Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


Abajo

Criterios morfológicos para la categorización gramatical

Sebastián Mariner Bigorra





El sexualismo freudiano resulta grano de anís cuando se le compara con la visión del mundo que inspira una definición de la categoría del género gramatical muy boyante todavía: «accidente gramatical que sirve para indicar el sexo de las personas o de los animales y el que se atribuye a las cosas»1. Tomar a la letra esta afirmación en su integridad, concretamente en su última parte, supondría para la Humanidad actual -racionalista, postcartesiana- un grado de obsesión sexual rayano en la manía. ¡De modo que no bastaría ya que las relaciones entre los hombres se supusieran más o menos condicionadas por un subconsciente gravitado sobre el instinto genésico; mucho más: hasta para referirse a las cosas, a los objetos tenidos como inertes, los hablantes de la mayoría de las lenguas de civilización (Sociedad, Sociedad: ya decía Rousseau que tú corrompes a los hombres) sucumbirían a la tentación de teñir de atribuciones sexuales su designación oral! Ni los ambientes moralmente más depravados o culturalmente más orgiásticos de la antigüedad o de los primitivos de todos los tiempos podrían compararse ni por asomo con el desenfreno imaginativo de un ámbito cualquiera, de un salón al cual y a cuyo techo y suelo, bancos y asientos, pasillos y peldaños, rincones y espacios en general y en detalles se decorara fálicamente con la atribución del sexo viril, en tanto que, para mayor vergüenza por promiscuidad, se impregnara del contrario la compañía de sus paredes y puertas, sillas y mesas, luces y lámparas, ventanas y columnas, en fin, decoración en general también y en cualquiera de sus minucias. Varios Concilios tendrán que pasar para que hasta los más «en línea» se atrevan a sostener que tamaña, más que bestialidad, cosificación, pueda tenerse por moralmente lícita...

Además que, esta vez, a los tales pseudoconciliares les fallaría su socorrida panacea de echarle la culpa de ello, como de todo lo malo que hay en el mundo, al latín. Alguna puede que tenga, como vamos a ver; pero no toda, ni mucho menos. Al contrario, más bien la tienen los que, avulgarándolo, lo alteraron y destrozaron fragmentándolo. En efecto, la escandalosa definición aquí sometida a cuarentena pierde no poco de su desfachatez si -referida a lenguas que, como el latín, presentan también género neutro- se la continúa con «o para indicar que no se les atribuye ninguno»2. Soseguémonos: no todo fue depravación; cabía también mirar las cosas con ojos castos en aquellos tiempos paganos: bastaba emplear el género neutro; a mayor abundancia de este género, mejor pureza de pensamientos...

Este relativo sosiego llegaría a la tranquilidad completa si se operara todavía, sobre la definición tal cual quedó acuñada en la antigüedad misma, una leve operación: cambiar los «se atribuye» en su correspondiente pretérito. Por lo menos, ésta es, según se sabe3, una de las más aceptables explicaciones del origen de la masculinización o feminización gramatical de los vocablos correspondientes a seres asexuales. No entre los latinos, ni siquiera entre los griegos clásicos, cuando ya la visión apolínea del mundo había superado a la dionisíaca con el triunfo de la razón, sino más atrás, entre los prehistóricos indoeuropeos primitivos, habría sido razonable y angélicamente pura aquella atribución: frente a muchos seres designados en neutro, en cuanto se les tenía como objetos, algunos otros -que lo serían igualmente para una mentalidad racional, pero que no lo eran, dada su actividad o productividad para la animista del primitivo- lo fueron en masculino o en femenino por el sencillo motivo de que se les personificaba, se les dotaba, al menos, de categoría de seres vivientes. No, pues, una mera atribución -irracional y absurda- de sexo a unas cosas tenidas como tales; sino una atribución de caracteres animados a unos seres pensados como vivos pese a que no lo son en realidad; entre dichos caracteres, naturalmente, uno del que suelen estar dotados los vivientes: el sexo.

Ésta es la culpa del latín y la del griego, y la de sus gramáticos respectivos: la de haber podido pensar que había atribución de sexo a unas cosas, bien que frente a otras a las que no se atribuía ninguno. Pequeña culpa, sin embargo, en comparación con la de sus herederos neolatinos que les fueron copiando la misma definición, y que incluso se permitieron el lujo de escapar a la rutina, suprimiendo -al parecer con razón, puesto que en dichas lenguas no quedaba (ya desde época concomitante con la del predominio de diferentes rasgos vulgares de la lengua de origen y consiguiente diferenciación en otras distintas) un auténtico género neutro en los nombres de las cosas- lo de «o que no se les atribuye ninguno». Máxima culpa ésta, y por ello ejemplo conspicuo de error en la definición de una categoría gramatical necesaria y únicamente por un criterio de significación o de valor.

Cierto que éste es el sexo de las personas y de los animales; pero, desde que la visión del mundo se racionalizó, desde que no se personificaron las cosas, ya no puede seguir siéndolo para éstas, ni siquiera en grado de atribución. Con el subterfugio de la atribución queda oscurecida la carga morfológica y funcional acumulada en la categoría género para los nombres de cosa. Todo continuaba igual como entre los indoeuropeos, esto es, en la Prehistoria, sin atención alguna -en la definición- a la gran reclasificación formal que, según sus terminaciones flexivas, habían sufrido las palabras del latín tardío a los efectos de género gramatical, y que sigue afectando todavía a las lenguas derivadas de aquélla; y asimismo sin mención de la capacidad de elemento contrastivo en el funcionamiento del juego de masculinos y femeninos en el decurso, última de las utilidades actuales de la averiadísima categoría del género gramatical de los nombres de cosa. Reclasificación y contraste totalmente ajenos a cualquier personificación, sexuada o no, de las cosas: aquélla, debida fundamentalmente al predominio de femeninos y masculinos, respectivamente, en las flexiones a que -por su terminación- resultaban parecerse en plural y en singular -respectivamente también- los nombres de cosa neutros; éste, provocado por la capacidad adjetival de la moción, que permite referir a distancia unos determinantes con terminaciones de masculino o femenino a nombres de cosa catalogados como masculinos o femeninos sin más. Con ello este ejemplo inicial, que me he atrevido a llamar conspicuo, queda claro que es también lo suficientemente alarmante para alertar nuestra atención hacia tantos conceptos de categorías gramaticales definidos por criterios fundamental y meramente semánticos, muchas veces acuñados para lenguas distintas de aquellas que los han heredado, entre ellas la castellana. Pues no cabe argüir que el caso del género es excepcional, por radicar en una diferencia en la visión del mundo tan diametral como apenas haya otra mayor; si fuese así, la incongruencia tenía que haberse arreglado desde mucho antes, y no podría haber llegado hasta nuestros días. No se trata, pues, sólo de que se haya pechado rutinariamente con una definición caducada por alteración grave del fundamento conceptual en que se podía haber basado antaño, sino de que se ha seguido con una definición meramente conceptual o semántica para una categoría que en una gran parte se halla vacía de todo contenido semántico y consiste -en esta parte- sobre todo en discriminaciones formales con capacidades contrastivas.


I

Gramaticalmente alarmados, pues, aunque ya tranquilizados moralmente, vamos a repasar aquí una serie de definiciones categoriales receptas o poco menos en la Gramática castellana indagando hasta qué punto los elementos semánticos que las integran responden a una realidad lingüística auténtica y, merced a ello, permiten una conecta clasificación. En esta revisión, mis circunstancias personales (humanas: hablante habitual de una lengua distinta de la castellana; y profesionales: cultivador también habitual de otras gramáticas y filologías) me obligan rigurosamente a extremar la prudencia hasta el máximo. Para empezar, pues, ninguna postura radical: ni anatema «norteamericano» contra el «mentalismo» europeo, con pretensiones de que toda definición y clasificación lingüísticas tienen que radicar exclusivamente en la loma; ni excomunión tesneriana contra los despectivamente llamados «morfólogos», postulando la primacía del sentido en todo lo lingüístico de carácter sintáctico. Sencillamente, reconocimiento de que ambas caras del signo lingüístico son importantes, y con ello, atención ingenua e imparcial a cuál es la efectivamente importante en el caso de cada una de las definiciones y criterios de clasificación.

Prudencia, además, en no prejuzgar si las categorías gramaticales castellanas podrán o no establecerse de acuerdo con una sola y misma clase de estos criterios. En no pretender que sean válidos para ellas los que se revelen tales para otra u otras lenguas, ni que necesariamente tengan que ser inválidos. En la viceversa, no pretendiendo tampoco generalizar automáticamente los que resultaren eficaces aquí, ni renunciando, a priori, a extenderlos a otros sistemas lingüísticos. Prudencia, por fin, en no presumir lo más mínimo de innovador ni de original, ni siquiera en cuanto a la aplicación al castellano, de estos interrogantes, planteados ya desde las gramáticas clásicas, cuando Diomedes, ecléctico, mezclaba a los elementos semánticos que constituían básicamente su definición del nombre el preciso ingrediente formal cum caso4; transparentes hasta en la nomenclatura de alguna de las categorías en la Gramática tradicional (Zeitwort para el verbo en alemán), remozados por la Lingüística científica incluso con anterioridad al estructuralismo con obras tan célebres como las de Lenz y Brondal, en una etapa de éste todavía más bien aristotélica que saussureana.




II

Con idéntica prudencia procede reconocer inmediatamente que por cierto el criterio fundamental de las categorizaciones usuales entre estas «partes de la oración» o «clases de palabras» viene siendo de carácter formal: la distinción primaria es la que opone unas, variables, a otras, invariables. Apenas hace falta decir que con este criterio ni se toca nada del significado de estas posibles variables, ni tampoco de su funcionamiento en los contextos. No parece difícil admitir que, por el sentido, hay adverbios más próximos a los adjetivos que a las preposiciones o conjunciones; y que, por el funcionamiento, también pronombres y adverbios hay mucho más conexos entre sí que con otras «partes» o «clases». Sirva esto, por tanto, para legitimar de atranque el presente intento, que bien parece poder aspirar a no ser calificado de herejía, si parte de una diferenciación admitida como artículo de fe en la base de la creencia.

Servirá, además, para legalizar la selección temática de los elementos que aquí pueden ser objeto de la pretendida revisión. En efecto, ya que se trata de ponderar criterios morfológicos de categorización, parece muy difícil que pueda haberlos para las clases de palabras por definición invariables, esto es, prácticamente carentes de morfología. Cierto que es pensable un conjunto de preposiciones dotadas de un morfema que las identificara como tales, y lo mismo con el resto de las partículas; pero esta posibilidad especulativa no parece darse en castellano más que con respecto a una serie de adverbios (de modo acabados en -mente) y a pequeños paradigmas en estado de caducidad en otra clase de adverbios también (de lugar aquí/acá, allí/allá); ni una ni otros admiten una caracterización morfológica común y mucho menos generalizable al conjunto de vocablos corrientemente catalogados en la categoría de adverbios. Menos, todavía, las posibilidades de oponer formalmente, por ejemplo, conjunciones con formante que, probablemente las más relacionadas entre sí en el significante; o preposiciones con morfema idéntico en cuanto que son antiguos participios de presente fosilizados, como durante y mediante.

A este motivo de «carencia» de morfología por parte de las palabras invariables viene a enlazarse otro, que las orilla también de la presente discusión: en realidad, ésta ha arrancado de una incongruencia de definición por el sentido; y hay que reconocer que poco cabría discutir en este caso sobre definiciones de elementos de la frase que estriban mucho más en la función que en el sentido, incluso en el caso de los adverbios, indudablemente los más clasificados de acuerdo con el significado entre todos los tipos de invariables («de lugar, de tiempo, de modo, de afirmación, negación, duda, etc.»); pero clasificación subsiguiente a una primera definición de índole funcional: «Es la palabra que sirve para modificar la significación del verbo, de un adjetivo o de otro adverbio.»

En cambio, los criterios semánticos aparecen como fundamentales en las definiciones de las clases de palabras variables castellanas, por lo menos en las formulaciones más usuales o, diré incluso, canónicas. Ninguna demostración de ello hace falta para las del nombre y del verbo. Mas, si no ocurre del todo así en las del adjetivo y del pronombre, peor es el remedio que la enfermedad. Ya en otra ocasión, y a propósito de la categoría pronominal latina5, he lamentado profundamente e impugnado con carácter lo suficientemente general como para que pueda ser referido también aquí, su concepción funcional como sucedáneo del nombre, y más si en ello se ve el propósito de «evitar su repetición» también como motivo fundamental de la sucedaneidad6. Advierto ahora aquí, desde luego, que ninguna de estas supuestas características funcionales del pronombre tiene nada que ver con su interesante morfología.

Por lo que se refiere al adjetivo, también la parte funcional de su definición más corriente, la asimismo servidumbre al nombre, que le impone el deber, no de sustituirle, pero sí de acompañarle, no es menos digna de impugnación. Bastarla aplicarle, mutatis mutandis, uno de los argumentos allí empleados para la del concepto del pronombre corno sucedáneo: si del adjetivo es propio acompañar al nombre, ¿cómo es posible la existencia del «adjetivo sustantivado»? ¿No debería dejar de ser adjetivo si deja de acompañar al nombre? Y, sin embargo, ¿cómo dejar de reconocer la sabiduría, el talento práctico de quienes han acuñado esta expresión y este concepto que, totalmente en pugna con una de las notas características de su misma definición de adjetivo, corresponden, sin embargo, a una realidad lingüística del todo clara y efectiva en castellano, donde términos como rico y pobre, por ejemplo, se llegan a emplear muchas veces más solos que acompañando a ningún nombre? La segunda parte de la definición usual no tiene de funcional más que la apariencia: «para calificarle o determinarle», en rigor, recoge teleológicamente unos criterios semánticos, basados sobre la cualidad y la determinación, o sea, sobre el «accidente», asimismo a discutir.




III

La importancia de un criterio morfológico pura una primera división entre las palabras agrupadas como variables no parece haber pasado inadvertida a los propios codificadores de la lengua. Sin embargo, el peso de la tradición aristotélico-escolástica llega hasta no sólo la formulación académica, sino incluso la de quienes se erigen en sus críticos. ¿Qué representa, si no, el recurrir a «proceso» o «suceso» como nombres generales del contenido verbal, sin o una reducción a común denominador de los términos «esencia, acción, pasión o estado» de la definición clásica? Reducción muy instructiva, eso sí, ya que lo común a todas estas ideas ha sido justamente su relación con el tiempo: proceso puede serlo cualquiera de ellas, en tanto en cuanto es algo dinámico y no estático con relación al tiempo, a saber, a uno de los accidentes que en el verbo castellano se expresan mediante morfemas.

Ésta es la que creó gran diferencia entre las categorizaciones por sólo el sentido y las establecidas a la vez sobre ambas caras del signo en correspondencia: con respecto a estas últimas, no cabe duda de que pertenecen realmente a la lengua que las ofrece; toda sospecha de que se trate de importaciones más o menos forzadas desde esquemas de otras lenguas o de la Lógica en general queda descartada, si no me engaño, automáticamente. Ya no hace falta, entonces, recurrir a los consabidos procedimientos de tanteo, buscar si mediante capacidad de conmutación, proporcionalidad con otros paradigmas, etc., se puede acreditar la legítima autoctonía de algo que se intenta detectar por sólo el sentido. No que me parezcan ilícitos estos procedimientos y espurias las naturalizaciones lingüísticas que con ellos se logran; pero sí considero de la mejor ley lo que se acredita sin necesidad de recurrir a ellos, esto es, por la ya encomiada correspondencia de forma y valor.

Con la sospecha, pues, de que la capacidad de indicar tiempo mediante morfemas es algo realmente importante en el verbo castellano, asomémonos a su corroboración incluso en la tímida formulación académica, la cual, pendiente, desde luego, de una mayor importancia concedida al sentido («designa esencia..., etc.»), no deja, sin embargo, de agregar: «casi siempre con expresión de tiempo, número y persona», criterios, como puede juzgarse, de base en la forma, ya que tales accidentes se expresan en la conjugación castellana mediante morfemas sólidamente arraigados en el sistema, y no son meras connotaciones susceptibles de matizar algún determinado contexto en el enunciado, por contraste con elementos de éste capaces de hacerlos resaltar, ni simples datos suministrados por conmutabilidad o proporcionalidad con el sistema de otras clases de palabras; al contrario: muchas veces se hallan expresados sin necesidad ninguna de adverbios de tiempo, numerales o pronombres personales que acompañen, respectivamente, a una determinada forma verbal. Criterios formales, no obstante, que se dan como algo accidental, si más no, con la anteposición de un «casi siempre» pudibundo. ¿Es sano ese pudor? ¿Son, realmente, accidentales todas estas notas -o pueden serlo-, en tanto que las basadas en el sentido resultan esenciales?

Me parece ejemplar pedir prestada la respuesta negativa a una de las obras recientes de más denso y concienzudo revisionismo de las doctrinas gramaticales académicas, el Diccionario de uso del español, de doña María Moliner7. Ejemplar, porque, de un lado, el no es claro y rotundo, aparte de critico y razonado; pero, de otro, el ambiente en que se le encuentra dice mucho, todavía, a favor de lo que acaba por negar: «Palabra con que se expresan las acciones y estados de los seres, y los sucesos. También hay nombres que expresan acciones, estados y sucesos; las expresiones a su paso por Madrid y al pasar él por Madrid significan exactamente lo mismo, la primera con un nombre y la segunda con un verbo. La caracterización del verbo es, pues, puramente gramatical y consiste en que es una palabra que se conjuga, o sea, que es susceptible de cambios que le permiten expresar los accidentes de tiempo, número, persona y modo.» ¿Un nuevo ejemplo del cervantino «entre el sí y el no de la mujer...»? ¡Líbreme Dios de tamaña misoginia! La contradicción es sólo aparente; o, mejor, no hay contradicción por la paradójica y a la vez fundadísima razón de que la hay tan patente y tan conscientemente propuesta por la autora, que ella misma se encarga de destruirla, dejando claro que, si no fuera por... ¡nuevamente un pudor insano!, lo que procedía era empezar la definición por lo que realmente define al verbo frente a las demás partes de la oración, y aludirle luego, a modo de corolario, lo que, aun siendo típico en el verbo, no es lo típico del verbo. Y, claro está, no sería admisible contraobjetar pretendiendo que habría bastado definir la categoría verbal como la que siempre expresa aquellos contenidos supuestamente esenciales, en tanto que en la del nombre los hay que los expresan y los hay también que no; pues, dado el caso de uno que los exprese, siempre se chocarla con la necesidad de decidir para precisamente él si es nombre o verbo, cosa que no parece poderse alcanzar si no es a base de los mencionados criterios formales.

Desde luego, en las formulaciones que aquí se han aducido, dichos criterios no me atrevería yo a decir que figuren enumerados de una manera inmejorable; la ejemplaridad que para una de ellas he reclamado ciertamente no alcanza a esta parte de la definición. Me parece evidente que uno de los índices formales a que se recurre no es definidor en absoluto: se trata del accidente número, que mal puede ser delimitador de verbos, cuando los nombres lo poseen también. O se les elimina, pues, de la lista delimitadora, o, si se opina que puede estar en ella porque el número en el verbo no se expresa en castellano mediante un morfema analizable, como en el nombre, convendrá marcar precisamente esta distinción: número en expresión solidaria con los demás -o con otros de entre los demás- accidentes. Por otra parte, también la persona resulta hasta cierto punto cuestionable, dado que entra también en el sistema de las oposiciones pronominales, tanto en los personales por antonomasia como en los posesivos.

Con todo, aun descontando de la lista ambos accidentes solidarios, el verbo castellano queda suficientemente delimitado por los restantes: tiempo y modo. Aquí sí que no se le puede confundir con ninguna de las demás palabras variables por flexión: en éstas, las posibles notas temporales o modales no encuentran expresión en la flexión misma. Si algunas pueden darse, por ejemplo, en el nombre, es o a base de diferencias de vocabulario (tiempo en temprano, tardío, anterior, posterior, etc.; modo en probable, dudoso, posible, real, etc.), o de expresiones perifrásicas (respectivamente: «futura suegra, actual presidente, ex ministro, etc.»; «segura victoria, probable retraso, posible encuentro, etc.»), o, cuando más, de compuestos con prefijo («postmeridiano, coincidencia, presupuesto»; «pseudoprofeta, archiconocido», equiparables en tomo a las nociones modales). Los limitadísimos paradigmas de palabras habitualmente pensadas como nombres y que encierran notas de acuerdo con alguna de dichas nociones y las expresan sufijalmente son escasos y reducidos hasta un grado tal, que tampoco parecen rebasar el nivel léxico: sumando, multiplicando, doctorando, graduando, licenciando, dividendo, minuendo, sustraendo (y si algún otro se me olvida), diría que sólo para etimólogos que puedan llevarlos a sus orígenes latinos perfectamente sistemáticos son susceptibles de ser considerados nombres con noción modal de obligación expresada mediante sufijos sistemáticamente. En el mejor de los casos, pues, sistema caduco; y, por otro lado, si interpretable de acuerdo con el perfectamente vivo de que deriva, sistema más bien verbal que nominal o, al menos, tan verbal como nominal: no se olvide que estas palabras en latín corresponden a uno de tantos participios o «formas nominales del verbo», es decir, a la serie de híbridos gramaticales con los que hay que hacer clase aparte porque contienen las notas características lo mismo de la flexión verbal (tiempo, modo) que de la nominal (caso, género). Ni que sólo en conexión con los verbos respectivos (sumar, multiplicar, etc.) puede reflejarse a la conciencia idiomática castellana -por muy etimologizante que se la suponga- la tal idea modal de obligación: contrástese, en efecto, cualquiera de los que tienen en castellano un verbo correspondiente con minuendo, que no lo tiene sino muy oculto en disminuir, y se observará que dicha idea se halla en este término difuminada hasta desdibujarse por complejo. He aquí, pues, la aporía que también desde este corto grupo deja intacta la validez del principio formal de delimitación entre el verbo y el nombre: cuanto más cerca del nombre se piensan estos términos, menos claro presentan el matiz modal de obligación; cuanto más diáfano lo reflejan, más cerca están de sus correspondientes verbos.

Si aún quedara algún escrúpulo al respecto, podría disiparse fácilmente con atender al argumento que ha de servir, por otra parte y en general, para disipar también el resabio de excesivo recato que denotaba el «casi siempre» de la definición académica. En rigor, basta con una sola de las ideas enumeradas en dicha definición para aislar perfectamente el verbo del nombre: si la de modo se revelare insuficiente o indecisa, bastaría con que quedara la del tiempo para que la delimitación morfemática del verbo castellano fuese inatacable. Y ésta parece ser la que -como ya quedó dicho más arriba a propósito de Zeitwort y de la referencia a un proceso- se da, no casi siempre (como tal vez habría que decir de la persona respecto a los verbos llamados cabalmente «impersonales», o del modo según la noción de actitud mental respecto del llamado «infinitivo» precisamente porque no delimita ninguna de las nociones mentales que los otros señalan, etc.), sino siempre según el sistema de oposiciones de la conjugación. En efecto, aun aquellos casos como el presente, que puede emplearse también con referencia al pretérito y al futuro, no suponen ausente la idea temporal ni siquiera tergiversada, ya que, por lo común, o se trata de empleos del término no caracterizado de la oposición temporal con valor indiferente -en cuyo caso basta, para restablecer la nítida precisión de la idea temporal (si el contexto no la patentiza suficientemente), con sustituirlos por los términos caracterizados respectivos (en nuestro supuesto, el pretérito y el futuro), restablecimiento generalmente posible precisamente en los contextos que no evidencian bastante la noción de tiempo-; o de neutralizaciones, esto es, de suspensiones entre las diferencias de tiempo, las cuales, a su vez, en el verbo castellano: o afectan solamente a una de las dos direcciones temporales (pretérito neutralizado con el presente o anterior con el simultáneo -tipo «dijo que iba siempre» = "dijo: «iba siempre»" y también = "dijo: «voy siempre»"-; o futuro neutralizado con el presente -tipo «si le ves, salúdale» = "si le ves (ahora, desde aquí de modo que él pueda a su vez percibir tus gestos), salúdale" y también = "si le ves (luego), salúdale"-; en tal caso, no falta la oposición temporal, puesto que siempre queda válida entre el archivalor de los tiempos neutralizados y el opuesto que no ha entrado en la neutralización; o, aun afectando en dos direcciones -tipo «me dijo que fuera» (lo mismo cabe referirlo a entonces, que a ahora, que a luego)-, resulta ello así sólo para los tiempos absolutos, en tanto que queda válida igualmente la oposición con los relativos: «me dijo que hubiera ido», con lo que se refleja límpidamente la diferencia temporal entre «¡ve! (ahora o luego)» y «¡haber ido!» (necesariamente, antes, porque ahora ya no hay remedio).




IV

Sinceridad ante todo, hemos de reconocer que la definición del verbo castellano con criterio morfológico nos la hemos encontrado prácticamente hecha, y que poco faltaba para incluso perfilarla. A partir de ahora, el panorama se ensombrece; el resto del recorrido no presenta caminos francamente trillados que no atraviesan zonas auténticamente peligrosas, hasta el punto de que más de una vez tocará arriesgarse campo a través si no se quiere perder hasta el sentido de la orientación, aun a trueque de sentir a veces la sensación de estar pisando el barro de aparentes herejías.

Sucede, en efecto, que los accidentes de las restantes palabras variables resultan ser prácticamente los mismos para todas ellas o, más exactamente, cada una de las categorías tradicionalmente establecidas tiene reconocida asimismo tradicionalmente la capacidad de flexión según accidente género y accidente número: de hecho, ya he aludido antes a que las delimitaciones del adjetivo y del pronombre no estribaban en criterios morfológicos, sino funcionales y semánticos; ahora resulta relativamente fácil ver el motivo.

Sólo que tal vez a alguien se le antojará que dicho motivo no es objetivo del todo: de acuerdo con que no cabe una limitación basada en número, pero ¿y la capacidad de algunos no nombres para el neutro? ¿Y la tan celebrada conservación de unas diferencias casuales en algunos pronombres? ¿No serían una y otra indicios de que en castellano cabe seguir dicotomizando las clases de palabras variables a base de reconocerles posibilidades de vinculación a determinados accidentes, como se acaban de reconocer al verbo?

No seré yo quien lo niegue en redondo, pero negociando con esta actitud aquiescente en principio la estipulación de algunas condiciones. Reconozco que hay neutro flexivamente indicado en el artículo, en el personal de tercera, en los demostrativos, hasta en algo, si se quiere, y aun, apurándolo mucho y en aras de la armonía del sistema, en su negativo nada (desde luego, una flexión ya muy especial, donde la oposición a nadie ya es más bien hecho de léxico, pues no se la encuentra repetida sufijalmente -a diferencia de lo que ocurre con la auténtica desinencia -o de neutro en lo, ello, esto, eso, aquello frente a sus oponentes masculinos y femeninos-). Pero ya no paso por considerar neutro a que frente a quien (lo mismo relativos, que interrogativos, que admirativos), y ello por varias y heterogéneas razones, tanto más válidas, pues, cuanto que heterogéneas, puesto que son coincidentes:

1.ª, estructural: aquí no se da ninguna oportunidad de conseguir una simetría armónica en el sistema, como ocurriría entre los negativos nada/nadie en oposición a los afirmativos algo/alguien;

2.ª, morfológica: tampoco la -e de que presenta característica de sufijo neutro que se halle fuera de esta sola y precisa oposición a quien, caso de que éste quisiera entroncarse morfológicamente con alguien, e incluso, extremando posibilidades, con nadie;

3.ª, semántica: las reservas que ya en los pares de indefinidos recién citados cabía oponer, llegan aquí al máximo; cierto que tanto alguien como nadie más que masculinos o femeninos gramaticalmente pertenecerían en rigor a un género «personal»; pero por lo menos sus oponentes algo y nada son tan necesariamente referibles a cosas o conceptos, que no vale la pena discutir aquí si se les puede considerar o no auténticos neutros; mientras que la oposición quien/que, además de ofrecer la misma dificultad de parte de quien, presenta en el término opuesto una completa capacidad para referirse a nociones personales, lo mismo que a cosas concretas de género masculino o femenino (lo que era imposible en algo y nada): difícilmente, pues, cabe reclamar para que un género neutro equiparable al de los auténticos neutros flexivos que antes enumeré.

Por otro lado, reconozco también que la oposición en género animado entre la/lo y le, aunque muy triturada hoy en amplias zonas del dominio -y ya no sólo en la lengua hablada- por laísmos, loísmos y leísmos de diferentes grados, se organiza en torno a una noción casual, lo mismo que la de sus plurales. Pero no son tales las pretendidas entre las restantes formas de los personales y del reflexivo: ello parece admitido para las oposiciones entre las de número singular en -í/-e, que estriban, en realidad, en simples diferencias a nivel de variante según tonicidad o atonicidad, o también según presencia o ausencia de preposición; pero hay que reconocerlo igualmente para los supuestos «nominativos» yo y (las de los plurales nosotros/nos y vosotros/os no ofrecen problema especial al respecto: se trata también de oposición según tonicidad o atonicidad, etc.), que se presentan tranquilamente no sólo tras determinadas preposiciones ( «entre tú y yo», «según tú»), sino que pueden surgir en régimen de aquellas que habitualmente exigen formas en -í, con sólo que se interpongan términos entre tales preposiciones y las formas pronominales en cuestión: «conmigo solo, contigo solo», pero «con solo yo, con solo tú». No hay, pues, oposición casual formal fuera de la indicada para la tercera persona; a lo sumo, cabe conceder que la conmutabilidad autorizaría a oponer proporcionalmente unos «casos» donde yo, , nosotros, vosotros no pueden ser sustituidos por las restantes formas de su paradigma, a otros donde sí pueden serlo. Pero nótese que aun esta proporcionalidad no representaría del todo la oposición «nominativo/no nominativo», ya que existen situaciones tras preposición en que no hay sustitución posible: a las ya vistas para yo y tras entre y según vienen a agregarse en el caso de nosotros y vosotros prácticamente todas las demás en el castellano actual: para, de, etc.; nos o vos restringirían inmediatamente la referencia al plural mayestático de carácter sobre todo curial y al tratamiento de respeto caballeresco, respectivamente. Para que la proporcionalidad fuera, por tanto, estrictamente «casual» habría que reducirla, además, a los empleos sin preposición.

Las restricciones que he ido proponiendo evidencian que sólo muy minoritariamente cabría definir la categoría pronominal a base de alguno de ambos criterios: la existencia de formas neutras flexivos, o la vigencia también morfológica de oposiciones de caso. Reconózcaseme que, en un supuesto como en otro, gran cantidad de elementos habitualmente clasificados entre los pronombres dejarían automáticamente de poder contarse como tales, a menos que se les incluyera mediante una aplicación generosa y masiva de hechos de conmutabilidad, que, especialmente con respecto al segundo criterio -visto que hay en realidad un solo pronombre castellano con auténtica flexión casual (y aun bastante pobre ella: reducida a sólo la oposición entre dos casos, ya que a las diferencias formales con él y ella les son de aplicación las mismas reservas que las puestas a los «nominativos» nosotros y vosotros)- difícilmente recubrirían una parte importante del cuadro de los tenidos por pronombres, y aun con patentes visos de artificialidad. La sensibilidad morfológica al neutro es, sin duda, más amplia; pero, aun así, no parece tampoco aconsejar que se funde en ella una distinción que sólo indirectamente permitiría recoger una gran parte de los elementos que trata de definir, a menos que no hubiera otro recurso ya que separarlos y dejarlos fuera: un separatismo virulentamente revolucionario; nada menos que personales y posesivos, reflexivo, relativo e interrogativo y varios indefinidos -los más, por cierto- se contarían entre los marginados.

No creo que haga falta tanto sacrificio. Sin tanta marginación, sin apenas recurso a la conmutabilidad, sólo con el reconocimiento de que lo esencial en las funciones pronominales no es la sucedaneidad del nombre, según ya indiqué antes, y, por consiguiente, pudiendo agruparse a la vez con ellos los llamados adjetivos pronominales o determinativos, la categoría es definible también en castellano por criterios tan acordes al del sentido, tan armónicos con los funcionales, que la hacen una de las más corpóreamente silueteadas de ese panorama que se nos había ensombrecido.

Quede claro, ante todo, que nada hay que se oponga a englobar en una sola categoría gramatical los pronombres y los adjetivos determinativos castellanos, dado que las diferencias que los separan se manifiestan solamente contrastando en el decurso, que no oponiéndose válidamente en el sistema. Tan interrogativo es qué en ¿qué? como en ¿qué cosa?, y que sea interrogativo es lo importante; no, que vaya solo o con un nombre, y lo mismo cabe decir de la deixis en éste y este niño, del énfasis o recalco en el mismo y el mismo individuo, de la idea contraria a éstas -la indeterminación- en algunas o algunas razones, etc. Cierto que hay términos de la categoría que no admiten este doble juego: quien, alguien, nadie, nada, algo, que, yo, , él, etc.; pero esto ni autoriza a construir para ellos una categoría aparte ni a apartar de la suya a los que sí lo admiten, por la sencilla razón de que tal duplicidad es sólo una posibilidad que no afecta a la esencia de la categoría en sí. Como tampoco la afectan las dualidades alguno, -a, alguien, ni las que median entre los átonos (o mejor, para englobar también las modalidades leonesas, los antepuestos) mi, tu, su y los pospuestos mío, tuyo, suyo, que se diferencian, respectivamente, no porque los primeros sean los adjetivos de los segundos, sino, en el primer caso, porque alguien -como ya quedó dicho- sólo es personal; en el segundo, porque las formas abreviadas son las que toman los también posibles adjetivos mío, tuyo, suyo cuando se anteponen: obsérvese cómo tanto alguno, -a, como los tres últimamente citados, pueden acompañar al nombre o ir sin él.

Con esta aclaración ya no hay óbice a constituir una gran categoría pronominal castellana que englobe todas las palabras que justamente se caracterizan tan poco por un sentido que quede al margen de la forma, que les ocurre casi todo lo contrario: es la vaciedad o poco contenido semántico lo que las tipifica en gran parte, el ser utensilios gramaticales cuyo contenido se agota muchas veces del lado de acá de las dos vertientes del tejado del signo y, en todo caso, no rebasa mucho la arista hacia la otra. Como resulta de los trabajos citados al comienzo a este respecto, los pronombres y adjetivos pronominales se centran en ser sobre todo elementos formales o cuasi formales, equivalentes a veces a morfemas (personales, posesivos, numerales), equiparables a ellos (demostrativos, reflexivo, relativo), u otras veces a características formales no de la palabra, sino de la frase (tonemas de interrogación o de admiración para los interrogativos, los enfáticos, respectivamente, y para los opuestos a estos últimos; y gramaticalmente tan concomitantes con ellos y con los numerales, por otro lado, a saber, los indefinidos). Que, a su vez, ellos puedan comportar variabilidad según flexión no debe extrañar: también en Gramática son posibles las operaciones de potenciación; hay pretéritos anteriores, potencial del verbo poder... ¿Por qué no plural del posesivo de varios poseedores?




V

Llegados aquí, ante la última etapa -pues, aunque queden todavía dos categorías por caracterizar, los llamados sustantivo y adjetivo calificativo, ocioso es decir que, si se lograra aislar una de ellas por criterios morfológicos, la otra quedaría determinada también por exclusión-, la ley del menor esfuerzo se hace sentir intensamente: ¿y si no hiciera falta andar este trecho postrero?, ¿y si -paralelamente a lo que se acaba de proponer para el adjetivo determinativo y el pronombre- la realidad lingüística castellana fuese que tampoco cupiera separar unos de otros los substantivos y adjetivos «llenos» de contenido semántico, tal como hubo que dejar categóricamente juntos y sólo contrastables en decurso a los que se presentaban «vacíos o cuasi vacíos» de él? No le faltan a esta tentación unos cuantos incentivos correctamente científicos, también especialmente valiosos por su coincidencia pese a la heterogeneidad:

1.º Histórico: Es bien sabido que la distinción entre una y otra categoría dimana, en realidad, de una proyección sobre las lenguas de la distinción categorial aristotélica entre substancia y accidente; ahora bien, aun admitiendo la realidad de tal distinción en lo ontológico y aun en lo lógico, no se sigue de ahí que necesariamente tenga que reflejarse de modo efectivo en todos los sistemas lingüísticos; y, aun opinando que en realidad Aristóteles pudiera haberla mentalizado precisamente por generalizar al pensamiento y a la realidad lo que encontraba distinto en la lengua, ello no afectaría más que al griego, lengua que se lo sugeriría.

2.º Semántica: Argumentando como vimos que podía hacerse con los nombres de contenido verbal, igual cabría decir que, si el adjetivo es la palabra que expresa cualidad, vocablos como bondad, maldad, etc., serían típicos adjetivos, contrariamente a como los clasifican cual substantivos incluso los gramáticos partidarios de fundar esta distinción en la base ontológico-lógica ya comentada.

3.º Funcional: Es cierto que, para no chocar con el impedimento anterior, se ha encontrado un paliativo: «el adjetivo acompaña al nombre»; ya entonces bondad y maldad quedarían suficientemente apartados; pero ¿qué pensar entonces de ese monstruo que sería el «adjetivo sustantivado»?, ¿qué, del empleo abundantísimo de adjetivos con artículo neutro (lo bueno, lo malo), sintagma excluyente, en castellano, de la presencia de ninguno de los substantivos habitualmente tenidos como tales, a que dichos adjetivos pudieran acompañar?, ¿qué, del abundante empleo de vocablos también habitualmente sentidos como substantivos, en compañía de otros, no sólo en aposición con pausa intermedia (tipo Hussein, rey de Jordania; Mindszenty, cardenal de Budapest), sino en absoluto contacto fónico y tonal: «el rey Hussein, el cardenal Mindszenty»?: no parece dudoso que ni los tenidos por adjetivos acompañan siempre a un nombre, ni son únicamente ellos, sino otros nombres construidos, sin embargo, como ellos, los que pueden hacerlo.

4.º Morfológico: Contrariamente a la que ocurre en otras lenguas (latín o alemán, por ejemplo), donde la moción genérica puede ser un especial y fecundo criterio de distribución, en cuanto sólo en los adjetivos se da la posibilidad de tener morfemas de géneros animados y neutros a la vez de una manera sistemática, en castellano dicha moción se revela prácticamente inutilizable al respecto, dado que, a nivel de forma, la presentan igual muchos substantivos que muchos adjetivos, reducida a la expresión de la diferencia femenino/masculino mediante la caracterización del primero con morfema -a: hija, hermana, lo mismo que buena, mala; y dejan de presentarla también igualmente no sólo substantivos, sino adjetivos también: cese, pose, lo mismo que grande, triste; y, a nivel de combinaciones sintagmáticas, la capacidad de combinación con morfemas de distintos géneros, incluido el neutro, es también posible para palabras habitualmente contadas en una y otra clase: «lo hueso que es, lo bueno que es»; todo ello hasta el punto de que no cabria en modo alguno afirmar que oponiendo «una señora modelo» a «un señor modelo», se haya efectivamente operado la moción en el adjetivo, en tanto que haya quedado invariable el substantivo, antes al contrario, hay que reconocer que la falta de caracterización morfológica de substantivos y adjetivos castellanos permite aquí una doble interpretación tanto de uno como de otro ejemplo, según a cuál de los elementos que integran estos sintagmas se considere «substantivo» y según a cuál se considere «adjetivo»: respectivamente «señora ejemplar» y «modelo escultural o distinguida»; «caballero ejemplar» y «modelo lujoso o distinguido».

En apariencia, pues, todo ello pasa como si efectivamente no hubiera en castellano otras diferencias entre estas dos «supuestas» partes de la oración que las de sentido, detectables únicamente por el significado que adquieren en los contextos, y no por criterios de forma o defunción.

Sólo que, a la hora de sucumbir a esos incentivos de la tentación, acuden en humilde ayuda de nuestros esfuerzos nuevos elementos morfológicos cuya posible utilización como criterios de delimitación entre estas categorías nominal y adjetival no sería oportuno descartar sólo por culpa de su humildad, vista la inaplicabilidad al respecto de los accidentes de género y número, por muy importantes que sean en cuanto tales. (Humildad que, eso sí, puede haber sido la causa de que no se les haya explotado suficientemente para esa categorización con criterio morfológico, que a mí me parece posible.)

Se trata de las diferencias basables en el comportamiento ante los grados de significación expresados morfológicamente, a saber, el superlativo en -ísimo y los sufijos de aumentativos y diminutivos. No necesito aquí insistir en que se trata no sólo de cambios morfológicos verdaderamente sistemáticos, sino incluso que rebasan el campo de la derivación estricta y entran en el de las variaciones de libre aplicación o poco menos; bastará -creo- recordar cómo no figuran en los diccionarios usuales (al revés de lo que ocurre en general con los vocablos clasificados como «derivados») y que el usuario del idioma más bien debe retener en la memoria los casos de palabras de las que no caben estas variaciones que los de las que «se dicen».

Pues bien: o yo me engaño mucho, o esta vez resulta perfectamente aceptable la distribución tradicional que otorgaba los superlativos a los adjetivos, en tanto que aumentativos y diminutivos se estudiaban como variaciones de los substantivos, siempre que en su segundo aspecto se matice un tanto esta reserva distribucional en el sentido de que pueden presentarlos también los adjetivos, sólo que entonces lo que aumenta o disminuye no es aquello que estos adjetivos expresan, sino el tamaño del ser u objeto a que se aplican: así, «una mesa redonda» no es «una mesa poco redonda», sino «una mesa pequeña, redonda»; «un bonachón» no es aplicable a un individuo bajo y esmirriado por muy superlativa que sea su bondad; lo típico es su aplicación a quien, pese a su orondez o corpulencia, no abusa de ella y se porta como un hombre de bien; aparte de que -como «buenazo» y al revés del auténtico relativo de la cualidad, «bonísimo»- sólo puede usarse personificado.

Hasta qué punto esto es así en general, y permite por tanto una muy legítima distinción entre adjetivos -capaces de superlativo sintético, y que, si lo son también de aumentativos o diminutivos, no resultan aumentados o disminuidos en lo que verdaderamente en su contenido léxico, sino que repercuten aumentando o disminuyendo el concepto a que se refieren-, permiten comprobarlo las oposiciones válidas que se establecen sistemáticamente a propósito de palabras que se encuentran en las fronteras de estas categorías. Así, los ya antes mencionados rico y pobre tienen superlativos encarecedores de su cualidad: riquísimo, paupérrima; pero ofrecen también formas con aumentativo o diminutivo: ricachón, pobrecito: es evidente, también aquí, que el primero no supone necesariamente un elativo de la riqueza -como en el caso de oposición a buenísimo, no podría decirse de un rico flacucho y humilde, por elevadas que fuesen sus rentas, antes evoca lo orondo del tipo, o, despectivamente, la ostentosidad de esa riqueza-, y el segundo en modo alguno representa una rebaja en el grado de indigencia: al contrario, una de dos, o se dice de un ser pequeño -niño, por ejemplo-, o cesa toda idea de disminución para ceder el paso a los matices cariñoso, compasivo, de los diminutivos, que pueden darse al margen de referencia a tamaño.

Más cosas instructivas en esta zona fronteriza: la construcción de aumentativos de elementos fácilmente utilizables como prototipos de cualidad, resistentes al superlativo sintético por otra parte (bribonazo, pelmazo, y no -normalmente- *bribonísimo, *pelmísimo) no es predicativamente la usual de los adjetivos, sino la de los nombres: cabe decir «es muy bribón, es muy pelma», pero «es bribonazo, es pelmazo» no son posibles normalmente; lo habitual resulta «es un bribonazo, es un pelmazo». Todavía más a base de la viceversa: las aplicaciones de -ísimo a estos términos fronterizos potencian inmediatamente sus rasgos cualitativos, que no su tamaño, ya sean de uso normal, como generalísimo (puede ser, sin más, el superlativo de general pensado como adjetivo, sin problemas: «un concepto generalísimo»; pero, si se aplica pensado como grado del Ejército, substantivado, por decir así, aún entonces potencia el generalato -el grado de mando, refiriéndolo a un general en jefe-, que no la estatura de dicho general), ya de empleo intencionadamente expresivista: nuevamente he de agradecer a la generosidad comunicativa de mi colega don Pablo Piernavieja estos ejemplos oídos en la tasca más antigua del Madrid viejo: «era un hombre hombre, hombrísimo», «eso es mentirísima» (claro que = «mentira muy gorda», pero ¿acaso esto significa «mentira muy extensa»?, no, sino que encarece lo falso de tal mentira); y el siguiente, de una crónica taurina radiofónica: «Bernadó estuvo torerísimo»; y todavía uno «literario»: «Damísima (de un tal "Carísima")», en Hartzenbusch, Cuentos, Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1924, p. 130. En fin, por el lado opuesto a la elación, también estas fronteras son coincidentemente instructivas: a los matices de cariño o compasión detectados antes para pobrecito, añádase una gama variada que afecta a tantos otros diminutivos de adjetivos típicos cuando no significan disminución del tamaño del objeto; así, si se da esta ocasión, muchos de sabor especialmente cuando se trata de sensaciones rápidas que disgustarían si fueran muy fuertes, revelan con el diminutivo un paladeo, un «gustirrinín» agradable: «están calentitas», «saladitas, saladitas» claro que se puede decir, respectivamente, de unas castañas pequeñas o para ponderar lo fino de los pedazos en que se hallan cortadas unas patatas fritas; pero, de no ser así, harán referencia a su agradable punto de calor o de salado. Compárese, en otras sensaciones, ligerito, que en modo alguno puede querer decir que es poco ligero: o aludirá a que es algo pequeño y poco pesado, o destacará lo agradable que es este poco peso o la rapidez de una marcha que gracias a esa poquedad se consigue. Tal vez la demostración al máximo la proporcionaría el pequeñito que atormentaba aún a sus años -que callaré discretamente, lo mismo que su nombre- a una profesora alumna de Curso de extranjeros, empeñada en que, si era diminutivo de pequeño, tenía que significar «no tan pequeño», y, en cambio, habitualmente se entendía como más pequeño que el positivo pequeño: lo cierto es, claro está, que resulta así porque a la pequeñez que ya comporta el significado léxico del término se suma la que agrega el diminutivo de adjetivo, que no disminuye el grado de la cualidad, como vengo creo que probando, sino el tamaño del ser a que se refiere.

Distinto es el caso -he de reconocerlo- de los diminutivos de adjetivos de color. Debo a varias generaciones de alumnas (porque parece efectivamente que es rasgo que se da especialmente en lenguaje femenino y sobre todo con referencia a indumentaria) la documentación de una serie de estos diminutivos que, aparte de poder emplearse, diríamos, «regularmente» para referirse a prendas pequeñas, o finas o suaves o agradables o evocadoras, se usan también para referirse a matices menos acusados de los colores respectivos, rebajan la cualidad -para decirlo sin rebozo-: «azulito (= «azul celeste»), amarillito, coloradito, marroncito, cremita, celestito, naranjita».

Pero esto no debe sorprender: es un apartado más del interesante funcionamiento lingüístico de los términos de color, situados en una zona no ya fronteriza, sino algo así como internacionalizada o tierra de nadie entre substantivos y adjetivos. Interesante, pese a que se le tiene muy olvidado en muchas gramáticas, bien que no en todas: no ha pasado inadvertido a la criba registradora de don S. Fernández Ramírez, por ejemplo8. Indecisiones formales en la moción («un corderito blanco, blanco, blanco y otro canelo», mientras cabe comúnmente hablar de «matiz canela»), diferencias en la misma («cabello castaño, reflejo malva»); sobre todo, inmovilismos en plural, no sólo para los términos que se «piensan» todavía como substantivos típicos de un color ( «reflejos malva, vestidos rosa», contaminable incluso a los determinantes que puedan matizarles, por muy mocionales y flexivos que sean éstos: «reflejos malva intenso, vestidos rosa pálido»), sino incluso para los que no tienen objeto de referencia, antes son tenidos como meros adjetivos de color, cuando a su vez se les añade un adjetivo que les matiza, como si con ello pasaran a recobrar una falsa categoría de substantivos de color: «vestidos azules», pero «vestidos azul marino» y no «azules marinos»; ni siquiera «azules marino» por lo común, ¡con capacidad incluso de oposición!: «capotes verde brillante» expresa un matiz del color verde, que le enfrenta a «verde mate»; «capotes verdes brillantes» deja de sentirse con un «brillantes» referido a «verdes»: pasa a referirse directamente a «capotea», los cuales pueden brillar por su color, pero también por unas lentejuelas independientemente de ese color; «capotes verdes brillante» es prácticamente inusitado: no conozco más que el «verde jade» de los «divinos ojos» de la canción.

A todo ello viene a añadirse, pues, la inseguridad en el valor de los diminutivos correspondientes, única excepción, al parecer, del criterio morfológico que permite delimitar el calificativo frente al substantivo por su capacidad de superlativo sintético y su comportamiento distinto respecto al uso de sufijos aumentativos y diminutivos. Las especiales circunstancias en que se produce, sin embargo, hacen de esta inseguridad en los términos de color -inseguros, precisamente en cuanto a esta clasificación categorial- más que un obstáculo, una demostración del criterio propuesto: sólo vacila donde es natural que haya vacilación, ya que la hay también respecto a los demás criterios, morfológicos y sintácticos.

Por una vez en la vida, pues, reconocería que hay una regla que se confirma por una «excepción».







Indice