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Apuntaciones sobre el pensamiento de Cadalso

Rinaldo Froldi





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Bien conocidos son de todos los estudiosos del Setecientos español los motivos que, durante mucho, han sido la causa de una lectura no siempre correcta de los textos del siglo XVIII, así como las dificultades con que, todavía hoy, se encuentra el proceso, ya puesto en marcha, de su revisión crítica.

Cadalso, ciertamente, es uno de los autores que ha suscitado más equívocos interpretativos; circunstancia que exige un empeño exegético más profundo por parte de los estudiosos. Estimo que la primera causa de los equívocos a que aludo, ha sido la incapacidad de leer a este autor en el contexto de su realidad histórica. De hecho, a lo más se le ha leído según las perspectivas románticas o hasta del Noventa y ocho; se le ha ancorado rígidamente ya en la tradición española, ya en la cultura europea de su tiempo, y en su interpretación se insinúan sugestiones sicológicas que conducen a presentar su figura como incierta y contradictoria. Por lo tanto, se hace preciso el esfuerzo de leerlo situándolo en el necesario contexto de su realidad personal y de su época. Es necesario intentar comprender la dialéctica que existe entre su cultura y la del ambiente en que actuó, y esto para entenderlo en su problemática, sin aplicar, ante su interpretación,   —142→   esquemas preconcebidos o supraestructuras ideológicas desviantes.

Por mi parte, me parece que la personalidad de Cadalso, por cuanto a su pensamiento atañe, es mucho más compleja de lo que habitualmente se ha considerado y que, por lo tanto, reclama un examen libre de prejuicios, que -entre otras cosas- sepa soslayar el peligro de las sugestiones fáciles del autobiografismo. Y es que Cadalso no es Tediato; ni siquiera uno de los correspondientes de las Cartas marruecas, aunque por medio de estas invenciones literarias suyas podamos llegar a comprender quién era y cómo pensó.

Antes de nada, será preciso poner de relieve su empeño crítico, más que evidente en los Eruditos a la violeta y en las Cartas marruecas y que no es extraño al resto de su producción. Pero, sobre todo, conviene que nos centremos en observar primero lo que de modo inmediato le distingue de la tradición que le precede, e incluso de sus contemporáneos, como fundamento de su originalidad, de su modo de ser crítico.

En la base de las operaciones de su pensamiento, no se encuentra preocupación alguna de tipo metafísico o norma teleológica. Así, no creo que se justifique la referencia que algunos comentaristas hacen con respecto al criticismo de Quevedo o de Gracián como antecedentes del de Cadalso, en quien ni siquiera asoma la preocupación religiosa preliminar de declarar la distinción entre la ciencia teológica y la ciencia física, como ocurre en Feijoo. Encontramos en él la voluntad de indagar libremente, más allá de los prejuicios religiosos y políticos1, con el objetivo de buscar sólo la verdad, basándose en «principios ciertos y evidentes»2, comprobables. Cadalso quiere hacer un uso riguroso de la razón, aunque no albergue preocupaciones de sistematicidad racionalista; cree en la propia experiencia, en la capacidad personal de reflexionar, incluso aceptando las sugerencias de esa sensibilidad que, junto a la razón, es parte esencial de la realidad humana.

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Tal seriedad de enfoque iba a contrapelo de lo que se practicaba en los ambientes aristocráticos y de la Corte que el coronel Cadalso frecuentaba, cuya vanidad cultural nunca se cansó de satirizar3. A causa de este choque con la sociedad de su tiempo, él era consciente de pertenecer a una minoría muy reducida. De esta circunstancia obtuvo, por una parte, motivo de amargura al constatar la imposibilidad de éxito de sus ideales y, por la otra, de orgullo: la conciencia de la propia superioridad. En uno y otro caso, aparece una dimensión moral como fondo dominante.

Al ser la obra de Cadalso esencialmente crítica, las preocupaciones fundamentalmente éticas son su centro motor; se encuadra, además, en la realidad española de la época. Tal y como él mismo escribía en una carta dirigida a su amigo Tomás de Iriarte en 1777, los españoles o se jactan de una presunta superioridad de su pueblo sobre todos los demás -postura de los ignorantes- o bien, aunque lleguen a detectar los defectos de España e individuar los posibles remedios, prefieren callarse. Son pocos los que se atreven a hablar y, en este caso, se les reduce al silencio. Cadalso condena el mutismo egoísta, más inocente que el otro de quien «se reduce a fabricar su casa con las ruinas de la nación»4. A veces siente la tentación de callar también él, pero es evidente que se incluye en el grupo de quienes «sienten, lloran, gimen, el todo, inútilmente; tal vez hablan, y entonces se les hace callar»5.

De hecho fue así: sus pocas obras publicadas fueron víctimas de los cortes de la censura6, al tiempo que sus obras mejores se publicaron póstumas: las Cartas marruecas en gran parte a causa de los obstáculos de la censura, y las Noches lúgubres porque el autor mismo las juzgó difícilmente aceptables para el público español.

Cuando estudiamos a Cadalso, siempre hemos de tener presente que escribió con el freno que representa la necesidad de una prudente autocensura. Por lo tanto, sus cartas   —144→   privadas a los amigos son particularmente significativas, mucho más libres en su confidencial sinceridad.

Son dos las directrices fundamentales en el desarrollo del pensamiento crítico de Cadalso, orientado por una parte hacia la que podemos definir «crítica del hombre» en sí y en sus contactos con la sociedad; la otra hacia la que Cadalso gusta definir «la crítica de la nación».

Por lo que atañe a la crítica que al hombre se refiere, el pensamiento de Cadalso se caracteriza por un evidente aristocraticismo, de naturaleza ética y no ligado a preconceptos de cuna o de educación. El hombre, para él es conciencia moral sobre todo, y convicción de un deber que cumplir. Juzga a su propia época como en decadencia moral, dado que la aristocracia, antes modelo y guía, se entrega -en toda Europa- a una vida en que los falsos valores son la norma. Y la burguesía naciente sigue los pasos de la alta sociedad en lo que de vano tiene. Esta sociedad dominante, mal puede aceptar al hombre que se esfuerza por ser fiel a sí mismo en la busca de valores reales y positivos. Es verdad que él sintiera la tentación de aislarse, con una sonrisa de desprecio a flor de labios, pero al final prevalecerá la voluntad de ser coherente con los propios principios.

La práctica de la filosofía es un deber moral, pues nos empeña en la reflexión, guiados en la búsqueda por el amor a la verdad, exactamente según lo que Cadalso dice, por boca de Gazel en la carta 59 de las Cartas marruecas «deseo sólo ser filósofo, y en este ánimo digo que la verdad sola es digna de llenar el tiempo y ocupar la atención de todos los hombres».7

Sin embargo no estamos ante una verdad abstracta, sino de preocupación por el hombre, de lo que el hombre necesita para que pueda realizarse como tal. Para Cadalso la filosofía es sobre todo filosofía moral, búsqueda de lo esencial   —145→   contra lo aparente, búsqueda constante del interior contra la ostentación mundana o el mito del éxito fácil. Su sustancia reside en la afirmación del hombre de bien y la práctica de la virtud.

El «hombre de bien» de Cadalso es el honnête homme de una larga tradición moralista, pero exento de una precisa caracterización social y de toda referencia -en la práctica moral- a una supraestructura metafísico-religiosa. El «hombre de bien» coincide, por lo tanto, con el filósofo; éste es uno de esos «hombres rectos y amantes de las ciencias... que tienen la lengua unísona con el corazón»8, es decir: la persona sincera que vive independiente (mas no aislada; por lo tanto no estoica), que emplea la inteligencia en cosas sanas y útiles, que habla con moderación sólo de lo que sabe, y expresa sus ideas cuando las tiene bien claras, aunque todo ello pueda acarrear consecuencias dolorosas, que él, en toda circunstancia, sufrirá con dignidad y honor, tal y como en el Sancho García sabe cumplir Alek.

Algo así pasó a Cadalso, pues llegó por medio de las propias experiencias y reflexiones a ciertos principios que se impuso obedecer. Así puede exclamar con su personaje Nuño: «mi interior testimonio ha de acompañarme más allá de la sepultura. Hagan, pues, ellos lo que quieran, yo haré lo que debo»9, o bien puede confesar directamente, en una carta de 1772 a su amigo Manuel López Hidalgo, su decidido propósito de ser «más hombre de bien» cuando, cada vez con más insistencia, observa a su alrededor el desprecio por los principios que forman el «sistema del cual por ningún acontecimiento próspero u adverso me apartaré hasta morir»10.

El respeto a tales normas, aceptadas libremente, constituye la virtud, es decir, la fidelidad al dictamen de la conciencia guiada por la razón y que acaba con coincidir con lo que es útil socialmente11. Está clara la naturaleza eminentemente laica de esta concepción ética que -como veremos   —146→   adelante- incluye la consideración de los otros, asimilando el concepto de «buen hombre» al de «buen ciudadano y patriota». Pero también está claro que Cadalso no se mueve en un terreno meramente racionalista. Cuando habla de patriotismo, lo define como uno de los «entusiasmos más nobles» que elevan al hombre12. Quiere esto decir que, junto a la inteligencia racional, sitúa los sentimientos; la virtud es la expresión del hombre íntegro. Por lo demás, nos hace comprender que prefiere la bondad a la sabiduría, la educación a la instrucción, las dotes morales y civiles a las estrictamente intelectuales o técnicas: «la mayor fortaleza, la más segura, la única invencible es la que consiste en los corazones de los hombres, no en lo alto de los muros ni en lo profundo de los fosos»13.

Cuando Cadalso quiere elogiar a Carlos III de Borbón, no hace alusión a su concreto reformismo esencialmente económico, sino que le alaba por el «esplandor de virtud» que sale «desde la inmediación del trono» y por sus disposiciones con las que el soberano «detiene la rienda al vicio»14.

Es cierto que la moralidad es una meta difícil a la que pocos saben acercarse, pues pocos son los que llegan a ser «filósofos».

Sobre la realidad humana, Cadalso se siente profundamente escéptico; no piensa lo mismo sobre la naturaleza «común madre» que acepta como es, sin pensar en discutirla. El hombre es débil; por su culpa, acaba por ser infeliz y no porque sobre él caiga el pecado original; debe remediar sus males y rechazar el consuelo inherente a la esperanza de una felicidad ultraterrena.

Es el hombre un «animal tímido, sociable, cuitado»15, tanto más infeliz cuanto menos escuche las razones de la «naturaleza», la «común madre»16 cuya voz queda sin sonido ante el tumulto de otros voceríos. Acaba así el hombre por revestirse de una condición corrompida: «los hombres corrompen   —147→   todo lo bueno» como pone en boca de Nuño17. En otras ocasiones, llama al hombre «infeliz y cuitado animal», «animalito sumamente pequeño, flaco, despreciable y cuitado»18. En una carta a Tomás de Iriarte, de 1774, Cadalso ve a los hombres como a «bichillos sumamente despreciables»19 y en otra de 1775, dirigida a Meléndez Valdés, vida y hombres los define como miserables20.

No obstante, esta condición general de infelicidad puede superarse con la filosófica aceptación de la realidad natural y con el reconocimiento del sentimiento de humanidad, que acerca al hombre moral a su semejante y lo eleva al vínculo superior de la amistad. «Hay verdadera amistad en el mundo y la encontrará el que la busque», escribe Cadalso a José Iglesias en una carta de 177521. Precisamente por la firmeza de este sentimiento, Cadalso piensa que puede llegar a proclamarse «panegirista del género humano»22.

Así es que el escepticismo de Cadalso en torno al hombre, se templa por ésta su fe en las posibilidades éticas del hombre mismo. De un modo realista, estima que es utopía «pretender que todos los hombres sean filósofos»23. Su aristocraticismo moral hace que considere «vulgo» «aquella gran porción del género humano que no piensa»24, mientras se ve reforzado en su empeño ético.

Lo que no puede soportar no es ya la absoluta ignorancia del vulgo, sino la vacuidad de los discursos de quienes no saben pensar bien. Por esto condena el optimismo incauto de quienes se creen felices sólo porque creen vivir en una época de presunto progreso, que, por lo demás, atribuyen a mejoras meramente exteriores. Por el contrario, para él la ausencia de valores morales puede llevar a los hombres de la Europa de su tiempo a un punto tal de decadencia, que puede preverse su derrumbe frente al desembarque hipotético de «algunas naciones guerreras y desconocidas en los extremos de Europa, mandadas por unos héroes»25, donde el concepto de héroe se relaciona con una condición de moralidad   —148→   esencial, no necesariamente ligada a una tradición cultural larga y refinada.

El hombre de Cadalso, en su empeño ético, quiere ser heroico, aunque sea consciente de la dificultad y casi imposibilidad de la empresa.

La sutil melancolía que transcurre por toda su obra, nace precisamente de esta convicción realista y es expresión de su profunda humanidad que le obliga a pensar, a escribir para quienes él considera hermanos.

Por lo que se refiere a la «crítica de la nación», la problemática es la misma, pero proyectada hacia horizontes más vastos; no ya la relación hombre-sociedad, sino el examen de la sociedad en que Cadalso está situado, es decir: la sociedad española en contraste con las de otras naciones.

No alberga Cadalso duda alguna sobre la decadencia de su patria que, según él opina, se había convertido en tiempos de Carlos II en el «esqueleto de un gigante»26. De esta forma se expresa: «desde el siglo XVI hemos perdido los españoles el terreno que algunas otras naciones han adelantado en varias ciencias y artes»27. Por lo tanto es preciso que España, en este campo, se esfuerce en alcanzar el nivel de quien se lleva «siglo y cerca de medio de delantera»28. Fácil la empresa no es, pero posible sí29. No obstante, otro es el verdadero problema para Cadalso: lo mismo que para el hombre, con respecto a las naciones, se inclina a dar importancia preeminente a los valores morales frente a los culturales. En este sentido, no cree que su siglo -a pesar de contar con méritos indudables y de poder jactarse de los progresos conseguidos bajo muchos aspectos de la convivencia civil-, pueda considerarse excelente, y en verdad no por los motivos que aduce la superficial legión de sus panegiristas «a la violeta».

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Prefiere mirar hacia atrás, convencido de que es vano el estudio de las naciones sin penetrar en su historia. Reconoce oportunamente, aun en su pesimista visión general de la realidad humana, que hay momentos que se separan de los otros, y esto porque una colectividad ha sabido manifestarse con base en esa fuerza interior que proviene de una carga moral.

El «filósofo» Cadalso no acepta de cierta historiografía europea de su tiempo, que él bien conoce, la tendencia a las abstracciones uniformantes, radicalmente racionalistas. Por lo contrario, reconoce la realidad de los procesos individualizantes que han llevado a la constitución de las naciones, entidades dotadas de elementos distintivos peculiares, fundamentalmente éticos, no metafísicos y de allí modificables, pero tan sólidamente constituidos como para ser lenta y difícilmente transformables30.

Así, en el examen crítico de su nación, por una parte es partícipe del concepto historiográfico madurado por el pensamiento ilustrado europeo que consideró al Renacimiento como el punto de arranque del proceso de retorno a la Razón, y fue buscando en él motivos para luchar contra la degeneración del siglo XVII y para seguir el camino hacia la realización de un nuevo orden; por la otra, esforzándose por penetrar en las características específicas de la realidad española, entrevé en el siglo XVI y más particularmente en la época de los Reyes Católicos, el momento de mayor desarrollo moral y, por lo tanto, civil e incluso político, de su España.

También los «novatores» de la primera parte del siglo, habían considerado el XVI español como ejemplo a imitar y continuar, según una línea nunca interrumpida del todo, ni siquiera en el transcurso del siglo XVII; pero sus preocupaciones fueron, prevalentemente, de tipo erudito-cultural y sus directivas ideológicas claramente católicas. Cadalso está más cerca de las posiciones que, dentro de pocos años, habrían de ser de Sempere y Guarinos31.

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Le interesa a él reconocer una superioridad esencialmente ética de aquella afortunada época para España, con el consiguiente relieve civil y político. La pérdida de estos valores generó la decadencia del siglo sucesivo, que Cadalso analiza con causas y consecuencias.

El hecho de saber leer en la propia historia es un acto de la inteligencia al tiempo que manifestación primaria de debido patriotismo, aunque difícil en un país que es la «patria menos patriota del mundo»32, si bien necesario para completar al hombre bajo el aspecto del «buen ciudadano»33. El verdadero filósofo adquirirá la dimensión de héroe, es decir será «hombre de bien» respecto a los deberes civiles y políticos; podrá aceptar para el bien común incluso ciertas creencias religiosas que el rigor de la razón rechaza34, podrá aceptar como positivo el culto a la «fama póstuma»35 e incluso podrá tolerar el lujo, moralmente condenado, si es útil al Estado36.

Este culto a la patria, estrechamente ligado al ideal del hombre de bien, tiene raíces más ilustradas (y fuertemente innovadoras) que no erasmistas y cervantinas (con tendencias prevalentemente renovadoras) como parece creer Abellán37, según el cual Cadalso quiere encontrar la solución al problema español en la «inserción de los valores europeos en la gran tradición española del siglo XVI»38. Ni siquiera puedo estar de acuerdo con Hughes que se apoya en Américo Castro para interpretar el interés y la referencia de Cadalso hacia el siglo XVI como «mesianismo regresivo»39. El recurrir de Cadalso a la edad de los Reyes Católicos no nos parece repetición del culto tradicionalista y conservador; se trata sólo de la aceptación de un momento, elegido por el influjo de razones históricas motivadas, como punto de partida para poder crecer con coherencia en el futuro y esto corresponde a algo típicamente ilustrado: la historia es un instrumento de formación de los hombres y se considera el pasado no por amor del mismo sino en función del presente y del porvenir. Primero,   —151→   pues, la reconquistada conciencia moral (el progreso debe ser esencialmente moral); el esfuerzo de renovarse después, teniendo en cuenta el «carácter nacional», que no es una realidad metafísica, sino un patrimonio histórico ineludible y precioso, vivo en la más grande realidad reconocida de las naciones, formadas por diversos hombres, hermanos entre sí40.

La necesidad del empeño innovador y la extrema dificultad de tal empresa, son dos premisas que Cadalso concibe a la par. Su adhesión a la realidad se le ha trocado, por parte de unos críticos, en una expresión de «angustiada vivencia» o peor, como signo de «inseguridad personal». El esfuerzo que hizo él por penetrar con su razón en el interior de los diversos elementos que a la misma razón se oponían, se ha interpretado erróneamente como contradicción del hombre.

Pero no se engañaron los contemporáneos de Cadalso, los amigos que le frecuentaron y que colaboraron con él en la generosa empresa de una renovación, luego frustrada por las circunstancias. Así Tomás de Iriarte, José Iglesias, y Meléndez Valdés, por mencionar sólo a los más íntimos.

Sempere y Guarinos, aún sin conocer sus obras más importantes, le elogió «el juicioso modo de pensar y el espíritu de humanidad y de patriotismo»41 y señaló al escritor de Cádiz como ejemplo de los progresos que la «razón y la filosofía» habían realizado en España42.

Por nuestra parte, tratando de ceñirnos a la realidad histórica, hemos intentado reconocer en los textos de Cadalso, la línea fundamental de su pensamiento, dominado y guiado por una superior exigencia moral, verdadero eje de su espíritu crítico, con el fin de restituirlo -libre de las muchas y desviantes interpretaciones acumuladas durante un largo e incierto camino de la crítica- a su unitaria coherencia.





 
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