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Contra la marea


Alberto del Solar





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- I -

Dibujando los perfiles de su masa labrada y blanquizca sobre el fondo luminoso del horizonte, que los fuegos de un espléndido crepúsculo enrojecían; esbelto, airosamente asentado en lo alto de la barranca, desde donde se dominaba el majestuoso lecho del río, veíase El Ombú, palacio moderno, de propiedad de la joven y hermosa viuda de Levaresa.

A lo largo de la colina extendíase unas no interrumpida sucesión de quintas, rodeadas de árboles las unas, solitarias enmedio del campo las otras; encerradas o divididas; la mayor parte, por cercos de alambres o similares hileras de arbustos.

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Lucía -que este era el nombre de la dama- habitaba la suntuosa mansión sin más compañeros que su madre -doña Mercedes- y los dos hijitos que le habían quedado de su matrimonio.

Allí, en indolente placidez, disfrutaba la familia durante seis meses de cada año del panorama excepcional descubierto ante su vista, a la vez que le era permitido gozar de las ventajas de un clima deleitoso, a que daban mayor excelencia las sanas emanaciones del parque y las refrescantes brisas del río.

Aquella tarde, poco después de la puesta del sol, un joven de aspecto modesto, pero distinguido, llegaba de la capital a la posesión de Levaresa.

Cuando el carruaje que lo conducía se detuvo frente a las escalinatas, la viuda y su madre hallábanse sentadas alrededor de una liviana mesita portátil, dispuesta con frascos de licores y tazas de la China, en las cuales humeaba, acabado de servir, un café de aroma exquisito. Tres o cuatro personas acompañaban a los dueños de casa.

Grande fue el placer que experimentó el   -9-   visitante al divisar entre ellas a Jorge Levaresa, amigo íntimo suyo. Ocho días antes se habían despedido en la ciudad ambos jóvenes con el deseo de volver a encontrarse pronto.

Al saludar el recién llegado a la hermosa propietaria, lo hizo con ademán marcadamente respetuoso, pudiendo observarse que ésta y su madre devolvían ese saludo de modo cortés, aunque exento de toda demostración expresiva.

En cuanto a Jorge -primo de Lucía-, el estrecho apretón de manos con que recibió a su amigo, demostró a las claras el placer con que le veía llegar.

Los desconocidos se inclinaron ceremoniosamente.

Eran estos: una señora, linda cincuentona, que aún conservaba muchos de sus pasados atractivos físicos; un joven de elevada estatura y presencia nada vulgar; y otro caballero, casi anciano ya, enjuto de cuerpo, moreno de tez y dotado de facciones nobles y austeras.

-El doctor Álvarez Viturbe, nuestro vecino. Su esposa e hijo, Miguel, dijo Lucía.

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Y luego, indicando al visitante con el abanico.

-Rodolfo, añadió; el hijo de don Julio, empleado que fue de mi marido.

El caballero de más edad volvió a inclinarse. Pero la señora y el mozo, por lo contrario, parecieron hacer alarde de indiferencia ante esta llanísima presentación: la primera echándose hacia atrás en su asiento, el segundo limitándose a pasear por la persona del presentado una de esas insolentes miradas de «alto a bajo» que tanto lastiman o desconciertan.

La actitud del joven Rodolfo fue, sin embargo, reposada, correcta.

Y había motivos para lo contrario. Por vez primera después de la muerte de su padre se presentaba así, sólo, delante de personas a quienes habíase acostumbrado a considerar como a sus superiores. Eso, por una parte, y, acaso, acaso, por otra, aquel tono o modo particular con que la arrogante dama había pronunciado la palabra empleado, al referirse a su respetable antecesor; modo o tono en el cual, si bien se advertía algo de sincera condescendencia, notábase mucho de obligada   -11-   urbanidad, ya que no de orgulloso y mortificante desdén.

Disimuló, sin embargo, dando con ello prueba de dignidad y tino superiores; afrontó valerosamente la situación y estuvo discreto.



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- II -

Rodolfo Montiano, hijo de casa pobre, había recibido en herencia buen ejemplo y excelente educación, ya que no bienes de fortuna. Formado en la escuela de la dignidad, vio, desde su niñez, en torno suyo, cierta modestia innata que jamás llegó a confundirse con el servilismo envilecedor. Integridad en el juicio, conciencia en el deber, esas fueron las prendas características de su padre. Y don Julio Montiano, el más popular de los empleados de banco, había sido, merced a ellas, universalmente conocido y respetado.

Viejo ya para la modesta posición en que hasta entonces viviera, había llegado a merecer,   -14-   don Julio, allá por los últimos años de su existencia, toda la confianza de su opulento principal, el célebre banquero Levaresa, quien no sólo concluyó por entregarle el manejo de delicados asuntos particulares, sino que lo hizo su amigo.

Colmolo de bondades llegando un día a cederle la posesión legal y absoluta, en premio de sus impagables servicios, de una finca situada no muy lejos del barrio más aristocrático de la ciudad; fortuna con la cual había soñado siempre la madre de Rodolfo, contemplándola anhelosamente a la distancia.

Rodolfo había hecho sus estudios en uno de los colegios más renombrados. Sus padres lo habían querido así, pues, siendo hijo único el muchacho, deseaban convertirlo en perfecciones, capaz de ilustrar un apellido exento, hasta entonces, no sólo de brillo, sino hasta de antecedentes.

Con efecto: el origen de don julio no podía ser más humilde. Dos palabras sobre este punto:

Su padre, «el viejo Montiano», como cariñosamente se le llamó durante largos años,   -15-   había sido en otro tiempo capitán de barco mercante. Genovés de origen, marinero de profesión, guarda, poco después, de un faro que se alzaba enmedio de la inmensidad a treinta o cuarenta millas de las costas sicilianas, había permanecido largo tiempo allí, arrullado por la voz gigante del Océano, sin más patria que su peñón salvaje y sin otro hogar que la torre luminosa con la cual daba alerta y rumbo al navegante.

De este sitio salió, por fin, el aventurero hombre de mar, fatigado de soledad y de abandono forzoso; y viajando, viajando constantemente, al mando de un pequeño bergantín-goleta, arribó en hermosa mañana primaveral a las playas risueñas del Nuevo Mundo, donde, enamorado luego de la luz esplendorosa del sol, del verdor incomparable de los campos, y de los negros ojos de una linda compatriota suya -emigrada a su vez- echó ancla definitivamente, resuelto a cambiar la azarosa vida del marino por la más tranquila, segura y provechosa, del padre de familia y del modesto chacarero.

Pero los instintos que habían nacido con   -16-   él y desarrolládose invencibles desde los primeros años de su infancia no lograron apaciguarse bajo la transformadora acción del tiempo. Casado en edad avanzada; viudo después y padre de un solo hijo; inválido, paralítico, más tarde; postrado en un lecho sombrío, desde donde tan sólo le era dado contemplar la superficie del ancho estuario del Plata, semejante a la del Océano, especialmente cuando la agitaban los vientos del sudeste, soñaba el viejo marino con las glorias del mar, renovando en la mente y en el corazón el recuerdo de sus emociones pasadas.

Cuando rugía con mayor fuerza el huracán y se encrespaban del todo las aguas del gigante río, mirábalas crecer y agitarse, a través de una ventanilla que le hacía recordar el pequeño tragaluz que, allá a bordo, había iluminado en otro tiempo su flotante covacha de contramaestre. Y entonces, aquel cuerpo agobiado por los años y por las dolencias; aquella cabeza abatida, colgante sobre el pecho, erguíanse de súbito a impulsos de fuerza extraña y poderosa, a la vez que los ojos,   -17-   despojados habitualmente de luz, parecían encenderse como al reflejo de un relámpago vivaz.

Mas, así que calmaba el temporal, volvía a caer sin apoyo la cabeza; apagábase la ardiente mirada; moría en los labios la enérgica expresión que poco antes les diera vida, y, al revés de los pájaros que en esos mismos instantes se regocijaban entonando sus más dulces trinos a la dorada pompa de la naturaleza en calma, el anciano se sumía en un abatimiento profundo, que sólo lograba ser disipado poco a poco por el afán y cariñoso celo de su hijo Julio. La visión había desaparecido para el lobo de mar. Esa líquida superficie, muda e inerte, no era ya la del Océano soberbio, cuya sola memoria hacía vibrar en el fondo de su ser fibras que hasta entonces se creyera muertas para siempre. ¡Aquello era tan sólo un charco -inmenso en verdad-, pero despojado, para él, de fuerza, de voz y de movimiento!

Así vivir el viejo hasta el día mismo en que la muerte acabó con sus dolencias y sus recuerdos...

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El hijo heredó la honradez, el amor al trabajo, la firmeza de carácter y otras de las cualidades que habían distinguido al padre. Se ha dicho ya que don Julio Montiano llegó a merecer, como empleado, toda la confianza de su jefe.

La reputación de generoso que había favorecido en vida al banquero Levaresa era por demás fundada. Largos años de trabajo incesante y de honorabilidad sin tacha; un espíritu emprendedor; el conocimiento perfecto del complicado engranaje de sus negocios; un caudal, en fin, de experiencia adquirida a costa del trato directo con la múltiple y variada calidad de gentes que de diversa manera acudían a solicitar su apoyo o protección, habían llegado, además, a merecerle el envidiable título de «Rey de la alta Banca» con que se le designó y distinguió por mucho tiempo.

El deseo manifestado en reiteradas ocasiones por el bienhechor de Montiano de iniciar al joven Rodolfo en la carrera del comercio había encontrado escollo en las inclinaciones de éste, abiertamente contrarias   -19-   a tal género de trabajo. Prefería el estudio de las leyes y de las buenas letras, lo que no obstaba para que, a menudo, y cuando a ello era solicitado, ayudase a su padre en sus tareas; sobre todo en aquellas ocasiones en que, por exceso de labor, solía el buen viejo pasarse las noches de claro en claro, a la luz de una lámpara, haciendo números, formando «estados», y más «estados», «planillas» y más «planillas». De esa manera logró el muchacho adquirir conocimientos no despreciables en aquello de llevar cuentas, anotar «partidas» y hacer «balances», y -lo que era todavía de mayor consecuencia-, a imponerse muy regularmente de lo relativo a los negocios particulares de Levaresa; a conocer la ubicación, valor y rédito de sus propiedades urbanas y rurales más importantes.

Cuando falleció su padre, Rodolfo acababa de cumplir veintisiete años.

La esposa siguió muy de cerca al esposo.

Era Rodolfo a la sazón un mozo de gallardo talante, dotado de cualidades morales exquisitas. Y por lo que respecta a su inteligencia,   -20-   bastará para su elogio hacer mención de que, en diversas circunstancias, durante los dos o tres años que siguieron a su luto, gacetillas y secciones de periódicos tuvieron especial motivo para referirse a ella, con ocasión de tal o cual notable trabajo suyo, o por este o aquel apreciable triunfo forense obtenido en buena lid. Lo que vale decir que no sólo publicó el mozo con éxito algo de su propia cosecha, sino que recibió muy pronto su diploma de abogado, anexo al título de doctor. Y en tales circunstancias estuvieron todos de acuerdo, al trazar la silueta o semblanza de estilo, para decir de él cosas que habrían hecho derramar lágrimas de gozo a su pobre madre si ella hubiera podido leerlas.

Describíasele dotado de prendas físicas, morales e intelectuales capaces de halagar la vanidad del menos vanidoso de los jóvenes de su edad y condición social. Todos los periódicos y publicaciones estuvieron de acuerdo en decir que su estatura era elevada; que su perfil era correcto y regular; que su frente era ancha y despejada. «Frente de pensador»,   -21-   añadía un discípulo de Gall. La «gracia viril» no se la escasearon; reconociéronle «una constitución vigorosa» y «una fisonomía franca, abierta y simpática». Agregaron que su pelo era obscuro, y claros, grandes y serenos sus ojos. Por fin, periodista hubo que, al continuar refiriéndose a sus atractivos externos, mencionó, de paso, la urbanidad delicada de sus modales, la reserva de su carácter, algo que, aunque pareciese paradoja, no lo era en modo alguno: su modestia «llena de amor propio y de dignidad...».

Durante los primeros días de su luto, recibió Rodolfo del banquero Levaresa ofrecimientos y palabras de consuelo.

Siguiendo el modo de ser de su padre, rechazó cortésmente los unos y aceptó las otras.

Hacía ya tres años, por otra parte, que era abogado, y, lo que es esencial, abogado con algunos pleitos. Eso, y dos cátedras desempeñadas animosamente y hasta con amor al oficio, en el mismo plantel de educación donde había recibido la que poseía a su vez, dieron al mozo por entonces con   -22-   qué vivir, sin estrecheces ni compromisos.

Entre tanto, circunscrito a la relación de unos pocos amigos, ocupaba la heredada casa paterna, sin más compañía que la de Perico, su viejo criado, modelo de honradez, y de fidelidad.

Era, en efecto, el buen Perico uno de los escasísimos ejemplares que van quedando ya del tipo del antiguo criado, aquel que entraba a servir en una casa y moría en ella, llegando a interesarse en tal manera por todo lo que a la familia se refiriese que podía considerársele, al fin, como a un verdadero miembro del hogar.

Repartiendo Rodolfo el tiempo entre sus tareas y el estudio -al cual cobró afición tan extremada que llegó a subordinarle todas las pasiones y todos los anhelos propios de su edad-, habíansele deslizado las horas sin que las sintiera pasar en el curso de su plácida y solitaria vida. Es, en efecto, la inteligencia, respecto de las demás potencias del alma lo que el sol respecto de los astros que giran dentro de su misma órbita sideral: centro de atracción, de luz y de fuerza subyugadora.

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Entre los cuatro o cinco amigos más íntimos que frecuentaban su trato, distinguía el joven Montiano con particular afecto a Jorge Levaresa, muchacho calavera, pero dotado de corazón excelente y de no escaso talento. Levaresa era pobre en bienes de fortuna -a pesar de su estrecho parentesco con el banquero millonario-, y dedicábase por entonces en cuerpo y alma a los negocios de bolsa, con gran descontento de Rodolfo, a quien no dejaban de inquietar las exageradas aficiones de su amigo por todo lo que fuera especulación, riesgo o juego de azar.

Curiosa prueba de la falta de lógica que suele presidir a algunos hechos de la vida humana era esta amistad -cada día más estrecha, más verdadera y más leal-, entre el atolondrado, el travieso Jorge, y Montiano, el más serio, el más retraído de los jóvenes de su edad y de su círculo.

Alegre, franco, decidor el uno; reflexivo, reservado, sobrio de palabras el otro; enamorado aquél de la sociedad y de sus engañosos placeres: incrédulo éste, por inclinación y por convicciones, respecto de los efímeros encantos   -24-   que ella proporciona a quien la frecuenta; entusiasta el primero: tranquilo el segundo ¡imposible hubiera sido reunir dos índoles y dos temperamentos más opuestos!

Rodolfo y Jorge veíanse a menudo y casi siempre reñían. No podía el calavera soportar las amonestaciones del retraído; éste los atolondramientos del calavera.

Y, sin embargo, jamás se separaban sin un apretón de manos. Discutían y discutían con calor; pero, a la larga, al escuchar Rodolfo la palabra fácil, simpática de su amigo; al contemplar su alegría ruidosa, sana e inagotable; al recibir la descarga de sus argumentos estrafalarios, pero presentados con tanta desfachatez cuanto graciosa apariencia de sinceridad en el tono; testigo, en fin, de todo aquel chisporroteo de ingenio vivaz e inofensivo, no podía menos que soltar una franca y sonora carcajada.

No tardó en seguir el banquero la suerte de las personas de su edad. Falleció poco después, rodeado y bendecido por los suyos y por cuantos le conocieron.

El bienhechor de los Montiano dejó como   -25-   única descendencia al morir dos preciosas y delicadas criaturas, retoños tardíos de una vejez casi achacosa; pues, rebelde durante largo tiempo al matrimonio -sea por indiferencia, sea por cálculo-, sólo se había resuelto a contraerlo; allá en el último tercio de su vida.

La elegida en tal ocasión fue, como suele acontecer en casos semejantes, una linda niña, de la propia familia del novio, pues Lucía era sobrina del banquero.

Hija de madres distinguidos y no del todo exentos de bienes de fortuna, hallábase la joven dotada de condiciones tan propias para brillar en sociedad, que al año de casada se la citaba ya especialmente por su elegancia, su hermosura, su exquisita y soberana distinción.

Las bodas del banquero dieron mucho que hablar, así por el fausto con que fueron celebradas, como por la circunstancia de haberse unido dos miembros de una misma familia; y, sobre todo, por la notable diferencia de edad entre los cónyuges. Lucía, en efecto, contaba apenas diez y nueve años cuando unió su suerte a la de Levaresa, quien, a la   -26-   sazón, frisaba ya en los sesenta. El cielo, sin embargo, al bendecir esa unión, no había querido dejarla estéril. Se ha dicho ya que dos hermosos chicuelos iluminaron más tarde de alegría el opulento hogar.

Al sobrevenir la muerte del banquero, Lucía acababa de cumplir veinticinco años. Viuda, así, en la flor de la edad; hermosa y riquísima, fácil será comprender cuánto tema prestó a comentarios de corrillos en los salones, y en qué grado de espectabilidad se colocó, de hecho, desde ese instante ante los curiosos y los impertinentes que se dedicaron a observarla en todos sus actos, imponiéndose hasta de los más ínfimos de su vida, y entrometiéndose en ellos, como si la hermosa mujer hubiera estado obligada a vivir tan sólo para los de afuera. Y a la verdad que si la chismografía buscó asunto que explotar, debió sufrir desagradable desengaño. Los primeros veinticuatro meses lo fueron de riguroso luto para Lucía. Retirada casi constantemente con sus hijitos y su madre en una propiedad de campo lejana, pasáronse en ella ambas señoras lo más del tiempo, y sólo   -27-   allá por las postrimerías del último de esos dos años se instalaron en El Ombú, permitiendo que las acompañasen algunos íntimos de su propia familia.

Por esa misma época había solicitado Rodolfo permiso de la viuda de su bienhechor para visitarla.

En la esquela con que se satisfizo al deseo del joven, expresósele que «sería grato a los de casa verle llegar a El Ombú resuelto a pasar allí algunos días».

Tal era, pues, la causa de la presencia de Rodolfo Montiano en la posesión de Levaresa.



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- III -

Al cabo de una hora de conversación, durante la cual, si bien habló Rodolfo menos que sus interlocutores, observó y estudió mucho más, pudo formarse juicio suficientemente exacto, no sólo sobre ciertos rasgos típicos de la fisonomía moral de Lucia, sino, también, sobre las peculiaridades características que aquejaban a la esposa del excelente doctor Álvarez Viturbe -vecino de El Ombú-, y a su hijo Miguel; de quienes sólo entonces recordó haber oído hablar en diversas ocasiones. Una serie de chistosos epigramas sociales relacionados con estos personajes, le vinieron en aquellos momentos a la memoria.

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Por lo que respecta a la joven dueño de casa, era indudable que había experimentado alguna transformación durante el corto espacio de tiempo transcurrido desde la muerte de su esposo.

Si bien es verdad que volvía a encontrarse Rodolfo con la misma hermosa y arrogante mujer de siempre, observando en ella más de cerca y con mayor detenimiento aquella juventud opulenta, aquella distinción suprema que tanto le imponían e impresionaban cuando solía antes admirarlas en silencio y desde lejos; es cierto, también, que por lo que atañe a lo moral, parecíale reconocer que el rasgo característico, de antiguo dominante: -el culto de las grandezas y del «rango» se hallaba acentuado; sin duda, por las naturales influencias de un nuevo género de vida, o, tal vez, porque no existía ya quien templara de cuando en cuando sus arranques excesivos con el ejemplo refrenados o con la palabra persuasiva y cariñosa.

Exagerado en este punto, tenía, sin embargo, mucho de complaciente el carácter de Lucía, de esa misma Lucía a quien los menesterosos   -31-   y desamparados consideraban como a un ángel tutelar.

Practicaba ella, en efecto, los principios de la caridad cristiana. Pero esa práctica era hecha «por lo alto», conservando quien la ejercía, en presencia de la desgracia, lo que pudiera llamarse la dignidad del papel.

No descendía la linda viuda hasta el antro obscuro donde sufre y se lamenta la miseria, por no respirar su frío y tenebroso ambiente; ni tocaba el tosco harapo del mendigo, por no sentir la impresión ingrata de su áspero contacto. Alargaba a menudo su mano blanca y delicada para dejar caer un flamante billete en el grasiento sombrero del que se allegaba a pedirle una limosna por amor de Dios; pero, si al hacerlo veíase obligada a detenerse un instante por no dejar de cumplir con lo que juzgaba un deber estricto, observábase en su fisonomía un gesto involuntario de violencia o repulsión instintivas, que durante algunos segundos arrugaba y descomponía su ceño, de ordinario grave, si bien nunca severo ni adusto.

No escuchaba, tampoco, los lamentos del   -32-   desconsolado, a quien sólo pedía silencio y disimulo a cambio del socorro que le daba a manos llenas; y la vista del decrépito, del valetudinario o del herido, le producía trastornos y marcos que la ponían en el caso de alejarse inmediatamente. Sus mayordomos derramaban oro en su nombre, haciéndolo con prodigalidad inagotable; todos los establecimientos de caridad la contaban entre sus protectores más generosos; y, por donde quiera, la viuda, el huérfano, el desamparado y hasta el criminal arrepentido, le debían una dádiva ocasional o una pensión vitalicia.



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- IV -

Por la noche, tuvo Rodolfo oportunidad de entablar más inmediata relación con los amigos de la propiedad vecina. Al retirarse más tarde a su alojamiento, logró charlar a sus anchas con Jorge.

El tema escogido fue, naturalmente, la Villa Umbrosa (este era el nombre de la quinta del Doctor) y sus habitantes.

He aquí lo que sobre la materia le comunicó su alegre y decidor amigo:

A pesar de los rigores del luto, la familia Levaresa recibía con frecuencia, durante los veranos, a la familia Álvarez Viturbe. El seco y apergaminado doctor era un respetable médico a quien mucho conocía Rodolfo   -34-   de nombre, pues su fama en el país, como hombre de ciencia, más dedicado al estudio que al lucro, era considerable.

Este personaje, retraído, discreto, alejado del mundo, formaba singular contraste, por su carácter serio, frío y austero, con su esposa: ejemplar acatado del tipo de la mujer vanidosa, intrigante y ladina.

Y, sin embargo, pocas serían las que, a la edad de doña Melchora, se hallasen dotadas de prendas exteriores más atrayentes que las que a ella la adornaban.

Pequeña y delgada de cuerpo, fina de facciones, burlona en la sonrisa, maligna en el mirar; de modales seductores, de gesto vivo de expresión maliciosa, dejaba entrever, bajo el ruedo de su falda de seda, la punta de un piececito que -irreprochablemente calzado- hubiera podido causar envidia a las muchachas de quince. Otro tanto sucedía con sus manos; blancas, perfectas de forma; cuidadas con esmero; semiprotegidas del contacto del aire por la diáfana red de dos negros mitones que las hacían aparecer más puras aún, más delicadas, más primorosas.

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¿Que era mala, perversa, doña Melchora...?

-¿Y acaso el ilustrísimo demonio -había dicho Jorge con su buen humor habitual, cuando su amigo le hiciera la observación-, por ser tan bello no se llamó Luzbel?

El afán constante de doña Melchora era imitar a las de Levaresa.

Dentro del exiguo espacio de su villa se había propuesto reunir, reproducidas en compendio no poco desfigurado, las suntuosidades del palacio vecino. A fuerza de lustre y de artificio había llegado, así, a producir cierto efecto aparatoso y empírico con el cual admiraba a sus visitantes.

En las comidas, sobre todo, era donde doña Melchora daba de sí hasta lo increíble y hacía verdadero derroche de originalidad y de ingenio.

Un sólo rasgo típico bastará para probarlo.

Sabía por experiencia que el buen vino burdeos gana en sabor y en aroma cuando se le entibia un tanto. Pues bien, doña Melchora se aprovechaba maravillosamente de   -36-   esta circunstancia para el logro de su objeto: colocaban una cantidad dada de un mismo vino en dos botellas iguales; sometía la una a enfriamiento por medio del hielo, y entibiaba la otra en baño-maría preparado ad hoc. Hecha esta operación, decoraba sus botellas con las etiquetas que le convenía exhibir, y que habían sido previa y cuidadosamente arrancadas por su propia mano de otras ya consumidas; y, entregándolas, después, a su correcto y bien adiestrado mayordomo, recomendábale no olvidara cantar, según la moda francesa, el título de las dos supuestas y distintas marcas, al servir de copa en copa el dualizable vino.

Desde su llegada a El Ombú, pudo Rodolfo observar que Miguel no se separaba un instante de Lucía. Jorge iluminó del todo su criterio a este respecto. El elegante Viturbe hacía la corte a la opulenta viuda, y doña Melchora, la más acomodaticia de las madres, protegíale en la empresa; para lo cual se dedicaba a mantener a su hijo único y mimado en un pie de lujo muy superior a su posición real, obligando con ello al pasivo esposo   -37-   a verdaderos heroísmos de prodigalidad paterna.

Miguel, que había heredado las condiciones morales de la madre, prestábase admirablemente a desempeñar el cómodo y agradable papel de pretendiente. Recién llegado del viejo mundo, donde, por voluntad terminante de doña Melchora, había sido educado a costa de grandes sacrificios, era, a la sazón, un europista de altísima ley. Todo lo inherente a este clásico tipo hallábase corregido y aumentado en él.

Alto, bien plantado, podía considerársele, por su estatura, como el vivo contraste de su madre, a la cual asemejábase, sin embargo, en la hermosura de las facciones. Espécimen completo de lo que en lenguaje de salón se llama un hombre afortunado, era Miguel Viturbe ágil y robusto, elegante en el andar, en el vestir y en los modales. Fascinaba fácilmente con su ligereza, su gracia y su desparpajo.

Más alto, más esbelto que Jorge Levaresa, tenía mucho de parecido con éste en lo charlador, en lo ingenioso, en lo   -38-   ocurrente; pero se le diferenciaba en algo muy esencial: Jorge atraía por su franqueza, por la sinceridad de todos sus actos; por el timbre simpático de su voz, metálica y sonora; por la viveza de su mirada, abierta y límpida. Miguel llamaba la atención por lo contrario: por lo visiblemente fingido de sus ademanes y palabras; por cierto velo en la voz empañada, silbosa, enronquecida y poco grata al oído; por cierta falta de energía y de fuego en los ojos, que nunca sostenían por más de un segundo la mirada escudriñadora del interlocutor curioso de averiguar lo que tras ella pudiera ocultarse.

Tan varonil éste como aquél, buscaba, sin embargo, de preferencia, y a todo momento, la compañía de las mujeres, con las cuales entreteníase en discutir sobre modas, siendo capaz como ninguno de hacer la más afilada y chistosa crítica sobre un traje mal concebido o mal llevado. En suma: había entre ambos la misma diferencia que existe entre una moneda de oro verdadero, y otra semejante de metal sin valor -nueva, reluciente, primorosamente acuñada- pero falsa.

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Diestro en artificios amatorios y seducciones de salón, era Miguel Viturbe, a la vez, gran jugador de whist y de bésigue; prestidigitador de sociedad; declamador de monólogos en francés; músico consumado y acérrimo cotillonista. Usaba monocle y llevaba siempre en la mano, y vuelto al revés, un enorme bastón con el cual jugueteaba incesantemente, balanceándolo y luciéndolo girar entre sus macizos dedos de boxeador.

Era, además, ocioso, noctámbulo y amigo de cenas y jolgorios, y acostumbraba distribuir las horas de su existencia entre el club, sus diversiones y la cama, a la cual, como todo buen vividor, dedicaba el tiempo que otros que no lo son, destinan al trabajo. No ponía un pie en la Bolsa y de ello hacía ostentación, con grande agrado de la madre de Lucía, quien le elogiaba a menudo por esta virtud.

Pero, en cambio, tenía Miguel desarrolladas en extremo dos pasiones: la pasión por los caballos, y la pasión por las armas. Sus talentos en ambos casos eran considerables.

Tipo perfecto, no del sportman, sino del   -40-   dandy del sport, habíase leído de cabo a rabo cuantos libros de caballerías cayeran en sus manos, llenándosele la cabeza de tales lecturas; bien así como al famoso hidalgo de la Mancha se le llenara en otro tiempo la suya de lo propio; con la única diferencia de que mientras a éste habían interesado con particularidad las hazañas del jinete -su héroe, a aquel trastornábanle el seso tan sólo las de la cabalgadura- su dios: diferencia esencial entre dos quijotismos de índole distinta, pero que, por parecidos caminos, conducen a idéntico fin: la monomanía.

De esta manera, sabíase Viturbe de memoria -y entusiasmábase con invocarlos-, los menores detalles de las vidas de caballos célebres, pudiendo decir a punto fijo cuáles eran los vacíos más notables en los pedigrees que pasaban por las manos de sus amigos, y hallándose en el caso de disertar, con la autoridad de un discípulo de Lord Palmerston, sobre los orígenes de Eclipse, Orlando o el White Turk.

Una simple mirada bastábale para saber si el potrillo X o la yegua Z eran aptos para la   -41-   carrera o para el paseo, para la caza o para el tiro; y si por sus formas y externas demostraciones tendría el petizo tal más mañas que cualidades, o más imbecilidad que inteligencia.

No era, sin embargo, Miguel, el acaudalado y progresista criador -hombre de gusto y de trabajo que posee en sus estancias valiosos tipos de las más nobles razas caballares extranjeras, cuyos productos tiende a difundir con laudable empeño y beneficio público, dentro del país que habita -era el desheredado de la fortuna, que, sin elementos para realizar tal propósito, busca, ante todo, en la pasión que lo domina, un medio de hacerse notar, de procurarse fondos por los azares del juego, y de sentar plaza de elegante.

El primero obra por convicción, por espíritu de cultura; y si acude a los concursos, lo hace por interés bien entendido, por tendencia al perfeccionamiento.

El otro procede únicamente por haraganería, por vanidad y por moda.

Aquél, procura hacer lucir al caballo.

Éste, que el caballo lo haga lucir.

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Eximio en el arte de enseñar a tomar una brida, de colocar en su sitio un arnés, de hacer chasquear donairosamente un sonoro latigazo, de dibujar por medio de las ruedas de su dog-cart, delante de testigos, una curva irreprochable sobre el enarenado sendero de cualquier parque a la moda, sabia también Miguel corregir en otros el más mínimo defecto cometido, a la vez que disertaba como nadie sobre las blanduras o durezas de boca, las gracias de acción, las noblezas de porte y hasta los buenos y malos modales de los hermosos brutos que solían ser sometidos a su autorizada inspección...

Otro tanto le sucedía con las armas. Una hermosa pistola de desafío, una rica y bien templada hoja de Toledo, eran para él lo que para el bibliómano un libro raro encuadernado por Derome o por Boyet.

Tirador eximio, nadie le disputaba la palma en ningún terreno, pues sus actos de destreza eran ya proverbiales. Llevaba siempre consigo un diminuto revólver cargado, y a menudo lo sacaba a relucir para exhibirlo o juguetear con él. Era de aquellos para   -43-   quienes semejante chiche se convierte en una especie de blasón que se ostenta con orgullo. Lo limpiaba, lo recorría, lo armaba y desarmaba cien veces al mes; y si, por inadvertencia, le ocurría dejarlo olvidado en casa, notábasele tan molesto y contrariado como al miope a quien se le pierden por casualidad los lentes.

Era, en suma, jockey soberano; coleccionista de armas rabioso; palafrenero irremplazable, y tan conocedor del Código del duelo como de las leyes del turf.



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- V -

La segunda noche de su permanencia en El Ombú, vio Rodolfo, con sorpresa, que se le acercaba Miguel. La conversación quedó pronto entablada entre ambos; pero «desde muy arriba» por parte del elegante Viturbe, quien comenzó por iniciar algo así como un examen a su interlocutor. ¿Qué género de vida llevaba éste? ¿De dónde procedían sus padres? ¿Tenía o no pleitos? ¿De qué medios podía valerse un ser de sus condiciones para deslizarse entre gentes de la categoría de las de Levaresa?... y otras impertinencias por el estilo, que dieron a Rodolfo bríos suficientes para ponerles fin con dos o tres   -46-   réplicas terminantes, y tan llenas de intención y de firmeza, que el curioso no tuvo más remedio que alejarse, decidido a abandonar la compañía de su impávido respondón.

Viósele, entonces, dirigirse hacia Lucía, tomar asiento a su lado, y continuar, evidentemente, con ella el tema de la conversación interrumpida por Montiano. Pedía a la complaciente dueño de casa las respuestas que no había logrado arrancar sino a medias, o al revés, al taimado huésped; y esas respuestas le eran dadas. Rodolfo lo comprendió así al observar cómo le miraban ambos desde lejos: la una con discreto y correcto disimulo, el otro con estupendo descaro, enmedio del cual notábase, sin embargo, esa misma expresión de doblez, de falta de franqueza que inspiraban desconfianza desde el primer momento.

¿Qué le diría sobre él la linda viuda?

Sin saber por qué, Rodolfo hubiera dado cualquier cosa por saberlo.

Pocos minutos había permanecido aquella tarde al lado de la gran señora y, no obstante, el recuerdo de sus palabras, el eco de   -47-   su voz, la impresión de su rostro, altivo, pero seductor, le quedaban grabados en el espíritu.

Acababa de fallecer el banquero, la última vez que había visto a Lucía. El aspecto de ésta, en aquella época, era casi el de una muchacha.

Al encontrarse de nuevo con ella, pudo Rodolfo notar que a los rasgos inacentuados de la niña habían sucedido los atractivos propios de la mujer que aborda ya la plenitud de su desarrollo físico y moral; atractivos que tan misteriosa, tan honda impresión ejercen siempre sobre el hombre puesto en el caso de experimentar su irresistible influencia. Y en Lucía hallábase ese natural y poderoso hechizo femenil realzado por la hermosura y por la gracia, por el ingenio y por la posición social.

Ligeramente trigueña, mórbida y esbelta, observábase un brillo indefinible en sus ojos negros, que perturbaban al mirar. Su boca era expresiva, acentuada, un tanto enérgica, dotada de labios húmedos, tentadores, que hacían resaltar la belleza de unos dientes   -48-   blancos, esmaltados, tan puros como la porcelana. Su cabeza era fina, seductora, y hallábase adornada de cabellera espléndida, sobre la cual corrían ondulantes reflejos de luz. Su rostro, en fin, su figura, su persona toda, habrían podido servir de delicioso modelo a un pintor inteligente para trasladar al lienzo alguno de esos adorables tipos de mujer que parecen haber sido concebidos y ejecutados en un momento de arrebato artístico.

Por lo demás, el donaire, la distinción, la elegancia, el desenfado señoril -ese desenfado que sólo poseen los bien nacidos, o los que, enmedio de una sociedad exquisitamente culta, logran adquirirlo-, eran sus cualidades externas más resaltantes.

Esa misma noche se concertó para el día siguiente una excursión por los alrededores; paseo íntimo y de confianza, tal como lo permitía el luto, aún no terminado, de la familia.

Miguel, que fue el de la idea, distribuyó así a su gente: Lucía, Jorge, él y otros caballeros y damas de la vecindad, irían a caballo:   -49-   doña Mercedes, doña Melchora y el doctor: el estado mayor, como le llamaba este último, en carruaje.

¿Y Rodolfo?...

El director en jefe del paseo vaciló durante un momento: mas, luego, con mirada furtiva, consultó a Lucía...

Lucía intervino en el acto.

-El señor Montiano será ele los nuestros -dijo con toda naturalidad.

Miguel iba a abrir la boca, sin duda para apoyar tan concluyente respuesta y reparar, así, su falta de tino. Pero Rodolfo no le dio tiempo para ello:

-Mil gracias, señora -se apresuró a contestar el joven, sin que se advirtiera en su tono impaciencia alguna. Ustedes disculparán que no aproveche la ocasión de disfrutar en circunstancia tan especial de la grata compañía que se me ofrece; pero séame permitido tamaño sacrificio en salvaguardia de mi amor propio. No quiero exhibir delante de este caballero, que tendría derecho para constituirse en juez inexorable, mi carencia absoluta de talentos hípicos; esos   -50-   mismos que él posee tan exclusivamente.

La palabra no debió ser del agrado de Miguel, porque al escucharla se mordió el bigote, miró al soslayo y, dando una vuelta rápida sobre sus talones, se caló el monóculo y, como EL OTRO fuese... y no hubo nada.

Dirigiéndose, pocos momentos después, a Jorge, que demostraba no hallarse muy dispuesto a escucharle en ese momento:

-Bien, todo está listo, dijo.

La madre de Lucia, que durante esta escena no había pronunciado una palabra, rompió entonces el silencio.

-Es lástima, Rodolfo, dijo, que se prive usted del pasco. Pero, ya que parece resuelto a ello, le recomiendo que durante su permanencia aquí visite nuestros jardines y hortalizas. ¿Es usted aficionado a las plantas?

-En extremo, señora, contestó Montiano.

-Entonces, las admirará usted, allá abajo, próximas a aquella choza rústica, y a aquel árbol gigantesco, que la claridad de esta noche excepcional deja ver perfectamente. Mírelos   -51-   al través de la ventana, en aquella dirección.

Y, al decirlo, indicó, señalándolo, el punto designado.

Rodolfo se inclinó en prueba de asentimiento.



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- VI -

Muy de mañana, al día siguiente, se levantaron los de El Ombú.

Quiso Rodolfo presenciar la partida de la cabalgata. Con tal objeto vistiose deprisa y bajó a la terraza.

Lucía estaba ya allí, aguardando su cabalgadura.

La falda de su traje de montar, alzada por los costados y sostenida por un broche, dejaba ver hasta más arriba del tobillo el lindo pie de la hermosa viuda; pie de veinte y cinco años, pie de criolla, masculinamente ceñido en una elegante botita de charol, sobre cuyos múltiples pliegues relucían chispeando los rayos del sol matinal. En su mano tenía uno de esos inflexibles sticks británicos   -54-   con que la moda ha reemplazado ya casi del todo al ágil y silbante látigo de nuestras amazonas de ayer.

Se acercó Rodolfo respetuosamente a la gentil madrugadora y diole los buenos días. Esta no manifestó sorpresa alguna al verle.

-¡Hola! -dijo con indiferencia- ¿se ha levantado usted también? ¿Luego no era cierto que renunciaba a acompañarnos en nuestro paseo?

-Señora -contestó algo turbado Rodolfo-, por desgracia para mí, es ello verdad. No partiré con ustedes. Pero, en cambio, les veré partir. Me habría costado trabajo privarme del hermoso espectáculo que presenta siempre la salida de una cabalgata; máxime cuando, como en este caso, se halla ella tan bien constituida. ¿Entiendo que serán ustedes unos doce o quince por lo menos?

-Doce solamente.

-Ya lo ve usted, señora; hubiérame correspondido el número trece, número que me inspira vivísima repulsión, sin duda porque la experiencia ha llegado   -55-   a demostrarme que no me es propicio.

-¡Vaya! -observó Lucía con ingenuidad, o picaresca intención (no supo definir Rodolfo si lo uno o lo otro). Un joven del talento y condiciones de usted ¿cómo puede pagar tributo a esas patrañas? Pues, mire usted: por lo que a mí respecta, cada vez que, en cualquier circunstancia, se me presenta oportunidad de completar el famoso número con la agregación de mi persona, lo hago gustosa, para demostrar que en ellas no creo.

A pesar suyo, Rodolfo se estremeció al oír estas palabras pronunciadas con toda naturalidad y desenfado. ¿Por qué ocultarlo? Tuvo temor de que ellas irritaran al destino y causaran enojos y desdichas a la hermosa mujer. Había sido y continuaba siendo fatalista. La historia de su vida explicará, sin duda, más tarde, lo bastante, el porqué de estos tempranos presentimientos.

-No hay que tentar a la suerte -replicó con gravedad; lo que hizo sonreír de nuevo a Lucía-. Mi creencia en la ojeriza que lleva consigo el maldito número trece me viene   -56-   desde antiguo. En un día trece nací y estuve a punto de costar la vida a la que me dio el ser; en un día trece murió mi padre; trece amigos nos sentamos en cierta ocasión a una comida íntima de despedida y, trece días después, uno de ellos perecía ahogado en viaje hacia el viejo mundo, por haberse hecho trizas contra unas rocas el valor que lo conducía.

¡Y el muerto fue precisamente aquel que más se había burlado de mis supersticiones esa tarde! -concluyó, dando aún mayor expresión de sinceridad a su acento.

Lucía dejó de sonreír.

-Pero ¿es exacto? -repuso, poniéndose seria-, ¿es cierto lo que usted me está diciendo? Esas cosas se cuentan; mas dudo que exista quien pueda probar su veracidad.

-Si no basta a usted mi palabra, señora -contestó Rodolfo algo picado-, allí viene Jorge, quien se halla en el caso de apoyarla.

-¡Ah, no! -se apresuró a replicar Lucía, como si tratara de disculparse. Mas, ¡es extraño!

  -57-  

Y se quedó pensativa.

Pero su actitud duró sólo un segundo. Jorge se acercaba en esos momentos. Habíase vestido apresuradamente y acudía a la cita matinal rezongando por haberse visto obligado, según lo decía, a levantarse tan temprano.

-¡Vaya una ocurrencia -exclamó, restregándose los ojos! ¡Dar en la flor de hacer competencia a las gallinas!

-Abusas de tu carácter de primo -díjole juguetonamente Lucía, volviendo a su buen humor, perturbado un instante por las fúnebres reflexiones de Rodolfo. Abusas, al demostrarte tan descortés. Voy a contárselo a Elvira. Porque, ha de saber usted, señor Montiano, que nada menos que Elvira es la compañera que le tengo destinada. ¡Y todavía se queja! -concluyó, haciendo una deliciosa mueca de desdén, y, dando a su primo un golpecito en el hombro con el cabo de su stick.

-Pues, ¿no he de quejarme? -repuso Jorge, en uno de aquellos arranques de retozona indignación fingida que le eran propios-,   -58-   ¿no he de quejarme, si me despiertan antes de salir el sol? Y ello ¿para qué? Para hacerme galopar dos leguas al lado de una mujer a propósito de la cual se han empeñado en convencerme de que nada hay en el mundo como el matrimonio, cuando yo sostengo y seguiré sosteniéndolo con el gran Tolstoï, ¡que el tal matrimonio es la invención más ruin que haya podido brotar de humano cerebro!

-¡Anarquista! ¡descreído! -exclamó a espaldas del joven una vocecita burlona y penetrante.

Era la de doña Melchora que, sin ser sentida, se incorporaba al grupo.

-Buenos días, hijita, añadió la ágil esposa del doctor Viturbe, dirigiéndose familiarmente a Lucía y besándola en ambos carrillos. ¡Valiente cínico es usted! continuó, volviéndose hacia Jorge y sacudiéndole el abanico delante los ojos, como si con él le administrara una zurrita discreta y cariñosa.

Y luego al divisar a Rodolfo:

-Caballero -dijo secamente. Hizo una inclinación que no pasó de la punta de su perfiladísima   -59-   nariz; arremangó la linda barba y le volvió las espaldas, como solía.

Los paseantes comenzaron a llegar unos tras otros.

Era aquella una de esas espléndidas mañanas que parecen privilegio exclusivo de esta nuestra región austral de la América; mañanas incomparables, con sus auroras maravillosas y la límpida claridad de su atmósfera diáfana y vivificante.

La angosta faja de verdura que al pie de la colina, se extendía largo espacio, para ir a perfilarse después al borde del río -donde al detenerse bruscamente formaba islas y penínsulas caprichosas que parecían brotar del seno de las plomizas aguas-, presentábase en este momento realzada por un tinte profundo, aterciopelado, semejante al que produce el rocío o el riego de la lluvia sobre las hojas del verde musgo. Era que la marea, después de haber cubierto durante varias horas aquellos parajes, se había retirado por fin, dejándolos en seco, limpios, frescos, nítidos, impregnados de color y de fragancia.

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Relinchando de impaciencia y tascando nerviosamente el freno, aguardaban los caballos de Lucía y Jorge, mantenidos de la brida por el palafrenero que acababa de traerlos de las caballerizas, mientras otros jinetes aparecían, montados ya.

Transcurrieron algunos momentos.

Se oyó, luego, una palmada y, enseguida, el grito de ¡vamos!, dadlo con voz estentórea por Viturbe. En un segundo estuvieron listos todos los excursionistas; primero agrupados entre sí, sin orden ni distinción de parejas; divididos, después, de a dos en dos, de modo que cada caballero quedara, al costado de su dama preferida.

Lucía abrió la marcha, acompañada por el inevitable Viturbe.

Rodolfo la vio partir, ligera, airosa, esbelta; dominando con soltura y maestría consumadas los primeros caracoleos de su cabalgadora -un soberbio pura sangre digno-, por la elegancia de su ademán y por la nobleza de su porte de la hechicera mujer que lo montaba.

La vio partir y quedose pensativo, con los ojos fijos en la silueta que huía, y cuyos graciosos   -61-   contornos, después de perfilarse un momento sobre el fondo verde del follaje, se perdieron de súbito en una rápida vuelta, detrás del camino por donde, a todo galope, se dirigía la alegre cabalgata...

¿Qué pasaba en el espíritu de Rodolfo? Él no logró explicarselo. Pero es el caso que se sentía preocupado y triste. Su carácter impresionable, su lúgubre conversación con la hermosa viuda habían contribuido, sin duda, a ello.

Pronto se repuso, sin embargo, y, tratando de desechar las ideas extrañas que empezaban a anublar su mente, encaminose hacia la quinta, en dirección al bajo del río.

La choza indicada la noche interior por doña Mercedes se divisaba a no larga distancia.

Rodolfo se detuvo a contemplarla.

Dentro de los límites de la hermosa propiedad -a doscientos metros, más o menos, de la verja-; en terreno adyacente sembrado de alfalfa y hortalizas, y al pie de un ombú gigantesco que se destacaba, soberano, sobre   -62-   el borde de la misma barranca, veíasela, blanca, pequeña, alegre; formando singular contraste con su espléndido y orgulloso vecino, el palacio.

Hecha de material ligero, coronada por pajiza techumbre que contribuía a darle su aspecto rústico, la frágil y liviana construcción, hallábase suspendida allí, sobre la pendiente misma, resistiendo, impávida, a las ráfagas violentas del pampero, que en ocasiones solían desgarrar hasta los árboles más sólidos. La cercanía del ombú, con su tronco colosal y sus raíces poderosas enclavadas en la tierra, cual garras de algún monstruo gigantesco; contribuía, sin duda, a que no se considerase del todo como verdadero prodigio este curioso fenómeno de resistencia y estabilidad.

La choza estaba habitada por una familia de honrados trabajadores; gente humilde, laboriosa: agrupación de seres semejantes, que vivían los unos para los otros, en la intimidad permanente, absoluta, a que les obligaban la falta de espacio, la necesidad de socorro mutuo y la común pobreza. Componían   -63-   dicha familia una viuda y seis hijos, el mayor de los cuales era una hermosa niña de hasta diez y nueve años de edad. Rosa, que así se llamaba la joven, era linda como una naciente primavera.

Blanca y esbelta, rubia y sonrosada, tenía unos ojos que, si bien reflejaban luz, en la alegría y sombra en la tristeza, no sabían mirar jamás con enojo ni desdén; y una boca que, cuando sonreía, asemejábase por lo fresca, por lo roja y por lo húmeda a una dulce granada que dejara entrever con los suyos propios, blancos y brillantes granos de maíz maduro.

El interior del risueño y sosegado albergue aparecía limpio, confortable, y asociábase en la mente con ideas de paz, de honradez y de tranquilidad infinitas.

Afuera, cerca del ombú, retozaban los chicuelos a la luz del día. El árbol era, en efecto, su verdadero hogar. Obligados por la estrechez de la morada a esparcirse en el exterior, pasábanse allí las horas más calurosas de la tarde, ora disfrutando de la fresca sombra, ora entregados a sus juegos inocentes. Y por   -64-   eso amaban los chicuelos a su ombú; amábanlo con amor intenso, como se ama una cosa que nos es propia, un animal que nos es fiel. Lo cuidaban, lo barrían, lo acariciaban y subíanse a sus ramas, cuyo intrincado laberinto conocían de memoria.

Con la ayuda de sus piececitos descalzos aferrábanse a la rugosa corteza, que apretaban enseguida entre sus piernas cubiertas de sarga azul; y avanzando, avanzando constantemente hacia arriba, llegaban hasta la copa misma, donde tenían sus nidos las urracas, los carpinteros y las torcazas de plumaje gris. Las aves parecían conocerlos, porque no huían ni se espantaban al verlos aproximarse. Ellos, por otra parte, sabían su idioma y, lejos de amedrentarlas, llevábanles a menudo socorro y amparo.

Lucía, «la patrona», como la llamaban los pobres de los alrededores, había tomado cariño especial a Rosa, que además de cuidar de su casa, ocupábase en el lavado de la ropa de las quintas de la vecindad, empleando en esta labor todo su empeño, todas sus fuerzas.

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¡Nada más nítido, en efecto; nada más diáfano que las piezas que veía Rodolfo allí, salidas de las planchas de la linda lavandera. Más tarde, en varias ocasiones, detúvose complacido a mirar bajar a la joven hacia el pie de la barranca, acompañada de su madre, mientras ambas se dirigían por el sendero de la ancha pendiente hasta la orilla del río, llevando sobre la cabeza un enorme canasto rebosante de material para el día. Seguidas por dos de los muchachos mayores, que acostumbraban ir con ellas, depositaban su carga, al llegar, al pie de los sauces cercanos a las aguas; y una vez comenzada la labor, entregábanse a ella con ahínco, con verdadero afán.

Envueltas las cabezas en pañuelos de colores que las protegían de los rayos del sol; de rodillas sobre el césped húmedo; hundían, estrujaban y golpeaban la ropa: y una vez jabonada, enjuagada y vuelta a enjuagar, colgábanla sobre cuerdas extendidas entre dos sauces vecinos, mientras a no larga distancia subía y subía la marca, en medio del chacoloteo de su leve y fangosa marejada.

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Los chicuelos, entretanto, desnudábanse allí mismo y, arrojándose enseguida de cabeza a los charcos, con alegre y bulliciosa algazara, reaparecían poco después, semejantes a las focas, que al salir a la orilla a respirar, hacen relucir a la luz del sol sus ágiles y humedecidos cuerpos.

Rodolfo entabló conversación con los habitantes de la choza y permaneció en su compañía más de media hora. Por ellos supo cuánto debían todos los pobres de la vecindad a la inagotable largueza de la propietaria de El Ombú, y en qué grado la querían, veneraban y ensalzaban. Oyó de su boca tales cosas y supo tales hechos, que el nombre de Lucía comenzó a convertirse para él, desde ese instante, en objeto de vivo y ferviente culto, culto ajeno, sin embargo, según él lo creyó entonces, a todo sentimiento que no fuera el de la admiración más pura, el del más profundo y acendrado respeto.

Pero, de pronto, sin que pudiera darse cuenta del cómo ni del por qué, surgió en su memoria, cual evocado por irresistible asociación   -67-   de ideas, el recuerdo de otro nombre: Miguel Álvarez Viturbe...

Y entonces, al unirle así, involuntariamente, al de Lucía, sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho, al mismo tiempo que cierta extraña sensación como de hondo anhelo o dolorosa angustia, le arrancaba un prolongado suspiro...

Esa misma tarde, temprano aún, se paseaba Rodolfo por los senderos de la quinta.

Distraído, no advirtió que, poco a poco, se iba acercando a un pequeño resquicio del jardín, que, por hallarse próximo a las habitaciones de los dueños de casa; les quedaba, de hecho, casi exclusivamente reservado.

Al oír la voz de Lucía, alzó de pronto los ojos, y desde el sitio donde se encontraba, a cierta distancia, sorprendió, sin ser visto, el cuadro de familia más dulcemente poético que le fuera dado hasta entonces admirar.

La joven y hermosa madre, entregada a uno de esos momentos de abandono que constituyen la íntima y serena vida del hogar,   -68-   hallábase recostada en el corredor, vestida con una amplia y suelta túnica que cubría pudorosamente las graciosas formas de su cuerpo.

El menor de sus pequeñuelos -rubio y sonrosado como un querubín-, saltaba y se encaramaba sobre sus rodillas. Había límpida luz de cielo en las miradas del niño y angélico candor en sus sonrisas. Sus manecitas, mórbidas y blancas, como si fueran de delicada cera, revolvían y tironeaban con incansable porfía infantil los cadejos del opulento cabello de la madre, riendo y retozando, se defendía de ellos, ora debatiéndose con afán, ora provocando nuevo y más decidido encarnizamiento por medio de pequeños gritos de fingido dolor que redoblaban la adorable crueldad del chico. Sus bracitos se agitaban, pugnando por enlazar el cuello querido, mientras los pies, calzados con diminutos zapatines que dejaban ver el empeine regordete cubierto por una diáfana mediecita color carne, ajaban y hacían crujir, en su incesante gambetear, la rica falda de seda, hollada y comprimida por ellos.

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Y cuando, por fin, cansada ya la madre, detúvose a tomar aliento, suelto el cabello en desorden, desprendido del todo del broche que hasta ese instante lo mantuviera aprisionado en lo alto de la cabeza, un beso, y otro, y otro más, sobre la frente, sobre los carrillos, sobre los ojos azules y las pestañas crespas del niño, pusieron, por un momento, tregua a la lucha.

Pero el chicuelo no se sentía satisfecho. La infancia es el sueño de la razón y la ferocidad del instinto en la alegría. Deseaba jugar más: quería acariciar aún a su manera. Entonces Lucía lo rechazó.

-¡Basta! -le dijo, dándole un último beso. Y se puso bruscamente de pie.

Rodolfo, que hasta entonces había permanecido como absorto, se escurrió, esquivando el bulto, cual si de repente le hubieran sorprendido en el acto de cometer una falta...



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- VII -

Ocho días, más o menos, habían transcurrido desde la llegada de Rodolfo a El Ombú.

En sus paseos diarios por las cercanías de la choza, llamole la atención un detalle: el encontrarse a menudo con Viturbe, quien, constantemente, parecía intentar ocultarse al verle.

La villa de doña Melchora, hallábase, como se ha dicho, muy cercana a la morada de Levaresa; de modo que los habitantes de la casita blanca debían, también, favores a la familia del doctor.

Esta consideración no fue sin embargo suficiente para explicar ante el criterio de Rodolfo el porqué de las frecuentes rondas que,   -72-   a menudo, y a veces hasta en horas avanzadas de la tarde -cuando la obscuridad comenzaba a hacerse ya del todo densa-, emprendía por el terreno vecino el elegante Viturbe.

Pero, un día, tuvo ocasión de presenciar cierta escena sobre la cual hizo alto, no sólo por haberle ella revelado algo de nuevo, sino porque, bajo otro punto de vista, ajeno a ese motivo particular, lo puso en el caso de meditar sobre los extraños contrastes de la vida humana.

Se aproximaba la hora de comer. Había invitados esa tarde.

Los dos chicuelos de Lucía correteaban en el jardín, seguidos de cerca por sus ayas que no les perdían un instante de vista.

De repente, aparecieron en bullicioso tropel, por el otro lado del cerco, los cinco muchachos de la choza. Los más grandes llegaban del bajo del río, cubiertos de despojos de su excursión por entre los sauzales y bañados.

Alegres, corrían hacia la verja, desparramándose por el campo de hortalizas, atraídos   -73-   por el rumor de dos carruajes que llegaban a El Ombú. La curiosidad los haría aproximarse hasta el mismo sitio donde la separación entre el dominio de la cabaña humilde y el del soberbio palacio era forzosa.

Una vez allí, con sus cabecitas rubias enfiladas a lo largo de la red de alambre, miraron ansiosamente.

Los hijos de Lucía, que los habían visto, cesaron al punto de jugar, corriendo a su vez hacia ellos, diéronles la bienvenida arrojándoles algunos bizcochos y dulces.

¡El contento, la sorpresa de los pobres ni ños de la choza no tuvo límite entonces!

Y entablose, de pronto, el siguiente diálogo, sostenido con interés entre Luchito y Maruja -que así se llamaban los de Lucía:

-Tienen hambre Maruja; dales otro bizcocho.

-Y otro merengue también; los merengues les gustan más -observó la niña.

-¿Sabes, Maruja -volvió a decir el chicuelo-, que estos pobres niños parecen no   -74-   tener con qué entretenerse? Ese trae una rama de árbol; el otro un nido... ¿Y si les diéramos nuestros juguetes viejos? -añadió de repente, entusiasmándose con su propia idea.

La reflexión pareció encontrar apoyo en la niña, porque, a cual más veloz, escapáronse ambos, y tras breve desaparición volvieron a la verja, con las manos y los delantales colmados de objetos, a cuya sola vista se encandilaron los ojos de los pobrecillos, que habían escuchado ávidamente las palabras anteriores.

Y entonces comenzó la interesante repartición, presidida por Luchito.

A Perico, el mayor, tocáronle, las ruedas de una preciosa y minúscula calesa pintada de verde, juguete que en otro tiempo hiciera las delicias de su travieso propietario.

A Juanita, la de los ojos azules y cabello ensortijado, cayole en suerte una muñeca, tan rubia como su dueño; pero sin otro vestido para cubrir sus miembros, ya deshechos, que un trozo de corpiño desgarrado y sin más forma que revelase la noble condición   -75-   humana de que había sido hermosísimo remedo, que una pierna colgante y un busto mutilado, manando aserrín por cien heridas.

A Bippo, le tocó un resorte de trombón; a Giuno un barco desmantelado; y de esta suerte, fue apareciendo de entre las manos y faldas de los amables señoritos toda una hecatombe jugueteril, restos multiformes de variadas clases de objetos, que no obstante, deslumbraron la vista de los otros chicuelos.

Entretanto la gente de casa y algunos de los visitantes, atraídos por la gritería infantil, habían ido poco a poco interesándose en la contemplación del risueño cuadro, que muchos se acercaron a presenciar.

En ese momento, viose aparecer por el otro lado de la verja a Rosa, la linda lavandera. Se dirigía hacia sus hermanos y los llamaba sonriendo.

-No molesten más a los patrones les dijo al aproximarse; es tarde ya y mamá los está llamando.

Miguel Viturbe, que había permanecido   -76-   hasta ese momento indiferente y alejado de la verja, apareció sólo entonces para incorporarse al grupo...

Pero preciso fue interrumpir de pronto la escena, porque, muy avanzada ya la tarde, el sol comenzó a ocultarse tras del ombú secular y la llegada de un último carruaje retardatario anunció que todas las personas esperadas a comer aquel día se encontraban ya allí.

La dispersión fue rápida y general.

Jorge y Rodolfo, advirtiendo que se habían atrasado, subieron apresuradamente a sus aposentos para mudar de traje.

La avenida de la verja quedó solitaria.

La mortecina luz crepuscular comenzó a apagarse suavemente. Momentos después, era casi completa la obscuridad en el parque.

Terminado un somero apresto, disponíase Rodolfo a bajar, cuando observó que su ventana quedaba cerrada. Dirigiose como de costumbre a abrirla, pues el calor era aún considerable.

Al hacerlo crujieron y rechinaron los goznes   -77-   del postigo. Al mismo tiempo, al mirar hacia abajo, por entre los maderos enrejados de la persiana exterior, divisó un bulto, una sombra humana que, como sorprendida de improviso, se alejaba bruscamente de la verja, en el sitio por donde, poco antes, había aparecido la muchacha lavandera.

Abrió, entonces, con suavidad el ala del volante; asomó la cabeza... y reconoció a Miguel Viturbe.

Rodolfo no pudo reprimir una exclamación de asombro...



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- VIII -

Dos o tres días después de esta escena partió Rodolfo para la capital.

Durante las escasas oportunidades que en adelante se le presentaron para visitar a Lucía y a doña Mercedes pudo cerciorarse de que el extraño, inusitado aumento de satisfacción y alegría que de repente había empezado a producirse en su espíritu guardaba relación directa con el del terreno, poco a poco conquistado, en el aprecio de la hija y en condescendencia de la madre; siendo parte muy esencial a producir esto último las circunstancias especialísimas -y por el lector ya conocidas- que le habían puesto en el caso de precisar, en cualquier momento, importantes detalles relacionados con el manejo de   -80-   los intereses de la viuda de su bienhechor. Su consejo fue solicitado más de una vez y seguido con éxito, lo cual contribuyó a acentuar considerablemente, como es de suponerlo, su prestigio en la casa de Levaresa.

Era aquel el dichoso tiempo de las locuras sin tasa ni freno.

En la capital funcionaban a la vez diez y ocho teatros, todos repletos de su público especial. Lucíanse en los paseos parejas de caballos de precios fabulosos, habiendo cochero y cocinera cuyos sueldos respectivos equivalían a los de un jefe de sección de ministerio de Estado. Fregona napolitana viose que enviaba altas asignaciones mensuales a la tierra de su nacimiento, mientras bebía burdeos fino en la de su adopción. No faltaban zapateros que tuvieran de diario mesa puesta para los de afuera y mantel largo para los de casa; ni changadores que dejaran de jugar en el frontón la renta de un coronel. Jóvenes de la mejor sociedad -hijos de familia poco antes, vividores de marca a la sazón- solían arrojar,   -81-   en dos o tres noches sobre el tapete verle del club que frecuentaban el valor de una finca de su pertenencia; a la vez que otros embolsaban, en el breve lapso transcurrido entre un almuerzo y una comida, un caudal de mayorazgo tras de insolentes golpes de fortuna en la Bolsa.

Las mujeres ostentaban en los bailes diamantes en cantidad suficiente para ofuscar la vista de quien las contemplaba; y las tres cuartas partes de la población se paseaba en carruaje propio, sin perjuicio de usar, además, carruaje de alquiler.

La entrada de un vapor con inmigrantes convertíase en verdadero espectáculo para la multitud que se apiñaba en el puerto a presenciarlo. Enmedio de un espeso bosque de masteleros formado por centenares de buques de todos los tipos y de todas las nacionalidades, los colosos de ultramar, repletos de su carga humana, llegaban a los diques del puerto, y después de largar sus cables, daban comunicación.

El hormigueo humano empezaba entonces, incesante, rumoroso. Y luego, el asalto   -82-   al muelle en tropel, como si aquella muchedumbre se vaciara a borbotones sobre la ancha planicie del malecón, donde se desparramaba y esparcía...

Este mismo espectáculo repetíase tres, cuatro veces por semana. Centenares de miles de extranjeros acudían así a las playas nacionales en busca de un trabajo que, allí, en las lejanas tierras de su origen, no les era dado encontrar.

Bullicio, movimiento aturdidor de día, luces chispeantes de noche, en la vía pública, en los escaparates de las tiendas, al través de las entornadas ventanas de los poderosos y hasta en las viviendas de los más humildes. Fisonomías alegres a todas horas; agitación mercantil y bursátil; exceso, frenesí de placer y de aturdimiento; avalancha de objetos de lujo importados y obtenidos a precio de oro; y avalancha de población llegada por los paquetes casi cotidianos de diversas líneas trasatlánticas; protección ilimitada y sin embajes al arte verdadero y al arte de pacotilla, al ingenio y a la superchería mercenaria en todas sus manifestaciones; el artículo   -83-   más insignificante arrebatado antes de ser exhibido; los osados dominando a su sabor y los cándidos y vanidosos engañados y satisfechos al suyo; la malicia y la mala fe entronizadas: he ahí los principales rasgos del pintoresco cuadro.

Imposibilitada Lucía por su condición de mujer para entrar de lleno en el manejo de sus cuantiosos intereses, hallábase, no obstante, suficientemente impuesta de lo más necesario a este respecto.

Un anciano respetabilísimo, antiguo amigo de su esposo, le servía de consejero en casos excepcionales. Un mayordomo subalterno hacía lo demás.

Durante los años de bonanza y mientras los asuntos del país anduvieron bien, bastaron estos elementos a la viuda del banquero Levaresa, cuyos complicados negocios habían sido reducidos a la sencilla entidad de un vasto capital, invertido en su mayor parte en valiosas propiedades raíces, urbanas y rurales.

Pero por la época en que tenían lugar estos sucesos, comenzaba ya a diseñarse en el horizonte   -84-   de los negocios una situación futura por demás difícil. El estado de ánimo de la gente más sensata -aquella que veía venir fatalmente una catástrofe-, podría definirse con una frase casi paradojal: duda enmedio de la confianza.

Doña Mercedes y Lucía, como tantas otras señoras de la sociedad más culta del país habían comenzado a alarmarse. Con el admirable buen sentido propio de la mujer, divisaban, sin duda, el derrumbamiento final, dándose cuenta de que, tarde o temprano, habría él de producirse.

-¡El juego! ¡El terrible ¡juego! -decía a Rodolfo una noche doña Mercedes. ¡Cuánto lo detesto!

Este tema de actualidad dio lugar a que se interesara en él también Lucía. Rodolfo pudo, así, hacer conocer con amplitud sus ideas sobre la materia.

Una charla íntima, cualquiera que sea el tema que la motive, cuando median entre los interlocutores que la sostienen opiniones concordantes, da pábulo, casi siempre, a la franqueza, a la simpatía.

  -85-  

La viuda de Levaresa no ocultó que la acosaban temores y preocupaciones. A pesar de su alejamiento de todo lo que, en su carácter de miembro acaudalado de la sociedad, pudiera relacionarse con el mal reinante: la especulación, sus asuntos parecían no marchar como ella los quisiera ver marchar. Dijo allí que, a su juicio, las rentas de que disponía variaban de modo desordenado, excesivamente rápido para ser duradero; que sus propiedades se alquilaban a cualquier precio; que sus capitales, colocados a interés módico en los bancos, eran solicitados con insistencia desconcertadora. ¿Cuál sería la consecuencia de tanta anomalía?

Dio Rodolfo su opinión y esa opinión fue escuchada con interés. Opinión discretamente expuesta, sobriamente fundada: robustecida con argumentos sólidos.

Lucía, comenzó, entonces, a interrogar al joven; a consultarlo, al parecer con señalado interés; a anotar sus respuestas.



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- IX -

Transcurrió así un año.

A medida que adelantaba el tiempo, iba alivianándose en el alma de Lucía el peso del dolor ocasionado por la muerte de su venerable esposo, a la vez que de su austero y riguroso traje de viuda desaparecían también -eliminadas poco a poco por razones de salud o exigencias mundanales que, sin remordimientos ya, se cuidaba de exagerar un tanto- las señales externas reveladoras de ese dolor.

Llegó el próximo verano y se acabó definitivamente el luto de la familia.

Por esa época comenzó en la alta sociedad la costumbre, tan en boga hoy, de salir a veranear a la costa.

  -88-  

Ribera Bella era la más reputada y elegante playa balnearia del país y el hotel Sea-Side el mejor y más suntuoso establecimiento de Ribera-Bella.

¿Por qué se llamaba Sea-Side (así, como suena, en inglés) y no de la playa o de la orilla del mar aquel hotel?...

Rodolfo no logró nunca averiguarlo.

He aquí en dos palabras la historia de la Ribera-Bella.

Allá, tierra abajo, más al sur de los partidos que forman la zona central de las orillas bañadas por el Atlántico; abierta a las brisas marinas del oriente, y a las ráfagas sonoras del pampero; ancha, procelosa a veces; mansa y serena otras, hallábase, años ha, una blanca y extensa playa, que hasta entonces habitaran tan sólo la gaviota salvaje y el gaucho de la pampa.

Descubriola un día el hombre civilizado y, adivinando la importancia de tal descubrimiento, imaginó aprovecharlo en beneficio de sus semejantes.

Ahuyentadas por su presencia aterradora, huyeron las gaviotas de allí donde acostumbraban   -89-   bajar por centenares y batir sus alas a la luz del sol. ¡Huyeron graznando para dejar la orilla abandonada a las conchas y algas del mar y al tropel bullicioso que desde las riberas del Plata acudía poco a poco a recogerlas y a bañarse entre sus olas.

La invasión fue rápida.

A la primera pintada casilla de baño siguiose un hermoso chalet, al chalet un palacio. La aldea marítima fue creciendo así; de modo que, no mucho después, lo que era únicamente soledad y melancolía se trocó en muchedumbre y movimiento. El vapor y la electricidad, el martillo y el yunque, el buril y el pincel hicieron sentir allí su influencia creadora; y al resoplido poderoso del uno y al golpe mágico de los otros, brotó poco a poco la ciudad balnearia.

Ribera-Bella se llamó, entre tanto, cl prodigio naciente.

Los bañistas comenzaron a invadirlo en tropel desde la capital. Sitio de moda, lleno de distracciones, se vio frecuentado por la sociedad más selecta.

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El Sea-Side, de por sí, era ya un atractivo: cómodos departamentos, amplios salones, comedor hermoso, salas de juego, terrazas, galerías con vistas sobre el mar; una extensa rambla a orillas de la playa; baños; pequeños kioskos restaurants anexos: todo lo esencial, en fin, y hasta lo accesorio y superfluo, encontrábase reunido en él.

La curiosidad de Rodolfo por conocer Ribera-Bella databa desde la época de la fundación del Sea-Side.

Pero se había resistido a satisfacerla.

Estaba seguro de no encontrarse bien allí cl género de vida llevado por los huéspedes del famoso hotel no era, en modo alguno, el más a propósito para armonizarse con sus gustos.

Sin embargo, un buen día, después de mucho vacilar, no resistió ya más; y, quieras que no quieras, dando por vencedora a la tentación, resolvió dirigirse a la famosa playa; pero con el firme propósito de alojarse, una vez llegado a ella, en una de las muchas casas de huéspedes que allí abundaban, y contemplar, de ese modo; a sus anchas, y   -91-   desde lejos, el espectáculo de la vida elegante que se llevaba en el Sea-Side.

La familia de Levaresa había partido, como tantas otras, después de hacerse retener de antemano uno de los mejores departamentos del privilegiado hotel; y allí se encontraba gozando de las delicias de una encantadora estación veraniega.

Jorge era también del número de los bañistas.



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- X -

Lo primero que hizo Rodolfo la mañana de su llegada, después de tomar posesión de su alojamiento fue dirigirse a la rambla, ancha y dilatada plataforma a la orilla del mar.

Rodolfo amaba el mar con locura, habiendo tenido ocasión de contemplarlo de cerca muchas veces durante su vida. Lo amaba, además, por instinto, por herencia y tradición, como lo había amado su padre, como lo había amado su abuelo, el viejo marino mercante. En sus trabajos literarios hubiera podido descubrirse esta circunstancia: la entonación más llevada y la nota más simpática hallábase siempre allí donde el autor había debido abordar temas que admitiesen   -94-   en su desarrollo la introducción de grandiosos y risueños paisajes marítimos. Si alguna vez describía algo con pasión, con entusiasmo verdadero, era en los casos en que entraban como materiales para su cuadro olas y marejadas; brisas y musgos marinos; algas e islotes salvajes...

Había leído con pasión a Byron, siguiéndolo, fervoroso, al través de tormentas y bonanzas, con don Juan, el Corsario, y Childe-Harotd. Para él, el mar tenía también vida, tenía voz y voluntad y lo admiraba cuando bramaba airado bajo el soplo del huracán, como cuando, manso, sereno, en las tardes de calma mecía apenas sobre sus ondas al barco de vela inerte.

El Océano estaba tranquilo en esos momentos.

A no larga distancia veíase fondeada una corbeta de guerra. Secaba al sol su velamen, manteniéndole descolgado a medio trapo en la enhiesta arboladura. Las vergas, así guardas, atravesadas en cruz, se perfilaban sobre el azul del cielo, semejantes a las alas abiertas, inmóviles, de un inmenso   -95-   albatros que flotara suspendido en el espacio.

Varios pescadores de faz tostada por el hálito del mar se disponían, entre tanto, a arrojar a agua sus aventureras balandras. Colocábanlas sobre postes rodantes de madera que deslizaban lentamente sobre la superficie húmeda y lustrosa de la arena endurecida. Hacíanlas llegar así, poco a poco, hasta la milla misma, donde, después de detenerse un segundo a tomar aliento, todos a la vez, inclinados, uniendo en un común esfuerzo el empuje de sus nervudos y vellosos brazos, las lanzaban de repente, mar adentro, sobre la cresta de una ola que se alejaba con ellas a la par huía e iba a morir deshecha y sepultada en el torbellino de otra ola rumorosa que le salía al encuentro...

Media hora permaneció Rodolfo allí, paseándose, absorto en la contemplación de lo que veía.

Los huéspedes de Ribera-Bella comenzaban a bajar. En un momento la rambla cubriose de paseantes.

La hora del almuerzo se aproximaba.

Volvíase ya Rodolfo hacia su hospedaje,   -96-   cuando vio aproximarse a Jorge, que, recién levantado, se encaminaba a gozar de su acostumbrado paseo matinal.

La sorpresa de éste al encontrarse con su amigo fue indecible.

-¡Tú aquí! -le dijo con acento que más que de admiración parecía de espanto...

-Como lo ves -contestó Rodolfo,

-Luego ¿has resuelto, por fin, civilizarte?

-Es posible.

-Y ¿te hospedas?

-En el Hotel Vigía.

-¡Es claro! ¡Ya me lo imaginaba yo! Hospedarse en el Sea-Side fuera obrar lógicamente. ¿Y cómo has de demostrarte lógico tú siquiera una vez en tu villa?

-¿Quieres almorzar conmigo? -fue la única contestación de Montiano a esta amistosa impertinencia.

-¡No faltaría más! ¿En el Vigía?

-En el Vigía.

-Y ¿por qué no, mejor, en alguna de las fondas napolitanas de la estación?

-Porque se hallan muy distantes -replicó Rodolfo, sonriendo complacientemente. Y,   -97-   luego, deseo presentar cuanto antes mis respetos a doña Mercedes y a Lucía. No me has dado tiempo aún de preguntarte por ellas.

-Si deseas verlas, razón de más para que me acompañes a almorzar en el Sea-Side.

-Cedo ante tal razón.

Y, esto diciendo, encamináronse al alojamiento de Rodolfo, donde, después de charlar un rato alegremente sobre Ribera-Bella, sus bañistas y sus costumbres; pasaron juntos al reputado hotel.



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- XI -

Muchas personas se encontraban ya allí cuando entraron los dos jóvenes.

La inmensa sala presentaba un aspecto animadísimo. Belleza, juventud, talento, elevada posición social; cuanto el país tenía de prominente o de respetable: reputaciones pasadas, presentes o futuras; hermosas esperanzas; brillantes realidades (sin que faltara, no obstante, como en todo lo humano, una que otra mistificación, o tal cual superchería); he ahí lo que en esos instantes exhibía, reunido y confundido bajo un mismo techo el suntuoso comedor del Sea-Side.

De pronto, un rumor sordo, creciente, se difundió por toda la sala, y trescientos pares de ojos volviéronse a un tiempo hacia la puerta   -100-   principal. Lucía y su madre entraban.

Hay ciertos fenómenos del alma que no pueden explicarse ni definirse. Lo que sintió Rodolfo en esos momentos determinó en la suya uno de ellos.

En veinte ocasiones distintas había visto a Lucía presentarse así, de súbito, radiante de hermosura y de gracia, atrayente, deslumbradora, sin que jamás el contemplarla produjera en su espíritu impresión tan intensa. El sitio, la sociedad allí reunida, la curiosidad del público, el murmullo general de admiración que la hermosa mujer, levantaba a su paso, las mil miradas, buenas y malas lanzadas sobre ella a la vez; todo contribuía a convertirla repentinamente ante sus ojos en una especie de ser superior, dotado de cualidades en tal manera resaltantes, que la hacían sobreponerse en absoluto sobre los demás.

Y, en verdad, ¿era acaso aquella arrogante y espléndida reina de la moda, la misma Lucía que había tratado él durante todo el curso de un año en la penumbra suavísima de su hogar? ¿Era aquel traje, exquisito y soberbio   -101-   a pesar de su aparente sencillez, algo que pudiera compararse con el austero vestido de luto de otro tiempo?

Y ese ambiente impregnado de incienso, de admiración casi bulliciosa ¿era el mismo que se respiraba en la tranquila opulenta morada de Levaresa, hasta donde no llegaban más visitantes que aquellos que tenían derecho de prescindir de las exigencias de cierta etiqueta tiránica y para él absurda e insoportable?

Veinte galanes, a cual de ellos más obsequioso y gentil, debían rodear a Lucía pocos momentos después, al terminar el almuerzo.

Cuando Rodolfo se acercó tímidamente a presentar, a su vez, el homenaje de su respetuosa admiración, ya los más resueltos, los más envidiados, esos cuyos nombres se hallaban en boca de todos, monopolizaban tal derecho.

Lucía brillaba como astro de primera magnitud en aquel círculo, hasta el cual casi no se atrevió a llegar Rodolfo. Por primera vez se sentía como humillado, casi empequeñecido. Le imponían esos jóvenes con su elegante;   -102-   soltura, con su arrogancia innata, con su charla ligera, superficial, pero humorística.

Miguel Álvarez Viturbe, como es natural, se distinguía entre ellos.

La situación de Rodolfo, si se toma en cuenta el estado particular de su ánimo, no podía ser, pues, más extraña, más mortificante.

Espesa capa de melancolía cayó de repente sobre aquel espíritu exquisitamente sensible. Sin darse cuenta exacta del porqué, entregose desde ese mismo instante a los abandonos de una preocupación silenciosa y sentimental, tan impropia de las circunstancias como del medio en que se encontraba. Suspiró en silencio, agitose, en mil deseos indefinidos; sintió ansiedades inexplicables; aflicciones angustiosas que la razón fría y la voluntad más acerada no alcanzaron a reprimir. Cayó en meditaciones que lo llevaron a abatimientos irresistibles; forjó conjeturas... y... ¿será tiempo ya de decirlo?... llegó hasta derramar lágrimas, allá en el silencio y la soledad de su pequeña habitación de huésped,   -103-   calificado de hombre solo en el registro oficial del Sea-Side, donde, quieras que no quieras, había concluido por arrastrarlo su amigo Jorge. Fue esta su primera falta, el primer desmayo en la lucha que su voluntad había sabido hasta entonces sostener contra las pasiones rebeldes.

¿Qué era aquello? No logró él definirlo. Pero se dio cuenta de que sufría, de que su existencia se amargaba y de que sus horas de descanso en ver de ser tranquilas eran agitadas y hasta desprovistas de sueño...

Solo, meditabundo, al caer de la noche, mientras, adentro, en los lujosos salones del Sea-Side circulaban alegremente las parejas o se preparaban a bailar, paseábase por las galerías que daban a la terraza, y desde allí contemplaba la inmensa superficie del mar iluminada por la claridad de la luna menguante. La brisa salina refrescaba su frente y el aspecto del Océano, vuelto a la tranquilidad serena de las calmas, mitigaba las internas agitaciones de su espíritu.

Miraba rodar las olas; las veía revolverse en su eterno y rumoroso vaivén escuchaba,   -104-   deteniéndose a trechos, la amplia y grandiosa melodía del Océano, en la cual entraban confundidos el choque lejano y monstruoso de la líquida masa contra la roca que desafía su poder, la sonoridad de la onda, y el sordo estertor de la marejada que se quiebra contra el banco en estrías espumosas -y ese ruido lo marcaba dulcemente...



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- XII -

Una noche en que, abstraído como de costumbre, entregábase a su distracción favorita: la contemplación del soberbio panorama marítimo, oyó de repente a su espalda una voz conocida que pronunciaba su nombre.

Volvió la cabeza y se encontró con Lucía...

-Siempre solo y alejado del grupo general -le dijo en tono casi afectuoso la hermosa dama-. ¿No es usted aficionado al baile? Se pone usted viejo antes de tiempo.

-No creo que sea ello cuestión de edad, señora. Cuestión de temperamento tal vez. Y, por otra parte, ¿hay, acaso, algo que pueda reemplazar a este delicioso espectáculo? Vea usted: ¡qué noche y qué paisaje!...

  -106-  

-Hermoso, en verdad. Y no deja usted de tener razón. Existe aquí la pésima costumbre de instalarse en los salones desde el momento mismo en que se acaba de comer; precisamente cuando la permanencia en la terraza es más agradable.

Y, enseguida, volviendo la mirada en torno suyo:

-Tenga usted la bondad de acercarme esa silla -dijo. Voy a permanecer un momento aquí.

Montiano se apresuró a satisfacer el deseo de Lucía.

Por primera vez en su vida encontrábase Rodolfo así, solo, sin testigo alguno, enfrente de ella y en calidad de acompañante.

La conversación se inició entonces, pero indiferente, familiar, circunscrita a temas insignificantes, locales.

Con todo, el diálogo se prolongaba; de modo que al cabo de algún tiempo departían ya ambos con cierto interés, interés que, si llegaba a ser grato y nada más que grato para Lucía, para Rodolfo tornábase en dulcemente embarazoso...

  -107-  

La conversación fue animándose poco a poco. De las generalidades pasaron a un tema social, en el que si bien las opiniones de uno y otro no estuvieron del todo de acuerdo, no llegaron tampoco a chocarse, limitándose a ligeros rozamientos que Rodolfo cuidó de suavizar en lo posible, poniendo para ello en juego, a la vez, su instintivo y delicado tacto, su urbanidad exquisita, su claro y fino talento. Tras de peligrosos lances así eludidos, entraron de lleno en el comentario de las costumbres reinantes, y, como consecuencia de ese comentario, y la crítica un tanto acerba de los vicios y pasiones de la época. De allí a la murmuración -tan grata a todo espíritu femenino, por selecto que sea-, había sólo un paso. Se dejó Rodolfo impulsar y, posesionado ya en absoluto de sí mismo, no vaciló en abordar con precaución el espinoso tema, más por estudio de la índole de su interlocutora que por afición a él.

Le sorprendió en gran manera el éxito obtenido. La complicidad fue completa.

O mucho se equivocaba Rodolfo, o el carácter de Lucía no era del todo el que se le   -108-   había atribuido generalmente, de acuerdo con la opinión de aquellos que aseguraban conocerlo en la intimidad.

La amena charla duró esa vez casi una hora y desde entonces se repitió a menudo.

Doña mercedes -abandonada noche a noche, como todas las señoras de su edad, a las narcóticas monotonías de un solitario y apartado extremo de la vasta sala donde se revolvía alegremente una juventud alborotadora; circunscrita a las eventualidades de demostraciones ocasionales de respeto, idénticas siempre, rigurosas, y, las más veces, importunas e incómodas-, resolvió, por fin, emanciparse de los fastidios y tiranteces de la antipática ley que la convertía, según su expresión, en «viejo mueble arrinconado», y fue, a su vez, a reunirse con Lucía y Rodolfo en la terraza.

Huía, así, la buena señora de la juventud; pero justamente para tener el derecho de acercarse a ella. Los viejos aman a los jóvenes como las plantas que ya se marchitan al verde arbusto que ha crecido a su sombra.

Pero ¿sucede por ventura lo mismo a la   -109-   juventud, tratándose la vejez? En otras palabras: ¿sintió Rodolfo desde la noche en que por vez primera puso doña Mercedes en práctica su resolución el mismo agrado que debió aquélla experimentar al llevarla a cabo?

No; por más que entonces costara trabajo al joven convencerse a sí mismo de tan ingrata, tan injusta realidad de sentimientos.

A medida que se repetían estas reuniones en la terraza, notaba Rodolfo con sorpresa extrema, casi con espanto, que su desazón cundía...

Y creció de punto ese estupor cuando, al cabo de algún tiempo, pudo darse cuenta de que íbase acostumbrando en tal manera a la sociedad de la hermosa viuda, que, en los casos en que no lograba procurársela, se sentía del todo contrariado. La presencia de Lucía había llegado a serle necesaria. No oír su voz, no disfrutar del encanto de su palabra; no contemplar, fascinado, el brillo perturbador de sus ojos llegó a convertirse para él en motivo de impaciencia, de verdadera angustia. ¡Angustia mortificante; mezcla a   -110-   un tiempo de ansiedad y de inquietud, de pesar y de esperanza!

Y entonces aconteciole algo distinto: en las conversaciones más triviales, sus respuestas comenzaron a resentirse de este estado particular de su ánimo. Embarazo invencible embargaba su voz; preocupaciones constantes distraían sus ideas.

En otros momentos, por lo contrario, costábale trabajo reprimir ciertos arranques, ciertos impulsos que, brotados de lo más íntimo del alma, pugnaban por manifestarse exteriormente por medio de la palabra entusiasta, exaltada, ardiente; por medio de expresiones sinceras, espontáneas, reveladoras.

De Lucía ¿qué pensar? ¿Fue acaso ilusión de Rodolfo? Él no lo supo. Pero lo cierto es que le pareció, más de una vez, inferir que su interlocutora se valía de pretextos fútiles para alejar a su madre y decidirla a volver a los salones.

Lo cual, aunque observado por pocos, llegó a espantar a muchos, y muy especialmente, a Miguel Álvarez Viturbe y a su madre.

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El carácter vario, extraño, casi excéntrico de la hermosa viuda, daba lugar, por otra parte, a toda clase de conjeturas.

Ocasiones hubo en que Rodolfo la creyó rigurosamente severa; pero las hubo, también, en que la juzgó tan sólo caprichosa y engreída. En más de una circunstancia la halló alegre; en otras soñadora, preocupada, inquieta, casi triste. Y así, de este modo, le pareció que iba ella exhibiendo, a su turno respectivo, tan pronto los desdenes de la orgullosa, como los estudiados recursos de la mundana; las virtudes de la madre de familia, como las veleidades, artificios y resabios de la coqueta.

- ¡O la viuda de Levaresa está loca -decía alarmado el público- o el caso de Montiano es caso inexplicable!



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- XIII -

Una mañana recibió Rodolfo la siguiente misiva:

«Lucía V. de Levaresa suplica al señor don Rodolfo Montiano quiera pasar un momento a verla, pues desea tener con él una entrevista de carácter reservado, sobre asunto que puede interesarle

»Le aguardará antes de la hora del almuerzo».

Fácil será comprender la sorpresa de Rodolfo.

Vistiose apresuradamente; bajó a la playa y paseándose, aguardó con impaciencia la llegada del momento oportuno para acudir a la cita.

Intrigábale en alto grado aquella entrevista   -114-   reservada de que se le hablaba en la tarjeta. ¿De qué podía tratarse?

Hizo mil conjeturas.

Es el estado en que se hallaban sus relaciones con Lucía, no era posible dejar de hacerlas. La imaginación tiene alas; el deseo las tiene más poderosas aún, y el espacio por donde vuelan el uno y la otra cuando se divisa brillar a lo lejos la luz de una esperanza, resulta insuficiente a su insaciable y anheloso afán.

Aquellos minutos comenzaron por parecer eternos a Rodolfo. Agitado por el torbellino de ideas que se revolvían en su mente, fue perdiendo poco a poco la virtud de la reflexión fría y serena, virtud que hasta entonces y había sido su fuerza; y, sin quererlo, se entregó al pueril encanto de hacer lo que vulgarmente se llama «castillos en el aire». ¡Cuán fácilmente sugestionable es la razón humana, y cuán poco leal al corazón, por más que suela creerse lo contrario!

Abandonose, entonces, el soñador, al dulce convencimiento de que la entrevista solicitada por la gran señora no tendría otro fin que   -115-   el de abrir, en cierto modo, el camino a la franqueza mutua, a algo que ni siquiera atinaba él a denominar con su verdadero nombre; pero que -y de ello tenía conciencia cabal en aquellos momentos-, habríase traducido ante el criterio de la alta sociedad, si la alta sociedad hubiera llegado a saberlo, en el de una de esas pretensiones que, de inauditas, pasan a rayar en insensatas.

Y en tal modo llegó a dominarlo aquella idea, que cuando los punteros de su reloj marcaron, por fin, las once menos diez minutos y se puso en camino hacia el hotel, sentíase poseído de violentísima emoción.

Llegado al piso principal, se detuvo delante del departamento que llevaba el número 96.

Golpeó suavemente. La mano le templaba al hacerlo.

-Adelante -dijo desde adentro Lucía.

Hallábase ésta, cuando entró el joven, sentada enfrente de una mesa sobre la cual se veían papeles y recado de escribir. Se ocupaba en esos momentos en hojear alguna correspondencia y mantenía aún en la mano un lente de oro con largo cabo de nácar, alhaja   -116-   que tenía costumbre de usar para el caso, más por moda que por otra razón.

-Buenos días, señor Montiano -dijo Lucía con cierto tono de gravedad que Rodolfo no le había oído emplear en otras ocasiones.

Y luego continuó:

-Le habrá extrañado a usted mi tarjeta. Pero me he resuelto, por fin, a llamarlo para hablarle de un asunto que preocupa mi espíritu desde algún tiempo y que (ojalá no me equivoque) habrá de interesar a usted una vez que le sea conocido. Tome usted asiento

-Estoy a las órdenes de usted, señora -contestó Rodolfo-, con voz que traicionaba su hondo anhelo.

Lucía dejó sobre la mesa el lente y, volviéndose hacia el joven, prosiguió:

-No ignora usted, señor Montiano, que desde la muerte de mi marido, he quedado en el mundo sola -ya que para el caso la compañía de mi madre y de mis pequeñuelos no puede ni debe ser tomada en cuenta-, sola, sin más consejeros que mi propia experiencia y la de la persona venerable a   -117-   quien suelo consultar de cuando en cuando.

Los años transcurren; el país en que vivo avanza; todo se transforma alrededor mío; y yo voy quedándome atrás con ideas y preocupaciones que, a pesar de la escasa edad, no son de este tiempo, pero de las cuales no quiero, sin embargo, despojarme.

-Y con perfecta razón, señora -interrumpió Rodolfo.

-Dudas y dificultades sin cuenta suelen acosarme -prosiguió Lucía-. La prueba de ello la ha recibido usted en estos días. Nuestras últimas conversaciones le habrán demostrado cuán necesario me es, en las actuales circunstancias, un apoyo discreto y constante.

En mi condición de mujer, me veo imposibilitada a bastarme a mí misma. Pues bien: he creído que el concurso permanente de un criterio honrado, unido a una reputación sin tacha y a cubierto de sospechas irrazonables convendría del todo a mis intereses. Me he fijado en usted en quien encuentro reunidas estas condiciones; en usted el hijo de aquel bondadoso don Julio, tan leal, tan exento de ambición, y que   -118-   mereció toda la confianza de mi marido.

Y al decir estas palabras, Lucía, se interrumpió un momento; bajó los ojos y alzándolos mucho, entre interesada y escudriñadora, trató de leer en el rostro de Rodolfo la impresión producida por aquellas.

Y enseguida prosiguió:

-¿Quiere usted acoplar, con la renta correspondiente, el cargo de administrador de mis intereses? He aquí el objeto de esta entrevista. Puede usted darme respuesta en el acto o cuando lo desee; siempre que no se tome usted plazo mayor de tres días, porque, al cabo de ellos, partiré para la capital.

Concluyó Lucía de hablar y Rodolfo se quedó como enclavado en su asiento.

Hay silenciosos combates que tienen por campo el alma y que, por lo mismo que suelen durar tan sólo un breve instante, son, a veces, formidables.

Montiano experimentaba en aquellos momentos una mezcla indefinible y extraña de pesar y de placer; de orgullo herido y de orgullo satisfecho; de humillación y de vanidad. Pero lo que mortificaba especialmente   -119-   su espíritu y afligía su corazón era la evidencia de que, por sobre ello, aparecía, dominándolo todo, un sentimiento bastardo, casi criminal: el rencor; rencor contra la memoria de su padre, ¡de ese padre ejemplar, de ese modesto «don Julio» cuyo descendiente y natural continuador de humildades era ante el criterio de la orgullosa gran señora!...

¡Oh! ¡cómo le subían al rostro, en aquel instante, los colores de la vergüenza, al recordar con la rapidez más que eléctrica del pensamiento sus «castillos en el aire» de pocos momentos antes! ¡Insensato de mí! -se decía-, ¿y quién me dio el derecho de hacerlos? Mi suficiencia tan sólo mi vanidad extrema.

Y los tormentos internos, producidos siempre en la conciencia de quien adquiere la seguridad de haberse puesto en situación absurda e inconfesable -siquiera sea ante el propio criterio- torturaban atrozmente al infeliz y desilusionado mozo.

¡Lucía! Ese nombre pronunciado así ¿habría de acudir por última vez a sus labios, y luego ir a refugiarse para siempre en el fondo de su corazón?

  -120-  

Los ensueños de poco antes; los mirajes de la fantasía; los lampos de esperanza; los suspiros de impaciencia y de ansiedad ¿qué se habían hecho? ¿Dónde estaban? ¡Todo, todo desaparecía para él ante la sola evocación de su humilde pasado; ante aquella frase, por largo tiempo ya olvidada y oída de súbito otra vez, en el mismo tono de otro tiempo, de labios que la pronunciaban con la misma compasiva y desdeñosa bondad: «¡El hijo de don Julio!».

Y bien: esa frase que estuvo a punto de ahogarlos, salvó del naufragio los más nobles sentimientos de Rodolfo, puestos un segundo en peligro durante la terrible tormenta que la lucha de encontradas pasiones alcanzó a desencadenar en su espíritu.

Tal vez si ella no hubiese sido pronunciada, si Lucía se hubiera limitado al ofrecimiento con que pretendía, sin duda, dispensar favor y honra, Rodolfo no lo habría aceptado. Pero aquel arranque interno suyo de soberbia, aquella ingrata y criminal injusticia hacia la memoria del más bondadoso de los padres, debían tener su castigo y su expiación...

  -121-  

Una lágrima, transparente y amarga, brilló en las pupilas del joven. La sintió él surgir, temblar y desprenderse. Lucía debió verla también, porque incorporándose de súbito, como si tratara de reprimir o disimular una emoción en peligro de ser traicionada, puso termino a la entrevista con estas palabras:

-Bien veo que necesita usted de tiempo para meditar su resolución. Le dejo a usted en libertad.

-Se engaña usted, señora -se apresuró a contestar Rodolfo reponiéndose-. El beneficio y la honra son tan señalados que no admiten vacilación posible. Sólo la sorpresa ha podido embargar mi voz, y el recuerdo evocado por usted hacer acudir lágrimas a mis ojos. Acepto desde luego el favor, y lo acepto lleno de reconocimiento. Al surgir ante la memoria de usted la sombra venerada de mi padre, no podía dejar de presentarse con ella el recuerdo del hijo; porque, en este caso, el hijo y el padre forman una sola entidad, así por la condición social, como por las ideas; por los principios, como por la gratitud.   -122-   El hijo de don Julio se halla, pues, señora, en su puesto. Administrador, hombre de confianza de la viuda de Levaresa. ¿Qué mayor honra para él? ¿Qué suerte más digna y más lógica podía caberle en la vida?

Y tras esta respuesta recuperado ya sobre sí mismo el dominio suficiente para poder aparentar calma y tranquilidad y asumir la actitud adecuada al papel que desde ese momento entraba a desempeñar, Rodolfo, que se había levantado a su vez, murmuró algunas frases más de agradecimiento, prometió ponerse, en el acto mismo, a las órdenes de Lucía, hizo a ésta una ceremoniosa reverencia, y se retiró de la sala.

Con paso seguro y firme dirigiose enseguida a su habitación.

Pero, una vez en ella, el llanto, por largo tiempo reprimido, rodó abundante, libre, aliviador; sin dique alguno ya que refrenara su desborde de las pupilas humedecidas.

No durmió esa noche. Pero en cambio, meditó mucho y de esa meditación le resultaron no pocas conclusiones útiles, no poca lógica, no poca verdad, por más que su amor propio   -123-   experimentaba intenso y rudo golpe. Lo vio ofendido, humillado, castigado; y, sin embargo, no lo compadeció. ¿No era él, acaso, el causante único de aquellos extravíos del corazón y de la mente que habían estado a punto de dar por tierra, en una hora de abandono, con principios de largo tiempo atrás arraigados y que hasta entonces se creyera inconmovibles?



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