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Caracterización no verbal del personaje femenino en la novela del siglo XIX: «Amalia» y «Pepita Jiménez»

María Herrera Rodrigo





En más de una ocasión se ha querido ver ciertas semejanzas en la caracterización de las protagonistas de dos novelas del XIX -por otra parte, tan diferentes-, como Amalia1 (1851-1855), del argentino José Mármol, y Pepita Jiménez2 (1874), del español Juan Valera. Curiosamente, ambas toman como título el nombre de sus protagonistas femeninas cuando en ningún caso puede decirse que sean el eje vertebrador de las obras respectivas. Porque, aun obviando la polémica sobre si es novela social, histórica o política, queda claro que el propósito de la primera trasciende con creces la simple anécdota del romance paralelo a los acontecimientos históricos que se relatan; en cuanto a la segunda, el debate moral sobre la virtud, y la lucha entre espiritualidad y sensualidad, los protagoniza, en realidad, el ingenuo seminarista, y no la joven viuda, mero «instrumento de perdición» en este caso.

Ambas novelas vieron la luz por el procedimiento, tan habitual en la época, de la publicación por entregas en la prensa periódica: Pepita Jiménez en la Revista de España, Amalia en el suplemento literario de La Semana, fundada por el autor durante su exilio en Montevideo. Aunque los efectos en la estructura y composición fueron diversos: más notables en la dosificación de la intriga en la novela argentina, menos perceptibles en la española; si bien en ambos casos se iban redactando paralelamente a la publicación, e incluso la de Mármol quedó interrumpida cuando la caída de Rosas, en 1852, propició su regreso a Buenos Aires, dejando a los lectores expectantes con la promesa -luego cumplida- de conseguir documentación para completar la obra.

Ambas coinciden también -además de en los galicismos e incorrecciones lingüísticas frecuentemente recriminados- en el uso del discurso epistolar, pero, sobre todo, en dejar para la historia magníficos frescos costumbristas de la vida de la época y de los países en los que se ubican: tanto de los usos íntimos y familiares como de las reuniones sociales, fiestas y celebraciones; de la vida urbana de una ciudad de Buenos Aires en crisis durante la primera mitad del XIX y de la vida rural del sur de España durante la segunda mitad del siglo, respectivamente. Sin embargo, el afán generalizador de Valera, que huye de la concreción hasta el punto de no dar ni el nombre del pueblo donde ocurre la historia, contrasta con el obsesivo detallismo de Mármol en la referencia de fechas, e incluso horas, de lugares, calles y plazas, de itinerarios que podrían seguirse sin dificultad. Aquí se oponen claramente la idealización poética y el afán de proporcionar un documento histórico que, si no lo era para los contemporáneos, por la proximidad de los hechos, lo es para nosotros, y con esa finalidad explícita fueron narrados por su autor.

Porque cada una de estas dos novelas responde a planteamientos radicalmente enfrentados de sus respectivos autores: la idea del arte por el arte de Juan Valera, manifiesta con insistencia en sus cartas y en sus escritos teóricos, aunque discutida, a veces, a la luz de su obra; y el didáctico afán de denuncia de la dictadura rosista de José Mármol, que vio en el folletín un arma eficaz en la educación política del pueblo argentino.

Sin embargo, otro punto en común las une todavía: los fundamentos autobiográficos que podemos rastrear en las dos obras narrativas. Es indiscutible la proximidad ideológica y afectiva entre los dos protagonistas masculinos de Amalia y su autor, que podríamos decir que se desdobla en estos dos personajes carismáticos y complementarios: uno es la acción (Daniel Bello), el otro la emoción (Eduardo Belgrano); juntos constituyen el héroe romántico que vive en continua contradicción, ya que encarnan las actitudes opuestas que se daban en los jóvenes liberales bonaerenses de la época: la resistencia activa o la huida hacia el exilio, en ambos casos para combatir la dictadura de Rosas, pero de distinta manera. La crítica ha sabido encontrar en la novela las anécdotas de la peripecia vital del autor que le llevó a militar en el bando de los proscritos, unas veces atribuidas a Daniel, otras a su entrañable amigo Eduardo3.

En cuanto al seminarista don Luis de Vargas, no se puede decir que constituya, precisamente, el alter ego de Valera, pero sí que reproduce con frecuencia muchas de las reflexiones que él mismo se hacía a partir de ciertas teorías filosóficas que le preocupaban sobremanera, como el krausismo, contra el que militaba, o el enfrentamiento neoplatónico de las dos clases de amor, y que Leonardo Romero va identificando tanto en la «Introducción» a su edición de la novela como en las innumerables notas a pie de página, en las que da la referencia puntual y precisa de los pasajes del epistolario o del corpus ensayístico con los que encuentra conexión. Eso sin contar con que la anécdota que origina la novela está basada, según comenta Manuel Azaña4, en una historia familiar protagonizada en Cabra, en 1829, por doña Dolores Varela y Viaña, quien, viuda de un anciano, volvió a casarse con su joven prometido y ex seminarista don Felipe Ulloa.

Como la ambientación de Buenos Aires y, ocasionalmente, de Montevideo para la Amalia de José Mármol, también el paisaje de Pepita Jiménez se corresponde con los escenarios de la infancia y la juventud de su autor, idealizados, eso sí, y desprovistos de la pobreza y ruindad que, sin embargo, le atribuye en sus cartas familiares5, hasta el punto de llegar a una «geografía imaginada» que «supone la construcción de una comarca poetizada cuyos equivalentes reales son las poblaciones existentes en torno a Cabra», según observa Leonardo Romero6, quien recrimina a la crítica positivista que

no ha reparado en la novedad narrativa que supone la invención de un territorio poetizado al que se trasladan datos del espacio real y que funciona en el conjunto de las novelas del autor como un espacio imaginado al modo del faulkneriano condado de Yoknapatawpha7.



En ambos casos, el paisaje se hace eco de los estados de ánimo de los personajes, y así como en Pepita Jiménez la exuberancia de las huertas cultivadas proporciona el marco ideal que invita al disfrute de los placeres sensuales, en Amalia las orillas agrestes del río a las afueras de Buenos Aires, retratadas en inquietantes escenas nocturnas, consiguen transmitir al lector toda la fuerza de las emociones que transitan por sus páginas. En este peculiar tratamiento del paisaje comenzamos a percibir la gran cantidad de signos no verbales que traducen los pensamientos y los sentimientos de los personajes de una manera simbólica pero, sin duda, mucho más precisa de lo que en principio pudiera parecer.


La cara, espejo del alma

Sobre todo en Amalia, los argumentos políticos de Mármol se revisten de una retórica no verbal que representa simbólicamente la oposición maniqueísta entre los buenos y los malos, los unitarios y los federales... la civilización y la barbarie, en definitiva, en los términos en que habían quedado definidas en el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento. Los buenos, que a su alta cuna añaden una esmerada educación europea, presentan en su rostro, en su porte, en sus maneras y en su vestido signos inequívocos de belleza y buen gusto que los distinguen claramente de los malos, quienes no pueden disimular en su aspecto las huellas indelebles de su maldad congénita y cultivada.

José Mármol toma al pie de la letra la máxima que dice que la cara es el espejo del alma y, siguiendo los dictados del arte antiquísimo de la fisonomía, pretende reconocer en los rostros de sus personajes los signos inequívocos de la bondad y de la maldad, que identifica, sin ningún reparo, con la belleza y la fealdad, respectivamente. Se confunden así las cualidades estéticas con las morales, y hasta con las intelectuales, porque a mayor belleza y bondad corresponde también más inteligencia, según prejuicios ancestrales, que van mucho más allá de la simple percepción subjetiva de la realidad, hasta llegar a justificar un rígido ideario clasista y racista8 como el manifiesto enfáticamente por el narrador en el párrafo siguiente:

El tono imperativo de esta orden y el prestigio moral que ejercen siempre las personas de clase sobre la plebe, cualquiera que sea la situación en que estén colocadas, cuando saben colocarse a la altura de su condición, influyó instantáneamente en el ánimo de los seis personajes que, por una ficción repugnante9 de los sucesos de la época, osaban creer, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases obscuras, y amalgamádose la sociedad entera en una sola familia.


(Amalia, 86)10                


Declaración explícita de tales fundamentos es el retrato del comandante Cuitiño, paradigma de la maldad federal:

Su cabello desgreñado caía sobre su tostado semblante, haciendo más horrible aquella cara redonda y carnuda, donde se veían dibujadas todas las líneas con que la mano de Dios estampa las propensiones criminales sobre las facciones humanas.


(Amalia, 57)                


Podemos compararlo, en contrapartida, con la frase que cierra la descripción de la prometida de Daniel Bello, Florencia Dupasquier:

[...] completaban lo que puede describirse de aquella fisonomía distinguida y bella, en que cada facción revelaba delicadeza de alma, de organización y de raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva es siempre ingrata.


(Amalia, 85)                


Prototipo de belleza unitaria es la de Amalia, tal como se nos aparece en las primeras escenas de la novela, vista a través de los ojos de Eduardo, aunque retratada por el narrador:

En aquel momento Amalia estaba excesivamente pálida, efecto de las impresiones inesperadas que estaba recibiendo; y los rizos de su cabello castaño claro, echados atrás de la oreja pocos momentos antes, no estorbaron a Eduardo descubrir en una mujer de veinte años una fisonomía encantadora, una frente majestuosa y bella, unos ojos pardos llenos de expresión y sentimiento y una figura hermosa, cuyo traje negro parecería escogido para hacer resaltar la luciente blancura del seno y de los hombros, si su tela no revelase que era un vestido de duelo.


(Amalia, 24)11                


Muy significativo es también el retrato de María Josefa Ezcurra, cuñada del dictador, a quien previamente ha dedicado Mármol, por boca del narrador, un encendido párrafo en el que le atribuye «muchas de las malas semillas que la mano del genio enemigo de la humanidad arroja sobre la especie, en medio de las tinieblas de la noche» (Amalia, 87)12, y a quien hasta el aliento le huele mal, porque parecía «que estaba tan envenenado como su alma» (Amalia, 92):

[...] mujer de pequeña estatura, flaca, de fisonomía enjuta, de ojos pequeños, de cabello desaliñado y canoso, donde flotaban las puntas de un gran moño de cinta color sangre13, y cuyos cincuenta y ocho años de vida estaban notablemente aumentados en su rostro por la acción de las pasiones ardientes.


(Amalia, 88)                


Hasta la belleza reconocida e indiscutible de Agustina Rosas, la joven hermana del dictador, por ser federal, resultaba grosera:

[...] había en ella demasiada bizarría de formas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y espiritual, que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella de nuestro siglo, en que el espíritu y el sentimiento campan tanto en las condiciones del gusto y del arte.


(Amalia, 168)                


Por otra parte, la gesticulación facial, el peinado, el vestido y el calzado constituyen también un elocuente sistema de expresión no verbal de lo que la lengua calla, por represión impuesta o por disimulo voluntario. En las dos parejas de protagonistas, que deben pasar por federales en público, cuando en realidad conspiran con los unitarios, la mentira y el fingimiento no verbal son imprescindibles para garantizar su seguridad. Daniel y Florencia consiguen sus propósitos sin excesivo esfuerzo, gracias al dominio sobre la expresión de las emociones que su exquisita educación les garantiza14. A Eduardo y Amalia, de temperamentos más apasionados, les resulta más difícil controlar sus impulsos, y en más de una ocasión comprometen sus vidas por este motivo, como cuando ella se declara unitaria, en un arranque de valor y dignidad, en el airado diálogo que mantiene con el jefe de la policía durante el registro de su casa (tercera parte, cap. XV), o como en las impertinentes intervenciones de su prometido -que Daniel tiene que disimular- en la conversación mantenida con el embajador inglés, señor Mandeville, para sondear las posibilidades de asilo (quinta parte, cap. XIV).

Rosas, por su parte, no sólo domina el arte de expresar con el rostro más que con la palabra, lo que le ayuda a ejercer su dominio sobre los demás, sino que también es capaz de leer como en un libro abierto en los rostros de sus interlocutores, que se sienten indefensos ante la perspicacia de su mirada inquisidora:

-No todo, señor Mandeville -dijo Rosas, echándose para atrás en su silla y fijando sus ojos como dos flechas sobre la fisonomía de aquel en quien, al parecer, iba a estudiar el fondo de su conciencia.


(Amalia, 80)15                


Y, por supuesto, también es el dictador hábil en el disimulo de la expresión de sus verdaderos pensamientos y sentimientos en el rostro, lo que se hubiera tomado por debilidad, y que sólo se permite a buen recaudo de miradas indiscretas:

Un cuarto de hora después, él mismo había cerrado la puerta exterior del gabinete y se paseaba por él a pasos agigantados, impelido por la tormenta de sus pasiones, que se hubieran podido definir y contar en los visibles cambios de su fisonomía.


(Amalia, 81)                


Este disimulo no le resulta tan fácil a su hija, Manuela Rosas, «el ángel de la federación», que dormía sobre la cama, presta a obedecer las órdenes de su padre, completamente vestida, y «cuyo traje abrochado hacía dificultosa su respiración» (Amalia, 47)16, y a menudo «guardaba silencio con los labios, mientras bien claro se descubría en las alteraciones fugitivas de su semblante la intensa conversación que sostenía consigo misma» (Amalia, 55).




El rojo y el azul

Los signos externos de la civilización y la barbarie, enfrentados como dos modos de vida irreconciliables, alcanzan su más elevada representación simbólica en los colores rojo y azul, que se identifican con la ideología federal y unitaria, respectivamente. En las fechas en las que se desarrolla la acción de la novela de Mármol, la llamada «época del terror» de Rosas, la fiebre de los federales era tal que exigía constante declaración de federalismo en el seguimiento estricto de la moda oficial, en la ostentación de símbolos como el peinado y el vestido adornados con la «divisa punzó»:

Porque hasta los días en que estamos de 1840, el más o menos federalismo se calculaba por el mayor o menor tamaño de las divisas; y dos personas que se encontraban sabían perfectamente la opinión a que ambos pertenecían con sólo mirarse el ojal de la casaca si eran hombres o la cabeza, si eran señoras.


(Amalia, 170-171)                


Pero no todos los bonaerenses se sometían a las instrucciones del gobernador, como denuncia el jefe de policía, Victorica:

-Ya se lo he dicho a Vuecelencia muchas veces: la Universidad y las mujeres son incorregibles. No hay forma de que los estudiantes usen la divisa con letrero; me ven venir por una calle y, casi a mi vista, desatan la cintita que llevan al ojal, y se la guardan en el bolsillo. Tampoco hay medio para que las mujeres usen el moño fuera de la gorra17, aun sin gorra, la mayor parte de las unitarias, especialmente las jóvenes, se presentan en todas partes sin la divisa federal. Yo, en lugar de Vuecelencia, haría prohibir las gorras en las mujeres.


(Amalia, 67)                


No es por casualidad que tales escarapelas y divisas -asociadas por los unitarios a la sangre que Rosas hacía verter- encuentren la más firme resistencia entre los estudiantes, abanderados de la cultura y la civilización, y las mujeres, eficaces trasmisoras, en la familia tradicional, de los valores morales y de las señas de identidad social, que se veían amenazados por las doctrinas federales. Particularmente estas últimas, más serenas y dignas que los hombres, obligadas por el exilio de sus maridos -o por el miedo de los que quedaban-, se habían convertido en baluartes de las doctrinas unitarias y desafiaban temerariamente a la autoridad federal.

Las damas unitarias se recluyen por principios, para no tener que exhibir la divisa ni tratar con gentes que no son de su condición; sienten como una auténtica humillación tener que alternar en las fiestas federales con lo más degradado de la Mazorca, pero se ven obligadas a hacerlo para proteger a sus maridos, a sus hijos o a sus hermanos. Se resisten tercamente a lucir la divisa punzó, y cuando la llevan procuran que se vea lo menos posible, como Amalia en el baile del 24 de mayo de 1840 en honor de Manuela Rosas:

El resto de sus hermosos cabellos castaños circundaba la parte posterior de su cabeza en una doble trenza que parecía sujetada solamente por un alfiler de oro a cuya extremidad se veía una magnífica perla; y bajo la trenza, en el lado izquierdo de la cabeza, se descubría apenas la punta de la cinta roja, adorno oficial impuesto bajo terribles penas por el Restaurador de las libertades argentinas.


(Amalia, 169)                


Tienen que ceder al imperio de la fuerza, pero se vengan manejando a su gusto los signos no verbales que las identifican como unitarias y que las diferencian de las federales manteniéndolas por encima de ellas merced a su dominio, por su educación, de la cortesía social, que aquellas desconocen. En este punto son muy ilustrativas todas las escenas del baile anteriormente mencionado, y de la cena que le sigue; especialmente sustanciosa es la conversación entre Amalia y una señora unitaria18 que Mármol prefiere dejar en el anonimato, tal vez por su carácter generalizador de un tipo social:

-Ése es nuestro único desquite: que lo sepan; que comprendan la diferencia que hay entre ellas y nosotras. Por lo demás, el riesgo no es mucho, porque ¿qué pueden hacernos? Por otra parte, no hablamos sino entre nosotras mismas.

-¿Siempre? -preguntó Amalia, con una sonrisa, la más maliciosa del mundo.

-Siempre, como ahora mismo, por ejemplo -contestó la señora de N... con el mayor aplomo.

-Perdón, señora; yo no he tenido el honor de decir a usted cómo pienso.

-¡Qué gracia! ¡Si desde que se sentó usted a mi lado me lo está diciendo!

-¿Yo?

-Usted, sí, señora. Fisonomías como la suya, maneras como las suyas, lenguaje como el suyo, no tienen, ni usan, ni visten las damas de la Federación actual. Es usted de las nuestras, aunque no quiera.


(Amalia, 176)                


Y, efectivamente, el dominio de las palabras galantes y de las buenas maneras es exclusivo de la gente educada y de calidad social. Los federales no saben comportarse en el baile, y mucho menos en la mesa19, a la hora de la cena; están «fuera de lugar», y las damas unitarias manifiestan su rechazo manteniendo una actitud de superioridad distante y de complicidad entre ellas:

Las damas federales se precipitaban a servir de satélites al astro radiante de la Federación de 1840 [Manuela Rosas]. Cada una quería acercársele y marchar junto a ella para colocarse a su lado en la mesa.

Las damas unitarias, al contrario, o se dejaban estar en su asiento, o se separaban lo más posible de las otras, cambiando entre ellas miradas conversadoras y significativas.


(Amalia, 196)                


Algunos críticos han querido ver, sin embargo, un intento de superación del maniqueísmo en la especial consideración, y tratamiento incluso afectuoso, de Manuela Rosas, a quien Mármol considera primera víctima de su padre y de la Federación, o en el hecho de dar a Daniel un padre federal, o incluso en la justificación del gaucho como producto de una naturaleza hostil... En este sentido vendría a incidir la presencia de algunos personajes curiosos, al margen de federales y unitarios, que sirven de contrapunto jocoso a todo el dramatismo de la novela, como son doña Marcelina, «cuyo flaco eran las citas literarias, y cuyo fuerte eran las citas de otra especie» (Amalia, 98), y don Cándido Rodríguez, maestro de primeras letras de Eduardo y Daniel, al que pierden las perífrasis y los circunloquios; resulta inigualable la escena en la que se juntan (tercera parte, cap. VII), cuyos efectos cómicos derivan del lenguaje que emplean, pero también del atuendo y la forma de comportarse20.




Amalia y Pepita

Entre Amalia y Pepita se dan, ciertamente, numerosas coincidencias: ambas son viudas jóvenes de ancianos amigos de la familia a quienes se habían unido sin amor y que las han dejado en la holganza económica; ambas viven sendas apasionadas historias de amor en circunstancias adversas. Pero, a partir de aquí, conviene ir despacio en la comparación: el final feliz del romance de la andaluza contrasta vivamente con el trágico destino, anticipado por presagios funestos, de la tucumana, como corresponde a su carácter romántico y al afán de denuncia política del autor.

Una diferencia esencial entre las dos atañe a las coordenadas espacio-temporales en las que desarrollan sus vidas; por supuesto, viven circunstancias históricas muy diferentes, pero sobre todo se desenvuelven en ambientes bien diversos: una gran ciudad como Buenos Aires, la primera, un pueblo innominado del sur de España, la segunda. La sobriedad y contención de Pepita contrastan con el lujo sofisticado de Amalia, aunque ambas destacan en su ambiente como mujeres singulares:

Y era Amalia, pues, una de esas privilegiadas criaturas que reúnen en sí aquella doble herencia del cielo y de la tierra, que consiste en las perfecciones físicas, y en la poesía o abundancia del espíritu en el alma.


(Amalia, 131)                


Ello es lo cierto que, o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está colocada, y, sin embargo, posee una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la rodea.


(Pepita Jiménez, 159)                


Muy significativa es, en este sentido, la desigual comparación de las casas de ambas: el refinamiento21 de los muebles, alfombras, cortinas y adornos de los salones afrancesados de Amalia dejan pobre la limpieza y el orden perfecto, nada pretencioso, de los de Pepita22. Pero especialmente en el vestido, la modesta elegancia de ésta haría reír a aquella:

No afecta vestir traje aldeano ni se viste tampoco según la moda de las ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.


(Pepita Jiménez, 159-160)                


En lo único en lo que Pepita se aparta de los usos aldeanos es en llevar guantes para mantener sus manos blancas, lo que permite a Valera extenderse en la explicación del simbolismo espiritual de este rasgo de nobleza y distinción que también firmaría Mármol, sin duda:

En efecto, yo me explico, aunque no disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me figura, a veces, que tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas. Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora. Imposible parece que quien tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle.


(Pepita Jiménez, 176)                


Tanto Pepita como Amalia viven retiradas23 y conservan el luto al principio de sus respectivas novelas -aunque ambas han vivido ya un año y medio de su viudez-, pero lo cambian por trajes más alegres cuando comienzan a ilusionarse por el amor, circunstancia nueva para ellas, acostumbradas a la desgracia. Y es precisamente en las escenas de cortejo donde más coincidencias descubrimos en lo relativo a la expresión no verbal del sentimiento y la complicidad de los amantes, de acuerdo con un código no escrito, y, sin embargo, asumido sin discusión por todos los enamorados.

Toda la fuerza de los mensajes amorosos suele concentrarse en las miradas elocuentes24 y en el cálido contacto de las manos. Un ejemplo paradigmático donde aparecen todos los signos no verbales de la expresión del amor y la felicidad conyugal lo encontramos en la escena de la boda entre Eduardo y Amalia:

Un suspiro desahogó el oprimido pecho, y en la presión de sus manos, en el rayo profundo de sus miradas, y en la sonrisa ingenua de sus labios, Amalia y Eduardo nadaron en espacios de ventura, atravesaron siglos de felicidad, y por primera vez el cristal de sus ojos fue empañado por una lágrima de ventura; y sus rostros, un momento antes tan pálidos, se sonrojaron de improviso con los relámpagos de su propia dicha.


(Amalia, 517)                


Curiosamente, la novela de Mármol, tan abundante, como vamos viendo, en caracterizaciones no verbales, no lo parece, sin embargo, en las escenas amorosas -por otra parte tan escasas y convencionales- como la de Valera, en la que puede observarse el proceso de enamoramiento entre Pepita y don Luis, más que en la evolución de los diálogos, en el progresivo acercamiento físico que va de las miradas fugaces a la relación carnal, pasando por los roces eléctricos, besos robados y abrazos compulsivos, en una evolución escalonada que recuerda las etapas del cortejo de los trovadores medievales a sus damas feudales.

No encontramos en Amalia tampoco los símbolos cargados de erotismo que aparecen en Pepita Jiménez: como consecuencia inmediata a la demostración de doma del caballo exhibida por el seminarista, ella «hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a hacer conmigo -en palabras de don Luis-: me alargó la mano» (Amalia, 220). Este gesto supone un paso firme en el camino sin retorno del acercamiento amoroso -a pesar de las exageradas protestas de inocencia, o precisamente por ello25-, porque

Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno dar siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta corriente ceremonia, en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si se procede con pureza y sin el menor átomo de liviandad, no verá usted nada malo ni peligroso.


(Amalia, 221)                


Aunque hay gran número de caballos y jinetes en Amalia, nunca puede atribuírseles semejante valor, tal vez porque se considera la «emoción erótica» de mal gusto, indigna de figurar asociada a los «nobles unitarios» que protagonizan la novela. Por esta misma razón, sólo nos parece identificarla en dos ocasiones, y siempre atribuida a personajes federales: al mismo dictador, de quien, en la terrible escena de la humillación de su propia hija (primera parte, cap. IV), se sugiere una oscura pasión por ella26; y a Nicolás Marino, el redactor de La Gaceta Mercantil, que mira a Amalia «con los ojos que él tiene» -al sesgo27-, «que es lo peor que puede sucederle a una joven de [su] belleza» (Amalia, 175), y que desde ese momento emprende su persecución y acoso28.

La naturaleza de la relación amorosa entre Amalia y Eduardo es siempre, por el contrario, de una pureza inmaculada; se limitan a mirarse a los ojos y entrelazar sus manos en una comunicación espiritual, más que física, y eso no varía a lo largo de la novela, desde que se conocen hasta después de su enlace:

-¡Oh! Repítalo usted, Eduardo -exclamó Amalia, oprimiendo otra vez entre las suyas la mano de Belgrano y cambiando con los ojos de éste miradas indefinibles, magnéticas, que trasmiten los fluidos secretos de la vida entre las organizaciones que se armonizan, cuando, en ciertos momentos, están templadas en el mismo fuego divinizado del alma.


(Amalia, 156)                


En ese instante ella y él se cambiaron el alma en las miradas, y en el calor de sus manos se transmitían la vida.


(Amalia, 522)                





Conclusión

José Mármol y Juan Valera coinciden en manifestar una clara conciencia de la importancia de los lenguajes no verbales en las relaciones sociales. En Pepita Jiménez, la peripecia sentimental se nos presenta dinámicamente, con todos sus matices, en su evolución progresiva desde el primer encuentro hasta la definitiva unión conyugal. Tenemos acceso a las reflexiones del seminarista sobre sus propios sentimientos y las implicaciones morales de su experiencia amorosa a través de sus cartas al Deán, y del narrador omnisciente de los paralipómenos; y así sabemos cómo va descodificando, con miedo al principio, pero con una seguridad progresiva, los mensajes no verbales de la joven viuda, que le comunica su amor con la mirada, pero también con la sonrisa, con la dulzura de su voz, con los vestidos que destierran el luto... mensajes a los que responde en el mismo sentido hasta el paréntesis de distanciamiento, que traduce su lucha interior contra ese amor profano que por su voto religioso le está prohibido. La detallada descripción de los signos no verbales y las manifestaciones de afecto mutuo nos conduce sutilmente por el itinerario del progresivo acercamiento e intimidad física entre los enamorados.

En Amalia, en cambio, las relaciones amorosas -diluido el protagonismo de Amalia y Eduardo por el romance paralelo entre Daniel y Florencia- no pasan del tópico, como tópicas son también las manifestaciones externas: los amantes se limitan a intercambiar miradas elocuentes y a «hacer manitas»...

La débil trama sentimental sirve aquí de mero telón de fondo de los acontecimientos históricos, que son los que en realidad interesa relatar al novelista. Pero es precisamente en el retrato estereotipado de los actores de este drama donde alcanza su plenitud la estilización simbólica de los signos no verbales que traducen el juego de ideologías enfrentadas e irreconciliables.

La importancia de las formalidades y de las «buenas maneras» en la opinión de los unitarios, como manifestación externa de la calidad social y la educación europea, junto con la necesidad de expresar en silencio lo que con palabras no podían decir: sus señas de identidad y la fidelidad a sus principios, dan lugar a la articulación, a lo largo de la novela, de un amplio repertorio de elementos simbólicos que alcanzan su más elevada expresión en la ostentación de la refinada elegancia y los rígidos principios de la cortesía europea por parte de las mujeres unitarias, obligadas por las circunstancias a relevar a los hombres en la defensa de los valores tradicionales, frente a los signos de barbarie y desprecio de la civilización de los federales.

En cuanto a la caracterización de las heroínas, podemos hablar de un idealismo similar, aunque con los matices propios de la distancia temporal que las separa, las circunstancias históricas y la diferencia de propósitos que mueven a los autores. Pepita y Amalia responden, en fin, al mismo tópico romántico de mujer idealizada física y moralmente, porque pertenecen a una misma tradición poética que arranca, quizás, de los trovadores; ambos son personajes míticos de la literatura en lengua española, prototipos femeninos y referentes obligados en el estudio del papel social de la mujer en el arte y en la cultura occidental.







 
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