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Ana Ozores, La Regenta: Escritora y escritura1

José Manuel González Herrán


Universidad de Santiago de Compostela



Este coloquio que nos reúne parte de una triple consideración de la mujer en su relación con la literatura: como sujeto (autora), como objeto (tema, asunto, personaje: heroína), o como destinatario (lectora). De esas tres dimensiones participa el personaje literario del que hablaré -Ana Ozores, La Regenta de Clarín-, aunque sólo voy a ocuparme de las dos primeras: una mujer de ficción que se nos muestra a la vez como sujeto y como objeto de la literatura, como escritora y como escritura; una mujer que, además de ser escrita (como sus congéneres Pepita Jiménez, Amparo La Tribuna, Sotileza, Rosalía la de Bringas...), también escribe; que es escrita escribiendo (y leyendo).

Según han notado varios críticos2, las ficciones de Alas están pobladas de personajes que escriben, que reflexionan sobre su escribir y sus escrituras; de manera que una parte de la literatura narrativa clariniana es transcripción -más frecuentemente, paráfrasis- y comentario de los textos escritos por sus personajes; o reflexión acerca de los condicionamientos y los límites, la esencia y los objetivos, la función y la responsabilidad de escribir. Pues bien, en esta suerte de escritura autorreflexiva o metaescritura (el texto que explica, comenta o reflexiona sobre la propia naturaleza y la acción de escribir), me importa ahora, más que su dimensión estilística o de técnica narrativa, lo que supone en cuanto a manera de configurar un personaje de ficción, de expresar los matices de su biografía y personalidad. Porque a fin de cuentas, a través de esos textos autorreflexivos3 vislumbramos la figura del escritor consciente de su escritura; conocedor como pocos de lo que es y significa escribir, de sus implicaciones estéticas y morales. Se ha dicho que todo autor se retrata en sus criaturas; y sabemos que Leopoldo Alas puso mucho de sí en Ana Ozores. Veámoslo en una de las pasiones que ambos comparten: la de escribir.

Aunque la sociedad vetustense está tan influida por la literatura que casi todo se considera y se vive a través del prisma de lo literario, la figura del escritor es, en el fondo, algo despreciado e incluso mal visto. Recordemos, por ejemplo, la escasa consideración, cuando no desdén o burla, que a sus convecinos les merecen los escritos de Saturnino Bermúdez4 o de Trifón Cármenes5; no es mejor la valoración que el relato ofrece de otros escritores locales, como el Arcipreste don Cayetano Ripamilán6, el capitán don Amadeo Bedoya7; o ese innominado caballero del casino que «tenía un vicio secreto: escribir cartas a los periódicos de la corte con las noticias más contradictorias» (I, 329)8. Y es que para los vetustenses -no olvidemos que Vetusta es síntesis y cifra de la sociedad provinciana en la España de la Restauración- el escritor no es un ser admirado, sino despreciado o ignorado, cuando no temido. Y especialmente, la escritora: «-En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir [...] -¿Y quién se casa con una literata?» (I, 304)9.

Buena prueba de ello la tenemos cuando se manifiesta la oculta vocación literaria de Ana Ozores: «el mayor y más ridículo defecto que en Vetusta podía tener una señorita» (I, 301); descubrimiento que despierta la suspicacia, el desdén o el inequívoco rechazo, como si de algo vergonzoso y malsano se tratase:

Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si hubiera visto un revólver, una baraja o una botella de aguardiente. Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos [...] El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la aristocracia y del cabildo.


(I, 301)                


Asistimos así al juicio crítico de los poemas de Anita ante un tribunal literario que mezcla en su dictamen las consideraciones estéticas y las morales, desde unos presupuestos tan hipócritas como ignorantes:

El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres.

Doña Anuncia se volvía loca de ira.

-¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina...

-No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero más vale que no los escriba. No he conocido ninguna literata que fuese mujer de bien.

Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido por una poetisa traductora de folletines.

El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.

-Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.

La Marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos [...] Además, no le gustaba la poesía; prefería las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «[...] Para ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y recordaba unas Aventuras de una cortesana, que había ella proyectado allá en sus verdores, ricos de experiencia.


(I, 301-302).                


Como consecuencia de tales dictámenes, Ana, aunque inicialmente no abandone su afición, pasará a considerarla como algo vergonzoso que sólo puede llevarse a cabo clandestinamente, y terminará por rendirse:

A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba, volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.


(I, 303)                


Pero Vetusta no perdona ni olvida tan fácilmente; como un aviso de lo que ocurrirá al final de la novela (tras la caída de Ana saldrá de nuevo a relucir la estirpe vergonzosa de «la hija de la bailarina italiana»10, que parecía olvidada), su pecaminosa afición por escribir versos queda como un estigma imborrable: alguien acuña para ella un mote ridículo, Jorge Sandio11, y «mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas. Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera descubierto» (I, 304).

La vocación literaria de Ana Ozores es un aspecto al que la novela dedica especial atención; se ha visto en ello uno de los rasgos del bovarysmo del personaje12, como manifestación de la que tal vez sea principal clave del sentido de la novela: la lucha por la realización personal en una sociedad eminentemente represora. La vocación poética de Ana nace en su solitaria adolescencia, unida a una crisis mística (lo que llama el narrador el sentimiento de la Virgen, cuya dimensión autobiográfica han advertido varios críticos13), y estimulada por ciertas lecturas: San Agustín, Fray Luis de León, y sobre todo, San Juan de la Cruz. Como hiciera en su adolescencia el propio autor, Ana proyecta un libro, una colección de poesías A la Virgen, cuya redacción inicia «una tarde de otoño [...] allá arriba, en la hondonada de los pinos». El relato evoca minuciosamente la ocasión, con un deliberado propósito de poner de relieve la comunión de emociones, versos y paisaje:

Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se creía en el desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El mar, que ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba segura de su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus rodillas, y escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».

[...]

Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel, pero siempre el alma iba más de prisa; los versos engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.

Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones, tuvo la mano que renunciar a seguirle, porque el lápiz ya no podía escribir; los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta una mano de hierro que apretaba.


(I ,274)                


Aparte de otras cuestiones que en este notable fragmento podrían analizarse (así, como hizo Sobejano, la manifestación en él de las condiciones características de la inspiración romántica: subitaneidad, involuntariedad, excitación y extrañeza14), me importa notar en él ese artificio metaliterario perceptible también en otros momentos de la novela (así, las antes aludidas cartas del Magistral en el último capítulo de la novela): el texto que reflexiona sobre su propia literariedad, describiendo y explicando las condiciones de su creación. Una creación que se sustrae a la voluntad y que hace sufrir («los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta una mano de hierro que apretaba»), acaso porque evidencia la dolorosa distancia entre los sentimientos y la dicción.

Ana se verá obligada a renunciar -como a tantas otras cosas- al juego de escribir versos, que permanecerá en su recuerdo como algo vergonzoso, falso o estúpido; cuando, en el capítulo XVI (fragmento que también Sobejano explicó en un comentario magistral1515), lea en El Lábaro una elegía de Trifón Cármenes,

de repente recordó que ella también había escrito versos, y pensó que podían ser muy malos también [...] ahora le aparecían amaneradas, parodias serviles de Fray Luis de León y San Juan de la Cruz [...] ¿Si en el fondo no sería ella más que una literata vergonzante, a pesar de no escribir ya versos ni prosa? ¡Sí, sí, le había quedado el espíritu falso, torcido de la poetisa, que por algo el buen sentido vulgar desprecia!


(II, 67-68)                


Abandonará, pues, la poesía («también Clarín acabó por renunciar al verso», ha recordado Oleza a este propósito16); pero no conseguirán doblegar -ni ella tampoco, aunque quiera- su imaginación fabuladora17. Dediquémosle alguna atención, pues, aunque no produzca textos escritos, es un aspecto que también interesa a nuestro objeto, como una de las manifestaciones metaficticias de la novela.

Corresponde también a la etapa adolescente de Ana (ampliamente evocada en los capítulos III, IV y V) la primera referencia a esa imaginación fabuladora de la muchacha, que recrea los episodios de su propia existencia o fantasea los que quisiera vivir en términos de ficción. Así, tras referir el narrador (que evoca todos estos episodios desde la memoria de Ana) la famosa «aventura de la barca», comenta: «La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino del posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche» (I, 224). Aparte del hábil escalonamiento de perspectivas (del narrador / de la Regenta / de la niña Anita) y de planos temporales (el presente del narrador / el pasado evocado por la Regenta / el de los recuerdos que la niña reelabora) manejado en este pasaje, nos importa advertir cómo el texto llama la atención sobre la configuración literaria («en forma de novela») que adopta la evocación y recreación del episodio por parte del personaje.

En otras ocasiones la niña se servirá de su imaginación novelera para crear ámbitos ficticios en los que refugiarse; o para disfrutar placeres desconocidos aunque intuidos; sirva como muestra este texto, que Diane F. Urey ha citado y comentado18 con un detenimiento que aquí yo no puedo permitirme:

Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a soñar todo eso desde los cuatro años [...]; con los ojos muy abiertos, brillantes, los pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa que centelleaba en su cerebro [...] La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio oscuro [...] A los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una parte.

[...]

Y mientras los personajes de su fantasía se decían ternezas, ella les preparaba un suculento almuerzo en un jardín de fragancias purísimas y penetrantes. Ana aspiraba con placer voluptuoso los aromas ideales de sus visiones turgentes.


(I, 250-251; 289)                


Aunque, en sentido estricto, me salga de los límites fijados por la protagonista de mi comunicación (Ana Ozores, escritora), me parece interesante advertir (como ya notaron Beser19, Baquero Goyanes20 y Rutherford21) que también otros personajes de la novela participan -como aquella- que de lo que esa imaginación fabuladora o narrativa; que si no escriben ficciones, al menos las imaginan, y que gustan de contar historias (reales o fantaseadas) de acuerdo con modelos y convenciones propios de los géneros narrativos.

Y no parece casual que sean precisamente Fermín de Pas y Álvaro Mesía -los dos pretendientes de la dama- quienes más destacadamente muestren tal capacidad. Del Magistral recuerda el narrador que «años atrás había pensado en escribir novelas [...]; lo había dejado, no por sentirse con pocas facultades, sino porque le hacía daño gastar la imaginación. 'Las novelas era mejor vivirlas'» (II, 271-272). Por eso, cuando intuye que Ana está dispuesta a entregarse espiritualmente a él, piensa que acaso sea esta la ocasión de vivir una de aquellas novelas imaginadas en su juventud:

El Magistral se sentía como estrangulado por la emoción. La Regenta hablaba ni más ni menos como él la había hecho hablar tantas veces en la novelas que se contaba a sí mismo al dormirse [...] Él, elocuente, con imaginación, viva, fuerte y hábil, improvisó de palabra una de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempo ocupaciones más serias.


(II, 273 y 292)                


Por su parte, el rival Mesía también pondrá en juego sus dotes de narrador para iniciar el último y definitivo asalto de su asedio a la joven casada, con el viejo recurso de referirle, convenientemente adornada, su biografía afectiva:

En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque a la Regenta no se le podía hablar francamente de amores con una mujer casada («tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino a dar a entender, como pudo, que él había despreciado la pasión de una mujer codiciada por muchos... porque..., porque..., para el hijo de su madre los amoríos ya no eran ni siquiera un pasatiempo, desde que el amor le había caído encima del alma como un castigo.


(II, 380)                


Advirtamos cómo el autor hace gala también en esta ocasión de su fino juego de modalización, introduciendo en la voz del narrador registros de la del personaje que cuenta, de manera que podamos percibir el tono y estilo de su relato; pero retomando sus prerrogativas en un comentario en el que califica -descalifica- y caracteriza literariamente la narración de su personaje, concluyendo su paráfrasis con este comentario: «... y otras cosas por el estilo, todas de novela perfumada».

Otro de los aspectos de Ana-escritora que importa atender para nuestro propósito es su intensa actividad epistolar. De las abundantes cartas que a lo largo de la novela se escriben, la mayor parte corresponden a la protagonista y son objeto de especial atención: se suelen reproducir literalmente, a veces acompañadas de comentarios -del narrador o de otros personajes- sobre su forma, tono o contenido. Así sucede con la breve que remite a su director espiritual, excusándose por no haber acudido a comulgar: «¡Jesús, qué carta! -exclamó doña Paula con los ojos clavados en su hijo [...] Esa carta es de una tonta o de una loca» (I, 499).

Alguna otra cuyo texto no se transcribe es comentada por el narrador a través del recuerdo o impresión de la propia Regenta; una impresión que desborda la mera textualidad para incidir en la materialidad del papel escrito, como objeto que une espiritual y físicamente a redactor y destinatario:

[...] recordó Ana la carta que pocas horas antes le había escrito, y éste era otro lazo agradable, misterioso, que hacía cosquillas a su modo. La carta era inocente, podía leerla el mundo entero; sin embargo, era una carta de que podía hablar a un hombre, que no era su marido, y que este hombre tenía acaso guardada cerca de su cuerpo y en la que pensaba tal vez.


(I, 582-583)                


La carta no es sólo un texto; es también una clase de papel, una tinta («la carta del Magistral, escrita en papel levemente perfumado, y con una cruz morada sobre la fecha»), una caligrafía determinada, incluso una manera de mover la mano: factores que el narrador se interesa en señalar, pues también forman parte del diálogo epistolar: «Se vistió de prisa, cogió papel que tenía el mismo olor que el del Magistral, pero más fuerte, y escribió a don Fermín una carta muy dulce, con mano trémula, turbada, como si cometiera una felonía» (II, 117-118). Y si importa cómo se escribe la carta, no menos importa cómo se lee; la descripción y circunstancias de su lectura y la exposición de sus efectos son aspectos que condicionan y precisan el sentido del mensaje: «Rompió el sobre con dedos que temblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y se confundían enganchadas unas con otras. Adivinó más que descifró los caracteres que se evaporaban ante su vista débil» (II, 413).

Un efecto muy ilustrativo se produce cuando el relato transcribe, una después de otra, sendas cartas de Ana a sus dos médicos (del cuerpo y del alma, respectivamente), dándoles noticia de su situación y estado, pero con términos, estilo y tono muy diferentes. Como corresponde a la diversa relación que mantiene con cada uno de ellos, hasta la firma es distinta: «Anita Ozores de Quintanar», en la que escribe al médico; «Ana Ozores» (ni el diminutivo que infantiliza, ni la marca social evocada por el apellido del esposo), en la otra. Como no puedo cotejar aquí con detalle ambas misivas, citaré alguno de sus fragmentos, con especial atención a los comentarios del narrador.

Con Benítez la Regenta emplea un aire desenfadado, con alguna broma privada:

me siento capaz de leer a Maudsley y a Luys, con todas sus figuras de sesos y demás interioridades, sin asco ni miedo [...] estoy como un reloj, que es la expresión que usted prefiere [...]

Quintanar le saluda... roncando [...] ¡Un marido que ronca! Horror..., basta. Veo que tuerce usted el gesto. Perdón. No más chachara.


(II, 443-444)                


También hay familiaridad con De Pas, pero en un registro muy diferente; el diálogo que la carta imagina y las alusiones veladas o sobreentendidas parecen querer suplir los añorados coloquios espirituales de las dos almas hermanas:

¿Que cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé, Fermín, no lo sé [...]

¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré cuando vuelva [...]

¿Que rezo poco? Es verdad [...]

¿Que se acabó esto y se acabó lo otro?... No y no. No se acabó nada. A su tiempo volverá todo [...]

¿Que se conoce que tengo buen humor? También es verdad.


(II, 445)                


Del mismo modo, son diferentes las maneras y actitudes -incluso la caligrafía con que ambas cartas se redactan:

Ana escribía con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el papel satinado [...] escribió primero a su médico [...]

Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra que había empezado a escribir por la mañana. Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles. Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a que contestaba y que tenía delante de los ojos.

[...] leyó toda esta carta [la que acaba de escribir a Fermín]. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a escribirlas encima de lo tachado.


(II, 442-445)                


La carta de Ana más demoradamente tratada en la novela es la muy larga e importante del capítulo XXI:

En cuando pudo levantarse, uno de sus primeros cuidados fue escribir a don Fermín una carta con que había soñado ella muchas noches, que era uno de sus caprichos de convaleciente [...] de palabra no se atrevía a decir ciertas cosas íntimas, profundas; además no podía decirlas; y sobre todo, la retórica, que era indispensable emplear, porque a ideas grandes, grandes palabras, le parecía amanerada, falsa en la conversación, de silla a silla.


(II, 255-256)                


Observemos que el texto resalta el valor de la escritura como medio indirecto de expresar, mediante una adecuada retórica, cosas difíciles de decir de viva voz; es una carta, como he escrito en otra ocasión22, «plena de confidencias y promesas que cabría interpretar como amorosas, bien que este amor esté expresado y disfrazado de retórica cuasimística». El relato nos hurta el momento de la redacción; en punto y aparte, tenemos ya la misiva camino de su destinatario: «La carta, de tres pliegos, la llevó Petra a casa del Provisor»; tampoco asistimos a su lectura, pero sí se nos muestran sus efectos. «Cuando su madre le llamó a comer, don Fermín se presentó con los ojos relucientes y las mejillas como brasas» (II, 256). La paráfrasis y transcripción de fragmentos de esta carta, merecen una demorada atención a lo largo de varias páginas; para ello el narrador, que veló los momentos de su redacción y primera lectura, nos permite asistir a la complacida relectura que, en un ámbito especialmente grato y en una hermosa mañana de finales de mayo, lleva a cabo De Pas23. Aparte de los fragmentos de la propia carta que se transcriben, la narración refiere esa relectura, situando las reflexiones y emociones de quien lee en un adecuado marco ambiental, en un recurso similar al que antes comenté, en el episodio que recreaba la redacción de los primeros versos de Ana. Confío que el interés del ejemplo justifique la extensión de la cita:

Al día siguiente de recibir la carta, muy temprano, el Magistral salió de casa, fue al Paseo Grande, buscó un lugar retirado en los jardines que lo rodean; y sin más compañía que los pájaros locos de alegría y las flores que hacían su tocado lavándose con rocío, volvió a leer aquellos pliegos en que Ana le mandaba el corazón desleído en retórica mística. Ya casi sabía de memoria algunos párrafos de los que le parecían más interesantes y para él más halagüeños; y como la alegría le inundaba el corazón, se sentía hecho un chiquillo aquella mañana sonrosada de un día de finales de Mayo, nublado, fresco, antes de que el sol rasgara el toldo blanquecino con tonos de rosa que cubría la lontananza por Oriente.

Se puso en pie el Magistral, miró a todos lados por encima del seto de boj que rodeaba su escondite, y al verse solo, solo de seguro, se le ocurrió mezclar a la chachara insustancial y armoniosa de los pájaros que saltaban de rama en rama sobre su cabeza, su voz más dulce y melódica, recitando aquellas palabras de espiritual hermosura que la Regenta le había escrito.

[...]

Estos últimos párrafos ya no los leía el Magistral en voz alta, sino que había vuelto a sentarse y leía sin ruido y para dentro [...] estaba satisfecho, y el gozo le saltaba por ojos, mejillas y labios [...] Al leer lo de «hermano mayor querido...», le daba el corazón unos brincos que causaban delicia mortal, un placer doloroso que era la emoción más fuerte de su vida.


(II, 256-257 y 260)                


De todo cuanto la Regenta escribe en la novela, sin duda alguna lo más importante y pertinente a nuestro objeto es, por diversas razones, el Diario que redacta en el capítulo XXVII. Aunque varios críticos24 han comentado la relación de la novela de Alas con la autobiografía de Santa Teresa de Jesús, importa notar cómo esa relación se manifiesta especialmente a propósito de las Memorias de la Regenta, cuyo modelo (y no sólo en la intención, sino también en el tono y el estilo) es el libro teresiano, que ella misma había leído en su convalecencia («Ana leyó en su lecho, a escondidas de don Víctor, los cuarenta capítulos de la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma» [II, 252]). No me detendré aquí en desarrollar por menudo el análisis de esa relación intertextual, que ofrecería conclusiones sugestivas para nuestro propósito; me limitaré aquí a señalar alguna observación, referida a los aspectos metaliterarios del fragmento. Como sucede con otros ejemplos que hemos comentado, el relato se detiene a describir el momento y circunstancias de la escritura (precedida, en este caso, por la lectura):

Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a su gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, se acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias. Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasaba algunas páginas, a saltos...

Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño de artista.


(II, 446)                


El fragmento comienza precisamente con una reflexión acerca del sentido y función de esa escritura, y la transcripción se interrumpe con unas consideraciones que introducen en el texto la propia acción y el momento de escribir:

... esto no ha de leerlo nadie más que yo... ¿Que es ridículo? ¡Qué ha de ser! Más ridículo sería abstenerme de escribir [...], sólo porque si lo supiera el mundo me llamaría cursilona, literata... o romántica [...] ¿qué han de decir si nadie ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuando escribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigo misma, secreto absoluto [...] Empecemos por un himno. Hagamos versos en prosa.

[...]

Suspendo el himno porque Quintanar jura que se muere de hambre y me llama desde abajo, desde el comedor, con una aceituna en la boca... ¡Ya bajo, ya bajo... ! ¡Allá voy!...


(II, 446-448)                


Siguen varias páginas que transcriben fragmentos seleccionados de ese Diario de la Regenta; la voz de Ana es interrumpida por alguna intromisión de la del narrador, alusiva a la escritura («aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ella misma» [II, 449]); o que, en interesante alarde omnisciente, resume -como innecesario para el lector de la novela- el contenido de los fragmentos no leídos por su autora («Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas. En ellas había escrito la historia de los días que siguieron al de la procesión, famosa en los anales de Vetusta» [II, 450]); y comenta los sentimientos que la relectura provoca en su protagonista: «Después de las hojas del libro de memorias que se referían, a su modo, a la materia que va reseñada brevemente, Ana encontró, y en ella se detuvo, la página en que rápidamente había reflejado sus impresiones al entrar en el Vivero [...] Leyó con deleite aquella página, no recreándose en el estilo, sino en los recuerdos» (II, 455). Concluida esa lectura, cuyo objetivo no es otro que el de ayudar a que el personaje se ponga en situación, haciéndole revivir los momentos evocados, puede reanudar su escritura: «Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió sus impresiones de aquellos días» (II, 459).

He de concluir. No sin antes recordar (supremo sarcasmo de la novela) que, además de Ana, alguien más lleva un diario en la casa: su esposo Víctor. Como otros vetustenses, también Quintanar escribe, aunque en su escritura los asuntos no se correspondan con el estilo: «Todos los días había que palpar el vientre y hacer preguntas relativas a las funciones más humildes de la vida animal; don Víctor, que no se fiaba de su memoria, siempre reloj en mano, llevaba en un cuaderno un registro en que asentaba con pulcras abreviaturas y con estilo gongorino, lo que al médico importaba saber de estos pormenores» (II, 185-186).

Pero volvamos a Ana Ozores, nuestra escritora. De todo lo aquí expuesto cabría extraer conclusiones de índole más o menos sociológica -en la línea de una cierta crítica literaria feminista- acerca del papel y situación de la mujer (y de la mujer escritora) en la sociedad española de la Restauración25. No ese el aspecto que, al menos ahora, a mí me interesa, porque he preferido enfocar mi interpretación en otra perspectiva, la que se refiere a la propia actividad, a la acción de escribir (en este caso, por parte de una escritora, y además, ficticia).

Recordé antes el tópico según el cual todo autor se retrata en sus personajes: mi lectura de La Regenta (y lo mismo la que podríamos hacer de sus demás relatos), muestra con cuánta frecuencia las criaturas de Alas comparten con él la vocación, el compromiso, la angustia y el placer de escribir. De modo que las reflexiones del autor a través de la escritura ficticia alcanzan así una dimensión más profunda: hay tanta o más verdad en la literatura de los escritores inventados que pueblan sus relatos que en la de muchos plumíferos, grafómanos y vates tronados -con nombre, apellidos y obra publicada- a quienes el crítico Clarín vapuleaba sin piedad. Mas su respeto compasivo por la frustrada vocación literaria de Ana y la minuciosa atención con que recrea sus diversos ejercicios de escritura (los poemas adolescentes, las novelerías soñadas, las confidencias del diario, las cartas privadas...) nos confirman también su íntima e insobornable convicción acerca de la dignidad de ese trabajo -el oficio de escribir- al que dedicó casi treinta y cuatro años de su corta biografía.





 
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