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Diálogo entre el tío Toribio y Juanillo, su sobrino



jueves 7 de octubre de 18131

Juanillo:  ¿Cómo va, tío Toribio?

Toribio:  No me puede ir peor en el día.

Juanillo:  ¿Y por qué, tío?

Toribio:  ¿Cómo por qué? ¿Pues no ves que ya nos está llevando el diablo de hambre?

Juanillo:  Eso sí, tío, usted tan desesperado como siempre. ¡Válgame Dios!

Toribio:  ¿Pues qué quieres tú, que esté muy jovial y placentero con estas cosas, y revestido de esta mala carne, y tan mala que todos los días quiere chocolate, almuerzo, comida, cena y tal cual va un traguito, del crudo2 más que sea, para el estómago, y no contenta con esto (cuando lo tiene) quiere a más su tabaquillo, casa que la defienda de las inclemencias del tiempo, ropa que la abrigue y que la adorne, etcétera, etcétera, etcétera? Todo me falta, y lo que me sobra son trampas, drogas y apuraciones; y quieres que esté muy conforme o insensible a mi desgracia. Eso se queda para los filósofos estoicos o para los anacoretas del yermo, no para mí, tan malo y pecador.

Juanillo:  Pues ¿qué cuidados apuran a usted tío?

Toribio:  ¡Oh, qué bien se conoce que eres un muchacho come de balde, y que el pobre de mi hermano, tu padre, no me hiciera semejante pregunta! ¿Qué cuidados quieres que me aflijan tanto? Estar el tiempo tan malo, que no halla un hombre en qué destinarse ni en qué ganar un real; que si uno va a vender una alhaja, o no halla marchante, o si lo halla se le paga en la mitad de lo que le costó, y si la empeña no hay quien se la reciba; y cuando esto se consigue, es con el lucro de un real en cada peso, por lo menos. Síguese a esto las sagradas obligaciones que impone el honor a todo hombre de bien de sacrificarse por su familia. Ya la mujer está sin túnico3, ya una muchacha sin naguas blancas, ésta sin camisa, aquél sin calzones, y todos con los estómagos en cuaresma, que yo no sé cómo hay filósofos que niegan se da vacío en la naturaleza. Si vivieran estos pedantes conmigo un par de meses, yo se los preguntara al mediodía. Agrega a todo lo dicho, el casero cada mes a la puerta, que para el pobre es lo mismo que si lo fuera a visitar el diablo, porque hay caseros tan majaderos, tan imprudentes e inconsiderados que no admiten disculpas del inquilino, por más que sean ciertas y justas. Si no les pagan un mes, están en el otro machaca que machaca, y si por desgracia no hay en el segundo para contentarlos en el tercero te echarán de la casa y te quitarán cuanto tengas, aunque sea lo más necesario.

Juanillo:  Pero tío, eso es muy justo, pues ¿qué quiere usted, que tengan las casas para darlas de balde? Entonces no había mejor tierra para vivir que México.

Toribio:  Ya se ve que es muy justo el cobrar las rentas de las casas y pagarlas; pero nunca lo será ser tiranos con los pobres. Has de saber que la justicia repugna diametralmente a la impiedad, y que cuando la justicia declina en rigor, no es justicia, sino tiranía. ¿Qué justicia habrá para que un casero mal cristiano le quite a una infeliz mujer hasta las naguas porque no. tenga otra cosa con qué pagarle el alquiler del cuartito que ocupaba? ¿Qué justicia habrá para lanzar unos inquilinos adeudados de una vivienda, haciéndolos sacar una enferma febricitante, a riesgo de una mortal recaída? ¿Y qué razón habrá, por último, para allanarle la casa a un ciudadano (porque debe), descerrajarle la puerta estando ausente y fijarle una herradura dizque con orden de juez?

Juanillo:  ¿Es posible, tío?

Toribio:  Sí, hijo.

Juanillo:  ¿Usted lo sabe ciertamente?

Toribio:  Sin duda alguna. Sé quiénes son los caseros, cuáles las viviendas, quiénes los inquilinos y (no muy lejos) las épocas de estos pasajes.

Juanillo:  ¡Caramba, tío! ¡Mucho sabe usted!

Toribio:  Más de lo que te parece; pero este cruel modo de proceder de algunos caseros no se le oculta al pueblo pobre.

Juanillo:  ¿Y qué remedio habrá en tales lances?

Toribio:  El que no sean tontos los inquilinos: que cuando a alguno le sucedan iguales atropellamientos acuda a los jueces, que si éstos son íntegros, muy segura tiene la justicia, y el casero a buen componer perderá mucho de su alquiler.

Juanillo:  Pero, tío, si el casero está coludido con el juez, ¿qué harán con el pobre inquilino?

Toribio:  Entonces, hijo, harán lo que quisieren; pero no lo harán amparados de la justicia, sino de la arbitrariedad y despotismo; pero nadie ha de hacer cuanto puede, sino cuanto debe. Hoc possumus quod de jure possumus.

Juanillo:  Yo no entiendo latines.

Toribio:  Es decir, que sólo podemos hacer aquello que podemos hacer, según derecho.

Juanillo:  Pues, tío, ¿cómo a pesar de ese principio se ven en el mundo tantas injusticias todos los días?

Toribio:  A esa pregunta se responde con otras. ¿Y por qué el mundo está tan perdido? ¿Y por qué hay tantos insurgentados? ¿Y por qué se lleva el diablo a tantos? ¿Sabes por qué? Porque se quebranta la ley y porque se desobedecen con desvergüenza las ordenes superiores. Pero, Juanillo, volviendo a lo que estábamos hablando, ¿qué dices, no he de estar desesperado con tantas cosas? ¡Ay, hijo! Te aseguro que es una doble plaga el ser pobre y de regulares principios. ¡Lástima te tengo!

Juanillo:  ¿Y por qué, tío?

Toribio:  Porque la pobreza de los hombres de estado medio es la más insoportable. Un demonio es esto de haber nacido en buenos pañales (aunque todos los pañales son pañales), haberse criado con una regular educación y haber heredado un Don a modo de sonaja o cascabel. Éstos tenemos más que sufrir en la miseria que los últimos infelices de la plebe; y así, pues eres pobre y de esta clase, y tienes la fortuna de ser muchacho, vete deshaciendo del punto y la vergüenza, que son alhajas que tenidas no dan nada y perdidas ahorran muchos sinsabores: ya ves que los que no las tienen viven al natural alegremente. Conque échate a pie, quítate las medias y los zapatos; pero ya se ve, los zapatos no estorban tanto; la chaqueta sí, es mueble costoso y despreciable para los muy pobres y un adorno inútil que no se pueden costear; y así, pélate la chaqueta en todo caso, enséñate a comer tortillas y beber atole, y dile a tu padre que se mude a una accesoria; y con estos consejos haz de cuenta que has heredado un mayorazgo, porque según vamos, dentro de poco .tiempo nos hemos de convertir en última plebe.

Juanillo:  ¿Tan malo está todo, tío?

Toribio:  Sí, hijo, malísimo. ¿No ves la universal carestía de los víveres? El pan, la carne, las semillas, las velas, el dulce, la verdura, la fruta, los huevos y el carbón y todo está por las nubes, como dicen las viejas cuando van a la plaza.

Juanillo:  ¿Y cuándo bajará tío?

Toribio:  Cuando haya menos ladrones y más trabajadores en el reino.

Juanillo:  Pero eso ¿cuándo será?

Toribio:  Cuando haya una paz general.

Juanillo:  ¿Y cuándo habrá esa paz?

Toribio:  De aquí a un año.

Juanillo:  ¿Es posible?

Toribio:  Pues de aquí a un año digo que te avisaré.

Juanillo:  No lo permita Dios. ¿Y qué haremos mientras?

Toribio:  Los buenos, sufrir con paciencia las majaderías de nuestros prójimos, que ya para flaquezas están muy toscas; y los malos, desesperarnos y darnos a la trampa.

Juanillo:  ¿Y qué no se pudiera mientras hallar algún remedio para que no hubiera tanta y tan general carestía? ¿No se les pudiera poner algún freno a los vendedores para que no nos metieran el rejón a su antojo?

Toribio:  En mucha parte sí se pudiera, porque aunque los vivanderos se quejan de las pensiones del gobierno, citándolas en su favor para encarecer sus efectos, son unos embusteros, pues muy bien se halla con las tales contribuciones, y a ellos lejos de dañarles les aprovechan, y ya se holgaran los sinvergüenzas que todos los días hubiera un bandito de exacciones. ¿No ves tú que el gobierno cuenta con el producto en general, y por eso señala una cortedad a cada cosa, y entonces los abastecedores suben un doscientos por ciento lo menos a cada efecto gravado; y así ellos, lejos de pagar nada, ganan con más exorbitancia, siendo el pobre público el que lasta la contribución y el ladronicio de los vendedores?

Juanillo:  Cierto que si se mira con cuidado, así es.

Toribio:  Pues sólo los señores regidores pueden tomar providencia sobre éstos y otros abusos.

Juanillo:  Pero, tío, si creo que los señores regidores no se meten en nada, según dicen por ahí.

Toribio:  ¿Cómo que no? ¿Pues no los ves asistir a las funciones y a las procesiones muy galanes?

Juanillo:  Que no digo eso, sino que dice la gente que no hacen nada de provecho para el público, y que no más están de perspectiva.

Toribio:  Hijo, la gente no sabe lo que dice. Bastante hacen los pobres regidores con lo que hacen; y si no hacen más, seguramente será porque no pueden y no porque lo deseen. ¿No ves como ha habido señor regidor que haya sacado el pescado podrido de las tiendas y lo ha inutilizado, evitando con esta diligencia muchas enfermedades? ¿Pues esto qué es, sino beneficio al público?

Juanillo:  Dios se lo pague a ese señor y por sus hijos lo vea; pero era bueno que hubiera otro regidor que visitara todos los días (o siquiera dos veces a la semana, en días indeterminados) las carnicerías, otro las panaderías, éste las velerías, aquél las chocolaterías, y así los demás todas las tiendas acabadas en ías, como tocinerías, vinaterías, pulperías, etcétera, y que hicieron lo que hizo el del pescado siempre que advirtieran fraude en el peso, en el precio o en la calidad, y con esto se ahorraran muchas picardías. Era bueno también que, como anunció el Pensador, se obligara a los introductores de víveres a venderlos públicamente en las plazas de esta ciudad, sin valer la excusa de los usureros y monopolistas de que vienen consignados a sujetos particulares.

¿No están ahí gritando que la necesidad no está sujeta a las leyes comunes, y con este escudo hemos visto paliarse mil injusticias en nuestros días? Pues que se valgan los regidores de este axioma favorito para un caso tan grave: no puede ser la necesidad más clara ni más general. ¿Qué tenemos con que entren todos los días convoyes y más convoyes, si nosotros los pobres los vemos, y si comemos de ellos es tan caro como siempre, o nos quedamos como Tántalo?

¿Qué podían decir: «Nosotros lo hemos comprado, es muy nuestro, y por tanto lo encerraremos, o lo venderemos, o haremos lo que se nos diere la gana, que para eso nadie puede mandar en lo ajeno, conforme a las leyes?» Pues a esto respondan los regidores: «Amigos, con toda la ley, ustedes han de vender sus efectos luego que salgan de la aduana, y públicamente, que ahora hay necesidad extrema y la necesidad no está sujeta a las leyes comunes; ustedes no pueden haber menester para su gasto un atajo de azúcar para conserva, ni diez cargas de chile para calabacitas en adobo, ni treinta de frijoles para la familia, y así de todo. Conque si lo quieren, es para venderlo; pues venderlo norabuena; pero venderlo en las plazas, venderlo en público, venderlo por menor, esto es, lo de peso por dos arrobas y lo de medida por dos almudes cuando más, y esto por espacio de tres días, pues en este tiempo se podrán habilitar los pobres, venderlo, pero no a medida de su antojo (como hasta hoy), sino por los precios tasados por los comisionados de la ciudad.» Esta tasación sería fácil y demasiado benéfica. Sería fácil con tal que se exigiera una certificación jurada a cada dueño de efectos o conductor de mulas de los precios a que hubiesen comprado, y distinguiesen en ellas si eran labradores, cotejando después estas relaciones con las facturas de la aduana y con las guías para evitar todo fraude; y con arreglo a estos documentos y los costos de fletes, alcabalas, contribuciones, etcétera, se debía hacer la tasación sin exceder la ganancia de un veinte y cinco por ciento en ningún caso.

Hecho el aforo y tasación, se debería poner una tarifa en la plaza y demás lugares de venta que dijera, verbigracia: «Precios a como se han de vender los efectos que han entrado en el día tantos, en el convoy procedente de tal parte. A saber: frijol, a ocho pesos carga; garbanzo, a doce; chile, a seis pesos arroba, etcétera. Y a este precio y no otro se venderá, pena de perdimiento de todo el efecto, el que se invertirá en beneficio de los pobres de las cárceles y de los hospitales. La fecha y firmado por el señor intendente.»

Con este fácil modo vería usted, tío, la diferencia que se notaba en todo. Este mismo arreglo debía haber con las gallineras, hueveras, verduleras y fruteras, y no que con el ejemplo de los lobos gordos y el disimulo de la ciudad, van saliendo estas hermanas buenas ladronzuelas y se saben valer de la ocasión como el que más.

Ninguna novedad debía hacer esto, porque ¿qué razón hay para obligar a los panaderos y carniceros a que pongan la tarifa de los precios a que venden en sus puertas, y no a los que venden frijol, chile, arroz, garbanzos, etcétera, sabiendo que no sólo con pan se mantiene el hombre, ni con carne tampoco, que no somos lobos.

Otro modito tienen de robar los semilleros a ojos vistas y con menos riesgos de reconvenciones que los carniceros que hacen lo mismo; y es casi general y aun creo que está el casi de cumplimiento.

Él es este... pero se lo diré a usted otro día, porque ya es tarde y mi mamá estará con cuidado.

Toribio:  ¡Muchacho! Ahora que estaba yo tan contento oyéndote te vas. ¿Y cuándo vuelves?

Juanillo:  El jueves, si Dios quiere.

Toribio:  Pues dale memorias a tu madre, a mi hermano y sobrinas.

Juanillo:  Y usted a mi tía y a las muchachas. A Dios.




Impreso. Defensa de las Cortes y de las regalías de la nación, en contestación a la instrucción pastoral de los seis reverendos obispos refugiados en Mallorca. Es un discurso sólido que, rebatiendo los puntos de hecho y política contrarios a las regalías nacionales, entresaca con energía la disciplina externa para no confundirlos con los de religión, o interna. Dicho papel, tan útil y moralmente necesario, se vende a cuatro reales en la librería de Jáuregui y puestos acostumbrados.



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