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ArribaAbajoTres momentos quevedescos en la obra de Miguel Ángel Asturias

En un trabajo reciente sobre el tema214, que viene a añadirse a otros míos dedicados a estudiar la huella de Quevedo en la literatura hispanoamericana215, puse de relieve algunos puntos en los que la presencia del escritor español aparece evidente en Asturias. También añadía otros datos, referentes a lecturas particulares del escritor guatemalteco, de páginas de la obra en prosa de Quevedo, y publicaba dos poemas inéditos, los últimos de Asturias, escritos en su lecho de muerte, donde el escritor español del siglo XVII aparece directamente mencionado, y citados algunos de sus versos. Vuelvo ahora al tema para profundizar en la narrativa asturiana momentos en los que la huella de Quevedo me parece más determinante.

Repetiré aquí que nunca Asturias reveló su afición a Quevedo sino en época muy tardía, cuando con relación a sus novelas yo había aventurado algunas posibles conexiones216. ¿Por qué este silencio? No sabría explicarlo con seguridad.   —124→   Aunque me parece cierto que Asturias nunca debió de hacer esta omisión por deseo de ocultar algo. Es posible que le pareciera demasiado imitativo de Neruda hacerlo, en su declarada adhesión al español del Siglo de Oro. O bien le pareció, en su posición comprometida, de «cristiano de izquierda», demasiado pasible de fáciles críticas. O también, es posible que sólo más tarde se diera cuenta de lo que había significado realmente para él Quevedo, autor que en su obra más profunda religiosa y filosóficamente llegaría a ser, en los años finales de su existencia, lectura constante, lección viva y alentadora frente a la enfermedad, preparación serena a la muerte.

Coincidencia curiosa: como en el caso se su gran amigo Neruda, Quevedo fue para Asturias compañero fiel hasta el final. Entre los lectores hispanoamericanos del gran autor español, Neruda y Asturias fueron seguramente los que más seriamente lo vivieron. Para los dos Quevedo representó una dimensión vital, no solamente, como se expresó el poeta chileno, la sorpresa de encontrar en él la expresión inesperada de sus mismos «oscuros dolores», que «vanamente» habían intentado formular217, sino el consuelo en los últimos días de su vida. Si consideramos la poesía póstuma de Neruda, Quevedo vuelve en ella, como ya había vuelto en In citación al nixonicidio218, a ser punto de referencia inmediata. En Jardín de invierno, segundo de los libros póstumos nerudianos, el escritor español preside en el poema «Con   —125→   Quevedo en primavera». La condición del poeta, ya enfermo mortalmente, se hace patente frente a la primavera recién llegada, en un verso que directamente lleva a la poesía de Quevedo, estableciendo el contraste primavera-invierno, vida-muerte: «Solo no hay primavera en mi recinto».

Volodia Teitelboim afirmó no hace mucho que a través de los años «varias veces» le oyó recitar a Neruda «ese poema favorito, un melancólico poema de Quevedo, quien cuando tiene la cabeza cubierta de nieve, exclama: "Siento la primavera en mis entrañas"219». Al final de sus días Neruda retoma el tema en su poema «Con Quevedo en primavera». Hace falta una pequeña rectificación: la referencia de Neruda es al verso de Quevedo «Solo no hay primavera en mis entrañas», del soneto titulado «Obstinado padecer, sin intercadencia de alivio»220; y es más tajante, porque aquí también se evidencia el contraste, y no entre un Quevedo ya cano y el amor, sino entre la vitalidad de la que Neruda llama «primavera exterior» y el tormento interior del amor. Escribe Quevedo:


Sólo no hay primavera en mis entrañas,
que habitadas de Amor arden infierno,
y bosque son de flechas y guadañas221.



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En su poema Neruda expresa la conciencia del fin, cuando el amor es ya inútil tormento, como lo son fugaces regresos vitales; aunque, como anoté en otra ocasión222, este tormento luego se aplaca en un deseo de paz y comunicación.

En los últimos días de Asturias la presencia de Quevedo también preside. Lo documenta no tanto el breve escrito donde el guatemalteco menciona al español en su habilidad de representar en una mujer «[...] el reflejo // de la fealdad de la muerte», -referencia al Sueño del Infierno, donde el sueño es «imagen de la muerte»223-, sino la nota que acompaña al soneto que comienza con el verso «Oropéndola en péndulo de oro», y en la cual Asturias recuerda de Quevedo la expresión del soneto en que «Represéntase la brevedad de lo que se vive y cuan nada es lo que se vivió», en su comienzo «¡Ah de la vida! ¿Nadie me responde?» Impresiona Asturias la expresión «[...] y he quedado // presentes sucesiones de difunto». El escritor guatemalteco, con referencia autobiográfica evidente, anota: «y voy quedando / presente sucesiones de difunto».

El poema no incluye la expresión anotada de Quevedo, aunque domina en él el concepto que ella manifiesta. Asturias contempla, o sueña, el va y ven de la oropéndola y en ella ve la imagen de la vida que se le va escapando, mientras por contraste cobra valor más amplio el instante en que vive. En su condición el poeta se ve obligado a añorar sea el dolor, sea el gozo, únicos que dan significado a la vida, en «[...] los engaños / del llorar y el reír...», «únicos dones» del hombre «en el combate incierto» de un existir que lo lleva   —127→   -otro concepto hondamente desarrollado por Quevedo- a la muerte: «[...] que al cabo de los años, / sin consuelo ninguno ni perdones / hará de mí, el consabido muerto».

Nunca la vena poética de Miguel Ángel Asturias había llegado a tan honda amargura, en un contacto íntimo con el Quevedo más desengañado.

Como ya dije, la presencia de Quevedo en Asturias es remota y se evidencia en gran parte de su obra, como sustancia ética, además que como lección artística y de estilo. Se la nota especialmente en algunas de sus novelas, en temas prolijamente tratados por el escritor español, en arquitecturas estructurales y en expresiones lingüísticas que remontan a la poesía, pero sobre todo a la prosa de Los Sueños. Es así como en la narrativa asturiana encontramos tres momentos que podemos llamar «quevedescos», de singular relieve. Me refiero sobre todo a la representación del infierno en El Señor Presidente, la abominación del dinero y la riqueza, especialmente en Mulata de tal, el triunfo de la muerte en Viernes de Dolores.

El primer capítulo de El Señor Presidente representa ya el infierno, con su pórtico de estremecedoras onomatopeyas y la presencia incorpórea de un Luzbel que todo lo domina:

«¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre. Luzbel de piedralumbre! Alumbra, alumbre, lumbre de alumbre... alumbra... alumbra... alumbra, lumbre de alumbre... alumbra... alumbre...»224.



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Sobre el mundo de los pordioseros incumbe este pórtico, con el significado patente del letrero de la Comedia dantesca: «per me si va nell'eterno dolore, / per me si va tra la perduta gente». Sólo que la «perduta gente» en la novela de Asturias no son los condenados sino los verdugos del Señor Presidente. El clima oscuro, infernal, se impone ya en este primer capítulo; la ciudad está sumida, con sus habitantes, en la oscuridad más angustiosa y en ella velan sólo los centinelas, demonios quevedescos, que cuidan de su Luzbel, el fantasmal dictador, «cuyo domicilio se ignoraba porque habitaba muchas casas a la vez, cómo dormía porque se contaba que al lado de un teléfono con un látigo en la mano, y a qué hora porque sus amigos aseguraban que no dormía nunca»225.

La misma oscuridad del infierno quevedesco rodea a las desgraciadas criaturas injustamente condenadas al infierno de la dictadura; y la oscuridad exterior resuena de los «rechinos» de botas militares, a los que responde «el graznido de un pájaro siniestro», mientras la noche se presenta «oscura, navegable, sin fondo»226.

En el segundo capítulo de la novela Asturias nos presenta las bartolinas en donde están metidos los pordioseros, a merced de la policía, que con tormentos mira a obtener una falsa confesión, que denuncie la culpabilidad de personajes caídos en desgracia.

Son tantas pocilgas quevedescas, cuyo modelo transparente se encuentra en el «sueño» Las Zahurdas de Plutón. Y de nuevo es la pesadilla de la oscuridad. Los compañeros de «El Mosco» «lagrimeaban como animales con moquillo, atormentados   —129→   por la oscuridad, que sentían que no se les iba a despegar más de los ojos por el miedo [...]»227.

Rodea a los infelices presos gente dudosa, policías con «caras de antropófagos», «los cachetes como nalgas»228, de voz tiple, «voz de mujer»229, figuras siniestras como las que encontramos en Los Sueños, especialmente en El Alguacil endemoniado. Un demonio más es el «Auditor de Guerra», quien montado «en un carricoche tirado por dos caballo flacos que llevaban de lumbre en los faroles los ojos de la muerte»230, es alegoría aterradora del clima de la dictadura.

En El Señor Presidente los que penan son seres inocentes, mientras que en Los Sueños trátase de pecadores, de culpables sobre los que ha caído la justicia divina. Lo que acerca el infierno de Asturias al de Quevedo es la nota lóbrega y de dolor, la omnipresencia de la muerte; que si en la obra del escritor español se presenta justa, justiciera, en la del novelista guatemalteco es expresión injustificada de violencia, de un atropello constante que el poder ejerce sobre el ciudadano indefenso. Y todo en un juego verbal extraordinariamente vigoroso, que se califica por la inagotable veta inventiva, los juegos de palabras, la onomatopeya, las metáforas inéditas, dominio en el cual Miguel Ángel Asturias válidamente compite con Quevedo.

En Mulata de tal damos con otro infierno en la tierra. La contienda entre demonios terrígenas y demonios cristianos se desarrolla en Tierrapaulita, ciudad que los primeros abandonarán luego, viendo con amargura la llegada de «los que exigirán   —130→   generaciones de hombres sin razón de ser, sin palabra mágica, desdichados en la nada y el vacío de su yo»231. Es en esta novela donde Asturias desarrolla cabalmente un tema que con seguridad se remonta, en el ámbito de sus lecturas, a Quevedo, el del dinero y la riqueza.

Tema de honda raigambre en la obra asturiana, ya en Viento fuerte el novelista denunciaba el efecto deshumanizante del oro, en el poder hiperbólico del «Papa Verde», personaje que, según Lester Mead, «tiene a sus órdenes millones de dólares»232 para hacer cualquier barrabasada:

«Dice una palabra y se compra una República. Estornuda y se cae un Presidente, General o Licenciado. Frota el trasero en la silla y estalla una revolución»233.



En El Papa verde, segundo libro de la «trilogía bananera», destacan, con intención bien clara de denuncia, los reflejos de las «muelas de oro» del «senador por Massachussets», que con el secretario de Estado norteamericano está proyectando golosamente la anexión de Guatemala a Estados Unidos234. Chicago, la ciudad donde vive la gente del dinero, la presenta Asturias como «próspera porcópolis, donde en cada puerta había un Papa Verde»235. La representación de   —131→   esta ciudad tiene un sello surreal y nos recuerda no solamente la pintura del Bosco en su aspecto deformante, sino Los Sueños de Quevedo; por la fuerza de las imágenes desacralizantes y la expresión lingüística. Con el personaje aludido, el «Papa Verde», anteriormente definido, y condenado, como «señor de cheque y bolsillo, gran navegante del sudor humano»236, penetramos en un mundo alucinante, efecto de la fuerza deshumanizante del dinero, donde «las calles hieden a intestinos largos y las bocacallas son como anos cuadrados adonde asoman los transeúntes no suficientemente digeridos por la miseria de la vida, pues se les ve desaparecer por otros callejones intestinales y salir a otras calles [...]»237.

Miguel Ángel Asturias trata a sus personajes con la misma técnica destructiva de Quevedo; el rico es un esclavo, es basura, inhumanidad. El mismo Jinger Kind, empleado de la «Bananera», manifiesta su vergüenza por lo que con el dinero están haciendo los norteamericanos en Centroamérica, donde todo lo cubren «con el unto del metal amarillo, oro que hiede a merde, porque eso hemos hecho, transformar el oro en porquería...»238. De modo que resulta justificada la lamentación indignada de Sabina Gil: «Se acabaron las personas [...] y es tal vez más una escoba, que una gente»; porque la gente se ofrece por el oro, «para que barran con ella»239.

El poder corruptor del dinero es tal, según Asturias, en Los ojos de los enterrados, que los mismos Lucero, herederos, de pata en el suelo que eran, de parte de las acciones de   —132→   la Compañía, a más de haberse vuelto «viejos, panzones, con anteojos, canosos y desconfiados»240 -retrato destructivo eficaz del rico-, cierran ya sus oídos a los dolores de los pobres. Y al famoso «Papa Verde», viejo ya, achacoso, en fin de vida, todo ojos y mandíbulas, no vale a prolongarle la existencia el tubo de platino que los médicos le meten por la garganta «a martillazos». Justa condena, por Asturias, para quien del dinero hizo su único dios y el instrumento de la opresión. Son todos pasajes interesantes, relacionados con la condena quevedesca del «Poderoso caballero / don Dinero». Pero es en Mulata de tal donde la condena de la riqueza llega a su cumbre, y no solamente en el significado general que se desprende de la novela, la punición de Celestino Yumí, reo de haber vendido por la riqueza su esposa al demonio Tazol (una riqueza para ser envidiado, mezquina, fin en sí misma), sino en una suerte de tratado contra la misma, presentado en las primeras páginas del libro. Es el momento en que Celestino Yumí platica con Tazol y se aviene a sus consejos, con tal de enriquecer y hacer rabiar a su compadre Timoteo Teo Timoteo, el más rico, hasta la hora, de Quiavicús, «barrigón de como y tomo»241.

Asturias penetra hondamente la situación del pobre, para el cual la riqueza, puesto que nunca tuvo trato con ella, queda algo inconcreto, exterior, sólo una manera para salir de un estadio-de humillación frente a los ricos. Celestino siente el peso del pacto con el diablo, precisamente porque la riqueza la desea sólo por eso, «por capricho, para que todos   —133→   se fijaran en él, pobre, mal vestido por mucho que se echara mudada nueva, sin buen caballo, sin pisto y sin queridas»242. Por eso en Asturias, a pesar de la condena, hay cierta comprensión humana hacia Celestino Yumí, del cual evidencia el dolor al deshacerse de «Niniloj, su costilla»243. Dimensión que nunca encontramos en Quevedo y que en el escritor guatemalteco procede de una honda comprensión por la pobreza, la ingenuidad que la caracteriza, la que hace de Yumí un ser aceptable, que al final se rescata por el amor a su mujer, diminuta muñequita en el Nacimiento diabólico. Desde el comienzo hay en Yumí una posible disculpa a su acción, debida precisamente a la situación de postergado frente a los que todo lo pueden, los ricos. Estos consideran suyo hasta el río de la aldea, denuncia Asturias, disponen de los árboles, que talan sin piedad, «¡Ingratitud de las ingratitudes!»244. Pero por la riqueza, al fin y al cabo Celestino delinque; Asturias, como Quevedo, denuncia, entonces, el poder corruptor que ella representa:

«Y qué no hace uno por ser rico: delinque, mata, asalta, roba, todo lo que el trabajo no da, con tal de tener buenas tierras, buen ganado, caballos de pinta, gallos de pelea y armas de lo mejor, todo para disfrutarlo con quién, con la mujer...»245.



Tazol, demonio sabio, moralista serio a pesar de explicar su función de diablo, pondera ante el iluso Celestino los efectos de la riqueza. Asturias introduce en estas páginas   —134→   una nota más de denuncia, representada una vez más la condición humana del pobre -«Los pobres procuramos no pensar...»246, se justifica Celestino con Tazol-; según ya había expresado Quevedo en la letrilla satírica mencionada, dedicada al poder del dinero, que «da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero», el demonio explica al acobardado Yumí que «al amanecer rico, como te despertarás uno de estos días, todos afirmarán que entiendes de todo, de finanzas, política, religión, elocuencia, técnica, poesía, y se te consultará...»247. Y a la ingenua observación del pobre, «Por el hecho de ser rico, no porque sepa...», contesta: «Sencillamente...».

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El demonio Tazol cumple con su deber, tentar al hombre, pero está en la línea de los demonios de Quevedo, moralistas severos frente al hombre, que sí es realmente demonio. Tazol tiene en Mulata de tal la función de denunciar la naturaleza negativa de la riqueza, mientras parece ilustrarle a Celestino sus ventajas. Al aconsejarle que pegue fuego a la casa de su compadre le recomienda que lo haga sólo cuando ya sea rico:

«..., pues entonces no habrá juez, policía ni magistrado que imagine, ya no digo que te acuse, que fuiste tú, aunque te vieran con la tea en la mano, porque luego vendrán a tu casa a pedirte dinero prestado, que les acordarás con largueza. [...]249»



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Y de nuevo Tazol incita a Yumí a no ser «rico pobre», o sea «rico que antes de gastar piensa como pobre, sino rico rico, rico que gasta sin pensar lo que vale lo que gasta»250. A continuación el demonio terrigena denuncia otra calidad negativa del rico; cuando Yumí le suplica que no haga sufrir a su pobre esposa, «porque pensar en eso me amargará la riqueza», le contesta: «-¡No pensarás! ¡Los ricos no piensan en los que sufren!»251.

La posición de Miguel Ángel Asturias es mucho más honda y dura que la de Quevedo frente a la riqueza y los ricos. Ello procede de un compromiso sincero con el hombre de su mundo, compromiso que caracterizó toda su actividad y su vida.

Con la desaparición de la Catalina Zabala, «arrebatada por el huracán de garras de obsidiana y ulular de búho»252, empieza el desasosiego de Celestino Yumí, su pensar con nostalgia en los tiempos buenos de la pobreza, en el «compañerismo» de su esposa, en la falta de medios, cuando era «alegre y amiga de cantar, como si fuera dichosa, porque su dicha, a decir verdad, consistía en hallarle a todo el lado bueno y a nada el lado malo»253.

Es cuando Tazol se ve obligado a intervenir otra vez sin demora, para evitar que Celestino se ahorque de un árbol, y a tentarlo con la visión de las inmensas riquezas que le esperan. Como en el Evangelio el diablo, en la tercera tentación, lleva a Jesús en la cumbre de un monte y le enseña   —136→   todos los reinos del mundo «con su gloria», prometiéndole que serán suyos si lo adora254, así Tazol, en forma de horrible pajarraco, después de haberle salvado la vida a Celestino picoteándole la soga con que pensaba ahorcarse, le muestra desde la increíble altura alcanzada por el árbol en que está -«no parecía de la tierra»255- la inmensidad de sus riquezas:

«Pues bien, desde esa altura dominaba todo el mundo y al solo echar la vista abajo, a sus pies, abarcó con sus ojos tierras cultivadas de maíz, caña, cacao, tabaco, algodón, frutas, un gran río con sus puentes, una casa de pisos, rodeada de rancherías, potreros llenos de ganado, caballadas sueltas, otras en establos, vacas en ordeño, toros magníficos, perros de raza, aves de corral de todas las que hay en la región, y algunas jamás vistas»256.



El pobre Celestino Yumí, al contrario de Jesús, se deja tentar; el pajarraco, a partir de ese instante, «le pareció un ave sublime, un hermoso heraldo de los dioses»257, anota con sorna Asturias, y en un rápido pasaje humano le hace exclamar al tentado: «-¡Entonces, sí se jodió el compadre!». Forma que todavía le salva, en su dimensión de pobre que ve en la riqueza sólo un medio para imponerse a los que siempre lo han humillado.

Pero de nuevo Tazol denuncia los poderes negativos del dinero:

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«... el dinero es el mejor escudo: contra Dios, dinero; contra justicia, dinero; dinero para la carne; dinero para la gloria; dinero para todo, para todo, dinero. [...]»258.



Y contra los ricos: «... Rico quiere decir vago. Vago por el que otros trabajan»259. Es lo que piensa Celestino, contra la necesidad de trabajar que Tazol le impone para que su riqueza no llame la atención tan de repente; y adivinándole el pensamiento, nuevamente moralista a lo Quevedo, el demonio le advierte que «la riqueza, Yumí, es como un nudo corredizo...»260, y que para el avaro «es el peor de los ahorcamientos, y también para el dadivoso, el manirroto...»261.

Tazol, demonio terrigena, quiere probar a Celestino por medio de la riqueza sabiendo muy bien lo que ella significa. Y al final se lo manifiesta, como descubriendo de repente su juego:

«... al darte la riqueza, como una cuerda, y colocártela al cuello, como la más valiosa condecoración humana, la soga del millonario, de ti depende que te ahorques por avaro o pródigo, avaricioso o derrochador»262.



El demonio de Quevedo, en su infierno, tiene frente a sí sólo criaturas condenadas porque pecaron. La enseñanza moral puede sólo aprovechar al visitante, Quevedo mismo. Tazol tiene frente a sí solamente a un hombre que se dispone a pecar, y cuando lo haga perderá todo aspecto humano,   —138→   y hasta el esqueleto se le transformará en oro, rematando su condena263.

El dominante motivo moral y el prodigioso juego de la fantasía hacen de estas páginas de Mulata de tal las más interesantes en el ámbito de la relación Asturias-Quevedo. La atmósfera de pecado que domina toda la novela, el hervidero de demonios que hay en ella, nos hace remontar irresistiblemente a Los Sueños, aunque el novelista guatemalteco presenta mayor pasión, mayor humanidad que su lejano maestro.

Tema dominante en la narrativa de Miguel Ángel Asturias, como en la obra de Quevedo, es el de la muerte. Podríamos formar una amplia antología en este sentido, desde las muertes violentas de El Señor Presidente, hasta las míticas de Hombres de maíz y El espejo de Lida Sal, las de Viento fuerte cargadas de valor simbólico, como la del «Papa Verde» en la novela del mismo nombre, la patética, por inocente, de Natividad Quintuche en Week-end en Guatemala, la desamparada e inútil del nieto del poderoso señor de la «Bananera» en Los ojos de los enterrados, la heroica del guerrero Mam en Maladrón... Pero la muerte como tema general, como escarmiento universal, a la manera de Quevedo, la trata Asturias en Viernes de dolores.

El infierno de Tierrapaulita, en Mulata de tal, entre demonios terrígenas y cristianos, gigantones y enanos, mágicos, brujos, ensotanados y sacristanes, vive en un lugar mítico, distorsionado. En Viernes de Dolores los capítulos iniciales nos presentan otro infierno en la tierra, una extraordinaria danza de la muerte. El cementerio de las afueras de la   —139→   capital guatemalteca es el teatro de la poderosa representación de la muerte, donde el escritor destaca los símbolos más aterradores de lo que condiciona en todo momento al hombre, clima inquietante de ultratumba, tan cercano del por excelencia cantor de la muerte, Quevedo.

Además de una terminología que irresistiblemente nos llama a Los Sueños, uso quevedesco de verbos, toda la lóbrega mitología de la muerte en su significado escarmentador, subrayado con transparente complacencia por el autor castellano del siglo XVII, vuelve a nueva vida en las páginas de Asturias. No importa tanto en la novela la ficción, como las páginas iniciales donde el escritor pinta su inmenso lienzo fúnebre. El lector tiene la impresión de estar metido en un mundo terrible, alucinante. Sin embargo, en estas páginas de Asturias la muerte no se presenta con atuendo quevedesco, como en El sueño de la Muerte, entre medieval y barroca, «muy galana y llena de coronas, cetros, hoces, abarcas, chapines, tiaras, caperuzas, mitras», etc.264. El personaje desaparece en su sentido alegórico, para construirse en la total alegoría de la muerte a través del infinito reino de los muertos, sepulcro inmenso del cementerio, cuyos límites van marcados por el muro: «Cal y llanto. Cal y llanto. Fuera la ciudad. Dentro las tumbas»265. Trátase de un nuevo y original «mundo por de dentro», como lo hiciera Quevedo en el sueño homónimo. Reino de dolor y amargura, va presidido por un quevedesco sentido del tiempo: si la tierra es allí   —140→   «tierra sin historia»266, las señas de identidad frente al tiempo más confirman «la eterna brevedad del tiempo»267. Es ésta la «última frontera sin aduanas»268 -definición que bien podría ser de Quevedo-, y en acentuado juego de palabras, recinto delimitado por un muro «que une tantas cosas separando tanto»269.

Con expresiones que encierran verdades aterradoras, Asturias forma el pórtico al reino de la muerte: «Por la puerta principal entran los que ya no regresan»270. Como los diablos de El Sueño del Infierno el guardián del cementerio, no sin razón apodado Tenazón, gran Carón de la tierra, repite, cada vez que recibe a un nuevo huésped: «Más combustible... adelante... aquí la muerte es natural como la vida»271. Honda filosofía en palabras escuetas.

También pone de relieve Asturias como la frecuentación de la muerte transforma a los que todavía viven; entre la barahúnda de flores, Cristos, cruces, retratos, coronas, etc., se les comunica un sentido de provisionalidad, y la gente «parece desorientada, sin saber qué hacer, sin rumbo, sin saber si marcharse a la ciudad en seguida -tranvías, carruajes, automóviles de alquiler-, o quedarse por allí, [...]»272.

La lectura de Los Sueños da frutos originales en estas páginas del escritor guatemalteco, particular hondura en la   —141→   contemplación de un mundo, el de los vivos, que de la muerte se nutre, dominado por el tiempo que adelanta su lección hasta en un viejo almanaque «hojeado por el viento», porque «Ni en la basura pierde sus ínfulas el tiempo. Marca días antiguos, fechas»273.

Las cantinas que rodean al mundo de los muertos llevan nombres eficazmente alusivos: «El Último Adiós», «La Flor de un Día», «Los Siete Mares», «Las Movidas de Cupido», «Los Angelitos»; «Sepulcri» es el nombre del genovés «propietario de la marmolería más importante de por allí»274 -la broma está al servicio del horror-; el mármol presenta manchas que para Asturias son «¡El vómito de los siglos!»275. El extraordinario poder del humor negro y las definiciones califican un mundo ya difunto en vida, el que rodea al cementerio; allí, en sus cantinas, se sirven bebidas de sugestión mortuoria, que se llaman «pésame con sonrisa de marqués»276, y por estar a tono con el ambiente se come «mortadela», «que así la muerte no faltaba ni en sus alimentos»277. Y al levantarse, los sepultureros rezan: «¡Los muertos nuestros de cada día dádnoslos hoy, Señor...!»278.

Asturias acude al humor negro, de gran efecto, para pintar su gran mural de la pesadilla. La fúnebre atmósfera cobra así evidencia aterradora, fundándose en la originalidad de las imágenes y la expresión. Doquiera asoman los «efectos de la muerte». El dolor y la borrachera son hermanos.   —142→   Figuras inolvidables llenan el mundo de los vivosmuertos. Son el borracho «pequeñito y pestañudo, como poney», que -nota viva de humorismo- «era del mismo alto sentado que parado»279; borrachines «paralizados, mineralizados casi por el aguardiente que ingerían, más piedra lumbre que aguardiente», quienes despiertan «del sueño despierto, sueño de antesala, en que esperaban no se sabía qué»280. Gente que baila, «más era zangoloteo», en «Los Angelitos», donde se lloran los «tiernos», para no mojarles las alas, no con lágrimas sino con danza, «al compás de la música valseada, que molía un fonógrafo de entraña negra y trompetón de pico de ave marina»281.

La gran farsa de la muerte alcanza hasta el dominio de lo erótico. Con hábil soma Asturias denuncia «la curiosidad militar y eclesiástica»282 que se detiene a «fisguear» los retretes abiertos de «Los Angelitos», donde se les da a las damas máscaras para que encubran pudores, en una taza que también remeda grotescamente el luto: «La taza blanca y la tabla como salvavidas negro para traseros de personas de luto»283.

El juego alcanza resultados extraordinarios en el humor desquiciado. Muy quevedesco es también el juego soez en la descripción divertida de los defecantes284, como lo es el juego de palabras: «Cagatintas», «Cagaluto», «Cagaaceite», «Cagachín», «Cagarriendo»285.

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Con evidente deleite y eficacia representativa Asturias denuncia, en este sector, la grafomanía de los anónimos pintores de excusados, más pornografía macabra que otra cosa:

«... paredes convertidas en pizarras de locos sexuales sueltos, delirantes, que dibujan, más allá del amor carnal, en el reino del amor óseo, esqueletos y esqueletas poseyéndose: besos, no de labios, sino de engranajes blancos, dientes contra dientes, dedos de manos radiografiadas en busca de senos y pezones en los vacíos intercostales, piernas entrelazadas como compases, y sobre estas figuras acopladas, esqueléticas, rodillas y codos de varillas de paraguas, la artillería gruesa: calaveras de frasco de veneno, falos en lugar de tibias, y un miembro viril que recorría las paredes, desplegando en su avanzar irrefrenable su nombre, "el filarmónico", escrito con letra de carta, y sexos de mujeres pintados del suelo al techo volando como mariposas entre cortinas de telarañas, [...]»286.



La muerte triunfa con su presencia doquiera, se impone en su poder absoluto, en el «golpe fofo de la argamasa que pegaba sus cachetes a la sepultura ya cerrada»287, en el «frote arcilloso del afinador»288, en el «plin-plin-plan..., plin-plin-plan...» de la cuchara del albañil de los sepultureros289, en el ruido espeluznante del féretro que «a duras se desliza [...] hacia adentro de la tumba con ruido arenoso de arrastre sin mulillas»290, en toda una serie de personajes de última hora: postillones, quevedescamente definidos «jinetes de la muerte, recostados en un gran silencio de sepelio291, aurigas, con   —144→   juego de palabra llamados «Exequiosos»292, no obsequiosos, que guardan sus distancias de los sepultureros; carpinteros y ebanistas, con metáfora eficaz definidos "grandes sastres del vestido de madera a la medida"293, extraordinarios artistas de la escena, como los "que por las calles céntricas de la urbe representaban el paseo funeral conduciendo carruajes negros, tirados por caballos negros, gualdrapados de negro, enjaezados de guarniciones principescas, [...]"294. En este inmenso cuadro está reunida toda la «funérea aristocracia hedionda a caballeriza y el proletariado sepulcral con olor a tierra de huesos»295. La misma que, como en repetición de un rito, se junta en la cantina «Las Movidas de Cupido» hermanada por la muerte y el alcohol:

«Los cocheros, postillones, palafreneros y maceros de pompas fúnebres, enlatados, como conservas de la muerte, en sus cuellos, pecheras, y puños de almidón y pez, charolados, emplumados espejeantes, brindaban, entre nubes de humo de tabaco, con los sepultureros rojizos de polvo de ladrillo de tumba, marmoleados de cal, con los tipógrafos de esquelas mortuorias, con los carpinteros de ataúdes y con todo aquel que algo representaba en la próspera industria funeraria. Caían de paso a tomarse su traguito, sólo de paso, curas de responso y hoyo, notarios de última voluntad, médicos de acta de defunción, oradores fúnebres de voz temblona, periodistas de necrologías, [...]»296.



Por encima de la honda huella de Los Sueños, no cabe   —145→   duda, destaca en este tema de la muerte la gran originalidad de Miguel Ángel Asturias. La seriedad dramática que la muerte representa se impone en el juego de palabras, el derroche de las imágenes y los conceptos, en un fúnebre escenario donde se representa al vivo la danza gigantesca de la muerte. Bien pudo firmar estas páginas el gran artista del siglo XVII; pero en ellas vive una humanidad desconocida a Quevedo; muy lejos del dejo de dómine que caracteriza Los Sueños por su acento moralizador, las páginas de Viernes de Dolores representan una honda participación de su autor al drama que envuelve todo lector, sin que el juego del humor y el grotesco dejen de apasionarle.

Infierno, dinero, muerte, grandes temas de Quevedo, lo son también de Asturias; él los remoza con su originalidad poderosa, por encima de la adhesión apasionada al maestro.



  —[146]→     —147→  

ArribaAsturias y el conflicto de la expresión: un documento inédito

Que Miguel Ángel Asturias, gran forjador del idioma, en este sentido por mí varias veces acercado a Quevedo297, como acabamos de ver uno de sus autores preferidos, haya siempre considerado el castellano que, forzosamente, tenía que emplear para expresarse como escritor, un instrumento valioso, pero inadecuado, aparece en varios de sus escritos. Será suficiente recordar aquí un texto de 1963, argumento de una conferencia sobre La novela latinoamericana como testimonio de una época298. Asturias definía en él la novela suprema aventura de la palabra, una «hazaña verbal», y se empeñaba en demostrar la novedad de la expresión americana, que consistía en no obedecer a regla alguna, presentándose más bien «como la pulsación de mundos que se están formando»299; e insistía sobre el valor de la onomatopeya, aunque sin profundizar definitivamente el argumento:

«Es el sonido, es la onomatopeya. Es la aventura de nuestro   —148→   lenguaje, lo primero que debe rastrearse es la onomatopeya.¡Cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases!»300.



Años después, ya Premio Nobel, con ocasión de entregarle la Universidad de Venecia la laurea ad honorem301, disertaría Miguel Ángel sobre el tema Paisaje y lenguaje en la novela hispanoamericana302. En esta ocasión su pensamiento se aclaraba más y llamaba de propósito la atención sobre la relación de la lengua empleada y «los resabios ancestrales que afloran inconscientemente»303 en la prosa de la narrativa hispanoamericana. Notaba que la lengua castellana «se construye con frases. Es una lengua docta, madura, en la que las palabras encadenadas por una estricta sintaxis, desarrollan los conceptos»304. Al contrario, en el español empleado por los hispanoamericanos la palabra es «entidad absoluta, contiene en sí tanto simbolismo que en una palabra encerramos los conceptos»305.

Era una tentativa más de aclararse a sí mismo el problema,   —149→   dentro de lo posible. Lo que atormentaba al escritor guatemalteco era la conciencia de un sustancial divorcio entre su íntimo indigenismo y el vehículo expresivo, recibido con la Conquista, no nacido del medio americano. Por ello acentuaba las relaciones con la manera de expresarse indígena, subrayaba que la prosa hispanoamericana era «incisiva, directa, poseedora de una riqueza conceptual, pero al mismo tiempo apretada y sencilla»306. Una prosa «en la que la palabra adquiere valor tan importante, que no depende de las otras palabras, sino de lo que cada una de ellas encierra de fuerza expresiva»307, aludía a un idioma en el cual «parecen ir pesadas por sabidurías antiquísimas, las valoraciones, la adjetivación, el rápido disolverse de lor verbos», las frases y las imágenes308.

Naturalmente, no se podía renunciar al castellano. De ello Asturias tenía plena conciencia. Pero había que modificarlo. Afirmaba, pues:

«Muchos creen, juzgando a la ligera, que estamos destruyendo el idioma. A mi juicio estaríamos destruyendo el idioma si tratáramos de ajustarnos a la sintaxis castellana imitando la nobilísima lengua de nuestros maestros españoles. Lo que estamos haciendo es inventar, crear una lengua, un vehículo de expresión de lo nuestro, de nuestros sentimientos, de nuestros pensamientos, de nuestra carne, de nuestra naturaleza, de nuestros problemas, de todo lo que sería inexpresable si no llegamos a poseer nuestro propio idioma, ese que se ha movilizado ya, como avalancha, en nuestras novelas»309.



  —150→  

A pesar de estas consideraciones el problema no quedó nunca resuelto para Asturias. Hasta lo iba atormentando en los que serían lo últimos días de su vida. Nos lo revela un poema que la amabilidad de doña Blanca, esposa del Premio Nobel, me favoreció hace tiempo, autorizándome -como lo hizo a propósito de otros310 -a publicarlo. Es un documento precioso, desde el punto de vista humano, además de todo.

En enero de 1974 Miguel Ángel Asturias había presidido en Dakar, rogado por su entrañable amigo, el entonces Presidente de Senegal, Leopold Sedar Senghor, el Coloquio Internacional dedicado al tema de la presencia de África en la cultura latinoamericana. Al terminar el Coloquio Asturias fue a Canarias, invitado por la Universidad de La Laguna, donde tenía que dictar una serie de conferencias sobre novela de América. En esta ocasión compuso un poema de gran significado, donde pone de relieve, frente al mundo hispánico, el irresuelto conflicto entre sus orígenes indios y el vehículo expresivo, la lengua de los conquistadores.

En el poema se aprecia un elaborado proceder; muchas son las tachaduras presentes en el texto -escrito a máquina-, las sustituciones, a veces de mano del propio Asturias, las sucesivas elaboraciones de estrofas enteras. También aparece en la hoja mecanografiada otra escrituras, la de doña Blanca, que como siempre servía de secretaria a su marido. Es el caso de un terceto, en función de epígrafe, al comienzo del poema:

  —151→  

Patria de ayer
con ojos de hoy
oye lo que diré mañana.



El caso es que Asturias debía leer su poema, efectivamente, en el paraninfo de la Universidad. Más que epígrafe estos versos se nos presentan como una invocación a la antigua madre, la Patria remota, cada vez más presente en el desterrado, que ya sentía faltarle las fuerzas, viendo acaso próxima la hora decisiva311. Sus lecturas finales serán La Providencia de Dios y La constancia y la paciencia del Santo Job; precisamente en este último libro de Quevedo privilegiará un pasaje que dice: «las calamidades dan mejor cuenta del seso humano que la prosperidad»312.

Los versos arriba citados fueron seguramente puestos a última hora al comienzo del poema. Lo que iba a leer, y a decir, significaba para Asturias algo muy importante: el rescate de un mundo de valor incontaminado, el mundo indio de sus orígenes.

En cuanto al poema propiamente dicho, éste presenta cinco cuartetas, formadas por versos de nueve sílabas; de estas cuartetas aparece atormentada en su redacción la última. Sigue una serie de versos que no encuentran exacta formulación en estrofa. El texto del poema es el siguiente:

  —152→  


Mineralizo mi conciencia
cuando me expreso en esta lengua
desnuda, pétrea, sin penumbra,
en esta lengua, mi enemiga.

Hablan mis gentes vegetales
en un lenguaje que es aroma,
polen celeste, espuma verde,
clave de símbolo en semilla.

En nuestro idioma, la palabra
que los martillos del oído
quiebran, golpeándola, es siempre
un Dios, un sueño, un amuleto.

Filtros divinos los sentidos,
palpan en ella lo palpable,
gustan sabores, lo que esconde
para la nupcia con el hombre.

No me dan tregua, subyacentes
terrenos pudren, el idioma,
en que me expreso y que no es mío
es más adentro en su sonido.



En las cinco cuartetas hay alguna que otra corrección, pocas en realidad: en el tercer verso de la cuarteta tercera encontramos la sustitución, de mano del propio Asturias, de proteje con es siempre; en la quinta cuarteta, además de una formulación originariamente distinta por lo que se refiere a la segunda parte del verso tercero, y que no es mío, que lo modifica en porque no es el mío -y que no he aceptado en mi reproducción del poema porque sale del número regular de sílabas de cada verso-, el cuarto verso está escrito por la misma mano que escribió el epígrafe.

Los versos que siguen a la quinta cuarteta, a máquina   —153→   siempre, son más bien tentativas de versos y van precedidos de un verso, a máquina, dejado como en el aire, que también hubiera podido ser título del poema: Lengua del indio subyacente;

La primera serie de versos aludidos se presenta como sigue:


En esta lengua que no es mía
hablo mi idioma subyacente,
pelo de pluma en arco iris,
plumajería en que descansan
todas las joyas de mi verbo
mezclas verbales tan ajenas,
lengua del indio subyacente.



En el texto que acabo de transcribir, siempre a máquina, aparecen tachados los versos tercero y quinto, luego rescatados íntegros a mano -la misma mano del poeta-, con añadidura, siempre a mano, del séptimo verso.

El sucesivo grupo de versos es el siguiente:


De esta lengua que no es mía
y de mi idioma subyacente
hago una mezcla, ¿a quién traiciono?
mezclo la lengua que no es mía
con mi lenguaje subyacente
verbal injerto en que subsiste
eco de aquella y sangre de éste.



En estos versos, tercera formulación del concepto fundamental expresado en la quinta cuarteta del poema definitivo, o sea la distancia-proximidad de dos mundos espirituales, que un idioma extraño al mundo indio, a pesar de todo, expresa, hay que subrayar la tachadura y el sucesivo rescate   —154→   del verso tercero y la sustitución, al final del ultimo verso, del pronombre éste con ésta, de mano del poeta, evidente equivocación de concordancia.

En la margen izquierda de la hoja aparece otra prueba del final del poema, de la que sobreviven a las tachaduras los siguientes pasajes:


Mezclo /tachadura/ que no es mío
con mi lenguaje subyacente,
verbal injerto en que subsisten
/tachadura/ quel



Por debajo de las tachaduras del primer verso es posible leer un idioma que, de modo que el texto completo sería: Mezclo un idioma que no es mío. Las tachaduras del cuarto verso, incompleto, dejan ver un eco de a, de manera que el verso, en la parte formulada, es: eco de aquel.

El poema, cual se presenta en su integridad, ha conservado de las tentativas ilustradas sólo un adjetivo, un concepto, subyacente, insistido, al contrario, en el primer grupo de versos-prueba, donde aparece dos veces, referido al idioma y al indio, y en el segundo grupo, donde aparece igualmente dos veces, referido a idioma y a lenguaje. En el tercer grupo de versos-prueba subyacente aparece una sola vez, referido a lenguaje, pero, ya lo he dicho, aquí se trata de una estrofa inacabada, confusa, que por lo tanto dejamos a un lado.

Tanta insistencia sobre el término indicado nos abre el ánimo del poeta, nos muestra su íntimo tormento, y al mismo tiempo su adhesión casi «religiosa», diría, al mundo indio poderosamente operante en él. De este mundo en el primer grupo de versos-prueba destaca la maravilla, a través de una serie de imágenes y valores cromáticos que penetran directamente   —155→   en el dominio de un universo fabuloso, y nos recuerdan ciertos pasajes de Clarivigilia Primaveral313, el gran poema con el cual Asturias da a la literatura maya una extraordinaria contribución contemporánea en lengua castellana.

En el segundo grupo de versos-prueba, el poeta concentra su atormentado pensar sobre el concepto de traición. Si en su personal modo de expresarse, en su lenguaje, entra tanto el mundo indio como el mundo español, ¿a cuál de los dos traiciona? Exactamente, de todos modos, Asturias llega a definir su idioma: eco de aquélla y sangre de éste. O sea, eco de la lengua que no es mía, el español, y sangre del lenguaje subyacente, es decir indio.

Quiere decir todo esto que el español es para el poeta un medio obligado, e inadecuado, para expresar lo que en él subyace. ¡Cuán lejos estamos de las primitivas formulaciones del problema expresivo -me refiero a las citas iniciales-, cuando todavía Asturias consideraba capaz el idioma de los hispanoamericanos de expresar la peculiaridad americana.

Volviendo al poema en su redacción definitiva, Miguel Ángel Asturias denuncia en él el carácter de lengua / desnuda, pétrea, sin penumbra, del idioma español, que está obligado a emplear, la falta especialmente, en él, de una dimensión que llamaré «de la sombra», o sea capaz de expresar   —156→   el mundo anímico que vive más allá de la desnuda realidad. Sigue, en la segunda cuarteta, la celebración casi sagrada del lenguaje indio, que es aroma, / polen celeste, espuma verde, / clave de símbolo en semilla, y en la tercera la insistida identificación del lenguaje indio con el de los Dioses: es siempre / un Dios, un sueño, un amuleto.

Quien oye este lenguaje se siente en comunicación con lo divino, lo concreto y lo impalpable al mismo tiempo. Al final del poema, la expresión del tormento del artista por lo inadecuado del medio expresivo, que no ha resuelto el conflicto. En ello está el significado dramático del texto, la última composición acabada que nos dejó Asturias en sus últimos meses de vida. Sobre el tema no volvió.





 
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