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- XXV -

¿Cómo explicar las torturas de la terrible noche que siguió a este día de ansiedades y de angustias mortales?

¡En las puertas de la ruina! ¡Terrible, idea! ¿Conque era cierto que así, de súbito, en unas cuantas semanas solamente podían perderse prestigio, favor, notoriedad, toda una serie de triunfos adquiridos a costa del sacrificio casi heroico de principios arraigados por influjos de la tradición, de la herencia, de un pasado de austeridad y de honra?...

¡La pobreza después de la opulencia! ¿No importaría ello, tal vez, renunciar para siempre a la esperanza de realizar un ideal perseguido   -264-   durante largos años de sufrimientos y de tolerancias; de irresoluciones y de desmayos; ideal por el cual se luchó con la suerte, con la sociedad, con el amor propio, hasta con la conciencia misma. ¡La pobreza de nuevo! ¿Era ese el fin de aquella brillante jornada emprendida con tanto brío, con tanta fe, con tantos y tan buenos propósitos?

Rodolfo no pudo conciliar el sueño esa noche.

A la mañana siguiente, muy de alba, se instaló en su escritorio.

Perico, admirado de ver abiertas las persianas del cuarto de su amo a hora tan matinal, quiso saber lo que ocurría. ¿Estaba enfermo tal vez el niño?

El niño lo tranquilizó bondadosamente, pidiéndole, enseguida, que lo dejara solo. Cuando hubo salido Perico, dirigiose Rodolfo a un mueble situado en el fondo de la pieza, y abriendo uno de los varios cajones que contenía, sacó de él un cuaderno con apuntes que se puso luego a examinar.

¡Dos millones en unos cuantos meses! ¡Cuán enorme suma para tan corto tiempo! Cosa curiosa. Sentíase asombrado, espantado   -265-   casi, de lo rápido de la pérdida; y sin embargo, no se le había ocurrido admirarse siquiera cuando se trató de considerar lo brevísimo del lapso empleado en la ganancia de la misma suma.

¡De esas anomalías está formada el alma humana!

Sacó sus cuentas: quedaban aún en dinero efectivo unos ciento veinte mil pesos para ambos... Una miseria según él.

Y, sin embargo ¿cuánto no habría dado en otro tiempo por sólo la mitad de lo que tan desdeñosamente denominaba así?...

Le vino, entonces, la idea de partir utilidades; aún era tiempo de salvar esa cantidad. Sesenta mil pesos no eran, al fin y al cabo, suma tan despreciable.

Pero luego rechazó semejante idea. ¡Cómo!

¿Después de haberse visto encumbrado a lo más alto, bajar, así, hasta el socorrido nivel de lo corriente, de lo meramente vulgar? ¡Imposible! ¡Antes, mil veces, volverá lo de otro tiempo: así, a lo menos, no sería notado, observado, comentado, por aquellos que le habían visto subir.

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Pero ¿tenía, acaso, ya, el derecho, la posibilidad siquiera de hacerlo? El Rodolfo Montiano del día, el especulador desacertado, el jugador, el millonario caído se hallaba en el caso de volver a ser el Rodolfo de otro tiempo, aquel a quien se conocía como excelente abogado, como literato de esperanzas, como catedrático lucido, como miembro honorable de la sociedad, en fin, y que, en este triple carácter, podía sentirse orgulloso de sí mismo, por la pureza de su conducta, por el puritanismo de sus ideas y por lo intachable de sus antecedentes? ¡No! ¡Imposible!

Esta triste verdad se convirtió en palpable evidencia para Rodolfo.

Mejor era, pues, intentar un último recurso, y vencer o sucumbir con él. Acabar pronto: eso era lo esencial; dirigirse hacia adelante, por más que el fondo del precipicio estuviera allí, a la vista; abierto, amenazador, negro, profundo...

Resolvió aguardar a Jorge y expresarle su determinación, determinación que seguramente coincidiría con la de su amigo. Entretanto, lo esencial era atender a los asuntos de   -267-   Lucía. En algunas horas más se abrirían los bancos e iría él personalmente a retirar los depósitos confiados a su vigilancia y responsabilidad.

Se dirigió a colocar el cuaderno de apuntes en su sitio.

Mas, al abrir de nuevo el cajón de donde lo había sacado, hízolo con tal precipitación y violencia que, saliéndose aquél de su base, volcose, y desparramáronse por el suelo todos los demás papeles que contenía.

Iba Rodolfo a recogerlos, cuando de pronto cayeron sus miradas sobre varios rollos de notas y cuentas, entre las cuales se veían dos descoloridos billetes de banco, de valor de doscientos pesos, que él mismo había colocado allí pocos días antes, y olvidado después. Eran falsos y pertenecían, sin duda, a una serie de ellos puestos en circulación desde algún tiempo atrás y denunciados ya como tales al público por la prensa.

Al guardarlos en un momento de apuro, lo había hecho en el propósito de volver a examinarlos más tarde.

lnteresábale conocer su procedencia inmediata,   -268-   tanto más cuanto que, según lo dedujo entonces, era posible atribuirla a uno de los arrendatarios de Lucía, cierto judío alemán de quien abrigaba Rodolfo serias sospechas, y quien, al pagar en tres ocasiones distintas el valor del alquiler de la finca que ocupaba, había podido entregárselos entre otros legítimos, pues coincidían las fechas de su devolución por parte del banco con las de depósitos en que iba incluido el dinero de tales cobranzas.

Púsose a contemplarlos con marcado interés. Sin que él se diera cuenta del por qué atraían intensamente su mirada.

¡Falsificados! ¡Hasta dónde conducen, se dijo, engolfándose más y más en lo sombrío de sus meditaciones, hasta dónde pueden arrastrar el hambre o la ambición! ¡Pobre humanidad, cada día más menesterosa, más pervertida o más insaciable! ¡Lucha, engaño, anhelo: he ahí nuestra existencia!...

Y este incidente, al parecer sin importancia, el hallazgo casual de dos billetes de banco falsificados, le hizo revolver muchas más   -269-   ideas en solo una hora de aquella mañana que las que, a propósito de tan siniestro tema, le habían pasado por la mente durante años enteros de su vida.

Perico golpeó a la puerta.

-Los diarios -dijo, entrando.

Rodolfo los tomó y comenzó a recorrerlos. Las cosas, a juzgar por las noticias, que allí encontraba, seguían de mal en peor. Se hablaba con gran insistencia de la corrida a los bancos y se comentaban los hechos producidos a propósito de este sensacional acontecimiento.

Atrajo enseguida las miradas de Montiano un artículo relativo a la falsificación de billetes de diversos tipos, hecho que también preocupaba, como se ha dicho ya, a muchos.

La policía pesquisaba, pero sin resultado aún. Describíase allí minuciosamente el color, la calidad, el aspecto de los tales billetes; indicando con el propósito de poner en guardia al público los defectos, apenas sensibles, de impresión y de forma que se advertían en ellos.

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Rodolfo volvió a tomar los ejemplares que tenía en su poder y púsose a examinarlos detenidamente. En realidad, la imitación era admirable.

En esto se hallaba cuando dieron las diez de la mañana. Encargó a Perico que le trajera un carruaje. Firmó un cheque por los seiscientos mil pesos que debían ser pagados en breve; otro por los doscientos mil de Lucía, proveyose de una maletita de mano que solía usar para llevar en ella papeles de importancia y, luego, cuando sintió detenerse el carruaje a su puerta, salió en dirección al banco.



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- XXVI -

El espectáculo que presentaba el establecimiento a la llegada de Rodolfo vale la pena de ser descrito. Numerosos agentes de policía, instalados en las cuatro esquinas de la manzana, como cuando se trata de impedir la salida de uno o varios forajidos, detenían a la multitud que amenazaba agolparse tumultuariamente a sus umbrales, como para tomarlos por asalto; multitud agitada, ansiosa, compuesta en su mayor parte de obreros y de mujeres del pueblo, a quienes enfurecía el temor de ver cerrarse de un momento a otro esas puertas tras de las cuales se guardaba en depósito el fruto de sus economías de varios años, el producto de su trabajo   -272-   incesante, la base sobre la cual se sustentaba, sin duda, la realización de proyectos futuros más o menos próximos, de aspiraciones legítimas, de ideales queridos: un porvenir entero, en fin, que podía serles arrebatado en un día, en una hora, en un minuto, quizás, por los efectos de aquella catástrofe, tan inesperada como inaudita o irresistible.

Y por eso no apartaban esos infelices, un instante siquiera, sus miradas del sitio amenazado y amenazador; pugnaban todos a la vez por llegar hasta él, con el propósito de forzar la entrada, asaltar las rejillas, y pedir a gritos su dinero...

Sólo se escuchaban interjecciones groseras, quejas amargas, recriminaciones y protestas destempladas.

-¡No nos van a pagar! -exclamaba un obrero de mala traza.

-La culpa la tiene el gobierno -gritaba otro.

-¡Y yo que pensé sacar mi depósito ayer! -profería un tercero, sacudiendo en el aire su puño amenazador.

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¡Se quieren quedar con los ahorros de los pobres!

-¡Y a esto llaman República! -vociferaba un comunista francés exaltado.

-No sabemos si nos dejarán entrar siquiera.

-¡No faltaría más!

-¡Es vergonzoso!

-¡Es criminal!...

En ese momento se sintió como el correr de un pesado cerrojo; oyose el rechinar de goznes, y la huerta sobre la cual se fijaban ansiosas todas las miradas se abrió de par en par...

-¡Aah! -exclamó la multitud en un murmullo de satisfacción inmensa.

Y se precipitó atropellándose.

-Pocos momentos después, la aglomeración dentro del recinto, el rumor sordo de voces, el clamoreo gemebundo de las mujeres, que parecían suplicar, la arrogancia de los hombres, que, más intemperantes, hacían alarde de su contrariedad, arrojando con insolencia, con rabia casi, a la cara del empleado que los atendía pacientemente, la mención de sus   -274-   nombres y apellidos, y la del monto total de la cifra reclamada, crecían, aumentaban por momentos.

Con dificultad penetró Rodolfo hasta el interior. Su turno no tardó en llegarle.

El aspecto de aquel siniestro espectáculo lo había impresionado tan intensamente que resolvió no dejar un solo peso en el establecimiento; retiró íntegros sus depósitos y los de Lucía, sacando hasta el último centavo; y cuando los vio, por fin, en su mano, seguros ya, convertidos en gruesos y palpables rollos de papel moneda, los encerró cuidadosamente en la valija que había llevado para tal objeto; dio a la diminuta cerradura dos vueltas de llave; empuñó con mano firme su preciosa carga y se escapó enseguida, recatándose entre la multitud, como si debiese defenderse de sus asaltos y agresiones.

Al volver a su casa, encontró a Jorge, que lo aguardaba.

¡Novecientos veinte mil pesos! No podía resignarse Rodolfo a considerar que de aquella enorme suma ni siquiera una décima parte le perteneciese ya, debiendo repartirse   -275-   el resto entre una deuda de honor, un depósito sagrado y lo que a su socio correspondía en la división por mitad del saldo común.

¿Qué hacer, por el momento, con todo aquel dinero? ¿Dónde guardarlo?

Para alivianar el peso de tanto riesgo y responsabilidad y hacer, al mismo tiempo, honor a la firma de su socio, Rodolfo comenzó por pagar en el acto los seiscientos mil pesos adeudados.

Quedaron, pues, en su poder, sólo quinientos veinte mil, de los cuales doscientos mil pertenecían a Lucía y el resto a la sociedad.

Lo primero que se le ocurrió fue colocar dicha suma dentro de la pequeña caja de hierro que poseía en su escritorio.

Pero recordó luego que no suele ser ese el mejor modo de disimular la existencia de un valor considerable en un domicilio privado.

Vínole entonces la idea de encomendar su custodia a la insospechable discreción de un viejo mueble de familia que, por lo modesto   -276-   de su apariencia, por lo no complicado de su antigua cerradura -sólida y resistente, sin embargo, como todo lo que se fabricó en tiempo de nuestros abuelos- constituyera la mejor garantía de seguridad.

Así lo hizo.



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- XXVII -

Tres días después, el banco asediado, cerró efectivamente sus puertas y suspendió sus operaciones.

El efecto que este hecho produjo en la plaza fue terrible.

La baja, el derrumbamiento del valor de la propiedad continuó desde entonces, persistente, cada día mayor, y en proporción inversa del alza del oro. Los especuladores en tierras las vendían precipitadamente, a precios que en aquellos momentos parecieron irrisorios a Montiano y a Levaresa. Con la esperanza, pues, de que la baja se detendría allí, compraron tierras; y, para hacerlo, vendieron sumas no despreciables de oro que   -378-   habían adquirido a tipos de cambio relativamente ventajosos.

Las tierras siguieron bajando. El oro subió aún.

Quisieron, entonces, deshacerse, a su turno, de las propiedades adquiridas en mala hora y, al mismo tiempo, invertir una cantidad nominal fuertísima en nuevas compras de metálico, para realizarlo más tarde con beneficio y recuperar, así, la diferencia perdida.

A los pocos días de haber hecho esta última operación, bajó de golpe el metálico.

Aguardaron. Volvió a bajar.

Aguardaron aún. El Ministro de Hacienda tenía que caer forzosamente: sus proyectos fracasaban: el oro debía, por consiguiente subir.

Bajó.

Total: una pérdida de más, de la tercera parte del valor invertido en la aventurada empresa. Llegó el día de la liquidación mensual y tuvieron que pagar.

Transcurrió un mes más. Ciegos los dos, perdido el criterio, incapaces ya de detenerse,   -279-   de discurrir siquiera, jugaron y jugaron aún, ya al alza, ya a la baja: siempre con saldo en su contra.



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- XXVIII -

En una ocasión ganaron una suma insignificante que los envalentonó. Redoblaron entonces su audacia y expusieron el doble de lo ganado.

Eran esos sus últimos recursos.

Si aquello llegaba a perderse a Jorge nada le quedaría ya. A Rodolfo tan sólo su modesta herencia, consistente en la casa de sus padres, que era la que habitaba.

Aquel día iban, pues, a liquidar ambos en absoluto su situación.

Jorge salió apresuradamente. Montiano se quedó solo, entregado a sus dudas y remordimientos tardíos, preso de la mayor ansiedad.

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Durante una hora entera hizo, allá en sus adentros, algo así como el balance moral de su vida. ¡A qué estado le había conducido su anhelo! Recorrió uno por uno sus actos pasados; puso al debe y al haber sus buenas y sus malas acciones. ¡Estas, según su criterio, excedieron en cifra exorbitante a aquéllas! ¡Todo lo he perdido! -se dijo- y en esa pérdida, el dinero es, sin duda, lo de menor importancia!

Cerró los ojos, apretó con ira los puños y se tendió sobre un canapé, resuelto a no pensar ya en nada; a aguardar, indiferente, los acontecimientos, vinieran ellos como vinieran. Le pareció entonces que junto con sus esperanzas, con sus ilusiones, huía, también, poco a poco de su alma lo último que había ido quedando en ella: la delicadeza, el pundonor.

Momentos después, se durmió profundamente...



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- XXIX -

Dos horas, más o menos, hacía que descansaba, cuando sintió abrirse con brusquedad la puerta de su cuarto.

Se incorporó y vio entrar a Jorge, pálido, agotado, sin fuerzas casi para sostenerse. Con paso inseguro dirigíase Levaresa a un sillón sobre el cual se dejó luego caer pesadamente.

¡Perdido y deshonrado! -exclamó-. ¡Qué catástrofe! ¡Qué catástrofe!

Y ocultó la cabeza entre las manos.

Esta actitud alarmó en extremo a Rodolfo. Lo de la pérdida no lo sorprendía. La esperaba casi. ¡Pero, lo otro!... Jorge había pronunciado una palabra terrible. ¡Y eran solidarios ambos de sus actos!...

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La duda torturó tan dolorosamente el corazón de Montiano durante algunos segundos, que sólo entonces comprendió que se había equivocado al juzgar, en una hora de desmayo, perdidos ya para siempre dos sentimientos hasta entonces dominantes en su espíritu: el del honor, y el que por fuerza debía de alimentarse aún allí: la esperanza de recuperar la oportunidad de acercarse a Lucía.

Quiso, pues, salir en el acto de tanta ansiedad:

-¡Deshonrado! -exclamó-. ¡Explícate Jorge!

Levaresa sacó una cartera y alargándola a su amigo, sin atreverse a mirarlo:

-Toma -balbuceó-. ¡Allí lo verás!

Y volvió a echarse como desfallecido sobre el respaldo del sillón.

Rodolfo cogió la cartera y la abrió. La mano le temblaba al hacerlo.

-¡Ciento veinte mil! -exclamó horrorizado, y con voz sorda. Pero si no nos quedaban más que cuarenta mil, ¿cómo has podido?...

Una especie de sollozo de Jorge lo interrumpió.

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-¡Lo sé, lo sé! -exclamó Levaresa con mortal angustia y alzándose de su asiento-. ¡Lo sé, y la culpa es por eso sólo mía! Perdí la cabeza, arriesgué el todo por el todo y me excedí. Sé también, por lo mismo, lo que me queda que hacer.

¡Amigo mío, mi destino se cumple! Tú, que eres la víctima te salvarás; yo que soy el único culpable, recibiré el merecido castigo. ¡Por última vez, esa mano y... valor!

Montiano comprendió al punto la terrible resolución de su socio.

En el momento en que éste se disponía a retirarse, se levantó de su asiento cruzándosele en el camino.

-No saldrás de aquí -le dijo con firmeza-. En las grandes circunstancias es donde se prueba el temple de los hombres. Nuestra honra está en peligro; sea. Agotemos entonces hasta el último recurso por salvarla. ¡Siempre nos quedará tiempo para los actos desesperados! Calma, pues, por ahora, y discurramos. La hora es solemne.

Jorge ocultó de nuevo el rostro y volvió a dejarse caer anonadado sobre su asiento.

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-¿Cuándo debemos pagar? -preguntó Rodolfo.

-Dentro de cuarenta y ocho horas a lo más. La fecha de la liquidación se nos viene encima, como lo sabes -repuso Jorge.

-Está bien.

Y Montiano inclinó la cabeza y se quedó un momento pensativo.

Revolvió en su mente mil proyectos: halló unos y los desechó luego. Pensó en acudir a Zutano, a Mengano, a éste, a aquél. Pero pronto se convenció de lo difícil que sería obtener dinero por semejante medio. Nadie prestaba, ni aún a interés subido. Los bancos que quedaban en pie habían cerrado la puerta a todo crédito; los usureros mismos tomaban formidables precauciones, exigían garantías e intereses inconcebibles.

De pronto, volvió a alzar Rodolfo la cabeza.

Alargó una mano a su amigo y díjole con acento tranquilo:

-El asunto está allanado. Es preciso pagar inmediatamente.

-Pero ¿cómo? ¿qué intentas? -preguntó con ansiedad Levaresa, poniéndose de nuevo   -287-   de pie, al mismo tiempo que sus ojos se iluminaban con un rayo de esperanza.

-Escúchame. Estoy resuelto a proceder como lo hace un náufrago que ve de cerca la muerte. Me asiré a la única tabla de salvación que me queda. ¡Que mi padre desde el otro mundo me perdone esta acción si la considera indigna de un hijo suyo! Acabemos, Jorge, de una vez. Ve a pagar hoy mismo todo lo que debemos. Mañana sería, quizás, demasiado tarde; pues sabe Dios si, a sangre fría, y meditando en lo que voy a hacer, tendría fuerza y decisión suficientes para realizarlo. El dinero está ahí, voy a entregártelo.

Y esto diciendo, se dirigió al viejo mueble de caoba donde había guardado días antes los billetes de banco, y abrió uno de esos cajones.

-¡El dinero de Lucía! -exclamó Jorge, retrocediendo, como espantado.

-Sí, el dinero de Lucía -repuso Rodolfo-. Comprendo tu asombro. Pero tranquilízate, no soy capaz de cometer una villanía. ¿Ignoras, acaso, que poseo una propiedad? ¿esta   -288-   misma casa en que vivo? Pues bien: afectaré, venderé esa propiedad y repondremos el dinero antes de quince días. Bien vale ella el saldo de nuestra deuda.

Jorge, al oír estas palabras, se arrojó en brazos de Rodolfo y, ahogando un sollozo:

-¡Noble y abnegado amigo! -exclamó-. Aprecio tu sacrificio; mas no lo aceptaré...

-¡Lo aceptarás! -le dijo Montiano con acento que no admitía réplica. Y, luego, debes considerar que hay solidaridad en nuestros actos. El dinero que ganaste lo compartimos; compartimos después nuestras pérdidas hoy le llega el turno a la honra. Y ten por seguro que, al intentar salvarla, no la salvaremos íntegra, pues siempre habremos dejado una buena parte de ella prendida a los zarzales de la maledicencia. ¡Ea! No haya discusión sobre este punto; que el tiempo no es lo que nos sobra...

Y tras estas palabras, contó los billetes y entregó el total a Jorge.

Quedaron en el cajón tan sólo ciento veinte mil pesos, saldo de los doscientos mil del dinero de Lucía.



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- XXX -

Cuando se quedó solo Rodolfo y volvió la mirada a su alrededor comprendió todo el peso del sacrificio que iba a hacer. ¡Vender la casa paterna! Conque ¿era verdad que dentro de poco no le sería ya dado volver a contemplar aquel querido rincón, testigo silencioso de sus goces, de sus sufrimientos, de sus esperanzas y de sus desengaños?...

¡Allí, enfrente, al otro lado del patio, estaba el salón de familia de sus padres, con los mismos viejos muebles de caoba y jacarandá que ellos habían usado; pues, a pesar de los frecuentes cambios de fortuna, no había querido el hijo reemplazarlos jamás!

Enseguida, por el lado de la sombra, mirando   -290-   hacia el sud, los dormitorios de los mismos, siempre cerrados desde su muerte. En el patio segundo, idéntica cosa: cuatro, seis piezas más; cerradas también como las anteriores. A él le bastaba un solo costado, el del norte, elegido expresamente, porque allí penetraba en invierno el tibio y risueño sol de la mañana que, a esas horas, suplía con usura a las monumentales chimeneas de los departamentos modernos, con sus grandes cortinajes y pesadas colgaduras, siempre tristes y siempre sombrías.

¡Con cuánto dolor pensó entonces en que serían otros ojos -ojos extranjeros, indiferentes-, los que en adelante contemplarían todo aquello; en que, tal vez, el pico y el hacha demoledores, caerían allí, ante la voluntad de algún poderoso, para derribar, golpe tras golpe, el viejo inmueble venerado!...

El siguiente día, fue de acontecimientos para Rodolfo.

¡El cumpleaños de Lucía! ¡Y él que lo habría olvidado tal vez, sin una esquela en la cual su amiga invitábale a comer con algunos   -291-   íntimos y aprovechaba la ocasión para expresarle la extrañeza con que había notado su ausencia de varios días!

Este olvido, que no habría hallado justificación en otras circunstancias se explicaba perfectamente en aquellas.

Saltó, pues, el joven de su lecho y, al salir a la calle, su primera diligencia fue pasar por la tienda de una florista y encargarle el más hermoso canastillo que pudiera improvisarse en el corto espacio de tiempo mediado entre el instante de dar la orden y la hora del almuerzo, pues era necesario, según lo dijo, que esas flores llegaran cuanto antes a su destino.

Regresó enseguida a su casa, y una vez allí se encontró con otra noticia. La madre de Rosa, a quien Lucía y él amparaban desde la desaparición de su hija, había fallecido el día anterior. Uno de los cuidadores de El ombú llegaba expresamente esa mañana a dar la triste nueva.

-¡Pobre madre y pobres hijos!

¿Y Rosa? ¿Qué era de ella entretanto?

Las últimas y ya lejanas noticias que Rodolfo   -292-   obtuviera sobre el particular, le habían revelado, en la época en que las adquirió, que las cosas no marchaban del todo bien para ella. La crisis general había damnificado, también, por lo visto, al elegante Viturbe; pues se susurraba que la pobre niña, abandonada al cabo de algún tiempo, vivía, a la sazón, casi en la indigencia, en un cuartujo miserable; sola, y sin otro amparo que su propio trabajo. Las malas lenguas agregaban algo más: decían que los amores de Miguel habían tenido fruto...

Rodolfo creyó cumplir con un deber de humanidad ordenando a Perico que se informase del paradero de la joven, con el propósito de que pudiera ella tener conocimiento inmediato de lo que ocurría. Llevaba, además, el viejo criado instrucciones para disponer la vuelta de Rosa a la casita blanca, en el caso de que desease realizarla. Entre tanto, sus hermanitos huérfanos quedarían allí bajo la protección de la caritativa propietaria de El Ombú.

Terminada esta diligencia, pidió los diarios de la mañana.

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Enmedio de sus afanes de aquellos días se había acostumbrado a recorrerlos con ansiedad, buscando siempre la noticia que pudiera serle favorable.

Desplegó, pues, como siempre, la hoja impresa que primero le cayó a la mano y... ¡oh sucesión de catástrofes! ¡Otro banco, aquel en que aún fundaba él alguna esperanza, cerraba sus puertas, suspendía sus pagos!

El ánimo de Rodolfo, a pesar de hallarse preparado ya para tal clase de sorpresas, sufrió un rudo golpe con este nuevo contratiempo. Comprendió que le sería mucho más difícil aún que en el día anterior deshacerse de su propiedad; y era preciso, sin embargo, venderla, ¡y cuanto antes!

Todo el día anduvieron juntos Montiano y Levaresa, de calle en calle, de escritorio en escritorio. No se les escuchaba siquiera. La caída de los bancos era el único tema que preocupaba los espíritus. Todos los demás no encontraban siquiera ocasión de ser tratados.

Sus diligencias fueron, por lo tanto, del todo inútiles.

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Cuando llegó la tarde se sentía Rodolfo tan aturdido, tan perturbado, tan sin fuerzas, que estuvo a punto de renunciar a la comida de Lucía, a cuya casa, como se ha dicho, hacía ya varios días que no se presentaba. Pero el deseo de salvar las apariencias, le hizo cambiar de resolución.

Una hora después tocaba el timbre de la puerta de su amiga.



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- XXXI -

La hermosa anfitriona y su madre aguardaban a sus invitados en un saloncito cercano al gran comedor; el mismo donde, desde algún tiempo atrás, era recibido Rodolfo habitualmente, aun en los casos en que su visita, no tenía otro objeto que el de tratar asuntos de intereses.

La rosada penumbra producida por una hermosa pantalla de seda y encajes, al través la cual se atenuaba dulcemente la luz de la lámpara de mesa, daba suave tinte a los objetos, y a toda la sala cierto aspecto disimulado, tenue, semimisterioso.

El saloncito era íntimo, pequeño y revelaba mejor que cualquiera otro de los aposentos   -296-   de la espléndida mansión, el gusto refinado, original, exquisito de su elegante propietaria.

Cuando entró Montiano, Lucía conversaba con una de sus amigas, hacia el fondo de la habitación. Otras personas habían llegado ya y continuaron llegando después. Muy pronto la pequeña sala no fue suficiente para contenenerlas a todas. Unas pasaron entonces a la más próxima, otras salieron al vestíbulo y esperaron allí, en amena charla, el momento de ir al comedor.

Desde que se adelantó Rodolfo, llamó su atención el semblante de la hermosa viuda. Los rosados colores que en otro tiempo le daban singular frescura habían desaparecido: en cambio los ojos tenían un fulgor excepcional, como el que da la fiebre. Cuando sonreía, con sonrisa que a él le pareció a veces triste, otras violenta, lo único que vio resplandecer como antes en el rostro de su amiga, además de la mirada, fue el brillo excepcional de sus primorosos dientes; brillo no atenuado siquiera por la palidez intensa de los labios, antes tan rojos, tan expresivos.

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Un sirviente anunció la comida.

Catorce habían sido las personas invitadas; pero a última hora excusábase una de ellas -Jorge- que, por motivo de repentina indisposición, según lo decía, «veíase obligado a quedarse en casa, en circunstancia para él tan especial».

Cuando Lucía anunció en alta voz este incidente, todos los invitados volvieron por instinto los ojos hacia Rodolfo. Sintió éste que le penetraban como dardos esas miradas, turbándolo al punto de hacerle bajar las suyas.

Quedaban, pues, trece personas ¡trece: el número fatal!...

Ni doña Melchora, ni el doctor, ni su hijo estaban allí. Como se recordará, la familia Álvarez Viturbe y la de Levaresa veíanse muy poco desde los incidentes del Carnaval...

Entre los comensales se hallaba un antiguo amigo de confianza del difunto banquero. Llamábase don Celestino Pimendel, y era aquel mismo personaje a quien durante algunos años había acudido Lucía para consultarlo,   -298-   cuando necesitaba pedir consejo en lo relativo a sus intereses. La intervención de Rodolfo en ellos había hecho innecesarios después los servicios de don Celestino; lo cual no obstaba a que Lucía conservase, respecto del respetabilísimo caballero, sentimientos de la mayor veneración.

Era don Celestino persona de gran posición política y social en el país, pues había ocupado en diversas épocas cargos tan importantes como los de Ministro de Estado, Senador de la República, administrador de instituciones de crédito, Juez de la Corte Suprema, y otros igualmente honrosos.

Dotado de experiencia, de saber y de carácter, ostentaba el venerable anciano bajo las arrugas de su frente austera ese pliegue particular que, a modo de sello imborrable y ennoblecedor, imprimen los años y el trabajo sobre el rostro de los hombres de pensamiento.

Su estatura era regular; su porte distinguido; sus modales reposados; su mirada clara, expresiva y algo escudriñadora; su boca, despojada de bigote, fina, pequeña, de rasgos más bien enérgicos que suaves; su   -299-   frase breve, precisa, un tanto seca. Usaba lentes y sorbía rapé.

Cuando vio Rodolfo que iban a sentarse trece a la mesa, se estremeció instintivamente. Lucía vaciló a su vez; pero debió recordar en esos instantes sus teorías de otro tiempo; pues; haciendo un violento esfuerzo de voluntad, que se traicionó en su fisonomía, exclamó con acento que de todo tenía menos de sincero.

-¡Vamos, qué importa! No podríamos, en todo caso, privarnos de la compañía de alguno de los presentes.

Y enseguida cruzó con Montiano una mirada rápida, tímida, fugitiva; mirada en la cual, por ambas partes, había mucho más de desazón y de angustia que de conformidad, franqueza o común inteligencia.

La conversación se resintió desde el principio de las influencias de aquella atmósfera inadecuada, casi hostil para una fiesta semejante. El estado particular de ánimo de Lucía, en presencia de sus invitados; el de los invitados en presencia de la dueño de casa; el malestar visible de Rodolfo; el conocimiento   -300-   general de la faz externa de los últimos sucesos en que éste había sido actor y de cuyas consecuencias era víctima a la sazón; los desastres recientes dentro del país; la contrariedad invencible que dominaba a los más, no podían dar lugar a la expansión, a la alegría, a la franqueza. El estiramiento, la frialdad, la reserva, reinaban, por lo contrario, allí. El ruido de los pasos de los sirvientes que retiraban, en silencio, los platos de los cuales habían probado apenas aquellos comensales taciturnos, cautelosos, circunspectos, casi apesadumbrados, se dejaba oír constantemente sobre el lustroso parquet, interrumpido tan sólo de cuando en cuando por un eco de voz aislada, por un cuchicheo discreto, por un diálogo que se iniciaba apenas cuando moría ya, falto de ilación o de continuidad.

Así transcurrieron algunos momentos. Lucía hacía esfuerzos por dar un soplo de vida a aquella reunión, celebrada como por sarcasmo, en festejo suyo; por animar aquellos inciertos llamarajos de un   -301-   fuego que amenazaba no acabar de encenderse nunca... Todo inútil. Sólo las señoras se hablaban entre sí.

Un tema de conversación habría podido lograr el objeto deseado: el tema del día, los sucesos de la bolsa, la caída de los bancos -lo único que preocupaba el ánimo de los hombres.

Pero Lucía y Rodolfo se encontraban allí; ¿cómo iniciar semejante tema en su presencia?

Montiano se dio inmediata cuenta de la dificultad y resolvió ponerle remedio.

Abordó él mismo el espinoso asunto.

¿Fue cinismo? ¿Fue despecho? ¿Fue abnegación? ¿Fue mera curiosidad? Sólo es dable decir que la situación en que se encontraba colocado era por demás incómoda, irritante, insostenible.

Más valía la verdad, aunque fuese brutal.

Se resignó, pues, no sólo a oírla, sino hasta a provocarla de labios de aquellas gentes todas ellas más o menos íntimas en el trato de los dueños de casa. Don Celestino Pimendel sobre todo, estaba allí.

  -302-  

Él había sido a la par que consejero de Lucía uno de los más allegados al antiguo esposo; y, en este doble carácter, era natural que juzgase con espíritu excepcionalmente suspicaz al que no sólo ocupaba ya su puesto, en calidad de sucesor, sino que aspiraba, a la honra singular de obtener al mismo tiempo el que había pertenecido a su venerable amigo difunto.

No había extrañado jamás, por lo tanto, a Rodolfo el aire cauteloso, la mirada altiva y escudriñadora que acostumbraba ostentar de ordinario en su presencia el señor don Celestino; actitud acentuada especialmente desde la época en que comenzaron a producirse los sucesos cuya notoriedad era ya del dominio público.

¿Qué idea se tenía formada el anciano al respecto?

Esos momentos no podían ser más oportunos para salir de dudas.

Rodolfo se resolvió, pues, a romper valientemente el hielo.

-¿Qué opina usted, señor don Celestino, dijo de repente, fingiendo un tono de perfecta   -303-   tranquilidad, ¿qué opina, usted de la caída de nuestro gran Banco Provincial?

Don Celestino, con un movimiento brusco, alzó la cabeza que en esos momentos inclinaba sobre el plato en que comía; la alzó, y quedose un momento contemplando a su interlocutor sin replicar. No parecía sino que la inesperada pregunta hubiera tenido la virtud de paralizarlo de sorpresa.

Se repuso, sin embargo, luego; y, como volviendo en sí, paseó rápidamente la vista alrededor de sus compañeros de mesa cual si le hubiera sido preciso consultarlos.

No encontró una sola mirada que respondiera a la suya.

Todos a una, habían bajado los ojos; y, a la sazón, parecían disimular su sorpresa clavándolos imperturbablemente sobre el mantel.

Lucía palideció más aún.

-Me parece -contestó, por fin, gravemente, casi con solemnidad el anciano-, me parece que una de nuestras glorias más puras, uno de nuestros más legítimos orgullos, ha perecido con él.

  -304-  

Y enseguida, en tono sutilmente irónico:

-¿No lo cree usted lo mismo? -añadió, mirando a su interlocutor por encima de los cristales de sus lentes de oro.

-Sí, señor -replicó el interpelado, tratando de demostrar la mayor sangre fría-. Sí, señor, y es lástima que ello haya sucedido así. Pero ¿a quién culpar? Son estos hechos fatales que se producen irremediablemente y que no es dado al hombre evitar...

-Una vez realizados, no; pero antes de su realización, sí -interrumpió el anciano con energía.

-Y ¿cómo?

-¿Cómo?... ¡Es extraño, señor don Rodolfo, que me lo pregunte usted! ¡Usted que debiera estar al corriente de estas cosas! Sin la inconsciencia de un millar de locos como los que han contribuido a la catástrofe y sin la ambición criminal de otro millar de egoístas como los que han sido causa eficiente del mal, no lloraríamos hoy la pérdida de uno de los establecimientos de crédito más notables, del mundo entero.

Don Celestino levantó la voz al decir estas   -305-   palabras y miró enérgicamente a su interlocutor.

«¡Locos inconscientes y ambiciosos criminales!» -eso había dicho el anciano...

No se atrevió Rodolfo a insistir en el propósito de averiguar en qué grupo se trataba de clasificarlo a él. Ambas expresiones eran igualmente elocuentes, igualmente justas. Ambas le zumbaban al oído, dejándole allí la misma impresión del latigazo de Miguel Álvarez Viturbe.

Replicó, pues, a las agrias censuras del anciano en tono casi humilde. Las otras personas, como sacudiendo entonces su mutismo, tomaron la palabra, a su vez, y acentuaron las opiniones de don Celestino.

Montiano defendía de mala fe una causa indefendible. Quiso atenuar la influencia de esos «locos inconscientes» y de esos «ambiciosos criminales» en las causas determinativas de la catástrofe. Apeló a lo más vulgar y fácil: a la recriminación absoluta de los actos gubernativos. Se extendió, después, en consideraciones basadas en doctrinas sociológicas, atribuyendo no poca culpabilidad a lo que él   -306-   llamó civilizaciones importadas. Dijo que ellas habían traído cada cual «su semilla» a un terreno insuficientemente preparado para recibirlo. De allí que el fruto hubiera tenido que resultar forzosamente heterogéneo. Llamó a todo aquello «injerto múltiple y venenoso» y lo calificó de «débil desde la raíz hasta el ramaje».

Y cambiando luego de retórica volvió a decir lo mismo al hablar de «un progreso emanado de la mezcla absurda de varios elementos diversos en su origen, diversos en su razón de ser, diversos en sus consecuencias y manifestaciones»; de «una organización valetudinaria con apariencias de juventud», etc.

Don Celestino combatió tales teorías y lo hizo con ardor creciente. Sus ojos se animaron, su voz se enronqueció; alteráronse sus ademanes; sus alusiones se convirtieron casi en injuriosas diatribas.

Lo que Rodolfo daba como consecuencia de una causa eficiente, era para él causa eficiente de una consecuencia ulterior. La ambición, el juego, la desmoralización de la juventud:   -307-   he ahí lo único que él admitía como origen del mal... Lo demás... ¡subterfugios, acomodamientos, vana palabrería, de parte de aquellos a quienes faltaba el coraje necesario para acusarse de sus errores y arrostrar los castigos merecidos por ellos! Y ¿cuáles deberían ser esos castigos a juicio del severísimo anciano? El desprecio, el abandono, el descrédito para los ambiciosos vulgares: ¡la cárcel, el estigma para los usurpadores de los bienes públicos!...

Se sabe ya que don Celestino era secundado por los demás. No habrá de extrañarse, pues, que el silencio de poco antes no sólo desapareciera casi repentinamente y del todo, sino que se le reemplazara por el bullicio de un vocinglerío verdaderamente aturdidor. Y sin embargo -¡detalle curioso!- no había discusión alguna allí: todos aquellos nombres, con excepción de Rodolfo, parecían estar perfectamente de acuerdo; se apoyaban unos a otros en sus opiniones. Pero ponían tal interés, tal empeño en demostrarlo; en acentuar lo que uniformemente decían; en recargar los argumentos del vecino con nuevas y más   -308-   enérgicas afirmaciones en su favor, que al cabo de media hora se convirtió el comedor de Lucía, a pesar de la presencia de señoras en él, en algo así como la sala de un meeting de protesta pública... Todos condenaban a una; todos clamaban venganza; todos alzaban los brazos en ademán amenazador; todos fulminaban excomuniones y censuras... Jamás hombre alguno se vio más indirectamente atacado que Rodolfo en aquellos momentos; jamás se sintió aludido con mayor claridad, vejado con mayor acritud y sutileza...

Las señoras callaban, entre tanto, molestas, contrariadas por aquella escena.

Miró Rodolfo rápidamente a Lucía y la vio más pálida aún que antes. Su semblante denotaba tristeza y disgusto. Algo como la expresión de un profundo desaliento se retrataba en sus ojos. Parecía seguir con afanoso anhelo la acalorada discusión de sus comensales.

Doña Mercedes, grave, silenciosa, denotaba tan sólo circunspección y reserva.

La comida continuó así hasta el fin.

  -309-  

Llegada la hora del café, a una señal de Lucía, levantáronse las damas.

Rodolfo consideró prudente retirarse con ellas. La atmósfera impregnada de electricidad que lo rodeaba podía dar lugar a que se precipitase el rayo. Y en casos semejantes la presencia de la mujer es como un medio aislador, que, interpuesto entre las contrarias fuerzas, impide el choque del cual ha de brotar la chispa y luego el incendio...

Se dirigió, por lo tanto, al salón vecino, dispuesto a acercarse a Lucía y a hablarla. Tiempo era ya de hacerlo. Mas ¿qué iba a decirle? No lo sabia. En aquellos momentos no le importaba tampoco saberlo; tenía ansias de encontrarse cerca de ella y de sentirse como protegido por su vecindad. Solo, le parecía hallarse abandonado. Todos aquellos seres eran sus enemigos y su vista lo acobardaba.

Imposible le fue lograr su propósito. Lucía, obligada a atender a sus huéspedes, no pudo hallar un momento especial para él.

La conversación, tuvo, pues, que ser general, como lo había sido antes de la comida.

  -310-  

Se acercó entonces a doña Mercedes. La excelente señora lo recibió como de costumbre. Su exquisito tacto, su mundo, su refinamiento proverbial, quedaron elocuentemente demostrados en aquella ocasión. Con una frase amable y oportuna supo inspirar tranquilidad y confianza a quien parecía dispuesto a implorarlas.

Pero Rodolfo tenía la muerte en el alma; su situación allí era tan difícil, tan incómoda, tan insoportable, que no pudo resistirla durante largo tiempo. Al cabo de algunos momentos pidió a Lucía permiso para retirarse.

Al despedirse se convenció de que ella, a su vez, había deseado hablarle a solas. Pudo notarlo en la contrariedad con que le dijo su amiga:

-¡Pero, si es aún muy temprano! ¿De veras, se siente usted tan mal que no pueda permanecer en nuestra compañía una hora más?

-Prefiero retirarme, si usted me lo permite, Lucía -replicó Rodolfo con tono y ademán que no daban lugar a la menor duda respecto al verdadero estado de su ánimo.

Y enseguida añadió:

  -311-  

-¿Podría ver a usted mañana?

-¿A qué hora?

-A la que usted disponga

-Le aguardaré, entonces, a la una.

Rodolfo se inclinó y, despidiéndose por segunda vez, salió discretamente de la sala.



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- XXXII -

Llegó a su casa en completo estado de abatimiento.

El temor, la inquietud, la pesadumbre, son propicios al desarrollo de la superstición, singularmente en un espíritu donde ya este extraño y perturbador sentimiento tiene echadas algunas de sus raíces fecundas.

La tardía y nefasta reaparición del número trece, ese número que según lo creyó siempre Rodolfo habíale sido fatal durante los primeros años de su existencia, lo llenaba en esos momentos de pavor y de ansiedad...

¡Trece personas se habían sentado a la mesa en aquella comida memorable!

¿Sobre cuál de ellas recaería la acción maléfica,   -314-   y para él inevitable, de la cifra presagiadora de la muerte o de la desgracia?

Involuntariamente estremeciose al meditarlo y se dirigió a cerrar la puerta de su aposento, silencioso y sombrío en esos instantes, iluminado apenas por la luz de una bujía, cuya llama, escasa, amarillenta y triste, ondulaba al arder.

Perturbado por tan sucesivo y tan diverso género de excitaciones, enfermo física y moralmente, hacía ya varias noches que no le era posible dormir.

Acudió al cloral. El cloral lo había excitado más aún, proporcionándole una especie de entorpecimiento que no era descanso.

Nada hay tan cruel como una preocupación intensa. La voluntad más vigorosa no basta a dominarla. De noche, sobre todo, al ir a entregar el cuerpo al sueño y cuando, buscando el momento de transición entre el velar y el dormir, el cerebro, sobreexcitado, parece que vibrara bajo la fuerza nerviosa que agita sus células, y las obliga a pensar, a pensar aún, multiplicando las imágenes que le dan materia de trabajo, las ideas se   -315-   desarrollan y suceden con desesperante rapidez; se confunden, multiplican y atropellan, hasta que el cráneo se siente como repleto y próximo a estallar; los párpados se entreabren, la respiración se vuelve fatigosa, y el pobre enfermo de insomnio se revuelca desesperado en su deshecha e insoportable cama.

La noche aquella, noche destemplada y tormentosa, el viento estremecía los cristales de las ventanas de Rodolfo. Afuera se le sentía rugir con furia, mientras que, en el interior de la pieza vecina, dentro de la chimenea, chisporroteaba la lumbre, avivada por la violenta corriente.

Iba Rodolfo a acostarse, cuando sintió un ruido extraño; algo como un golpe dado en el techo, por sobre el caño de la misma chimenea.

Volvió a dirigirse hacia la puerta; corrió la persiana y miró. Nada se veía en la obscuridad.

Se preparaba a cerrar de nuevo, convencido de que aquello no podía ser sino ilusión, cuando divisó una sombra que se deslizaba por el patio.

  -316-  

Abrió la puerta precipitadamente.

-¡Quién va! -exclamó.

-Soy yo -contestó la voz de Perico.

-¿Qué haces a estas horas?

-¿No ha oído usted ruido? ¿ruido de pasos? Hace un momento me pareció que alguien andaba por aquí. He venido a ver.

Rodolfo volvió a entrar, tomó una luz y salió, por segunda vez, al patio con Perico.

El viento soplaba en esos instantes con tal fuerza que la luz se apagó. Lo recorrieron, sin embargo, todo cuidadosamente.

Nada hallaron.

-¡Es curioso! -observó Perico con acento de inquietud-. ¡Juraría que había visto moverse un bulto en la azotea! Y estos días he divisado gente muy mal entrasada, como rondando por aquí y examinando la casa. ¿No le parece, Rodolfito, que sería bueno subir a ver?

-No estaría de más -replicó Montiano.

Una pequeña escalera de caracol, situada hacia el fondo, daba acceso al sitio indicado. Rodolfo y Perico subieron juntos.

Mas, esta pesquisa, como la anterior, resultó inútil.

  -317-  

-¡Bah! -exclamó Rodolfo tranquilizado; acostémonos. Lo del bulto habrá sido pura visión. ¡Brrr...! ¡qué frío!...

-¡Hum! -murmuró Perico entre dientes, moviendo la cabeza con aire de incredulidad, mientras bajaba lentamente la escalera-; bueno será no descuidarnos. Esa gente sospechosa... ¡hum!...

El amo y el criado se dieron las buenas noches.

Al volver Rodolfo a su dormitorio, cerró con extraordinaria precaución las puertas, y una vez llevada a cabo esta tarea, pasó al cuarto vecino, donde, oculto bajo doble vuelta de llave, dentro del viejo mueble de familia ya descrito, yacía el resto del depósito extraído del banco: los ciento veinte mil pesos que aún quedaban del dinero de Lucía.

¡Con cuánta inquietud palpó la cerradura!... Todo parecía intacto en ella. Abrió el cajón. ¡Oh felicidad, el dinero estaba allí!

Púsose a contar: uno, dos, tres... hasta doce paquetes, lacrados y sellados por él. Doce... ¡sí, eso hacía la cuenta cabal!

  -318-  

Volvió a cerrar el cajón, retiró la luz y resolvió acostarse.

No le fue posible lograr que el sueño bienhechor acudiese a cerrar sus párpados.

Desesperado, bebió, entonces, una doble dosis de cloral.

Durante largo rato aún le pareció que sentía repetirse con irritante persistencia el zumbido del viento, el crujir y golpear de las persianas; todo ello alternado con el ruido del rodar de los carruajes que cruzaban por frente a sus balcones.

Luego... no supo cómo fue ni cómo empezó; mas diose cuenta de cierta sensación de pesadez que, lentamente, fue invadiendo sus sentidos; hasta que, en un momento dado, sus ojos comenzaron a cerrarse y algo como un velo turbio empañó las imágenes, que, sin borrarse, perdieron la precisión de sus líneas y contornos...

Entonces se sintió Rodolfo presa de un sopor semejante al que produce un narcótico poderoso y, ¡cosa curiosa! a pesar de todos estos síntomas del sueño, notaba que manteníase   -319-   despierta en él la percepción real de las cosas que lo rodeaban: el mugir del vendaval continuaba manifestándole que el oído no dormía, a la vez que el rojizo resplandor de la chimenea al iluminar con lampos desiguales hasta los objetos de su alcoba misma, llegaba sensiblemente a sus ojos...

Enmedio de las imágenes, más y más extrañas que empezaron desde ese instante a poblar su irritado cerebro, fueron surgiendo, poco a poco, visiones semifantásticas, que determinaron sensaciones angustiosas: la bolsa, el juego, pérdidas de dinero, ganancias pingües, Lucía, Viturbe; todo eso mezclado de modo informe. ¡Luego la deshonra, la deshonra que lo perseguía! Jugaba al alza, y perder de nuevo su capital, acudía al sagrado depósito oculto en su domicilio. Pero no se contentaba con sólo una parte: disponía de la totalidad. Perdía.

Entonces se desesperaba, y, consciente de su falta, dirigíase a un cajón de su escritorio en busca de un revólver. Pero, en vez de abrir el que necesitaba, abría otro. Al hacerlo violentamente, saltaban irguiéndose amenazadores,   -320-   cual si tuvieran vida, los billetes del inquilino sospechado como falsificador. El cajón estaba vacío: nada más había en él. ¡Sólo esos papeles atraían su vista!...

¡Idea perturbadora, idea hija de la desesperación y de la impotencia! Una lucha tremenda se trababa de repente en su espíritu: ¿Y si fueran verdaderas sus sospechas? Si ese hombre fuese realmente el falsificador, ¿por qué no asociarse con él?...

Poníase, entonces, a observar con avidez los billetes. Color, dibujo, detalles: todo perfecto. A la luz del gas, con un lente en la mano; entrecortada la respiración, hosco el semblante, inclinado sobre los valores falsos los examinaba con escrupulosidad. ¡Parecía él el falsificador!...

¡Al! ¡no, nunca! ¡nunca! -se decía entonces. Y, nervioso, anhelante, arrugaba entre sus manos los papeles malditos y arrojábalos, enseguida, con violencia, al fuego de la chimenea...

-Ardían, ardían allí, con llamaradas siniestras; ora rojizas, ora verdosas. El fuego y el calor parecían, entonces, crecer enormemente   -321-   con aquel nuevo combustible. Y aumentaban tanto, que Rodolfo se sentía horrorizado...

¡Cruel pesadilla! Un resplandor intenso iluminaba la estancia. Y las llamas de la chimenea crecían y crecían sin cesar. La sensación de calor extremo convertíase en sofocación insoportable...

De repente oyó Rodolfo un grito, un grito verdadero, un grito terrible... ¡Fuego! ¡Fuego!

El sueño, la pesadilla habían cesado. Pero empezaba la realidad, mucho más horrible aún. Una atmósfera de humo negro y espeso lo envolvía todo, por todas partes, y Montiano aunque medio adormecido aún por la fuerza del narcótico, se incorporaba pesadamente en su lecho. Intensos resplandores iluminaban los cuartos vecinos.

Rodolfo creía soñar todavía.

Mas, no tardó en salir de su error y en convencerse de que aquello no era ya un delirio. Las siniestras voces de alarma que real y   -322-   verdaderamente llegaban a sus oídos; la presencia de Perico que le gritaba que se pusiese en salvo; los golpes repetidos; el correr de gentes en la calle; el crujir y chisporrotear de la madera de los techos, puertas y ventanas; el olor a quemado; aquel calor; aquel humo; aquel incendio, en fin, que cundía y cundía sin cesar, se lo estaban así probando.

Saltó de la cama, sin tiempo siquiera para vestirse... y se lanzó hacia afuera...

Pero un recuerdo terrible cruzó de pronto por su mente, arrancándole gritos de ansiedad.

¡El dinero de Lucía!

Desatentado, abalanzose de nuevo hacia la pieza vecina. Mas, recordó entonces que la llave del cajón que tan atolondradamente se dirigía a abrir encontrábase en uno de sus bolsillos, dentro de sus ropas, en su mismo dormitorio... Corrió hacia allá. Pero, enmedio de su precipitación y a pesar de la luz del incendio que penetraba por donde quiera, perdió instantes preciosos.

Cuando, por fin, dio con lo que buscaba, volvió, como loco, a la pieza vecina. Quiso   -323-   adelantarse. El humo lo cegó. Y además, el paso estaba ya casi cerrado allí por las brasas. Hizo, sin embargo, un esfuerzo, supremo, inaudito; trató de avanzar...

Un inmenso trozo de cornisa y un tirante, de madera desplomáronse con estrépito en esos momentos, llenando el piso de escombros encendidos. A la vez, por entre el boquerón abierto en lo alto, entró una inmensa lengua de fuego, que abrasó los tabiques, envolviendo gran parte de la habitación y de los muebles más cercanos.

Todo empezó a arder.

La vetusta casa de los padres de Rodolfo con sus maderas resecas y ya medio carcomidas por los años se consumía como paja al soplo del huracán que avivaba la hoguera.

El mueble donde se hallaba el dinero quedó súbitamente envuelto en llamas...

Entonces dio principio Rodolfo a un combate desesperado contra el voraz elemento.

Resuelto, valeroso, como en otra ocasión solemne, cuando en lucha a brazo partido contra la furia indomable de las olas del mar, había logrado arrancarles la presa que ellas   -324-   le disputaban; jadeante, lleno el rostro de sudor, precipitose a los aposentos contiguos y, después de coger allí cuantos objetos juzgó más a propósito para hacer resistencia a la hoguera -porcelanas bronces, hierros, cristales- adelantose, casi hasta el seno de la hoguera misma, y, una vez allí, los fue arrojando alrededor del mueble ya medio devorado, por creer que de ese modo lograría aplacar durante algunos segundos aquella horrible hornalla y abrirse paso para arrebatarle lo que importaba para él en esos momentos más que la conservación de la propia vida...

¡Todo inútil!... ¡El monstruo del fuego era más terrible aún que el monstruo del agua! El uno había luchado rugiente, pavoroso; pero dejándose abordar: el otro, enmedio de su formidable silencio, era, inaccesible, y destruía sin compasión. Cada vez que intentaba acercarse Rodolfo, las llamas, semejantes a los flexibles brazos de un pulpo, se desenrollaban, extendían y avanzaban, como si quisieran agarrarlo, atraerlo...

Iluminado, así, por los rojizos resplandores; de pie enfrente de la hoguera -ora abalanzándose   -325-   con furia, ora retrocediendo sofocado, debatiéndose en continuo e incesante afán -parecía un demonio de la luz: un ser extraño y fantástico, cuya movible silueta, al reflejarse sobre los muros, reproducía en solitaria y agigantada sombra todos aquellos movimientos convulsivos, desesperados, aspaventosos, casi aterrorizantes...

¡Y entre tanto el viejo escritorio de caoba, devorado más y más, crujía, y crujía, como si al morir gimiese de dolor!...

El humo aumentaba en intensidad, llenándolo todo; sofocando a Rodolfo, al punto de que le era ya difícil permanecer en la habitación. Secábasele la garganta; ardíanle los ojos; su cabeza se mareaba; todo parecía girar en torno suyo...

Hizo, sin embargo, un último esfuerzo quiso abalanzarse y... cayó en tierra...



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- XXXIII -

El solo recuerdo que conservó Montiano de ese momento terrible, al día siguiente, fue el de haberse sentido tomado por un humo vigoroso y arrastrado hacia afuera...

La voz de Perico había llegado también, confusa, a sus oídos...

Algunas horas después, sintió que despertaba como de soñar...

Se encontró recostado sobre un lecho, en sitio desconocido. Personas extrañas lo rodeaban. Pero pronto reconoció entre ellas a Jorge.

Sólo entonces se dio Rodolfo cuenta cabal de los sucesos. Su lucha con el fuego había dejado dolorosas huellas en su cuerpo: tenía las   -328-   manos, la cara y parte de los brazos, llenos de quemaduras. Un médico lo asistía.

La primera palabra que salió de labios del herido fue una pregunta dirigida a Levaresa.

-¿Totalmente incendiada? -dijo.

-¡Totalmente! -contestó Jorge con acento sombrío, La catástrofe ha sido completa.

Inclinó Montiano la frente y no volvió a desplegar los labios en todo aquel día. El más completo anonadamiento se apoderó de su cuerno y de su espíritu.

Le pareció como si lo abandonara toda esperanza ¡esa esperanza que, nacida al calor de una ilusión, había logrado abrirse paso poco a poco hasta allí!

Mas, su estrella era fatal. Al cruzársele con tan encarnizada persistencia en su camino, parecía querer decirle: ¡de aquí no pasarás!...

La fiebre se presentó luego.

Durante varios días estuvo Rodolfo postrado en cama, casi inconsciente:

Cuando mejoró un tanto quiso levantarse, pero Jorge y su médico se lo impidieron.

A medida que el tiempo transcurría, iba   -329-   explicándose menos su terrible situación. El facultativo puede estudiar los fenómenos patológicos en el cuerpo ajeno y aun en el propio; el psicólogo definir por medio de sus manifestaciones externas los sentimientos que se desarrollan en el alma que se propone observar; el fisiólogo relacionar los unos con los otros; pero el estudio de lo que se experimenta en sí mismo cuando se está bajo el dominio de una situación tan extraordinaria como aquella en que se encontraba Montiano, no es fácil de hacerse.

El desfallecimiento interno cuando es consecuencia de una extraordinaria tensión de espíritu, pocas veces tiene remedio inmediato; es como la espiral de acero, que al dilatarse en demasía, pierde su virtud de elasticidad.

Aquel hombre fuerte de otro tiempo, aquel luchador por la vida se volvió pusilánime. Con los codos apoyados en la almohada, apretados los puños sobre las sienes, durante largas horas de convalescencia dejó correr lágrimas amargas como la hiel. Reflexiones dolorosas lo asaltaron. Miró hacia el porvenir   -330-   y vio sólo sombras que le dieron miedo; miró hacia atrás y se sintió ofuscado. Su espíritu, en extremo débil ya para soportar el brillo y el calor de los recuerdos felices, desmayose ante ellos, como la flor de la noche ante la luz de la alborada.

Varios amigos solicitaron verle. Montiano recibió esas visitas con la más profunda indiferencia. Nadie le habló de la pérdida del dinero de Lucía, lo cual le hizo creer que la existencia de ese dinero en su casa era aún ignorada por el público.

Perico no abandonaba a su amo un solo instante. El pobre viejo sufría y callaba. Veíasele en ocasiones pensativo y triste; en otras presa de la mayor aflicción.

Una mañana, hallándose solos los dos, le hizo Rodolfo, por vez primera, esta pregunta:

-Perico ¿conoces el alcance de mi desgracia?

-¡No he de conocerlo -replicó el fiel criado con acento de profunda melancolía-, no he de conocerlo, si sé todo lo que le cuesta!

-Explícate.

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-Vamos... lo del dinero... los billetes guardados en el escritorio de caoba...

-¡Lo sabias! y ¿cómo?...

-Dos veces lo vi contándolos.

Pero ¿crees tú que alguien más tuviera conocimiento de la existencia de ese dinero en casa?

Perico se puso de pie. Su semblante que hasta ese momento había demostrado sólo melancolía y tristeza, se tornó de súbito grave. Alzó los dos brazos y cruzándolos, enseguida, sobre el pecho, dijo, con voz conmovida y tono casi solemne

-¡Juro por Dios que me ve y me ha de castigan si juro en falso, que de mi boca no ha salido nunca una sola palabra!

-¡Te lo creo, mi viejo, te lo creo! -replicó Rodolfo conmovido a su vez.

Y se quedó pensativo.

Perico prosiguió:

-¡Ah! ¡ese incendio, niño! ¡Hace quince días que me desvano los sesos pensando y pensando! Por la chimenea empezó; y con el viento que había... es claro. Pero ¿cómo empezó?... ¿cómo empezó?... ¡Eso es lo que no puedo entender!...

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Y, a su turno, Perico se puso o pensar.

De pronto alzó la cabeza, y, mirando a Rodolfo con aire escudriñador, le preguntó como si quisiera provocar una confidencia:

-Y, dígame -esto es por hablar no más - ¿no tendrá usted algún enemigo?

Rodolfo hizo un movimiento de sobresalto.

-¿Por qué me lo preguntas?... -interrumpió vivamente.

-Por nada... porque se me ocurre... ¡qué quiere usted, Rodolfito! Yo no puedo quitarme de aquí, de la cabeza, los ruidos de esa noche en la azotea; y aquella gente mal entrazada... ¡huum! ¡nadie sabe de lo que son capaces los malvados!...

En ese momento sonó el timbre de la puerta de calle.

-Ve a ver quién es -dijo Rodolfo, disimulando la impresión causada en su espíritu por las palabras del viejo...

Perico salió.

Era el mensajero que, de parte de Lucía, llegaba, como de costumbre, a informarse del estado del enfermo.

  -333-  

Un segundo después entró el médico.

La interesante conversación quedó, pues, interrumpida.



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- XXXIV -

Nada hay que escape a la perspicacia o a la mal intencionada intromisión de los curiosos. La prensa concluyó por tomar citas en el asunto. La pérdida del dinero fue, pues, conocida. Pero ¡de qué modo!

Una mañana, después de haberse levantado Rodolfo, y cuando, ya más restablecido, preparábase a abandonar por vez primera su habitación con el propósito de ver a Lucía e informarla de los hechos, y mientras hacía cálculos relativos a la mejor manera de arbitrar fondos para reintegrar parte de la fortuna incendiada, vendiendo lo único que aún poseía: el solar de sus padres, una mañana fue sorprendido por la lectura del siguiente   -336-   suelto, que daba a la publicidad uno de los diarios de mayor circulación:

Ecos de un incendio

«Llega sólo hoy a nuestro conocimiento una grave y sensacional noticia, relacionada con el voraz y misterioso incendio que, como lo recordarán nuestros lectores, consumió hace unos cuantos días la casa habitación del doctor Don Rodolfo Montiano.

»Parece que este caballero, administrador como se sabe, de los bienes de una distinguida y opulenta dama, había retirado con oportuna precaución, de uno de los bancos que luego cerraron sus puertas, sumas considerables de dinero, pertenecientes a dicha señora, sumas que se hace subir a cerca de un millón de pesos. El objeto de este retiro había sido poner a salvo tan considerable cantidad, en previsión, o por conocimiento anticipado, de los hechos que se producirían en el banco. Por descuido, inexplicable sin duda, el doctor Montiano no disponía de una caja de   -337-   hierro donde hubiera podido guardar con seguridad el dinero. El fuego devoró, pues, íntegra esa fortuna.

»Dados los últimos reveses recibidos en la bolsa por el caballero de quien se trata, es de suponerse que este golpe haya debido impresionarlo tanto más intensamente cuanto que se asegura que por salvar de las llamas el valioso depósito recibió el señor Montiano las graves quemaduras que aún lo mantienen postrado.

»Lamentamos de todo corazón tan sensible y extraordinaria desgracia».

No bien acababa Rodolfo de leer, con inquietud mortal, este suelto, cuando entró Perico. Traía en la mano una carta. Era de Jorge. No había vuelto éste en la tarde y noche anteriores, y comenzaba ya a preocupar a su amigo tan inusitada ausencia.

Abrió, pues, el billete y vio con sorpresa profunda que se trataba de encargos íntimos y urgentes, hechos por Levaresa en forma y modo que daban lugar a creer que, por razones ajenas al conocimiento de Rodolfo, hubiese   -338-   aquél resuelto, de súbito, emprender lejano viaje, o, por lo menos, ausentarse por largo tiempo.

La hora era matinal ¿qué podía ser?

Iba Rodolfo a llamar a Perico con el propósito de interrogarlo, cuando lo vio entrar de nuevo, presuroso, con otro sobre en la mano.

-Una carta más, para usted; urgente, muy urgente, según se me dice, de la señora de Levaresa -dijo el criado.

Montiano se incorporó y precipitándose sobre el papel que se le tendía:

-¿Aguardan contestación? -preguntó con rapidez.

-No. El mensajero ha partido.

Rodolfo rompió nerviosamente el sobre y lleno de asombro, leyó lo que sigue:

«¡Pronto, Rodolfo!, cualquiera que sea su estado, al recibir esta carta, sin pérdida de un segundo, diríjase al Club de XXX, de que es usted miembro; infórmese de lo que ha pasado allí ayer por la tarde y obre, después, como su conciencia se lo dicte.

  -339-  

»Una honra y una vida están en peligro! Los momentos son solemnes. Sé que en ellos se mostrará usted digno de sí mismo y de quien no vacila en romper, por fin, una forzosa y mortal reserva de más de dos años para decirle, en trance tan angustioso, que sufre, confía y esfera...

Lucía»

El efecto que produjo en el alma del joven la lectura de esta carta fue la de una luz que iluminara súbitamente un caos profundo. Los sentimientos de curiosidad que en cualquiera otra circunstancia, hubiera hecho necesariamente despertar lo misterioso del asunto que motivaba la esquela de Lucía, quedaron relegados a segundo término ante esta sola, dominadora consideración:

¡Lucía sufría por él! ¡Luego, Lucía lo amaba!...

Rodolfo se quedó un instante absorto, como embargado por el éxtasis de un júbilo infinito.

Pero la reacción vino luego. «Una honra y una vida están en peligro», decía el papel.

  -340-  

No había tiempo que perder. Sin acabar pues de reponerse; aturdido aún por todas aquellas sensaciones intensas, sucesivas; sin reparar en su estado, se precipitó a la calle.

Cinco minutos después llegaba al Club designado en la esquela.



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- XXXV -

Situado en el barrio céntrico, en plena capital bulliciosa, allí donde el movimiento, el ruido de la gran ciudad cosmopolita se hacían a esa hora más sensibles, alzábase el edificio ocupado por cl Club de XXX, punto de reunión de la juventud más distinguida de la Capital.

Cuando entró Rodolfo, estaba tan pálido y desfigurado, que la servidumbre no lo reconoció de pronto. El portero miró con extrañeza a aquel hombre de aspecto enfermizo, traje desaliñado y rostro lleno de cicatrices que se colaba, así, de rondón; un lacayo vestido de librea acercose dispuesto a preguntarle qué se le ofrecía, como acostumbraba   -342-   hacerlo con los desconocidos que solían presentarse de cuando en cuando en demanda de algún socio.

Mas Rodolfo no se detuvo. Pasó de largo y dirigiose, presuroso, hacia el interior.

Atravesó el vestíbulo, dobló a la izquierda y penetró en los departamentos donde habitualmente se encontraba con sus amigos. A esa hora, al revés de lo que acontecía ordinariamente, varios socios hallábanse ya allí.

En uno de los salones principales veíase un grupo formado por ocho o diez jóvenes que hablaban animadamente, haciéndolo, sin embargo, en voz baja y como con cierto aire de misterio.

La sala donde se encontraban éstos, por hallarse situada en el costado sud del edificio y por estar dispuesta en su interior con pesados cortinajes y sombríos tapices, era obscura en extremo. El piso, cubierto por gruesa alfombra de Persia, ensordecía los pasos. Todas estas circunstancias, dieron, pues, lugar a que la entrada de Rodolfo no fuera advertida.

  -343-  

Y luego, aquella conversación parecía embargar de tal modo la atención de los que en ella tomaban parte, que nadie paraba mientes sino en lo que en el seno del corrillo se decía.

No bien se adelantó Montiano, cuando le pareció oír pronunciar su nombre. Se detuvo instintivamente.

He aquí lo que entonces, escuchó:

-¿A cuántos pasos dices?...

-A veinte, a la voz de mando, y tantas balas cuantas sean necesarias hasta que caiga uno de los dos.

-¡Qué barbaridad!

Y enseguida, en confuso y entremezclado cuchicheo, las frases siguientes que alcanzaron a llegar inteligibles a su oído:

-Levaresa es buen tirador...

-Sí, pero Viturbe no yerra blanco...

-La trompada fue tremenda...

-De primo cartello...

-¿Y Montiano, causante de todo esto, ¿qué hace? ¿dónde está?...

Rodolfo al oír estas últimas palabras sintió como si una ola de sangre le subiese al cerebro.   -344-   Las sienes le palpitaron con fuerza; quiso hablar; pero la voz se le ahogó en la garganta. Adelantose, sin embargo, y se incorporó al grupo.

Al verle allí, de repente, enmedio de ellos, mudo, pálido, demacrado, como una aparición, los jóvenes se apartaron, sobrecogidos de sorpresa.

Un profundo silencio siguió al rumoroso cuchicheo de pocos momentos antes.

Rodolfo penetró hasta el centro del corrillo, buscando con ansiedad en torno la cara de algún amigo íntimo.

No la halló. Entonces, cambiando de actitud, dirigiose a los que, sin proferir todavía una palabra, le miraban, y les dijo con tono casi suplicante:

-¡Por favor, cualquiera de ustedes, dígame lo que ocurre! Llego en este momento; nada sé, aunque todo lo presumo. ¿Jorge y Viturbe se baten? ¿Cuándo? ¿Yo soy el causante de ello, se dice: ¿Cómo? ¿por qué? ¿Dónde están los duelistas? ¡Un dato, por favor!...

  -345-  

Los jóvenes se acercaron entonces a su camarada y formándole círculo, lo estrecharon más y más.

-¡Cómo! ¡nada sabe! -se oyó exclamar por todas partes-. ¡Nada sabe! ¡Es preciso decírselo!

-¡En el acto, en el acto! -volvió a suplicar Rodolfo, con ademán de la más angustiosa impaciencia.

Y entonces, todos a la vez, con precipitación creciente y levantando poco a poco la voz, comenzaron la historia de un altercado seguido de vías de hecho; algo ininteligible al principio; algo que Rodolfo se desesperaba de no poder comprender por la confusa algarabía enmedio de la cual le era narrado. Preguntó al uno; escuchó al otro; pidió a todos un momento de silencio, hasta que, no sin cierta dificultad, logró alguien imponerlo de lo que sigue Jorge había ido al Club en la tarde anterior como de costumbre. Allí se dio cuenta de que se hacían comentarios poco honrosos para su amigo Rodolfo a propósito del incendio de su casa y la pérdida de la fuerte suma de Lucía.   -346-   No faltaba quien se permitiera dudar de que ese incendio hubiese sido meramente casual. ¿No se habría procurado, por tan seguro medio, hacer creer en la desaparición de una suma que el rumor público avaluaba en la enorme cifra de un millón? La desesperada situación financiera de Montiano ¿no daba, acaso, pleno derecho a que se abrigasen tales sospechas?

Jorge, ciego de ira al saberlo, había emprendido, en el acto mismo, la tarea de averiguar quién o quiénes eran los autores o propagandistas de la infame calumnia dentro del Club. No había tardado en saber que el más empeñado en hacer cundir el rumor era Viturbe. Había buscado, entonces, al enemigo de Rodolfo; lo había interpelado, provocándolo a explicar públicamente sus intenciones.

-«Y entonces -prosiguió diciendo el que tenía en ese momento la palabra-, Viturbe con su habitual altivez, rechazó la interpelación que se le dirigía; negó a Levaresa el derecho de hacerla y concluyó por sostener, casi de modo categórico, una sospecha del todo ofensiva para Rodolfo Montiano.

  -347-  

»A su juicio, había perfecto derecho para juzgar que el incendio no hubiese sido casual. El dinero de la señora de Levaresa, en tal caso, no se habría quemado, sino que...

»Viturbe no alcanzó a terminar la frase. Una trompada en pleno rostro fue la respuesta de Jorge...

»El duelo se concertó aquí mismo ayer.

»A estas horas, poco más o menos, debe tener lugar».

Acabó de hablar el joven. Rodolfo, aturdido, desatentado, sin saber de pronto qué resolver al oír estos antecedentes, preguntó de nuevo, pidió mayores datos sobre la hora, el sitio en que se efectuaría el encuentro. Obtuvo con alguna dificultad los más necesarios. Supo que los duelistas se batirían en los alrededores de la ciudad, al Norte, cerca de la propiedad de Viturbe: la Villa Umbrosa.

Padrinos y ahijados debían haber salido, según todas las probabilidades, media hora antes, por el tren correspondiente, en dirección al punto de cita.

Montiano no vaciló más tiempo.

  -348-  

-¡Dios quiera -exclamó-, que no sea ya tarde!

Miró el reloj. Los trenes para el norte salían cada hora. Faltaban aún diez minutos para la partida del más próximo.

Tomó precipitadamente un carruaje, dirigiose a la estación y llegó allí a tiempo para saltar dentro del primer vagón que se halló por delante...



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- XXXVI -

Dos segundos después el tren se ponía en marcha.

Eran la diez de la mañana.

Desde las ventanillas veíase el cielo encapotado y el campo triste y sombrío. Soplaba el Pampero, sacudiendo con fuerza el ramaje seco y amarillento de los árboles, y aun dentro del vagón se sentía la temperatura desapacible. Hacia un lado, y a no larga distancia, divisábanse las aguas del río, turbias, cenagosas, agitadas; y, hacia el otro la barranca, que se extendía y extendía, perfilando sus contornos sobre el fondo del horizonte, brumoso y obscurecido.

Varios pasajeros conversaban; otros reían   -350-   alegremente, o contemplaban con aire distraído el desolado paisaje.

Rodolfo, inquieto, febril, se removía en su asiento; sacaba su reloj; se levantaba; volvía a su sitio, y, una vez de nuevo en él, apoyaba la frente contra el vidrio de la ventanilla, y, hundiendo la mirada en el espacio, quedábase, por fin, inmóvil, sumido en profunda meditación.

Pero una especie de ira reconcentrada se apoderaba luego de todo su ser. Aquel paisaje que huía velozmente ante sus ojos, le producía vértigos; aquella trepidación incesante; aquel ruido de rodajes y hierros entrechocados; aquellas carcajadas alegres; aquella indiferencia colectiva, en fin, respecto del estado angustioso de su ánimo, lo irritaban y le hacían daño.

Parecíale que el tren no se deslizaba con velocidad suficiente. Su impaciencia hubiera querido darle alas para hacerlo llegar cuanto antes a su destino. Cada detención forzosa, por breve que fuera, se trocaba para él en momento de verdadero martirio.

Mil ideas se agitaban, entre tanto, dentro   -351-   de su cerebro, bullendo turbulentamente allí, ora siniestras, ora exaltadas; ora angustiosas, ora tristes: ideas de venganza, de terror, de remordimiento, de amargura, de pesar ¡ninguna de esperanza!...

Su situación era, en efecto, por demás cruel. Podría llegar a tiempo y evitar el duelo de su amigo, que era lo esencial. Pero lograr esto último importaba poner su propia vida a merced de su adversario. Salvar a Levaresa significaba reemplazarlo. Y reemplazarlo, era caer, seguramente, en el campo del Honor bajo una bala certera de Viturbe.

Miguel era tirador eximio, probado, infalible. Y con un enemigo al frente tan odiado como Rodolfo no era probable que su pulso fallase por vez primera.

Rodolfo no podía, pues, dejar de darse cuenta de su situación. No era, por cierto, valor material lo que le faltaba para arrostrarla: al contrario: la idea de verse, por fin, frente a frente con su perverso adversario, con el autor probable de todos su males, inundaba su alma de una especie de júbilo feroz...

Pero ¡en qué momentos se presentaba   -352-   aquel lance! En los instantes mismos en que Lucía acababa de abrirle un cielo de esperanzas; cuando su honor no había sido aún puesto en salvo, ni podría serlo a menos de que él viviese; cuando se hacía del todo necesaria su rehabilitación completa ante el concepto de su amada, quien, sin duda, sentía a esas horas afligida su conciencia por dudas que no sólo no le había sido dado disimular, sino que, por lo contrario, se traicionaban en aquella frase: sufro, confío y espero; expresión fiel, elocuentísima, de un sentimiento íntimo arrancado por fuerza de lo hondo del pecho, en un instante de suprema duda y de afán supremo...

La restitución íntegra del dinero extraído; la averiguación, la prueba completa de que el incendio no había sido un crimen; un porvenir entero de dicha; la realización del más caro ideal; amor, riqueza, ventura ¡todo eso entregado al azar; puesto a merced de un instante de fatalidad o de buena suerte!

-Pero luego pensó en las eventualidades. El desvío inconsciente del brazo de su adversario;   -353-   el error de una línea; un segundo de vacilación por parte de éste podían salvarle. Mas ¿y las condiciones completas del duelo? ¿Acaso las conocía él del todo? Y podían establecerse, siquiera, condiciones tratándose de un caso tan singular como el que habría de producirse ante la aparición imprevista, en el terreno mismo, del verdadero adversario, del verdadero ofendido, de aquel que era, al mismo tiempo, un enemigo mortalmente odiado?...

Al llegar a esta consideración, Rodolfo no pudo evitar un movimiento involuntario de angustia. ¡Terrible ley social! -se dijo para sí, al mismo tiempo que cierta sensación intensa, mezcla de amargura, de cólera y de recelo, oprimía su pecho dolorosamente, arrancándole un hondo suspiro, que trató de reprimir en vano.

Durante varios momentos permaneció pensativo, con la cabeza apoyada, como antes, sobre el vidrio de la ventanilla, oyendo, sin escucharla ya, la alegre y bulliciosa conversación de sus compañeros de viaje, mientras el tren, lanzado a todo vapor, acortaba más   -354-   y más el espacio que aún lo separaba del punto de su destino.

Cerca de media hora transcurrió así. El tren se detuvo, por última vez.

Al emprender de nuevo la marcha, lo hizo con lentitud, alejándose poco a poco de las barrancas vecinas y aproximándose al lecho del río. Pero, al bajar después por un plano inclinado del camino, hízolo con la velocidad del viento, devorando las dos leguas que aún faltaban para el término del viaje, cruzando praderas y sauzales, describiendo desvíos al través de alcantarillas y pequeñas calzadas; hasta que, de pronto, a la vuelta de una curva y en dirección hacia el nordeste, allá enmedio del brumoso horizonte, surgieron, destacándose fantásticamente, las enhiestas mansardas del palacio de Levaresa, con sus flechas puntiagudas y sus crestas de labrado zinc. Más lejana, divisábase, entre cercos y arboledas, la masa negruzca del edificio del doctor Álvarez Viturbe, la Villa Umbrosa.

La casita del ombú, situada entre ambas construcciones, pequeña, nítida, abrillantada por la lluvia, semejaba una paloma blanca   -355-   y era la única pincelada de luz en el fondo obscuro de aquel sombrío cuadro.

Rodolfo se estremeció al contemplarlo...



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- XXXVII -

Un paraje despoblado, solitario, entre la posesión de Levaresa y los jardines de Viturbe.

El viento arrecia. La tormenta parece próxima a desencadenarse en copiosa lluvia. Relámpagos vivaces seguidos de truenos que hacen retemblar el espacio lo iluminan todo en torno por momentos con luz siniestra. En los árboles, despojados de sus hojas, los pájaros hacen oír su lastimero canto de alarma. Allá, en lo más alto de un ombú pía con voz doliente la urraca y gimen las torcacitas como pidiendo protección, enmedio del formidable vaivén del ramaje que sacude y hace bambolear sus nidos.

La lluvia cae luego, sonora, copiosa, pero no duradera. Al cabo de un momento los negros   -358-   nubarrones comienzan a descondensarse, como alivianados de su carga. Calma un segundo el viento, se transparenta la atmósfera y el paisaje se aclara como por encanto.

En esos instantes, a lo largo de uno de los cercos más próximos al terreno que divide la propiedad de Viturbe de la casita blanca de la madre de Rosa -habitada aún, según se ve por las externas señales que así lo indican-, aparece un grupo formado por ocho caballeros que, aprovechando la interrupción de la tormenta, han llegado hasta allí.

Con sus paraguas en la mano, encamínanse presurosos hacia el bajo del río, chapaleando el lodo sin cuidarse de él.

Llegados a un oculto resquicio -especie de corte que divide los extremos de dos barrancas vecinas, limitando en su base un prado de gramilla silvestre- detiénense de común acuerdo, como si dieran, por fin, con el punto más conveniente para el objeto especial que allí los lleva.

La lluvia ha cesado a la sazón por completo. Un fuerte olor a tierra húmeda se difunde por todo el ambiente, haciéndose sentir   -359-   en ráfagas que el viento frío acarrea sin cesar. Por el horizonte aparecen y pasan graznando numerosas bandadas de gaviotas y patos silvestres, mientras una, dos, tres, veinte garzas blancas, de largas y rosadas piernas se abaten de golpe sobre los juncos y sauces de la orilla, destacando, bruscamente, entre los árboles, el albo y purísimo esplendor de su plumaje.

Un tren cruza, de repente, por la vía cercana y silba al pasar de largo con ruido atronador.

Los que forman el grupo se separan, como recatándose, al verlo surgir; pero, una vez que lo pierden de vista a la distancia, adelántanse de nuevo hacia el exterior del corte de terreno y, una vez allí, reunidos en corrillo cuatro de ellos, empiezan a discurrir animadamente.



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- XXXVIII -

Ninguno había faltado a la cita: Viturbe, Levaresa, sus padrinos y médicos respectivos se encontraban reunidos allí. Estipuladas desde el día anterior las condiciones del lance, iba éste a llevarse a cabo, con las formalidades de estilo.

El terreno elegido de común acuerdo por los representantes de ambas partes era adecuado para el caso. A cubierto del viento, oculto tras de una eminencia, permitía, a la vez, que se dispusiese de todo el espacio necesario, tomándolo en la planicie que desde allí se extendía, ancha, abierta, dilatada, hacia la orilla del río.

Uno de los padrinos, designado por ambos   -362-   grupos, contó los pasos: veinte, medidos en dirección perpendicular al borde de la eminencia.

Los adversarios, entre tanto, se paseaban a no larga distancia. Viturbe, recto, grave; más que sereno, sombrío. Levaresa inquieto, agitado; encendido el semblante y nervioso el ademán. El uno denotaba calma, confianza, malignidad, odio no disimulado: el otro impaciencia, desasosiego, malestar.

Se trajeron las pistolas, que después de sacadas de su estuche, fueron cuidadosamente cargadas allí mismo, en presencia de todos, por uno de los testigos de Viturbe.

Terminada esta importante y delicada operación, los padrinos dirigiéronse a los duelistas para significarles que había llegado el momento solemne.

Ambos adversarios convirtiéronse desde entonces en objeto de las más escrupulosas precauciones por parte de sus padrinos respectivos: todo detalle en extremo visible debía desaparecer de sus trajes. Rigurosamente vestidos de negro, tanto Viturbe como Levaresa, habían previsto, por otra parte, el   -363-   caso. Impuestos de las reglas propias de esta clase de lances, sometíanse sin hacer observación alguna, a la manera de proceder de sus padrinos.

Colocado el uno frente al otro, perfiláronse ambos con toda corrección; recibieron de manos del director del duelo, cada cual, una pistola; armaron el gatillo y aguardaron la primera señal...

Iba a sonar la voz de ¡fuego!, seguida de las palmadas reglamentarias, cuando de súbito, a no larga distancia, oyose una voz que gritaba ¡alto! repetidas veces.

Los duelistas, sobrecogidos de sorpresa, detuvieron instintivamente el brazo que ya alzaban, y todos los del grupo, a una, volvieron la vista hacia la dirección de donde parecía venir la voz.

De pronto nada notaron; mas, no habían transcurrido diez segundos cuando vieron aparecer, enmedio del corte de terreno existente entre los dos extremos de barranca, a un hombre que corría y, abalanzándose hacia ellos, se incorporaba resueltamente entre los dos adversarios.

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¡Montiano! -exclamaron Viturbe y Levaresa con acento del mayor asombro. Rodolfo no les dio tiempo para proseguir.

-¡Oh felicidad! -dijo adelantándose hacia Viturbe con los puños cerrados y clavando sobre su enemigo mortal una mirada llena de odio y de furor. ¡No he llegado tarde por fortuna!

Y enseguida, volviéndose hacia las demás personas que, inmóviles, y sin saber qué actitud asumir, contemplaban la escena:

-Caballeros -agregó con tono grave, casi solemne-. El sitio que ocupa aquí mi amigo Levaresa me ha sido generosamente usurpado, sin que pudiera yo evitarlo. Ignoré hasta esta mañana lo sucedido ayer en el Club. Reclamo, pues, el puesto que me pertenece y quedo desde este momento a las órdenes de ustedes, y de mi gratuito ofensor.

Jorge se interpuso. Pero Rodolfo, estrechándole la mano, lo rechazó, al mismo tiempo, con energía.

Los padrinos no atinaban aún a pronunciar una palabra.

Viturbe, que, como en presencia de una   -365-   aparición, había retrocedido dos pasos ante el avance amenazador de Rodolfo, volvió inmediatamente de su sorpresa, compuso su semblante de pronto demudado, y, revistiéndolo de una expresión en la cual se reflejaban el más amargo sarcasmo y el desprecio más profundo; con ademán tranquilo y entonación incisiva, pronunció la siguiente frase, al mismo tiempo que alargaba a uno de sus padrinos el arma que aún mantenía en la mano.

-Yo no me bato con quien es indigno de ser mi adversario.

-¡Miserable -exclamó Rodolfo en un arranque terrible de cólera que hizo relampaguear sus ojos-. ¡Miserable! ¡Te obligaré a ello, marcándote, si es preciso, el rostro con mi mano!

-¡Garra semejante podría herirlo, pero nunca infamarlo! -contestó Viturbe con mal reprimido furor.

Montiano, al oír estas palabras palideció horriblemente. Su semblante se contrajo; sus dedos se crisparon; vaciló un segundo; mas, volviendo de súbito la cabeza hacia el   -366-   sitio donde permanecía Jorge, cayó su mirada sobre la pistola que éste mantenía aún en la mano. Como impulsado entonces por un resorte irresistible, dio un salto de fiera herida y sin que su amigo tuviera tiempo de evitarlo, arrebatole con fuerza el arma y, abalanzándose ciego, hacia Viturbe, le descerrajó el tiro, a boca de jarro, enmedio del pecho...

Miguel cayó en tierra, bañado en sangre.

Sólo entonces, los que habían contemplado la escena, diéronse cuenta del terrible caso.

Jorge y sus padrinos volvieron sus miradas a todas partes sin acertar en lo que debían hacer. Los testigos de Viturbe, por lo contrario, acometidos de pronto por una indignación tan desbordante tomó tardía prorrumpieron en tremendas recriminaciones, calificando a Rodolfo de asesino, y al acto de crimen alevoso.

Entretanto, el herido se moría. Era preciso tomar determinación inmediata, intentar salvarlo; buscar un refugio, tanto más cuanto que la lluvia, vuelta a desencadenarse, empezaba a caer con fuerza.

El sitio que más cercano se divisaba era la   -367-   casita blanca, la choza del ombú, que en un tiempo fuera la habitación de Rosa.

De común acuerdo, se decidió transportar allí a Miguel.

Tomáronle entre todos, menos Rodolfo, que, desatentado se alejó del sitio donde acababa de tener lugar el drama de sangre, y con gran dificultad lo condujeron en brazos al punto indicado.

Al llegar a la puerta de la choza el agua caía a torrentes. Los truenos estremecían el espacio; el viento soplaba con frenesí y, bajo su irresistible impulso, el tronco del ombú crujía como un barco sacudido por la tempestad.

A los golpes vigorosos dados a la puerta que permanecía cerrada apareció una mujer, joven aún; más joven sin duda de lo que parecía. Llevaba de la mano a un pequeñuelo cuyas piernecitas comenzaban a dar apenas los primeros pasos. El rostro de la mujer, aunque excepcionalmente hermoso, era pálido y aparecía enfermizo, como si una larga dolencia o sufrimiento moral le hubiera marchitado.

  -368-  

Al ver al grupo que conducía aquel cuerpo inerte, su primer movimiento fue de asombro y de terror. Pero al contemplar, de súbito, las facciones del herido, un grito breve, desgarrador, extraño, se escapó de su garganta.

-¡Miguel! -exclamó Rosa retrocediendo horripilada.

Pero repúsose luego; empujó la puerta; soltó la mano del niño y abalanzándose hacia el que se estremecía ya en las últimas convulsiones de la muerte, unió sus débiles fuerzas para transportarlo a un lecho.

Cinco minutos después, Miguel, que había abierto un instante los ojos para fijarlos con espanto en Rosa y en la criatura que ésta estrechaba en esos momentos en sus brazos, sollozando amargamente al hacerlo, e inclinando la hermosa cabeza marchita sobre las mejillas pálidas que regaba con sus lágrimas, ¡volvió a cerrarlos para siempre!...



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- XXXIX -

Han pasado dos años.

Cierta tarde de invierno, fría y despejada, casi a la hora de la puesta del sol, un grupo anónimo, de esos que de cuando en cuando y con sólo el propósito de satisfacer una curiosidad, visitan, previo el permiso de estilo, los establecimientos públicos de las grandes capitales, encamínase bulliciosamente.

Una vez llegadas las personas que lo forman al extremo de la ancha avenida por donde se dirigen, lo primero que se presenta a sus miradas es un alto, macizo y dilatado muro, severo en la construcción, imponente en la apariencia. En ambos de sus extremos álzanse dos sólidos torreones, dotados de almenas   -370-   y troneras; como los castillos de la antigüedad. Por bajo de ellos y a lo largo del parapeto que se extiende junto al borde de la cornisa, destaca, sobre el fondo luminoso del horizonte crepuscular, sus agigantados y movibles contornos la figura de un centinela que, arma a discreción, se pasea lentamente del uno al otro extremo.

Llegan luego los visitantes a la entrada del edificio, obtienen allí paso franco y acompañados de un simple guardián penetran en las dependencias del cuerpo interior.

Hacia la izquierda, vense los subterráneos donde humea una cocina colosal con sus tubos a vapor y sus gigantescas marmitas de hierro enfiladas a lo largo; pulidas, lustrosas, repletas hasta los bordes; estremecidas por el hervor sonoro, poderoso, continuo del líquido en que se cuece, entre borbotones de espuma, el alimento que ha de nutrir a centenares de infelices caídos bajo el rigor de la ley.

Los visitantes se encuentran de repente en la rotunda central, bajo la elevada cúpula que sirve de claraboya a los pabellones. Desde   -371-   allí, adonde quiera que vuelven la vista, dominan con ella vastos y sombríos corredores que, como radios de una rueda inmensa, se reparten hacia diversos puntos, dejando ver en sus extremos, impreso en cada pared, un número, solitario, gigantesco, casi fantástico: el número de orden que a cada cual de ellos corresponde.

Una reja, verdadera red de hierro, formada por barrotes que tienen casi el diámetro del brazo de un nombre, defiende el acceso a las celdas de los penados.

Son las cinco de la tarde y un soplo glacial, que cruza silbando entre las altas bóvedas de las galerías, hace temblar el labio y castañetear los dientes.

Uno que otro criminal, privilegiado por su buen comportamiento en la prisión, vaga por ahí, silencioso, cabizbajo, ocupado en la tarea especial que se le ha impuesto.

Los curiosos se adelantan y penetran en el interior de las celdas vacías.

¡Dos metros y medio de largo, por uno y poco más de ancho! ¡No dispone de mucho menor espacio el cadáver dentro del ataúd!

  -372-  

El eco de dos campanadas que resuenan vibrando tristemente indica a los de afuera que los presos salen ya de sus talleres y van a ser encerrados en sus celdas.

Por mandato especial del reglamento interno, todos los movimientos de esos infelices deben ser mecánicos. Marcharán en fila unos tras de otros, a cuatro pasos de distancia, en silencio. No se hablarán entre sí jamás.

Y así lo ejecutan.

El 2.º alcaide está presente. Le hacen «la venia» al pasar. La mano asesina que se crispó sobre el puñal, es esa misma mano que allí se ve, ocupada pocos momentos antes en enhebrar la aguja en el taller y destinada, ahora, a alzarse respetuosa a la altura de la frente que cubre el tricornio infamante del presidio, en señal de acatamiento, de humildad, de mansedumbre. En vano sería pretender descubrir la mancha de sangre en ella; ¡se borró hace mucho tiempo!

No se busque, tampoco, en el rostro la expresión inherente a la pasión que impulsó a ejecutar el crimen cometido: no se la encontrará.   -373-   La actitud, el aspecto físico en todos esos infelices son casi idénticos: cabeza marchita, frente sombría, vista apagada, ausencia total de barba y bigote, cabello recortado.

Aquel que por allá desfila es el que con ceño feroz y ojos encendidos por el odio y la cólera asesinó a su padre. Tiene ahora la faz triste, los párpados hundidos, las mejillas pálidas...

Ese falsificó, el de más allá hirió por la espalda, este cometió hurto con atropello, el otro crimen nefando...

Ya pasan; ya pasaron.

La peregrinación por entre los helados corredores fue minuciosa, prolongada. Quedaba a los visitantes tan sólo una celda por recorrer: la del joven Rodolfo Montiano, asesino también -según se les decía- y, por consiguiente, digno de inspirar curiosidad a la par de los muchos otros que encerraban las paredes de aquella casa de expiación, llena de odios, de esperanzas y de lágrimas.

No podían, pues, los curiosos privarse de divisar, siquiera, a Montiano, de quien   -374-   sólo supieron que se trataba de un hijo de padres honrados; escritor distinguido; catedrático; administrador de los bienes de una de las damas más conocidas de la sociedad.

El mozo se había extraviado un buen día, aunque aquellas gentes no sabían cómo-, se había convertido en asesino; y, a la sazón, hallábase allí, en el fondo de la terrible cárcel.

Su condena era sólo por tres años, sin embargo, pues, al parecer, existían causas atenuantes poderosas...

Desde que Montiano cambiara su nombre por el de «el penado número 313» -según noticias que allí se daban-, su salud había ido decayendo más y más.

Por esto y por su excelente conducta en la prisión acordábansele, al parecer, todos los privilegios y consideraciones otorgables a los presos sumisos y obedientes, cuya delicada constitución física hiciera, ademas, irresistible para ellos el trabajo forzado. Leer y escribir dentro de su celda eran sus ocupaciones favoritas; y a lo último, sobre todo, dedicábase,   -375-   según se decía, con tesón, con singular empeño, el número 313, ocupando en la tarea todas las horas que para ello le eran acordadas.

Poseídos, pues, de cierta curiosidad, no exenta de compasión, detuviéronse los visitantes por última vez delante de una de aquellas puertas cuya sola vista dábales pavor.

Tenía ésta el número indicado, puesto en relieve sobre el marco superior, más arriba del estrecho tragaluz que, más que luz, daba tan sólo un poco de ventilación a la terrible celda.

Volvió a resonar en manos del carcelero, hiriendo el oído con su repiquetear siniestro de hierros entrechocados, el manojo de llaves que le había servido, no para abrir las celdas de los otros penados, sino para indicarlas, indiferentemente, con ellas; rechinó el gozne corredizo que cubría el pequeño vidrio circular, al través del cual, aplicando la vista, se podía ver desde afuera al preso, y, a la vislumbre incierta derramada en el interior (oscurecía ya a esa hora) por   -376-   el tragaluz de lo alto del muro blanqueado de cal, observaron que se incorporaba un joven de cuerpo enflaquecido y macilento. Su traje, el corte de su cabello, eran los mismos de los demás.

Un alto de papeles manuscritos y como arrojados al azar, yacían sobre la mesa, donde se veían, al mismo tiempo, un botellón lleno de agua, un pan, dos o tres libros, plumas, lápices y tintero; y, colgado sobre la cama-hamaca, casi a la altura del tragaluz, ¡detalle curioso!, un ramo de flores completamente marchito.

Los visitantes, uno tras otro, fueron saciando su curiosidad.

-¿Y esas flores? -preguntaron.

-¡Psch! -contestó el guardián con gesto de indiferencia-. ¡Manías del preso! No quiere dejar que se las saquen; aunque ya están buenas sólo para la basura. Y, como no daña a nadie dándose ese gusto, lo dejamos en paz con su ramo seco.

-Pero, alguna razón ha de tener para conservarlo con tanta constancia -observaron los visitantes.

  -377-  

El guardián se encogió de hombros.

-Puede ser -replicó- que alguna tenga. Lo único que sabría yo decir es que durante todo el primer año de su prisión, recibía, a lo menos dos veces por semana flores semejantes. Después, los ramos comenzaron a escasear. Sólo se los enviaban de tarde en tarde. Y, andando el tiempo, dejaron de llegar del todo. El último que se nos entregó para él es ese que allí se ve; hace de esto muchos meses.

-¿Y se sabe quién enviaba las flores? -preguntaron los curiosos.

El guardián volvió a encogerse de hombros.

-Alguna mujer, sin duda, contestó; alguna veleidosa.

-Y luego, cambiando de tono, agregó grave y filosóficamente:

-Como todas.

Y tenía razón el guardián. ¡No en vano el presidio y la tumba se parecen! Las flores que a menudo se depositan sobre la loza funeraria bajo la cual descansan los restos mortales   -378-   del ser a quien se amó con pasión inmensa, suelen también, con el transcurso de los años irse agotando así. ¡Todo es fugaz y deleznable en la vida del hombre! El suspiro, la lágrima, el cariño, se disipan como el humo en el espacio, como la espuma en el mar. Y la constancia en el recuerdo, no por ser la más excelsa de las virtudes humanas, logra escapar a la triste y desconsoladora ley...

El tiempo, la ausencia, la prisión, la sociedad mundana con sus halagos marcadores, la sombra misma del cadáver de Miguel Viturbe, hasta las feas cicatrices del rostro de Rodolfo- como si se hubieran unido en un solo y común propósito, habían acabado por triunfar de los remordimientos de la atribulada Lucía.

Cuando se presentó por vez primera ante su mente el terrible fantasma del olvido, ella luchó con él y lo venció. Mas, al verlo aparecer de nuevo, con creciente y porfiada insistencia, comenzó a observar, llena de asombro, que a medida que avanzaba el tiempo iba perdiendo más y más el vigor y entereza   -379-   de ánimo de que había menester para combatirlo y subyugarlo.

Llamó a las puertas de su corazón, en demanda de ayuda. Su corazón no le respondió. ¡Parecía dormir entretanto!

Entonces acudió a los recuerdos. Del mismo modo en que la gentil pecadora mundana que va a confesar busca el más apartado y silencioso rincón del sagrado templo para elevar desde allí su espíritu a Dios antes de pedirle perdón por sus culpas, buscó ella el silencio y el retiro de su alma desierta y fría y, con lágrimas en los ojos y angustia en el semblante, empezó a evocar uno por uno los episodios de su existencia pasada, deteniéndose con especial empeño en los que podían dar lugar a que resurgiese como antes, radiosa, aureolada, la poética imagen de Rodolfo.

Le sorprendió ver que toda aquella luz había desaparecido.

Volvió a luchar: hizo esfuerzos supremos: releyó las cartas enviadas por el preso desde la lejana celda...

Mas, como si esas páginas escritas hubieran   -380-   sido las del santo devocionario sobre el cual, pasado ya el terrible examen de conciencia, ve aquella pecadora evaporarse, juntas sus lágrimas de arrepentimiento y sus resoluciones de enmienda, así que salió de su profundo meditar, halló deshecho, para siempre sus propósitos y perdidos sus últimos escrúpulos.

Transformada, a la sazón, ante el criterio de sus nuevos y cada día más numerosos admiradores en heroína de una interesante novela social, cuyos capítulos principales, al ser comentados de boca en boca, de corrillo en corrillo, en salones, teatros y paseos, habían contribuido en no pequeña escala a hacer más tentadora aún, más codiciable y atrayente su linda y opulenta mano, concluyó por decirse un buen día, después de un último suspiro y de una última lágrima:

-¡Bah!... ¡aquello fue tan sólo un capricho!...

Y, entonces, ¡oh menguada índole humana!... por vez primera se le ocurrió pensar que las sombras que envolvían aún el origen de aquel misterioso incendio, mediante el   -381-   cual desapareciera una parte de su caudal, no habían sido nunca suficientemente disipadas...

La ventanilla de la celda de Rodolfo volvió a cubrirse.

-Vamos -dijo el guardián, corriendo el cerrojo-. No es permitido ver más. Es la hora del silencio y hay que retirarse.

El que hablaba y sus acompañantes se alejaron.

Luego, todo rumor se extinguió.

¡Y entonces, el número 313, estampado en metal sobre lo alto del marco de la puerta, como sobre la lápida de una cripta subterránea, se quedó brillando tristemente al reflejo de las luces que empezaban ya a ser encendidas, de a dos en dos, y de trecho en trecho, en los obscuros, silenciosos y solitarios pabellones...

¡Aquella celda era, en efecto, la tumba donde, aún después de la salida de su ocupante, habrían de quedarse sepultadas para siempre una esperanza y una ilusión!...








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