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ArribaAbajo- XXXVIII -

Cofradía de la Sangre de Cristo22


Pedro III de Aragón, llamado el Grande, hijo de D. Jaime I, falleció en Tarragona en 11 de Noviembre de 1285: había sido casado con Constanza, hija de Manfredo, Rey de Nápoles y de Sicilia, de la que tuvo cuatro hijos, D. Alfonso III, el Piadoso, que le sucedió en la corona, D. Jaime y D. Fadrique, que reinaron sucesivamente en Sicilia, y el Infante D. Pedro; y dos hijas, Doña Isabel, que casó con D. Dionís, Rey de Portugal, a la que por sus virtudes colocó en el catálogo de los Santos el Papa Urbano VIII, y a Constanza, esposa de Roberto, Rey de Nápoles. Fue aquella señora ilustre en todas las virtudes, y digna madre de la Reina Santa Isabel: así es que en los dieziséis años que sobrevivió su esposo el Rey D. Pero, hizo varias fundaciones piadosas, tanto en Valencia como en Barcelona, donde residía habitualmente, siendo otra de ellas un hospital en la vega de esta ciudad23, partida de 1a Boatella, que dedicó a Santa Lucía, dejando su administración a los Capitulares de esta ciudad según consta de su testamento en Barcelona en 6 de Febrero de 1299; pero habiendo con su muerte decaído las rentas del hospicio, un caballero valenciano, el noble D. Pedro Conca, solicitó de los Jurados le concedieran su dirección y gobierno, con facultad de nombrar sucesor, obligándose a dotarlo y mejorar su local, que era muy reducido, si le transportaban la casa que al efecto habían comprado. Le fue admitida la propuesta, y en su consecuencia los Administradores lo cedieron la indicada casa, con su huerto contiguo, lindante con el de Domingo Albert, con dicho Hospital, titulado entonces de la Reina, y con dos calles públicas; y D. Pedro, por escritura ante Jaime Felomir en 16 de Abril de 1375, hizo donación al Hospital de treinta hanegadas de tierra huerta en la de esta ciudad, partida de Patrixet, y de 6000 sueldos en censos, con espresa condición de que toda su renta se emplease en mejorarle. Sólo dos años disfrutó al parecer de su generosa decisión, y en su testamento autorizado por Bertrán Ferret en 12 de Abril de 1377, nombró su sucesor a Fray D. Juan Conca, monge Gerónimo, sobrino suyo, y a Fray Juan Conca, Mercenario, su hermano: fundó un beneficio para la mejor asistencia de los pobres y cuidado de los niños espósitos, bajo la invocación de Santa Lucía, cuyo patronato dejó a sus parientes los Condes de Cocentaina; y éste y el fundado por Doña María, muger de D. Arnaldo Margarit, bajo la invocación de S. Bernardo, de que es patrono el Arzobispo, están anejos a la actual Cofradía de la Sangre.

El sitio de la primitiva fundación de este Hospital de la Reina Sofía Constanza lo fue, según se ha dicho, en el partido de la Boatella, junto al nuevo convento de S. Francisco, hoy cuartel, en un edificio situado entonces fuera de la ciudad, que había formado parte del palacio árabe de Zaen.

A la familia de los Concas sucedió en el patronato la de Vilaragut, y después la de Juan, en cuyo tiempo, a 17 de Abril de 1512, se erigió el Hospital General (como hemos referido), a que se agregaron todos los particulares, con facultad en los Administradores, o de venderlos en utilidad propia, o de reservarlos para recibir peregrinos, o como más les acomodase: en uso, pues, de esta cláusula, los de la Reina lo vendieron con el huerto anejo a Juan Boixó y su consorte, quienes lo trasformaron en una posada, que llamaron el Parador de la Sangre.

Escitada empero la piedad de los valencianos por el poemita que publicó sobre la Pasión nuestro célebre poeta Andrés Martí Pineda, notario de esta ciudad, convirtieron el Parador de la Sangre en una capilla y cofradía, que estaba ya antes establecida en la iglesia parroquial de S. Miguel. Bernat Juan Cetina, arquitecto, dirigió estas nuevas obras.




ArribaAbajo- XXXIX -

Colegio de los Niños huérfanos de San Vicente Ferrer24


El Rey D. Jaime I construyó en 1242 un hospital en el mismo sitio donde fue enterrado S. Vicente Mártir, con el objeto de albergar por tres días a los peregrinos, asistir los enfermos pobres, y recoger los niños huérfanos y espósitos. Durante la vida del fundador, se llenó exactamente el objeto de este instituto; pero ocurrido su fallecimiento en 27 de Julio de 1276, se fue olvidando su fundación. D. Jaime en su testamento otorgado en Mompeller a 26 de Agosto de 1272 legó a los frailes Bernardos de Poblet la villa de Alpera en Cataluña; pero no les fue entregada hasta el reinado de Alfonso III, quien lo verificó con la condición de poderla recobrar siempre que se les diese cosa equivalente: en uso de esta reserva, en el año siguiente 1287 la recuperó, dándoles en recompensa el referido templo, hospital y casa, con todas sus rentas y pertenencias; pero con la obligación de conservar la hospitalidad, y de emplear en ella y en el culto divino aquellas rentas, conforme a la voluntad del fundador. Los frailes aceptaron estas condiciones, pero no las cumplieron jamás; por lo que el Rey D. Jaime II en 1301, y D. Pedro IV en 1379, nombraron el primero un ministro real, y el segundo dos visitadores, que tomasen conocimiento, y entendiesen el hacerles cumplir lo convenido con el Rey D. Alfonso; pero todo fue inútil, y los frailes continuaron en la propiedad, sin cumplir lo pactado.

Por este tiempo poseían los solitarios que moraban en varias ermitas estramuros de esta misma zona de la ciudad, una casa que les había sido donada para hospital suyo propio, recogiéndose en él también los niños huérfanos y espósitos, como antes en el de San Vicente; pero estinguidos los ermitaños por haberse trasladado unos al monasterio de S. Agustín (ahora presidio), en frente de dicho hospicio, y otros a la nueva Orden de S. Gerónimo, quedó cerrado por algún tiempo, hasta que se concedió a la cofradía llamada de los Beguines25, que seguían a S. Vicente Ferrer en sus predicaciones. En este estado, y hallándose este Santo predicando en Benisa, Teulada y otros pueblos de la marina, recibió una carta de D. Hugo Bagés, Obispo de Valencia, en la que le pedía encarecidamente regresara a su patria, para consultarle asuntos muy graves, y sobre todo porque su presencia podía arreglar la discordia promovida entre Murviedro y Valencia, por no haber querido aquella villa ser visitada por D. Arnaldo Guillem de Bellera, Gobernador de la ciudad y reino y amenazando con esto temibles desórdenes. El Santo, con su acostumbrado celo y prudencia, lo concilió todo; y advirtiendo, durante su permanencia, el desamparo de muchos niños huérfanos pobres que vagaban perdidos, pensó recogerlos en dicha casa de los Beguines; y así lo verificó, poniéndolos al cuidado de aquellos buenos hombres y de algunas piadosas señoras, para que les enseñasen la doctrina cristiana, y labores propias de su sexo: les dio constituciones, y dispuso que tanto niños como niñas vistiesen saya blanca y beca o manto negro, como lo usaba él mismo. Huerto el Santo, continuaron administrando la casa los Beguines, llamándose Cofrades de los niños huérfanos de S. Vicente por espacio de más de un siglo; pero estinguido este instituto por falta de individuos en el año 1540, se encargaron de ella algunos caballeros y ciudadanos, la pusieron al cuidado de un beneficiado de S. Bartolomé, llamado Mosén Palanque, la dieron nuevas constituciones, que aprobó en 1547 el Virey D. Fernando de Aragón, Duque de Calabria; y queriendo la ciudad, que en todas estas obras tomaba una grande parte, cooperar a tan laudable objeto, tomó el patronato, colocando su escudo de armas sobre la puerta de dicha casa. Las discusiones ocurridas entre los mismos cofrades, hicieron sin embargo decaer el Colegio, y produgeron quejas que, elevadas a Felipe II, comisionó en 14 de Marzo de 1593 al Patriarca Don Juan de Ribera, para que le diese nueva forma de administración bajo el patronato real: así lo practicó el Arzobispo, y los niños continuaron en la casa hasta el año 1621, en que verificada la espulsión de los moriscos por Felipe III en 1609, y quedado sin destino el Colegio que había fundado el Emperador Carlos V en 1550, para que fuesen educados en él los hijos de los moriscos convertidos, Felipe IV lo concedió a los niños y niñas de S. Vicente Ferrer, teniendo lugar la traslación al Colegio Imperial en el mismo año, siendo Virey D. Antonio Pimentel, Marqués de Tabara, y Arzobispo D. Fray Isidoro de Aliaga.

En esta y otras instituciones se hallan sus juntas o administraciones representadas por las tres Brazos, con arreglo a fuero.




ArribaAbajo- XL -

Hospital de Pobres Sacerdotes


Todas las clases laboriosas de Valencia tenían hospicios, que les recogían en sus dolencias; no debía, pues, faltar un asilo a los sacerdotes que se encontraban sin abrigo en sus necesidades: y con este objeto pensaron los eclesiásticos erigir una cofradía, que se ocupase en asistir en sus mismas casas y posadas a los sacerdotes dolientes y menesterosos, hasta que fuera posible fundar decididamente un hospicio. Obtenido el permiso de D. Hugo de Fenollet, Obispo de esta ciudad, y del Cabildo, fundaron la cofradía en el presbiterio de la misma iglesia Metropolitana en 30 de Abril de 1356, titulándola Cofradía de la Beatísima Virgen María, y también de la Seo, por el local de su fundación. Esta concesión fue sólo por tiempo de dos años; pero D. Vidal de Blanes, sucesor de D. Hugo, la perpetuó en 1362, e hizo donación de una campana de las de la torre vieja de la iglesia mayor, para llamarse a sus juntas o Capítulos. Adquirió tal incremento en pocos años, que el Rey D. Pedro IV y su hijo D. Juan, Lugar-Teniente General de este reino, hubieron de conceder privilegios en 10 de Junio de 1371 y 20 de Enero de 1378, para que entrasen cofrades personas seculares de ambos sexos, hasta el número de 500, verificándolo muchas personas de las casas reales de Aragón, Navarra, Portugal y otras, con la mayor parte de la grandeza de estos reinos; y con ello fueron tan cuantiosas las limosnas, que no sólo pudo atender a su primitivo instituto, sino que se compraron también dos casas grandes y otras pequeñas, que sirvieron para la construcción del actual hospital, bajo la dirección de Guillem de Castellnou, y se destinó una parte de sus rentas a la dotación de doncellas huérfanas y redención de cautivos.

La iglesia contiene pinturas de Gaspar de la Huerta, de Luis Richart, de D. José Camaron y de Gerónimo Jacinto de Espinosa. Nada hay comparable con la riqueza de adornos que cubren a la Virgen en su Asunción; siendo incalculable el valor de su espléndido almohadón, cuyos primeros adornos se deben al Patriarca D. Juan de Ribera, y que después han aumentado otras personas con abundancia de piedras de gran valor y trabajo.

Los cuartos destinados para los enfermos son cómodos, espaciosos, alegres, y si se quiere lujosamente caritativos, con vistas a unos jardines, y con espacioso claustro para paseo interior. En el claustro superior se halla una pintura de la Virgen, original de Aníbal Caraci.

También este hospicio conserva el carácter foral de su fundación: un eclesiástico, un caballero y un ciudadano honrado forman la parte principal de su administración.




ArribaAbajo- XLI -

Abolición de los Fueros


La política de la Francia desde el reinado de Francisco I, tuvo por constante objeto la destrucción del inmenso poder que había adquirido la casa de Austria en la persona de Maximiliano I, y poder que había aumentado Carlos I, su nieto, con la herencia de Castilla y Aragón. Las guerras sangrientas de Italia a principios del siglo XVI entre España y Francia; el apego decidido prestado por esta potencia a los rebeldes de los Países-Bajos; la guerra de los treinta años de Alemania, obra del Cardenal de Richelieu; las campañas de Carlos XII de Suecia, juguete del mismo Cardenal, y la sublevación de Nápoles y de Portugal, no fueron otra cosa que el resultado de los esfuerzos hechos por Carlos IX, Luis XIII y Luis XIV de Francia, para aniquilar la preponderancia austriaca en Europa. Francisco I, Rey cristianísimo, se aliaba con el Sultán para dir un golpe al poder del Austria; y durante dos siglos fue la España la eterna pesadilla de los herederos de San Luis. Faltaba convertirla de rival en satélite, y al fin lo consiguió. Los últimos planes de Luis XIV pusieron cima a la obra de dos siglos: la lucha empezada caballerescamente por dos Reyes soldados, acabó por un viejo sagaz y un Rey débil, sin más armas que las intrigas de hábiles cortesanas. Era preciso que Madama de Maintenon dictara desde su gabinete los medios de llevar hasta el trono de Pelayo los vicios de la corte de Versalles. Era preciso que un Embajador francés, Mr. Amelot, Marqués de Gournay, trabajase el primer sudario para enterrar nuestra libertad foral.

Valencia conservaba su sagrada independencia en aquellos momentos supremos en que Carlos II bajaba al sepulcro, contemplado irónicamente por los espías y agentes de la corte de Francia. Lo que pasó junto a aquel lecho de muerte, es uno de aquellos arcanos que hacen bien en oscurecer: hay verdades ocultas que, si se pusieran de manifiesto, sublevarían el mundo. La corona de Carlos fue escamoteada, y vino a parar a los pies del viejo Luis XIV, que al verla pudo ya reclinarse en su ataúd, diciendo a la Francia: »No me queda más que hacer."

En 1705 principió en el reino de Valencia la guerra llamada de sucesión. La escuadra inglesa desembarcó en Altea algunas tropas del egército del pretendiente Archiduque de Austria. La España estaba destruida ya; el gobierno de Felipe V, presidido por un estrangero, atendía a sus propios intereses. ¡La corte se divertía! Valencia no tenía fuertes, ni tropas ni recursos: las guerras del siglo XVI; la espulsión de los moriscos; las emigraciones a la América, y la Paz indolente del siglo XVII, habían dejado en nuestro país las huellas de la miseria y del abandono. ¡Sólo quedaba en pie su libertad foral! Valencia sin embargo pidió al gobierno en aquellas circunstancias prontos socorros para hacer frente a los austríacos, que desde Altea marchaban sobre Denia. El Virey Marqués de Villagarcía pasó de los salones de palacio al mando militar de este reino: valía poco un cortesano para luchar con las circunstancias. A su apatía respondieron la Diputación y el Cabildo eclesiástico y secular, solicitando por estraordinario eficaces ausilios contra el pretendiente por medio de una respetuosa esposición, fechada en 21 de Agosto de 1707: el gobierno contestó en 28, que mandaba en su socorro 1800 caballos. Entre tanto cayó Denia en poder de los ingleses: su Gobernador militar había huido vergonzosamente, y le sustituyó en nombre del Archiduque D. Juan Bautista Baset. La capital hizo entonces un esfuerzo, y mandó al Conde de Cervellón con algunos tercios para hacer frente a Baset, obligándole a encerrarse en Denia. Esperábase con impaciencia la llegada de los 1800 caballos para apoyar a Cervellón en la reconquista de Denia, que parecía ya inevitable, por el apoyo que prestó el Duque de Gandía; y los caballos llegaron: pero al punto salieron para Cataluña. Valencia, burlada en sus esperanzas, representó de nuevo; para acallarla quedaron sólo dos escuadrones al mando del Mariscal de Campo D. Luis de Zúñiga. El gobierno no envió ya más socorros.

El enemigo se aprovechó de esta circunstancia, y parte de sus fuerzas, destacadas de Cataluña, se apoderó de Tortosa, amagando a Peñíscola. Alarmada Valencia pidió nuevos recursos, acompañando la esposición un donativo de mil duros para las atenciones de la guerra, y ofreciendo por tercera vez que corría de su cuenta la manutención de las tropas militares. El gobierno cobró los mil duros; envió al regimiento del Marqués de Pozo-blanco, y el reino pagó religiosamente a la tropa.

Vinaroz cayó también en poder de los austríacos, Valencia elevó nuevas súplicas; puso en campaña a sus espensas algunas fuerzas de paisanos armados; pero en tan críticos momentos se recibió una real orden, que negaba los ausilios ofrecidos, y mandaba pasar a Aragón las tropas existentes en Valencia, reprendiendo la lentitud que se observaba en su marcha. El pueblo entonces armado por su cuenta, y la nobleza por la suya también, se encaminaron hacia Vinaroz y Denia para contener al enemigo; mientras pagaban al Rey las contribuciones estraordinarias que, contra fuero, exigía a nuestro país. No contento con esto, levantó el reino un cuerpo de caballería con destino a Cataluña, y un tercio de 600 infantes, que pasó a Cádiz, constituyendo a estos gastos el Arzobispo, el Cabildo y las comunidades religiosas. El príncipe tío Sterclaes, encargado por el gobierno de Felipe de proteger las fronteras de nuestro reino, esquivaba encontrar al enemigo, y oponía obstáculos a los esfuerzos mismos de la capital, representada en una gran junta improvisada, compuesta de seis caballeros, cuatro abogados, dos escribanos, dos comerciantes, setecientos sesenta y seis menestrales. Esta junta envió comisionados, a la corte quejándose de Sterclaes, y el gobierno no los recibió. En tan apurados momentos, el regimiento de caballería que mandaba D. Rafael Nebot, se pasó a los austríacos, llevándose prisioneros a D. Luis de Zúñiga y a D. Pedro Corbí, gefe de las guerrillas de paisanos.

Apremiaban las circunstancias: Oliva y Gandía se hallaban ya ocupadas por Baset; el Virey Marqués de Villagarcía disputaba a la junta todos sus planes; y en tanto conflicto vino a reemplazarle en Valencia el Duque de Cansano. El mismo día de la llegada del Duque, entraba el activo Baset por sorpresa en Alcira, y el 15 de Diciembre acampaba delante de la capital.

Los ciudadanos en masa se presentaron al Duque pidiendo armas; y los oficios, llevando al frente sus estandartes, ocuparon armados la muralla, esperando sólo a los oficiales que debían mandarles. El Marqués de Villagarcía rehusó continuar en el mando que lo ofrecía Cansano: uno y otro gefe dejaron entonces a la ciudad el cuidado de su defensa. Los nobles y el pueblo rogaron al Duque se encargara del mando, y el Duque se negó. En aquella crisis algunos emisarios de Baset prendieron fuego en las Torres de Serranos; y los presos, libres por este incidente, se derramaron por la capital, pidiendo a gritos la rendición. Fue espantosa entonces la confusión: las autoridades superiores callaban; el pueblo corría indeciso; Baset, hijo de Valencia, tenía dentro parientes, amigos y efectos; y los presos gritaban y amenazaban, seguidos de gente perdida que Baset había introducido antes de bloquear la ciudad. La capitulación se hizo inevitable; y la ciudad la aceptó, dando al pretendiente el título solo de Archiduque, según consta de la escritura que recibió el 16 de Diciembre Juan Simiam, Síndico del Cabildo. La alta nobleza, el Arzobispo y varios individuos del clero abandonaron la ciudad.

Los egércitos entre tanto continuaban sus operaciones en lo restante del reino. El Archiduque ocupó el palacio arzobispal en los primeros días de Octubre de 1706, y juró en 10 del mismo mes los Fueros del reino, permaneciendo después cinco meses en la capital, hasta el 7 de Marzo. En 25 de Abril de 1707 perdió la batalla de Almansa: el Duque de Orleans recobró a Valencia en compañía del Duque de Berwick, y destacó al caballero Asfeld, nombrado Capitán General de Valencia, para reducir a Játiva.

El egército sitiador estrechó la ciudad, y la tomó por asalto; pero hubo de disputar su conquista calle por calle, y casa por casa. Vencedores los franceses robaron los templos, saquearon las casas, y cometieron los más brutales escesos. Dueño el bárbaro Asfeld del castillo, publicó un bando que deshonrará su memoria para siempre, dejando un borrón en la historia de su amo Felipe de Anjou. Hacía saber por su horrible documento, que por orden superior se iba a arrasar la ciudad; para lo cual mandó sacar de las iglesias las reliquias, las imágenes, los vasos sagrados y demás alhajas, trasladando a Carcajente las monjas de Santa Clara y Santo Domingo, en número de ciento. Apenas llegó a Valencia la noticia de este bando, propio de un Atila, levantaron su voz los valencianos en favor de la antigua Setabis, de la patria de Alejandro VI y de Ribera. La esposición fue inútil: Asfeld, como Nerón, contempló el incendio de la antigua ciudad, como éste al murmullo de un cántico; aquél al sonido del oro que había robado durante su permanencia en España. ¡Veían sus llamas los guerreros que habían escuchado en la corte del GRAN REY la voz del elocuente Bossuet! En premio de este servicio y otros, Asfeld fue agraciado con un título de Castilla. ¡Felipe el Animoso comenzaba su reinado destruyendo gran población! Esta venganza no le hubiera ocurrido jamás a Felipe II: ¡la primera voz de la civilización de Francia se trasmitió a Valencia a través de un incendio!

Faltaba, empero, ampliar esta venganza: precedía a ella una real orden, en que concedía una amnistía amplia a los que hubieran tomado parte por el Archiduque. Esto hizo concebir alguna esperanza de que se conservarían los Fueros; y obligó a acallar los dos bandos, que con los nombres de Mauleros y Botifleros, sostenían a ambos pretendientes a la corona. Comenzó la era de la centralización; Luis XI dio principio en Francia al absolutismo real, que completó Luis XIV; Felipe de Anjou completó en España la obra que sólo para Castilla había comenzado Carlos I. Este primer Rey austríaco mató la libertad castellana; Felipe, primer Rey Borbón, mató la de Valencia. No olvidaremos el célebre decreto espedido en el Buen Retiro a 29 de junio de 1707. En él se declaraba rebeldes a los reinos de Aragón y de Valencia a su legítimo Rey y señor, y declarándose en absoluto dominio, que poseía además por el justo derecho de conquista, y porque uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación de las leyes, tuvo a bien abolir y derogar todos los fueros, privilegios, prácticas y costumbres observados hasta allí en los reinos de Aragón y Valencia. Concluye el decreto ponderando la lealtad de sus fidelísimos castellanos. Componían el Consejo de Ministros D. Francisco Ronquillo, los Duques de Veragua, San Juan, Medinasidonia y Montellano, y el Conde de Frigiliana: todos aprobaron esta abolición, escepto los tres últimos, que opinaron por su desaparición lenta, por medio de reformas. Los términos en que está concebido este famoso decreto revelan su origen: era golpe de Estado, como los entendía el Real Consejero de Felipe de Anjou, el viejo Luis XIV. Tres días después aseguraba el Rey en otro decreto, que »muchos pueblos y ciudades, villas y lugares de este reino, y demás comunes y particulares, así eclesiásticos como seculares, y en todos los demás de los nobles, caballeros, infanzones, hidalgos y ciudadanos honrados, habían sido muy finos y leales, padeciendo la pérdida de sus haciendas y otras persecuciones y trabajos por su constante y acreditada FIDELIDAD," y »que en ningún caso se entendiese con razón que fuese su real ánimo notar, ni castigar como delincuentes a los que conocía por LEALES, declarando que la mayor parte de la nobleza y otros buenos vasallos del estado general, y muchos pueblos enteros, habían conservado pura e indemne su fidelidad, rindiéndose sólo a la fuerza incontrastable de las armas enemigas, los que no habían podido defenderse." Así se contradecía el mismo Rey; pero el golpe estaba dado.

Valencia recibió atónita la noticia de la pérdida de su veneranda libertad. Sus corporaciones, sorprendidas al principio, se recobraron después, y acudieron todos, sin distinción de clases, a parar aquel golpe terrible. Imploraron la clemencia del Rey y de la Reina; se postraron delante del omnipotente Mr. Amelot, y llegaron hasta, el estremo de rogar la protección de Luis XIV, a quien el Señor Borrull llama déspota de ambas monarquías. Apelaron a la influencia de los Duques de Orleans y de Berwick. Todo fue inútil: Mr. Amelot quiso imponer silencio por medio del terror, mandando conducir y encerrar en el castillo de Pamplona al Jurado Luis Blanquer y a D. José Ortiz, que redactó la esposición principal. Mr. Amelot dejó numerosos imitadores; y destinó al seyde Asfeld para Comandante General del reino. El mismo Marqués de S. Felipe, tan partidario del Borbón, asegura que Asfeld y sus gentes »cometieron tantas tiranías, robos, estorsiones e injusticias, que pudiéramos, añade, formar un libro entero de las vejaciones que Valencia padeció, sin tener noticia alguna de ellas el Rey, porque a los vencidos ni se les permitía ni el alivio de la queja" Todo esto fue preciso para que un Ministro estrangero acabase con la libertad de los Fueros valencianos. ¡Conteste la historia de Castilla, si el gobierno de Amelot les fue tan paternal como merecía su fidelísima lealtad!

Publicado el ominoso decreto de 29 de Junio, y abolidos los Fueros, dice el Canónigo Ortiz, llegó a tal punto la opresión del pueblo, la humillación de la nobleza y la miseria pública, que faltó muy poco para que se cerrasen los templos, por el desprecio con que se miraba el culto y clero. ¡En tanta aflicción el pueblo acudía a la iglesia, para rogar a Dios por los triunfos del Rey! A la abolición de los Fueros siguió el impuesto de una gran contribución, que se cobró hasta 1715, con el nombre de cuarteles de invierno, y después con el de equivalente de rentas provinciales. Con esto se improvisaron fortunas colosales: el reino se convirtió en menos de un año en patrimonio destinado para unos pocos.

Felipe vino a Valencia en 1709: Valencia le recibió con entusiasmo: esto equivalía a una súplica. El Rey se divirtió, y marchó a Zaragoza. Era un país de conquista: llegó su hora, y sucumbió. A no haber venido Carlos III, Valencia hubiera sido un villorio. Si algo vale, lo debe al genio de sus hijos: le han arrebatado su libertad; pero no han podido matar su naturaleza, ni oscurecer su cielo, ni cambiar su clima. Esto no se puede centralizar. ¡Valencia quiere marchar; pero ponen obstáculos a sus pies; y marchará, pero luchando; y será un gran pueblo, pero venciendo; y será feliz, pero a espensas de sus propios hijos! ¿Será más libre? ¿recobrará siquiera una sombra de su antigua libertad? Aislada creo que no; pero Dios tiene reservado el destino de los pueblos; lo que ha de ser, pues, Valencia con el tiempo, lo sabe Dios.

El historiador cuenta; el filósofo medita; el patricio espera: yo no puedo hacer más.




ArribaAbajo- XLII -

Universidad literaria26


Arrojados los moros de la ciudad del Cid por el brazo invencible de D. Jaime I de Aragón en 1238, abriéronse desde luego varias escuelas donde se enseñaban las ciencias; porque atento aquel Monarca al mayor lustre y esplendor de su nueva conquista, y bien persuadido de que estos fines sólo podrían alcanzarse fomentando con mano poderosa todos los ramos del saber humano, hizo muy luego un fuero sobre la libertad de enseñanza, y proponiéndose erigir una escuela pública, solicitó de la Santidad de Inocencio IV un rescripto apostólico para que todos los eclesiásticos empleados en el nuevo estudio que pensaba establecer, pudiesen lucrar las rentas y emolumentos de sus beneficios; gracia que efectivamente concedió aquel Pontífice en rescripto espedido en León de Francia en el año tercero de su pontificado. Pero sin embargo la turbación de los tiempos, el espíritu de supremacía que a ambos Cabildos dominaba, y la competencia que se suscitó entre el Obispo y el Magistrado, y los obstáculos de todo género que mezquinos intereses oponían, retardaron casi tres siglos el mejorado establecimiento.

Entre tanto, a beneficio del fuero otorgado por el Rey conquistador, enseñábanse las ciencias por diferentes maestros en varios puntos de la población, siendo uno de los primeros de quienes se conserva memoria el valenciano S. Pedro Pascual, que después de haber cursado y graduado de doctor en la Universidad de París, se restituyó a Valencia, donde enseñó públicamente por espacio de dos años. Mas estos estudios separados, la rivalidad que naturalmente debía suscitarse entre profesores no unidos por ningún vínculo de institución, y tal vez contrarios en doctrinas, eran muy poco a propósito para el adelantamiento de las ciencias; y por eso los sabios de aquel tiempo que no podían desconocer estos inconvenientes, trabajaron con celo infatigable por lograr la reunión de todas las escuelas en un cuerpo de universidad; pensamiento que al fin se vio realizado por el ilustre valenciano S. Vicente Ferrer, el cual, poseído de las mismas ideas, y utilizando la poderosa influencia que su saber y sus virtudes le daban sobre sus paisanos, allanó todas las dificultades, concilió todos los pareceres, e hizo prevalecer la idea de erigir una Universidad, donde todas las ciencias se enseñaran, como así se verificó en el año 1410. Erigida esta Universidad, se la proveyó de todo lo necesario para su sostén y adelantamiento, y en 1411 se crearon y dotaron doce cátedras, prohibiéndose toda enseñanza fuera de ella, y redactándose varias constituciones para su buen gobierno y administración. Deseoso el Magistrado de cooperar a los esfuerzos con el Cabildo eclesiástico, engrandecía el nuevo Establecimiento: a más de satisfacer la dotación de las cátedras, procuró fomentar los estudios por todos los medios posibles, y al efecto en 1420 obtuvo del Rey D. Alonso III de Aragón un privilegio de nobleza para todos los valencianos que se graduasen en leyes.

Mas con tantos y tan costosos sacrificios, aun no podía llegar a su complemento esta reciente Academia, porque no teniendo la facultad de conferir grados, faltaba un grande estímulo a la juventud, y un escalón muy principal para que llegasen a su perfección las ciencias y artes. Habíanse ya estendido en aquel tiempo las reservas pontificias hasta los grados de Doctor; oficio que en lo primitivo daban los Obispos cuando se contaba entre los órdenes y grados de la gerarquía eclesiástica, y que se reservó después el Papa, el cual daba esclusivamente la facultad de conferirlo donde no se hallaban Universidades erigidas o confirmadas por la Silla Apostólica. Después, aquellos verdaderos padres de la patria de que las luces de sus hijos reconcentrados en la capital, atrajesen las de las otras Academias, enriquecidas a costa de los literatos valencianos, vieron realizados sus nobles proyectos a fines del siglo XV, época la más oportuna para que nada estorbase los progresos del siglo de oro de nuestra nación.

Era a la sazón Sumo Pontífice el valenciano Alejandro VI, que de Obispo de Valencia había sido elevado a la silla de S. Pedro: enviaron, pues, a Micer Juan Vera, Canónigo de esta Catedral, para que obtuviese de Su Santidad la gracia de que en esta Academia se pudiesen conferir todos los grados como en la de Roma. Accedió el Pontífice a tan loable solicitud, y en 20 de Enero de 1500 espidió dos bulas, instituyendo en la primera y erigiendo esta Universidad con los goces y privilegios a otras concedidos, pudiéndose enseñar todas las ciencias, y quedando autorizados los graduados en la misma para enseñarlas donde quiera. Confirmó después esta bula el Rey D. Fernando el Católico, reconociendo la creación de esta Universidad, y concediéndola los más amplios privilegios. En la segunda, preveyendo el Pontífice las contradicciones a que se hallan espuestas las gracias hechas a los nuevos establecimientos, nombra al Arcediano mayor», Deán y Chantre de esta santa iglesia, como jueces conservadores de los derechos, prerogativas y privilegios con que enriqueciera esta Universidad.

A tan grandes y honrosas concesiones siguieron otras de no menor valía. Pío IV, en su bula espedida en 4 de Julio de 1564, dio comisión a D. Francisco Roca, Arcediano de Alcira, y a D. Miguel Vich, Canónigo de esta iglesia, para que de la mensa episcopal nuevamente erigida en la ciudad de Orihuela, se agregasen a esta Universidad las rentas que se tuviesen por convenientes: gracia que confirmó el Señor Felipe II y amplió Felipe III. Sixto V erigió las cátedras llamadas Preposituras o Pavordías, cuyo origen fue el siguiente: Fr. Andrés de Albalat, tercer Obispo de esta iglesia después de la conquista, estableció en ella por el año 1259 doce Prepósitos o Ecónomos, a cuyo cargo estaba recoger y administrar las rentas de la iglesia, repartiéndose esta carga por los meses del año, de los cuales tomaron el nombre, con que respectivamente se distinguían. Con el transcurso del tiempo crecieron estas Preposituras en rentas y autoridad, lo cual causaba graves disturbios en el Cabildo; mas el citado Sixto V, a solicitud del dignísimo Arzobispo Santo Tomás de Villanueva, suprimió en 1585 todas las Preposituras, aplicando sus rentas a la mensa capitular, a excepción de la que llamaban del mes de Febrero, cuyos frutos se aplicaron a dieziocho Cátedras de la Universidad, que después fueron reducidas a diez por Inocencio X y han conservado el nombre de Preposituras o Pavordías27, siendo verdaderas dignidades eclesiásticas, y gozando sus poseedores de la vestidura de los Canónigos, y asiento inmediato a ellos. De esta manera han contribuido en otros tiempos las rentas de la iglesia al desarrollo de las ciencias y progresos de la ilustración.

Desde la fundación de esta Universidad se trató de designar sugetos a cuyo cargo se sometiera la formación de las leyes y estatutos que habían de regirla. para cuyo fin Alejandro VI, en la misma bula de erección, nombró una junta compuesta del Obispo, del Rector, de los Jurados, y de algunos Canónigos, la cual tuvo el nombre de Claustro mayor, y gobernó esta escuela hasta el año 1585, en que Sixto V aumentó el número de sus vocales, dando representación en ella a cuantos tenían voto en la erección y provisión de las Cátedras, siendo confirmadas sus facultades por los Reyes Católicos y por Felipe IV. El gobierno inmediato, en cuanto a la dirección de los estudios, cumplimiento de los Profesores y observancia de las leyes, estaba a cargo del Rector, y el nombramiento de éste pertenecía al Ayuntamiento, como Patrono de la escuela. En el principio ocuparon el rectorado diferentes Catedráticos; unas en consideración a los inconvenientes que de ello resultaban, y graves perjuicios que a la misma enseñanza se seguían, acudió el Consejo a Sixto V, quien en su bula sobre fundación de Pavordías, ordenó que en la sucesivo el nombramiento de Rector recayese en algún Canónigo o Dignidad de esta santa iglesia, debiendo durar este cargo un solo trienio, y quedando escluidos los Pavordes y Catedráticos.

Para la recta administración de las rentas de la escuela se creó una junta titulada de Electos, que después tomó el nombre de Hacienda, compuesta del Rector y tres Catedráticos, con el Síndico y Depositario. Su nombramiento pertenecía al Claustro de Catedráticos, y se verificada luego que tomaba posesión el nuevo Rector.

La facultad de medicina tenía una junta particular, compuesta del Rector y nueve Electos, todos graduados en la misma facultad, la cual se reunía todos los años bajo la presidencia del Rector, y se discutían todos los negocios concernientes al arte de curar, promoviendo sus adelantos, y corrigiendo los abusos que los pudieran entorpecer. Estaba asimismo facultada para aprobar o reprobar los medicamentos nuevamente descubiertos, y entender en cuanto a dicha facultad pertenecía.

Los rápidos progresos que hicieron las ciencias en esta escuela desde su primitiva institución, y el gusto que se dispertó por todo linage de literatura, fueron sin duda la causa de que con tanto afán y presteza se acogiese en esta capital el nobilísimo arte de la imprenta, que desde Maguncia comenzaba a estenderse por Europa, siendo Valencia la primera ciudad de España donde se ensayó este último invento, publicando en 1474 un libro impreso en lemosín, titulado: Obres o troves en llaor de la Verge María, y en lo restante de aquel siglo se imprimieron tantas obras, y con tal esmero, que no se pueden ver sin admiración.

La nombradía que ya en aquel tiempo se había adquirido esta escuela, hizo que fuesen buscados sus hijos y profesores para ilustrar con sus profundos conocimientos otras Universidades, nacionales como estrangeras. En la célebre de la Sapiencia de Roma enseñaron con aplauso general Francisco Escobar y Vicente Blas García, ambos elocuentes oradores; en la de París Juan Gelida y Fr. Gerónimo Arcis, profesores de filosofía; en la de Burdeos el mismo Gelida, que tan bellos laureles había cogido en París; en la de Lovayna Juan Luis Vives, orador y filósofo eminente; en la de Ancona Gerónimo Muñoz, escelente matemático y erudito filólogo; en la de Mompeller Andrés Egea, insigne jurisconsulto; y en la de Nápoles Miguel Vilar, médico habilísimo. El Rey D. Juan III de Portugal hizo pasar a su famosa Universidad de Coimbra al Canónigo Pedro Juan Monzón, para la enseñanza de filosofía, y al Maestro Fr. Jordán para la lengua griega. En la Universidad de Salamanca fue Catedrático de Anatomía el Doctor Medina, y de Jurisprudencia Antonio Juan de Centelles: en la de Alcalá se confió la Cátedra de Oratoria a los Doctores Gutiérrez y Salat, y la de Jurisprudencia canónica a Gregorio López Madera: en la de Zaragoza enseñaron el V Fr. Juan Bautista Lanuza Teología, y Lorenzo Palmireno y Pedro Juan Muñez las Bellas Letras: en la de Barcelona fueron Catedráticos el ingenioso poeta Andrés Rey Artieda de Astronomía, y de Retórica los dos célebres oradores Francisco Escobar y Pedro Juan Núñez. Todos estos y otros muchos que citarse pudieran, fueron profesores o hijos de esta escuela, los cuales, derramando dentro y fuera de España las luces de que rebosaban, dieron lustre y gloria a la madre que en su seno los cobijara.

Muchos han sido los estatutos o reglamentos que han regido a esta escuela desde su fundación, los cuales señalaremos por su orden cronológico. Cuando en 1411 se acordó la reunión de todos los estudios que vagaban por la capital, y se erigió una sola escuela en la casa que era del noble Mosén Pedro Villarragut, se formaron los estatutos que debían regirla, así en la doctrina, como en el número de Cátedras, dotación de Profesores y demás correspondiente al gobierno del nuevo Establecimiento literario. Están escritos en latín con un lenguaje regular y más correcto que el de los siglos anteriores. En ellos se señalan las materias que habían de enseñarse, el tiempo que habían de durar las lecciones, y se proponen algunos autores para texto. Ellos, en fin, sirvieron de base para las constituciones que en lo sucesivo se formaron, y son una muestra de las ideas literarias de aquel tiempo.

En 1499 se formaron nuevos estatutos y capítulos escritos en lemosín, y mucho más apreciables que los anteriores, porque especifican todas las ciencias y artes que se habían de enseñar, el número de Catedráticos y su dotación, el nombre de los que entonces fueron escogidos, las horas de estudio, los libros, actos, penas, oficios y otras costumbres pertenecientes a la literatura y política de aquel siglo. Dichas constituciones se perfeccionaron en las que se establecieron en 1611, escritas también en lemosín; en las cuales, si no un plan de estudios perfecto en todas sus partes, hállanse ya unas disposiciones que manifiestan la ilustración y celo de los que las promulgaron, quienes procuraron a la vez fomentar el estudio y moralizar la juventud. Para conseguir el primer objeto, dan a la enseñanza mayor ampliación de la que anteriormente tenía, y para lograr el segundo, imponen castigos proporcionados, ya para las faltas de respeto y sumisión, ya para las de asistencia en los días lectivos. Más adelante, en los años 1651 y 1674 todavía fueron modificados estos estatutos, más por el conocimiento y convicción de las necesidades de la época, que por el deseo de innovaciones.

En 1733 se publicaron nuevas constituciones, que rigieron hasta 1787: al formarlas el Claustro mayor, parece que se propuso por objeto conservar los antiguos usos y costumbres en cuanto dado le fuere; mas viendo que en el transcurso del tiempo hacía necesarias algunas variaciones, con especialidad en cuanto a las materias y método de enseñanza, las hizo sin perder de vista los adelantos del siglo.

En 1787 el célebre Rector de esta Universidad Don Vicente Blasco, formó un nuevo plan de estudios para el régimen de la misma, presentándolo a S. M., y obteniendo su real aprobación. En él se establece una enseñanza más metódica; se designan las materias de cada asignatura, y la estensión que debe darlas el Profesor, y se señalan los libros de texto. Para llevar el profesorado a su debida perfección se establecen los egercicios a que deben sujetarse los aspirantes, ejercicios que eran de tal estensión, y abarcaban tantas materias, que los que obtenían la aprobación, con justicia podían mirarse como eminentes en la carrera literaria.

Era ya llegada la época en que debía uniformarse la enseñanza en todas las Universidades de España y para satisfacer a esta necesidad, en 1807 se publicó y mandó observar en todas las escuelas del reino el plan de estudios que regía la de Salamanca, con algunas modificaciones. Mas esta disposición general en cuanto a la uniformidad de la enseñanza, sufría diferentes vicisitudes, nacidas sin duda del choque que empezaba ya a esperimentarse entre las antiguas y nuevas ideas. Así es que en 1811 volvió a renacer en esta escuela el plan de 1787, y duró hasta 1814, en que se mandó observar el de 1807.

De 1819 a 1820 se gobernaron todas las Universidades por el plan de la de Salamanca de 1771, con las modificaciones hechas en la real orden de 26 de Setiembre de 1818. De 1820 a 1823 se volvió al plan de 1807, y de 1823 a 1824 al de 1771.

En 1824 se publicó el plan general de estudios, que rigió hasta el arreglo provisional de 19 de Octubre de 1836, que estuvo vigente hasta 1815.

Actualmente se espera otro plan de estudios; y es de desear que sea conforme a los progresos que se han hecho en todos los ramos del saber humano.

El patronato de esta Universidad desde su fundación pertenecía esclusivamente al Ayuntamiento, el cual eligía los Rectores que la habían de gobernar, y nombraba los Pavordes, Catedráticos y demás empleados de la misma. Mas en 1707, cuando Felipe V tomó a la fuerza esta capital, despojó también al Ayuntamiento del patronato de la Universidad, como en castigo de su rebeldía. Pero en 1720, el mismo Felipe V, por una real cédula en que se hace honorífica mención de las ciencias que en esta escuela se enseñaban, y del buen nombre y esplendor que por ello tenía, devolvió al Ayuntamiento el patronato con todos sus derechos y prerogativas.

Últimamente en 1827, pasando por esta capital el Sr. D. Fernando VII en su viage a Cataluña, visitó este Establecimiento, y al observar que todavía no se habían reparado las ruinas que en una gran parte del edificio causara el bombardeo que sufrió esta capital en 1812, mandó se procediera desde luego a su reparación, avocando a sí el patronato de esta escuela, poniéndola bajo su real protección. Y como quiera que se hicieran los mayores esfuerzos para dar cumplimiento a la real disposición, no pudo empero tener e1 debido efecto, ora por la falta de fondos, ora por otros obstáculos que lo impidieron. Estaba reservada esta gloria al reinado de Doña Isabel II, bajo cuyos generosos auspicios no sólo fueron reparadas las antiguas ruinas, sino que casi todo el edificio desapareció construyéndose como por encanto otro nuevo, que llama la atención de nacionales y estrangeros por suntuosidad y magestuosa solidez.

RECTORES PRINCIPALES.

El gobierno de esta escuela, antes de la precitada bula de Sixto V, estuvo a cargo de diferentes Catedráticos, que con el título de Rectores fomentaron la enseñanza, mereciendo entre ellos especial mención los siguientes:

Juan Celaya, nació en Valencia, y habiendo hecho los primeros estudios en esta Universidad, pasó a la de París, donde se graduó de Doctor en Teología, y obtuvo una Cátedra de dicha facultad. Enseñó también las artes en los colegios de Cocqueret y Santa Bárbara de la misma capital. Las luces que este sabio derramaba, y los vastos conocimientos que en él se traslucían, le grangearon tal nombradía, que fue elegido Vicario General de varios Obispados, y condecorado con una de las más honoríficas dignidades de aquel reino. Vuelto a su patria en 1525, y admirada Valencia de los eminentes talentos y virtudes de tan esclarecido hijo, suplicó al Emperador Carlos V se dignara interponer su mediación para que permaneciese en su seno por los grandes bienes que de su saber y de sus virtudes se esperaban. Le nombraron con este objeto Rector perpetuo de la Universidad, que gobernó por muchos años con los más felices resultados. Él desterró de esta escuela el espíritu de sofistería que la tenía a la sazón dominada con menoscabo de las ciencias, e introdujo el buen gusto y método de enseñanza en cuanto las luces de su siglo permitían. Honróle Carlos V con muestras de singular aprecio, haciéndole pasar a la Corte para utilizar sus conocimientos; y favorecido por su real munificencia, publicó varias obras de filosofía y teología, que se imprimieron en Valencia. La especie de que por su consejo dispuso el Ayuntamiento que al reedificarse en 1517 el puente de Serranos, se enterrasen en sus cimientos muchas lápidas romanas que existían en esta ciudad, indicada por Escolano, y seguida por otros, fue una calumnia inventada por sus enemigos, que tuvo muchos, por las mercedes con que le honró este Ayuntamiento y el mismo Emperador Carlos V. El único fundamento de Escolano fueron las palabras que había oído a Pedro Juan Núñez, que se lamentaba de aquella pérdida; pero Núñez no había nacido cuando se supone el entierro de las lápidas, y en aquella época, y muchos años después, no se hallaba Celaya en Valencia, sino en París, de donde no regresó hasta el año 1525.

Pedro Juan Monzó, natural de Valencia, fue Catedrático de Artes de esta Universidad, y uno de los más célebres filósofos y matemáticos que llamaron la atención de su siglo. De él ha dicho un esclarecido escritor, »que con sola la doctrina de este maestro, no tenía que envidiar esta Universidad la gloria que daban a las primeras de España sus más sabios profesores." Movido el Rey de Portugal de la fama de su erudición, le confió la enseñanza de filosofía en la Universidad de Coimbra, que acababa de fundar, cuyo cargo desempeñó en competencia de Nicolás Grucchio, célebre Doctor parisiense, que se hallaba a la sazón en la misma escuela, a quien arrebató no pequeños laureles. Vuelto a su patria, fue nombrado Rector de esta Academia, y después Chanciller por el Venerable Patriarca D. Juan de Ribera. Publicó varias obras de filosofía, matemáticas, cronología y teología, que se imprimieron en Valencia, y le merecieron el dietado de sabio entre nacionales y estrangeros.

Juan Blas Navarro nació en Valencia en 1526, y dedicado desde su niñez al estudio de las Bellas Letras en esta Universidad, hizo tales progresos, que todos se admiraron de tan precoz ingenio. Hablaba la lengua latina con tal facilidad y pureza, cual si le fuese nativa. Graduado de Maestro en Artes y Doctor en Teología, obtuvo una Cátedra en esta facultad, siendo numerosísimo el número que a sus lecciones asistía atraído de su encantadora elocuencia. Sacó muy aventajados discípulos, contándose entre ellos los dos escritores Francisco Peña, aragonés, y Fr. Miguel Bartolomé Salou, valenciano. En 1574 fue elegido Rector de la escuela, que gobernó con suma discreción, introduciendo notables mejoras en todos los ramos del saber. Publicó algunas obras teológico-canónicas, que se imprimieron en Valencia, y dieron celebridad a su nombre.

Desde que por la bula de Sixto V quedó vinculado el cargo de Rector de la escuela a las Dignidades de la iglesia Metropolitana, parece se trató de escoger aquellos sugetos, que a los conocimientos literarios, añadían los títulos de nobleza y distinguido nacimiento. Y no era por cierto en aquel siglo desacertada esta idea, por el gran prestigio o influencia que sobre la sociedad tenía la nobleza. Así es que en el catálogo de los Rectores de aquel tiempo se encuentran los nombres siguientes:

D. Gerónimo de Moncada, de la nobilísima casa de los Marqueses de Aitona.

D. Cristóbal Frígola, hijo del Vice-Canciller D. Simón Frígola, Doctor de Teología en esta escuela, Sumiller de Cortina de Felipe II, Deán de esta iglesia; y a los diezinueve años Canónigo de la misma por especial bula de Gregorio XIII.

D. José de Cardona, Maestro en Artes y Doctor en Teología, caballero de la primera nobleza de Valencia, y teólogo esclarecido de su tiempo.

D. Miguel Vich, D. Archileo Frígola Pardo de la Casta, D. Cristóbal Bellvís, y otros muchos de las más ilustres familias de la capital.

Digno es de particular recuerdo el Canónigo Don Joaquín Segarra, Doctor en Teología, y Rector que fue de esta escuela en 1778. Divididos estaban en opuestos bandos los cursantes de teología de aquella época con los nombres de Tomistas y Suaristas. Llegaba a tal estremo esta especie de fanatismo escolástico, que sus seguidores no sólo no alternaban entre sí, sino que ni siquiera se hablaban, viniendo a las veces a las manos. Necesitábase de un hombre particular, que a los conocimientos de las doctrinas de la época, juntase la sensatez de un verdadero filósofo. Éste fue Segarra, quien con una despreocupación agena de su siglo, y una prudencia singular, supo inspirar a los profesores y alumnos la tolerancia por las opiniones científicas, desterrando por este medio las disputas estrepitosas, y desapareciendo de la escuela la imprudente rivalidad tan contraria a los progresos de las ciencias.

D. Vicente Blasco y García es sin disputa uno de los más insignes Rectores que han gobernado esta Universidad. Nacido en Torrella, pueblo inmediato a Játiva, estudió la filosofía en esta escuela, distinguiéndose entre todos sus discípulos, y obteniendo los grados de Bachiller y Maestro de Artes. Ingresó en la Orden de Montesa por medio de una rigurosa oposición, y convencido de que las Bellas Letras son el camino que más derechamente conduce al verdadero y sólido saber, se dedicó enteramente al estudio y al retiro renunciando hasta aquellos honestos placeres que en los colegios se permiten, para emplear este tiempo en los clásicos del siglo de Augusto. Graduado de Doctor en Teología, fue nombrado Académico público de esta facultad, que tenía entonces el título de Catedrático estraordinario, desempeñando este encargo con singular aprovechamiento de los alumnos. Cuando en 1761 se publicaron en Valencia las obras poéticas del Maestro Fr. Luis de León, y en 1770 la de los Nombres de Cristo, se le confió el cuidado de ambas ediciones, añadiendo a la última el nombre de Cordero, y un estenso prólogo sobre la lectura de buenos libros, donde a la par de una fina crítica y erudición asombrosa, campea el lenguaje más castizo y armonioso. En 1763 obtuvo la Cátedra de Filosofía, y conociendo las estravagancias de la doctrina aristotélica que entonces se enseñaba, y que tanto distaba del espíritu del príncipe de los filósofos, se dedicó a la lectura de los escritores modernos, que con tan gloriosos esfuerzos habían quitado al Estagirita el cetro de la filosofía, al menos en el ramo de ciencias físicas, inculcando estos conocimientos a los jóvenes de más talento y aplicación, entre otros D. Juan Bautista Muñoz y D, Antonio Cabanilles, a quienes señaló el verdadero camino para que fuesen un día gloria de esta escuela y honra de la nación. Concluido el curso de filosofía, pasó a la Corte, y el Sr. D. Carlos III le confió la instrucción del Infante D. Francisco Javier, joven de bellas esperanzas, pero que desvaneció la muerte con golpe harto prematuro. Fuéronle también encargadas varias comisiones literarias, difíciles cuanto honoríficas, que desempeñó con un celo e inteligencia sin par; entre otras el arreglo de los reales estudios de S. Isidro, que tanto honor dieron a su autor. Nombrado Rector de esta Universidad en 1784 elevó a S. M. una sabia esposición, manifestando que si bien eran grandes los progresos que en las ciencias se hacían en esta escuela, no correspondían empero a los adelantos del siglo, entorpeciendo su marcha el demasiado apego al método antiguo, que tan ciegamente se seguía. Cometióle S. M. la difícil tarea de ordenar un nuevo plan de estudios, como en efecto lo ordenó, mereciendo la real aprobación, y mandándose observar en 1787:Un completo análisis de tan bien entendido plan, fuera empresa harto larga y agena de una reseña histórica; baste, pues, decir que todas las ciencias recibieron un vigoroso impulso, que las elevó a la altura, de los conocimientos del siglo, y en especial la facultad de Medicina vio inaugurada una Cátedra de clínica, que fue la primera que se conoció en España. Concluiremos la biografía de este ilustre literato con la relación de un hecho que, a la par que grandemente le honra, descubre la insaciable ambición que de saber tenía, y fue el haberse dedicado en medio de sus gravísimas ocupaciones, y después de los cincuenta y dos años de su edad, al ingrato estudio de las lenguas griega y hebrea, que poseyó con admirable perfección.

CATEDRÁTICOS CÉLEBRES.

Muchos son los Profesores que con sus luces y vastos conocimientos han dado celebridad a esta escuela, y que con justicia debieran ser incluidos en este catálogo; más por amor a la brevedad se hará tan solamente mención de aquellos que con la publicación de sus obras han hecho su nombre inmortal.

SIGLO XV.

D. Fr. Jacobo Pérez de Valencia, natural de Ayora, religioso Agustino, fue Catedrático de Teología en esta escuela, y después Obispo ausiliar de esta Diócesis, con el título de Cristópolis. Sus grandes conocimientos en las lenguas latina, griega y hebrea, y en la Teología y Derecho Canónico le hicieron la admiración de su siglo. Publicó varios comentarios sobre los salmos y cánticos, y una refutación contra los errores de los judíos, las cuales obras fueron las primeras que se imprimieron en esta capital en el siglo XV cuando fue introducida la imprenta.

Juan Andrés Strany, hijo de esta ciudad, fue aventajadísimo en todas las ciencias, y especialmente en la teología espositiva, cuya Cátedra obtuvo algunos años en esta escuela, contando entre sus discípulos a los insignes Juan Navarro y Miguel Gerónimo de Ledesma. Ilustró con doctísimas observaciones las obras de Séneca, Valerio Máximo y Plinio. Los sabios, así nacionales como estrangeros, le han tributado los mayores elogios.

Pedro Gimeno, natural de Valencia, llevado de una vehemente pasión por el estudio de la medicina, recorrió las principales Universidades del mundo, para perfeccionarse en ella, y en todas recibió las mayores muestras de aprecio. Fue discípulo del gran Vesalio, y obtuvo la Cátedra de Anatomía en esta Universidad, donde siempre se respetó como el padre de la escuela valenciana. Descubrió el tercer huesecillo del oído, de nadie hasta entonces observado, cuyo hallazgo dedicó a su maestro Vesalio. Sensible es que no haya dejado más que unos diálogos de anatomía, pero sus esplicaciones sirvieron para formar hombres eminentes en el arte de curar, que dieron a esta escuela el mayor lustre y esplendor.

Miguel Gerónimo de Ledesma, natural de Valencia, obtuvo en esta Universidad una Cátedra de medicina y otra de lengua griega, que regentó con aplauso general. Fue el restaurador de la cultura de las ciencias, desterrando de esta escuelala barbarie que los árabes introdujeran. Ilustró con eruditos comentarios las obras de Galeno, y con su pericia en el árabe interpretó a Avicena. Publicó otras varias obras relativas a la enseñanza de la medicina y de la lengua griega. Ilustres escritores le han tributado todo linage de elogios.

Juan Navarro, natural de Alcoy, fue Catedrático de Retórica en esta escuela, cuya Cátedra desempeñó por espacio de treinta años, siendo indecible los frutos de su enseñanza, y los innumerables jóvenes que con sus lecciones salieron aventajados en la oratoria. Desterró el mal gusto que a la sazón reinaba, e introdujo las bellezas de la literatura del siglo de oro. Pronunció varios panegíricos, cuya impresión no permitió su escesiva modestia, pero que justamente reclamaban la luz pública.

Fr. Gerónimo Pérez, valenciano, de la orden de la Merced, obtuvo en esta escuela una Cátedra de Teología, contando entre sus discípulos a S. Francisco de Borja, a D. Andrés de Oviedo, Obispo y patriarca de Etiopía, y al insigne escritor Manuel Sá. Se llamó con justicia el teólogo de su siglo; dictado que justifican sus varias producciones literarias.

Pedro Antonio Benter, natural de Valencia, obtuvo en esta Universidad una Cátedra de Teología y otra de lengua hebrea. Pasó a Roma, donde mereció las mayores distinciones del Papa y demás Prelados. Escribió la crónica de España, y si bien se dejó llevar de las falsas noticias del Beroso, que tan en crédito estaba en aquella época, fue al menos de los primeros que abrieron el camino para llegar a la posesión de una verdadera historia. Fue también el primer historiador quo tuvo Valencia, cuya crónica escribió en lemosín, y tradujo después en castellano.

Fr. Gerónimo de Areis, valenciano, de la orden de la Merced, fue teólogo y médico escelente por sus raros conocimientos en la medicina: los Sumos Pontífices Paulo y Julio III le concedieron el permiso de egercitar esta facultad, como de hecho la practicó con grande beneficio de la humanidad. Enseñó muchos años filosofía y teología en esta Universidad, y con gloriosa emulación le desearon por Profesor suyo todas las de España. Fue Catedrático en Salamanca, teniendo pendientes de sus resoluciones a los más insignes Doctores de aquella escuela. Adquirió por su saber tal nombradía en el estrangero, que la Universidad de París le eligió por su Catedrático. Publicó varias obras, que han conservado su memoria.

Gerónimo Muñoz, natural de Valencia, discípulo de esta escuela, fue peritísimo en la lengua hebrea; por manera que los judíos le creían tal por su dicción. Obtuvo una Cátedra de dicha lengua en la Universidad de Ancona, y después en esta de Valencia. Dedicado a las matemáticas, honró esta Universidad con grande aprovechamiento de sus discípulos, desempeñando a la par la enseñanza de la lengua santa. Empero envidiosa Salamanca de las glorias de esta Universidad, le llamó para las mismas Cátedras, que regentó por algunos años, mereciendo los mayores elogios.

Andrés Sempere, médico de profesión, natural de Alcoy, uno de los oradores más insignes de esta escuela, fue Catedrático de Retórica de esta Universidad, debiéndose a su pericia los grandes progresos que se esperimentaron, recobrando esta escuela su lustre y esplendor algún tanto decaído. Sus dotes naturales, unidos a su elocuencia, le merecieron el renombre de Demóstenes de su siglo. Amigo íntimo de Lorenzo Palmireno su comprofesor, le cupo la dicha de que éste formara su elogio, llamándole, Gorgices de los retóricos, príncipe de las lenguas latina y griega, y restaurador de la elocuencia.

Luis Collado, valenciano, médico habilísimo, fue Catedrático de Anatomía en esta Universidad, observador atento e investigador profundo, él por sí hacía las disecciones, adquiriendo a fuerza de sus observaciones el conocimiento de importantes secretos. Fue el primero que llegó a descubrir un huesecito llamado stapes, que está en el órgano del oído. Escribió varias obras de medicina, mereciendo especial mención sus Comentarios al libro de Ossibus de Galeno, obra que le valió un crédito sin igual.

Lorenzo Palmireno, célebre humanista, hombre nacido para la enseñanza, aunque médico de profesión, tenía puesta su afición en las bellas letras. Fue peritísimo en las lenguas griega, latina y hebrea, como también en la historia, filosofía y estudios de erudición. Enseñó latinidad en Zaragoza y en Valencia, formando eminentes discípulos, que ennoblecieron esta escuela, entre ellos el célebre Vicente Blas García. Los escritos de Palmireno patentizan su vasta erudición y la elocuencia más pura y correcta.

Jaime Segarra, natural de Alicante, médico profundo, discípulo de Luis Collada. Su inteligencia en las lenguas latina y griega le ayudaron a sus progresos en el arte de curar; su atento y profundo estudio de las obras de Hipócrates y Galeno le hicieron penetrar la mente de los dos grandes oráculos de la medicina, publicando unos doctos Comentarios a las obras de los mismos. Escribió varios tratados de medicina; mas una muerte prematura nos privó de otras producciones, que sin duda hubiera dado tan insigne profesor.

Pedro Juan Núñez, natural de Valencia, uno de los cuatro españoles que merecieron que Nicolás Antonio los apellidara príncipes de toda erudición. Estudió en esta escuela la filosofía y lenguas, y pasó a París a perfeccionar los conocimientos que en su patria adquiriera. Enseñó filosofía en Valencia y Zaragoza; mas dedicado a las bellas letras, obtuvo la Cátedra de Retórica en aquella y en Barcelona. Escribió varias obras de conocido mérito; con especialidad han sido muy apreciadas su Gramática griega, las Instituciones oratorias, los Comentarios a los libros de los retóricos de Aristóteles y las Instituciones físicas. Los sabios de su tiempo le honraron con su amistad, y le tributaron los mayores elogios.

Vicente Blas García, natural de Valencia, estudió humanidades, filosofía y medicina en esta Universidad; empero impelido de su afición a la elocuencia, se dedicó a su estudio con tal empeño, que a los veintidós años de su edad fue nombrado Catedrático de esta muela. Pasó luego a Roma, y la Universidad de la Sapiencia le ofreció la Cátedra de Retórica, mereciendo las mayores distinciones de los Papas y Cardenales. Oró ante el Sacro Colegio en la elevación al Pontificado de Gregorio XIV y Clemente VIII, y en las exequias de aquél, mirándole y apreciándole Roma como el primer orador. Mas envidiosa Bolonia de la gloria que aquella adquiriera con tan célebre profesor, le propuso la Cátedra de Retórica de tan insigne Universidad, honor que le impidió admitir una enfermedad peligrosa que padeció. Restituyese a su patria, y se encargó de la enseñanza de elocuencia, siendo numerosísimo el auditorio que asistía a sus lecciones, contándose entre los oyentes las personas de mayor lustre y erudición. Publicó varias obras de elocuencia, que patentizan el buen gusto de tan esclarecido profesor.

Melchor de Villena, natural de Valencia, médico insigne, Catedrático de yerbas en esta Universidad. Estudió medicina en ésta, siendo sus maestros los célebres profesores Luis Almenara y Honorato Pomar, médico de Felipe III. Regentó por espacio de cincuenta años la Cátedra de yerbas; y deseoso de adquirir conocimientos en este ramo de la medicina, no se contentó con herborizar en nuestro reino, sino que pasó a Cataluña, Castilla y Portugal. El Rey Felipe IV le llamó a la Corte por médico suyo; mas no lo pudo conseguir de la incontrastable humildad del Doctor Villena; empero hallándose en Valencia S. M., quiso oír a tan esclarecido maestro, a cuyo fin dispuso que presidiera unas conclusiones de medicina, que defendió el Doctor Miguel Vilar, discípulo de Villena. Honró S. M. con su presencia este acto, en el que tomaron parte los más célebres médicos de la comitiva real, y admiraron todos los profundos conocimientos de Villena. Reiteró el Rey sus instancias para que siguiera la corte; mas Villena, inclinado al retiro y al estudio, espuso a S. M. razones de familia, que le impidieron el aceptar tan honroso cargo. Consultado por varias Academias y sabios, así nacionales como estrangeros, sus respuestas eran tenidas como oráculo, leyéndose y citándose en las principales Universidades de España, Francia, Italia y Alemania. Escribió varias obras de medicina, bien que su escesiva modestia no se cuidó de publicarlas: vieron sin embargo la luz pública algunas de ellas después de la muerte del autor. Contó entre sus discípulos al graduado en esta Universidad, y médico después, del Rey de Francia, D. Francisco Ranchino, el cual le llevo un retrato de su maestro a París; y defendiendo públicamente unas conclusiones de medicina en aquella Universidad, puso al pie, que las presidía el Doctor Melchor de Villena, valenciano. Llegada la hora, colocó el retrato en el lugar de la presidencia, y dijo en alta voz: »Veis aquí la imagen del Doctor Melchor de Villena, valenciano, nuevo Galeno católico y padre de la medicina."

D. Gregorio Mayans y Siscar, natural de Oliva en el reino de Valencia, estudió filosofía y jurisprudencia en ésta, pasando luego a la de Salamanca a perfeccionar sus estudios, bajo la dirección del valenciano D. José Borrull, Catedrático de dicha Universidad. Graduado de Doctor en la de Valencia, obtuvo en 1723 la Cátedra del código de Justiniano, siendo el más joven de los opositores. En 1733 fue nombrado Bibliotecario de S. M., cuyo encargo desempeñó hasta 1740, en que renunció para dedicarse con mayor sosiego a las tareas literarias. El Rey, en atención a sus méritos literarios, y las varias obras que había publicado, se sirvió concederle los honores de Alcalde de Casa y Corte, y a pesar de haberse retirado a la oscuridad de su gabinete para dedicarse esclusivamente al fomento de las ciencias, su reputación se estendió por toda Europa: Muratori en su Suplemento a las Antigüedades de Grevio y de Gronovio, hace de Mayans un magnífico elogio. Voltaire le consultó sobre su obra de Heraclio español y Robetson sobre la Historia de la América, y así mantuvo una correspondencia literaria no interrumpida con todos los sabios de Europa. Fuera asunto demasiado prolijo presentar un catálogo de sus producciones literarias: Sempere y Guarinos, en su Ensayo de una Biblioteca española, después de haber referido los títulos de setenta y cinco obras publicadas por Mayans, añade que no ha hecho mención sino de las que han llegado a su conocimiento; pero que son muchas más las que había publicado este sabio. A los ochenta y dos años de su edad bajó al sepulcro, después de haber llenado su gloria a la nación y de lustre a esta escuela.

D. Andrés Piquer, natural de Fornoles, en Aragón, estudió la filosofía y medicina en la Universidad de Valencia, donde se graduó de Doctor en dicha facultad. Nombrado Académico público de medicina, comenzó a introducir el gusto por los autores modernos, y mejorar los estudios médicos; con cuyo objeto, y a la edad de veintitrés años publicó la obra titulada Medicina vetus et nova, demostrando en ella que no se debía suscribir a ningún partido, sino escoger lo bueno que en los antiguos y modernos se encontraba. En 1712 obtuvo por oposición la Cátedra de Anatomía, enseñando la medicina moderna según el sistema del mecanismo que era entonces generalmente desconocido; y persuadido de la necesidad de reformar los estudios filosóficos, principalmente en los tratados de lójica y física, publicó la lójica moderna, o arte de hallar la verdad y perfeccionar la razón, y la física moderna racional y esperimental. Dio también a luz un tratado de calenturas, y la filosofía moral que dedicó a la juventud española, y un discurso sobre la aplicación de la filosofía a los asuntos de religión. Débese igualmente a este sabio la publicación de las obras más selectas de Hipócrates, con el texto griego y latino, puesto en castellano e ilustrado con observaciones, y unas instituciones médicas para uso de la escuela valentina. Increíble parece que un hombre siempre rodeado de las más graves ocupaciones pudiese dar a luz tantas y tan sabias obras, a no persuadirlo los títulos de un ingenio privilegiado. Fue nombrado médico de Cámara de S. M., e individuo del Real Proto-medicato, en cuyo tribunal desempeñó los cargos de juez y de censor. El nombre de este insigne literato es conocido en todas las escuelas, y los gloriosos laureles que tan justamente adquirió, han perpetuado su memoria.

D. Juan Sala, natural de Pego, en este reino, estudió filosofía y jurisprudencia en ésta: dedicóse asimismo al estudio de las matemáticas, y su escesiva aplicación le causó una grave enfermedad, de la que no se vio enteramente libre en el discurso de su larga vida. Su pasión empero por las ciencias, y en especial por la jurisprudencia, dábale tal esfuerzo, de sus achaques hizo varias oposiciones, en que lució sus eminentes talentos, obteniendo una Cátedra de Jurisprudencia con Pavordía aneja. Dedicado con tesón a esta enseñanza, y conociendo la escasez de libros que pudieran facilitar a los alumnos los conocimientos que deseaban, se entregó a la composición y publicación de varias obras que pudieran llenar este vacío. Publicó su obra titulada. Vinius castigatus, ilustrándole con las leyes concordantes del reino y disposiciones del Derecho patrio, y añadiéndole un tratado de la sucesión intestada, con cinco apéndices. Asimismo publicó el Digestum Romano-Hispanum, la Ilustración al Derecho Real de España, y la Historia del Derecho Romano Español. El ímprobo trabajo que estas obras le costaron, agitó de tal manera su enfermiza naturaleza, que le costó la muerte, pudiendo decirse que fue víctima de su laboriosidad y estudio.

HIJOS INSIGNES.

Pocas Universidades podrán presentar un catálogo de discípulos insignes como la de Valencia. Desde su fundación ha sido un fecundo plantel, que ha provisto a la sociedad de hombres eminentes en todas sus clases y categorías. La Cátedra de S. Pedro, el Colegio de Cardenales, el Obispado, la suprema magistratura, los más elevados puestos de la república se han visto ocupados por hijos educados en esta escuela, y robustamente instruidos con la leche de su doctrina. Fuera empero negocio harto prolongado el enumerarlos: haremos por tanto una ligera reseña de los que más han sobresalido por sus méritos puramente literarios.

Pedro Juan Belluga, natural de Valencia, a quien el historiador Blancas llama intérprete clarísimo del derecho, fue hijo de esta escuela, y tan aventajado en el estudio de la jurisprudencia, que el Rey D. Alonso de Aragón le confió los encargos más honoríficos, así en Nápoles como en España. Víctima de la emulación y de las intrigas, viose precisado a retirarse a Almansa, y llevar una vida oscura; mas este ocio tan favorable siempre a las letras, le hizo publicar la célebre obra titulada Espejo de Príncipes, que le mereció los más honrosos títulos.

Nicolás Saguntino, natural de Murviedro, estudió en esta escuela las lenguas griega y latina poseyendo tan profundos conocimientos de ellas, que tradujo del griego la obra de Onosandro filósofo, llamada Strategum, y que él tituló de Re Militari. Trasladado a Roma, y admirados allí de la grandeza de su ingenio y de la facilidad con que hablaba la lengua griega, le mandaron pasar a Florencia al Concilio general, congregado de orden de Eugenio IV, en donde sirvió de intérprete en las disensiones que mediaron entre los padres griegos y latinos, teniendo gran parte en la feliz unión de ambas iglesias.

D. Gerónimo de Torrella, natural de Valencia, estudio en ésta la filosofía y medicina, egerciendo la última, con tal crédito y nombradía, que el Rey D. Fernando el Católico le nombró su médico de Cámara. Floreció por los años 1496, en cuyo tiempo publicó la obra De Imaginibus astronomicis, que dedicó al Rey D. Fernando, haciendo mención en ella de, otras seis que había escrito.

D. Gaspar Torrella, hermano del anterior, fue natural de Valencia e hijo de esta escuela, célebre médico e insigne matemático, y hombre que en su siglo era reputado por universal en todo linage de literatura. Egerció la medicina en Roma por espacio de muchos años, y se grangeó tal estima y nombradía, que Alejandro VI le nombró su Comensal y Médico de Cámara. Con este motivo se hizo eclesiástico, y el Papa le promovió al Obispado de Santa Justa, en la isla: de Cerdeña, haciéndole Prelado doméstico. Escribió varias obras, así de medicina como de astronomía, promoviendo ya en ellas los adelantos de la medicina, y procurando hermanarla con la filosofía.

Juan Luis Vives, natural de Valencia., célebre en el orbe literario, fue hijo de esta escuela, estudiando en ella las buenas letras, y pasando después a París a perfeccionar sus estudios. Pero instruido Vives según el mal gusto que en aquel siglo reinaba, su imaginación y viveza superior a todo encarecimiento, le hizo conocer el estraviado sendero por donde había caminado, y trasladado a Lovaina, se dedicó con gran tesón al estudio de las lenguas latina, griega y hebrea, saliendo un eminentísimo filósofo. Bien sabidos son los esfuerzos que hizo este insigne literato para introducir el buen gusto, con especialidad en esta escuela, para cuyo fin remitió al magistrado un libro, que titulé de Componenda Schola, del que no nos resta más que el nombre. Profesor en Inglaterra y en Lovaina, supo grangearse una reputación tan universal, que le mereció la amistad de las mayores notabilidades literarias de su siglo. En sus voluminosas obras de que se hizo una edición lujosa en Valencia, que consta de siete tomos en folio, se observa ya aquel espíritu investigador y filosófico, que sacando las ciencias del estado de postración en que yacían, las ha elevado progresivamente al punto de perfección y de finura en que actualmente se hallan.

D. Juan Almenar, caballero nobilísimo de Valencia, sintióse poseído de tal pasión por la literatura, que a pesar de su fortuna y de su grandeza, se dedicó al estudio de la astrología y medicina en esta escuela, graduándose de Doctor en dicha facultad: concluidos los estudios, no se contentó con saber las solas teorías, sí que descendió a la práctica, egerciendo en esta ciudad la medicina por puro amor a la humanidad, y sin desdeñarse de ello por los títulos de su nobleza. Dedicóse también a los adelantos de la ciencia, siendo el primero de los españoles, que escribió una obra con el título de Lue venerea. Merece esta producción ser consultada por los hechos que refiere, y en especial por la historia de una enfermedad, cuya aparición en Europa ha sido y será siempre para los médicos filósofos un objeto interesante y de curiosa investigación.

Juan Gelida, llamado el Aristóteles de su siglo, fue natural de Valencia e hizo sus Primeros estudios en esta escuela. Más codicioso siempre de saber, atraído de la fama que la Universidad de París tenía, trasladóse a aquella escuela, siendo tales los progresos que hizo en los estudios, especialmente filosóficos, que por espacio de dieziséis años regentó allí una Cátedra de filosofía, de que salieron muy aventajados discípulos. Tuvo también a su cargo en calidad de Prefecto de estudios el famoso colegio del Cardenal de Moyne, que era uno de los más brillantes establecimientos que tenía entonces aquella capital. Habiéndose trasladado a Burdeos, fue nombrado Rector de aquella Universidad, que gobernó con el mayor acierto, hasta que invadida de una peste dicha ciudad, tuvo que abandonarla, muriendo a poco tiempo en un lugar inmediato a ella. Esto sin duda ocasionó el que se perdieran muchos de sus escritos, no habiéndose publicado más obras de este insigne literato, que algunas epístolas latinas, escritas con la mayor pureza, y que tienen por objeto la perfección y fomento de las ciencias.

D. Fernando de Loazes, natural de Orihuela, estudió filosofía y teología en ésta, y deseando perfeccionar los conocimientos adquiridos, pasó a París, Bolonia y Pavía, en donde se dedicó a la jurisprudencia, llegando a ser consumadísimo en todo. Al regresar a su patria le nombró por letrado consultor el magistrado de la misma, encargándole el desempeño de graves negocios, a cuyo fin pasó a la Corte del Emperador Carlos V. La destreza y sabiduría que manifestó, le grangearon la afición del Emperador y del Cardenal Adriano Florencio, Obispo entonces de Tortosa, y luego Pontífice, con el nombre de Adriano VI, distinguiéndole y confiándole las comisiones más complicadas. Fue nombrado Obispo de Elna, y gobernó sucesivamente las Diócesis de Lérida, Tortosa, Tarragona, y últimamente Arzobispo de Valencia. Aunque ocupado de continuo en el desempeño de su ministerio y en las comisiones que se le confiaran, su decidida afición a las ciencias hizo que emprendiera la publicación de varias obras relativas la mayor parte a la jurisprudencia. Y con objeto de fomentar el estudio en su patria, fundó el célebre colegio de Orihuela, que fue erigido en Universidad por bula de Pío V.

D. Carlos Coloma, natural de Alicante, hijo de los ilustres Condes de Elda, estudió humanidades en esta escuela: dedicado a la milicia, ostentó su valor en las guerras de Flandes. Fue nombrado Teniente General de Flandes y Cataluña, mostrando tanta destreza y prudencia para gobernar, como pericia y esfuerzo para pelear. Embajador estraordinario en Inglaterra, desplegó un tino y política tan fina como sagaz, obteniendo los mayores resultados en su embajada. Aunque ocupado de graves negocios, no descuidó la literatura, como lo comprueban la publicación de las Guerras de los Estados-Bajos, y la traducción de los Anales de Cornelio Tácito, que le adquirieron una justa celebridad.

Doctor D. Tomás Vicente Tosca, varias veces Vice-Rector de esta Universidad, matemático célebre, en cuyas obras, señaladamente el Compendio matemático, que en nueve tomos en 8.º publicó en 1715, y reimprimió después, han sido celebrados por los profesores más insignes de toda Europa.

D. Manuel Martí y Zaragoza, natural de Oropesa, estudió filosofía y teología en esta escuela. Con el deseo de dar mayor ampliación a sus conocimientos pasó a Roma, en donde aprendió la lengua griega y hebrea. Aunque en un principio no lució sus talentos en Roma, pues se encerró en las bibliotecas, entregándose a un incesante estudio; sin embargo se dejó conocer su numen poético en algunas composiciones que publicó, y le grangearon la estimación de las personas más ilustradas. El sabio Cardenal Sáenz Aguirre, le nombró por su bibliotecario, y valióse de los conocimientos de Martí para que le ayudara en la célebre colección de los Concilios de España. La fama de un hombre tan eminente llegó a oídos del Papa Inocencio XV, el que le mandó predicar en su presencia y del Sacro Colegio en el día de S. Juan Evangelista. Su Santidad lo nombró Deán de Alicante, a cuyo título se ordenó Martí; mas no siendo aquella ciudad la más proporcionada entonces para conferenciar con varones sabios, estuvo algunos años en Valencia, mereciendo las mayores distinciones de todos. Muchas son las producciones de este insigne literato; pues que a su facilidad en la lengua latina, acompañaba muy grandes conocimientos de antigüedades. Sus escritos le acreditan de poeta aventajado, de orador elocuente y de arqueólogo erudito.

D. Juan Bautista Muñoz, natural de Museros, pueblo inmediato a Valencia, estudió las matemáticas, filosofía y teología en esta escuela. Habíase ya introducido en su tiempo el gusto por la filosofía moderna: los teólogos empero, especialmente tomistas, la rechazaban como inaplicable a las ciencias eclesiásticas. Muñoz, pues, combatió muy felizmente esta preocupación, publicando una disertación escrita con tanta solidez como pureza. Trasladado a Madrid, principió a dar a luz algunos de sus trabajos literarios, mereciendo por ello el aprecio de los sabios. Pero lo que más contribuyó a fijar para siempre su crédito, fue el juicio que imprimió en Madrid en 1778 sobre el tratado de educación claustral que acababa de publicar el P. Pozzi. Había conseguido el autor sorprender al Consejo de Castilla hasta el punto de mandar que sirviera esta obra de modelo en los estudios de los regulares de España. Viendo el señor Muñoz comprometido el honor de la literatura nacional, trató de quitar la máscara a su autor, y presentarlo a la faz de la república literaria tal cual era. Esto lo consiguió publicando su Juicio crítico, obra que le honró sobremanera, y aseguró su crédito entre nacionales y estrangeros. La otra producción que a poderla concluir hubiera elevado a Muñoz al rango de los primeros escritores, fue su Historia del Nuevo-Mundo. Encargado de tan arduo cometido, recorrió con ímprobo trabajo casi todos los archivos de España, y esplotando con hábil crítica estos ricos mineros, recogió un caudal inmenso de materiales, que supo coordinar con la mayor inteligencia. Publicó el primer tomo, y cuando tenía ya muy adelantado el segundo, la muerte lo arrebató, y quedamos privados de una buena historia de América, que nos vindicara de las calumnias e inexactitudes de los estrangeros.

D. Antonio José Cabanilles, natural de Valencia, estudió filosofía y teología en esta escuela, mereciendo las mejores distinciones de sus Catedráticos. Apenas concluidos sus estudios, ya dio muestras inequívocas de su aplicación y estudió en las oposiciones a las Cátedras de filosofía, admirando todos la soltura y profundidad de joven tan brillante. Nombrado Preceptor del Duque del Infantado, pasó a París, en donde se dedicó a la botánica en 1781, cuando contara treinta y seis años de edad. Rápidos fueron los progresos de Cabanilles en este ramo, pues en 1785 publicó la primera de sus disertaciones, que llenó de admiración a los sabios de la Francia. S. M. le nombró Dignidad de Sevilla, y Director del Real Jardín Botánico. Las academias y sociedades científicas estrangeras le admitieron en su seno, prodigándole los mayores elogios. La república literaria perdió a este hombre inmortal en 1801; y en 1808 S. M. mandó se colocara su retrato en la clase de orden, como testimonio del aprecio real y europeo que había merecido. Las producciones de Cabanilles son conocidas en España y en el estrangero, y su muerte no podrá borrarse de la memoria de los sabios.

Juan Andrés, natural de la villa de Planes, estudió las humanidades y filosofía en esta escuela, mostrando ya un talento estraordinario, y ofreciendo las más bellas esperanzas. Habiendo ingresado en la Compañía de Jesús, y trasladado a Italia en virtud de la espulsión, fue el asombro de los literatos italianos, que con tanto desprecio miraban entonces a los españoles. Desde luego le fueron abiertas las puertas de las academias científicas de aquel reino, y todos los sabios a porfía se disputaron su amistad y correspondencia epistolar. La sola obra del Origen y progresos de la literatura es un monumento donde permanecerá grabado con gloriosos caracteres el nombre de este sabio y de la nación a que perteneció. Una lectura inmensa, un ingenio profundo, una crítica sagaz, un gusto refinado, y una facilidad y pureza admirable de una lengua que no le era nativa; he aquí las dotes que se necesitaban para dar cima a tan colosal empresa, y que tan eminentemente distinguieron a Andrés.

José Francisco Ortiz, natural de Ayelo de Malferit, estudió filosofía, jurisprudencia y teología en ésta, dando muestras de su gran disposición. Aficionado en estremo a las antigüedades, hizo un viage a Roma, con sólo el objeto de adquirir mayores conocimientos en la arqueología. Consultando allí con los más sabios anticuarios, y estudiando los monumentos más célebres, llegó a formarse un arqueólogo consumado. Al regresar a España se estableció en la Corte, dándose muy pronto a conocer por las obras que publicó. En 1813 S. M. le nombró Deán de la Colegial de Játiva, cuyo destino sirvió con la mayor exactitud y prudencia. Si sus escritos relativos a las antigüedades y arquitectura fueron muy celebrados, no tuvieron menor nombradía las traducciones del griego, las trajedias que compuso, y la historia de España que publicó, mostrándose un hombre eminente en todo género de literatura.

D. Simón Rojas Clemente, natural de Titaguas en el reino de Valencia, estudió filosofía en esta escuela bajo la dirección del benemérito e ilustrado profesor D. Antonio Galiana, manifestando ya en los primeros años de sus estudios un ingenio singular, mereciendo obtener los grados de filosofía y de teología a título de sobresaliente. Desde niño se dispertó en Clemente una afición sin igual a las ciencias naturales, y con objeto de cultivarlas pasó a la Corte, en donde hizo oposición a la Cátedra de hebreo y de lógica en el Seminario de Nobles. Si bien no obtuvo las Cátedras, sin embargo desempeñó la enseñanza en calidad de sustituto, formando aventajados filósofos. Abiertos en 1800 y 1801 los cursos de botánica, mineralogía y química, se entrego a su estudio con tal tesón, que fue el asombro de discípulos y profesores por sus rápidos progresos. Intentó pasar al África con el célebre Badía (Alí-Bey); mas no pudiendo verificarlo, recorrió las ciudades de Andalucía, y pasó a Londres y París, procurando saciar en estas ciudades su sed inagotable de saber, asistiendo a las lecciones de historia natural, y visitando los Museos. Hombre inteligente y laborioso, prestó eminentes servicios a su nación, y con sus viages y escursiones engrandeció nuestros Museos, formando magníficas colecciones de mineralogía y botánica. La invasión del egército francés en1808 impidió a Clemente continuar sus espediciones científicas; empero en cambio se dedicó a escribir algunas memorias, que le honraron sobremanera. Todas las sociedades literarias de Europa le enviaron el diploma, y los sabios así nacionales como estrangeros se honraron con su amistad. Sus escritos han sido tan bien recibidos como elogiados, y en especialidad el que tituló Ensayo sobre las variedades de la vid, fue trasladado a casi todas las lenguas de Europa. La patria lo llamó al Congreso Nacional en 1821, desempeñando el cargo de Diputado con la mayor exactitud y entereza, correspondiendo cumplidamente a la confianza de los comitentes. Una muerte prematura arrebató a este insigne naturalista: su pérdida fue sentida de todos los sabios, que se prometieron grandes adelantos en las ciencias por medio de este talento privilegiado.

D. Gabriel Ciscar, natural de Oliva, estudió filosofía en esta escuela, recibiendo en la misma el grado de Bachiller con todos los honores. Inclinado a las armas, se dedicó a la marina, siendo tan rápidos los progresos, que en el transcurso de diez años ascendió desde guardia hasta Teniente de navío y director del departamento de la Academia de Cartagena. Sus conocimientos matemáticos y náuticos fueron tan superiores, que se le confiaron las comisiones científicas de la mayor importancia. Las vicisitudes políticas de 1808 obligaron a Ciscar a sacrificarse por la felicidad de su patria. Nombrado individuo de la Junta Central, desempeñó con el mayor tino un encargo tan difícil en tan críticas circunstancias; y promovido a gefe de escuadra, se le encargó el gobierno militar de la plaza de Cartagena. Sirvió la plaza de Secretario del Despacho de Marina en 1810, mereciendo que en Octubre del mismo año se le nombrara individuo de la Regencia. Publicó varias obras de matemáticas y náutica, como también algunas poesías; y si bien las primeras revelan los profundos conocimientos de este ilustre marino, las segundas patentizan el fino gusto de tan distinguido poeta.

BIBLIOTECA.

Faltábale todavía a esta Universidad para llegar al colmo de su grandeza una selecta biblioteca, donde los sublimes ingenios de que tan fecundo es el suelo valenciano, pudiesen beber los limpios raudales de la sabiduría. Llenóse, pues, tan grande vacío, no por el poder de algún príncipe, ni con el ausilio de públicos caudales, sino por la sin par liberalidad de uno de sus más predilectos hijos. El Ilmo. Sr. D. Francisco Pérez Bayer, tan célebre por sus escritos como por sus viages literarios, dio una relevante prueba del amor que a su patria y escuela profesaba. Poseía este ilustre sabio una esquisita colección de libros de varios idiomas, y de todo linage de literatura, adquiridos a costa de inmensos caudales y fatigas, y plúgole desprenderse de tan rica joya, y consagrarla a la pública instrucción, no después de su muerte, como muchos literatos lo hicieron, sino cuando en edad todavía lozana, tenía todos sus placeres en el estudio. Manifestó sus generosos deseos al Ayuntamiento, como patrono de la Universidad, y en 27 de Julio de 1785, con asistencia de todas las corporaciones civiles y eclesiástica de esta capital, y de un lucidísimo concurso, se inauguró la nueva biblioteca en medio de las más tiernas sensaciones. Constituido Pérez Bayer en el local al efecto destinado, colocó por su propia mano en un estante los seis grandes tomos de que consta la Biblia Políglota Complutense, para que sirviera de cimiento al edificio que consagraba a la literatura esta obra colosal, que tanto honra a la nación española. Entregó después una llave al Presidente del Ayuntamiento y otra al Rector de la escuela, en señal de la donación absoluta que de tan rico tesoro hacía. Componíase la Biblioteca Bayeriana de veinte mil volúmenes, aumentándose después este número, ora con los continuos regalos que durante su vida hizo el ilustre fundador, ora con donaciones de generosos literatos, que la llevaron muy en breve al mayor crecimiento.

Mas este precioso establecimiento, fruto de tantos afanes y fatigas, fue reducido a cenizas en el bombardeo que sufrió esta capital en 7 de Enero de 1812. Una bomba lo incendió, y las llamas lo devoraron; pérdida en todo sentido irreparable: así se pasaron más de veinte años sin tener esta capital una biblioteca pública, con cuyo ausilio pudiera tomar vuelo el genio valenciano, hasta que reedificada la antigua con muy notables ventajas en el reinado de Isabel II, quedó abierta en 7 de Enero de 1837, aniversario de su destrucción.

Esta nueva y hermosa biblioteca se halla enriquecida con más de treinta y seis mil volúmenes, debidos también en su mayor parte a la liberalidad de ilustres valencianos. El primero que legó todos sus libros para la restauración de la biblioteca, fue el esclarecido Rector D. Vicente Blasco, y una vez dado el impulso por este grande hombre, tuvo muchos que imitaron tan generoso desprendimiento. Tales fueron el Dr. D. Joaquín Llombart, Catedrático de medicina de esta escuela; el Dr. D. Vicente Marqués, Catedrático de filosofía; el Excmo. Sr. Dr. D. Salvador Perellós, Teniente General de los egércitos nacionales; Don Juan del Castillo y Carroz, y D. Onofre Soler, ambos Prevendados de esta santa iglesia, y Rectores de la escuela; Dr. D. Vicente Villacampa, Pavorde primario y Catedrático de Jurisprudencia; Ilustre Señor Dr. D. Francisco Javier Borrull, Magistrado de esta Audiencia; Excmo. Sr. Dr. D. Mariano Liñán, Comisario General de Cruzada; Excmo. Sr. D. Genaro Perellós, Marqués de Dos-Aguas; D. Vicente María Rodrigo, Teniente Coronel de las milicias de la isla de Cuba, y D. Jaime Faulí, hacendado, que la aumentó con continuados regalos.

Rica es sobre manera esta Biblioteca, especialmente en el ramo de ciencias eclesiásticas y ediciones antiguas. Hállanse en ella las cuatro Biblias políglotas generalmente conocidas, una numerosa colección de las obras de los Santos Padres, publicadas por los religiosos de la Congregación de S. Mauro, y los más célebres escritos de historia eclesiástica. Hállase también provista de las principales obras de antigüedades, así hebraicas como griegas, romanas y numismáticas, y de historia nacional y estrangera, con un crecido número de ediciones del siglo XV. Mas si bien puede hacer ostentación de una riqueza anticuaria, escasea empero de obras modernas, especialmente de ciencias naturales, faltándole todavía mucho para estar al nivel de los adelantos del siglo.

Últimamente, se ha construido en el Hospital un magnífico teatro anatómico comenzado en el Rectorado del Excmo. Sr. D. Francisco Carbonell, a quien el jardín botánico y demás gabinetes deben la importancia que en el día tienen.