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Antonio Rodríguez-Moñino

«El legado Rodríguez Moñino-María Brey»

Fernando Lázaro Carreter





La Real Academia Española posee una biblioteca excelente, pero desde ayer su riqueza ha aumentado cuantiosamente, tras haber sido inauguradas por los Reyes las espléndidas instalaciones que ha preparado para acoger el legado instituido a su favor, en nombre propio y en el de su esposo don Antonio Rodríguez-Moñino, por la ilustre bibliotecaria -entre otros destinos, trabajó en el Congreso de los Diputados; dirigió colecciones de clásicos; escribió libros y colaboró con su marido- doña María Brey, recientemente fallecida.

El legado tiene una enorme importancia cualitativa; el insigne bibliógrafo que reunió sus libros, sus manuscritos y sus maravillosos grabados, no se preciaba de acumular papel, sino de que éste fuera significativo para la historia de la literatura y, muchas veces, para la del arte.

No impresiona el número de volúmenes (unos 15.000). Esta cifra significa poco, si no se completa con la noticia de que, en ella, entran incunables fundamentales, casi doscientos manuscritos literarios desde el siglo XV a nuestros días, cuatrocientos cincuenta impresos de los siglos XVI y XVII, a veces en ejemplar único, multitud de pliegos sueltos, modalidad de transmisión literaria que él mismo estudió conclusivamente, etc. Una riquísima correspondencia con escritores e hispanistas que fueron sus amigos, importantes planchas y centenares de grabados contribuyen a dar al legado un incalculable valor.

Antonio Rodríguez-Moñino es uno de esos grandes españoles que, contando con un indiscutido prestigio nacional e internacional en actividades del máximo rango, son perfectamente desconocidos del público.

Pocos casos habrá en que una persona tenga tan tempranamente asignado un destino al cual ser fiel de por vida. Porque, estudiando con los agustinos de El Escorial, en 1925 publica sus dos primeros trabajos bibliográficos. Tenía quince años. A partir de ese momento, comienzan a sucederse estudios de creciente enjundia, principalmente dedicados a reconstruir el tejido literario e intelectual de España mediante la historia de los libros. Muchas veces, referidos a su amada Extremadura natal; y a un extremeño capital en la historia de nuestros libros antiguos, Bartolomé José Gallardo, a quien rescató briosamente del lodazal ético en que lo habían sumido sus enemigos y la pereza repetitiva.

Pero su actividad, que hasta los años treinta parecía fijada sólo o casi sólo en la región extremeña, sin dejar de persistir en ella, ensancha sus horizontes; cursa estudios de investigación literaria y bibliográfica en Francia y Bélgica; con veinticinco años, gana una plaza de Catedrático de Instituto, cuando eso constituía una proeza intelectual. Sobrevenida la guerra civil, y en su calidad tan probada de experto, presta servicios en la Junta de Protección del Tesoro Artístico de la República. Lo pagó: en 1939, se inicia su expediente de depuración política, destinado a permanecer sin resolverse durante veintiocho años. Siguen la cárcel y la calumnia. Gracias a una de ellas, y por haber comprobado Lázaro Galdiano la inmaculada honradez de Rodríguez-Moñino, lo nombra albacea testamentario y director de sus colecciones; pero, al pasar éstas a poder del Estado, se le rebaja a la condición de bibliotecario.

A pesar de tantas vicisitudes, no ha dejado de trabajar y de ir formando su propia colección, la que hoy posee la Academia. Colabora intensamente con artículos en el Boletín y con libros que se publican con el sello académico: al fin, esta institución constituye un islote hasta cierto punto a salvo de las acciones oficiales. La cual, en 1952, y a propuesta de Marañón, Amezúa y Cossío, lo nombra Correspondiente. Y la Corporación publica algunas de sus obras magnas, como los doce volúmenes de «Las fuentes del Romancero general» o la monumental edición del «Cancionero General», de Hernando del Castillo (1958).

A todo esto, carece de una cátedra donde comunicar su saber inmenso: es un desafecto. Y se la crea él mismo, en lugar tan céntrico como el madrileño Café Lyon, y de modo tan atípico como es la tertulia diaria: por allí pasan docenas de investigadores y profesores extranjeros que lo reconocen como su maestro; allí acudimos algunos españoles de paso por Madrid o venidos ex profeso. Moñino es riguroso: no todo el mundo le resulta grato; y quien no se lo parece, dejará de volver si es medianamente discreto.

Mientras aquí transcurre su vida casi entre paréntesis, se multiplican los reconocimientos internacionales. Es nombrado Miembro de Número de la Hispanic Society de Nueva York, se le invita a congresos, pronuncia conferencias en muchas Universidades norteamericanas, y en varias francesas, es nombrado doctor «honoris causa» por la Universidad de Burdeos; en 1960, se presenta su candidatura para miembro de número de la Academia Española (que dos años antes le había dado las gracias por la actividad desarrollada en ella). Firman su candidatura Dámaso Alonso, José María de Cossío y Camilo José Cela. Pero el Gobierno lo veta, y la Academia se pliega. Moñino, siempre digno, dimite como Correspondiente.

La cátedra de que aquí carece, le es ofrecida por la Universidad de California (Berkeley); allí enseña dos cursos, pero se le plantea un problema de conciencia: ha de formar parte de tribunales que otorgan el título de doctor, y él no lo posee: la guerra y sus consecuencias le han impedido obtenerlo. Cuando me comenta esa situación, le ofrezco superarla en la Universidad de Salamanca donde enseño; jamás se hubiera sometido a un tribunal madrileño, en que habrían de figurar implacables perseguidores suyos. Y así, soy ponente (puramente nominal) de su tesis sobre «La Silva de Romances de Barcelona, 1561», hace ahora veinte años. Su defensa deparó una hermosa jornada a la Universidad salmantina, como lo sería la de su ingreso en la Real Academia, en 1966, vencidas por fin las resistencias oficiales y las que él mismo oponía, aún dolido. Pero no faltó tensión en su ingreso académico, porque Cela, que le contestaba en nombre de la Corporación, dijo cosas que escocieron a algunos. Y es que pocas veces se ha acumulado tanta necedad en la persecución política contra un español excepcional. A la vez que los hispanistas norteamericanos publicaban dos volúmenes de trabajos en su honor, y la Universidad de Berkeley lo nombraba catedrático permanente de Literatura española, el Ministerio español de Educación Nacional resolvía su expediente de depuración política restituyéndolo a su cátedra de Instituto, pero en Valdepeñas, por traslado forzoso acompañado de inhabilitación para cargos directivos y de confianza.

Este gran sabio es el que, habiendo sido interpretada su voluntad por su esposa, pues él falleció en 1970 sin testar, estará permanentemente presente en la Real Academia Española, que tanto quiso y por la que tanto sufrió. Republicano sincero, pero, ante todo, español de sangre y de alma, hubiera estado orgulloso de que los Reyes de su patria ya democrática fueran los primeros en visitar sus libros, sus cosas más suyas, en el centenario palacio académico. A él se ha trasladado lo mejor de su casa, y, con ello, su función de hogar del hispanismo mundial.





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