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1

Manejamos la edición del Centenario, impresa en Buenos Aires por Espasa-Calpe en 1951, y siempre citamos por ésta, aunque corregimos la ortografía. También hemos consultado para este trabajo la «Introducción» de Teodosio Fernández para su edición de 1984, publicada en Madrid por la Editora Nacional, pp. 9-41.

 

2

Citamos siempre por la sexta edición, corregida y aumentada, de Leonardo Romero, publicada en Madrid por Cátedra en 1996, con una magnífica «Introducción», que también hemos consultado, en las páginas 11-91.

 

3

Por ejemplo, Mármol consiguió salir de su reclusión de una semana -a la que le habían llevado sus escritos contra Rosas- por mediación de Julián González Salomón, presidente de la Sociedad Popular Restauradora, quien al parecer le debía algunos servicios que en la novela se atribuyen a Daniel Bello, autor de algunos de los más encendidos discursos federales del director de la Mazorca. Además, cuando sale de prisión se refugia en casa del cónsul americano, a quien rinde también homenaje en la novela, y después en la quinta de una tía suya, viuda como Amalia. Véase Margueritte Suárez Murías: La novela romántica en Hispanoamérica, Nueva York, Hispanic Institute in the United States, 1963, p. 71.

 

4

La novela de Pepita Jiménez, Madrid, Cuadernos Literarios, 1927, p. 35 (reed. en Ensayos sobre Valera, 1971, pp. 199-243).

 

5

Carta a su mujer de 15 / 10 / 1875, en Correspondencia de don Juan Valera (1859-1905), ed. de Cyrus De Coster, Madrid, Castalia, 1956, p. 55.

 

6

Introducción citada, p. 28.

 

7

Ibíd., p. 29.

 

8

Hay que considerar también el hecho de que la tiranía de Rosas se apoyaba fundamentalmente en estos tres grupos sociales: los negros, los criados y los gauchos, a quienes los unitarios atribuían las delaciones que los ponían en manos de la Mazorca.

 

9

Las cursivas son nuestras, si no se indica lo contrario.

 

10

Algo de esto podemos rastrear también en Pepita Jiménez -si bien no constituye una preocupación fundamental en la novela- cuando dice don Pedro de Vargas: «En vez de ir de misionero y de traerme de Australia, o de Madagascar, o de la India varios neófitos con jetas de a palmo, negros como la tizna o amarillos como el estezado y con ojos de mochuelo, ¿no será mejor que Luisito predique en casa y me saque en abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos que me trajese de por allá sería menester que estuvieran a respetable distancia para que no me inficionasen, y éstos de por acá me olerían a rosas del Paraíso [...]» (Pepita Jiménez, 340-341).