Sea principio de este artículo la solemnísima protesta de que a nadie me contraigo, que de nadie hablo, que a nadie pinto con lo demás que quiera el lector agregar valiéndose de esta palabra excluyente a propósito para una protesta de esta clase, pues nunca ha sido mi ánimo referirme a persona determinada, porque esto sería empuñar lanza en ristre contra muchos, atraerse malquerientes que sin necesidad de tales cosas nunca faltan, y obtener resultados que sólo pueden satisfacer a corazones mezquinos ajenos de lealtad, buena fe y nobleza en sus procederes.
No crea por esto el que lea que sin observación escribo estos renglones, pues sin ella nada bueno puede hacerse, y yo he tenido la ocurrencia de formar un acopio de tan buena cosa, que bien puede llamarse así, esto de fijar la atención y meditar sobre lo que pasa, cuando la ligereza y el antojo campean con fingido donaire en artículos de este género.
Entre los medios descubiertos [importa poco saber si hace mucho o poco tiempo] para hacer fortuna, adquirir un grande capital, proporcionarse goces y comodidades con que pasar esta vida transitoria, ninguno más seguro, más cierto y eficaz que un concurso de acreedores... ¡de acreedores! Rara cosa es por cierto representar el papel de afligido para ser sacrificador, angustiar, de mártir en una palabra para ver sobreponerse a aquellos mismos que con afanes, privaciones y desvelos lograron reunir algunos medios que vieron arrebatados por tanto hambriento como nos cercan amenazando llevarse hasta nuestro cuerpo, que bien pudiéramos decir hasta nuestra alma siguiendo a aquel estudiante que con sagacidad adivinó ser ésta un talego o botija de dinero que bajo semejante inscripción se hallaba enterrado en cierto lugar que habrán leído nuestros lectores.
¡Un concurso!... ¡un concurso! Voz mágica, voz poderosa, voz emblemática, a cuyo sonido salta henchido de gozo el corazón del calculista, así como tiembla de miedo el del pobre prestamista. ¡Voz de consuelo para algunos, de maldición para otros! ¡Voz significativa a la par que lucrativa, y que presentando el raro contraste de alegres y afligidos es poderosa a poner en actitud y movimiento infinitas personas! ¡Voz a cuyo eco responde acorde la terrible falange de abogados, procuradores, escríbanos, oficiales de causas, refaccionistas, vendedores y qué sé yo cuántas clases de las que encierra la sociedad!... ¡Un concurso! Voz en que se sueña de día, y se delira de noche, objeto de cálculos sin cuento, de especulaciones sin número, en que renace la esperanza de unos, y se oscurece y amortigua la de otros, en que principian las prosperidades de muchos, y se estrellan cual en rocas bravías la de tantos incautos malhadados!... ¡Voz en fin que jamás han tenido presente los economistas, y que es, con perdón de estos señores, eminentemente especulativa, por lo mismo que es eminentemente productiva!...
Para no impacientar por más tiempo a nuestros lectores con el desempeño del título que encabeza este artículo y puesto que muchos habrán, y quizá serán actualmente víctimas inmoladas con todas las garantías necesarias por algún implacable sacrificador que bien pudiéramos representar en una espantosa vorágine, vamos a trasladarnos al lugar de la junta, sí, señores, al mismo lugar de la junta, y cuidado con olvidar que de nadie hablo, y a nadie me contraigo, vamos a pintar al vivo lo que aconteció con don Cipriano Taravilla, hombre rico, acaudalado, que se hizo poderoso, no con afanes ni trabajos, ni mucho menos con loterías que sacara, sino con la industria más productiva de cuantas productivas se conocen, según creemos haber indicado antes, y cuya repetición no tendrán a mal éstos que me leen.
Son las doce del día: apenas ha dado la última campanada ya empiezan a entrar en el espacioso salón del doctor Confusio algunos individuos que a leguas conocería cualquiera que son acreedores: pasan pocos minutos y va aumentándose gradualmente el número de derrotados, porque así es menester llamar a estos que a guisa de combatientes y con lanza en ristre vienen a embestir al precavido y astuto deudor que armado de antemano no con cota de mafia ni cosa parecida, que eso nada tiene que ver con sus combinados planes, toma asiento, tose, dirige una mirada indagadora alrededor diciendo con interrumpidos signos de aprobación «éstos son de los míos».
Hay también en el salón abogados, procuradores, militares, comerciantes, mercaderes, hombres asalariados y cuantos más quiera el lector agregar, porque una junta de acreedores es en pocas, pero exactas palabras, un compendio de la sociedad con las clases todas que la componen. Empiezan ya a moverse, pasearse, toser, fumar, alargar el pescuezo hacia la entrada del salón para reconocer a los que llegan, meter ruido, hablar en secreto, y soltar palabras indirectas, hasta que llega la hora suspirada de la discusión. ¡Hora crítica y tremenda!, hora en que van a llevarse a cabo las más apuradas combinaciones: en que va a consumarse la grande obra puesta en planta tantos días: en que va a arrebatarse por medio de amigos verdaderos loque nada ha costado: hora en que va a pasar por la prueba de la experimentación, fecunda en resultados, lo que concebido por el hombre en el silencio de su retiro, alarma, inquieta, turba, trastorna y arruina a tantos otros que incautos y desprevenidos buscaron probidad, rectitud y honradez donde sólo hallaron usurpación, dolo y maledicencia; ¡triste recompensa a su generoso desprendimiento!
Da principio el acto por la lectura del escrito que también lo es del proceso: tiene éste en sus manos un oficial de causas aguerrido a quien llaman Acuchillado, y cuyavoz sonora unas veces, débil y apagada otras, trémula y triste cuando lo requería el caso, lee el libelo en que Taravilla pinta con negros y sombríos colores sus afanes, padecimientos y desvelos; en que se supone blanco de las mayores desgracias e infortunios, pues no hay contratiempo que no haya sufrido, descalabro que no haya destruido sus bienes, persecución que no haya tenido, pérdidas que no haya experimentado, y sin embargo de que ha podido en medio de tantas zozobras conservar el crédito, y de que su honradez e intachable comportamiento le ponen a salvo de los tiros de la venganza, implora la generosidad e indulgencia de los acreedores, porque según dice la agricultura, el comercio y la prosperidad se interesan en que se le proteja y sostenga, a fin de que circule el dinero, se vendan los frutos, trabajen los operarios y qué sé yo qué otras cosas diabólicas, perdónesenos el adjetivo, que allá inventó la facundia de su patrono.
Inútil será decir que a cada paso fue interrumpido el oficial por los acreedores irritados que quisieron hacerlo partícipe de su furor: empero cuando reventó la mina con terrible explosión amenazando destruir al deudor fue cuando llegó aquella de leer el estado de bienes y deudas, bienes de los que estaban presentes, deudas abortadas por el fraude y la mala fe: entonces, ¡oh!, ¡quién pudiera pintar cuanto pasó entre aquella gente! Todos hablaban, todos tosían, todos daban golpes y bastonazos; quién se levantaba con la mano cerrada para dirigirse al deudor que permanecía impasible, quién tiraba el sombrero devorado de cólera; todo era bulla, laberinto, confusión y tropel del que nunca se saliera a no imponerse por cuarta y quinta vez el silencio y el comedimiento que exigía el acto y el decoro mismo de las personas allí reunidas.
En medio de este desorden se veía sentado en uno de los ángulos del salón a un hombre que acostumbra ir a todos los entierros y que por una fatal coincidencia presenciaba el suyo en vida; nada hablaba, nada decía; de cuando en cuando suspiraba, y siguiendo los movimientos y ademanes del que hablaba ya en favor, o en contra del deudor, según se presentaba la alternativa exclamaba ¡vaya!... ¡no hay remedio!... ¡cierto!... ¡oh!... ¡nada!, ¡nada!, y como quien se encuentra desfallecido después de haber hecho un esfuerzo extraordinario, se recostaba y quedaba sumergido en el mismo aturdimiento que al principio.
Restablecido el orden pidió la palabra uno de los más opuestos y enfurecidos, y sin preámbulo de ninguna clase dijo:
«Pido al tribunal que vaya a la cárcel don Cipriano Taravilla ahora mismo dieron las costas, se pagaron éstas, arreglóse todo y al fin don Cipriano Taravilla se hizo dueño de un ingenio y de otras fincas valiosas, merced al abuso, mejor dicho, a la infracción notoria de una disposición que promulgada para alivio del hombre honrado y laborioso que sufre pérdidas y contratiempo en sus bienes, ha venido a ser un medio vergonzoso de especular y enriquecerse con oprobio de la ley y escándalo de la justicia.
La Siempreviva, tomo III, año de 1839, p. 82.
Describir un personaje como nuestra imaginación lo concibe es cosa bien fácil, porque sólo consiste en dar forma a las ideas expresándolas en el orden con que se representan y ofreciendo finalmente el conjunto que ella misma nos proporciona; pero describir un personaje tal cual es en sí, es por cierto difícil tarea en que no siempre puede darse cima; se dirá que el trabajo todo está en pintar las cosas como se presentan a nuestra vista, pero ¿quién puede pintar con sus verdaderos coloridos el semblante de un hombre cuyo raro conjunto inspira ideas imposibles de expresar?, ¿quién puede describir la fisonomía singular de una persona, semejante sólo a sus extravagantes ocurrencias?, ¿quién, finalmente, podrá transmitir a sus lectores la armonía de su semblante, de sus acciones, de sus maneras con las relaciones que ofrecen sus discursos?
Así es que para dar una idea no ya exacta sino aproximada se hace indispensable bosquejar primero al hombre, y referir luego su discurso, su conversación, o su modo de expresarse. Esto último es lo que ciertamente cuadra a mi cliente, porque discurso en el sentido lato de la palabra no lo ha tenido, ni lo tendrá jamás, ni menos conversación formal que digamos.
Es pues un hombre entrado en los cincuenta, corpulento, y desproporcionalmente grueso; diríase que mal avenidas sus carnes con lo demás del cuerpo han ido a situarse después de emigrar en varias partes a lo que el hombre tiene de más visible, que es la cara. Redonda es ésta, y tanto que sus abultados cachetes le esconden la boca, pequeña en demasía, y cuando se ríe, que a menudo lo hace, la contracción natural del rostro de tal manera le mueve los carrillos, que cualquiera diría que no tiene ojos si no lucieran como dos puntos luminosos la pequeña órbita de los suyos. La frente sumamente angosta presenta entonces apiñadísimas arrugas, que hacen creer que el pelo nace inmediato a ellas; éste es tan espeso como redonda su cabeza, de suerte que guarda la mayor armonía con su cara. Hasta aquí parte de lo físico.
Pero ¿cómo indicar siquiera con la pluma lo que el más hábil pintor no expresaría con sus pinceles? ¿Cómo dar a conocer el conjunto que a la vista ofrece el semblante de mi cliente? ¿Cómo dar una idea de la expresión que toma su semblante cuando en medio de su torpeza y por no encontrar palabras con que explicarse fija en mí sus pequeñísimos ojos y dando con el bastón en el suelo, se queda al fin inmóvil?... No puedo, no, intentarlo, y dejo esta tarea tan difícil en sí como grande mi insuficiencia.
«-Buenos días, señor doctor -me dijo este hombre sonriéndome que es su natural aun cuando esté incómodo, que rara vez acontece-,buenos días, yo venía a hablar con usted...»
«-Tome usted asiento -le contesté, insistiendo en que se sentara, pues ya me había cansado y atraído las maldiciones de los que por él se veían esperando; pero lo rehusó.
»-Pues... como le he dicho a usted, señor doctor -[aquí recuerdo a los lectores que mi cliente no es hombre de discurso como ya dejará de verse]-, pues... porque Joseíto tiene mérito y no porque sea mi ahijado... es decirle a usted... pues... que yo le abono, y que... en cuanto a este pleito meto por él la mano en la candela... es verdad que él tiene travesura y... pero... pues... no es decir que sean escandalosas y por lo tanto... ahora tiempo yo no sé por qué, le dio por celos a un vecino dos o tres heridas... pero cosa corta [y señalaba con el dedo índice la punta del inmediato] pues es querer decir... cosa de muchachos...
»-Pero, señor, cuál es el pleito de...
»-Mi pleito, esto es el letijio de mi ahijado es injusto... pues, porque el muchacho es tranquilo y mientras no se quimeren con él...
»-¡Tranquilo! -repuse yo-, y ha dado tres o cuatro heridas y...
»-Sí, señor, pues... porque es verdad que no tiene crianza...
»-Estoy, estoy de acuerdo con usted -le dije persuadido de que nunca acabaría si empezaba a hacer observaciones a mi cliente.
»-Pues... como decía... aquí traigo yo un documento que nadie lo puede prochar... y comoyo necesito de un abogado de la altivez de usted [actividad quiero decir], porque usted... es decirle a usted... yo, desde que lo vi a usted me quedé complacido... y por lo tanto el día de la prendición de mí ahijado no estaba en su casa, y ya usted ve de que es injusto lo que le quieren hacer.
»-Pero, señor, ¿por qué está preso Joseíto el ahijado de usted?
»-Pues es querer decir que no le pueden probar el acumulo que le hacen porque él es muy tranquilo y han dado en perseguirlo... y yo quiero que usted se haga capaz de mis razones...
»-Mire usted -le dije, cansado de oír lo que mi cliente me decía y para lo cual tardaba horas y más horas por el trabajo que le costaba explicarse-, mire usted, para hacerme capaz de lo que usted quiere decirme tomaremos un apunte del nombre de su ahijado, de la fecha en que lo prendieron, del juez que lo remitió, y encargaremos al procurador se instruya si es que tiene estado...
»-No, señor, Joseíto no tiene estado, es un muchacho soltero, porque... es decirle a usted que él... pues... nunca ha querido casarse, aunque vive...
»-Está bien -le repliqué-, usted me dispense porque estos señores están molestos...
»-Yo, doctor, lo que quiero es que usted se valga de su injerencia [amistad traduje yo] para sacar a mi ahijado de la ventolina.
»-Muy bien.
»-Y cuándo vuelvo por acá porque usted ve...
»-Cuando usted quiera y el escribiente le instruirá...
»-No, señor, usted me dirá.
»-Está muy bien, beso a usted la mano.
»-Soy un criado de usted.
»-Vaya usted en hora buena.»
Molido y maltratado me dejó mi cliente y descontento quedó por demás de su bendita obra, pues aún estaba yo comiendo, cuando se presentó a saber del negocio. ¡Santa Tecla! ¡Otra tenemos!
»-¿Usted gusta de comer?
»-No, señor, es decirle a usted que mi ahijado...
»-Tenga usted la bondad de sentarse.
»-No, señor, estoy muy bien, pues... porque mi ahijado...
»-Permítame usted, que en concluyendo...
»-Yo desde aquí le contaré a usted... es querer decir a usted que el triunfo de los contrarios es emífero porque aunque él esté preso... y por lo tanto...»
No sé lo que seguiría diciendo este hombre que siempre está diciendo y nada dice, como muchos que acá en la literaria carrera conocemos, pues me hice que oía no oyéndole; alguna que otra vez le contestaba con una lluvia de monosílabos a que daba mucha importancia porque anudaba su desanudada conversación, que con pretexto de urgentes ocupaciones le dejé sentado dando sus instrucciones al pobre escribiente a quien aburrió con su eterna petulancia.
El resultado de todo fue que este hombre raro, extravagante, negado, falto de caridad para con su prójimo, sobrado de celo y actividad para con su ahijado y cuanto más quiera agregar el lector, me seguía a todas partes sin que mis arbitrios fueran poderosos a desprenderme de él. Si iba a paseo allí mi cliente, si a la iglesia allí mi cliente, sial teatro a que nunca fue y que llegó a frecuentar por encontrarse conmigo allí mi cliente, sia una junta allí mi cliente en la puerta del tribunal para hallarme a la entrada y a la salida; por todas partes mi cliente, mi cliente... era el martirio de mi vida, la sombra de mi cuerpo, un fantasma negro que desvanecía con su presencia los instantes de placer que me eran dado gustar, era el ángel malo que a todas horas me perseguía; nunca comprendí sus eternas instrucciones, así como nunca pudo comprender el tormento que con ellas me hacía sufrir. Su ahijado, el que no tenía estado, el que hacía cosas de muchacho, el que habían dado en perseguir fue condenado a presidio por las muchas que hasta entonces había hecho.
Fue pues mi defendido, pero como todos mis amigos le decían al padrino mi cliente, y con este nombre lo conocía por mi desgracia, he querido bosquejarlo poniendo a este artículo «Instrucciones de mi cliente», que termino aquí aunque nunca terminó él las suyas; inquietándome el justo temor de no haber logrado instruir a mis lectores por el empeño de describir a un hombre que con todos los esfuerzos de su espíritu y los de su siempre trabajosa conversación no logró hacerme capaz de lo que con tanto énfasis llamaba sus razones. ¡Dios le ayude y me liberte de él!
La Siempreviva, tomo III, año de 1839, p. 256.
Plumas, papel, tinta... cuidado que no estamos formulando ninguna cuenta de escritorio, y para evitar interpretaciones, diremos paleta, pincel, colores tenemos aquí a nuestra vista, limpio el lienzo, y la mano bastante diestra por más que digan para trasladar a él el personaje que nos proponemos describir.
-¿Personaje? -dijo al momento una voz no desconocida, ¿y qué personaje es ése?
-¿Ése? Ninguno. ¿No ve usted que está el lienzo sin una línea siquiera?
-Bien; ¿pero qué se propone usted pintar?
-¿Pintar?... ¿Yo?...
-Sí, señor; ¿pues no está usted frente al caballete, y en una mano la paleta y en la otra esos pinceles?...
-Vamos... sí, es verdad... Usted es uno de los que se introducen en todas partes, y se acercan, y todo lo ven... me ha sorprendido usted en este instante en que sólo me creía...
-Cierto, pero... ¿qué diablos va usted a pintar?
-Voy a pintar el oficial de causas.
-¿El oficial de causas?... ¿El oficial de causas?... Sobre que se han propuesto ustedes no dejar clase alguna de la sociedad que no saquen a plaza, y ridiculicen, y las pinten en láminas, y en artículos y...
-Está usted muy equivocado. No pretendemos ridiculizar a nadie. Describir costumbres, bosquejar algunos personajes que a nuestra sociedad pertenecen, no dañar a nadie, hablar de usos generales, atacar los que sean desacertados y torpes, dar colorido local a esos cuadros, formar un cuerpo de obras cuyas páginas den conocimiento si no exacto, aproximado por lo menos del modo de ser entre nosotros, y de la influencia que en nuestros hábitos ejercen las numerosas clases que nos rodean, tal es nuestro propósito, santo, laudable fruto de la observación y del estudio; y nadie avanzará hasta el extremo de combatir esas descripciones que con aplauso de los amantes de la literatura publicamos.
-Sí, pero... ya usted ve... que...
-Nada, nada vemos ahora. El oficial de causas es el único objeto que ante nuestros ojos se presenta, y hemos de pintarle con todos sus pelos y señales... ¡Oh tú, Joaquinito, cómo habías de escaparte de nuestras pinceladas, habiendo para ellas abundantes tintes y colores, siendo tu fisonomía tan pronunciada entre las fases sociales, y teniendo aquí este lienzo que muy pronto será un espejo en que verás tu imagen completísima... y tú impertérrito acuchillado cuyo nombre solo es cifra de mil campañas que denodado has sabido vencer en concursos, testamentarías, intestados, ejecuciones, filiación, sevicia, y toda falange de procesos en que intervienes... y tú intrépido y locuaz... y tú el de la risita fingida... y tú el tierno embrollador que haces dormir los expedientes a tu placer...
-Ya usted falta a los deberes del escritor de costumbres, ya usted hace alusiones, ya usted personifica... y ése es un ataque...
-No personificamos, camarada, de nadie hablamos, a nadie aludimos, hacemos observaciones y nada más, acopiamos datos, unimos particularidades y si de todas podemos formar el personaje que hemos de pintar para que en él se vean como en el foco de un lente las costumbres generales que sin ofender a nadie describimos, entonces y sólo entonces pintamos, y ni remotamente se nos ocurre lastimar en lo más mínimo a esa clase laboriosa, honrada, dedicada con la mayor constancia al trabajo, a la cual apreciamos y queremos por sus virtudes, exceptuando a los que hacen entierros de cruz baja, o cobran al agente una firma dos veces, o no están a sus horas en el oficio, y nos persuadimos que ni una queja siquiera recibiremos, pues a nadie habremos aludido, ni de nadie habremos hablado.
-Pues yo creo que usted hace mal, muy mal...
-Pues si hacernos mal, déjenos usted en nuestra ocupación...
-Pues me iré inmediatamente...
-Pues hágalo usted en feliz hora, y no vuelva a quitarnos el tiempo, ni a levantarnos polémicas, ni a contradecimos, ni a distraernos.
-En hora buena y hasta nunca, ¿eh?
Esto dijimos; fuese el majadero, y cerrando la puerta y picándonos ya la mano nos sentamos frente a frente del lienzo; arreglamos colores, bosquejamos la figura, y con sombras más o menos fuertes, más o menos suaves nos dedicamos a la obra, inspirados por la memoria, y sostenidos por la imaginación, por esa potencia creadora, viva, palpitante, hermosa, que el fresco ofrece a nuestra vista, cuanto ella vio en pasadas horas, y aun en remotos climas, hiriendo nuestros sentidos cual si recibiendo estuviesen las impresiones que nos conmovieron.
Y largo silencio pasó y largo espacio empleamos.
Ved pues el cuadro. Colocaos de manera que esté en su luz; no confundáis las sombras, ni veáis las negras tintas que vuestra indiscreción, vuestra malignidad o vuestra ligereza pretenda advertir, sino lo que hemos pintado, y nada más. Aquí, más cerca, no tanto, desviaos más a la izquierda... eso es... miradlo ahora.
Ese hombre que atraviesa diariamente las calles de la ciudad, que entra y sale en algunas casas, que sube y baja escaleras, para volverlas a subir y bajar el siguiente día, que detrás o junto a él lleva a otro más joven cargado de papeles que apenas puede debajo del brazo contener, es un oficial de causas y el otro su escribiente, o ayudante que es lo mismo para el caso; éste es parte integrante de aquél, y diz que sólo por eso se trae a colación, que justo es, según cierto principio, y salvas sean las excepciones, que lo accesorio siga la naturaleza de lo principal.
El oficial de causas, ese joven que a las nueve de la mañana entra en una escribanía, que suelta sombrero y bastón, que abre con una pequeña llave el escaparate de cedro a su espalda colocado, que se sienta delante de su mesa y se posesiona de ella, que va colocando procesos, arreglando escritos, dictando oficios, extendiendo algunas notificaciones del día anterior, que apenas se ocupa de los objetos ni de las personas que le rodean, seguro de que se acercarán a él los que de él necesiten; ese joven que con rostro sereno mira impasible a los demás, que alguna vez se sonríe pero sólo con los labios; que otras manifiesta aspereza o resignación, que tan pronto ojea un proceso desde la primera hasta la última página, como pensativo se detiene en algunos lugares de la actuación; este individuo finalmente que tanto lugar ofrece a la observación en sus anomalías y contrastes, es una persona poderosa e influyente en la tranquilidad de las familias por lo mismo que en sus manos tiene sus bienes e intereses, su reputación y honra, que ambas cosas dependen muchas veces de la suerte que corren los litigios.
Hemos dicho que el oficial de causas es persona poderosa e influyente, y no nos faltará ocasión de demostrarlo. A las diez de la mañana ha recogido ya infinitos escritos, tiene casi redondeada la audiencia del día anterior, salvo algunas intimaciones que aunque le faltan pronto llenará; arregla sus papeles, coge sus procesos, distribuye el trabajo con su escribiente, toma una pluma, mal cortada por lo regular, se dispone a ir a casa de los tenientes (ésta era la expresión cuando los había), manda al ayudante a la de los asesores particulares (también han desaparecido como nubes que lleva el huracán), pone en la pestaña de los escritos asesor Flores y alcalde 1.º, asesor Piedra y alcalde 2.º, etcétera, entrega las firmas con cuenta y razón de las insolventes y de oficio y bien espera algún otro escrito que le interesa, o se va por su lado a despachar.
Al momento queda desierta la mesa, eternamente acompañada de una carpeta con más cortadas que agujeros, un gran tintero cerca de una esquina atravesado por más señas con un clavo que lo fija en aquélla para evitar sin duda que en la salvadera lo equivoquen, a pesar de estar casi proscrito su uso y ventajosamente reemplazado por el mismo paño que cogido de un canto arroja sobre el escrito la arenilla que pródigas manos derramaron sobre él. Esto mismo sucede en todas las escribanías, hora muerta para el oficial de causas, pero viva, vivísima para el oficial de cuadernos que ve agruparse alrededor suyo infinitos vendedores, poderdantes, prestamistas y usureros, no de esos que exigen tres firmas y cuanto saben sus víctimas, sino otros más piadosos y humanos que al descuento y con hipoteca y con renuncia de todos trámites y pregones fijan el precio a la finca para que sin necesidad y con la simple presentación del testimonio se proceda a su inmediato remate; y todos queriendo ser los primeros, que éste es achaque frecuente en hombres de negocios, aunque no tengan más que uno.
Y el cartulario entretanto impávido, sereno, recoge certificaciones de pago y averigua y pregunta si se satisfizo la hipoteca, si la alcabala está corriente, de quién hubo la finca el vendedor, si es casado, si tiene entredichos, sies menor, si su curador interviene, y mil y mil preguntas que dejan atónito al que por vez primera se acerca a ese lugar. Y luego muy serio y sin mirar a los otorgantes, coge el cuaderno, y con una rapidez de vapor lee el extenso documento que acaba de escribir que tantas y tantas cosas contiene, y alarga la mano, y da la pluma, y los contratantes que quedaron tan instruidos de lo que oyeron, como nosotros de lo que pasa ahora en Pekín, se sientan y firman, y pagan los derechos o no los pagan, y complacidos se van. Pero de esto en otra ocasión, que nos distraemos del punto principal, y el oficial de cuadernos será objeto de otro artículo que aplazamos para cuando tengamos tiempo, espacio y sobre todo voluntad, que es la única que domina en las altas regiones de la inteligencia.
Entra y sale el oficial de causas en el estudio de los asesores, entraba, debemos escribir, que ya esto pertenece a la parte histórica de nuestro foro, y según el interés que tiene por el pleito así insta por el despacho: toma cualquier periódico, lee y espera o pronto se retira diciendo:
-Licenciado, mañana despacharemos.
Y cuando ha repetido esta frase tres o cuatro veces, se aparece de súbito con un escrito de apremio, y en él un decreto en estos términos: ocurra el escribano a primera audiencia. «Autos como están pedidos.» Se entiende en el despacho; decretos que como en nada perjudican, según dice el oficial, salvan de una molestia al abogado, porque de momento le libertan del despacho, y para esto se escoge precisamente la hora en que está más entregado a su bufete. Amistoso y familiar, de todo habla, de todo pregunta, en todo entiende, salvas sean las excepciones, que de todo hay en la viña del Señor, y ustedes saben muy bien (hablamos con los oficiales) que éstas son verdades y que nada suponemos, y que es bueno el callar; ríe y se chancea, da su opinión sin pedírsela, pide prestados algunos libros, máxime si están en verso y si no que lo diga Pepe, se aplaza para la ópera, o para el drama de la noche, se embulla para los toros, y cuenta cuanto en esos espectáculos ha pasado, haciendo extensivas sus palabras a empresas y conquistas amatorias de las que siempre ha salido triunfante, amén de los bailes y gallos de temporadas a que nunca falta y que le dan ocasión para divertirse y entretenerse.
Hoy han variado las cosas de una manera notable: hoy el oficial de causas ha perdido mucho y ganado también más. Ha perdido entre mil cosas, que no todas son para escritas, la propina de los asesores, letrados, calificadores, comisionados para remates, pruebas, declaraciones, etc. Ha ganado limitando sus diligencias a puntos determinados, no teniendo que ir a tantos y tan distintos estudios, de tantos y tan diversos asesores, pues adscritas las escribanías al despacho de un alcalde mayor, a este juzgado y nada más tiene el oficial de causas que acudir y aquí lo hace todo; provee, falla sentencia que no es poca cosa que digamos, cuando antes tenía que acudir a tan distintos y encontrados lugares.
A las doce o poco más, ya está de vuelta en la escribanía; ya espera la audiencia que mandó firmar, ya tiene atestada la mesa de procesos, ya vienen los litigantes, agentes y procuradores, y sentándose unos, acercándose otros, tomando la pluma y abriendo el cuaderno de providencias, todos hablan y preguntan, y tosen, y fuman, y accionan y se desesperan, y cogen, y sueltan el proceso; y él impávido, en medio del huracán a todos contesta, a todos habla, a todos satisface. Y extiende una notificación, y pone una nota, y dicta una orden, y folia un proceso, y coge otro, y pone en continuo ejercicio su incesante y prodigiosa actividad.
-¿Qué hay en la Castro? -grita un imberbe escribiente.
-Autos -responde el oficial.
-¿Qué hay en el intestado de Recio? -No han despachado.
-¿Qué hay en el concurso de Taravilla? -¿Han venido las resultas de la orden? -¿Ya contestó esa gente el traslado?
-¿Cuándo pagan la asesoría?
-¿Está suelto el apremio?
-¿Ya se puso el testimonio?
-¿Evacuaron el reconocimiento?
-Firmó el alcalde?
-¿Se aprobó el acuerdo?
-¿Ratificaron el escrito?
-¿Vinieron los testigos?
Y mil y mil preguntas en mil distintos procesos; y él respondiendo siempre bien, o mal, con verdad o sin ella, satisfaciendo a unos, desesperando a otros, alegrando a muchos, entristeciendo a esotros con estas palabras casi siempre las mismas y que cada cual pesca y las escribe en su cuaderno.
Traslado. Autos. No han despachado...
-Está en la firma...
-El asesor enfermó...
-No han dado para el papel...
-El ministro no ha dado cuenta...
-Lo tiene el escribano para notificar...
-No han venido las ratificaciones...
-Entréguense...
-Estése a lo proveído...
-Cúmplaselo mandado...
-Se oye en un solo efecto...
Y otras cosas parecidas que en sí envuelven los temores, la esperanza, los cálculos, el gozo, la incertidumbre, el anhelar continuo de los que tienen la desgracia de litigar.
El oficial de causas, ese hombre que veis siempre afanado detrás de la mesa, entre escritos y procesos, es todo, o nada. Imparcial, a nadie se inclina, la misma actividad para unos que para otros, no revela el secreto de la prueba, no intriga en el remate, no influye con los peritos, no violenta los términos, no extiende notificación que no ha hecho, no dice el embargo decretado antes que se ejecute, no habla del asesor, no compele a los agentes para que se instruyan en víspera de dos o tres días feriados, no da copia de interrogatorios, ni de repreguntas; es igual para todos.
Interesado en la causa, es todo lo contrario; a solas se goza en su minador influjo, y si algo le decís, se pondrá tan pequeño, que en una palabra os dirá «que es un triste oficial o mancebo de escribanía, que él no provee, que nada puede, y que no hace más que cumplir con sus gravosas obligaciones».
Pero cuando despliega toda su actividad, cuando se multiplica hasta lo infinito, cuando está en todas partes, cuando no tiene hora segura en el oficio, cuando todo lo desatiende es cuando se trata del pago de costas. ¡Oh!, entonces es prodigioso, entonces todo lo allana, todo lo facilita, todo lo remueve, todo lo anda y nada se queda que no venza y alcance su infatigable laboriosidad. ¡Oh!, si le apuráis, en un día, en una hora, redondea el expediente, lo pasa al tasador, embarga bienes, busca postor si de remate se trata, cobra, percibe, reparte el dinero no en pos de la cuarta, sinoen pos de la propina que le dan abogados, procuradores, peritos, etc.
Verdad es que todos se resisten al tiempo de liquidar, que hay dientes que vienen al estudio del abogado (algunos nos están leyendo) por la mañana, al mediodía, de tarde, de noche, a todas horas; que allí leen los periódicos, fuman, tertulian, hablan, tosen, oyen y ven para hablar en otras partes acaso lo que ni vieron ni oyeron, halagan y aun adulan a su defensor, le exponen sus temores, adquieren ánimo, se llenan de esperanzas, y todo, todo está muy bien, pero llega el momento de las costas, el pleito se transó; aquí de la astucia, de la malicia y de cuanto agregarse quiera. El cliente ya no es cliente, ya cesaron sus zozobras, ya se desvanecieron sus inquietudes, ya no ha menester del abogado, ya tiene en su poder el dinero que nunca viera en tanta porción reunido, ya manejó según la expresión del oficial de causas, y no vuelve, y todo lo olvida y le parecen altos, excesivos, escandalosos los honorarios, inmensas las costas y habla y murmura y pronuncia desatinos y afecta enojos, y quiere con ridícula hipocresía encubrir su punible comportamiento, y al oficial de causas, aguerrido, experimentado, instruido en la ciencia de Lavater, no le sorprende saber lo que ya vio su ojo perspicaz en el rostro del diente agradecido.
Otros se hacen insolventes a pesar de pesares, o llevan mil recibos, otrastantas sangrías que disminuyen la exhibición y que el oficial sufre con necesaria resignación. Verdad es que no siempre sucede esto, y que él tiene a veces más que todos, porque de todos tiene, y de la parte de todos hace la suya.
El oficial de causas se pinta solo para un entierro de cruz baja, solemnidad silenciosa en que desempeña a las mil maravillas el principal papel, y lo vais a deducir con sólo este antecedente. Cuando veáis dormir un proceso; cuando nadie pregunte por él, cuando el procurador contrario no apremia, ni el agente se acuerda tampoco de nada, bien podéis exclamar ¡in profundis! Aquí hubo
entierro de cruz baja, y sepultaron con el proceso al abogado, al procurador, a los agentes, tasadores, ministros, al escribano mismo. Verdad es que suele ser enterrado también el oficial, pero no es lo frecuente, ni tratamos tampoco de escribir sino de aquellas escenas en que en primer término campea el personaje que pintamos. Muchos enemigos y muy ventajosos e irresistibles tiene el oficial de causas. Abre la marcha el litigante insolvente, cáncer que devora, víbora que muerde, jagüey que se adhiere y se abraza y seca y aniquila y mata, y todo lo quiere en el acto, al momento, con preferencia exclusiva.
Las causas criminales que le acosan y le abruman, y le hacen ir continuamente a la cárcel, y suplir papel y gastar en carruaje, y hacer el extracto y el parte quincenal y el demonio, que a tal llega a veces su justísima desesperación.
Si se le ocurre rematar una casita, siervo o cosa tal, él se arbitra, y busca y halla remedios aunque no tenga un peso, que personas de más tener rematan y no pagan y con los plazos se quedan. Todo lo que el oficial hace entonces, a todo lo que aspira y aquí prueba su honradez, es a que el defensor, y el procurador y el perito le rebajen algo de su partida, pero siempre exhibe el contado y cuanto a su nombre ofreció el intrépido testaferrea que como postor se presentará en la subasta.
Es el oficial de causas alma del escribano, y si no dirigid la vista hacia aquella mesa sobre la cual se levantan tantos concursos, intestados, testamentarías, pleitos ejecutivos, ordinarios y criminales que afanoso y a la vez autoriza, y en los cuales imposible le sería intervenir si no fuera por su órgano, que a la misma hora y el mismo día lo hace aparecer en una junta de acreedores, en un auto de proceder, en un reconocimiento, en unos descargos, o en otras tales diligencias que diariamente ocurren en el cúmulo de negocios que cursan en la escribanía.
En medio de tantos afanes, de tanta constancia, de tan asiduos y penosos trabajos, ¿cuál es la suerte, el porvenir del oficial de causas? Triste es por cierto manifestarlo. Algunos logran después de mil dificultades ascender a escribanos reales, y decimos mil dificultades porque el fiat es una roca inaccesible a los de escasa fortuna; porque hay un número determinado que componen el colegio; porque es necesario una vacante, y ésta ni siempre ocurre, ni hay uno solo que a ella aspire. Así pues, el que casi un niño entró en la escribanía, el que en ella vio pasar los mejores años de su juventud, llega a la vejez pobre, quizás desamparado, cuando una familia le demanda educación y subsistencia; y reproduce a la contemplación de todos el ejemplo de aquellos militares aguerridos que envejecen sin ascenso, y que cargados de años y de trabajos tienen sólo la memoria de las numerosas campañas en que se batieron.
Un hecho notable que está al alcance de todos y que se hace advertir entre el laberinto infernal de oficios, órdenes, embargos, remates, entredichos, pruebas y declaraciones, entre las exigencias mismas de las partes, de los cálculos del interés, del egoísmo, de las pasiones todas que desenfrenadas buscan pábulo e incremento en las contiendas judiciales, demuestra la integridad del oficial de causas, de ese individuo que continuamente se afana, que continuamente trabaja sin hallar acaso recompensa a sus fatigas.
Cursan en nuestros tribunales una infinidad de pleitos de la mayor consideración e importancia, en los cuales se reclaman cuantiosas sumas de pesos, jamás que sepamos se ha arrancado un pagaré, ni documento alguno de los procesos, jamás se le ha perseguido por su extravío, y cuenta que en esos documentos está la honra del hombre y la paz de las familias, y la riqueza y bienestar de que gozan, que los autos se entregan al asesor sin recibo, y sin recibo se recogen; que mil manos hojean aquel proceso confiado exclusivamente a las manos del oficial de causas a quien no sonríen por cierto los halagos de la fortuna. ¡Justicia pues a su reconocida honradez, a su constante laboriosidad, a su íntegro comportamiento!
Testigos de estuche40
Todos esos hombres que veis allí en los portales del gobierno que entran y salen en las escribanías, que hablan, tosen, fuman y disputan; que a las doce del día se empujan y amontonan; se pisan y atropellan, que tan pronto están en la Lonja, como en el billar, tan pronto en la Almoneda como en la Dominica, y que ni un momento abandonan a ciertas horas aquel hervidero como alguien lo ha llamado, todos esos hombres van allí a sus negocios. Pero si preguntáis cuáles son los asuntos que a ese lugar los llaman, muy difícil será contestar esta pregunta. Pleitos y reclamaciones judiciales, diría cualquiera al columbrar aquel heterogéneo conjunto, y satisfecho creería haber señalado el objeto que atrae bajo los portales a tan bulliciosa reunión.
Pleitos y reclamaciones judiciales, diríamos también nosotros, si viendo sólo la superficie de las cosas no quisiéramos penetrarlas. Pero ¿cuántos sin haber soñado en litigios, sin tenerlos, ni esperarlos, fijan allí su permanencia diaria por muchas horas consecutivas? ¿Cuántos que sin pensar en tribunales ni procesos, tienen allí sus negocios, y después de matar el tiempo, y mil otras cosas que callarse deben, se retiran a sus casas, cansados, fatigados de sus quehaceres, abrumados de sus trabajos? ¡Cuántos, cuántos, lector amigo, van a reposar para entregarse al siguiente día a la misma ocupación, al mismo trabajo, a los mismos negocios. ¡Cuántos finalmente hacen de este ir y venir, de este estar y volver, las faenas diarias de su penosa existencia!
Muy incauto seríais si en estos renglones encontrar creyereis la descripción de los portales del gobierno a las doce de un día de trabajo. No es tal nuestro propósito, ni encerrar podríamos en un artículo la multitud de objetos que allí se presentan a los ojos del observador. imposible sería también dejar explotada en tan rápidas líneas la abundante mina que allí se presenta, ni agotar una sola veta de las muchas que en todas direcciones cruzan, profundizan y enriquecen.
En medio del sordo rumor que levantan tantas y tan encontradas voces, de tantos y tantos hombres cuya clase, condición, edad, traje, aspecto y ocupación se confunden en ese laberinto en tan poco espacio contenido, un objeto llama preferentemente nuestra atención. De esa turba de picapleitos, agentes, vendedores, litigantes, usureros, petardistas, leguleyos, estudiantes, oficiales de causas, escribientes, corredores intrusos, buhoneros y regatones; de ese inmenso y extravagante conjunto que la sociedad arroja y amontona, como arrastran las olas del mar en la vecina playa mil raros y confundidos objetos, de ese acopio enorme cuya variedad no es posible en toda su extensión referir, sobresale con erguida cabeza, limpio rostro y ojos indagadores, el testigo de estuche. ¡Oh, y quién pudiera pintarle si no con la exactitud con que el daguerrotipo fija la imagen en la plancha, por lo menos con los rasgos distintivos de su carácter! ¿Y quién es bastante entendido y suspicaz para comprender el carácter de ese hombre, de ese hombre que todo lo sabe, que todo lo dice, o que todo lo ignora, tergiversa y calla, según sea el caso en que ostenta los recursos de su rara, fecunda y productiva habilidad? ¿Quién podrá ser capaz de penetrar aquel su pensamiento ocupado siempre de tantos negocios, que apenas puede en su sabiduría deslindar?
El testigo de estuche es sin duda alguna un ser privilegiado; su sabiduría no tiene límites, no conoce obstáculos. Sí acaso se le presenta algún inconveniente, si algún escollo le amenaza, la religión del juramento que prestó no le sirve de óbice alguno; impávido todo lo arrostra; marcha firme, imperturbable, sereno: recurre en sus apuros a su prodigiosa y extraordinaria memoria, y tan satisfecho queda acertando como contradiciendo lo que antes aseguraba.
Por eso hemos dicho que se presenta con limpio rostro y ojos indagadores; que si a aquél jamás lo turba el pudor, éstos le sirven para escudriñar los negocios que demandan su constante y eficaz intervención. Si se trata de un pleito de familia, posee todos sus secretos; conoce al padre, a la madre, a los hijos, a los parientes, a los amigos que frecuentan la casa; sabe cuanto en ella pasa, y es tal su exactitud a veces, que hasta el más leve suceso que altere la tranquilidad doméstica, el más ligero ruido que se oiga, lo ve, le consta, y lo dice aunque no siempre se le pregunte.
¿Quiere Pedro acreditar su insolvencia para pleitear a la sombra de este beneficio, libre de erogaciones judiciales? Pues bien, allí va su agente; apenas da un paso por los portales, apenas tiende la vista, se presentan tres o cuatro testigos de estuche. Una señal basta para atraerlos; entra con ellos en la escribanía; habla con el oficial, vuelve los ojos, y en tan corto espacio de tiempo ya saben, les consta y aseguran que Pedro no posee bienes de fortuna, que es pobre, que apenas le alcanza lo poco que trabaja para su subsistencia, y todo esto lo atestan porque hace muchos años tratan al que los produce y jamás le han conocido propiedades de ninguna clase.
Muertes, heridas, robos, divorcios, préstamos, adulterios, golpes, sevicia, jactancia, fraudes, lenocinio, todo, todo lo sabe; de todo habla, todo lo atesta y asegura. Su nombre, edad, vecindario, ocupación (cuenta que no dice la que ejerce), estado y naturalidad figuran en innumerables procesos. Su apellido llama la atención del juez que examina el expediente, del abogado contrario que impugna la declaración; del defensor de la parte en cuyo obsequio depuso. En todo interviene y en todo está, en todo toma parte; así contribuye con su dicho al triunfo de un litigio, como ocasiona su pérdida por la implicancia y contrariedad de sus manifestaciones.
Si le vierais absolver un pliego de repreguntas, os asombrarían la facilidad y ligereza con que da sus respuestas a los mil particulares que se le interrogan. Entonces no recurre al gran registro que su memoria le presenta; no piensa, no medita. Impávido, sereno, todo lo contesta, y para nada cuida de buscar consonancia con lo primero que antes declaró. O se aprende el apunte que le facilitaron, y sin discreción porque no es posible acertar con cuanto la sagacidad contraria exige, lo contesta todo trastornando lo mismo que no pudo combinar; o con la mayor confianza y seguridad expone lo primero que en aquel instante se le ocurre, cual sí fuera lo que verdaderamente debiera contestar.
Recibe uno, dos o más pesos por su declaración, según sea el caso y la importancia de su dicho; jamás pregunta quién es la persona en cuyo favor va a prestar sus servicios, y es tal la prerrogativa que a veces suele gozar, que sin necesidad de molestarse, ni interrumpir las ocupaciones que tan afanoso le traen, entra en el oficio, pide una pluma y firma sin examen alguno lo que le ponen delante; que esta prontitud, facilidad y falta de escrúpulo forman parte y muy importante del favor que en aquel momento se sirve dispensar.
Tiene también amigos y a éstos nada lleva, con ellos nada interesa, porque en cambio le proporcionan ganar algunos medios que llevar a su casa para sostener sus precisas y gravosas obligaciones. Firme en los portales, busca allí la vida vagando en los lugares que antes hemos mencionado, y si presto, ligero y veloz acude donde le llaman, presto también olvida lo que ha dicho, para ocuparse en lo que le resta por decir. Infatigable, no pierde otros recursos iguales a éste, para sacar el diario que su subsistencia demanda. Contrae deudas mezquinas, pero numerosas, y jamás sale de ellas, porque su prostitución es tal, que siempre lo tiene abismado en la miseria.
Tal es aunque ligera y débilmente bosquejado el testigo de estuche; ese ser corrompido y degradado que prostituye la pureza del corazón, que turba la paz de las familias; que hace de su viciosa vida un tráfico vergonzoso y criminal. Enemigo del trabajo, se entrega en brazos de la vagancia, haciendo de ésta su execrable ocupación; víctima de la inmoralidad, atribuye a su suerte lo que sólo es efecto del abandono de su educación, de la indolencia con que viera correr los días preciosos de su juventud. Pasa ésta rápida y fugaz, y sorprendido en medio de su funesto letargo, cuando una esposa, unos hijos, una familia toda reclaman su cariño y vigilancia, en vano puede comprender y alcanzar la importancia de sus deberes, porque incauto y desprevenido, jamás se le ocurrió que la sociedad exigía para su sosiego y bienestar el cultivo de su corazón, la dignidad de su alma, la pureza y rectitud de sus costumbres.