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ArribaDe los autos sacramentales

Dijo Miguel de Cervantes, príncipe de los ingenios españoles y esclavo del Santísimo Sacramento, que «el mezclar lo humano con lo divino es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento». No quisiera yo que sobre mí recayese el peso de tan justa sentencia, ni dejo de recelar que pueda parecer inoportuna la intervención de un humilde profesor de letras humanas en un acto que principalmente requiere el concurso de las divinas. El solemne misterio que estos días conmemoramos, la inefable emoción que embarga toda alma cristiana ante el espectáculo de una muchedumbre congregada de todos los términos de la tierra para rendir tributo de fe y amor a Cristo Sacramentado, parece que ahuyenta todo pensamiento profano y hiela en los labios toda palabra que no sea una oración. Sólo la voz de la ciencia teológica puede levantarse potente y autorizada para esclarecer, en cuanto es concedido a nuestra débil luz intelectual, los arcanos del dogma. Temeridad sería en el simple fiel pretender escudriñarlos. Bástale acercarse con pavor y reverencia a la mesa donde se sirve el pan de los ángeles. Suene, pues, el acento de los doctores que de la Iglesia tienen misión para enseñar; ya en la cátedra del Espíritu Santo, ya en las tesis y disertaciones de este grandioso Congreso. Preparemos los oídos para escucharlos y abramos el espíritu a la eficacia de su doctrina, que no caerá en suelo estéril si la recibimos con razonable obsequio y corazón contrito y humillado.

Es este misterio de amor centro de la vida cristiana, lazo estrechísimo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre; Sacramento augusto de la ley de gracia, que en él recibe su perfección y complemento mediante la comunión substancial del sacratísimo cuerpo de Cristo velado en las especies eucarísticas. Este sacrificio perenne e incruento, que cada día se ofrece en innumerables aras, es promesa de inmortalidad y prenda sacrosanta del rescate humano. Por él forma la cristiandad un cuerpo místico que recibe la savia de su Divino Fundador y liga a todos sus miembros con vínculos de caridad indisoluble. Sin la inmolación perpetua de la Víctima Sagrada no se concibe el sacerdocio ni el altar. La vida parece como que se disipa entre las nieblas de un intelectualismo vago, sin llama de amor ni eficacia en las obras. Este único y verdadero sacrificio no es sombra y figura como los de la Ley Antigua, sino realidad presente y eterna, renovación del sacrificio del calvario, que salva a todo hombre que quiere salvarse. En él está la raíz del orden religioso, y por él se difunde en nuestra naturaleza regenerada y transfigurada el raudal de la gracia.

Pero este raudal a todas partes llega, y no hay facultad humana que en sus aguas no se purifique, cuanto más aquella tan noble y excelsa, que a nuestro espíritu fué concedida, de manifestar, por medio de imágenes sensibles, la belleza ideal, pura, inmóvil y bienaventurada, como Platón la columbró en sus ensueños; como la mostró la Revelación cristiana, no en la vaga región especulativa, ni encubierta bajo las sombras y cendales del mito y de la alegoría, sino viva, triunfante y gloriosa en la persona del Verbo Encarnado, fuente de todo bien y toda sabiduría. El arte, pues, y cada una de las artes, principalmente el arte de la poesía, que por su universalidad parece que las comprende a todas, ha sido en el pueblo cristiano, y sobre todo en el nuestro de la edad de oro, una forma de enseñanza teológica, una cátedra abierta a la muchedumbre, no en el austero recinto de las escuelas, sino en la plaza pública, como en los días triunfantes de la democracia ateniense, a la radiante luz de nuestro sol nacido para reverberar en las custodias y convertirlas en ascuas de oro. Con tales alas volaba el genio de nuestros poetas, ante millares de espectadores de imaginación fresca y dócil, de entendimiento despierto y ágil para seguir las más sutiles abstracciones, y de voluntad tan perseverante y firme como recio era su brazo, templado en todos los campos de batalla del mundo.

Así nació aquel género dramático, tan propio y peculiar nuestro, que a duras penas consiguen los más eruditos extranjeros darse cuenta de su especial carácter, y no son pocos los que con notoria impropiedad le usan como nombre genérico de toda representación a lo divino. Los autos sacramentales tienen un tema único, aunque de fertilidad inagotable y desarrollado con riquísima variedad de medios y recursos artísticos: el dogma de la presencia eucarística. Este dogma es el que en las obras de nuestros poetas reduce a grandiosa unidad toda la economía del saber teológico y reviste de símbolos y figuras, a un tiempo palpables y misteriosas, la historia y la fábula, el mundo sagrado y el gentil, los áridos esquemas de la dialéctica y los arrobamientos del amor místico, para ofrecerlo todo, como en un haz de mirra, ante las aras del divino pan, multiplicado en infinitos granos.

Vivimos entre prodigios: sin la luz de la Revelación son enigmas indescifrables nuestra cuna y nuestra tumba; no hay instante sin milagro, según la vigorosa expresión de nuestro dramaturgo, y cumple el arte su fin más sublime cuando nos sumerge en las tinieblas de la noche oscura del alma para aleccionarnos con aquel extraño género de sabiduría que el gran doctor del Carmelo comprendió en tres versos tan sencillos en la letra como hondos en el sentido:


Entréme donde no supe,
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.



Son las alturas de la contemplación mística de difícil acceso para el pie más ágil y para el más alentado pecho, ni es la doctrina de la perfección espiritual materia de mero deleite estético, sino regla y disciplina de la voluntad y del entendimiento. Error grave, y en nuestros tiempos muy vulgarizado, es el de buscar la verdad por el camino del arte, o suponer que cierta vaga, egoísta y malsana contemplación de un fantasma metafísico que se decora con el nombre de belleza pueda ser norma de vida ni ocupación digna de un ser inteligente. En el fondo de este diletantismo bajo y enervante, feroz y sin entrañas, late el más profundo desprecio de la humanidad y del arte mismo, que se toma así por un puro juego sin valor ni consistencia. Cierto es que las formas bellas tienen valor por sí mismas y le tienen también por su rareza, puesto que son tan fugaces las apariciones con que recrean la mente de los humanos; pero su propia excelencia intrínseca no se concibe sin el sello del ideal que llevan estampado, puesto que meras combinaciones de líneas, de colores, de sonidos musicales o de palabras sometidas a la ley del ritmo serán un material artístico muerto, hasta que la voz del genio creador flote sobre las ondas sonoras y sobre el tumulto de las formas anhelantes de vida, como flotaba el espíritu de Dios sobre las aguas.

Pero hasta ahora no hemos traspasado los límites del orden natural: osemos penetrar, con temor y reverencia, en el orden sobrenatural y de gracia. Una inmensa revelación, cuya necesidad se adivina y presiente en el término del conocimiento filosófico, en las aspiraciones insaciables del alma sedienta del bien infinito, en aquella luz interior que es participación de la luz increada, ha transformado el arte como todas las demás obras de la actividad humana. Un misterio de amor inefable ha conmovido las entrañas de la tierra y ha hecho brotar, copiosa y dulce, la fuente de las lágrimas. El ideal se ha manifestado, no en la fría y severa región especulativa, ni envuelto en símbolos y enigmas, sino accesible y familiar; vistiendo carne mortal; peregrinando entre los hijos de los hombres, hecho varón de dolores y cargando sobre sus hombros el peso infinito de la humanidad prevaricadora. La Divinidad habitó entre nosotros, y fué Dios y hombre juntamente, y enalteció y transfiguró la naturaleza humana al unirse con ella. Un nuevo tipo de belleza espiritual amaneció para el mundo que cae del lado acá de la Cruz. No son ya lo bello y lo feo, ni siquiera lo ideal y lo real, quienes se disputan el imperio del arte. Una belleza más alta, que es suprema realidad y puro ideal a la vez, lo ha iluminado todo, lo ha penetrado todo, lo ha regenerado todo, ha impreso el signo de la Redención en la criatura más abyecta, y, haciéndose todo para todos, ha abierto sus entrañas de infinita misericordia al pobre lisiado cuyas líneas contradicen groseramente el canon estético, a la pecadora y al publicano, al facineroso arrepentido cuya vida ha sido grosera infracción de la sabia economía social.

A este arte pertenecen las producciones de nuestros grandes poetas religiosos, y el drama eucarístico muy en particular. No son los autos una transformación de los antiguos misterios, porque nunca se expuso directamente en éstos el dogma de la presencia sacramental. Sabemos positivamente por datos de los siglos XIV y XV que en Gerona, en Barcelona, en Valencia, representaciones devotas de vario argumento acompañaron a la festividad del Corpus, acaso desde tiempos muy próximos a su introducción en España. Pero estas piezas nada tienen de peculiarmente eucarístico. «El sacrificio de Isaac», «El sueño y la venta de José», que representaban los beneficiados de Gerona; los tres misterios valencianos, vivos aún: del «Paraíso terrenal», de «San Cristóbal» y de la «Degollación de los Inocentes», y otras que a este tenor pudieran citarse en la antigua literatura catalana, no tienen con el auto sacramental más relación que la de haber sido representados durante la procesión del Corpus, o como accesorio y complemento de ella. Otro tanto acontece con el más antiguo que se conoce en castellano, aunque de autor portugués, el Auto de San Martín, de Gil Vicente, representado en Lisboa en 1504.

Pero ya antes de mediar el siglo XVI el auto sacramental se afirma con sus propios, inconfundibles caracteres, como protesta de la Musa popular contra la negación de la presencia real formulada por luteranos y calvinistas. Sencillísimas son en su traza y artificio las obras de este primer período, hasta el punto de calificarlas uno de sus autores de «sermones en representable idea». Pero no falta en algunas de ellas muy dulce y cándida poesía, que, por lo mismo que surge sin esfuerzo y se expresa sin aliño, deja en el alma el regalado sabor de las aguas de una fuente agreste e incontaminada que brota en lo más hondo del bosque primitivo. El anónimo poeta del Aucto de las donas (o de los instrumentos de la Pasión) que envió Adán a Nuestra Señora, llenó su composición de dulces y patéticos afectos, y el valenciano Juan de Timoneda, aunque más tuvo de refundidor hábil que de autor original, superó acaso a todos los de su tiempo en algunas de las poesías contenidas en sus Ternarios Sacramentales, especialmente en el delicadísimo auto de La oveja perdida.

En manos de Lope de Vega y de sus discípulos Tirso de Molina y Valdivieso, el auto se transformó como todo lo restante, pero no por evolución radical del género, sino por el prestigio de un superior talento poético y de una lengua y una versificación llegadas a la cumbre. Lope resulta mucho más original, mucho más creador en el drama profano que en el sagrado, y más en el historial que en el alegórico: la perfección de éste quedaba reservada para los tiempos de Calderón. En los autos de Lope la alegoría es superficial, inmediata, digámoslo así, y carece de la profundidad metafísica que informa otras representaciones posteriores, pero está menos expuesta que ellas a degenerar en árida y fría. Si los poetas que le sucedieron parecen más adelantados en combinaciones técnicas, él los vence a todos en objetividad y evidencia poética, como notaron perfectamente Schack y Grillparzer. El ingenio de Lope era un raudal de inexhausta poesía, que fertiliza todo lo que toca. Su lirismo no es espléndido y profuso, intemperante y barroco como el de Calderón, sino que brilla con luz suave y continua, cuyos resplandores alegran el alma. En la expresión viva y sincera de los afectos, en la interpretación grave y sencilla de las parábolas evangélicas (la viña, la siega, la oveja perdida), en la paráfrasis bellísima del Cantar de los Cantares aplicado al misterio eucarístico, Lope merece a cada momento la calificación de gran poeta. No deslumbra, no fatiga con la afectación de lo colosal y desmesurado, con el alarde intempestivo de los tesoros de la memoria y de las formas de la argumentación. Su estilo habitual es más gracioso que robusto, más patético que grandilocuente, pero a veces se levanta con energía y solemnidad inusitadas, y llega por el camino de la intuición poética a la mayor elevación ideal. Todo parece en él tan espontáneo como en el arte popular, en el cual tiene sus raíces hondísimas el suyo. Las flores villanescas de los ingenuos autos viejos lucen más en el búcaro gentil en que las colocó la mano de Lope, pero no han perdido su aroma silvestre y campesino.

A este gran poeta fué concedido también dar la más alta nota lírica en el concierto de nuestra poesía eucarística, no sólo en sus villancicos y canciones cortas, sino en algunos admirables sonetos, de los cuales he de citar uno solo, donde la contrición del gran pecador resuena como velada en la voz augusta del sacerdote:


   Cuando en mis manos, Rey eterno, os miro,
Y la cándida victima levanto,
De mi atrevida indignidad me espanto,
Y la piedad de vuestro pecho admiro.
    Tal vez el alma con temor retiro,
Tal vez la doy al amoroso llanto,
Que arrepentido de ofenderos tanto,
Con ansias temo y con dolor suspiro.
    Volved los ojos a mirarme, humanos;
Que por las sendas de mi error siniestras
Me despeñaron pensamientos vanos:
    No sean tantas las miserias nuestras
Que a quien os tuvo en sus indignas manos
Vos le dejéis de las divinas vuestras.



Lecciones no sólo de piedad y de vida ascética, sino de teología dogmática contienen nuestros autos, donde hasta la ornamentación barroca y el juego al parecer caprichoso de la imaginación suelen encerrar hondo sentido. Acaso sea su principal defecto en la última y grandiosa manera donde estampó su sello Calderón cierto abuso del espíritu dialéctico, que no siempre llega a obtener plena realización poética ni a encarnarse adecuadamente en el símbolo. Pero ¡qué fuerza mental supone en el poeta y en los espectadores esta continua evocación de formas intelectuales que pugnan por adquirir vida dramática, aunque resulte a trechos incompleta y borrosa, árida unas veces por sobra de razonamiento, y otras ahogada bajo el peso de una vegetación lírica cuyas pompas y esplendores no siempre disimulan el marchito color de la decadencia!

Hay en la urdimbre complicadísima de los autos calderonianos un principio de unidad y armonía que salva todos los escollos, que atenúa todas las disonancias, que resuelve todas las antinomias y hace penetrar la luz en los recintos de la oscura y enmarañada selva, donde, a través de la maleza del culteranismo, se oye confuso estrépito de palabras sonoras y se ven pasar en tropel sombras de imprecisos y vagos contornos: criaturas humanas, angélicas y diabólicas; patriarcas y profetas de la Ley Antigua; apóstoles, santos y doctores de la Nueva; filósofos de la gentilidad; divinidades del Panteón clásico; ideas escolásticas convertidas en personajes activos; silogismos que hablan y se mueven entre lances de teatro; las edades históricas, los elementos de la materia, todos los seres naturales y los que produce el artificio del hombre. Entre todos ellos hay analogías y concordancias: éste es el principio fundamental de la poética calderoniana, a lo menos en los autos. Sólo un gran poeta, de fantasía tan rica como disciplinada, que ni siquiera las nieblas del mal gusto, con ser tan frecuentes, llegan a ofuscar del todo, hubiera sido capaz de esta sublime idealización, que es una de las cumbres del arte cristiano. Para ello le sirvió su magistral pericia técnica adquirida en obras de índole muy diversa, el poder de concentración dramática en que tanto sobresale, la natural tendencia de su espíritu a poner en sus grandes representaciones de la vida humana, y hasta en los ligeros bosquejos de costumbres de su siglo, algo que trasciende del hecho limitado y del conflicto de las pasiones, y nos hace entrever espirituales enseñanzas bajo el velo de figuras y emblemas, que encarnan, ya la victoria del libre albedrío sobre los prestigios del infierno, ya la constancia invicta del mártir cristiano, ya la solución altísima del enigma de la vida, que de las ilusiones del sueño surge purificada y triunfante, y hace brotar, no las aguas letales del pesimismo, sino la fuente de la acción generosa y fecunda que ennoblece el alma y la dispone y ordena para el eterno despertar.

Aun considerado meramente como dramaturgo profano, Calderón ocupa uno de los primeros puestos en la historia literaria del mundo. Pero dentro y fuera de su patria brillan, con luz tanto o más radiante que la suya, otros grandes ingenios que en ciertas condiciones le igualan, y en dotes muy señaladas de invención, realidad artística, firmeza en el dibujo de los personajes, lozanía y viveza en el diálogo, locución genial y propia, indudablemente le vencen, como hoy reconoce la crítica imparcial y serena, libre ya de los apasionamientos románticos. Pero en el drama alegóricoespiritual reina indudablemente solo, y como cantor de la teología, como poeta del simbolismo cristiano, no tiene rival después de Dante. La riqueza de poesía lírica derramada en los autos es maravillosa, pero no pasma menos la variedad de signos, tomados, ya del mundo físico, ya del moral, ya de la historia, ya de la fábula, en que el poeta engasta un pensamiento dominador y puede decirse que único. Claro es que no todas estas aplicaciones son igualmente felices, que algunas parecen violentas y hasta irreverentes (aunque la robusta fe de Calderón y de su auditorio lo salvaban todo), y que en otras se combina la sutileza escolástica con el follaje del culteranismo para producir verdaderos monstruos. Ni puede negarse que en medio de tanta riqueza de recursos y combinaciones brota del conjunto cierta impresión de monotonía que procede, en buena parte, de la afectada simetría de los planes y del amaneramiento ingenioso, pero amaneramiento al cabo, de la dicción, que no siempre responde a la elevación metafísica de los conceptos. Lunares son que no pretendemos disimular y que en nada agracian la faz de la poesía calderoniana, que quisiéramos constantemente grave, majestuosa y sencilla, como lo es el pensamiento que la informa. Pero ¿qué artista, y menos un artista popular como tiene que serlo el poeta dramático, cuya obra se construye, digámoslo así, en colaboración con el público, ha logrado emanciparse de las prácticas y de los gustos de su época? Por eso la noble y austera musa de Calderón se nos presenta tantas veces ataviada con el vano lujo y los afeites de la decadencia. Y en los autos más que en las comedias, por ser los autos en gran parte producciones de su vejez, iluminada hasta el fin por los resplandores del genio, pero que no podía menos de sentir el desfallecimiento de los años, ni dejar de velarse con las nubes que oscurecían, cada vez más, el horizonte de la patria.

Tremendos días fueron aquellos de la segunda mitad del siglo décimoséptimo en que la integridad peninsular sufrió tan rudo quebranto, y aún fué mayor el amago que la catástrofe, con ser ésta tan formidable; pero tenían los hombres de aquella era algo que en las tribulaciones presentes se echa de menos, algo que no es resignación fatalista, ni apocada y vil tristeza, ni rencor negro y tenebroso contra la propia casta, como si pretendiéramos librarnos de grave peso, echando sobre las honradas frentes de nuestros mayores los vituperios que sólo nosotros merecemos. Era la humildad cristiana que, abatiendo al hombre delante de Dios, le ensalza y magnífica y robustece delante de los hombres y le hace inaccesible a los golpes de próspera y adversa fortuna. Era el acatamiento hondo y sencillo de la potestad suprema, que manda sobre los pueblos el triunfo o la derrota, la grandeza y el infortunio, el perdón o el castigo. Era el espíritu de caridad, que no por derramarse sobre todas las criaturas humanas deja de tener su hogar predilecto allí donde arde inextinguible y pura la llama de la patria, dos veces digna del amor de sus hijos: por grande y por infeliz.

Y así, en medio de los varios trances de la fortuna bélica, en medio de los grandes desastres que anublaron los postreros años del reinado de Felipe IV y el largo e infelicísimo de su vástago desventurado, aquella generación que llamamos decadente, y que lo era sin duda en el concepto económico y político, todavía conservaba intensa, viva y apacible la luz del ideal evangélico, y con ser iguales todos los atributos de Dios todavía gustaba más de especular en su misericordia que en su justicia. La solemne tristeza de la edad madura y el desengaño de las vanidades heroicas no eran entonces turbión de granizo que desolase el alma, sino capa de nieve purificadora, bajo la cual yacían las esperanzas de nueva primavera en la tierra, de primavera inmortal en los cielos. Esa Edad tuvo a Calderón por su poeta, y tuvo por sus pintores a Murillo y al autor del pasmoso lienzo de la Sacra Forma.

Y así como de Sócrates dijeron por el mayor elogio los antiguos que había hecho bajar la filosofía a las mansiones de los hombres, así del arte español dramático y pictórico del siglo XVII podemos decir, salvando todos los respetos debidos a los grandes teólogos y apologistas, que puso al alcance de la muchedumbre lo más práctico y asequible, lo más afectivo y profundo de la literatura ascética, y sentó a la teología en el hogar del menestral, y abrió al más cuitado la visión espléndida de los cielos: rompientes de gloria y apoteosis, sombras preñadas de luz, formas angélicas, tan divinas con ser tan humanas, tan castas con ser tan bellas; y todo ello para espiritual recreación de cuatro demacrados ascetas que parecen hechos de raíces de árboles, con el burdo sayal pegado a las carnes, y la mirada fija, ardiente, luminosa de quien nada puede contemplar en la tierra que iguale a los éxtasis anticipados del cielo.