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ArribaAbajoPablo Antonio Cuadra: mitos y realidades de la tierra prometida

En el panorama de la poesía americana la figura de Pablo Antonio Cuadra se ha impuesto desde hace tiempo no sólo como la del poeta de mayor importancia de Nicaragua, sino como uno de los valores de mayor significado del continente. Intérprete de su pueblo y en él del mundo americano, como lo fueron Vallejo y Neruda, como lo fue Asturias, «Gran Lengua» de su gente, el mismo Cuadra cada vez más es el «Gran Lengua» de su pueblo.

En este sentido el significado del artista adquiere hoy una dimensión aún más significativa, si tenemos en cuenta el papel que ha desarrollado en el reciente pasado nacional, la larga lucha contra la dictadura de Somoza, hasta la llegada, con la Revolución sandinista, en la que participó, de la libertad. Sin embargo, a las persecuciones del pasado, a los duros ataques del régimen dictatorial y a los largos períodos de cárcel y de exilio, después de un breve triunfo, se han añadido nuevos momentos difíciles en las relaciones con la dirección política de su país, con el rechazo del sometimiento a la ideología dominante, fiel al hecho, Cuadra, de que «El escritor debe cumplir con su obra. Este tiene un reclamo, unas reglas que él debe lograr al máximo con la mayor autenticidad»25.

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Apegado íntimamente a su tierra, el poeta sigue afirmando un amor obstinado por su patria, una patria «hermosa y radiante», en donde, como afirma en «Exilio», su corazón «es un rey / que recibe su trono», y que él se niega a abandonar: «No. No me iré de mi patria. Aquí moriré». Su misión es la de reconstruir continuamente:


Hasta que canta el gallo
y otra vez el amanecer se apodera de mi canto.
No. No me iré. Y vuelvo
a levantar el muro con las piedras que cayeron.



La fuente de inspiración de Pablo Antonio siempre ha sido la naturaleza, el pasado cultural precolombino de su país, los mitos y la presencia de esa civilización, pero también una participación activa en la política, que en la creación artística se expresa con convicción, pero siempre con atento control.

Hacia 1930, junto con José Coronel Urtecho, Luis Alberto Cabrales y otros poetas de su edad, Cuadra inicia una actividad de renovación poética dirigida a liberar la poesía nicaragüense del todavía dominante, y ya desvirtualizado, Modernismo, en el culto perdurante por el numen nacional, Rubén Darío. El grupo de «Vanguardia» inaugura, de este modo, una época de significado insustituible para la historia de la poesía nicaragüense. Es el comienzo también de su participación activa en la vida política, en un primer momento caracterizada por vivas simpatías hacia el culto de la fuerza y el nacionalismo, más tarde, en la confirmada fidelidad a un catolicismo vivido profundamente, orientada hacia la lucha abierta contra la dictadura, que verá peligrosos enfrentamientos, con duras represiones, la cárcel y el exilio,   —45→   pero que al final llevarán a una crisis irreversible de la dictadura misma y a su caída. Profesor universitario, Presidente de la Academia Nicaragüense de la Lengua, ideador y director de revistas que han marcado positivamente la historia cultural de su país, desde los «Cuadernos del Taller de San Lucas» a «El Pez y la Serpiente», a «La Prensa Literaria», Cuadra ha sido el maestro de varias generaciones de poetas, a cuya disposición ha puesto no sólo periódicos y revistas, sino también una editorial, que ha contribuido válidamente a difundir sus obras, en América y fuera de ella. El mismo Ernesto Cardenal, del cual su particular compromiso político ahora lo ha alejado, a pesar de lo estrechos lazos culturales y familiares, le debe buena parte de su afirmación. Durante años el grupo Cuadra-Coronel Urtecho-Cardenal ha estado fructuosamente unido, en una especie de fraternidad poética, a la cual mucho debe la poesía nicaragüense de su madurez y de su importancia internacional. Cardenal, precisamente, escribió sobre la poesía de Pablo Antonio Cuadra una acertada y cautivadora síntesis:

«Bajando al pueblo, el poeta ha bajado a las raíces de nuestra nacionalidad. Se ha remontado en el pasado indio hasta la noche náhuatl y de allí ha extraído extraños sueños nacionales (pesadillas a veces); a la luz de la luna ha visto el jaguar, el caudillo, el poderoso; también una masa de pueblo quebrando sus piedras de moler y sus tinajas y huyendo al exilio; también sabe el secreto de las niñas charotegas y la intimidad de los amantes [...]»26.



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Pero el discurso es más complejo. Cardenal nos introduce parcialmente en la sustancia poética de la obra de Cuadra y sus palabras pueden también inducirnos al engaño de un regionalismo que el poeta rechaza abiertamente27, de un juego de recuperación arqueológica o folclórica que no es el suyo, de un intimismo en cierto modo superficial, que siente lejos de sí. Debemos remontarnos a los orígenes, a la definición de una actitud vanguardista que reafirma el valor de un Darío en vano negado, como los hijos niegan a sus padres, para volver a descubrirlos después, más grandes y actuando en ellos más íntimamente. La intencionalidad de la poesía de Cuadra se halla en el ansia misma rubeniana de dar voz al indio que le urgía dentro y que por siglos no había tenido acceso a la palabra. El primer paso consistía en una revolución lingüística. Escribe Cuadra:

«... teníamos un indio dentro de nosotros que pedía la palabra. Gran parte de la empresa de nuestra generación y de las generaciones que nos continúan, fue derribar (o acabar de derribar) algunas murallas postizas del idioma, para integrar a la gran ciudad del léxico español los barrios extramuros y marginados del habla nicaragüense»28.



Lo que urgía dentro ha hallado en el verso de Cuadra su vehículo. La suya es una búsqueda constante de las raíces del alma nacional; la poesía se convierte en la expresión de una individualidad que se hace canto coral del mundo americano, a menudo dramático, debido a la situación política.   —47→   Como antes Neruda por Chile y Asturias por Guatemala, Pablo Antonio Cuadra se eleva así a intérprete autorizado de su gente, puesto que de ella expresa los valores profundos y las aspiraciones, alimenta su confianza en un futuro de signo exaltante, eliminador del oscuro presente.

Los Poemas nicaragüenses representan esta línea, se dirigen a la interpretación más íntima de una naturaleza majestuosa y tierna al mismo tiempo, que se hace concreta, de repente, en un árbol secular, resultado e inicio de un inarrestable ciclo vital. Escribe Cuadra en «Sobre el poeta»:


Un siglo de ceibo fue iniciado por un pájaro
Pero, ¡ved! un árbol
................................
con tanta ley y majestad y células
en números redondos fue construido
para que una rama sostenga
a mediados de abril y mientras canta
¡un pájaro!



Amplia poesía de la sencillez. El reclamo sólo es visual, pero abre una dimensión profunda, que implica el misterio total del universo. Si Darío, para Cuadra, y «sobre todo» Lugones29, abren la poesía de lengua castellana en América -pero no sólo- al lenguaje coloquial, él -y su generación- le dan a ella mucho más: la revitalizan, la hacen respirar:

«... Nosotros iniciamos algo más -ha escrito-, la «oralización» de la poesía: devolverle "el habla", desatar la invención   —48→   de palabras, desatar la lengua, despreocuparla, sustituir los nombres gastados, devolverle a la palabra su fogonazo metafórico, crearle nuevos vínculos expresivos al epíteto, restaurar a la sintaxis en su rango de musa, introducir otra vez la respiración e incorporar la danza al ritmo del poema»30.



Es una vuelta al valor primigenio de la expresión. La palabra adquiere toda su vitalidad, respira. El resultado, por encima de todo, es el abandono de la retórica, el regreso a la sencillez, que en Cuadra sostiene una profunda cultura clásica, de Homero a Horacio, de los griegos a los latinos, a los italianos, sobre todo a Dante, a los grandes líricos hispánicos del «Siglo de Oro», y el hecho de pertenecer a una región muy particular de América, en la que convergen las dos tendencias fundamentales del mundo americano -interpretadas exactamente por el poeta en la orientación de la zona atlántica, donde prevalecen «un reclamo más directo a la herencia europea», pero también las aportaciones africanas, y de la zona del Pacífico, más preocupada «por marcar la originalidad americana, por integrar los valores aborígenes y enfatizar lo autónomo»31-, dándole a Nicaragua una función de «centralidad», de «mediterraneidad» dominante, que funde la materia cultural en expresión de pura clasicidad. De ahí viene la nitidez de la expresión, la esencialidad del lenguaje, un clima abierto, donde corre aire nuevo, no viciado por gastados experimentos. Una especie de nueva Hélade de tiempos modernos, situada en otra latitud, pero que irradia de la misma manera valores y luz.

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En la sugestión de horizontes misteriosos que ahondan en los orígenes del mundo, Pablo Antonio Cuadra va en busca de los antepasados y los afirma, en una identificación plena. «Poema del momento extranjero en la selva» corresponde en cierto modo al capítulo nerudiano dedicado, en el Canto General, a las «Alturas de Macchu Picchu». Neruda descubre un trágico lazo de unión entre el tiempo presente y el pasado: la explotación del hombre, el hambre, la esclavitud, la sangre; Cuadra, por el contrario, afirma la ininterrumpida positividad del mundo americano, que elimina los elementos que le son extraños, como los quinientos soldados norteamericanos de la expedición antisandinista:


En el corazón de nuestras montañas
donde invento el pedernal y alumbro
bajo el verde sórdido de las heliconias
bajo el hirviente silencio de los manglares
sus blancos huesos delicadamente pulidos por las hormigas.



El «momento extranjero» queda de este modo eliminado. El tiempo asume una única valencia actual, la interrumpida armonía vuelve a soldarse. La naturaleza regresa a sus ritos germinativos enterrando a la muerte. Magia y realidad, o magia de la realidad: el mundo poético de Pablo Antonio Cuadra se afirma como un Edén sugestivo por colores y linfas, si bien continuamente insidiado, en su natural felicidad, por la maldad de los hombres. Los episodios de la azarosa historia nicaragüense intervienen para dar razón de la irrealizada felicidad de un mundo tan extraordinario. Cuadra es intérprete acertado, partícipe, vuelto especialmente a la exaltación de las presencias ácueas en Nicaragua. Como en la «Oda fluvial», donde palpita un paisaje que se ha vuelto mítico para la poesía nicaragüense -varios   —50→   poetas, entre ellos Coronel Urtecho, lo han catado en diversas ocasiones, y vivido-: las orillas del San Juan, las del Río Frío, el Gran Lago de Nicaragua, «de su misma amplitud tan merecido». Aquí, la historia se transforma legítimamente en mito y contribuye a exaltar una geografía combatida, no contaminada, reino del silencio y de la soledad, en su significado más fortalecedor.

La «Oda fluvial» lleva otra vez al mundo ácueo de la poesía hispánica del Renacimiento, a los bosques y verdes orillas de Garcilaso, más que a las Soledades gongorinas. La compostura clásica de la poesía de Cuadra se afirma en el rechazo del tono altisonante, en la insistencia en un acento mesurado que exalta la nota dominante, muy íntima, de un «Paraíso» no perdido, sino mágicamente real. Con la «Oda fluvial» la poesía «ácuea» castellana se enriquece con un aporte singular, que, en la sustancia, la distingue de la no menos «fluvial» lírica nerudiana de Residencia en la tierra, «Sólo la Muerte»: lo que en la poesía de Neruda es constatación aterradora de cómo todo confluye hacia la muerte, Almirante que nos espera, a cada uno de nosotros, alta en un puerto final, en cambio, en Cuadra se manifiesta como himno a la vida. La oscura pesadilla de la fin no domina al poeta nicaragüense; para él la tierra es sí una residencia difícil, pero no mortífera. La suya es una poesía vitalista, sostenida por un optimismo de fondo, que tiene su origen en una adhesión ferviente a la geografía de su país. Nicaragua es para Cuadra una auténtica «Tierra prometida», lugar de la salvación, que urge reconquistar. También la muerte se convierte en símbolo vital, debido al amplio sentido panteísta del poeta. Un panteísmo netamente cristiano, que interpreta la creación de Dios, por su voluntad, inagotable. El sol ilumina el mundo y el continuo florecer de las mieses siempre   —51→   anuncia la resurrección de las «palabras antiguas caídas en los surcos», de las voces que «celebraron el paso de este sol corpulento y anciano / amigo de nuestros muertos, agricultor desde la edad de nuestros padres», como afirma en la «Introducción a la tierra prometida». Tierra prometida que es, en sustancia, la patria, reconquista del «ayer», partiendo de un «hoy» casi enajenado, olvidadizo, de todos modos, de la sustancia del tiempo transcurrido, llagado por la opresión. Del pasado llega la voz de la libertad y la perspectiva de un retorno feliz. Por ello, el poeta se pone como intérprete y unificador del tiempo, para resucitar un mensaje que parecía perdido, pero que ahonda en los orígenes mismos del nicaragüense:


Voy a enseñarte, hijo mío, los cantos que mi pueblo recibió de sus mayores
cuando atravesamos las tierras y el mar
para morar junto a los campos donde crecen el alimento y la libertad.



El arranque de «Introducción a la tierra prometida» recuerda «Llegada», del cubano Nicolás Guillen, afirmación de la presencia negra y mulata en el mundo americano, por una adhesión originaria a la naturaleza y la afirmación orgullosa del propio pasado. Pero la dura nota polémica del inmigrado por fuerza, frente al poder dominante y a la discriminación racial, no halla puesto en la lírica de Cuadra. Muy al contrario, él afirma la continuidad de un universo racial vuelto armonía. En la distancia de los siglos es el mismo «himno campal» que entonaron los padres «en la juventud de los árboles» y que los hijos repiten «año tras año / como hombres que vuelven a encontrar su principio». La patria se hace una única cosa con el poeta:

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¡Oh tierra! Oh entraña verde prisionera en mis entrañas:
tu Norte acaba en mi frente,
tus mares bañan de rumor oceánico mis oídos
y forman a golpes de sal la ascensión de mi estatura,
tu violento sur de selvas alimenta mis lejanías
y llevo tu viento en el nido de mi pecho,
tus caminos, en el tatuaje de mis venas,
tu corazón, tus pies históricos,
tu caminante sed.
He nacido en el cáliz de tus grandes aguas
y giro alrededor de los pasajes donde nace el amor
y se remonta.



El «amor americano» que Neruda descubre y afirma en «Alturas de Macchu Picchu», tiene su correspondencia vitalista en la poesía de Pablo Antonio Cuadra como «¡Amor nicaragüense!...» Ha escrito Franco Cerutti:

«La Natura, nella sua triplice componente di paesaggio, flora e fauna, senza dimenticare la fauna umana, viene acquistando nelle pagine di Cuadra realtà e dimensioni autonome, in qualche modo (un modo se vogliamo molto pirandelliano, alla Sei personaggi in cerca d'autore) svincolandosi dal proposito iniziale dell'autore, o meglio superandolo, sovrapponendosi ad esso per la propria inarrestabile dinamica. C'è di più. Acquista un carattere, una essenza così panicamente e squisitamente religiosa che varrebbe la pena, a questo punto, riaprire per l'ennesima volta il discorso sul cristianesimo di Pablo Antonio, che, inconsciamente, forse, ma altrettanto sicuramente, s'incammina sul piano inclinato di uno straordinario panteismo tanto più valido e suggestivo in quanto nutrito d'incoercibili umori tropicali»32.

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Ya he dado mi interpretación acerca del panteísmo de Cuadra, un panteísmo cristiano, pero, no cabe duda, este panteísmo se acentúa, por lo menos hasta el momento en que el terremoto que destruye Managua en 1972 abre un paréntesis de más inmediato, partícipe dolor por las víctimas de tanta desgracia, come lo atestigua el poemario Esos rostros que asoman en la multitud, publicado en 1976.

La adhesión del poeta a su tierra se manifiesta en imágenes que se libran entre el rito de un pasado sacrai autóctono y los recuerdos clásicos y contemporáneos de la poesía hispánica. Y en efecto, si el «sol antepasado» envuelve toda la historia espiritual del mundo precolombino, la «procesión sumisa / de las alamedas y las siembras» nos vuelve a las garcilasianas selvas renacentistas, al huerto silencioso de Fray Luis de León, pero también a los panoramas inolvidables de la poesía de Antonio Machado -a menudo evocado y recordado incluso en los epígrafes-; todo con una autónoma originalidad de acentos, puesto que Cuadra no imita, hace sólo que revivan en su obra los fundamentos de su cultura, sus preferencias íntimas, sus poetas predilectos. Nace así una lírica de gran mesura, hecha de profundos silencios, de horizontes mágicos, de ríos y lagos, de selvas y volcanes, pero sobre todo límpida y sencilla.

«Introducción a la tierra prometida» es el punto de llegada de una larga y ferviente iniciación, aprendimiento humilde del lenguaje del universo. El anhelo de comunicación se convierte en gracia adquirida, milagro que se afirma en el encuentro con la naturaleza.

Pero el diálogo mágico con la geografía patria no elimina, antes implica, la intervención comprometida del poeta respecto de la realidad humana que lo rodea. De ahí su militancia, que lo lleva a subrayar la dura condición del vivir, la   —54→   injusticia, la opresión, la explotación del hombre, los días amargos y huérfanos de la vida, la humillada situación de la patria, que no significa renuncia a la dignidad, todo lo contrario. En «Patria de tercera» esta dignidad se afirma plenamente, en la indomable actitud de rebelión:


Nosotros ¡ah! rebeldes
al hormiguero
si algún día damos
la cara al mundo:
con los rasgos usuales de la Patria
¡un rostro enseñaremos!



No se equivocaba Ernesto Cardenal cuando afirmaba que la poesía de Pablo Antonio Cuadra es «tierra que habla»33. Lo que aclara también la concepción especial que Cuadra tiene de la mujer y del amor. Si Neruda encontró en Matilde su amor predestinado, definitivo, sus propias raíces, las que le hicieron posible alcanzar sus mismas fuentes, los antepasados araucanos, en una identificación plena con la historia, Pablo Antonio Cuadra hace de la mujer la concreción de lo que la naturaleza tiene de positivo. Y si el poeta chileno empleará, en los Cien sonetos de amor, «versos de madera», como los más adecuados, en el alusivo significado simbólico que remite al mundo de la infancia -«... Ay, de cuanto conozco / y reconozco / entre todas las cosas / es la madera / mi mejor amiga», escribe en «Oda a la madera»-, para celebrar a la mujer amada, Cuadra interpreta a la mujer como parte del árbol,   —55→   la ve recortada de él, rama «frutal». Así lo expresa en el poema «Niña cortada de un árbol»: secuencia germinativa que modifica lo afirmado en «Sobre el poeta», donde el árbol nacía de un pájaro, para sostenerlo luego en sus ramas; ahora los pájaros se forman de los árboles, de sus frutos y de sus hojas, se vuelven canto, y la mujer, sobre el árbol, es como un fruto, resplandece vital en una sonrisa que da vida a las cosas:


Las aves nicaragüenses se forman de los árboles:
de frutas enternecidas por la lluvia
de hojas suavizadas por el viento
de susurros que la savia amansa y pule en trinos.
Mi patria es extendida en vegetales
que cantan en primaveras
que he besado: en frutales
que tú eres cuando me dices
desde el árbol ¡adiós! -con mariposas.



En este poema, de estructura perfecta, se afirma la presencia femenina como ligada íntimamente al proceso germinativo de una naturaleza que es la patria misma, un todo con ella. En el pleno ritmo de este universo se insinúa, sin embargo, también sobre el tema del amor, un elemento perturbador: la angustia de la ausencia. En «Un lejano recuerdo criollo» es motivo de ello una realidad que se esfuma, satisfacción y tormento al mismo tiempo. El recuerdo establece distancias fabulosas. El deseo se manifiesta a través de una serie de posesivos apremiantes, que reconstruyen la imagen femenina. La amada es íntima presencia e insatisfacción que atormenta y se afirma en dudas, en la conciencia de que la lejanía ya es olvido: «Lejano es ya decir olvido». En realidad, la mujer es apariencia, símbolo, y en ella siempre se persigue a la «otra»:

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Pero voy separándome como si persigo
la otra mujer
la otra siempre en que tú te ocultas
¡casi innumerable!



Sólo alcanzando a la «otra» se puede llegar a la actual. Incontentabilidad del sentimiento e indescifrabilidad de él. En un ambiente natural apenas sugerido -menciones de distancias vagas: «Desde esta distancia a 125 leguas de recuerdo...»- surge un clima metafísico que califica por su profundidad, además que por su originalidad de acentos, la poesía de Cuadra. Una poesía en la que entra todo el complejo mundo del hombre, centrado en el nicaragüense, pero que trasciende siempre a Nicaragua.

Un país, éste, en el que se cruzan los mundos de las dos vertientes americanas, la del Atlántico y la del Pacífico, lugar de la «centralidad», de conciencia mediterránea, como ha afirmado Pablo Antonio Cuadra34, país en el que se acentúa el dualismo, pero que también se anula. Producto relevante de esta centralidad, que ve en la Odisea su arquetipo, son los Cantos de Cifar y del Mar Dulce. Cuadra los publica a medida que los va componiendo, y los va enriqueciendo, hasta reunirlos en 1971; aparecen ulteriormente ampliados en la tercera edición, de 1979, que se puede considerar definitiva.

El Canto de Cifar se desarrolla por toda la colección; en él van insertados otros poemas, en los cuales se tratan, precisamente, los temas del «Mar Dulce...», el Gran Lago   —57→   de Nicaragua, corazón palpitante del mundo nicaragüense. El «Maestro de Tarca» interviene, sentencioso, once veces en la colección. El poema se construye como anhelo a la aventura, desafío a la muerte. «Épica humilde de un Mar Dulce», lo ha definido el poeta35, cantos «homéricos sin aristocratismo», ha subrayado, exactamente, Balladares36, añadiendo:

«Cifar mantiene vivo en su pecho el sentido de la aventura, como Cuadra en el suyo el alma infantil que se asomaba al mundo de los fantásticos relatos, abiertos a sus ojos asombrados por los cuentos de Juan de Dios Mora, marinero del Cocibolca, o las primeras lecturas del Divino Ciego de la Hélade...»37.



De hecho, el poeta narra38 que en época remota, en su juventud, un bote volcado en el lago y el cuerpo del navegante muerto, hicieron revivir concretamente el mito de Cifar, ante él, joven poeta «que llevaba en el bolsillo una gastada edición de La Odisea» y que «miraba todo aquello y abría su corazón a lo que veía»39.

El Gran Lago es la sede nicaragüense de la aventura. Para Cuadra el Gran Lago lo es todo:

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«El Gran Lago tiene, en su grandeza marina de verdadero mar dulce, ese mismo texto homérico dentro de nuestra geografía. Es la tentación de la «hidrys» (de la desmesura) frente a la tierra campesina que lo rodea. El Lago alimenta el sentido de la aventura, da el impulso para arrostrar el peligro y lo desconocido frente a la timidez y la rutina del campesino. Contrapone a lo seguro, lo temerario. Contrapone a lo conocido lo extraño. El agua es destierro; exige un abandono de la seguridad, un desasimiento de lo terrestre para vivir la maravilla de la aventura.

El Gran Lago tiene, por eso, una cátedra homérica en la formación del alma nicaragüense. Es el pre-texto de la Odisea. Deposita en el alma nuestra la semilla de Ulises, cargándonos con electricidad odiseica»40.



De esta presencia homérica procede el ritmo amplio, la sacralidad del verso de Cuadra. En «La partida» los conceptos expresados en el pasaje citado se vuelven poesía: frente a la tentativa de retenerlo de su madre, Cifar declara que «el hombre es nave» y corta las amarras:


Otra vez un niño
salía del vientre de su madre
al mundo...



Como el poeta, también su héroe mítico nace a la vida en el «cáliz» de las «grandes aguas» -lo declara en el «Himno Nacional en vísperas de la luz»- y gira «alrededor de los parajes donde nace el amor y se remonta», que interpreta, diríamos, religiosamente, como supremos ritos del vivir humano. Así lo es la compleja gama del dolor del   —59→   hombre; así lo son las destrucciones de la furia del lago, las mitologías, exaltantes o terroríficas, que se forman en su seno. No sin razón Pablo Antonio Cuadra insiste en los contactos con la Odisea41. Cifar es un pre-Ulises real e irreal a la vez, quizá ese Cifar Guevara que, nos informa el poeta, fue un «juglar» y lo llamaban «el poeta del Lago»; un marinero hábil en tocar el arpa, de alma aventurera y bohemia; un revolucionario y un empedernido enamorado; un inquieto navegante que «no pasó de ser un pobre Odiseo frustrado»42. Pero todo es vago, incierto, como lo requiere el mito. La fantasía del poeta actúa libremente sobre los escasos datos de la realidad, partiendo de una emoción, es cierto, de la infancia, y de una larga adhesión espiritual al mundo ácueo de su país. Con razón Balladares afirma que toda la poesía de Cuadra está ligada al mundo de la infancia y que en ello está la explicación, probablemente, de su unidad, a partir de sus versos «primerizos», hasta las líricas de los últimos años43. Pero aquí también debemos entendernos: una infancia que funciona como sede de valores permanentes, en los que se injertan las muchas experiencias de los años, más o menos identificables concretamente, pero que actúan en lo profundo. También en los Cantos de Cifar y del Mar Dulce la realidad, la experiencia, difuminan sus contornos, produciendo un cautivador clima mítico, en el que se afirman sentimientos eternos, que conviven desde siempre con el   —60→   hombre. Entre los encantamientos de las sirenas homéricas, se insinúa el reclamo de «La vieja sirena», con su final escalofriante; fúnebres embarcaciones recorren el lago, sin encontrar nunca un puerto; una Circe singular revive en la isla del Carmen; un intenso tráfico se desarrolla, como en la Odisea, en las aguas del Gran Lago de Nicaragua; los hombres transportan en él también dolores y pasiones, odio y bondad. Si bajo las aventuras de la Odisea, como reconoce el mismo Cuadra, se halla un inmenso yacimiento de antiquísimo folclore, en los Cantos de Cifar y del Mar Dulce se halla asimismo un capital inmenso de folclore nicaragüense, que se convierte en viva actualidad, para dar la dimensión más íntima de Nicaragua, dominada por la aventura del hombre entre inseguras olas, a merced de los vientos, siempre frente al misterio. O como afirma el poeta:

«Cifar es el viejo deseo de "cosas extrañas", Cifar es el "buscado imposible" rubeniano, pero cada vez más cerrado, cada vez más imposible para el pueblo de América. ¡Sí, cada vez más imposible, pero cada vez más cercano!»44.



Pablo Antonio Cuadra reclama la atención también sobre la veta del amor entre la «gente del lago», porque «esa gente es expresiva de América (es el grito de su plexo solar) y el amor en el que se mueve es germinal, poderoso y oscuro»45. Hay en la mujer de los Cantos un peso terrestre, que la hace extraordinariamente concreta y le da contemporáneamente una dimensión mítica, por la cual retrocede en el   —61→   tiempo, hasta asumir un significado de eterno e incontaminado, quizá nunca mejor expresado por Cuadra como en «Mujer reclinada en la playa», esa Casandra que profetiza al poeta gloria y dolor, en un clima en el que el presente se junta con un pasado ilustre de cultura, que califica la poesía de Pablo Antonio y la geografía en la que surge por la eternidad:


Todo parece griego. El viejo Lago
y sus hexámetros. Las inéditas
islas y tu hermosa cabeza
-de mármol-
mutilada por la noche.





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ArribaAbajo«Pedro Arnáez»: la vida como problema

Pedro Arnáez es quizá la obra más destacada de José Marín Cañas, uno de los «monstruos sagrados» de la literatura de Costa Rica y seguramente uno de los escritores más válidos de América Latina, dueño de una técnica narrativa y de una expresión lingüística que le confieren categoría de artista original. Lo demuestra la novela de la que me ocupo.

Pedro Arnáez fue publicada en 1942. El libro había sido presentado en 1940 al concurso de la casa estadounidense Farrer & Reinhart y había ganado el primer premio «ex aequo» con Aguas Turbias, de Fabián Dobles, y Por tierra firme, de Yolanda Oreamuno, que lo rechazó.

La novela de Marín Cañas presentaba características de novedad que luego serán consideradas calificadoras de la «nueva novela» hispanoamericana, la del «boom», para entendemos. Ante todo, en Pedro Arnáez se eliminaba la acostumbrada división en capítulos, expresados por medio de números y títulos; el libro se presentaba como una larga sucesión de hechos, visualizados en numerosas secuencias, exactamente diecisiete, verdaderos capítulos, como seguiré llamándolos por comodidad.

El primero de estos capítulos -subdividido, a su vez, en tres parágrafos breves (esta subdivisión, pero en dos partes, se presenta sólo en los capítulos XIII y XV)- tiene la función de destacar una historia ya concluida. El narrador es un médico, que anuncia en primera persona: «Voy a contar   —64→   la vida de Pedro Arnáez»46. Es la primera frase de la novela y prepara al lector a una aventura humana, le comunica una tensión hacia algo que aún no está muy claro, se entiende, pero que será aclarado pocas líneas adelante, cuando el narrador-protagonista afirma: «lo vi tan pocas veces al borde de la muerte»47. Y aún más, el lector se contagia de la tensión, de la «delirante agonía»48 del narrador, porque percibe que se halla frente al ejemplo emblemático de un momento especial del mundo, del destino inevitable del hombre, víctima más que protagonista, de los acontecimientos:

«yo sé que toda esta tensión y esta delirante agonía de contarla, será para que digan los que vengan después: "Fue un momento oscuro del mundo". Pero también comprenderán que los hombres fueron víctimas de las masas y que más que en función de hombres, vivieron como leños arrastrados por la fuerza de las repuntas»49.



La tensión dramática ya es una característica de la novela y se proyecta intensamente sobre las páginas que el lector se apresta a afrontar. Pero quien lee experimenta una acentuación de su tensa curiosidad acerca de la historia, justamente por la imprevista confesión del personaje narrante, explicación y justificación a la vez de su propósito: «Esto me ha tenido de pie, vigilante sobre mí mismo, en una constante desazón»50. En definitiva, la historia de Pedro Arnáez   —65→   se presenta también como la historia del narrador, el cual emprende el relato a distancia de tiempo de los acontecimientos, en octubre de 1941, en plena segunda guerra mundial, un momento en el que la civilización se presenta en grave crisis: «Estamos en octubre del '41. La civilización ha retrocedido al primer eslabón»51.

Los elementos que presenta el capítulo primero no son sólo los indicados. A través del personaje que narra, el lector alcanza inmediatamente las convicciones del escritor: desconfianza en el mundo tal y como se presenta, «una vieja gabarra destartaladona, agrietada por sota y barlovento, perdiéndose en el vacío, mientras principios, pensamientos y leyes se tiran al agua mansa de los oscuros recodos [...]»52; conciencia de un deseo de fuga que caracterizó a la época, al cual hace derivar la originalidad de las creaciones en poesía, música, arquitectura, en todas las artes, pero que es fruto de una falta radical de fe, sustituida por la «Mística política»53. La orientación de José Marín Cañas es clara y sería incorrecto pretender discutirla. Se basa en experiencias profundas, quizá aludidas en el libro: «A la memoria de la noche del 21 de junio».

La novela refleja un estado de desconfianza, confirmado por todo lo que sucede en Europa, donde la guerra siega vidas humanas numerosas y realiza destrucciones aterradoras. De ahí la amarga denuncia: «Nos rodea una desolación espiritual hasta el horizonte [...]»54; y la decisión de hacer del   —66→   fracaso humano un momento de arranque para el rescate futuro:

«Es necesario que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos sepan la verdad de esta vergüenza y la congoja que nos produce el vivir en una época de horror, en la que, a manera diabólica, hemos llenado la vida de juguetes mágicos que han tenido como misión arrasar ciudades, volar caminos, alejar de las paredes a cuyo cobijo alentó el fuego del hogar, escombros ennegrecidos y muros como muñones»55.



El pesimismo del personaje narrante, y del escritor, estigmatiza a una humanidad de seres «huecos», destinada a perderse en la historia «como un borrón oscuro e inútil»56. De ello deriva la función ejemplar de la historia humana de Pedro Arnáez; el médico-narrador afirma: «Cuento su vida ahora, porque creo que servirá cuando hayan pasado los años y de todo esto quede apenas el recuerdo de su oscuridad y de su horror»57.

En el segundo parágrafo del primer capítulo, el narrador-protagonista hace alusión a sus encuentros con el héroe de la historia. El escritor envuelve hábilmente con contornos vagos, en la mente del médico, el recuerdo de los momentos reales de su encuentro con Pedro Arnáez: «Las veces que hablé con él no llegaron a cinco y es posible que tampoco a cuatro»58. En el curso de la narración, en cambio, el recuerdo se hará más neto: al final del capítulo X el médico   —67→   declara: «Aquél fue mi segundo encuentro con Pedro Arnáez. Creí que sería el último. Dios había dispuesto que nuestras vidas se cruzaran dos veces más»59. Pero la intencionada fumosidad del recuerdo del segundo parágrafo del primer capítulo sitúa hábilmente al personaje principal en una atmósfera que le da dimensiones míticas; mientras que su estatura humana se acentúa con frases significativas, como: «Arnáez fue para mí, más que un caso profesional, un caso humano»60. Y aún: «Llevaba dentro un viejo rumor de río y se le percibía de lejos, aún sin verlo. Su presencia tenía esa ráfaga que trae lo terrible y lo amargo»61. O también: «Siempre que nos encontrábamos fue de noche y en instantes de zozobra. La mayor parte era al borde de la muerte, y su presencia dislocaba las proporciones y el equilibrio de nuestros pensamientos»62.

Ni tampoco tiene importancia que en el mismo párrafo se precise un poco el vago recuerdo de los encuentros, cuando el narrador-protagonista afirma que «en el primero de éstos conoció de Pedro Arnáez el cerebro63, en el segundo la humanidad, y en el tercero, muchos años después», la intensa carga fraterna que todavía vi en él64. Nuevos datos, en el párrafo citado, parecen precisar mejor el tiempo: «Doce años después» del dramático encuentro -pero el lector no sabe cuáles- en el que con una mirada Pedro Arnáez le pidió   —68→   al médico que le explicase la «inexorable voluntad de Dios». «Días después» de este nuevo encuentro, el narrador afirma: «estuve con él la noche del 10 de marzo»65; un dato temporal que todavía no le dice nada a quien lee. Son anticipaciones indefinidas, sugestivas, de una aventura humana que estimula al lector a conocer. El mismo efecto tiene el clima de grandeza derrotada en el cual el narrador-protagonista sitúa al héroe: «se le adivinaba en el gesto y en la pausa que la antigua cuenta con Dios lo había arrinconado»66. No es menos estimulante y sugestiva la vaga alusión a un final del hombre, no comprobado, en referencias que el lector no descifra aún con claridad:

«Muchas veces creí que, muerto en pie, como los árboles, el viento lo había pulverizado y esparcido sobre los caminos del Sur, de donde me dijeron que había venido»67.



En el tercer parágrafo del primer capítulo, el narrador-protagonista empieza concretamente el relato de los borrosos orígenes de Pedro Arnáez. La frecuencia de las referencias a los relatos oídos sobre él en la infancia68, acentúa el clima mágico que rodea al héroe, del cual se reconstruye la tragedia familiar: la muerte de su padre en mar, durante la pesca, y los esfuerzos inútiles del hijo para sustraerlo a los tiburones, y luego la desolación de Pedro, perdido en la soledad de mar y selva. Rápidas notas sobre el paisaje contribuyen a crear una dimensión mágica, presentando un mundo en el   —69→   que la belleza salvaje de la naturaleza no oculta, sino que exalta, el drama del hombre, el sentido de su insignificancia.

Al relato del médico, ligeramente prevalente -nueve capítulos-, se alterna, irregularmente, la intervención directa del escritor omnisciente -ocho capítulos. El médico se refiere, naturalmente, a sus encuentros con el héroe, cuatro fundamentalmente, para los cuales se hallan aislados cuatro momentos, en los que interviene el escritor para llenar los vacíos dejados por el narrador-protagonista en el relato de la vida de Pedro Arnáez. Así, en el primer grupo -capítulos V-X-, el escritor interviene en cuatro capítulos consecutivos, del V al VIII, para narrar la vida de Pedro, antes del segundo encuentro con el doctor; en el tercer grupo, que ve dos encuentros entre el héroe y el médico, a breve distancia el uno del otro, interviene el escritor dos veces, en el capítulo XI y en los capítulos XIII-XIV; en el cuarto grupo -capítulos XVI-XVII-, la voz que narra vuelve a ser la del médico, que concluye así, perfectamente, el proyecto inicial, de relatar una historia humana «ejemplar».

El libro termina en forma abierta: de hecho, sobre cómo acaba Pedro Arnáez se abre el misterio, mientras la naturaleza misma parece ratificar una reconquistada confianza en el futuro; así, por lo menos, parece que quiere hacemos creer el narrador-protagonista:

«El valle abría los brazos y se ofrendaba verde y jubiloso. Toqué con las espuelas el caballo y aligeramos el paso por el trillo, bajo el sol, hacia los llanos»69.



Ya he aludido al uso especial que José Marín Cañas hace   —70→   del tiempo en Pedro Arnáez. En el primer capítulo del libro la indeterminación de un tiempo, que adquiere tonos de «fabuloso», se concretiza en algunos datos, el momento en que el médico decide narrar la historia, bajo el impacto de las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial: «Estamos en octubre del '41»70. Luego algunas referencias, concretas más en apariencia que en la realidad: un «muchos años después»71 del primer encuentro con Pedro, cuando se verifica el segundo, un «Doce años transcurrieron», desde el segundo encuentro, y un «Días después estuve con él en la noche del 10 de marzo»72, fecha del tercer encuentro. La aventura de Pedro Arnáez está casi a punto de concluirse; el cuarto encuentro del médico con él será, de hecho, el último -lo sabremos por la evolución de la historia-, y probablemente coincidirá con el último instante de su vida.

José Marín Cañas, en estos datos iniciales resume, concentra, toda la historia de su héroe, por medio de anticipaciones temporales que mantiene en la vaguedad, pero que se presentan, en un período todavía impreciso, en serie cronológica ascendente, años remotos, anteriores a 1941. El efecto es de gran tensión en el lector y de estímulo a proseguir la lectura.

En el curso de la narración, sin embargo, otros datos temporales, diseminados hábilmente, aclaran mejor los contornos cronológicos de la relación Pedro Arnáez médico-narrador, en correspondencia con una lógica, y sugestiva, recuperación del tiempo por parte de quien narra, de acuerdo   —71→   con el esfuerzo de la memoria, agudizada por los hechos. En el capítulo III, al comienzo, el médico-narrador vuelve a mencionar la noche del 10 de marzo, que «No sería fácil olvidar»73. Y añade que «por encima de ella han pasado varios años»74. El lector, se comprende, no sabe nada todavía acerca de esa noche, pero por la dúplice mención de ella espera algo particularmente significativo. La habilidad del escritor consigue mantener en ávido «suspense» a quien lee, recargando sabiamente los colores. El doctor afirma, a propósito de esa noche, que «la podría reconstruir totalmente, con minuciosidad extraordinaria»75. Y poco después nos enteramos de que ella significó el cuarto encuentro entre los dos hombres, en una celda de la cárcel, que todavía no se sabe a quién de los dos iba destinada. Con hábil implicación de narrador y héroe, efectivamente, el escritor le hace decir al médico: «Lo que Arnáez me relató aquella noche, lo vi, desde el fondo de la celda en donde me había venido a arrinconar, con una claridad de cosas que se va corporizando»76.

De este modo José Marín Cañas legitima, en el plano de una presunta fidelidad histórica, su relato, o mejor dicho, el relato del médico-protagonista, al cual se alterna como narrador omnisciente, para relatar desde lo vivo la existencia de Pedro Arnáez y soldar los eslabones de una cadena de la que el médico destaca los puntos más dramáticos de ruptura. Para acentuar la tensión vuelve la referencia a «aquella noche», cuando el héroe le hizo una pregunta, por ahora   —72→   misteriosa, «¿Se salvará?»77. Es una anticipación de la historia futura, dejada intencionadamente, y con éxito, en el misterio; como anticipo dramático es ese vago «Hacía pocos días nos habíamos encontrado por primera vez, y en momentos desesperados»78. Momentos que el lector sigue ignorando, pero que acrecientan su participación en la historia.

Al comienzo del capítulo IX otra localización temporal -ya estamos en el centro del drama- aparece en apertura. El médico afirma que Arnáez fue a consultarle «en aquella mañana del año '19»79. A este punto el lector ya tiene bien presente buena parte de la historia del héroe: su infancia ha sido reconstruida a través de las intervenciones directas del doctor y discretas del escritor, en los capítulos I-IV; su naturaleza problemática y el sucesivo encuentro con el amor, en la persona de Cristina, en los capítulos V-VIII. El dato temporal aludido, referido sólo al año, tiene, por ello, la función de anclar la historia a un punto firme, mientras que todo lo que precede a esa fecha queda suspendido en un tiempo sin referencias cronológicas exactas, que se hace fabuloso, no sólo con relación a lo que se refiere a los primeros años de Pedro Arnáez, sino al primer encuentro entre los dos hombres, a través de un subrayado olvido del médico: -«fue él quien me indicó nuestro mutuo conocimiento [...]»80- y luego una denunciada distancia cronológica: «hacía muchos años de nuestro primer encuentro [...]»81.

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Al final del primer parágrafo del capítulo IX, se hace más concreta una referencia: el médico recuerda que «fue el 29 de junio» -evidentemente del año indicado, 1919 cuando le llamaron a la cabecera de Cristina, a punto de dar a luz el hijo de Pedro Arnáez. En el capítulo X queda consignado otro dato cronológico: «Dejé pasar dos semanas [...]»82, afirma el médico, antes de volver a la pensión de Pedro, después de la tragedia, la pérdida de su esposa durante el parto, mientras el hijo sobrevive.

En el capítulo XII el médico-narrador, de regreso de México a El Salvador, en casa de unos amigos, en Santa Tecla, da unos datos acerca de la crisis en la producción del café, que se verificó en los años desde el «'24 al '29», alude a la cosecha del '23, a la caída de los precios en el '30, a la catástrofe del '3183. Al final del capítulo, otra indicación aclara mejor el dato cronológico, relativo, evidentemente, al último año mencionado: «Al mediodía del 23 de enero nos llegó la noticia»84. También en este caso el lector ignora, y por eso se siente más estimulado, la sustancia de esa «noticia», aun si puede suponer de qué se trata, por el subrayado contraste entre la riqueza y la miseria campesina denunciada en páginas anteriores, y el pasaje que sigue a la frase indicada: «Fue como un escopetazo en mitad de un círculo de paz y de reposo. Todos vibramos de pies a cabeza y por un momento nos miramos atónitos sin saber qué hacer, qué decir, qué pensar»85. Es la rebelión de los campesinos, la revolución   —74→   de los desheredados, en la que también Pedro Arnáez, ahora en El Salvador, tomará parte, pero que fracasará frente a las fuerzas del gobierno.

En el segundo párrafo del capítulo XIII, se vuelve a aludir al 23 de enero86, y en el capítulo XV otro dato marca la distancia temporal entre el segundo y el tercer encuentro del médico con Pedro, ahora presente en la operación de su hijo herido en la revuelta, «un muchacho que tendría doce años»87, o sea nos encontramos, aproximadamente, en 1931. Otros datos se refieren, en fin, en las páginas terminales, a la marcha del médico para Costa Rica. En el capítulo XVI él afirma que «Terminaba febrero y comenzaba marzo»88 y que había comprado el pasaje para el 1189, mientras se le iban las esperanzas de obtener la autorización para hablar con Pedro Arnáez, prisionero.

Un entramado de referencias a días acentúa la atmósfera de angustiosa espera: «El 9 perdí todas las esperanzas; [...]»90; «En la mañana del 10 recibimos una urgente llamada por teléfono»91. Y aún más, una vez conseguido el salvoconducto para Santa Tecla y para hablar con el prisionero, la identificación de la fecha del encuentro, inolvidable entre todos ya aludido en el capítulo I (p. 18) y al principio del capítulo III (p. 30) -: «No olvidaré nunca aquel 10 de marzo»92.

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La ulterior proyección de la posible historia de Pedro Arnáez se presenta en el capítulo final -el XVIII en nuestra numeración-, por una acentuada imprecisión de años: «Ya no recuerdo si esto fue en el '34 o en el '35. Sí sé que hace más de tres años, porque aún no había nacido mi primera nieta»93. El médico se refiere a la decisión de su colega y amigo salvadoreño, Jacinto, de dejar la profesión, pero es el preámbulo para introducir un dato nuevo sobre el posible destino de Pedro Arnáez, que «Hace dos años» declara haber tenido la impresión de verlo en un tranvía94. El repentino recuerdo de palabras fatídicas pronunciadas en la noche del 10 de marzo95 subraya la función totalizadora de la referencia temporal, síntesis de una vida dramática. Y todavía una sucesiva localización temporal, «Podría jurar que era el 20 de octubre»96, determina aún más el clima vago en el que es posible la permanencia de Arnáez, en la alusión de un anónimo al «maestro de los indios locos»97, quizá nuestro héroe. La presencia de múltiples datos, ya exactos, ya fumosos, ancla la historia de Pedro, por un lado, a la realidad y por el otro la inserta en un eficaz halo de leyenda. La historia se construye en la dimensión de un «heroísmo» humano cautivador, también por el hábil uso del tiempo; el escritor se sirve de reconstrucciones a posteriori, de sucesiones cronológicas regulares, de saltos temporales, para marcar una cronología vital ascendente, inscrita en una reconstrucción totalizadora a posteriori, condensada, por otra parte, en el   —76→   primer capítulo sobre todo, en pulsiones temporales, anuncio de toda la historia.

Como hemos evidenciado, Pedro Arnáez es el héroe de la novela a la que da el título, pero el médico-narrador termina por ser cada vez más el co-protagonista. Su figura, en efecto, va adquiriendo relieve paulatinamente, implicada como está, espiritualmente más aun que materialmente, en la historia del héroe.

Cuando comienza su relato, bajo el impacto de la guerra mundial, de la barbarie triunfante, que hace pensar a los americanos en el final de la Europa de los principios y de los derechos que consideraban inviolables98, el médico está aún, y cada vez más, bajo la impresión de sus encuentros con aquel «caso humano»99 que fue Pedro. Estos encuentros han acentuado la problemática del personaje. En contacto con Arnáez y con su historia, el médico halla su propia madurez, se abre a una comprensión cada vez más profunda de los problemas que implican desde siempre, dramáticamente al hombre, centrados en el significado de la vida y la muerte.

Las primeras experiencias de Pedro -la muerte de su padre, la soledad, la dificultad del vivir- confirman en el héroe una convicción negativa, la de ser, como todos los otros hombres, víctima de algo «que los destrozaba sin misericordia»100, y que, como afirmaban los «boyeros», sus compañeros casuales de viaje, «cada uno llevaba arrastrando una cadena de desgracias y de malaventuras»101.

  —77→  

Es éste el núcleo esencial de la ideología de Pedro Arnáez, que confirmará la sucesión de los eventos durante años. José Marín Cañas hace del personaje un ser inolvidable, dominado no por un tedium vitae, inconcebible para un hombre de sus orígenes, sino por una sorda rebelión contra la injusta condición del hombre, y por ello criatura intensamente dramática. Llega así al repudio de Dios, visto como suma indiferencia en el equilibrio del firmamento, en la inmensidad del mar «invencible», que le ha arrebatado el padre, en la naturaleza entera, quieta y violenta, en la ruina de los hombres102. El médico-narrador subraya, en el capítulo inicial, esta falta de fe como el origen de todo mal. Pero el lector participa inmediatamente del drama de Arnáez, y también, de su rebelión contra Dios y la muerte, de su nueva y esperanzadora apertura a la vida, en el momento en que decide ser hijo de sus propias obras103.

Partiendo del capítulo IV la historia del médico se mezcla con la del héroe, objeto de la narración. Los entusiasmos juveniles con los que, una vez terminados los estudios, se prepara a desarrollar su tarea «heroica» de médico en la costa atlántica de Costa Rica -mundo de encanto terrible, el «de lo orlado por la muerte»104, pero también cautivador y vital: «El cuadro tropical, lleno de colores, se me presentaba como una gran aventura que contrastaría con aquellos años centrales y decadentes de una Europa supercivilizada»105- son rápidamente truncados por el primer encuentro con Arnáez,   —78→   ahora hombre de muchas lecturas, realizadas a la sombra del «cacique» don Goyo. Y es la conciencia de una imposibilidad de redención para los hombres de esas latitudes, asediados por la lluvia y por la muerte. El médico declara:

«Ya la aventura del trópico había perdido su aspecto de cosa heroica y sentía que detrás de todo aquello, tan lleno de ciencia y de asepsia, había algo humano, a cuyo contacto comenzaba a sentir una congoja nueva para mí»106.



Arnáez tiene la función, como se ve, de introducir a su interlocutor en una problemática acongojante que amplía su dimensión humana. De parte del primero es la negación de Dios, entendido como «creación de los cobardes», que hace falta destruir «porque no nos sirve de consuelo y, en cambio, nos predispone a la humillación y a la fuga»107. Frente a la «perenne presencia de lo terrible»108 el médico confiesa que se siente «derrotista y apenado»109, que ha pensado que todo era inútil, y percibe la distancia entre un mundo dominado por la muerte y el mundo falso de la ciudad. Sin embargo, en ambos protagonistas existe una apertura a la esperanza: el médico piensa en una acción regeneradora, y Arnáez tiene una «fe» pagana, que deriva del contacto con la naturaleza, aun si justo la naturaleza implica la destrucción para sobrevivir, y por ello la desolada conciencia de que en la muerte se halla el secreto renovador y la angustia de saber «que seremos desplazados, que vendrán otros»110.

  —79→  

Las reflexiones del médico frente a los enunciados de Pedro revelan una inquieta adhesión: «Vi que tenía razón»111. La visión negativa de la sociedad y de la época es completa, pero con una recuperación, para el futuro, en el médico, que se manifiesta como fe en el espíritu humano: «Confiemos en el espíritu humano, que crea y destruye, porque él es la fuente eterna y fecunda de la vida»112.

La función de Arnáez en la novela es la de representar, en este momento, las ideas que el escritor condena. En el contraste, que ya se configura, entre el héroe y el médico, se acentúa, de cualquier modo, la dimensión interior de los dos, la de Arnáez siempre dominante, y como de apoyo la del médico.

El segundo encuentro entre los dos personajes, con ocasión del nacimiento del hijo de Pedro y la muerte de la madre, nos presenta al héroe muy diverso. Con un estudio atento y hábil, José Marín Cañas ha ido preparando, en las páginas que intercurren entre los dos encuentros, la transformación. Del pesimismo al repudio por la ciudad, y por los hombre de la ciudad, que recuerda la postura de ciertos héroes de Pío Baroja -lectura sin duda de nuestro escritor-, Pedro llega, a través del amor, a una concepción diferente de la vida, visible ya desde el período que precede la nueva experiencia afectiva, en el atractivo que ejerce sobre él la afirmación de un encarnizado revolucionario de la pensión en que vive, o sea «Ser libre es sinónimo de "tener alma"»113. Claro que la ideología de José Marín Cañas está muy lejos de la ideología marxista; se le nota particularmente en el capítulo VI, pero su   —80→   rechazo de una «mística política» sustitutiva de la fe, y del marxismo como redentor de la sociedad, no le impide denunciar, duramente, los desequilibrios de ésta.

Su momento de crisis Arnáez lo supera gracias al amor, que le transmite una improvisa necesidad de vivir114, dándole la posibilidad de evadirse por un instante de la «angustia perenne de saber que todo tiene término y que la vida desemboca siempre en el seno oscuro de la muerte»115. El mundo parece transformarse ante él; la mujer, el amor representan la salvación: «El la besó como quien se salva»116. La muerte de Cristina lo hará hundirse en el oscuro torbellino del que acababa de salir, será la anulación de aquella «gran confianza en sí», de aquella «serenidad lenta»117 que el médico descubre en él cuando el segundo encuentro, en el momento en que Pedro espera a su hijo y ve en él su «prolongación», una especie de inmortalización que representa la victoria contra la muerte118.

José Marín Cañas, en el capítulo IX, lleno de trépido dramatismo, describe con mucha eficacia la lucha de los médicos contra la muerte, en la tentativa de salvar a la mujer, y recurre con insistencia, pero justificadamente, para acentuar el clima de temor, a la descripción de las operaciones. Lo mismo hará más tarde, cuando el médico tenga que operar al cerebro el hijo ya grande de Pedro, para liberarlo de un peligroso hematoma.

  —81→  

El sentido de la nada humana se afirma en las páginas relativas a la tragedia que afecta a Pedro Arnáez. A continuación, cuando, después de dos semanas de la muerte de la mujer, el médico vuelve a la pensión para tener noticias de Pedro, la casa desierta se le presenta en su más fría desolación. Con finísima sensibilidad el escritor destaca en los objetos abandonados el sentido fúnebre de las presencias desaparecidas. Con tono amargo -también característico de Neruda y de Borges- insiste en la muerte de los objetos que va cubriendo el polvo. Una vez más es para el médico demostración de esa peremnidad divina que Arnáez definía «irritable», frente al nacer y al morir de todas las cosas:

«por un momento comprendí que el cuarto seguía aquella inexorable ley fugaz de la vida que era la obsesión de Arnáez. También nosotros pasábamos sobre la tierra, apenas imperceptiblemente, y al desaparecer, todo cuanto había sido "lo nuestro" se cubría de otro polvo»119.



En El Astillero -de 1957 como fecha de composición, pero publicado en 1961- Onetti presentará una figura de médico tan significativa como la que aparece en Pedro Arnáez, igualmente inquieta frente a los grandes problemas de la vida y de la muerte.

En el capítulo XI José Marín Cañas vuelve a presentar a Pedro, campesino en El Salvador, temeroso de las «ansias profundas»120, pero ligado íntimamente al hijo lejano, al recuerdo de la patria, a los frutos de la tierra, en rebelión contra   —82→   una sociedad injusta, explotadora y parásita, con un resabio de amor hacia los hombres, que lo inducirá a tomar parte en la revuelta de los indios. En el relato vuelven a aparecer, en el capítulo XV, los horrores, recurrentes en la novela latinoamericana, de la guerra civil. Para Pedro Arnáez significa la vuelta a la vieja convicción, de que «Destruir era gestar, era engendrar. La muerte traía el secreto de la nueva vida»121. Una esperanza nuevamente defraudada por el fracaso de la rebelión. De la «plenitud del reino de la muerte»122 no brota, evidentemente, para Marín Cañas, la vida. El caos ideológico conduce a la destrucción cobarde y turbia123. Arnáez, herido, en fuga, percibe el fondo de su destino de amargura:

«Había soñado con la destrucción total de aquel mundo armado de bayonetas y plagado de cerdos, y ahora le cogía viejo, sangrando, tirado sobre un camino»124.



El lector comprende que está a punto de encontrarse nuevamente ante un momento determinante de la trayectoria interior del héroe, una nueva desilusión. La operación de su hijo, el temor por su vida, hace precipitar la crisis. El que el médico se encuentra, repentinamente, delante, en la antesala del quirófano, es un hombre no vencido, sino «desangrado y viejo, como desolado»125, que sin embargo aun conserva algo   —83→   grande y vigoroso: «Se erguía con tal fuerza sobre sus pies que aunque derrotado, parecía más alto»126. Es el momento del regreso a Dios. El medico-narrador afirma: «en el instante de cerrar la puerta tuve la impresión de que Pedro Arnáez estaba rezando en voz baja»127.

La vuelta definitiva a la fe tendrá lugar en la cárcel, esperando la muerte, con una aceptación plena de la voluntad de Dios y la afirmación del alcanzado significado de la vida humana: «[...] Vivir no es un ejercicio aislado, sino un movimiento en función de los demás. Debí aprender esto siendo joven y lo vengo a entender cuando ya las cosas no tienen remedio [...]»128.

La figura atormentada de Pedro Arnáez se yergue, aquí, en toda su grandeza, que se funda no sólo en la dimensión de los problemas que implica, sino en la conciencia del significado del hombre en la tierra. José Marín Cañas crea con Pedro un personaje inolvidable en la novela hispanoamericana, un héroe de estatura intensamente humana, siempre sincero y aceptable, como sincero y vivo aparece el médico en su posición, sólo en apariencia secundaria.

En toda la novela el relato se articula sin caídas de tono, en todo momento tenso y original. El escritor se muestra experto estilista, sin indulgencias al preciosismo académico. A distancia de tiempo la prosa de Pedro Arnáez conserva inalterada su frescura, en un castellano perfecto, al cual una serie mesurada de localismos e indigenismos, vivos sobre   —84→   todo en la parte ambientada en El Salvador, aportan originalidad. El recurso al habla regional tiene también una función legitimadora, pero la mesura en la que se produce hace que el texto no se vuelva difícil, imitando ostentosamente peculiaridades populares, al fin aburridas y empalagosas.

La belleza y la eficacia del estilo se manifiestan incluso en la habilidad con que el escritor integra la narración del médico con su propia intervención, así como en las disertaciones ideológicas, nunca pesadas, y que profundizan siempre una dimensión interior. A ello contribuye también la atención que Marín Cañas presta al paisaje. Su paleta, muy sensible, va desde tonalidades cálidas, vitalistas, hasta tonos de gran transparencia. Bonilla ha subrayado en este libro las cualidades de paisajista del novelista129. En Pedro Arnáez José Marín Cañas consigue sintetizar una amplia área geográfica, que va de Costa Rica a México, incluyendo El Salvador, dándole a esta síntesis una proyección de singular representatividad. Sus notas son siempre mesuradas; él evita las descripciones prolijas y el paisaje es partícipe de la vida de los personajes, de los cuales anuncia, subraya o concluye la historia.

El último instante del héroe, cuando evoca, en la prisión, ante el doctor, episodios de su pasado, lo subrayan las notas de un paisaje nocturno de significativos aromas. El personaje narrante afirma: «Me parece que a la impresión que me iba formando contribuían la serenidad del campo oscuro y la fragancia de las cercas floridas»130.

  —85→  

Silencios y sombras acompañan momentos de profunda reflexión: «El silencio sonaba espeso como un rumor ancho de la sombra»131. El paisaje vive por dimensiones interiores, al expresar las cuales se manifiesta la viva sensibilidad del escritor, observador e intérprete atento de la naturaleza:

«Ya la noche comenzaba a emblanquecerse con una tenue luz de la amanecida próxima. Cantó un pájaro y revoloteó entre la selva. Las "llamas del bosque" se destacaron en la sombra y tomaron color. Los higuerones fueron contorneándose y un viejo poro se perfiló desnudo y arrugado, al borde mismo del claro del frente. El campo estaba húmedo y se coloreaba tenuemente con el azul de la madrugada. El bosque acallaba sus ruidos oscuros y se encendía en una algarabía de pájaros. Goteaban las hojas el sereno hecho agua sobre el suelo cubierto de hojas podridas por el invierno»132.



La grandiosidad de la naturaleza americana, frente a la miseria del hombre, la subraya Marín Cañas presentando la soledad de Pedro Arnáez, recientemente huérfano de su padre:

«La montaña lo circundaba y se encontró sólo y desvalido. También la montaña -como el mar- era otra fuerza puesta inexorablemente allí, indiferente a su pequeñez y monstruosa en su creación y su poder»133.



La primera apertura a la esperanza del joven Arnáez la anuncia el suavizarse del paisaje: «Comenzaba a oscurecer. El azul intenso de la noche perdía su profundidad y se tornaba   —86→   dulce y amplio»134. Y aún: «La luz suave y el frío celeste de la hora inundaban la algarabía de la montaña con tonalidades verdes y se desparramaban en los valles»135.

El segundo momento de fe del hombre en la vida, en vísperas del amor, queda subrayado por una tierna nota nocturna: «Por la ventana se metía la noche, que estaba piadosa y limpia. Le pareció grato vivir»136. Más tarde, la alcanzada, imperiosa, necesidad de vivir va acompañada de un paisaje nocturno en el que los colores y los aromas se vuelven ingrávidos:

«Nada sonaba en la noche y a Arnáez le parecía que todo era suave y tocado de gracia. Oreaban su frente los aires vecinos de las montañas desnudas ya de nubes, y había en el ámbito un olor horizontal, como si hubiera florecido el firmamento manchado de estrellas»137.



El amor logrado, la paz interior, quedan subrayados por un paisaje en calma: «Por los campos lejanos, como un vapor que exudaran los campos, ascendía una niebla lenta y quieta»138. Un momento de intensa reflexión, en el que Pedro Arnáez decide participar en la rebelión, lo evidencia un paisaje nocturno cargado de misterio: «Sentado en la puerta del rancho, Arnáez fumaba en la quietud oscura de las noches salvadoreñas»139. Y por contraste, la destrucción y el odio en   —87→   el que se consume la realidad de El Salvador durante la revuelta los exalta una intensa fraternidad de la noche: «La noche tibia y estrellada, la majestad de la hora cobalto, el ritmo maravilloso de los mundos, el silencio de los campos dormidos, todo invitaba a caminar en paz»140. Es un ejemplo más de la fina sensibilidad con que el escritor interpreta las notas inconfundibles de la naturaleza centroamericana.

Novela de ideas, Pedro Arnáez es también novela de participación en el drama americano. Se equivocaría quien considerase a José Marín Cañas como un escritor dedicado sólo a especulaciones metafísicas. Su compromiso con la realidad de un mundo martirizado, explotado, oprimido por el poder y la miseria, queda evidenciado, en la novela, en la denuncia del protagonista y del médico-narrador, a través de una franca participación por los desheredados, al describir la revuelta campesina en El Salvador: seres sin futuro, que la desesperación induce a la violencia, con la convicción de que «Solamente matando se podía llegar a repuntar»141.

En su novela el narrador describe eficazmente cómo va avanzando y creciendo la revuelta; ella asume un significado casi sagrado, como ocurre con frecuencia en Asturias, especialmente en Los ojos de los enterrados, aunque en Pedro Arnáez no existe victoria. Escribe Marín Cañas: «Era la repunta de todos los hombres y también de todos los derechos»142. Es evidente, la derrota es algo transitorio, pero la victoria del derecho podrá producirse cuando los hombres hayan reconquistado la fe, en sí mismos y en sus semejantes.

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Entre ideología religiosa y rebelión en nombre de los derechos humanos, entre drama del hombre -el protagonista- y de los hombres -las clases desheredadas y oprimidas- el mensaje de José Marín Cañas en su libro es justamente éste: se necesita la fe, que no es necesariamente fe en un Dios confesional, para salvar al individuo y a la humanidad. Sólo así podrá hallarse la solución al terrible problema que es la vida143.



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