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ArribaAbajo «El sagaz perturbador del género humano»: Brujas, perros embrujados y otras demonomanías cervantinas

Mauricio Molho



Université de La Sorbonne

This paper analyzes various demonomaniacal manifestations in Cervantes' work: What is the role of the devil? Does Cervantes' devil belong to the philosophico-religious apparatus of Christianity? What is the nature of his sagacity? How does he operate when he doesn't delegate his powers to witches or warlocks?


A Pippo, cane romano.

La demonomanía cervantina es sin duda la parte más misteriosa y ambigua de una obra que puede legítimamente considerarse como recóndita e impenetrable. ¿Qué pensaba Cervantes de las prácticas que evoca en sus escritos? ¿Qué idea tenía de las brujas? ¿Creería en la eficacia de sus maleficios? No basta decir que le seguía el hilo a la corriente, porque también podría ser que se limitara a reproducir el común discurso de la gente (lo que se decía en la calle) sin que por ello sea lícito identificarlo con los protagonistas o hablantes de sus novelas.

Las brujas y hechiceras no son sino la parte visible de un reino soterraño regido por el diablo. ¿Quién es el diablo para Cervantes? ¿Y quién es Dios? No disponemos por ahora de un libro informado acerca de la religión en Cervantes, y menos aun   —22→   sobre la religión de Cervantes, que es empresa fracasable que nadie ha osado acometer.

La obra cervantina es sin duda la más aparentemente «laica» (quiero decir: marginal en relación al tema católico) del Siglo de Oro. No sacaré más que dos o tres muestras.

Al acercarse don Quijote a la Cueva de Montesinos, «salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos... que dieron con [él] en el suelo». Y añade el siguiente comentario: «Si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal» (II, 22). Ni una sola vez en todo el libro ese «católico cristiano» se nos aparece oyendo misa ni haciendo el señal de la cruz: no se persigna ante los grajos de la cueva, como tampoco ante el demonio que abre el cortejo de Merlín en la cacería del Duque (II, 34-35).

He aquí otro caso: en el «Celoso extremeño» Carrizales muere sin confesión ni recibir los sacramentos. Tampoco los recibe explícitamente don Quijote: «Hizo salir la gente el cura, quedó solo con él y confesóle» (II, 74). La cordura recobrada llega hasta confesarse, no a más. Y no se me objete que en ambos casos el sacramento (comunión, extrema unción) va por sí solo, pues un sacramento no es cosa para quedarse en entredicho, sin contar que tantas son las cosas que unas veces se mientan y otras no, que no hay más ley que la de la lectura literal, es decir al pie de la letra.

Por último permítaseme aducir un conocido pasaje del Quijote (I, 26) que ya fue citado y comentado por Américo Castro. Don Quijote se ha quedado en Sierra Morena para imitar las locuras de Roldán y de Amadís: está solo y en paños menores, preguntándose cómo mejor podría remedar los modelos de la andante caballería: «'Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por donde tengo de comenzar a imitaros. Más ya sé que lo más que hizo fue rezar y encomendarse a Dios, pero ¿qué haré de rosario, que no le tengo?' En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que quedaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías».

Castro comenta: «Si el pañal astroso de don Quijote sirve para rezar en él un millón de avemarías, poca importancia tienen para el autor el rosario y las avemarías. Ni Lope ni Quevedo   —23→   se habrían atrevido a tal profanación» (Pensamiento, p. 264). Pero lo grave del caso no es tanto la irreverente improvisación del rosario21 como el que don Quijote no rece de propia intención sino sólo para imitar a Amadís en la más desenfrenada parodia, sin contar que Amadís debía llevar rosario y don Quijote no.

La dificultad del tema de la religión en Cervantes -con el que está íntimamente relacionado el del mal, de la tentación y del diablo- está en que abundan discursos contradictorios. Así, por ejemplo, se declaran cristianos católicos en el Persiles el bailarín Rutilio (I, 8) y el anciano Mauricio (I, 12), lo que no empece para que luego disientan de los preceptos de la Iglesia sobre los maleficios hechiceriles y las manifestaciones de licantropía. Pero téngase en cuenta que los que se dicen católicos son personajes de ficción que se expresan desde situaciones narrativas que les son propias.

Es más: los Trabajos de Persiles y Segismunda a los que acabo de aludir, han dado lugar a lecturas católicas, atribuyendo al autor un proyecto claramente católico con el tema de la peregrinación y de su culminación en Roma. Lecturas fáciles, a las que es preciso substituir una lectio difficilior.

No es éste el lugar de examinar a fondo y contradictoriamente la lección del Persiles, por más que sea libro clave para el tema. Recuérdese el relato de Rutilio que una bruja salvó del suplicio raptándole por los aires. Apenas hubieron tocado tierra cuando «comenzó a abrazarme no muy honestamente. Apartéla de mí con los brazos y, como mejor pude, divisé que la que me abrazaba era una figura de lobo... [Mis pocas fuerzas] me pusieron en la mano un cuchillo que traía, y con furia y rabia se le hinqué por el pecho a la que pensé ser loba, la cual cayendo en el suelo, perdió aquella figura, y hallé muerta y perdiendo sangre a la desventurada encantadora» (I, 8). Poco después se entera Rutilio que está en Noruega, tierra de «maleficios y hechiceras», pues «hay mucha abundancia [de ellos] en estas septentrionales partes». Y de hecho los dos primeros libros del Persiles, que   —24→   transcurren en tierras del septentrión, son los de las magas (recuérdese a la terrible Cenotia) y de los bárbaros.

No creo que se deba leer el Persiles como geografía real, por más que movilice informaciones procedentes de Olao Magno, sino como un relato de geografía fantástica o, mejor dicho, mítica. Si las partes septentrionales son tierras de maleficios y brujerías, las partes meridionales han de ser, por oposición y contraste, tierras de transparencia y de prácticas cristianas. Portugal, España, Francia e Italia se inscriben en una geografía meridional tan mitológica y «objetiva» como la del septentrión.

Entre las dos geografías no dejan de existir interpenetraciones y transferencias. De modo que si aparecen brujas y hechiceras en Italia o España, no son sino emanaciones del septentrión mítico como la maga que raptó Rutilio de Florencia a Noruega. A la inversa, existen en el septentrión hombres meridionales que trasladan al norte la claridad y transparencia meridionales, como el mismo Rutilio, y su informador italiano en tierras noruegas, el bárbaro español y su familia que viven ocultos en islas pobladas de bárbaros, pero que abrigan en su pecho la presencia de su espacio originario.

La línea divisoria de ambos mundos la define la fe católica «que en aquellas partes septentrionales andaba algo de quiebra» (IV, 12). Por ello, Auristela/Segismunda se hace enseñar en Roma por dos penitenciarios «lo que a ella le parecía que le faltaba por saber de la fe católica» (IV, 5). Si el septentrión es tierra de brujería, es decir del diablo, a la parte meridional, que es el polo opuesto, corresponde la presencia de un Dios que los fieles manifiestan en la observancia del rito católico.

Esa geografía mítica se significa además por una oposición cósmico-simbólica. Al septentrión, negativo por lo que toca a Dios, responde una prolongada oscuridad nocturna, mientras que al mediodía católico le toca el retorno diario de la luz.

Además de ser tierra de brujas, el Septentrión es espacio de barbarie, tiranía y perpetua esclavitud, -a diferencia de las partes meridionales en que la práctica cristiana es exponente de un espacio civilizador con leyes y fueros reconocidos, en que las pasiones se rigen en bien o en mal según cánones morales representativos de una ratio civil y humanística.

Roma funciona, pues, como centro de un espacio mítico, en el que se incluye un espacio real que entre otros atributos detenta el de ser un territorio sagrado reservado a prácticas rituales. Un peligroso error sería el de interpretar la Roma del Persiles en función de este último rasgo, que no es sino una de tantas   —25→   caracterizaciones posibles de ese objeto mítico-simbólico definidor del mundo meridional.

La Roma del Persiles tiene más de la urbe turístico-devota de las peregrinaciones que de la metrópoli de la fe. Su carácter ambiguo se marca de entrada por la acogida de los peregrinos por los alojadores judíos. Tiene sus basílicas, sus estaciones famosas, pero también sus cortesanas.

Muy significativo es el doble soneto con que se la saluda. A un soneto en loor de Roma:


¡Oh grande, oh poderosa, o sacrosanta
alma ciudad de Roma!



replica otro soneto en vituperio de la ciudad, que compuso «habrá pocos años... un poeta español, enemigo mortal de sí mismo y deshonra de su nación» (IV, 3). Los dos sonetos son tópicos. Sólo se enuncia el laudativo, pero por debajo del elogio se oculta, en un espacio de no-dicho, el vituperio, como si el loor de Roma no pudiera dejar de llevar un vituperio implícito.

Por lo que se me hace difícil consentir, por sólo el libro romano, a la lectura católica del Persiles.

El discurso del mundo brujo es el de la licantropía, discurso controvertido tanto en el septentrión como en las partes meridionales. La licantropía de las hechiceras -dirá el huésped de Rutilio- «cómo pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico no lo creo. Pero la experiencia me muestra lo contrario» (I, 8). ¿Ilusión del demonio? Como quiera que sea, la brujería es cosa de experiencia, y Rutilio lo confirma, así como el bárbaro español que, intentando ganar al remo en medio del mar furioso una isla próxima «despoblada de gente humana, aunque llena de lobos que por ella a manadas discurrían», de pronto le pareció -según él dice- «que la peña que me servía de puerto se coronaba de esos mismos lobos que en la marina había visto, y que uno dellos -como es la verdad- me dijo en voz clara y distinta, y en mi propia lengua: 'Español, hazte a lo largo, y busca a otra parte tu ventura, si no quieres en ésta morir hecho pedazos por nuestras uñas y dientes; y no preguntes quién es el que esto te dice, sino da gracias al cielo que has hallado piedad entre las mismas fieras'» (I, 5). El carácter poético del pasaje se marca en la misma métrica del discurso. Con todo esos lobos desdicen de la aserción dogmática del anciano Mauricio: «Quede desde aquí sentado que no hay gente alguna que mude en otra su   —26→   primer naturaleza» (I, 18). Habráse reconocido la problemática de Montilla tal como se expone en el Coloquio, donde los perros discuten, contra las aserciones de la Cañizares, de si son perros u hombres en figura de perros.

La mutación licantrópica produce lobos en el septentrión, y perros en tierras meridionales. Lobos y perros proceden ambos del maleficio o hechizo. De ahí el don de palabra que les es conferido. Ambas especies pertenecen al grupo de los cánidos, diferenciándose por signo negativo o positivo.

El animal negativo es el lobo; el positivo, el perro. La negatividad del lobo es indisociable de su natural fiereza, propia de las partes septentrionales. La positividad del perro -que no es sino un lobo atenuado, casero- se marca por su fidelidad en servir al hombre, su lucidez canina, que tal vez procede en Cipión y Berganza de su humanidad oculta. ¿No proclama el Coloquio que el perro es más hombre que el hombre y que, en todo caso, no hay más lobo que el hombre? De hecho, no existe lobo alguno en el espacio del Coloquio, pues los lobos por los que tocan a relato no son sino los mismos pastores, como si las dos licantropías, la negativa y la positiva, se excluyesen recíprocamente.

Por motivos que han desentrañado los historiadores, las brujas y sus maleficios asedian la imaginación del occidente desde las postrimerías del siglo XV. El problema de saber si Cervantes creía o no en brujas y encantadores, carece de solución. Sus brujas son las de una sociedad obcecada por sus pecados e inclinada a invocar intermediarios que le allanen el camino de la tentación.

El papel de la bruja hospitalera de Montilla consiste en exponer al perro y por el perro al hombre que le escucha, la causa y condición de su pecado. Éste nace del dominio que ejerce Satanás sobre las criaturas de Dios, dominio del que brujas e hechiceras no son sino el exponente visible y manifiesto.

Su función es más de exposición que de acción, pues la bruja del Coloquio no tiene poder mágico, salvo el de hundirse en un sueño cataléptico que le permite acudir a los convites y aquelarres en que se juntan entorno al Cabrón cantidad de brujos y brujas para «comer desabridamente» y entregarse a prácticas «sucias y asquerosas». Cañizares comenta: «Hay opinión que vamos a esos convites sino con la fantasía en la cual nos representa el demonio las imágenes de todas aquellas cosas que después contamos que nos han sucedido».

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Esta tesis es la de Cornelio Agrippa y Wierus, que se niegan a reconocer poder alguno a las brujas, en su afán de reducir el fenómeno aparentemente sobrenatural al orden de naturaleza. «Reverencian y adoran solamente a su fantasía corrompida por las imaginaciones que les suministra el Maligno», escribe Wierus22.

Otra tesis contraria a la naturalista es que van al aquelarre «verdaderamente en cuerpo y alma». Pero para la Cañizares, que es una fina observadora de los trastornos psíquicos, «ambas opiniones son verdaderas, porque todo lo que nos pasa en la fantasía es tan intensamente que no hay que diferenciarlo de cuando vamos real y verdaderamente».

La función esencial de la bruja de Montilla, consiste en manifestar la raíz diabólica del mal. La Cañizares distingue entre males de daño y males de culpa: «Los males que llaman de daño... son todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a los pueblos, las muertes repentinas, los naufragios, las caídas» y «vienen de la mano del Altísimo y de su voluntad permitente», mientras que los males de culpa «vienen y se causan por nosotros mismos». Porque «Dios es impecable, de do se infiere que nosotros somos los autores del pecado, formándole en la intención, en la palabra y en la obra, todo permitiéndolo Dios por nuestros pecados».

Esas declaraciones se aclaran si se confrontan con la doctrina del Padre Rivadeneyra en su Libro de las tribulaciones: «En el pecado que hace el hombre concurren dos cosas: la una, el movimiento y acto natural, que es el fundamento de aquella obra, y la otra la desorden que con ella se hace. De la primera es autor Dios, y de la segunda el hombre... De la desorden y deformidad que intervienen... no es causa Dios, aunque la permite; y permítela por dejar al hombre en la libertad con que le crió, y por sacar de ella mayores bienes... Porque así como en el fuego que hacemos se quema y consume la leña, y pierde su ser y forma de leña, lo cual en sí es malo; pero de este mal se sigue el alumbrarse el hombre, el cocerse las viandas, el purificarse el aire, y otros buenos efectos que hace el fuego; y éstos son mayores bienes que fue el mal del gastarse y corromperse la leña; así Dios Nuestro Señor permite el mal de la culpa para descubrir por él los tesoros y riqueza de su gloria».

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Al diálogo de la bruja y del perro responde, pues, el de la bruja y del jesuita. Pero lo que más importa observar es que la doctrina teológica del Coloquio no la expone el hombre de Dios sino la sierva del diablo. El jesuita es un personaje silencioso que sólo predica por boca de la bruja, como si Dios hubiera elegido enunciarse mediante el discurso diabólico.

En virtud del pacto diabólico que la vincula a la raíz de todo mal, la Cañizares descubre al alférez Campuzano, atento al discurso del perro Berganza, en qué consistió su pecado o mal de culpa: la lujuria que encendió en él la vista de doña Estefanía de Caicedo, y que se mudó luego en avaricia por el apetito de hacerse con sus bienes. Todos recuerdan el triste desenlace de la aventura: «Yo, que tenía entonces el juicio no en la cabeza, sino en los carcañares, haciéndoseme el deleite en aquel punto mayor de lo que en la imaginación le pintaba, y ofreciéndoseme a la vista la cantidad de hacienda que ya la contemplaba en dineros convertida, sin hacer otros discursos que aquellos a que daba lugar el gusto, que me tenía echados grillos al entendimiento...». El mal de culpa -explica Campuzano- es ante todo un trastorno del juicio, una ceguera del entendimiento que conduce al pecador a salirse de toda discreción y cordura. Ese desorden, dirá Cañizares, se causa en nosotros «permitiéndolo Dios por nuestros pecados», y lo permite -comenta Rivadeneyra- «por dejar al hombre en la libertad en que le crió».

Pero la brujería no es más que un caso específico de dedicación al demonio, del que la bruja es la mediadora privilegiada, aunque no la única. Cualquier alma un tanto perversa asume la misma función oscuramente o a las claras.

Recuerden, pues, el ambiguo entremés de la Cueva de Salamanca y el personaje del Estudiante aparentemente jocoso y burlón que pretende saber de nigromancia por haberse enseñado en la diabólica sacristía de San Cebrián: figura equívoca de la que no se sabe si hace de diablo paródico o verdadero23. Astucia propiamente diabólica la que consiste para el Demonio en invertirse en un personaje que se pregona por diablo o domador de diablos.

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Un rasgo de la Cueva de Salamanca, es que pervierte el motivo folclórico que la inspira: el estudiante de la tradición trabaja contra el amante y a favor del marido injustamente burlado. Por el contrario, el de la Cueva se dispara esencialmente contra el marido, Pancracio el todopoderoso. Ello constituye un comportamiento claramente demoníaco, pues apunta no a defender sino a arruinar en la persona del paterfamilias la institución matrimonial fundada en el sacramento.

Al enterarse de que tiene en su casa un huésped nigromántico, Pancracio le declara su deseo de «ver lo que nunca ha visto» y «ser enseñado en la ciencia y ciencias que se enseñan en la Cueva de Salamanca». El pecado de Pancracio, inspirado por su bobería, es el de la curiosidad: pecado de conocimiento, que se emparenta con la tentación original de comer la fruta del árbol de la ciencia. Dicho de otro modo, la bobería de Pancracio consiste en no comprender que el ingresar en la cueva nigromántica, implica la suspensión de la ley cristiana y concretamente la del matrimonio y de las muchas obligaciones contraídas con el sacramento. La estupidez del personaje sirve para disimular con un velo de cómica inocencia la gravedad de su comportamiento, salvando de ese modo el orden y estilo del entremés.

El autor de ese desbarajuste familiar es el estudiante diabólico que consigue sus fines sin más ardid que el habitual del demonio: la seducción.

La única en presentir el engaño es Cristinica la criada, que murmura entre dientes: «El mismo diablo tiene el estudiante en el cuerpo...». La frase enuncia la parábola del entremés, y debe entenderse al pie de la letra.

No siempre el demonio necesita trujamán, brujo o embrujado. Opera también por vía directa, tentando al hombre y abriéndole el camino del pecado.

De ahí la profunda perífrasis que le designa en el Celoso extremeño y que encabeza la presente ponencia: «el sagaz perturbador del género humano». Así dice el texto de las Novelas ejemplares de 1613, mientras que en el manuscrito Porras de la Cámara figura una fórmula atenuada y caracterizadamente accidental: «el sagaz perturbador del sosiego humano». En efecto, el «sosiego» no es más que un accidente de la vida del hombre, de modo que substituir «el sosiego humano» por «el género humano», es pasar de lo accidental a lo esencial de la especie contra la   —30→   que se ejerce la sagacidad del Maligno, es decir su don de penetrar y prever sus mínimas flaquezas.

En el Celoso extremeño se narra cómo el demonio monta una máquina destinada a echar abajo el edificio ideado por la presunción maniática de Carrizales, así como las tácticas sutiles de Loaysa. La negra Guiomar se niega a dar crédito a los juramentos en falso del virote: «Por mí, más que nunca jura, entre con todo diablo».

No menos endemoniada está la dueña Marialonso que al conducir a los amantes a su aposento, les «echa la bendición con una risa falsa de demonio»24: bendición sacrílega que se acompaña con risa, que es una de las marcas de lo diabólico. El discurso de la dueña es claramente demoníaco, pues para persuadir a Leonora a que ceda a las solicitaciones de Loaysa, le asegura «el secreto y duración del deleite, con otras cosas que el demonio le puso en la lengua».

¿Cómo procede el Demonio para perturbar al hombre y posesionarse de sus deseos? La vía más certera, según explica el mismo Demonio de los Tratos de Argel, consiste en enviar al pecador sus propias inclinaciones secretas. Así Aurelio se enfrenta con Necesidad, que es la misma necesidad que le aprieta: su necesidad, y Ocasión, que le ofrece acomodada salida de sus desgracias. De modo que la seducción diabólica no tiene más secreto que pervertir el soliloquio del hombre consigo mismo. No es otro, en efecto, el sentido de la innovación que se atribuye Cervantes en el prólogo de sus Ocho comedias: «Fui el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro». Esas figuras, que sólo autoriza el teatro, son las secretas pasiones de cada uno, que son los cimientos en que «el sagaz perturbador» asienta su dominio.

La conclusión de ese breve recorrido de la demonomanía cervantina, es que el Demonio domina el concepto de la vida moral   —31→   y de sus prácticas transgresivas. Él es quien da fe de la obra divina. Él solo atesta por sus mañas la existencia de Dios, del que es la imagen negativa e inversa. Ocupa el proscenio del mundo, de modo que él solo es visible. Dios permanece oculto, ausente. De donde resulta que no hay más Dios que el Diablo, que es su caución negativa. Si no hubiera Diablo, ¿qué sabríamos de Dios? De ahí la impresión que la obra cervantina hace caso omiso del Dios católico, presente sólo en hábitos sociales que son parte integrante de la realidad objetiva de entonces.

Dicho de otro modo, nos hallamos ante un concepto del mundo y de la teología que, contra todos los preceptos de la fe, da la preferencia al discurso diabólico, segundo en relación al discurso primordial, que es el de Dios. Postergar a Dios creador en beneficio de su criatura luciferina, es una inversión del discurso teológico ordinario, inversión que casi podría tacharse de desviante si no se compensara con la presencia implícita de Dios en el discurso del Espíritu que siempre niega.

No quisiera terminar sin evocar, después de Mefistófeles y del perro negro que lo significa, al perro embrujado de Montilla. Berganza debió recobrar su forma humana primigenia, según le prometió la Cañizares, y siguió ejerciendo por Andalucía y Castilla su profesión natural de brujo. Todos recuerdan al titiritero Chanfalla que, al presentar al público su Retablo de las maravillas, empieza declinando su nombre: «Yo, señores míos, soy Montiel...». ¿Quién es Montiel sino el hijo de la Montiela, el perro Berganza librado del maleficio de la Camacha, y que ahora pasea por los pueblos un objeto mágico descubridor de flaquezas y secretos?

Cosa sabida de todos es que una nefanda propiedad de los diablos es ser hermafroditas. Ahora bien: la bisexualidad de los brujos no es sino un reflejo del hermafrodismo diabólico.

Así el estudiante de la Cueva «sabrá pelar -según dice Leonarda- no sólo capones, sino gansos y avutardas», discurso que parece significar que su competencia en el pelar, o sea en la devoración sexual, se extiende a toda clase de volatería: machos (gansos) y hembras (avutardas), amén de los neutros asexuados (capones), por lo que se le atribuyen «cien mil vides / de uva tinta y de uva blanca»25.

Esa misma bisexualidad es la de Montiel: transparece en su nombre de Chanfalla con desinencia femenina, y en esa pareja   —32→   inversa que forma con la Chirinos, mujer viril por su nombre masculino. Sin contar con el putito que acompaña la pareja, excitando las iras celosas de la mujer: el gentil Rabelín que por su mismo nombre (derivado de rabo) denuncia su homosexualidad26.

Detalles como éstos revelan un fino conocedor de las prácticas demonomaníacas, un ingenio solapadamente subversivo y ante todo curioso de los mecanismos y leyes ocultas que regulan el desorden del mundo.