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ArribaAbajo Auristela hechizada: Un caso de maleficia en el Persiles158

Antonio Cruz Casado



I.B. «Marqués de Comares». Lucena (Córdoba)

Cervantes' fondness for the subject of sorcery is manifest not only in the well known Coloquio de los perros but also in many other areas of his work, among which Persiles y Sigismunda particularly stands out. In the concluding chapters of that novel the heroine is bewitched by means of a malignant spell cast by a Jewess who resides in Rome. The episode is a sort of tour de force which culminates a series of difficulties the lovers Periandro and Auristela have had to undergo. We shall point out an interesting parallel with a similar situation in La española inglesa, as well as some classical antecedents from the Greek narrative of adventures.


Los últimos capítulos del Persiles ofrecen un ritmo precipitado en la narración de los sucesos que tienen lugar en la ciudad de Roma; tal como se ha indicado en diversas ocasiones, este hecho pudo deberse a la inminencia del final del escritor, «puesto   —92→   ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte»159, en afirmación del propio Cervantes. Sin embargo, en contra de la precipitación señalada y de algunos episodios truncados y mal interpretados160, el relato del hechizo de Auristela presenta un desarrollo más demorado y coherente, indicio claro, a nuestro parecer, de la importancia que quiso otorgarle su autor en el contexto general de la obra.

Tras numerosas peripecias la pareja protagonista y sus acompañantes han llegado a la ciudad eterna, en una peregrinación de carácter religioso y simbólico; aquí siguen sucediéndoles variadas aventuras, motivadas normalmente por la belleza de Periandro y Auristela, nombres que encubren los auténticos de Persiles y Sigismunda. Uno de estos episodios es el intento de seducción de Periandro por parte de Hipólita, que remite en su desarrollo a modelos clásicos, como el bíblico de José y la mujer de Putifar o el del jardín de Falerina. La hermosa cortesana Hipólita se enamora de Periandro y, sospechando que la relación existente entre los jóvenes, que se hacen pasar por hermanos, es distinta a la señalada, pide al judío Zabulón, cuya mujer es una reputada hechicera, que ésta provoque una enfermedad en Auristela; así ocurre, aunque no por ello Periandro cede a los deseos de Hipólita, sino que va igualmente desmejorándose y, ante el temor de la muerte, la cortesana ordena a la judía que temple el rigor de los hechizos e incluso los retire, con lo cual la protagonista se restablece.

La actitud de Cervantes ante el hechizo coincide en líneas generales con la creencia más generalizada: la enfermedad puede provocarla la hechicera no por su propio poder, sino mediante la permisión de Dios; por otra parte, en el personaje de la hechicera se encuentra también cierto elemento diabólico. Así se manifiesta en las palabras del narrador al indicar que «Dios, obligándole, si así se puede decir, por nuestros mismos pecados, para castigo dellos, permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras; sin duda él ha permitido, usando mezclas y venenos, que con tiempo limitado quiten la vida a las personas que quieren» (pp. 457-58), en tanto que, en otro lugar, señala que Hipólita sabe el lugar   —93→   donde se encuentra Auristela guiada por el conocimiento mágico de «la mujer de Zabulón el judío, bien como aquella que tenía amistad con quien no la tiene con nadie» (pp. 470-71), en perceptible alusión al demonio.

En el contexto general de la época, el pensamiento cervantino, tal como se refleja en este episodio, no resulta avanzado, al contrario que cuando muestra su escepticismo al enjuiciar el caso de la licantropía o «manía lupina»161. La credulidad generalizada en la cuestión del hechizo se manifiesta en otros autores del Siglo de Oro, por ejemplo, en Pedro Ciruelo, debelador sin embargo de tantas otras supersticiones, para quien «algunos perversos hombres y mujeres hacen [hechicerías] para dañar y hacer mal a otros sus próximos»162, aunque deja claro que no se hacen por virtud divina, sino «que los hace el diablo por complacer a sus amigos y servidores los nigrománticos y hechiceros» (p. 119), pensamiento que ofrece cierta relación con el que más tarde mantiene Cervantes. Añade Ciruelo que estos maleficios y aojamientos «alteran o corrompen los humores y causan enfermedad en la carne y en los nervios, de tal manera que los sabios médicos apenas saben conocer qué mal es y cómo se ha de curar» (p. 120). También la medicina oficial admitía estos hechos de carácter mágico, como puede verse en el Diálogo del perfecto médico (1562), donde se indica que la mágica es una «malvada hija del arte de la medicina, so cuyo color curan unos de ensalmo, y otros bendicen y desojan; y no sólo hombres, mas mujeres»163; como se sabe, históricamente, el periodo de Carlos II supuso un auge de este tipo de hechos164. El reflejo literario de esta creencia persistente se encuentra en los lugares más variados, así aparece   —94→   en el «Discurso sobre la magia y reprobación de las supersticiones» que forma parte del libro Para algunos (1640), de Matías de los Reyes, donde uno de los personajes intenta «probar que hay magia demoniaca y prestigiosa»165, tras dejar sentado que «todas las [cosas] que dudáis poder obrarse por medio de los encantos y supersticiones mágicas que llaman demoníacas se obran sin duda (precediendo primero la divina permisión, como vos lo entendéis católicamente)» (f. 32v) Su razonamiento se basa en el argumento de autoridad: «la Sagrada Teologia... universalmente afirma que el maleficio o hechizo es cosa cierta y no imaginada, como la han creido algunos tocados de la herejía y aun otros criados con la leche de la iglesia» (f. 34v), además hay que tener en cuenta el origen angélico del demonio: «los ángeles cayeron del cielo, pero ya demonios tienen potestad sobre los cuerpos de los hombres cuando Dios se les permite» (ff. 34v-35r) Con todo, al igual que Cervantes, Matías de los Reyes no cree que se produzcan en la realidad aquellos cambios que implican una alteración de los elementos sustanciales: «no se ha de entender que estas transformaciones hechas por el demonio son reales y naturales, sino prestigiosas166, porque lo contrario es error herético, que el transformar una cosa substancial y realmente es lo mismo que criarla o resucitarla. Cuya potestad es solamente de Dios y con consecuencia es negada a los demonios y a sus magos, como afirman los doctores» (f. 36v). El fundamento de estas creencias se encuentra, como señala el propio autor, en el Malleus maleficarum, en los escritos del Padre Martín del Río y en los de Francisco Torreblanca; de esta manera, encontramos en su comedia El agravio agradecido las referencias del personaje Fabio acerca de la magia, el cual termina diciendo:


«Pero si quieres ver
mucho desto, te remito
al Maleus [sic] maleficarum
y al Padre Martín el Río [sic]
en su Magia a Torreblanca
y ahora nuevamente al mismo
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en su Jure spirituali
donde hay mucho desto escrito»


(f. 16v)                


Más que en textos de carácter literario, como es previsible, la creencia en la magia y los hechizos se manifiesta en los escritos de conocidos demonólogos, como es el caso del cordobés Francisco Torreblanca que en su Defensa de los libros católicos de magia (hacia 1613) deja sentado que «la magia es ciencia divina», «la ciencia de las ciencias», aunque el diablo «la ha ido contaminando, mezclando en su lugar la vanidad y superstición»167; además indica que «siendo la magia cosa tan cierta» (f. 10 v. a) los delitos no son imaginados, sino que el demonio puede efectivamente causar enfermedad: «pues cuando quiera [el demonio] usar de causas naturales podrá mejor que todos los chímicos sacar sin alambiques las quintas esencias de todas las hierbas y plantas venenosas y aplicarlas al paciente, harto mejor que ningún físico y así causarles muerte o enfermedad y sino inficionar el aire, como en tiempo de peste» (f. 12 v. b). Como apoyo de sus afirmaciones Torreblanca traduce la Bula de Sixto V, de 1586, en la que se afirma la intervención del demonio en este tipo de cuestiones: «hay también prestigiatores, -se dice en este texto- y de ordinario unas mujercillas dadas a superstición que en unas tazas o vasos de vidrio llenos de agua o en espejo encendidas velas benditas en nombre de aquel santo y blanco adorando humildes al sembrador de todos los males, al diablo, en las uñas, o en la palma de las manos huntadas también con aceite, al mismo fabricador de los engaños hacen oracion» (f. 14 v. b).

Con todo, y a lo largo de la misma época que los textos señalados, van apareciendo tímidamente algunos personajes relevantes que ponen en tela de juicio las afirmaciones sustentadas en torno al poder de la magia, del demonio y de los hechizos, como el inquisidor Alonso de Salazar y Frías o el humanista Pedro de Valencia168, a los que se puede añadir el anónimo opositor   —96→   de Torreblanca que en el libro señalado más arriba afirma taxativamente: «la disputa de la magia es inútil, porque todos cuantos delictos hay o se fingen della son todos sueños e ilusiones del demonio, sin que en ellos haya consistencia de verdad» (f. 3 r. a); igual opina de los hechizos: «y lo mesmo se puede decir de las enfermedades y muerte de los hombres que se les imputa a las hechiceras por el pacto con el demonio, siendo cierto que la salud o enfermedad consiste en la conveniencia de humores del cuerpo, y así sólo las causas naturales puede mover... y el pacto, aunque puede obligar al demonio a que concurra, no a que cause la enfermedad ni muerte, porque ésta sólo pende de la mano de Dios, y no de la magia» (f. 3 v. a-b).

No llega Cervantes a este grado de escepticismo, como vimos, sino que se mantiene en una postura prudente y ortodoxa de aceptación del hecho mágico, dejando en alguna ocasión por encima del mismo el libre albedrío del hombre; de esta forma se había expresado don Quijote en el episodio de los galeotes: «Aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo como digo, cosa imposible forzar la voluntad»169. Sin embargo, el hechizo de Auristela parece un hecho incontrovertible de carácter mágico puesto que actúa a distancia, sin que exista relación alguna entre la hechicera judía y la princesa nórdica.

El escritor deja, sin embargo, en la sombra gran parte de los elementos del episodio; ignoramos el tipo de hechizo empleado y, por lo tanto, la manera de actuación del mismo, aunque sí son visibles sus efectos en la salud de Auristela. Tampoco son explícitos en descripciones los textos literarios de la época en lo que se refiere a hechizos que provocan enfermedad o muerte, de tal manera que es necesario recurrir a determinados libros de magia para conocer cómo se llevaban a cabo los ritos señalados. En uno de ellos, El libro de San Cipriano, encontramos la técnica a seguir para construir el llamado «hechizo de odio»: «Se plasma una figura, modelándola preferentemente con cera virgen, o bien arcilla   —97→   o cualquier otro tipo de pasta blanda y fácilmente moldeable, y se personifica en ella a la persona a la que se quiere perjudicar o hacer odiosa a los ojos de un tercero. Una vez hecha la imagen, se baña en agua del pozo y se la espolvorea con polvo de asa fétida y de azufre, después de lo cual se hace una incisión sobre el pecho y sobre el cuerpo, utilizando para ello la lanceta del arte, inscribiendo las siguientes palabras: Untor, Dilapidador, Tentador, Soñador, Devorador, Concitador y Seductor»170. A esto sigue una larga invocación a los espíritus malignos e infernales.

Al contrario, sí son abundantes los textos referentes a los hechizos que se ejecutan para conseguir el amor de una persona, los que suelen llamarse ligamentos o philocaptio171, seguramente porque fueron los más utilizados en los servicios que solicitaban los clientes de las brujas o hechiceras. De esta forma tenemos conjuros que realizaban las brujas de Montilla172 y muchos más conservados en los archivos de la Inquisición. Uno de los más curiosos es el llamado «Sortilegio de las torcidas» que consiste en lo siguiente: «Hacen unas torcidas del lienzo donde ha caído el semen del hombre y las conjuran así:


Conjúrote con tres libros misales
y tres iglesias parroquiales.


Se ponen dichas torcidas a arder en un candil, una cada noche, y se rezan un Paternoster y Avemaria a Santa Marta para llamar a los hombres a actos torpes, y con la dicha Santa y nueve habas, tres granos de sal, tres carbones, una vela de cera, nueve torcidas alrededor de un candil y nueve chinas y hancando un cerco, juntan las manos y pasan las dichas cosas de una a otro y las arrojan todas en dicho cerco y las vuelven a coger y arrojar de nuevo por tres veces, y señalan dos hachas173 con los dientes, que significan dos personas, y las habas quedan juntas en el cerco y   —98→   dicen ser señal que la persona ausente ha de venir y que ama mucho.»

Otras hechiceras conjuran así las torcidas:


Vida de la vida,
de la carne de la sangre
de N. que me ames,
que me estimes, que me regales,
que me des cuanto tuvieres,
y me digas lo que supieres,
que te conjuro, N., con Barrabás,
que así como estas torcidas arden
en este candil, así me quieras»174.


Del mismo tipo son el sortilegio del cedazo, el sortilegio de la ánima sola, con un impresionante conjuro, el sortilegio de la carta que toca, o las oraciones a Santa Marta, llenas de sensualidad.

Los efectos que provoca el hechizo en Auristela corresponden a un maleficio o hechizo de odio. La enfermedad, escribe Cervantes, «la acometió por las espaldas, dándole en ella unos calofríos, al amanecer, que no la dejaron levantar aquel día; luego, luego, se le quitó la gana de comer, comenzó la viveza de sus ojos a amortiguarse, y el desmayo, que con el tiempo suele llegar a los enfermos» (pp. 453-54). Más tarde va perdiendo su belleza: «No había dos horas que estaba enferma, y ya se le parecían cárdenas sus mejillas, verde el carmín de sus labios, y topacios las perlas de sus dientes; hasta los cabellos le pareció que habían mudado color, estrecháronse las manos y casi mudado el asiento y encaje natural del rostro» (p. 454).

Estos síntomas se parecen un poco a los que ofrecen los aojados, tal como señala el Marqués de Villena en su Tratado del aojamiento, en el que se indica que para conocer la fascinación a simple vista se deben observar en el enfermo determinados aspectos: «la catadura del enfermo, que la tiene turbada, y a mantener los ojos baxos, y estar echado, y non sentirse fuerça, y estar pensoso y sospirar de bagar, y tener cuidado sin saber de que, y sentir quexo en el coraçón y escuresçimiento, y dolerse en el cuerpo como en non querer comer, ni tener señales de especial acostunbrada dolençia, nin saber causa nonbrada prestarle   —99→   poco las comunes melezinas. E aun fallanle a las bezes frio, y subito se muda en calor, y alterandose por vezes trocadas y sudores que le bienen non rrazonables, y luego lo dexan, y aprieta las manos y absconde los pulgares, y bosteza a menudo, y tiene el oyr mas agudo que de antes y estriñese de vientre»175. Por su parte, Benito Remigio Noydens, en su Práctica de exorcistas (1660), ofrece igualmente algunos rasgos del hechizado: «Es señal conocida que uno está hechizado cuando al enfermo se le ha trocado el color natural en pardo y color de cedro y tiene los ojos apretados, los humores secos y al parecer todos sus miembros ligados, etc.»176. A continuación detalla los síntomas del que, además de estar hechizado, está poseído por el demonio: «Mas las señales ordinarias de que uno está juntamente poseido del demonio son un apretón del corazón y boca del estómago, pareciéndole que tienen sobre él una bola. Otros tienen unas picaduras como de aguja en el corazón y suele ser tan grande el tormento que parece se le comen a bocados y lo mismo sucede con otras partes del cuerpo. A otro le [sic] parece que a la garganta se le sube una bola y algunas veces no pueden retener nada en el estómago de lo que beben o comen para sustentar la vida» (p. 97). Aconseja luego Noydens que se pruebe la curación con medicinas, pero en el caso de que no le aprovechen, se dedique a oír misa y a practicar rezos «y además -continúa- mande que le muden toda la ropa que tiene en la cama y deshagan los colchones y almohadas, limpien la lana, etc., porque suelen en ellos por arte del demonio estar escondidos los maleficios y instrumentos de los hechizos, agujas, frutas, figuras de cera, plomo, etc.» (p. 98). El exorcista enumera a continuación los elementos que emplea luego en su tarea y que son diversos y curiosos, como el oro molido, el incienso, la mirra, la sal, la oliva, la cera y la ruda, que colocará en cada esquina de la cama, en tanto que el afectado por el hechizo tendrá una vela encendida en la mano y dos estolas en forma de cruz sobre la espalda; la aspersión del agua bendita, las oraciones en latín, las letanías y los salmos   —100→   completan la ceremonia, en tanto que el escritor aconseja expresamente que no se pida a otro hechicero que deshaga el primer hechizo.

Nada de esto se tiene en cuenta a lo largo de la enfermedad descrita en la obra cervantina, puesto que Hipólita, al ver que Periandro enferma también, de ver la pésima situación de su amada, ordena a la hechicera que temple el rigor de los hechizos y en consecuencia Auristela mejora: «volvieron a despuntar las rosas en sus mejillas y la alegría en sus ojos; ajuntáronse las sombras de su melancolía; volvió a enterarse el órgano suave de la voz; afinóse el carmín de sus labios; convirtió177 con el marfil la blancura de sus dientes, que volvieron a ser perlas, como antes lo eran» (p. 458), escribe Cervantes.

Algunos aspectos del episodio ofrecen cierto interés, como es el hecho de que se recurra a una hechicera judía en Roma. Como se sabe, los judíos no sintieron especial predilección por la hechicería, pocos fueron los procesados por brujería178, por lo que resulta curiosa la aparición de la judía Julia como encargada de realizar el hechizo de la protagonista. Posiblemente el hecho proceda de una fuente literaria; tal como señaló Américo Castro179, en uno de los Ragionamenti de Aretino hay referencia a las «Giudee maliarde et incantatrici»180, pero el hecho ofrece escasa relevancia en el contexto general de los diálogos y además ignoramos si Cervantes conocía la obra mencionada. Tampoco en La lozana andaluza, cuyo autor parece conocer bien el ambiente de   —101→   prostitución de la ciudad, encontramos especial tratamiento de las hechiceras judías, aunque se pueden rastrear en el libro algunas referencias al tema de la magia hechiceril, como se narra en el relato de Rampín acerca de la mujer lombarda, cuyo amigo no viene a verla, y para averiguar la ausencia Lozana recurre, entre otras cosas, al plomo derretido y a la observación de «la clara de un huevo en un orinal, y allí -se dice- le demostró cómo él estaba abrazado con otra que tenía una vestidura azul. Y hecímosle matar la gallina y lingar el gallo con su estringa, y así le dimos a entender que la otra presto moriría y que él quedaba ligado con ella y no con la otra, y que presto vernía»181. Claro que con todo esto sólo tienen la intención de aprovecharse de la credulidad de la abandonada y no toman en serio los ritos señalados. Tampoco se mantiene la creencia en el aojamiento (p. 177), aunque su curación se encuentra entre las cualidades que Lozana tiene: «Yo sé ensalmar y encomendar y santiguar cuando alguno está aojado, que una vieja me vezó, que era saludadera y buena como yo» (p. 176). Finalmente se puede señalar en este sentido que aunque en el catálogo de prostitutas romanas se encuentran las «putas que guardan el sábado hasta que han jabonado» (p. 101), que puede ser una referencia a las judías, y en el mismo lugar también se mencionan las «estrionas [?] de Tesalia», quizás las hechiceras de Tesalia, no aparece una referencia explícita a las hechiceras judías.

Sin embargo, ofrece connotaciones demoníacas el nombre del judío Zabulón, esposo de la hechicera. Covarrubias señala que «algunos escritores eclesiásticos le toman por el diablo, como en el hymno Tibi Christe conterentem Zabulon, hoc est Diabolum»182, hecho que encontramos diversamente documentado, por ejemplo, en el tratado De Cognitione Baptismi, compuesto hacia el 657-667 por San Ildefonso de Toledo, cuando indica que al exorcizar a los catecúmenos se priva al diablo de su poder: «exorcizatur autem, id est, increpatur potestas zabuli»183. Para Martín del Río con este   —102→   nombre se designa en ocasiones a uno de los inventores de la magia: «alii quendam Zabulum (quem ego non alium existimo ab ipso cacodaemone, cui D. Cyprianus et alii Patres hoc nomen tribuunt) deinde magistrum laudant»184. En realidad, tal nombre puede tener una explicación etimológica, como se encuentra en Ernout, al indicar que «zabulus, i» es la «forme populaire de diabolus, transcription du grec diabolos, avec passage de dy- a z-»185.

Por último hay que señalar la frecuencia de aparicición de elementos que podríamos denominar mágicos o fantásticos en este tipo de obras, es decir, en los libros españoles de aventuras peregrinas, entre los que se incluye el Persiles, y en sus antecedentes griegos. De esta forma encontramos un episodio de magia en la Historia etiópica de Heliodoro, y es el propio Martín del Río, gran admirador del narrador griego, según su discípulo Tamayo de Vargas, admiración también compartida por Cervantes186, quien pone de relieve este hecho al mencionar ese lugar del escritor griego e incluirlo entre las numerosas autoridades de sus Disquisitionum magicarum libri sex187. Otra mención de   —103→   Heliodoro en Del Río se encuentra al tratar la cuestión de la fascinación (p. 341).

Parecidos elementos y referencias se encuentran en Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio: la fogosa Mélite pide a Leucipa, a la que cree una maga tesalia188 un hechizo para poder atraerse la voluntad de Clitofonte; Leucipa le promete el filtro de amor y le dice que pasará «la noche en el campo para recoger hierbas a la luz de la luna» (p. 311) con las que preparará el hechizo, cosa que no hace porque Clitofonte es su propio enamorado. Algo de esto queda todavía en Clareo y Florisea, de Núñez de Reinoso, donde Isea cree que la enamorada Florisea es maga189, en tanto que el Persiles no parece deudor en este caso concreto de las obras mencionadas, aunque marcan profundamente otros aspectos de la misma.

En cuanto al sentido del episodio cervantino en el contexto del Persiles, hay que señalar que, al igual que ocurre en «La española inglesa» con el envenenamiento de Isabela, puede interpretarse como una prueba de amor a la que se somete el enamorado y de la que sale victorioso, en competición con otros pretendientes, puesto que Periandro no está enamorado únicamente del aspecto externo de la amada, sino de su mundo interior, de sus cualidades espirituales». Perdida la belleza de Auristela «no por esto le parecía [a Periandro] menos hermosa, porque no la miraba en el lecho que yacía, sino en el alma, donde la tenía retratada» (p. 454), escribe Cervantes, en tanto que el duque de Nemurs, enamorado sólo del aspecto externo de la dama, va perdiendo progresivamente su interés en la misma; «como el amor que tenía en el pecho se había engendrado de la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella, iba en él faltando el amor, el cual muchas raíces ha de haber echado en el alma, para tener fuerzas de llegar hasta el margen de la sepultura con la cosa amada» (p. 454).

La conclusión sirve para enaltecer aún más el modelo de virtudes que encarna el enamorado Periandro, que ha vencido numerosos obstáculos para encontrarse con su dama en una situación de cierta quietud y que, a pesar de la fealdad que le ha sobrevenido, la sigue amando con la misma intensidad de   —104→   siempre. «Feísima es la muerte -continúa diciendo Cervantes- y quien más a ella se llega es la dolencia; y amar las cosas feas, parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro» (p. 454). De esta manera la ejemplaridad moral del enamorado alcanza cotas difíciles de superar en la narrativa idealista del Siglo de Oro.