminutivos inventados en otro tiempo por Álvaro en el entusiasmo de las más dulces confianzas» (otro eufemismo) y llega al fin la mayor precisión en el discurso que es... el sexo de la palabra: «Aquellos nombres, afeminados aunque fuesen masculinos...». Para lo que puede resultar un acertijo léxico-experiencial faltan claves de la época ocultas por Clarín quien, sin embargo, sabe encandilar con palabras exactamente como lo está haciendo Visita para Álvaro al proyectar para este su propia experiencia en Ana... De hacer el amor, por supuesto, ni hablar: el silencio y la elipsis después del controvertido «¡Jesús!» o a lo sumo un «Hablaron» para sugerirlo (II, 401). Como contrapeso para esa conciencia de la necesidad de contener la expresión dentro de lo que cabe, Clarín a veces deja escapar algunos detalles o situaciones atrevidas como aquel «Cristo vulgar colocado en la alcoba de Ana de una manera contraria a las conveniencias», dixit Obdulia, asociando de manera recurrente al Dios hecho hombre con situaciones eróticas como el crucifijo que la Regenta saca de su seno poniendo los labios «sobre el marfil caliente y amarillo» o ese ángulo de pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes que entrevé don Fermín acercando los ojos a la celosía del confesonario (II, 293). La resolución de dicha tensión entre la necesidad de expresar impulsos eróticos y la imposibilidad de referirse a ellos claramente desemboca en las situaciones ya aludidas pero también en unas verdaderas secuencias «ocultas» y alguna que otra metáfora desarrolladas de manera marcadamente erótica.

Como ilustración del primer caso puede darse la evolución de las relaciones entre Teresina y el Magistral desde la presentación de la doncella (I, 405) hasta el final del capítulo XXI, digno de unos Cuentos inmorales o de una película X «Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el rostro al amo separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua, húmeda y colorada, en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con dientes de perlas lo partía la criada y el señorito comía la otra mitad. Y así todas las mañanas» (II, 231).

Como ilustración del segundo caso está la metáfora de la rosa (II, 197-198), una «sofisticación morbosa» que «no admite parangón en toda la literatura moderna», según Juan Oleza12.

En estas páginas, encontramos casi todos los ingredientes del erotismo al uso: el simbolismo de la primavera que despierta «savia nueva», el miedo de ser visto («perderse», «senderos cubiertos», «cantar entre dientes»), el placer y el ansia de gozar con los sentidos («beber», «oler», «morder»), con el cumplimiento del deseo que lo empuja a escudriñar hasta metérselo en boca y morderlo con apetito extraño, el capullo de rosa con sus turgentes estambres ocultos y encogidos en su cuna de pétalos, con el rocío contenido en aquel huevecillo de rosal y sus misterios naturales debajo de capas de raso, sus hojas arrugadas e informes de dentro, en resumidas palabras «una voluptuosidad refinada» inconsciente por parte del personaje pero explicitada y compartida por el narrador con la observación «de que el no se daba cuenta».

Esa voluptuosidad «refinada» o «quintisesenciada» inconsciente y consciente puede ser la traducción vital de la dicha simbolizada por aquel botón de rosa mordido después de leer la carta de Ana, cuando las pasiones bajas están satisfechas hasta el hartazgo, pero también de la insatisfacción con el engaño a los sentidos, a una boca «hecha agua engomada» con la presencia de «rosas que eran suyas y no del Ayuntamiento»: las inasequibles educadas... Y la lectura de esa metáfora tan erótica puede hacerse desde el personaje pero también desde el autor, como ser social, para quien la escritura es una catarsis y el clímax del capítulo XXI es a todas luces el más personal de toda la obra, en que el autor está en Ana y en el Magistral a la vez, sin poder encontrarse con ninguno de los dos ni consigo mismo, a pesar de las apariencias de la dicha y de la satisfacción. Tal vez tengamos aquí la expresión más completa del vivir erótico y de la frustración del hombre de la Restauración a no ser que de un hombre intemporal se trate...




Esquizofrenia y erotismo

A través de la alquimia y saturación del erotismo en La Regenta, Clarín nos sirve una vez más de «revelador» de lo más patente pero también de lo más hondo de su tiempo. A través de la exposición «interpretada como una denuncia de la rígida moral de apariencias»13 y una transgresión opuesta a una hipócrita ocultación de unos comportamientos amorosos casi sociológica y antropológicamente estudiados en la novela; «casi» porque el literato sociólogo y antropólogo tiene unas limitaciones y cohibiciones que a su vez son indirectamente un testimonio sobre la manera de vivirlo dentro de lo que cabe, en la mentalidad y la sociedad de la Restauración. De ahí que los «atrevimientos» metafóricos sean una respuesta a sí mismo en un juego de compensación.

Pronto la corriente sicalíptica cuyo nacimiento en la prensa puede fijarse hacia 1890 (con la revista La Saeta por ejemplo), con sus generosos escotes, sus mallas apretadas, los rubenianos cuerpos de las damas de moda y sus posturas insinuantes con ilustraciones más o menos osadas quitarán potencialmente muchos de los tímidos e indirectos efectos (eróticamente hablando) de La Regenta. El eufemismo dará paso a unos términos cada vez más precisos en la literatura, como un tapón que salta, un destape tipo La coquito de J. Belda o La Vida Galante con su Dama de las Camelias nuevo estilo («y es que no me han visto el pecho / porque todo el que lo vea / no podrá jamás decir / que yo estoy del pecho enferma!). La Regenta queda pues como un testimonio sobre una etapa dentro de una evolución, una liberación, tanto por lo dicho como por lo callado o sugerido.

Pero en el campo de la «metafísica erótica», ese «desabrocharse» nada indumentario, esas incursiones/excursiones por lo más hondo de unos seres ficticios portadores, por voluntad del creador, de las esperanzas y frustraciones de unos seres humanos es donde se nos presenta ese punzante deseo ascensional, esa búsqueda de la unidad donde no se sabe ya nada del yo y del tú que en La Regenta no se logra siquiera fugazmente. Queda, pues, como amargo resabio, esa esquizofrenia analizada y no curada de Ana y de Fermín que provoca en el lector de entonces y en el de hoy una extraña sensación de placer mórbido debido al desafío permanente del lenguaje que reviste los fantasmas, en una guerrilla permanente contra los distintos tabúes levantados alrededor de la sexualidad y de su «libre» ejercicio y el sabroso y doloroso espectáculo de la frustración y de la esperanza, renovada de acabar algún día con ella.





 
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