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- XIV -

Eran las once de la mañana siguiente.

Hallábase Rodolfo instalado desde temprano en uno de los kioskos de la rambla. Recorría, sin poder fijar la atención en su lectura, los diarios acabados de llegar por el correo. A ratos observaba maquinalmente a los bañistas que acudían a la playa.

Su espíritu se hallaba del todo ausente.

Al esforzarse por descubrir las causas que de modo más intenso hubieran podido influir en la determinación de Lucía, se engolfó en reflexiones que, tras largo meditar, lo llevaron a la siguiente conclusión, perfectamente lógica, perfectamente conforme con las circunstancias y antecedentes del caso: Lucía, cuyo claro entendimiento,   -126-   altivez de carácter y fuerza de voluntad eran proverbiales, habría adivinado, por fin, la existencia de los sentimientos inspirados por ella en el alma ingenua y fervorosa de un iluso que, hasta entonces, había creído poder guardarlos ocultos para siempre dentro de lo más recóndito de sí mismo, como en inviolable y sagrado tabernáculo.

Se habría dado cuenta, a la vez, del asombro inaudito del público, ese público especial, que, a fuerza de maña, de curiosidad y de empeño, logra, en casos análogos, descubrir los secretos que más puedan convenirle para alimentar sus temas de actualidad social, ocasionados a chistes retozones, a burlas picantes, a comentarios malévolos.

Llegaría, luego, hasta ella el eco de alguno de esos comentarios. Su amor propio se habría resentido, entonces. En el primer impulso de justa indignación la orgullosa dama habría resuelto poner término a la cháchara social y a la insensata osadía de quien la motivaba, infiriendo al culpable una pública y ejemplarizadora humillación.

Pero, ¿qué mujer -por altiva y desdeñosa   -127-   que sea-, no sentirá vacilar su voluntad ante la consideración de que aquel a quien va a humillar se ha hecho reo tan sólo de falta de energía para resistirá la acción subyugadora de sus múltiples y poderosos encantos?...

Un movimiento de generosa compasión habría sucedido al primer arranque. Y, luego, ¿no hay, por ventura, cien distintos medios de llegar a un mismo fin? De allí, pues, aquellas pasadas altiveces, seguidas de condescendencias desorientadoras; aquellas aparentes excentricidades; aquella originalidad de trato, y, por fin, aquel recurso final -benévolo, cortés en la forma- compasivo, desdeñosamente bondadoso en el fondo; recurso extremo, eficaz, absoluto, que daría lugar a que se fijara definitivamente en lo futuro, ante el criterio mundano, la distancia que de hecho separaba ya a la opulenta, la aristocrática viuda del banquero Levaresa; de su joven administrador.

Así discurrió Rodolfo durante aquellos momentos de meditación silenciosa.

La concurrencia del Sea-Side hotel iba invadiendo, entretanto, la playa. Unos tras   -128-   otros llegaban Jorge, los jóvenes y sus parejas inseparables; los aficionados al baño, los organizadores de paseos y de diversiones de toda especie.

En un galpón cercano al sitio donde se encontraba Rodolfo había un buen Tiro de pistola. En aquellos momentos se sentía repetirse, con uniformidad casi invariable el eco de las detonaciones. De cuando en cuando, aplausos entusiastas acogían las proezas de algún diestro tirador. Grupos numerosos de pescadores, bañistas y otras gentes, se agolpaban en la puerta del Tiro, con el propósito de observar desde allí a los que distraían sus ocios en tan elegante pasatiempo.

Sacudió, por fin, Montiano su malhumorada melancolía; se puso de pie y, decidido a imitar a los demás, encaminose hacia el Tiro.

Al llegar al galpón se detuvo. Miró y pudo observar que quien provocaba los aplausos era Miguel Álvarez Viturbe.

Atraído, a su vez, por la curiosidad, quedose un momento contemplando al tirador incomparable.   -129-   ¡Realmente, aquello era asombroso!

Un blanco de cartón, después de recibir más de treinta tiros, había sido agujereado, invariablemente y con precisión casi matemática, en el punto céntrico de mira. El documento era pasado de mano en mano como verdadera curiosidad.

Lucho, habíasele ocurrido a alguien la humorística idea -muy propia de aquel medio y de aquella agrupación de muchachos alegres y chacotones- de fabricar para Viturbe un blanco «Guillermo Tell» sui generis. Un enorme bagre, acabado de pescar y adquirido previamente para el caso mediante su precio vil, fue colgado en la playa, al aire libre, pendiente de uno de los postes transversales donde solían los bañistas colocar sus ropas antes de arrojarse al mar.

Una vez dispuesto así, encaramáronle sobre la cúspide del hocico angular, a guisa de manzana, un diminuto langostín, apenas visible a la distancia de veinte pasos.

Miguel se preparó a dar la elocuente prueba de destreza que se le pedía.

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Midió la distancia, los veinte pasos ya mencionados; se colocó en su sitio, alzó la pistola, apuntó con mano firme y salió el tiro.

El langostín desapareció.

Mas, no contento Viturbe con esta hazaña, quiso coronarla con otra más brillante aún.

-¡Al ojo derecho del Rey Filipo! -exclamó, vaciando, probablemente, en esta frase toda su erudición histórica.

Apuntó de nuevo y disparó...

El bagre no sólo se quedó tuerto, sino ciego; pues, hallándose colocado de perfil, la bala, al perforarle de parte a parte la cabeza, dio en un ojo y se llevó los dos.

Multitud de paseantes cruzaban, entre tanto, por la rambla, y los grupos de siempre formábanse poco a poco. Brisas del sud, frescas y saladas, traían en su seno deliciosos perfumes marinos y arremolinaban las olas, que, al achatarse sonoramente contra la playa, deshacían, extendiéndola en forma de dilatado manto, su blanca y borbollante cresta de espumas.

Otros bañistas se habían arrojado ya al   -131-   agua y retozaban alegres, sostenidos de las cuerdas fijas, o recibiendo el golpe de la ola, que llegaba, los envolvía, y pasaba de largo, yendo luego a morir, deshecha, al borde de la arena.

Algunos -muy pocos-, se arriesgaban a nadar; pero sólo durante cortos instantes, y ello con grandes precauciones. El mar de Ribera Bella es proceloso y traidor; corrientes intensas que se dirigen oblicuamente hacia el norte atraviesan sus orillas. Rodolfo había experimentado, días antes, por sí mismo el peligro de ser envuelto en ellas. Sus condiciones de nadador eran, sin embargo, excelentes: debía a su padre esta cualidad; a su padre, para quien permanecer dos horas en el agua cruzando largas distancias era hazaña familiar.

Doña Mercedes y su hija no tardaron mucho en llegar a la rambla.

Rodolfo se adelantó a saludarlas, disimulando, en lo posible, su emoción.

Lucía parecía pensativa. Pero Montiano no tuvo tiempo de detenerse a observarla. En el acto de adelantarse la hermosa viuda, rodeola   -132-   el grupo de siempre. Miguel entre los primeros.

-¿Se baña usted, señora? -le preguntó Viturbe después de darle los buenos días.

-Como de costumbre, contestó Lucía-. ¿Y usted?

- Lo he hecho ya, muy temprano esta mañana.

-¿Nada usted mucho?

-¡Pues ya lo creo! He avanzado hoy larga distancia, mar adentro, hasta abordar la lancha de unos pescadores.

Rodolfo había escuchado este diálogo en silencio. Al oír las últimas palabas de Viturbe no pudo evitar un movimiento de disgusto.

-¿Y no teme usted a las corrientes? -preguntó, interviniendo de pronto en la conversación y fingiendo un tono de sorpresa bajo el cual no alcanzó a disimular del todo la malévola intención con que hacía tal pregunta.

Casualmente aquella misma mañana, observándole desde lejos, había visto bañarse a Miguel. El esbelto mozo, aunque ágil,   -133-   y robusto como un Neptuno joven, había permanecido durante más de media hora circunscrito a la vecindad de las cuerdas y postes de la orilla, logrando con gran dificultad sostenerse a flote, en medio de esos desaforados pataleos y manotadas que ponen en evidencia a un mal nadador.

Álvarez Viturbe miró a Rodolfo con altanería.

-¿Cree usted, le dijo, que esas insignificantes corrientes puedan arredrar, no digo a un hombre como yo, sino aún al más mediocre de los nadadores?

Esto colmaba la medida. Y, por otra parte, Rodolfo, sin darse cuenta de ello, se sentía irresistiblemente inclinado a la maldad en aquellos momentos. Resolvió, pues, desenmascarar de una vez por todas al presuntuoso.

-No sólo lo creo, contestó con tono apacible, sino que estoy de ello seguro.

-Entendámonos, señor Montiano, repuso Viturbe en el mismo tono. ¿Se refiere usted a mí o al nadador mediocre de quien he hablado?

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-¡Según y cómo, señor mío! Para responder a usted, necesitaría, ante todo, convencerme de que uno y otro no son la misma persona.

Viturbe miró con arrogancia a su contradictor.

Jorge Levaresa, que se había aproximado y oído la discusión, intervino en el acto; pero lo hizo con intención del todo maligna, yendo mucho más lejos aún de lo que se había propuesto Rodolfo; tanto que éste hubo de arrepentirse del primer movimiento de impaciencia que lo impulsara a provocar a Miguel.

-La dificultad tiene solución muy sencilla, dijo, jovialmente, Levaresa. Estamos aún en ayunas: un baño más, un baño menos a nadie daña. Que pruebe sus fuerzas y habilidad Viturbe, bañándose ahora mismo, en nuestra presencia, e internándose un centenar de varas en el mar. Cien varas, ¡vamos! ¡menos de una cuadra criolla! Nos contentamos, sin embargo, con esa prueba...

Miguel vaciló. Pero pudo más en él el sentimiento irresistible de la vanidad ofendida.

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-Aceptado, se apresuró a decir -tras de un instante de silencio durante el cual su rostro cambió visiblemente de color, no se supo entonces si de cólera o de miedo. Y, luego, volviéndose hacia las clamas que se habían reunido en grupo:

-Serán jueces ustedes, añadió.

Rodolfo quiso protestar; pero su amigo Jorge no le dio tiempo para ello.

Inconscientes las personas que se hallaban allí del verdadero peligro que habría de correr el atolondrado si llevaba adelante su proyecto, no sólo no se opusieron a él sino que lo aplaudieron con entusiasmo...



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- XV -

Un espectáculo es siempre un espectáculo. Cualquiera que sea su naturaleza, no faltará jamás quien, aguijoneado por la curiosidad, se interese por contemplarlo.

Miguel, al aceptar el reto en la forma expuesta, arrojaba, a su vez, a Rodolfo un guante que este juzgó no le cumplía recoger. Se trataba de una especie de niñería, tan atolondrada en su origen como peligrosa en sus consecuencias.

Rodolfo se dio inmediata cuenta de la responsabilidad que le afectaba en el caso y, penetrado de ella, propúsose cumplir con lo que creyó un deber estricto: no bien desaparecía Miguel, decidido a poner en práctica el anunciado intento, cuando a su vez, tomaba   -138-   él posesión de una casilla de baño y, sin que nadie lo viera -pues los presentes sólo se preocupaban de Viturbe-, disponíase a hallarse listo para arrojarse al mar en caso de necesidad.

El corazón le latía, entretanto, y verdaderos remordimientos torturaban su conciencia.

El espectáculo anunciado no se hizo esperar.

Transcurridos algunos instantes, salió Miguel de su casilla, envuelto en una elegantísima sábana color canela, que le cubría todo el cuerpo. Iba algo pálido; pero afectaba marchar con seguridad.

A pocos metros de distancia le seguía Rodolfo, envuelto, como él, en amplía sábana de baño, cuyo capucho le encubría por entero la cabeza y parte del rostro. Ninguno de los que presenciaban la escena paró, pues, la atención en él. Seis u ocho bañistas dirigíanse al mismo tiempo a la playa; indiferentes; ignorantes de lo que allí se preparaba.

El mar estaba agitado. La brisa no sólo no amainaba, sino que era aún más violenta en   -139-   aquellos momentos, y, por lo tanto, más sonoras, más frecuentes y voluminosas las olas que producía.

A lo lejos, divisábanse algunos barcos de pescadores que, a todo trapo y dando la popa al viento, se mecían en el horizonte. Bandadas de gaviotas, albas como la espuma misma, los seguían de cerca, arremolinándose a trechos entorno del aparejo; ora elevándose hacia las nubes, ora abatiéndose de súbito sobre el rumoroso oleaje.

Miguel llegó al borde del agua.

Resuelto a arriesgar el todo por el todo; ensoberbecido, atolondrado más que audaz; aguijoneado por la vanidad antes que por el deseo; rápido, ágil, despojose del abrigo que lo cubría y, de un salto, sin demoras ni vacilaciones se arrojó al mar.

Rodolfo se quedó observándole a la orilla; con los ojos fijos, sin perder uno solo de sus movimientos.

Un aplauso general y el eco de dos o tres entusiastas ¡bravos! lanzados por voces femeninas llegaron desde la rambla hasta los oídos de Montiano.

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Sin duda los oyó también Miguel, y diose cuenta cabal de que era él quien los provocaba, porque, haciendo un avance inmediato, redobló en ligereza, puso el pecho a la ola, y una vez con el agua ya a la altura de la barba, se lanzó de bruces. Hundió enseguida la cabeza entre la espuma, y tras repetidos y formidables aspavientos, quedó flotando un instante a merced del caprichoso oleaje, fuera ya del punto donde «se hacía pie», llevado hacia lo hondo, más por el impulso de la corriente -que en ese sitio comenzaba a hacerse sensible- que por el de su propio y desesperado esfuerzo.

Mantúvose así durante cerca de un minuto.

La distancia recorrida al cabo de este tiempo pasó de treinta metros.

El momento crítico no podía hacerse esperar.

Un nadador de escasas dotes que comienza por agotar sus fuerzas, prodigándolas desde el punto mismo de partida, está irremediablemente perdido, si se encuentra sólo y persiste en pretender llevar adelante un intento superior a ellas.

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A la distancia mencionada, Miguel comenzó por mirar hacia atrás.

Aterrorizado con el espacio que lo separaba ya de la playa, dio una brusca vuelta y comenzó a deshacer el trayecto recorrido. Redobló para ello el empuje ya medio exhausto; mas, convenciose al punto de que el regreso era mucho más difícil que la partida. La corriente oponíale una barrera insalvable, y, no sólo no le permitía avanzar, sino que le alejaba más y más de la orilla.

Un vago sentimiento de terror, que debió ir creciendo a medida que crecía la dificultad, pareció entonces apoderarse del nadador, a juzgar por los desesperados y casi epilépticos esfuerzos que los que le contemplaban desde la playa le vieron hacer.

El grupo de la rambla empezó a agitarse. Viva ansiedad se retrataba en todos los semblantes.

De repente oyose en el mar un grito, un grito estridente, lleno de mortal angustia:

«¡Auxilio! ¡Auxilio!»

Los espectadores lo repitieron en eco unísono,   -142-   que se extendió, fue creciendo y multiplicándose...

-¡Auxilio! ¡Auxilio!

-¡Que se ahoga! ¡Que se ahoga!

-¡Una cuerda!

-¡Un salvavidas!

El turno de Rodolfo había llegado.

Con un movimiento brusco, deshízose del lienzo que lo cubría y ocultaba y, tras veloz carrera enmedio del agua baja, cortó la ola con el cuerpo y empezó a nadar, con donaire, decisión y brío, en favor de la corriente...

Momentos después, llegaba al sitio donde Viturbe, extenuado, jadeante, casi sin sentido ya, luchaba con las ansias de la desesperación, sosteniéndose apenas sobre las olas que por momentos le pasaban por encima, sepultándolo a trechos.

La sofocación comenzaba a producirse. Sin vacilar, extendió el nadador un brazo y cogió por el cabello aquella cabeza que flotaba, desatentada y casi inerte...

Entonces los que contemplaban la escena desde la orilla vieron algo así como una lucha   -143-   terrible. Lucha entre dos hombres, que, suspendidos sobre el abismo, pugnaban contra fuerzas poderosas en el afán de no ser vencidos. El uno se aferraba al otro; ambos desplegaban sus esfuerzos opuestos; ambos se debatían; resistían, como extenuados ya, y jadeantes.

El regreso era lo más difícil.

Miró Rodolfo hacia tierra y vio que allí, en la playa, se había agolpado apiñada multitud de gente. Unos corrían; otros arrojaban cuerdas y salvavidas.

El empuje de la corriente era terrible. A costa de grandes esfuerzos manteníase el nadador sin ser arrastrado, neutralizando el poderoso impulso que le hacía gastar en vano la mitad de su brío. Sabía él, sin embargo, que la zona recorrida por esa corriente no era muy ancha. Cesó de nadar un instante y vio que la dirección llevada por las aguas no era directa hacia adentro sino oblicua hacia el noreste. Comenzó, entonces, a avanzar en ese sentido, calculando que así podría atravesar la barrera, a lo largo, sin agotar del todo sus fuerzas. Las olas, por otra parte, si lograba   -144-   aprovecharlas, le ayudarían a alcanzar su intento.

Siguió este plan y vio que obtenía buen resultado.

Pero la lucha era aniquiladora.

Solo, no hay duda de que le habría sido fácil sostenerla y vencer; mas con el aditamento de aquel cuerpo -no ya inerte, que ello hubiera aligerado su peso, sino animado de movimientos convulsivos que en ocasiones entorpecían los suyos-, la empresa se le presentaba ardua por demás.

Los gritos de la gente de tierra le animaban, sin embargo: «¡Adelante! ¡Valor! Sostenerse hasta alcanzar las cuerdas!».

Y, al mismo tiempo, dos o tres bañadores de los de oficio lanzábanse al agua y trataban de aproximarse a los jóvenes, mientras otros corrían por la playa con el propósito de llegar al punto por donde, más al sur -dado el impulso de la corriente-, deberían, acaso, estos ser salvados.

De que había sido reconocido, no le quedaba a Rodolfo la menor duda. Más de una   -145-   vez pareciole oír gritar su nombre. Fijando un instante la vista, distinguió a Jorge que corría por la playa, haciéndole señas desesperadas.

La orilla distaba ya tan sólo algunos metros.

En esos momentos sintió Montiano que el cuerpo de Miguel se agitaba bajo su brazo y, tras de estremecimientos terribles, lo envolvía, casi maniatándole.

No vaciló en trance tan terrible. Dio a Viturbe un vigoroso golpe en la cabeza, con el propósito de hacerle perder el conocimiento, y continuó nadando y arrastrándole por los cabellos.

Era ya tiempo. Las fuerzas le abandonaban. Sentía que se le adormecían los miembros; que los oídos le zumbaban y que el corazón le palpitaba tan violentamente que parecía golpearle el pecho.

Recordó entonces, con angustia mortal, la enfermedad orgánica de su padre. Don Julio había muerto del corazón. ¿No la habría heredado él por desgracia? Y, en tal caso, ¿no contribuiría esa circunstancia a producir un   -146-   desenlace fatal, si las fuerzas llegaban a abandonarle del todo?

¡Terrible idea!

Hizo otro esfuerzo, desesperado, supremo; el último... y salió de la zona de la corriente, al mismo tiempo que una ola enorme lo alzaba sobre sus poderosas espaldas, haciéndole avanzar gran trecho...

El bañador que más se había adelantado se encontró a sólo cuatro o seis brazadas de distancia.

No había tiempo que perder. Blandió un salvavidas y lo arrojó con violento esfuerzo. La cuerda de que iba éste provisto se desenrolló zumbando y ondeando en el aire, semejante a una anguila gigantesca que hubiera saltado de súbito del seno de las aguas.

Rodolfo alargó la mano que le quedaba libre, y, sin abandonar a Viturbe alzando al mismo tiempo el brazo con el cual le había mantenido a flote, echó el cuerpo adelante y se dejó arrastrar...

Segundos después, eran ambos recogidos en la playa; cubiertos por dos abrigos y transportados a las casillas más cercanas.

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Viturbe sin conocimiento.

Rodolfo exhausto de fatiga.

Al llegar este último al borde de la rambla, divisó entre la multitud a doña Mercedes y a Lucía.

Lucía estaba pálida, pálida como el mármol...



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- XVI -

Aquel año de fiebre, de locuras, de cosas extrañas, ilógicas -y sin embargo aceptadas, aplaudidas, duraderas-, tocaba a su fin.

El período de abundancia, aludido anteriormente, había llegado ya a su momento supremo. Aumentaba la exportación, veíase el cambio a la par, y multitud de extranjeros acudían desde el viejo mundo trayendo sus industrias, su experiencia y sus capitales.

Inventos de toda especie: absurdos los unos, útiles, ingeniosos los otros; concesiones innumerables de ferrocarriles y tramways a vapor; aquellos otorgadas con el propósito de poblar regiones lejanas del territorio nacional; éstas para acortar distancias, por lo alto o por lo bajo; por encima de las azoteas   -150-   de las casas de la ciudad o al través de túneles colosales que convertirían los subsuelos de la capital en una intrincada red de bóvedas subterráneas capaces de rivalizar con las más hermosas catacumbas del mundo, todo ello hallaba cabida, era protegido, y, aunque se le presentase sólo como idea, lograba ser explotado a la par de la más palpable realidad.

El valor de las tierras aumentaba de modo fabuloso, insensato. Se cotizaban hasta las faldas de la cordillera, allá en la desolada región que cubren las nieves perpetuas; se les asignaba un valor determinado y ese valor iba creciendo, creciendo, al pasar de mano en mano, como bola de esa misma nieve. Se multiplicaban las industrias; toda empresa prosperaba. Nombres rimbombantes de instituciones estrambóticas producían efecto y encontraban eco.

Asombrosa era la actividad comercial: veinte, treinta bancos funcionaban y prosperaban a la vez en aquella singularísima época de esplendor.

Jorge, lanzado ciegamente por el campo de   -151-   la especulación, ganaba dinero a manos llenas. Mes hubo en que el sólo juego a diferencias dejole utilidades reales que equivalían a una verdadera fortuna.

Entonces lo vio Rodolfo llegar atolondradamente a su gabinete y, loco de júbilo, echarse rendido sobre un sillón; pasarse el pañuelo por la frente sudorosa; encender un cigarrillo y comenzar a contarle sus insensatos proyectos.

Según él, la suerte se le había declarado esclava. No eran ya calculables las sumas que amontonaría con el tiempo. ¡Qué de empresas por acometer! Creación de fábricas, de establecimientos de campo «modelos»; edificios suntuosos dentro de la ciudad; una flota de vapores para explotar cierta pesquería en el sur de la república; colonización de parte de la Tierra del Fuego; vías férreas; un yatch a vapor de no menos de mil toneladas con capacidad para los cincuenta o más amigos que en calidad de excursionistas habrían de acompañarle durante las largas e interesantes expediciones que se proponía llevar a cabo; etc., etc.

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Las advertencias de Rodolfo, sus amonestaciones producían en aquellos casos el resultado de costumbre. La discusión se prolongaba tal vez algunos momentos más de lo que solía; pero el final era el mismo: un apretón de manos o una franca y alegre carcajada.

Llegó el siguiente invierno. La gran capital comenzó a animarse. Teatros y paseos viéronse atestados de gente, y gran número de carruajes de lujo salieron a lucir, a la vez, en las avenidas públicas.

La Ópera era el centro de reunión más frecuentado. Allí concurrió todas las noches, acompañada de su madre, llamando la atención como de costumbre, la hermosa viuda del banquero Levaresa.

Rodolfo no se presentó jamás en los sitios donde pudiera haberse encontrado públicamente con Lucía. Su vida volvió a ser lo que había sido antes. Pero la constante preocupación que la dominaba dio lugar a que añadiera a los hábitos pasados otros más conformes con el estado de su espíritu.

Un alma atormentada por el afán necesita, para resistirlo de embriaguez o de cansancio,   -153-   bien así como el cuerpo herido soporta mejor la operación quirúrgica bajo la influencia de un anestésico cualquiera que lo insensibilice o adormezca.

El trabajo -un trabajo abrumador-, fue desde luego el bálsamo que se aplicó Rodolfo.

En posesión de su cargo de administrador de los bienes de Levaresa, buscó deliberadamente hasta el desempeño de los quehaceres menos en armonía con su carácter, deseoso de imponerse una especie de humillación voluntaria y permanente a que se creía obligado en resguardo de sus propósitos y resoluciones.

Dedicado, además, a negocios particulares en el estudio de abogado que desde tiempo atrás tenía abierto, conservó, a la vez, sus dos cátedras y aumentó la cantidad de trabajo con que solía colaborar en la publicación de un diario.

¿Cómo le alcanzaba el tiempo para tanto? No es fácil decirlo. Pero lo cierto es que no sólo disponía del necesario para llenar el programa que se había propuesto cumplir al pie   -154-   de la letra, sino que en los días feriados sobrábanle algunos momentos para distraerse. Los placeres de la navegación a vela por el río, a los cuales, dados sus antecedentes y sus instintos era muy aficionado, constituían, fuera de casa, su pasatiempo favorito.

Temprano, muy temprano en tales ocasiones, casi al salir el sol, vestíase deprisa y, sin que el frío de las mañanas de invierno le arredrase, tomaba el primer tren y se dirigía hacia el norte.

Allí, a orillas de una ensenada, en sitio pintoresco, al ancla y mecida por la brisa matinal, aguardábale una pequeña embarcación con arboladura de balandra -precioso «juguete de niño grande», como lo llamaba Jorge-, Jorge a cuya munificencia de especulador afortunado lo debía Rodolfo, en calidad de obsequio.

Llegado al fondeadero, saltaba el solitario marino sobre la cubierta de su barco; recogía el ancla, alzaba la vela, y apoderándose de la caña del timón, aguardaba el primer impulso.

Con lentitud al principio, presurosa después,   -155-   y aumentando en gallardía a la par que en velocidad, así que lograba orientar el aparejo, lanzábase La Gaviota río afuera, tumbada hacia estribor, suelto a todo trapo el velamen, cortando gentilmente la espumosa marejada. ¿Cómo discurrir sobre nada triste en esos momentos? ¿Cómo pensar siquiera, mientras llegaban tan sólo a su oído, cual adormecedora melopea, el murmullo del oleaje, el crujir acompasado de los maderos y el cante de la jarcia y de la tela distendidas o azotadas por el viento?

Había ocasiones en las cuales se abstraía Rodolfo en tal modo en sus ideas, que, inatento al gobierno del timón -sobre todo si la brisa era tenue-, dejaba ir el barco entregado a su propia voluntad, cual si le permitiera la elección del rumbo por donde, aislado enmedio del gigante estuario, le era lícito mecer a su antojo la melancolía de su dueño.

El barco y el tripulante parecían, así, soñar a la vez.

Pero ¡ay! todo lo amargaba de pronto la irrupción repentina, inesperada, inevitable   -156-   del recuerdo de las escenas de Ribera-Bella. Al surgir instantáneo, súbito, ese recuerdo en su mente, penetraba hasta el adormecido corazón, despertándolo allí, enmedio de doloroso vuelco que le arrancaba suspiros de ansiedad. Las ideas tomaban rumbo diverso entonces. Una especie de obsesión lo llevaba a repasar en la memoria los hechos de los últimos meses, obligándolo a escudriñar el porqué de cada circunstancia. Hacía, así, algo como el proceso psicológico de su pasión, examinando cómo había empezado -fugaz, insegura, inactiva en apariencia, semejante a la chispa que nace, brilla un punto y vuela en alas del viento, pero sólo para comunicar los primeros destellos de la hoguera-, vasta, abrasadora, inmensa después.

A solas con esos recuerdos, todas las sensaciones que ellos evocaban renovábanse, como por encanto en su alma. Parecíale ver allí a su lado, la imagen de la mujer querida; escuchar el verdadero sonido de su voz. ¡Y la amaba, la amaba entonces con frenesí! Amaba sus cabellos negros, de tonos ardientes; amaba sus hermosos ojos, en cuyas cejas   -157-   firmemente arqueadas se retrataba el orgullo que intimida; amaba hasta las veleidades de su carácter extraño, contradictorio; formado, como se ha dicho ya, de altiveces soberanas, de indiferencias desalentadoras -pero también de arranques incomprensibles-, amaba, en fin, y lo amaba con la fuerza de una pasión reprimida, desbordante y loca, aquel cuerpo de formas exquisitas, fáciles de adivinar bajo el rico traje impregnado de perfumes que habitualmente las cubría...

Pero cuando se hallaba en presencia de Lucía, por lo contrario, sentíase seguro contra todo arranque, contra toda demostración que traicionara sus sentimientos. En virtud, sin duda, de influencias de amor propio ofendido, de resoluciones inquebrantables, lograba llegar, en tales casos, a no ver en su interlocutora sino a la encumbrada danza, cuyos cuantiosos intereses le estaban encomendados; y esto le hacía experimentar cierta relativa quietud de alma que bastaba por sí sola a ponerlo a salvo de toda imprudencia.

Veía a Lucía casi diariamente; trataba con   -158-   ella mil puntos diversos; escuchaba sus opiniones; dábale las suyas: todo ello con perfecto dominio sobre sí mismo; sin dejar entrever el menor asomo de emoción. Quien quiera que le hubiera contemplado entonces, no hubiera podido imaginar que aquel hombre discreto, correcto, frío, ceñido al cumplimiento de sus deberes, era en otros momentos un semiloco, atormentado interiormente por la más terrible de las enfermedades del alma: un amor inconfesable, combatido y sin esperanzas.



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- XVII -

-Es singular -dijo un día a Rodolfo doña Mercedes, en tono de preocupación y contemplando con mirada atenta a Lucía desde la distancia donde ambos se hallaban-; me tiene inquieta esta muchacha.

Doña Mercedes no la llamaba de otro modo.

-Y sin embargo, señora, contestó Rodolfo, nunca ha estado su hija de mejor semblante ni más alegre.

-Justamente es eso lo que me preocupa; replicó doña Mercedes. Hay exceso de buen semblante. Ríe demasiado; parece que quisiera aturdirse. A veces, sin embargo, le sucede lo contrario: la noto melancólica,   -160-   intranquila. ¿No lo ha advertido usted también?

-¿Yo, señora? -balbuceó Rodolfo confuso-. ¡Qué quiere usted! Tengo, en verdad, tan pocas ocasiones de observarla! Por más que la vea a menudo, nuestras entrevistas se limitan a tratar de asuntos de intereses. El tiempo que empleamos en ello es breve, por lo general, y mi atención queda en tales casos absorbida en absoluto por lo que motiva la visita.

-Pues fíjese usted, fíjese usted, y me hallará razón -concluyó con acento de ingenuidad doña Mercedes.

¿Por qué dejaron preocupado a Rodolfo estas palabras de la buena señora? ¿No eran, acaso, del todo naturales? Sin duda. Pero la verdad es que ellas coincidían con ciertas observaciones hechas por él mismo. Lucía cambiaba. Una extraña, excesiva y casi constante excitación de espíritu, que a la larga traía como consecuencia frecuentes y prolongados silencios, había comenzado a dominarla desde algún tiempo atrás. Cada vez que se encontraban ambos de improviso, el   -161-   rostro de la hermosa señora, de ordinario sereno, inmutable, encendíase súbitamente, para apagarse luego y tornarse pálido como algunas de las flores que solía llevar sobre el seno.

Le pareció también notar durante sus entrevistas, que encontraba ella pretextos para prolongarlas y que en ocasiones demostraba haber aguardado con mal disimulada impaciencia la hora en que tenían lugar habitualmente.

Pensó, entonces, en los negocios de Lucía. ¿La inquietarían acaso? No. No era posible atenderlos de mejor manera. ¿Sería desconfianza? ¿Sería temor?

Amarga duda, a este respecto, llegó a preocuparlo durante algunos instantes; pero se desvaneció ella luego, bajo la acción del raciocinio y bajo la lógica de los hechos.

¿Qué creer entonces?...

Un rayo de esperanza, tenue y vacilante, penetró de pronto en el alma desolada de Rodolfo, bañándola toda en su suave claridad... Pero, ¡luz pasajera al fin! ¡duró tan sólo un segundo y apagose luego, rápida, fugaz!...

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¡Loco de mí! -se dijo el mozo, dejando caer pesadamente entre sus manos la cabeza que había erguido un instante, luminosa y como transfigurada-, ¡loco de mí... no estoy aún del todo escarmentado!...

El invierno y la primavera pasaron, a su vez. Se venía de nuevo encima el verano y las familias abandonaban, como de costumbre, la capital.

Diciembre y enero transcurrieron para Montiano de muy diversa manera que el año anterior. Sólo salió de la ciudad en dos o tres ocasiones para visitar a Lucía en su casa de campo con motivo de la obligación en que se encontraba de darle cuenta de asuntos relacionados en el manejo de sus intereses.

Pero, allá por la última semana de febrero, se vio obligado a concurrir casi de diario y desde temprano a El Ombú. Se trataba de celebrar con una recepción la fiesta de carnaval, y Lucía le había rogado encarecida e insistentemente que la acompañase en los preparativos. Rodolfo no pudo excusarse.

Por entonces era ya frecuente en los pueblos   -163-   de los alrededores, llamados «de moda» por los gacetilleros de la capital, la costumbre de celebrar con entusiasmo la fiesta tradicional de la Locura vestida de disfraz.

Cuando llegó por fin el día tan esperado por las relaciones de la elegante viuda, grande animación y contento reinaron en El Ombú.

Unas veinte personas de intimidad habían sido invitadas a comer. Los vecinos de la Villa Umbrosa estaban, por supuesto, allí, y Miguel Viturbe, como de costumbre, daba la nota alegre. Él era el organizador de la mascarada que debía salir al comenzar la noche en dirección al pueblo vecino, donde tendría lugar el corso para el cual las autoridades municipales habían hecho grandes preparativos: luz eléctrica combinada con iluminaciones chinescas y venecianas; vigilantes montados para guardar el orden; remiendo de los tradicionales pozos y agujeros de la vía pública y luego, por parte de los vecinos, comparsas de a pie y comparsas de a caballo; bandas de música y orfeones con nombres por el estilo de: Negros felices, Ocarinistas del sur, Cantores del norte, Libres zapateros, etc...   -164-   Uno o dos carros alegóricos, por fin, y gran profusión de pomos y bombas en venta para la encarnizada batalla entre carruaje y carruaje.

El programa particular de Lucía era el siguiente: separarse después de comer y salir unos y otros disfrazados de máscaras, en vehículos diversos y ya de antemano listos para el caso. Los grupos se organizarían en secreto, pues cada cual tenía interés en no ser conocido por los demás, bien que estuviese acordado quienes serían de este o aquel carruaje.

No costó, pues, mucho trabajo a Rodolfo descubrir que el mailcoach de Lucía sería conducido por el joven Viturbe, quien, por supuesto, estaba en el caso de manejar mejor que otro cualquiera los cuatro briosos rusos que lo arrastrarían.

Pasado el corso, habría recepción (recibo, como lo llamaban) en El Ombú. Todas las máscaras conocidas podrían acudir allí sin invitación particular. Bastaría que una de las personas de cada grupo se descubriese al entrar, ante alguien de la casa, en señal   -165-   de garantía, para que el grupo todo obtuviera paso franco.

De esta misión de confianza, es decir de la de fiscalizador de concurrentes, quedó allí mismo encomendado Jorge.

Los jardines estaban maravillosamente arreglados para la fiesta. Todo se había dispuesto de antemano, bajo la dirección artística y refinada de Lucía. Iluminación profusa, magnífica orquesta, cena exquisitamente preparada, flores en abundancia, cuartos de tocado para las señoras, atendidos por servidumbre designada ex profeso; valiosos y elegantes regalos que debían presentarse a las parejas bajo la disimulada forma de objetos de cotillón; un bien provisto depósito de máscaras y dominós de repuesto: hasta lo más accesorio, en fin, había sido tomado en cuenta.

Llegó el momento de alistarse para la partida. Era ya de noche.

La dispersión se hizo general.

Unos dirigiéronse a sus aposentos; otros a las caballerizas a preparar sus vehículos; todos enmedio de una alegría, de una algazara   -166-   tal que llegó a comunicarse hasta a la servidumbre misma.

Desde ese momento sólo se sintieron carreras, exclamaciones, gritos. Este había perdido su careta; aquél buscaba alguna prenda esencial de su traje; el otro una caja de pomos...

Los caballos piafaban entretanto, afuera de sus cuadras; mientras que cocheros de profesión y cocheros improvisados; chalanes y caballerizos: unos en trajes de jockeys, otros vestidos de dominó, completaban el apresto de sus respectivos equipajes.

El mail de Lucía quedó listo muy pronto. Se oyó el rodar de un pesado vehículo; brillaron entre el tupido follaje dos grandes y movibles focos de luz, y apareció de súbito, surgiendo triunfalmente de enmedio de la obscuridad y avanzando poco a poco hacia las escalinatas, el gran carruaje, guiado por su hábil conductor. Dificilísimo habría sido reconocer a Viturbe bajo el negro dominó que lo cubría ocultándole la cabeza en su amplio capuchón, debajo del cual se divisaba una horrible máscara de diablo, endomingado al parecer, si había de juzgarse por lo   -167-   rojo y lo deforme de la nariz, rasgo predominante del grotesco disfraz.

Un aplauso unísono saludó la llegada del mail. Viturbe lo contestó con dos latigazos magistralmente chasqueados en el aire, como por vía de advertencia a los fogosos caballos que, impacientes ya, pugnaban por emprender la marcha.

Tras del mail fueron apareciendo en fila un break, un buggy, un dog-cart, un carro, etc., todos colmados de alegres máscaras.

¿Quiénes se ocultaban bajo aquellos vistosos dominós de seda, ora amarillos, ora blancos, ora celestes, ora rosados? ¿Quiénes bajo aquellas máscaras ridículas que representaban tipos tan diversos? Imposible saberlo. Los moradores de dos o tres quintas vecinas habían prometido darse cita allí para salir «en corso», y lo cumplían. Continuaban, pues, llegando sin interrupción.

Las voces disfrazadas de las mascaritas eran todas semejantes, casi idénticas; las bromas, los dicharachos agudos empezaban ya a cruzarse. Se hacía lujo de contento, de ingenio, de buen humor.

  -168-  

A una señal de Lucía, aprontáronse a tomar asiento en el gran carruaje los que se juzgaban con mayor derecho a acompañarla. El sitio de preferencia, es decir, el de la izquierda del conductor, tenía que ser ocupado por una dama. Viturbe indicó que esa dama debía ser forzosamente la dueño de casa. Pero Lucía no fue de la misma opinión. Excusose diciendo que su deseo era cederlo a alguna muchacha soltera y, sin más demora, tomó colocación en la banqueta central, desde donde comenzó a distribuir los asientos a los demás.

Una joven a la moda, muy linda y picaresca, fue la destinada a reemplazar a Lucía. Su contento no tuvo límite al saberlo, pues el encumbrado sitio que se le discernía la colocaba en el caso de poder exhibir, mejor que otra alguna, su precioso dominó; de ver desfilar a las máscaras y de intrigar a la gente.

Doña Melchora, que, no habiendo querido prescindir de la fiesta, se había instalado por su propia cuenta en el carruaje, disfrazada como los demás, tuvo por vecinos a un solterón recalcitrante, con el cual inició desde luego   -169-   una serie de chistosas bromas alusivas al caso, y a un corrector de bolsa, alegre, afortunado y decidor, cuya joven esposa ocupó asiento a la derecha de Jorge, habiéndose destinado la izquierda del mismo a aquella dichosa Elvira que, según lo juraba él, le era siempre designada «a pesar suyo» por compañera; sin que, por otra parte, lograra convencer a nadie de la sinceridad de tal juramento.

Una gentil pareja subió en el pescante de atrás.

Sobraban dos lugares; y esos dos lugares eran precisamente los de la banqueta de Lucía...

-¡Adela! -grito esta, dirigiéndose a una de las damas que no habían tomado asiento-, tú, aquí, a mi derecha.

Y, luego, volviéndose hacia Rodolfo, agregó con tono de la más perfecta coquetería:

-Y a usted, Montiano, no le queda otro remedio que sacrificarse. El único sitio disponible es el de mi izquierda... ¡arriba pues...!

Rodolfo no tuvo tiempo de replicar. Colocaba apenas el pie en el estribo cuando Viturbe,   -170-   haciendo chasquear en el aire un nuevo latigazo, puso el carruaje en movimiento.

Pero Rodolfo era ágil. De un salto se plantó en su sitio.

Segundo latigazo de Miguel.

Los caballos se encabritaron; mas, dominados luego por la hábil mano de su conductor, emprendieron la marcha, a trote largo, brioso, seguro.

El trayecto era breve. La iluminación del corso divisose al cabo de algunos momentos; primero incierta, difusa; brumosa, como un vago y lejano resplandor; más clara luego; más esparcida y brillante.

El rumor de los carruajes, mezclado a la algarabía formada por cuatro o cinco orfeones que ejecutaban a la vez sus carnavalescos pots-pourris, y al chillido vocinglero y continuo de centenares de mascaritas, comenzó a percibirse y fue creciendo poco a poco en intensidad.

Cinco minutos más, y el mail entraba en pleno corso.

Dos largas hileras formadas por innumerables   -171-   vehículos de distintas formas y tamaños, todos pintorescamente adornados, elegantes algunos, grotescos los más, repletos en su mayor parte de traviesas máscaras que gritaban, gesticulaban y se dirigían bromas al pasar, era lo primero que se veía. Luego, por sobre los carruajes, y tendidos de uno al otro lado de la calle, multitud de arcos, de los cuales pendían, balanceándose a impulsos de la tibia brisa nocturna, miles de farolillos chinescos y venecianos, entremezclados con guirnaldas, ramas, banderas y trofeos multicolores, que, si bien dejaban mucho que desear bajo el punto de vista artístico, alegraban la mirada, por lo aparatoso, lo decorativo y lo profuso de su heterogéneo conjunto.

La batalla se inició en el carruaje de Lucía, al pasar éste frente a otro mail colmado de vivarachos dominós rosados que le hicieron un fuego nutridísimo. Chillaban las mascaritas al recibir los sutiles chorros de agua perfumada; incorporábanse en sus asientos; oprimían el pomo con frenesí; lo vaciaban íntegro; cogían otro; bañaban con su contenido a una máscara; volvían a inclinarse; ora   -172-   esquivando un pomo, ora vaciándolo con vigor sobre el descuidado adversario, que, al recibir su contenido, daba un grito, a la vez que agachábase instintivamente, hundiendo la cabeza entre los hombros como si se le viniera el mundo encima.

Pronto el combate se hizo general. Lucia tomó parte en él, con franco y concienzudo entusiasmo. A medida que se le agotaba el líquido de un pomo, ponía Rodolfo otro a su alcance, anunciándole oportunamente la aproximación de tal o cual agresiva máscara que daba señales de querer encarnizarse especialmente con ella.

Doña Melchora reía; destapaba cajas, y de cuando en cuando, dirigía una palabra cariñosa a su hijo Miguel, a quien, con lástima, veía condenado a una forzosa y relativa inacción, y a ser, muy a pesar suyo por cierto, allá en lo alto de su culminante sitio de conductor, el blanco obligado de bombazos y bombardeos de parte de las ocultas baterías, que clandestinamente se tenía organizadas en las azoteas de las casas; a tal punto que la acartonada y gigantesca nariz que había   -173-   tenido la mala idea de elegir como disfraz, medio reblandecida ya por el agua y asaz maltrecha por los golpes continuos que recibiera, comenzó a desquiciársele, amenazando pronta y segura ruina...

No será difícil comprender que todo esto, agregado a lo demás, pusiese de muy mal humor al joven Viturbe, quien apenas si de cuando en cuando, y sólo para salvar apariencias, dirigía la palabra a su interesante vecina, ocupado como se hallaba a un tiempo en manejar el carruaje, en esquivar los bombazos y en escuchar lo que hablaban los de atrás.

Lo que decían Lucía y Rodolfo parecía preocuparlo especialmente. Y de tal modo llegó a ponerse en evidencia esto último, que varias veces tomó parte en su conversación, pero sólo con el propósito, al parecer deliberado, de contradecir las opiniones de Montiano. Verbigracia: si acertaba éste a reconocer en un dominó determinado a tal o cual persona, declaraba él, con tono autoritario y contundente que no era así. Si parecía bonito a Rodolfo un disfraz, lo hallaba   -174-   Viturbe feísimo. Si sugería el primero la idea de adelantar por un punto determinado del corso o continuar por otro, imprimía su contradictor al carruaje que manejaba dirección precisamente opuesta. Y así en todo lo demás.

Ocasión oportuna es esta para dar a conocer un hecho que, a no dudarlo, se habrá sospechado ya.

Desde el día en que ambos jóvenes estuvieron por ahogarse juntos, el uno por desvirtuar atolondradamente la lección que se le daba, el otro por salvar la vida al atolondrado, habíase producido en el alma de Viturbe unos de los sentimientos más propios y característicos de la mezquina, egoísta, y presuntuosa organización moral del hombre: el del odio y la envidia que tienen por causa la gratitud forzosa en lucha con la vanidad humillada.

Nada más tristemente lógico, en efecto, que esas aversiones sordas, profundas y veladas que se alimentan en el silencio contra un ser cuya frecuente, obligada, o inevitable presencia, ha de evocar a cada instante el recuerdo de un beneficio públicamente recibido,   -175-   a cambio de la mala voluntad que se hizo pública también; obligando con ello al beneficiado a demostraciones de respeto forzoso, de gratitud fingida, de deferencia constante...

Labiche, el célebre vaudevillista francés, ha caracterizado en uno de sus sainetes más aplaudidos, encarnándola en el tipo de un personaje, esta clase de ingratitud social. Su Monsieur Perichon es real, es vivo, es profundamente humano. Y de que el mundo está lleno de Perichones no hay la menor duda.

No la había, sobre todo, para Rodolfo en aquellos momentos.

Era para él evidente, que concurría a acentuar aún el odio que desde antiguo le profesaba Álvarez Viturbe, la circunstancia especialísima de verse éste forzado en presencia de los demás y a cada instante a guardarle las consideraciones que todo hombre, por ruin que sea, debe a quien ha arriesgado la vida por salvarle la suya, en una ocasión extrema y, por lo mismo, casi solemne.

Viturbe, al odiar mortalmente a Rodolfo no hacía, pues, más que rendir homenaje a una dura ley de la naturaleza humana.

  -176-  

El corso estaba un su apogeo, el bullicio, el movimiento rayaban en locura. Lucía demostrábase alegre como nunca se la había observado. Jugaba al carnaval con entusiasmo de colegiala; riendo con su risa franca, comunicativa, sonora; gritando, sin tomarse siquiera el trabajo de disfrazar la voz; de modo que todos sus amigos empezaron a reconocerla. Hubo un momento en que su carruaje se llenó de máscaras extrañas, que lo asediaron, lo invadieron por todas partes, con gran alboroto de doña Melchora a quien un dominó gordo estuvo a punto de aplastar sentándosele involuntariamente en las faldas, tras de un repentino barquinazo.

Lucía era el centro donde convergían todos los ataques, todos los dicharachos y todos los chorros de agua perfumada. Ella, cubierta por un ligero dominó de caoutchouc impermeable, contestaba con agilidad sorprendente, y se defendía, ya encaramándose en su asiento, ya ocultándose detrás de Rodolfo; de modo que, convertido éste a veces en escudo de su cuerpo, recibía de lleno la abundosa e inagotable cascada de los diez o doce pomos   -177-   dirigidos a su vecina con encarnizado afán.

En esos mismos momentos sobrevino un accidente.

Viturbe demostrábase nervioso en extremo. Dos de los caballos, después de ser castigados con violencia, se espantaron por haber caído delante de ellos un farol, de papel que se desprendió, de súbito, del arco que lo mantenía colgado. Lucía iba de pie al borde de la portezuela y vaciló ante la brusca sacudida. Lanzó un grito y habría sido irremediablemente precipitada desde lo alto del mail, si Rodolfo, en un movimiento rápido, no hubiese extendido el brazo y enlazádola firmemente por el talle, al mismo tiempo que, con una de las suyas, tomaba y oprimía la enguantada mano de la hermosa mujer. La sostuvo así durante algunos segundos.

Viturbe, al oír el grito de Lucía, volvió instintivamente la cabeza y trató al mismo tiempo de detener, con rabia, el carruaje, dando a las riendas bruscos y vigorosos impulsos hacia atrás...

Un solo instante había durado aquel involuntario y perturbable contacto y, sin embargo,   -178-   fue el suficiente para que Rodolfo sintiera conmovidas, como bajo la acción de un golpe de pila eléctrica, hasta las últimas fibras de su ser. Al retirar, enseguida, su mano de la mano de Lucía, notó que esta temblaba. Mas no tuvo tiempo siquiera para reponerse y darse cuenta cabal de sus sensaciones. En ese mismo instante, la impresión dolorosa de un latigazo recibido en pleno rostro le arrancó un grito ahogado...

Miguel se había puesto de pie en lo alto del pescante. Vio Rodolfo relampaguear un segundo sus ojos al través de la máscara deforme que lo amparaba. Pero, inmediatamente después, casi al mismo tiempo, oyó las siguientes palabras pronunciadas con tono indefinible, silbadas más bien que dichas, entre dientes:

-Excuse usted. No lo he hecho de intento. Iba a alzarse Montiano, ciego de ira y de dolor. Un ademán enérgico de Lucía lo contuvo.

El esfuerzo de voluntad que necesitó hacer entonces para reprimirse fue tan inaudito, tan supremo, que volvió a caer como anonadado sobre su asiento.

  -179-  

Lucía no pudo reprimir un arranque de indignación.

-¡Qué torpeza! -exclamó, quitándose súbitamente el antifaz y pronunciando esas palabras con voz temblorosa que traicionaba una emoción evidente.

-Regresaremos; si a ustedes les parece, dijo enseguida.

Todos asintieron. Rodolfo protestó; pero como insistiese Lucía, Miguel volvió bridas.

Jorge cruzó con su amigo una elocuente mirada.

La vuelta fue muy diversa de la partida.

Un silencio embarazador reinaba en el carruaje, Sólo doña Melchora se atrevió, por fin, a romperlo:

-Al ver que nos volvíamos, dijo, tratando de hacer olvidar el incidente, todos los carruajes del corso se han puesto en movimiento y nos siguen. Parece que apenas tendremos el tiempo necesario para llegar y cambiar de dominós. ¡Con tal que las máscaras no invadan los salones antes que estemos allí nosotros!

-Mamá se ha quedado en casa, en previsión de ello -replicó secamente Lucía.

  -180-  

El látigo de Viturbe al azotar el rostro de Rodolfo lo había herido en el espacio que el antifaz dejaba libre entre la oreja y el cuello. La pequeña lesión manaba sangre; el pañuelo de Montiano quedó inutilizado antes de llegar al término de la jornada. Lucía y Jorge, que lo notaron, ofreciéronle los suyos. Rodolfo aceptó el de Jorge y rechazó delicadamente el otro que se le tendía. Pero Lucía insistió:

-Guárdelo usted, dijo, puede ser que uno solo no le baste.

Montiano se inclinó respetuoso y tomó el pañuelo. ¡Ay! ¡Bien debía sospechar quien se lo daba que no habría él de profanarlo empleándolo en el objeto a que iba destinado!

El perfume desprendido de aquel finísimo lienzo de batista; la certeza de que lo había llevado Lucía, allí, cerca de su seno -tan cerca que lejos de haberse salpicado siquiera con el agua del carnaval estaba intacto y conservaba aún el tibio calor comunicado por el cuerpo de su dueño- embargó voluptuosamente sus sentidos durante algunos instantes...



  -[181]-  
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- XVIII -

Un cuarto de hora después del incidente narrado llegaba el mail-coach frente a El Ombú.

Doña Melchora había previsto bien lo que sucedería. Innumerables máscaras se agolpaban ya al portón de la verja, pero sin poder entrar aún, pues Jorge que, como se recordará, era el encargado de recibirlas, llegaba sólo en esos momentos.

Bajose éste allí, y el carruaje continuó rápidamente a lo largo de las avenidas del parque, seguido muy de cerca por los primeros privilegiados; aquellos que cumplieron en ese mismo instante con la fórmula establecida.

  -182-  

Los salones y galerías se hallaban profusamente iluminados y doña Mercedes aguardaba en la terraza.

-¡Cuánto han tardado! -dijo la señora en tono de cariñoso reproche.

Y luego dirigiéndose a su hija:

-No hay tiempo que perder, agregó; ve a aprestarte. Los concurrentes nos van invadiendo ya.

Lucía pareció no escucharla. Preocupada, sin hacer observación alguna, bajó lentamente del carruaje, después de aceptar la mano que Rodolfo le ofrecía, y mientras colocaba el pie en el estribo murmuró en voz baja y con rapidez:

-Prométame usted, Rodolfo, que nada resultará de este incidente.

-¿Lo exige usted así, señora? -le preguntó el mozo con ansiedad.

-Lo exijo... es decir, se lo ruego.

-Sea -replicó Montiano.

Y se separaron.

Lo primero que hizo Rodolfo enseguida, fue dirigirse a una de las piezas destinadas a cuarto de vestir para hombres. A poco de   -183-   hallarse allí, se le presentó un criado de la casa. Traía de parte de su señora un diminuto y elegante botiquín con todo lo necesario para la curación de una pequeña herida. La de Rodolfo, aunque dolorosa, no era, por fortuna, de importancia. En cinco minutos estuvo, pues, listo. Cambió de dominó y se aprestó para mezclarse a las máscaras.

Empezaban a animarse los salones cuando entró en ellos. La orquesta tocaba un vals. Varias parejas se habían lanzado ya a bailar.

El aspecto de la fiesta era hermoso en extremo. Formábanse varios grupos que, ensanchándose más y más hacia los diversos puntos por donde iban apareciendo nuevos concurrentes, se buscaban unos a otros, se entremezclaban, confundían e intrigaban entre sí.

La variedad de formas y colores era múltiple, incesante en los disfraces. Desde el sencillo dominó de raso que, bien llevado, da cierto aire de distinción, hasta el traje de Arlequín, que tan sólo provoca a risa; todos los tipos importados: el irreverente Pierrot;   -184-   el estirado Incroyable; la florista Napolitana; la bruja de Macbeth; el Inglés de largas piernas e hipertrófica nariz; el negro norteamericano de labios rojos y amplios cuellos triangulares; las pequeñas comparsas de amigos íntimos aparecidos allí, de común acuerdo, bajo un disfraz idéntico: todos, a cual más dispuesto a divertirse, discurrían en calidoscópica multitud por los salones de la opulenta mansión.

Confusa algarabía de voces tiples, mezcladas a alegres y ruidosas carcajadas de mujer; un ambiente tibio, perfumado; profusión de luces que hacen resaltar el colorido de vistosísimos disfraces, a la vez que se reflejan chispeando sobre bronces y espejos, cuyos marcos abrillantan; un ir y venir de dominós, que se persiguen entre sí o huyen esquivándose mutuamente; acordes de orquesta escogida y numerosa; movimiento marcador; bullicio, entusiasmo sin fin -he ahí el conjunto.

Dio Rodolfo una vuelta completa por el vestíbulo y los salones principales. Sus ojos buscaron instintivamente a Miguel Viturbe   -185-   y luego a Lucía. Pero, ¿cómo hallarles en aquel laberinto? No ignoraba, sin embargo, que a esta última, en su carácter de dueño de casa, no le sería difícil encontrarla en determinados sitios de los salones de baile, sobre todo cuando ese mismo carácter la obligaría a permanecer durante toda la noche sin disfraz, según la costumbre consagrada.

Insistió, pues, en su intento.

El vestíbulo estaba atestado de máscaras. En uno de sus extremos hallábase el principal cuarto de vestir, el toilette de las señoras, como lo llamaban. Contiguo a éste, había otro aposento, especie de antecámara, casi desprovista de luz, donde, entre varios grupos formados por la servidumbre de Levaresa y por curiosos de la vecindad, divisó Rodolfo a Rosa, la linda lavandera.

Ella, como otras muchachas de su clase, había obtenido autorización para contemplar la fiesta desde allí. Poseídas todas del mayor interés -tímidas, sin embargo; recatadas; reunidas respetuosamente en el fondo de la pieza, que de intento se había dejado medio   -186-   a obscuras para el caso- empinábanse lo más que podían, unas detrás de otras, estirando el cuello, a fin de abarcar con la mirada toda la extensión posible. ¡Cuántos ensueños no se mecerían dentro de esas humildes cabezas femeniles, de quince, de diez y siete, de veinte años, no habituadas al brillo perturbador de tanta luz, tanta pompa, tanta alegría!

Rosa, sobre todo -a quien, sin que pudiera ella darse cuenta del análisis de que se la hacía objeto, detúvose Montiano a observar particularmente-, pareciole reflejar con mayor intensidad las íntimas y extrañas sensaciones de que en aquellos momentos debía de hallarse poseída. Sus ojos, ávidos, fijos en las parejas que más llamaban su atención, las seguían en su rápido giro por los salones, hasta perderlas de vista, confundidas en el torbellino, sin cesar acrecentado, de las elegantes máscaras que iban pasando. Sus carrillos, teñidos por el carmín que un exceso de actividad en la circulación produce siempre sobre los temperamentos jóvenes y robustos cuando es él motivado por el impulso   -187-   de un afán cualquiera, ya se le llame curiosidad, impaciencia o esperanza, daban a la fisonomía de la muchacha aspecto tal de vida en la expresión, de frescura, de exuberancia en la apariencia, que estaba realmente hermosa así, contemplada como la contemplaba Rodolfo.

Pocos momentos había permanecido el joven en el lugar donde se encontraba, cuando entre varios grupos de máscaras divisó desde lejos, en el extremo de uno de los salones, a Lucía. La acompañaban tres dominós negros que llevaban, uniformemente, lazos rojos en el hombro.

Eran tres caballeros, amigos de la casa sin duda, a juzgar por la actitud que Lucía conservaba en su presencia. Se apoyaba familiarmente sobre el brazo de uno de ellos y departía con los demás.

Abandonó, Rodolfo, al punto, su sitio de observación y dirigiose hacia allí. Al pasar cerca de Lucía la saludó de viva voz. Pero como disfrazaba ésta al hacerlo, no fue reconocido. Insistió. Igual resultado.

¿Qué decirle? Nunca se había visto más   -188-   confundido. Decididamente, el antifaz no cuadraba a su carácter. Darse a conocer de pronto hubiera sido lo más llano. Pero, también, lo más vulgar. Y, por otra parte, juzgó que no tenía derecho para coartar la libertad a nadie en aquella fiesta, cuyo principal objeto eran la intriga y los recursos del ingenio, al amparo del incógnito y de la inmunidad del disfraz.

Lucía estaba alegre; parecía feliz en aquellos momentos, y tan sólo dispuesta a divertirse. Rodolfo sufrió al verla así. Su egoísmo, sin saber por qué, la hubiera preferido triste, soñadora, preocupada.

Las emociones experimentadas en el paseo del corso estaban demasiado vivas en el espíritu del mozo para que pudiera pensar de otro modo. Y, sin embargo, ¿cuán natural no era aquella actitud de parte de Lucía? ¿Acaso tenía él derecho a exigir más? Y luego, ¿él mismo, no se había entregado, minutos antes, a divagar sobre cosas del todo extrañas al estado de su ánimo, con motivo de Rosa y las pobres muchachas del rincón sombrío: ello en presencia de la simple y súbita   -189-   aparición de un cuadro de la vida real, fecundo en interesantes detalles?

Quiso sacudir sus nervios, adormecer sus anhelos de venganza, olvidar del todo el agravio recibido, dar al diablo con sus preocupaciones, respirar, en fin, a la par de los demás durante algunas horas, el ambiente de aquella fiesta singularísima. Quiso divertirse, intrigar, bromear, ponerse chistoso...

Para comenzar, alejose del grupo de Lucía y, dirigiéndose a una traviesa y gentil mascarita celeste que en esos momentos pasaba cojeando, con el propósito evidente de exhibir sus lindos pies, diminutamente calzados en coquetos zapatines de raso

-Máscara, le dijo, ¿por qué cojeas?

La interpelada se detuvo un segundo; miró al joven con unos ojitos pardos, que, al través del antifaz, pareciéronle a éste dos carbúnculos encendidos, e inclinándose a su vez, contestó disfrazando la voz:

-¿Mucho te interesa el saberlo?

No atinando de pronto Rodolfo a replicar con acierto, sólo se le ocurrió el siguiente chiste, de gusto más que deplorable.

  -190-  

-Ni mucho ni poco, mascarita; porque, invertido el refrán que podría aplicársete, quedaría así: «en cojera de mujer y en llanto de perro no hay que creer».

-Lo tendré muy presente para cuando le vea llorar, replicó la máscara, con rapidez verdaderamente asombrosa; y volviendo enseguida la espalda a su interlocutor, huyó cojeando y abanicándose.

Este estreno, como se ve, no era muy feliz. Los escozores del amor propio lastimado dejáronse sentir en el alma de Rodolfo en forma de mortificantes deseos de represalia, que le hicieron precipitarse tras la picaresca desconocida, que tan oportuna cuanto ingeniosa lección acababa de administrarle.

Pero, en vano; no dio con ella.

Iba a renunciar a su intento, cuando pasó a su lado Lucía, seguida de cerca por un dominó negro y rojo, con lazos verdes en el hombro.

Detúvose el joven instintivamente y, de nuevo, procuró acercarse.

Esta vez fue más afortunado.

Lucía, que, con esa rápida intuición tan   -191-   propia de la mujer, había reconocido a Montiano, sonrió graciosamente; y en tono entre afable, afectuoso y familiar, le dijo, acentuando la palabra esencial:

-Te adivino máscara.

La conceptuosa frase conmovió tan dulcemente al contrariado perseguidor, que no necesitó de más para considerarse ya feliz por toda aquella noche.

Lleno de orgullo, pues, aunque obligado a fingir la voz para no ser reconocido por los demás, contestó:

-Gracias, señora.

¿Era imprudente esa respuesta? ¿no traicionaba, acaso, con exceso la satisfacción de quien creía hallarse en el deber de darla? Sí, porque al oírla uno de los acompañantes de Lucía se volvió hacia Rodolfo y mirándole con ojos en los cuales se retrataba la misma indisimulable curiosidad, trató de descubrir su rostro al través del antifaz que lo cubría. Otro tanto, pero con mayor insistencia aún, hizo el dominó negro de los lazos verdes, que, al detenerse el grupo, se había detenido a su vez.

  -192-  

-¿Se divierte usted? -preguntó Lucía a Montiano, después de un momento de silencio.

He sido burlado, señora, contestó el joven; y burlado por un verdadero diablillo con faldas. Aunque, a la verdad, la lección recibida fue tan oportuna, tan justa, que me considero imposibilitado para todo nuevo intento de provocación.

-Pero ¡eso es una cobardía manifiesta! -exclamó sonriendo Lucía.

-¡Qué quiere usted, señora: para esta clase de lides soy cobarde por naturaleza!

El dominó negro con lazos verdes se incorporó silenciosamente al grupo.

Lucía, al verlo llegar, no pudo retener un arranque de impaciencia...

-Acompáñeme, dijo a Rodolfo, al punto. Y, enseguida, dirigiéndose a las personas que formaban el grupo enmedio del cual había permanecido de pie:

-Con permiso de ustedes -agregó.

Y se alejaron ambos.

Durante varios segundos, no dirigió Montiano la palabra a su compañera. En vano intentó hallar una frase inicial: tan sólo acudían   -193-   a su mente ideas insignificantes, absurdamente triviales.

Lucía le sacó de este estado de embarazosa turbación:

-¿Cómo sigue su herida, Rodolfo? -dijo, en tono que revelaba interés verdadero.

-Del todo bien, señora -replicó Montiano-. No ha sido más que un ligero rasguño en el rostro. Más grave, sin duda, mucho más grave, es el otro: el inferido a la dignidad. Pero de ese no me es lícito acordarme siquiera; porque, puestas pérfidamente a salvo las apariencias por el ofensor mismo -por una parte- he perdido -por otra- hasta el derecho de calificar intenciones, ante una orden recibida de labios que para mí son sagrados...

-Gracias por ello -contestó, con voz trémula la hermosa viuda, inclinando a pesar suyo la cabeza y reteniendo un imperceptible suspiro-. Sé que he impuesto a usted un sacrificio verdadero. Pero lo estimo en todo lo que vale.

-Esa estimación, señora -replicó Rodolfo- compensa con usura las contrariedades que lo acompañan.

  -194-  

Una alegre carcajada femenil, que resonó en ese momento a sus espaldas, hizo volver bruscamente la cabeza a los que así conversaban.

La gentil mascarita celeste de la broma y de la cojera estaba allí, y se apoyaba en el brazo del dominó negro con lazos verdes en el hombro...

Lucía palideció ligeramente.

Pero, antes que ella o Rodolfo pudieran hacer la menor observación, la misteriosa pareja dio una vuelta y se alejó hacia otro punto de la sala.

-¿Conoce usted a esas máscaras? -preguntó Lucía a su compañero, con acento que más tenía de investigadora inquisición que de indiferente curiosidad.

-¡No, a fe mía! -le replicó Montiano-. Y la verdad es que una y otra me intrigan sobremanera. La negra de los lazos verdes por su insistencia en perseguir a usted y la otra... ¿me atreveré a decírselo?...

-¿La otra?...

-La otra por ser la misma que me plantó hace poco con la fresca de marras.

  -195-  

-Y ¿estaban juntas esas dos máscaras cuando eso sucedió?

-La celeste estaba sola. ¿Por qué quiere usted saberlo?

-Porque me parece que ambas le han reconocido a usted.

-¿Me será permitido preguntar de nuevo ¿por qué?

-Ese es mi secreto -concluyó Lucia entre sonriente y misteriosa...

La orquesta continuaba tocando valses y más valses, cuadrillas y más cuadrillas. El baile parecía llegar al colmo de su animación. Los concurrentes habían acudido ya en su totalidad, de modo que los salones veíanse atestados.

Lucía y Rodolfo dieron dos o tres vueltas por ellos. Pero los deberes de dueño de casa en tales circunstancias son tiránicos. No transcurrió mucho rato sin que vinieran a llamar a Lucía en nombre de cierto grupo de máscaras. Le fue, pues, forzoso trasladarse al punto donde se la solicitaba.

Rodolfo volvió a quedarse solo.

Aprontábase a dirigirse afuera, hacia las   -196-   terrazas vecinas al gran vestíbulo, cuando sintió, por la espalda, el golpe suave de un abanico que lo tocaba sobre el hombro.

Volvió la cabeza, como lo había hecho momentos antes, hallándose con Lucía, y se encontró con su dominó celeste.

-¿Quieres acompañarme? -preguntole la misteriosa mascarita.

-Con mucho gusto, como podrás imaginártelo -contestó Montiano.

La mascarita se apoyó en su brazo.

La conversación con Lucía había puesto a Rodolfo de buen humor. Sentíase alegre y capaz de las más crueles represalias. Rompió, pues, sin vacilar, el fuego.

-Mascarita, dijo a su nueva compañera: a no dudarlo, eres discreta en el decir. Prueba de ello tu respuesta de poco ha. Pero convengamos en que no lo eres tanto cuando se trata de escuchar conversaciones ajenas. ¿Por qué reíste tan descaradamente a mi espalda cuando hablaba yo con mi anterior pareja?

-La risa es propia del carnaval -contestó juguetonamente la desconocida-. Y luego,   -197-   hay conversaciones que, escuchadas así, de paso, resultan carnavalescas... ¿no te parece a ti lo mismo?

La intención era evidente. La máscara tenía, a no dudarlo, más malicia aún de la que Rodolfo le suponía. Propúsose, pues, sondearla, y ponerse en guardia, por si existía de su parte el propósito deliberado de zaherirle.

-Según y cómo mascarita -replicó-. Si te refieres a la que sostenemos ahora ambos, es posible que así sea...

-Veo que esquivas el bulto...

-¿Luego, tú me lo buscas?...

-Te diré, a mi vez: según y cómo.

-Explícate.

-No lo necesito...

-Es que tengo malas entendederas.

-Peor para ti.

¿Qué observar a esto? Montiano se mordió los labios y después de meditar un segundo, seguro ya de habérselas con un adversario más que ladino, resolvió redoblar el esfuerzo.

-Por lo terminante de tus respuestas   -198-   -repuso-, debes de ser, a pesar de esa tu adorable cojerita, mujer que, por lo que respecta a carácter, pisa firme...

-Tienes razón: sólo del pie cojeo. Y en esto me diferencio de otros que suelen hacerlo de alguno de sus sentidos.

-¡Hola! ¿Guerra tenemos? ¡Sea! ¿De cuál de ellos, vamos a ver?

-No acostumbro poner los puntos sobre las íes. Pero, si te empeñas, te lo diré: hay sentidos materiales y sentidos morales en el hombre.

-Es verdad. Discurramos, pues. Hay vista moral; hay gusto; hay tacto. Este último, según lo entiendo, se llama tino...

-¿Y bien?...

-¿Es ese el que me falta?

-Ese mismo.

-Convenido. La cosa va ya más clara: quieres decirme que carezco de tino. ¿Y, en qué fundas esta creencia?

-En tus hechos.

-Luego ¿mis hechos no merecen tu aprobación?

-Es posible.

  -199-  

-Para ello no puede haber sino dos razones: o la de la simpatía, el interés que pudiera yo inspirarte, o, por lo contrario, la del fastidio, el odio que quizá me tienes...

-Eres lógico.

-Resolvamos posiciones, entonces, mascarita ¿Es lo uno o lo otro?

-¡Ja! ¡ja! ¡ja! ¡Qué inocencia! Pasaron ya los tiempos, hijo mío, en que aún podía tendérseme lazos tan cándidos. ¡Sería curioso que te lo confesara!

-¡Hola, hola! Mascarita -exclamó Rodolfo triunfante- ¿conque esas tenemos? Hasta ahora te juzgué muchacha, locuela, picaresca, inofensiva; pero esa frase: «pasaron ya los tiempos» ¡hum! me está revelando que quizá tengo que habérmelas con una plaza de antiguo fortificada...

La máscara al oír estas palabras hizo un brusco movimiento de sorpresa, e, instintivamente, se bajó la barba del antifaz, como si temiera ser descubierta. Luego, llevándose la mano a la cabeza, se afianzó allí el capuchón.

  -200-  

Este rasgo, por lo elocuente, no podía pasar inadvertido para un espíritu tan perspicaz como el de Rodolfo. Resuelto a despejar de una vez la incógnita, clavó impertinentemente y en señal de desafío una mirada escudriñadora sobre los ojitos encandilados de la máscara, ojitos que en ese momento le parecieron más carbúnculos que nunca... Examinó, enseguida, a su pareja de arriba abajo con porfiada insistencia, y descubrió, por fin -enmedio de la satisfacción del que ve realizada una sospecha- que entre el espacio formado por la careta y el elegante capuchón de raso que la coronaba, aparecía una mecha de pelo, seca, cenicienta y traidoramente desprendida de las ligaduras que hasta entonces la mantuvieran aprisionada y oculta...

La fijeza de la mirada del mozo, la risa difícilmente contenida que al hacer este descubrimiento le acometió, debieron desconcertar a tal punto a su pareja que, desprendiéndose ésta con un movimiento brusco del brazo de su jovial acompañante, inclinó el cuerpo y le chilló, furiosa:

  -201-  

-¡Se conoce que el latigazo aquel te ha reblandecido el cerebro!

Y, rápida como una ardilla, huyó, escurriéndose entre un grupo casi compacto de bulliciosas máscaras...

Difícil sería pintar la impresión que produjeron en Montiano estas palabras. Apretó los dientes y tuvo que apoyarse contra la pared...

Sus dudas quedaron allí mismo desvanecidas. El diminuto dominó celeste no podía ser sino la madre de Miguel Viturbe.

Durante una hora entera no tuvo Rodolfo otro afán que el de buscar a la impertinente máscara. Hallarla se convirtió para él en una pesadilla constante.

Recorrió los salones. ¡Nada en ellos! Fue escudriñando unos tras otros el gran vestíbulo, los pasillos, los cuartos de vestir de las señoras, hasta donde la discreción y las conveniencias se lo permitían. ¡Inútilmente! A veces le parecía divisarla desde lejos, enmedio de la multitud, destacando en un punto determinado su característica silueta. Se lanzaba, entonces, hacia donde creía poder   -202-   alcanzarla. Pero ¡nada tampoco! ¡Su máscara no era aquella! Ocasionaba la confusión tan sólo una semejanza, ya de color ya de forma.

Desesperado, aturdido por la ira y por el calor, después de media hora de inútiles afanes, tuvo, por fin, que renunciar a su anheloso intento.

-¡Sí, a no dudarlo -se dijo entonces- la máscara celeste es la mismísima doña Melchora!

Mas ¿cómo había logrado disfrazarse así la celebérrima propietaria de la villa Umbrosa?

Del modo más sencillo. Aquella espléndida fiesta de carnaval, con todo y ser tan hermosa, no había escapado al distintivo propio de las de su laya; distintivo que consiste en convertir un salón de baile de disfraz en el reino exclusivo y permanente de las solteronas sin esperanzas, de las feas sin dote, y, lo que es más grave, de las viejas verdes a quienes el tiempo ha dejado, como los únicos restos de antiguo esplendor, un pie pequeño susceptible de ser bien calzado y un   -203-   cuerpo flaco, capaz de amoldarse, a fuerza de arte y de algodones, a un dominó de corte eximio, merced a un corsé de buena fábrica.

¡Véase a las tales allí, desquitándose con usura de sus desencantos y nostalgias de un año entero de arrinconamientos aburridores, de postergaciones inevitables y de odios reconcentrados. Bailes y visitas, comidas y teatros las han visto sucesivamente de idéntica manera: silenciosas muchas de ellas, mal agestadas las más, malévolas casi todas, entregadas a la murmuración, a la envidia y a la intriga!

Pero llega el carnaval. El reinado de la vieja verde empieza. Reinado deleznable, pasajero, poco fructuoso seguramente; pero propicio, en cambio, para desquites y para la satisfacción de venganzas de largo tiempo atrás meditadas. El chiste amargo, hiriente, salpicado de hiel más que de sal y pimienta, es entonces el arma favorita y temible de que ella se vale. Una máscara de cartón o un denso antifaz de seda encubren las arrugas de su rostro; una peluca rubia la ceniza de   -204-   sus canas; zapatos pequeños, ceñidos rigurosamente, por más que hagan daño, dan formas prestadas a sus pies marchitos. El dominó completa el disfraz. Se lo abulta por aquí, se lo ciñe por allá...

¡Está lista! Su traje la equipara a todas las demás mujeres. Lo que le sobra nadie lo nota; lo que le falta no lo echa de menos tampoco nadie. Entra en el salón de baile e, incontinenti, se convierte en loca; pero loca desatada. Corre, brinca, hasta dar envidia por su agilidad a las pocas muchachas que vagan por allí y que logran reconocerla al fin. Acomete al uno, le habla en verde, lo monopoliza, lo estruja, se le unce durante horas enteras. ¡No haya piedad para con ese! Pagará por otros. Si es buen mozo, porque lo es; si es conspicuo, si la multitud lo ha consagrado en tal carácter, pues... ¡con tanta mayor razón!...

Mas, cuando, por lo contrario, el infeliz es algún malquerido: es decir, si el tal tiene en la cuenta de sus pecados veniales para con el prójimo cualquiera que se relacione con su verdugo de aquel momento ¡ay de la   -205-   víctima! La mosquilla venenosa que a la sazón se prende de su brazo lo picará ponzoñosamente una y repetidas veces, sin que él pueda sacudirla siquiera achatarla con un papirote!

Y, entretanto, la música continúa, las parejas se confunden, el baile está en su apogeo...



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- XIX -

En tales reflexiones se hallaba Rodolfo cuando resolvió abandonar momentáneamente los salones y salir afuera a respirar.

La hora de la cena se aproximaba. Según lo ideado por Lucía, debía aquélla servirse al aire libre, en los jardines del parque, bajo la luz tenue de los centenares de farolillos chinescos y venecianos que, como se ha dicho, hallábanse colocados ex profeso. El aspecto que presentaba en esos momentos el parque, era, pues, realmente encantador, casi feérico.

Algunas máscaras habían salido ya. Entre tanto, los sirvientes daban la última mano a las mesas, de a dos, cuatro y hasta ocho asientos que, para el caso, habían sido dispuestas   -208-   con variada y artística profusión.

Durante algunos momentos se paseó Rodolfo por los jardines. La careta lo sofocaba. Con el propósito de aislarse, dirigiose hacia el fondo del extenso parque, buscando un sitio donde poder quitársela sin ser visto, pues, al contrario de lo que generalmente sucede en esta clase de recepciones de carnaval, a tan avanzada hora de la noche ningún concurrente al baile se había despojado de la suya. Y Rodolfo tenía mayor interés que otros en no darse a conocer por el momento.

Echó a andar, y alejándose más y más, alcanzó hasta un kiosco totalmente solitario -especie de glorieta rústica donde no llegaba más luz que la vaga y difusa claridad de los focos eléctricos distantes, atenuada, a su vez, por la intercepción del follaje que la cubría.

Era el sitio que buscaba Montiano. Penetró, pues, en él, y, una vez adentro, seguro de que nadie podía verle, se arrancó el antifaz, como quien arroja de sí un peso abrumador y, dejándose caer sin fuerzas sobre   -209-   un banco que se encontró a mano, púsose a meditar.

Unos cuantos minutos habrían transcurrido apenas, cuando sintió el rumor de pasos acelerados. Cogió precipitadamente el antifaz, se lo puso de nuevo, y valiéndose de la relativa obscuridad de su escondite, asomó la cabeza fuera de la glorieta.

Dos bultos se aproximaban por uno de los senderos más tortuosos y sombríos.

De pronto nada más divisó; pero, fijando luego la atención, pareciole distinguir en ellos a una persona vestida de disfraz, empeñada en seguir a otra que no llevaba careta ni dominó.

Picado de curiosidad, salió disimuladamente y se ocultó tras del frondoso ramaje. Una vez allí, púsose a observar y a escuchar atentamente.

La misteriosa pareja se aproximaba más y más...

No le fue preciso aguardar largo tiempo.

A la luz vaga que hasta allí se difundía, reconoció, al punto, a Rosa, la muchacha lavandera.   -210-   Caminaba ésta precipitadamente, mientras la máscara (el mismo dominó de lazos verdes en el hombro que tanto había llamado a Rodolfo la atención en el baile por haberle visto en dos o tres ocasiones observando de cerca a Lucía y luego en compañía de doña Melchora), apretaba a su vez el paso, y la seguía de cerca.

Una sospecha, que pronto se convirtió en certidumbre, iluminó el cerebro de Rodolfo.

-¡Necio de mí! -se dijo, dándose un golpe en la frente-. ¿Cómo no lo había adivinado antes? ¿Quién sino él podía ser? Y luego ¿su estatura, su manera de andar, poco comunes, no debieron revelármelo desde el principio? ¡Necio de mí! -volvió a decirse con rabia. Y retuvo un movimiento involuntario que casi le hizo abalanzarse sobre la máscara con el propósito de abofetearla en el rostro.

El recuerdo de la promesa hecha a Lucía lo contuvo.

Miguel Álvarez Viturbe (que no de otro se trataba) había abandonado el baile en persecución   -211-   de Rosa. Ésta, por la dirección que llevaba, parecía encaminarse, de vuelta ya del espectáculo, a su casita, situada a no larga distancia de allí, como se sabe. Y la muchachuela huía de él, a no dudarlo, a juzgar por su actitud.

Pero Viturbe era ágil. Al llegar a la glorieta misma, alcanzó a su perseguida, y, enlazándola por el talle, la detuvo; al mismo tiempo que con palabras de fuego y promesas diabólicas trataba de fascinarla, después de haberse quitado el antifaz...

Rosa se resistía; pero se resistía sin fuerzas para luchar; sin energías suficientes que oponer al vigoroso enlace, a la porfiada y perturbadora insistencia del apuesto y atrevido mozo...

Desde el sitio donde se encontraba Rodolfo veía la escena; la veía desarrollarse detalle por detalle. El verdugo y la víctima estaban allí: el uno arrogante, robusto, seductor, cegado por la pasión; la otra humilde, débil, impotente para la defensa; condenada fatalmente y de antemano a sucumbir, por la triple razón de su condición social, del sitio   -212-   donde en ese momento se encontraba y de los antecedentes y emociones de aquella noche de espectáculo, esencialmente propicio para subyugar sus sentidos y extraviar su criterio. Y, como para embargarla más, para marearla y adormecerla, los ecos de la orquesta llegaban hasta sus oídos; dulces todavía, aunque medio apagados por la distancia y por el rumor de la brisa que sacudía las hojas de los árboles. Y, luego, el crujir de la seda del elegante dominó; la emanación de los voluptuosos perfumes de que se hallaba éste impregnado, por el contacto con las aristocráticas parejas en el baile, y por la acción comunicativa de la atmósfera de los salones, cuajada de aroma de flores y esencias exquisitas...

Ante esta escena, Montiano no pudo contenerse. No se detuvo a meditar si tenía o no derecho para hacer lo que iba a hacer. Sus instintos solos obraron en tal ocasión, impulsándole como bajo la fuerza de un resorte irresistible. Afianzose la careta, saltó de su escondite y, rápido como un rayo, cayó sobre   -213-   Viturbe. Con una mano le empuñó vigorosamente por el cuello, y desprendiendo al mismo tiempo, con la otra, el brazo que aprisionaba el talle de la muchacha, se lo retorció cruelmente.

Entonces el verdugo, convertido a su turno en víctima, lanzó un grito de dolor, en circunstancia que la víctima verdadera, medio desfalleciente ya, empezaba a doblegarse como un junco que se aja al contacto y calor de la mano que lo ciñe.

Recuperó Rosa de pronto sus fuerzas, se irguió, y, sin atinar a darse cuenta de quién era su oportuno -o inoportuno- salvador, echó a correr, cubriéndose la cara con entrambas manos...

Viturbe se repuso sólo entonces de su sorpresa. Volviose hacia Montiano y trató de abalanzársele a su vez...

Pero Rodolfo no le dio tiempo para ello. Antes de que su agresor pudiera tocarle, se arrancó el antifaz, y retrocediendo un paso:

-¡Cuídate -le dijo, con voz imperiosa-; cuídate, miserable, de tocarme! Si en una ocasión te salvé la vida y en otra perdoné,   -214-   no por ti, bien lo sabes, la ofensa sangrienta que me hiciste y cuyas responsabilidades no tuviste siquiera el valor de arrostrar, ¡en la tercera no sabría contenerme!

Y enseguida miró a su enemigo de frente, en los ojos mismos, como si deseara hacer penetrar esa mirada bien adentro, allá en lo hondo de la suya...

Viturbe se llevó instintivamente la mano al bolsillo donde guardaba el revólver...

-¡Eso es -dijo desdeñosamente Montiano, al observar tal movimiento-. ¡Un asesinato! ¡La hazaña sería digna de ti! Puedes perpetrarla cuando quieras: estoy indefenso.

Y se cruzó de brazos.

Viturbe retiró la mano amenazadora y retrocedió, a su vez, un paso.

-¡Has hecho bien -dijo, después de un momento de silencio, apretando los dientes-, has hecho bien en invocar el recuerdo que evocaste! Te debo, en verdad, la vida. Justo es que salve en esta ocasión la tuya. ¡Mas no lo olvides: desde hoy quedamos cancelados!...

  -215-  

Y volviendo a Rodolfo la espalda, se dirigió hacia El ombú.

Montiano lo siguió de cerca.

Cuando llegaron ambos al centro del parque, la cena y el bullicio estaban allí en su apogeo: la fiesta de la hermosa viuda debía durar aún unas cuantas horas.



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- XX -

Al volver a su casa, con el alba, a la mañana siguiente; al encontrarse de nuevo solo, en la modesta y tranquila morada que había sido por tantos años el hogar de sus padres; al oír la voz de su viejo Perico; al tender la vista y pasearla a su alrededor para contemplar, con el cariño de siempre, sus libros queridos, su antiguo mobiliario, sus retratos de familia, todos aquellos objetos, en fin, que eran y continuarían siendo quizás durante largos años los constantes compañeros de su existencia, pareciole a Rodolfo como si no fuese verdad cuanto había visto y sentido.

Sin embargo, sobre todos los recuerdos,   -218-   más o menos desvanecidos ya, de esa noche de placer, de aturdimiento y de contrariedades, uno especialmente quedábase flotando en su memoria; uno solo; pero real, palpitante, duradero: el que renovaba en el alma la imagen de Lucía, ya por la evocación de las escenas del corso, ya por la de su actitud y palabras durante el baile. ¿Sería posible tanta dicha?...

-¡Pero no! -exclamaba a poco de meditarlo-. ¡Mirajes de la mente, ilusiones de un alma cegada por su misma pasión! ¡La viuda de Levaresa y el hijo de don Julio! ¡Cuán absurdo!

-Y entonces concluía:

-¡Bah! ¡Yo debía de estar loco anoche!... No es tan fácil, sin embargo, que un iluso se desengañe a sí mismo.

Y, por otra parte, la obsesión producida por los sentimientos es mucho más tenaz, mucho más terrible aún que la que producen las ideas. ¿Cómo ordenarle al corazón que no palpite, cuando sólo parece hacerlo a impulsos de una emoción fija y constante? ¿Y cómo pedirle al recuerdo -el recuerdo que   -219-   no es otra cosa que la vista del alma- que cese de percibir una imagen, cuando esa imagen la lleva grabada consigo el alma misma?

Inútil le era, pues, a Rodolfo, discurrir como lo hacía; considerar una y mil veces que entre la opulenta y encumbrada gran señora y su inmodesto administrador existía una barrera inmensa; la que opone siempre en tales casos la sociedad, con sus naturales exigencias y preocupaciones. ¡Inútil! ¡la misma imagen, la misma sensación estaban allí, enclavadas, fijas, imborrables!

Luego, aquel pañuelo delicioso, desprendido en un momento inolvidable por la mano misma de su dueño del sitio donde se le guardara, allí en el pecho, al calor del seno mismo... ¡Oh! ¡si alguien hubiera intentado arrebatárselo en aquel instante!... ¡Lo habría defendido como se defiende el más precioso de los tesoros!

Y al llevarlo amorosamente a sus labios se sentía Rodolfo embriagado por su perfume como por un filtro dulcísimo...

En muchas ocasiones, reconcentrándose en sí mismo, habíase sublevado el espíritu   -220-   de Montiano ante la injusticia de la dura lex que, socialmente, hace desiguales a los hombres entre sí. Aquel día el recuerdo de reflexiones pasadas vino de nuevo a atormentarlo, al punto de que en un momento de exaltación llegó a transigir con la idea de cierto socialismo a su manera.

¡Terrible estado de ánimo, que dio lugar a que se planteara ante su propio criterio el mismo eterno problema cuya solución preocupó a un gran filósofo: «¿Es susceptible de transformarse la naturaleza humana? ¿El hombre creado bueno puede obrar el bien durante toda su vida, a pesar de influencias contrarias y de la adversidad del medio?».

Y meditando, meditando, lo llevaron tan lejos sus reflexiones; influyeron tanto en su espíritu, que no sería aventurado atribuir en gran parte a aquel día sombrío las causas que habían de dar lugar a todos los actos futuros de su vida. Fue en verdad, aquel momento de meditación profunda, de duda perturbadora, el verdadero momento psicológico de su existencia.

La desigualdad de índole, la desigualdad   -221-   de temperamento, la desigualdad de inteligencia: todas las desigualdades debidas a la constitución física o moral de los individuos, dentro del cúmulo de doctrinas explicables ante el criterio humano, por la ciencia a la luz de la razón, o por la fe a la luz de la fe misma, no preocupaban a Rodolfo en esos momentos. Sublevábale tan sólo la consideración de la para él absurda, caprichosa, injusta desigualdad social, dentro de todas las otras igualdades: aquella que se cifra únicamente en la vanidad de un apellido o en el prestigio que da el dinero -el dinero, ¡ese poderoso nivelador de rangos y condiciones!

Y entonces se sintió acometido de repente por un ansia indescriptible de adquirirlo. ¡Tener mucho dinero! ¿no sería ese, por ventura, el medio más eficaz de acercarse del todo a Lucía; de ascender hasta ella; de ostentar públicamente sus sentimientos; de desarmar a sus enemigos?

Si llegaba, por medio de la posesión de un cuantioso caudal, a probar a la sociedad -esa sociedad que, sin duda, conocía ya su secreto-   -222-   que no era un interés vil y bastardo lo que alentaba sus pretensiones, ¿no lograría, acaso, avanzar considerablemente en el sentido de verlas realizarse poco a poco? Y Lucía misma, ¿no sería la primera, en dar en tierra con sus naturales escrúpulos y preocupaciones? ¿Por qué no sucedería todo eso?

Esta idea, súbita, violenta, irresistible, penetró de pronto con furia en su cerebro y todo lo revolvió allí, todo lo desquició; arrasando, destruyendo; pero también fecundando con nuevos gérmenes; bien así como el huracán, al devastar un campo cultivado y fértil, siembra, de paso, la venenosa semilla que desde extranjero suelo ha traído consigo en sus alas implacables.

Frenéticos deseos, ansiosas esperanzas, comenzaron entonces a agitar su alma. Cuando volvió en sí, se sintió transformado.

-¡Venga -se dijo, con rabioso anhelo- venga ese dinero salvador! La hora es propicia cual ninguna; las ocasiones de adquirirlo múltiples... ¡Fuera, pues, escrúpulos de antaño!... ¡a un lado los libros..., a un lado   -223-   pleitos... ¡al demonio la cátedra!... Jorge está en lo verdadero. ¡No hay más que la Bolsa, la especulación!

Y entonces se dio a discurrir:

El resultado se obtendría sin esfuerzo. Con sólo entregar a Jorge su pequeño capital, lo vería doblado, triplicado, centuplicado quizá, en pocos meses.

Jugaría, así, a su vez, aunque fuera por mano ajena; sentiría las emociones del alza y de la baja. Y cuando hubiese amontonado sumas considerables, cuando el éxito hubiera consagrado ya su nuevo modo de proceder, cuando le fuera permitido presentarse en público y ser señalado, al pasar, como «el millonario Montiano» ¡oh, entonces sí que podría encaminarse con la cabeza enhiesta a casa de Lucía, ostentando el semblante del alegre mortal que, satisfecho, ufano, sale del alborotado templo del dios Oro para dirigirse al dulce y sereno templo de su amor.

¡La Bolsa! ¡Mágico y rabioso nombre!...

¿Era, acaso, ese mismo que él, en su candorosa inexperiencia, considerara antes sinónimo de codicia, de algo como antro siniestro,   -224-   tumba de ilusiones o recinto diabólicamente fascinador, donde al par que la dicha de unos pocos se consumaba el sacrificio de tantos?...

Ese mismo día vio a Jorge.

Fácil será comprender la sorpresa de su amigo al escucharle. ¡Cómo! ¡Rodolfo con tales ideas! ¿Qué podía significar semejante cambio, incomprensible para él, no sólo por los antecedentes de la persona en quien se operaba, sino por lo insólito y lo repentino de su manifestación?

Rodolfo no dio grandes explicaciones. Las confidencias le parecían de más en tales momentos. Dijo solamente que se trataba de ganar dinero; que él, como cualquier hijo de vecino, se había sentido picado a su vez por el aguijón de las ambiciones. La atmósfera que por todas partes lo rodeaba había ejercido por fin, y a la larga, su irresistible influencia. Sus tareas de abogado no bastaban a las aspiraciones que sentía nacer de súbito. El trabajo era duro, el fruto mezquino.

Dijo que desde ese día ponía su porvenir, su dicha, en manos de su amigo al ofrecérsele   -225-   como socio capitalista. Sus ahorros todos entrarían a formar parte de la base de las futuras especulaciones de ambos; y las ganancias, como las pérdidas, se distribuirían en partes proporcionales. Él no iría a la Bolsa a especular por sí mismo, pues juzgaba que su carácter de apoderado general de Lucía lo imposibilitaba para ello. Quería, ante todo, dedicarse a atender los valiosos intereses cuya administración le estaba confiada, evitando al propio tiempo, toda ocasión a maledicencia por parte del público, siempre dispuesto a censurar.

No le costó mucho trabajo convencer a su amigo.

El terreno, por otra parte, hallábase admirablemente preparado para ello. Con fe absoluta en su estrella, lanzado aturdidamente hacia adelante, sin reparar en tropiezos, sin vacilar ante el aspecto amenazador de las nubes que ya comenzaban a obscurecer el horizonte lejano como presagiando tormenta, Jorge no se cuidaba de nada que no tuviera relación con el tema que absorbía por entero su espíritu: la especulación, la ganancia líquida.

  -226-  

Tocarle, pues, ese tema; demostrarse interesado en él; afiliarse entre los de su gremio, era proporcionarle la mayor de las dichas.

-¡Te regeneraste! -exclamó Levaresa, poseído del mayor entusiasmo, al terminar la conversación-. Veo que la marmota se despierta por fin. ¡Vengan, enhorabuena, esos cinco!

Y dio a su amigo el más tremendo sacudón de mano que éste recibiera en su vida.



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- XXI -

Los negocios en el país seguían prosperando, al decir de los más convencidos. Las audacias locas, las ganancias enormes efectuadas en pocos meses, por medio de golpes de fortuna inauditos, sin precedente en la historia de las grandes especulaciones del mundo entero, estaban aún a la orden del día.

Jorge entró de lleno en el movimiento general, haciéndose notar entre los más atrevidos y los más afortunados.

El capital de Rodolfo, como lo había él previsto, no sólo fue doblado, sino quintuplicado en poco tiempo. Día tras día, y cada vez con entusiasmo mayor, llegaba Jorge a su   -228-   casa, donde por lo general encontraba a su amigo al caer de la tarde, poco antes de la hora de comer; llegaba allí, ebrio de placer, exaltado hasta lo indecible por aquellas emociones continuas, por aquel júbilo desbordante, desequilibrado, que, a la larga, habría, necesariamente, de enfermar a un tiempo el espíritu y el cuerpo.

-Mira -decía a Montiano, alargándole nerviosamente un papel sobre el cual había cifras repetidas y amontonadas en desorden- ¡diez mil pesos de beneficio en sólo un día! Suma el producto de la semana. Ya van setenta mil. ¡A este paso!...

No alcanzaba a concluir la frase: ahogábasele la voz en la garganta, como si un nudo se le formara en ella; iluminábansele los ojos, que parecían hablar también, como los labios, a un tiempo dilatados. La risa venía después; risa extraña, nerviosa, casi convulsiva, que, por poco que durara, alcanzaba a arrancarle lágrimas; el cuerpo se agitaba; una movilidad asombrosa, persistente, irresistible, al parecer, le hacía cambiar de sitio, a cada instante; ora obligándole a ponerse de   -229-   pie; ora a sentarse un momento para volver a levantarse enseguida, sacar del bolsillo la cartera de apuntes, luego un lápiz; arrojar cifras y más cifras sobre las blancas carillas del librejo contenido en ella; volver las páginas, sumar, restar, multiplicar y desgarrar luego la hoja emborronada; comenzar otra, sacar el reloj, disponerse veinte veces a retirarse y otras tantas interrumpir su resolución o diferirla con el pretexto de un olvido, de un detalle que sólo traía por consecuencia la vuelta a la misma escena; a la repetición de los conceptos, de las operaciones aritméticas, de los desgarramientos de papel, de la movilidad, de la risa nerviosa...

El verlo así llegó a inquietar a Rodolfo, quien alguna vez expuso a su amigo sus temores de que su salud pudiera alterarse bajo la influencia de aquella constante actividad, de aquella tensión nerviosa permanente. Jorge se rió en sus barbas. Al siguiente día empezó lo mismo.

Entretanto, continuaba Montiano atendiendo los asuntos de Lucía y visitándola de cuando en cuando.

  -230-  

Mediaba todavía entre ambos aquella misma embarazadora reserva que a él no le sería jamas permitido romper; pues, árbitra Lucía de la situación, por razones sobre las cuales sería ocioso insistir, quedaba en el caso de alentar o rechazar a su antojo todo propósito, toda tentativa que importara por parte del joven un paso hacia adelante, dado en su presencia. Era ella, en una palabra, la depositaria exclusiva, el dueño absoluto de la llave que hubiera podido abrir la puerta a las confidencias completas, a las declaraciones definitivas.

Pero su actitud no se demostraba en modo alguno desalentadora. Recibía a Montiano siempre con marcadas muestras de satisfacción. Su sociedad le era grata, a no dudarlo, pues solía retenerlo a su lado mayor tiempo del que él se había propuesto consagrarle -no por propia voluntad, como se comprenderá fácilmente, sino forzado a ello por las conveniencias y ¿por qué no confesarlo? Por el interés de su propia causa...

La alta sociedad había comenzado a murmurar. Malos vientos soplaban para Rodolfo,   -231-   sobre todo por el lado de la familia Álvarez Viturbe, convertida toda ella, con excepción, tal vez, del viejo doctor, en enemiga acérrima del simpático administrador. Desde los incidentes del carnaval, doña Melchora y Miguel casi no le saludaban: su acerbidad para con él manifestábase en toda circunstancia.

Lucia debió resignarse a soportar el mantenimiento de una relación distante con los antiguos amigos de su esposo; ello por salvar apariencias. Pero no podía dejar, Rodolfo, de advertir que día por día los alejaba más y más de su intimidad.

El repentino cambio de fortuna material de Montiano comenzó a dar que hablar a las gentes. No ocultó él a nadie, por otra parte el origen de tal cambio. Su asociación con Jorge, fue, pues, conocida por todos y aún por la misma Lucía, que, en cierta ocasión, se refirió al punto, aunque sin grande insistencia; lo que no dejó de intrigar a Rodolfo, pues ella, mejor que nadie, había conocido sus antiguas ideas. Comprendía, acaso, el porqué?...

  -232-  

-Es posible, se dijo Montiano. Nada escapa a la penetración de una mujer, sobre todo cuando existen motivos especiales para que así sea.



  -233-  
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- XXII -

¿Qué había sido de Miguel Viturbe entretanto? Lo de siempre. Dedicado por completo a su vida favorita, la del ocioso mundano, veíasele únicamente en los teatros, en los paseos y en los clubes.

A pertenecer a uno de estos últimos había sido arrastrado también Rodolfo un buen día por su amigo Jorge, de modo que, a su vez, comenzó a mezclarse con los jóvenes que frecuentaban más íntimamente el trato de Viturbe. Se encontraron, pues, ambos rivales allí en dos o tres ocasiones. No se saludaron.

Un día de aquel año -era la estación de invierno-, cierto encargo incidental de Lucía,   -234-   de los muchos que por el estilo solía hacer a Rodolfo cuando se trataba de sus intereses, dio a éste ocasión de ver y juzgar más de cerca de cuánto era capaz en materia de villanías el renombrado Miguel, conocido en la sociedad tan sólo por sus prendas exteriores y por la engañosa apariencia tras de la cual encubría sus defectos.

Había llovido terriblemente aquel invierno. El espléndido edificio de El Ombú sufrió desperfectos de consideración, ocasionados por los grandes temporales. Se trataba, pues, de dar cuenta a Lucía de la mayor o menor importancia de esos desperfectos, con el fin de hacer las reparaciones del caso lo más pronto posible, para lo cual, una tarde, no habiéndolo podido hacer de mañana, se trasladó Montiano, solo, a la posesión de Levaresa.

Era la hora de la puesta del sol cuando llegó allí. El campo pareciole mustio, desolado; la lluvia había caído sin cesar; inmensos lodazales cubrían el camino que conducía de la estación a la propiedad. El pueblo estaba desierto. Los árboles, despojados de sus   -235-   hojas, destilaban gotas de agua que caían, desprendidas, una a una. ¡Por todas partes soledad, tristeza, silencio!

Cuando se detuvo Rodolfo frente a la mansión de Lucía salieron los cuidadores a recibirlo. Examinó detenidamente lo que había que ver, en lo cual empleó más de media hora, y se disponía a retirarse para regresar, cuando divisó a lo lejos la casita blanca de Rosa la lavandera; solitaria enmedio del paisaje descarnado; triste, mustia también como todo lo que la rodeaba.

Le vino entonces la idea de visitarla antes de partir. No había visto a sus moradores desde algún tiempo atrás; pues durante el verano anterior, como se recordará, sólo había ido de paso, y con cortos intervalos, a la posesión de Levaresa.

Obscurecía ya cuando tomó esta determinación. Su propósito era únicamente saludar a la pobre familia y tomar enseguida el primer tren de regreso a la capital. Ordenó, pues, a su cochero que lo aguardase y se encaminó a pie hacia la choza.

Al aproximarse llamole la atención el silencio   -236-   que reinaba en su interior. No se oía el menor ruido. Al través de la ventanilla brillaba tan sólo la luz pálida de un pequeño farol colgado a la pared.

Golpeó. Una voz le respondió desde adentro.

-Soy yo, amigos míos -dijo Montiano-, don Rodolfo, que quiere saludarlos.

Sintió entonces el visitante algo como el ruido de una silla que se removía sobre el pavimento; luego el choque de una palmada repetida dos o tres veces, al mismo tiempo que el eco de la voz de la madre de Rosa que decía:

-¡Ninna, Ninna, la puerta!

Pareció extraño a Rodolfo que fuese una de las pequeñuelas y no la madre de Rosa misma quien saliera a recibirlo.

Pronto debía tener su explicación esta anormalidad...

La niñita acudió al umbral; corrió el cerrojo y dio entrada a Montiano.

-¿Cómo lo pasan ustedes? -preguntó éste cariñosamente. Y antes de que la niña tuviera tiempo para contestar, añadió:

  -237-  

-¿Y tu mamá? ¿Y tu hermana Rosa? No las veo a tu alrededor.

Ninna, la chicuela de diez a doce años, contestó:

-Mamá está muy enferma, en el cuarto del lado, y Rosa, se fue.

-¡Se fue! Y ¿cuándo? -preguntó Rodolfo con la mayor sorpresa.

-Salió de aquí una noche y no volvió ya más.

- Explícate bien, niña, insistió el joven. Dices que salió una noche; pero ¿a qué salió? ¿Iba sola o acompañada? Explícate.

La niña con el semblante cándido y la voz triste hizo entonces la siguiente relación:

-Hace ya unos quince días, durante toda la tarde Rosa había estado muy callada. Mamá quería saber por qué. Ella no respondía sino que la abrazaba y lloraba.

-¿Y por qué lloraba? -interrumpió Rodolfo.

-Rosa no decía por qué.

-Prosigue.

-Comimos aquí, adentro, porque la tarde era obscura para llevar la mesa debajo del ombú.

  -238-  

-¿Y Rosa comió con ustedes?

-Sí, pero no quiso probar nada, y cuando acabamos abrazó muchas veces a la mamá llorando siempre. Mamá estaba agitada. ¡Daba pena verla! Tenía los ojos llenos de unas miradas muy tristes. Parecía que, además, sentía miedo, porque preguntaba a cada momento si no oíamos pasos afuera si no veíamos a nadie. Había tormenta. Era ya de noche cuando notamos que no estaba Rosa. Llovía mucho.

-¿Y ustedes no la vieron salir?

-No, señor, pero luego la echamos de menos. Cuando pasaron varios minutos y mamá y nosotros vimos que no volvía, salimos todos a buscarla, pues la creíamos en El Ombú.

-Bien, interrumpió Rodolfo impaciente; la creían en El Ombú y ¿no estaba allí?

-No estaba allí; ni en el bajo, ni cerca del parque de lo de Levaresa, ni cerca de lo de Viturbe, adonde también iba a veces...

-¿Acostumbraba ir, dices?

-Sí, señor.

  -239-  

-¿Y nada han sabido desde entonces sobre el paradero de la joven?

-Nada.

-¿Y dices, también, que tu madre está ahora enferma en el cuarto siguiente?

-Enferma, sí, señor.

Rodolfo pasó a la pieza indicada.

Estaba allí en efecto la enferma, con el semblante pálido y descompuesto, el cabello sin peinar y los ojos enrojecidos.

-¡Pobre mujer! -díjole compasivamente Montiano al entrar-. Comprendo su dolor; pero puede ser que el caso tenga aún remedio.

La madre movió tristemente la cabeza.

-No volverá, señor, no volverá; contestó. La conozco. ¡Malvada! Se ha ido por su voluntad. Hace tiempo que vivía inquieta; yo sospechaba algo; pero nunca la verdad.

-Luego usted atribuye la desaparición de su hija...

-A una fuga, señor; fuga voluntaria.

-¿Y en qué funda usted esa creencia?

-En que no trabajaba, señor, como antes; en que sólo pensaba en ir al pueblo; en   -240-   que se preocupaba demasiado de los trajes de las señoras a quienes veía; en que le gustaba demorarse en la misa los domingos, no para rezar, sino para quedarse atrás; en que se había amistado con una costurera de mala fama del pueblo, la cual le hizo dos vestidos, que no sé yo cómo podía costearlos. En fin, señor, en que varias veces la sorprendí con algún dinero, en mayor cantidad de la que podía ella honradamente tener...

-Todo eso está revelando que su hija ha sido mal aconsejada, seducida tal vez por alguien; ¿no lo cree usted así?

-Sí, señor, lo creo.

-Y ¿tiene usted sospechas sobre quién pueda ser ese alguien?...

La mujer no respondió de pronto. Levantó la cabeza, miró a Montiano como escudriñando su semblante y luego tras un momento de silencio, dijo:

-¡Es tan difícil, señor, opinar sobre todo cuando una es pobre y humilde y hay de por medio personas ricas...

-¿Ricas? -interrumpió Rodolfo, fingiendo sorpresa-. ¿Luego cree usted que no sea sólo   -241-   gente de su condición la que ha intervenido en este asunto?

-¡Ah! ¡No, señor!

-Y ¿entonces?...

-No me atrevería a asegurarlo; pero tengo mis sospechas sobre un mozo, muy caballero, según dicen, pero muy malo, sin duda, también, a juzgar por su acción.

-Y ¿no podría usted decirme de quién se trata? Tal vez la ayudaría yo a dar con el paradero de su hija.

-Sería inútil, señor; dijo la madre, moviendo de nuevo tristemente la cabeza. Inútil.

-¿Por qué?

-Porque, como se lo he dicho ya, la fuga de Rosa ha sido voluntaria; no tengo la menor duda sobre este particular. Y siendo así, prefiero no volver a verla. Mi hija deshonrada ha muerto para mí. ¿Qué sacaría con armar un escándalo? ¡Dar a conocer a todos mi desgracia! Luego, señor, yo estoy muy grave: sufro del corazón; sé que no viviré largo tiempo; este golpe acabará de matarme; ¡mi única preocupación, por ahora, es la de mis criaturas! ¡Quedarán desamparadas! Felizmente   -242-   cuento con el apoyo de la caritativa señora Lucía. He querido escribirle, contándole mi desgracia; pero no me he atrevido a hacerlo. ¡Cuando sepa que mi hija Rosa a quien tanto quería ella me ha abandonado así!... ¡Qué vergüenza, señor; qué vergüenza!...

Y la pobre madre rompió a llorar. Montiano la calmó con reflexiones y palabras de consuelo. Debía procurar tranquilizarse para recuperar la salud. Y luego, ¿por qué no perdonar a Rosa? ¿Acaso no habría sido engañada, seducida? Era joven; carecía de experiencia y de conocimiento de la vida.

Sobre este punto la madre agraviada se demostró inflexible. Rosa había huido por su voluntad, por vicio, según decía. Pues ¡que purgara su falta! ¡Habría de pesarle alguna vez!

-¿Quiere usted, en todo caso, que narre; yo el hecho a la señora Lucía? -preguntó Rodolfo.

-Hágalo, sí, señor; eso es, hágalo. Pero que no se afane ella, tampoco, en buscar a la pícara: ya he dicho que no quiero verla. Si   -243-   usted o ella -la señora-, llegan a saber a dónde está, díganle, no más, que mientras su madre viva, no la verá. Después de muerta yo, que cumpla, si así lo quiere, su deber: si se arrepiente, que proteja a sus pobres hermanos huérfanos; ¡puede ser que Dios la perdone así! Yo también la perdonaré entonces, desde el otro mundo...

Un nuevo sollozo ahogó en la garganta la voz de la enferma. Continuar insistiendo sobre el triste tema pareció inconveniente a Rodolfo. La recomendó, pues, calma y tranquilidad; la dijo que contara seguramente con la protección de Lucía, y que si llegaba a carecer de los medios de subsistencia acudiera a él. Desde luego, haría que la viera en el acto un buen médico; todos los gastos correrían de su cuenta. Su criado Perico iría a menudo a informarse de su salud.

Enseguida tomó Montiano de su cartera unos cuantos billetes y se los dejó sobre la almohada. La pobre mujer cubrió de besos las manos del joven.

Antes de retirarse Rodolfo, detúvose a hablar   -244-   durante algunos minutos con los chicuelos.

Había obrado el bien. ¡Mucho tiempo hacía que no saboreaba una satisfacción tan pura, tan dulce, tan serena como aquella!

El juicio de Montiano en lo referente a la fuga de Rosa, como se comprenderá fácilmente, estaba de antemano hecho.

Pocos días después, por circunstancias que no habría para qué apuntar aquí, tuvo ocasión de verlo del todo confirmado. Rosa, trasladada a la capital, vivía, según los informes que, no sin trabajo, pudo obtener, en una casita de cierto lejano barrio de la ciudad y era, a la sazón, la querida de Miguel Viturbe. ¡El lobo había triunfado!...

Conforme con la voluntad de la madre, no dio paso alguno en el sentido de denunciar el rapto. Obrar de otro modo habría sido pecar de comedido.

Por lo que respecta a Lucía, limitose a comunicarle el caso; pero sólo en la parte que a la desaparición de la muchacha y al estado de miseria de la familia se refería. Calló   -245-   nombres, antecedentes y hechos, juzgando indigno el valerse de este género de armas para combatir a sus enemigos. Y luego ¿no convendrá reservarlas para algún caso extremo?...



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- XIII -

Transcurrieron así varios meses.

La fortuna de Jorge y de Rodolfo continuó aumentando. Ganaron tanto dinero: hicieron tantas y tan atrevidas especulaciones que no pasó mucho tiempo sin que la opinión pública los designara como los candidatos más probables al título, tan ambicionado por Jorge, de reyes de la Bolsa. No hubo en la capital quien no los conociera; no hubo quien no hablara de sus pingües ganancias, de sus fabulosos negocios; y, naturalmente, el nombre de ambos jóvenes, asociado, así, a la historia de tanto triunfo, corrió de boca en boca.

Los intereses de Lucía eran preferentemente atendidos por Montiano, aún enmedio   -248-   de la vorágine de asuntos personales en que se veía envuelto, pues Jorge, con razón, había concluido por exigirle su concurso efectivo, el cual no pudo negarle aquél, convencido de que era su deber no recargar a su amigo con el peso total de la común tarea.

El resultado fue que comenzara Rodolfo, poco a poco, a cobrar afición a lo que antes había aborrecido. Sin poner, sin embargo, en la bolsa un pie, como vulgarmente se dice, y dejando a su compañero toda la responsabilidad y gloria de las especulaciones que allí acometía, atendió, fuera de ese recinto, cuanto se relacionaba con los compromisos por él firmados; llevó anotaciones, manejó depósitos, hizo giros, etc., etc.

Pasó el invierno, luego la primavera, y llegó por fin el término de aquel año, con la sucesión de alarmas y de inquietudes que comenzaron a caracterizarlo.

Una suerte loca había seguido favoreciendo a Montiano y a Levaresa en sus especulaciones bursátiles. Ambos jóvenes llegaron a convertirse en potencia financiera. Todos los halagaban, todos les sonreían.

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En los círculos sociales de que eran miembros les brotaron amigos y admiradores por docenas. Los talentos de Rodolfo, esos mismos que hasta entonces sólo le habían servicio para darse a conocer de cierta colectividad formada por el núcleo relativamente estrecho de sus amigos y de sus clientes, fueron ensalzados; sus opiniones en diversas materias hicieron ley; ofreciéronsele puestos honoríficos.

Pero ¡oh veleidad de las cosas de esta vida! Lo mucho que ganó ante el concepto de las agrupaciones sociales propia y exclusivamente mundanas, en cuyo seno empezó a figurar, lo perdió con creces ante el de ciertos y determinados envidiosos de mala ley, que hasta entonces le habían brindado con su simpatía y aparente amistad. De ese grupo le salieron enemigos encarnizados, implacables.

Salvo este detalle, no se había equivocado, pues, Montiano, al prever que su cambio de situación, si llegaba a obtenerlo algún día, habría de colocarlo en el pie en que él anhelaba ser colocado ante el criterio de las gentes   -250-   cuyo apoyo moral le era necesario para el logro de sus aspiraciones.

Por lo que respecta a Lucía, no pudo ella menos que demostrar de manera ostensible la satisfacción con que veía a su joven y honorable administrador ganar terreno ante la opinión pública.

Si llegó a alarmarse por otros motivos -por lo que con el manejo de sus propios intereses se relacionaba-, la verdad es que no lo demostró. No habría tenido, tampoco razones sólidas en qué fundar sus quejas, pues la manera como Montiano se conducía a este respecto debía bastar para inspirar toda confianza.

Las entrevistas cuotidianas de Rodolfo y Lucía comenzaron a tomar un carácter acentuado de inteligencia mutua.

A nadie se ocultaban ya los propósitos del interesante apoderado; y la hermosa viuda llegó hasta permitir que se hiciese en su presencia más de una alusión intencionada al caso. Recibía de buen humor bromas e indirectas sociales, que devolvía esquivándolas casi siempre con desenfado,   -251-   nunca con terquedad o disgusto.

Y por lo que toca al trato íntimo entre ambos... la puerta, hasta entonces cerrada a la franqueza, a las confidencias, a las confesiones definitivas, comenzaba poco a poco a abrirse; pero siempre a discreción o capricho de la gentil propietaria de su dorada llave...



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- XXIV -

Por esa época y a mediados del verano, más o menos, sobrevinieron, casi repentinamente, varios acontecimientos públicos que determinaron como consecuencia cierta alarma en el círculo de los especuladores más atrevidos. El principio de la enfermedad en que pronto debía consumirse el país se declaraba ya. Al uso del crédito sucedía, no sólo el abuso, sino el abuso monstruoso.

De allí a la crisis no había más que un paso. La entrada del nuevo año empeoró las cosas. Prodújose un krack que llenó de terror a los especuladores.

Jorge y Rodolfo perdieron, de un solo golpe, las ganancias de varios meses.

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Pero esta advertencia, lejos de serles provechosa, los irritó y los condujo a la peor de las resoluciones: intentar a fuerza de audacia recuperarlo todo de una vez.

El resultado inmediato de los hechos había sido un alza repentina, inusitada, en el precio del oro; precisamente en circunstancias en que ambos especuladores jugaban a la baja.

La liquidación de fin de mes dejoles un enorme saldo en contra.

Jorge, de ordinario tan seguro en sus procedimientos bursátiles, comenzó, por vez primera, a sentirse desorientado.

Su amigo le aconsejó entonces una prudente calma. Pero, inútilmente. La opinión de Levaresa, del todo contraria a la de su socio, lo llevó a engolfarse más aún en el abismo.

Rodolfo, como era natural, sufrió, a su vez, las consecuencias de tales desaciertos y concluyó por desorientarse también, alarmándose como los demás.

En el primer momento, aturdido, quiso retirarse, ¿pero cómo abandonar a su compañero? Y luego, ¿cómo resignarse a dar por   -255-   definitivamente perdido lo ganado a fuerza de tanto afán?

Difícil sería bosquejar aquí, siquiera fuese a grandes rasgos, el cuadro de una situación memorabilísima y por todos conocida. Bastará, pues, decir que las famosas especulaciones en tierras improductivas, títulos estrafalarios y otros fantasmas de valores por el estilo que tanto dieron que hablar durante todo un periodo económico sensacional, disminuyeron considerablemente en sólo unos cuantos días. Los bancos, asediados por sin número de deudores que debían cubrir obligaciones a plazo ya vencidas o por vencerse, alarmados a su vez, comenzaron a restringir el crédito, lo que dio lugar a que aparecieran en legión los usureros, entronizando, desde entonces, el pacto de retroventa y el terrible uno y medio por ciento, que tantas víctimas debía hacer.

A aquellos que tenían fuertes depósitos en los establecimientos bancarios oficiales les llegó el caso de retirarlos poco a poco, parte por desconfianza, parte para aprovecharse   -256-   del naciente pánico y darles, merced a él, inversión más productiva.

Cundió el descontento. Unos culpaban al gobierno, otros a los especuladores. Varios ministros de hacienda perdieron sucesivamente sus carteras y, al caer, fueron cubiertos con las maldiciones de los más, con la compasión de unos pocos, y con la simpatía de los menos. Y a todo este cúmulo de hechos nefastos vinieron a agregarse, por fin, como para hacer más sombrío aún el cuadro, los rumores de un movimiento revolucionario que se suponía próximo a estallar.

Tres meses consecutivos duraba ya esta situación. Las pérdidas de Jorge y de Rodolfo habían ido aumentando de día en día. Extraviados ya, definitivamente, en el rumbo, ni uno ni otro sabía qué hacer.

Sobrevino, por fin, la anunciada revolución que dio por tierra con un gobierno, mas no con un estado de cosas.

Ambos socios tomaron parte, si bien indirecta, en los acontecimientos. Fueron revolucionarios de corazón y acudieron al puesto del peligro resueltos a hacerse notar allí.

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Mas, terminado luego aquello, que fue tan breve, volvieron a lo de antes: a especular, a exponer el resto de su capital, a seguir perdiendo lo ganado.

Por más esfuerzos que hacían por ocultar sus desastres financieros, la noticia de esos desastres empezó a cundir de boca en boca. Sus verdaderos amigos se inquietaron.

Lucía misma, hizo a Rodolfo dos o tres advertencias disimuladas.

Una angustia, creciente, aniquiladora, fue apoderándose de Montiano a medida que empezó a darse cuenta cabal de su caso. Por todas partes oía que el mal era incurable, que la situación producida no tenía ya remedio, que la catástrofe era segura... y, sin embargo, no encontraba fuerzas para detenerse ni energía para aprovechar de su situación. Le parecía que desde que su estrella había comenzado a eclipsarse, se eclipsaba, también, su prestigio. Y entonces se sintió despechado. Creyó deber recuperar ese prestigio a toda costa; y, pues había nacido él al calor de su fortuna, sólo la fortuna podría reivindicárselo...

La ambición es así.

  -258-  

Una tarde, hallábase Rodolfo en su despacho aguardando, impacientemente a Jorge, que ese día debía realizar en la bolsa una operación atrevidísima en la cual cifraban ambos grandes esperanzas. Comenzaba ya a inquietarse por la demora de su socio, cuando lo vio entrar precipitadamente, pálido y aterrado.

-¡Maldita suerte! -exclamó Levaresa arrojándose sobre un canapé...- ¡Los dos golpes!

-¿Frustrados?

-Frustrados

-Pero ¿arriesgaste mucho? -preguntó Rodolfo con ansiedad.

Jorge alargó a su amigo un papel.

Seiscientos mil, en diferencias! -exclamó Montiano anonadado-. ¡Seiscientos mil!... Luego tan sólo nos quedan...

-Trescientos mil -repuso Jorge con voz desfalleciente.

Rodolfo sintió que se le oprimía el pecho, enmedio de una sensación de ansiedad casi dolorosa.

-Pero, hay todavía algo más ¡y muy grave!   -259-   -continuó Jorge-. Parece que se prepara una corrida a los bancos oficiales. A las puertas de uno de ellos se agolpaba esta tarde una verdadera muchedumbre de depositantes alarmados. Fue necesario que acudieran fuerzas de policía para guardar el orden. Mañana aumentará, de seguro, esa alarma.

Al oír lo anterior había dado Rodolfo un salto en su asiento.

-¡Demonios!... -dijo, poniéndose de pie y dándose un golpe en la frente...-. ¡Los depósitos de Lucía!...

-No hay que olvidarse de los nuestros -agregó Jorge.

Sacó Montiano el reloj. Eran más de las tres de la tarde. La hora de las operaciones bancarias había pasado ya; pero los gerentes debían estar en sus oficinas aún.

Tomó su sombrero y salió precipitadamente, resuelto a salvar a toda costa aquellos depósitos.

Diez minutos después llegaba al banco.

Su conferencia con el gerente duró sólo breves instantes. Encontró a este funcionario inquieto, nervioso, rodeado de personas   -260-   que, como él, habían ido a consultarlo.

No ocultó el motivo de su visita; con lo cual, como era lógico que sucediese, aumentó la desazón del atribulado banquero.

-¡Pero, si todos obran así, dijo el director gerente, el banco tendrá que cerrar, en realidad, sus puertas!

Montiano se disculpó con sus deberes para con Lucía; hizo valer su responsabilidad; la vidriosa situación en que lo colocaba su carácter de apoderado y dio otras razones por el estilo.

-¿Y lo suyo por qué lo retira? -preguntó el gerente.

-¿Lo mío?... ¿Cree usted -interrogó Rodolfo-, cree usted que lo mío pueda afectar, como suma, al establecimiento?...

El gerente miró a su interlocutor con sorpresa.

-¡Pero eso es una monstruosidad! ¡Quiere decir que en un solo día un solo depositante me retira cerca de un millón!...

-Cerca de un millón; eso es: seiscientos mil pesos por un lado; doscientos por otro: ochocientos mil pesos en todo -repuso Rodolfo,   -261-   con tono de resignado desaliento-. Pero lo suyo, amigo, lo suyo ¿por qué lo retira? -preguntó de nuevo el jefe del Banco, entre incrédulo y sorprendido.

-Porque lo necesito -contestó Montiano, con gravedad.

El gerente volvió a mirar a su visitante, como dudando aún de la veracidad de estas palabras. Eran amigos y se trataban familiarmente.

-¡Seiscientos mil pesos! -repitió al cabo de un momento de silencio. ¿Luego están ustedes locos de veras?

-O muy próximos a convertirnos en tales -replicó Rodolfo levantándose de su asiento-. Mas, es tarde ya y usted tiene asuntos que atender. Hasta mañana, pues.

Y esto diciendo, estrechó la mano del aturdido jefe, y salió de su despacho.



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