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Discursos filosóficos sobre el hombre

Juan Pablo Forner





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Dedicatoria al varón virtuoso



                                  Virtud, alma Virtud, tus dones canto:
espíritu divino
a ti convierte mi inspirado acento.
Desde el celeste asiento
a mi tu voz desciende en eco santo,
cuando al ciego mortal de tu destino
muestro el grato camino.
Huya el profano de tu templo sacro
mientras copio tu augusto simulacro.
   Y de azucenas cándidas ceñida
la pacífica frente,
sólo me asista a tanto ministerio
el Varón que a tu imperio
sujeta alegre su apacible vida,
con dócil cuello y ánimo obediente.
Allí yo reverente
los dones de tu Numen soberanos
pondré, y tu imagen, en sus justas manos.
   Que él solo tus misterios inefables
penetra, y de tus bienes
él solo gusta los placeres puros.
Los términos seguros
que pusiste a la vida, y las amables
riendas que al hombre indómito previenes,
con que en ti le contienes,
él ama solo: y en su oído solo
tu voz ahuyenta al fabuloso Apolo.
   No corrompido por profana lira,
huye de su torpeza,
y se acoge a tus aras sonrojado.
De tu celo inflamado,
no escucha la ambición, la horrenda ira
con que envilece su inmortal grandeza
la racional nobleza.
Entonces oye el sonoroso influjo,
cuando el cielo sus números produjo.
   A ti pues van los míos, Virtuoso
Varón, que afable un día
quiso dictarme tu adorable Numen.
A ti, en quien no consumen
los vicios el vigor majestuoso
de la luz inmortal que al bien nos guía.
A ti, en quien la porfía
de las tercas pasiones se quebranta,
cayendo mustias a besar tu planta.
   Por esto tú de la Verdad divina
el resplandor entero
miras y gozas en gloriosa suerte.
A ti solo convierte
la alta Deidad su lumbre peregrina,
descubriendo a tus ojos su hemisferio,
en donde, no severo,
mas risueño su angélico semblante
su ley enseña en tabla de diamante.
   Y trasladada a ti su copia bella,
lo humano desconoces,
y la divinidad llena tu pecho.
La tierra ámbito estrecho
es a la senda que tu paso huella,
es a la majestad que en ti conoces.
Las celestiales voces
dictan tus obras con saber profundo,
para que aprenda en tu justicia el mundo.
   Constante en tu propósito, no el duro
tormento del tirano
te asusta, si desórdenes te ordena.
Al filo o la cadena,
antes que a la maldad abono impuro,
darás gozoso la garganta o mano.
El interés humano
jamás impera en la Virtud sencilla
aun cuando yugo bárbaro la humilla.
   Y no porque rebelde a la diadema
justa, y a las coronas,
las culpe de sangrienta tiranía.
Vana Filosofía,
este es propio de ti cuando se extrema
tu soberbia en sofismas que eslabonas.
El Poder que destronas
sustenta la Virtud obedeciendo,
tu soñar con sus obras destruyendo.
   Por él domada la mortal fiereza
a horribles impiedades
niega su furia y turbulencia insana.
La Codicia inhumana
sus manos encogió, y de su torpeza
corrida, en sí sofoca sus maldades.
Poblados, soledades
prestan sagrado a la Virtud propicio,
y anda asustado y macilento el Vicio.
   Por él en holocaustos sacrosantos
su voluntad ofrecen
al Todopoderoso sus criaturas
agradecidas, puras.
Por él logran alivio los quebrantos,
y su ser los mortales ennoblecen.
Los dones fortalecen
de la Justicia hasta en la misma guerra,
no da asilo a la Maldad la tierra.
   En ella, Varón justo, ciudadano
de tu patria y del mundo,
a aquella y éste tu virtud dedicas.
Ya las regiones ricas
de la fragrante Arabia, o el cercano
yerto Trion visites vagabundo:
espléndido o inmundo,
Cafre rudo o Britano mercadante,
siempre en el hombre ves tu semejante.
   Y siempre en ti su auxilio el desconsuelo
halla del infelice
que debió a su nacer menos ventura.
Tus dones, tu ternura
¿cuántas veces logro? ¿Cuántas al cielo
sus votos dirigió porque eternice
tu nombre que bendice,
cuando oprimido de fortuna impía
el yugo le aliviaste en que gemía?
   Numen celeste, asísteme, te imploro
y sea tu elocuencia
de tan gloriosa acción digno instrumento.
¡Ay! que entregarla siento
a eterno olvido, con fatal desdoro
de la Virtud, si falta tu influencia:
que en su beneficencia
puro el justo Varón, para ostentarle
no hace el bien, y trabaja en ocultarle.
   Yo le vi, sí, le vi tierno mil veces
enjugar condolido
lágrimas congojosas en silencio.
Absorto reverencio
tu grandeza, o Piedad que le enterneces
de verle yo también enternecido.
Exclamo embebecido:
convoco el pueblo a la admirable escena;
y huye a la admiración que me enajena.
   Porque nada a su pecho satisface
la opinión, e igualmente
la alabanza desprecia y vituperio.
Tal vez injusto imperio
la Malicia sagaz, que contrahace
la virtud, logra, y gime el inocente
cual torpe delincuente.
Quien al vago rumor su gloria fía,
bástale, sin virtud, la hipocresía.
   Bástale astuto cautelar sus vicios,
y aparentando celo
del común interés, tratar del suyo.
Éste no es arte tuyo,
Virtuoso Varón. Los beneficios
dádivas son en ti. Dones del cielo
el público desvelo,
o el privado candor que en ti se admira.
No es en tus obras la virtud mentira.
   Así tu propio ser reverenciando,
la Verdad y Justicia
con amistad eterna te acompañan.
Del suelo las extrañan
la envidia vil y el interés nefando,
ciega lisonja a la mortal malicia.
Del cielo tu propicia
voz descender las hace, a las dos grata:
por ti aun asisten en la tierra ingrata.
   En ti logran su templo: su almo culto
la Verdad en tu labio,
y su ara la Justicia en tu entereza.
Detestas la vileza
de la venal lisonja, y nunca el bulto
de Ídolo indigno inciensas en agravio
de tu consejo sabio.
Sale tu mente a tu sencilla boca,
si inexcusable caso la provoca.
   ¿Qué vale el oro ni el inquieto mando
para que por su precio
la integridad el hombre desestime?
Aduló; subió: gime
tímido; le acomete espeso bando
de sobresaltos ¡ay! verdugo recio
que él mismo buscó necio.
El Vicio le allanó la infiel subida,
y sin dicha, y con él, sufre la vida.
   ¡Ah! que sabrosa paz e inextinguible
la sola Virtud cría,
sea en despreciado albergue o alto trono.
El porfiado encono
ignora del pesar, y en apacible
reposo, ni le turba suerte impía,
ni su paso desvía
si desgajado el orbe le oprimiera;
inmóvil le esperara, y pereciera.
   Que es la constancia en su vivir cimiento
que a la Virtud sustenta,
y no injuria el poder de la Fortuna.
No el oro le importuna:
no la avara esperanza el sentimiento
turba de su candor, que insana ahuyenta
la ambición fraudulenta.
Oro, favor, amigos, esperanzas
¿qué son sino halagüeñas asechanzas?
   Suaves asechanzas que a lo justo
pone el hambre execrable
del dominio voraz que nos instiga.
Fraudulencia enemiga
es ya la Amistad santa, y en su augusto
nombre un tráfico reina abominable.
Mérito miserable,
dilo tú: dilo tú, Themis llorosa...
Mas ¡ha! que ni aun quejarse su voz osa.
   Sólo a ti vuelven su esperanza amarga,
a ti, Varón glorioso,
ante quien huye el Interés astuto.
No dádiva, tributo
es en ti la justicia: ni aletarga
su vigor el gemido doloroso,
sagaz o temeroso,
del reo que execró Naturaleza;
sentenciarás su pena y tu tristeza.
   ¡O cruenta Maldad! ¡O desenfreno
del mando prepotente,
del feroz dominar de las pasiones.
Pavorosas mansiones,
cárceles negras en su horrible seno
ánimos aprisionan, cuya mente
copia al Omnipotente.
¡Gran Dios! el torpe error que los abisma
hace cruel a la Clemencia misma.
   Dulce, incorrupto amigo, tú que subes
con suelto pensamiento
a la eterna región que al cielo honora
donde humillado adora
el Universo, entre doradas nubes,
al Dios que hace temblar su firmamento:
pues su estrellado asiento
abierto esta a tu mente, y sobrehumanos
a ti se hacen patentes sus arcanos:
   Declara a la locuaz Filosofía
las altas voluntades
del Dueño de los hombres y los mundos;
los decretos profundos
del eterno Saber, y como envía
cercada de Virtudes y Verdades,
no grey vil de Deidades,
mas pura Religión al hombre impuro,
norte y camino, a su vivir, seguro.
   Ella precede a la Razón incierta
con antorcha brillante
sus pasos aclarando y dirigiendo.
Ella el ímpetu horrendo
quiebra de la malicia, y desconcierta
la furia a los deseos, delirante,
rebelde y repugnante.
A su Autor ¿cuándo el hombre conociera
si a su turbado juicio se atuviera?
   En su regazo la Virtud reclina
el rostro, y el cuidado
la fía de esparcir sus justas leyes.
El poder de los Reyes
súbdito aquí se torna: aquí declina
a adorar el mortal que es adorado:
atónito, asustado
armada ve del rayo Diestra eterna,
y cae despavorido, y se prosterna.
   De aquí, cándido amigo, la Justicia
a tu seno desciende
con la Prudencia y la Constancia unida:
no a que emule tu vida
la del Héroe pomposo, que desquicia
la humanidad que sojuzgar pretende;
mas antes a que enmiende,
justa o piadosa, en obras inmortales
del Heroísmo atroz los tristes males.
   Mas antes a que próvida detenga
los bienes fugitivos
que la humana locura de sí arroja.
El ceño desenoja
a la airada Virtud, y por ti tenga
a su mando los ánimos cautivos.
No lánguidos, activos
sacrificios la imploren en su templo:
y en ti la Religión dicte el ejemplo.


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Discurso preliminar

     Los primeros que empezaron en la antigüedad a hacer profesión de Sofistas, limitándose a las letras puramente humanas, dejaron en paz la religión, y se abstuvieron de disputar sobre cosas en que cualquiera decisión podía conmover, no el ánimo de un Sócrates o de un Platón, sino a uno o a muchos pueblos. No era su arrogancia tan temerariamente ciega, que los aventurase al peligro de beber la cicuta por la gloria de mantener una opinión singular contra la persuasión o creencia de muchas naciones, Sócrates, nombre formidable a todos los Sofistas, tuvo la desgracia de beber la cicuta, que debieran haber bebido los charlatanes de su tiempo, porque dio en predicar la virtud, y en oponerse a las supersticiones con que trastornaban las gentes el culto que se debe al único y supremo Autor de las cosas. Yo no se si nuestra edad habrá dado de sí algún Sócrates verdadero; pero sé muy bien que ha dado una caterva de Don Quijotes de Filosofía, que se dan a sí mismos el renombre de Sócrates, porque tienen la admirable libertad de despreciar todas las religiones del mundo. Para ellos no hay más diferencia entre Mahoma y Jesu-Cristo, que entre Confucio y Moisés. Toda religión (inclusa la Cristiana ) es invención política: y esto, por más que sepan que Jesu-Cristo no gobernó jamás la aldea más miserable de Palestina. El Sacerdocio, el Monacato, las ceremonias piadosas, y el culto con que expresa el Cristiano su veneración a Dios; no se diferencian de los modos y culto con que la expresan los Chinos o Mahometanos. Todo es superstición, si los creemos: todo sagacidad humana para contener a los hombres en su esclavitud.

     Yo no me pondré aquí ahora a disputar, si los Atenienses condenaron justa o injustamente a Sócrates; porque no me consta, si los razonamientos de aquel hombre célebre pudieron causar alguna turbación en la constitución política del Estado. El voto unánime de la Ciudad decidió a su favor después de su muerte. Pero los Sócrates contrahechos de nuestro siglo, sin pararse en otras comparaciones que en las que miran a la condenación, bautizan con el título de Anitos y Melitos a los que tienen a su cargo la defensa de la tranquilidad pública, tanto en las cosas civiles, como en las sagradas. Y esto, ¿por qué? Si lo preguntáis a ellos, os responderán sincerísimamente, que sus persecuciones no tienen otro origen que la predicación de la verdad. ¡Pobres Apóstoles! Mas ¿cuáles son estas verdades que nos predican? Un Juan Jacobo Rouseau, varón dotado de una humildad apostólica, echará mano de su Alcorán, y os mostrará matemáticamente, que las instituciones civiles han hecho degenerar al hombre del estado de hombre: que los progresos de las artes y ciencias han desnaturalizado del mundo la virtud: que los Soberanos de la tierra son un ejército de lobos introducidos en ella para establecer una esclavitud universal: que la Religión Cristiana es contraria a la buena constitución de un Estado. Un Helvetius os anunciará, que no hay en el mundo más virtud que lo que a cada uno le importe obrar: que toda acción humana no tiene otro principio que la sensación física: que el alma no es otra cosa que una facultad de sentir: que Dios ha dejado al hombre bajo la única dirección del dolor y de deleite: que la prudencia es el don más funesto que puede ofrecer el cielo a una nación: que el deseo del amor sensual es la fuente más fecunda de las virtudes. Un Voltaire os dirá con resolución, que es una ignorancia crasísima negar que la alma humana puede ser material: que afean la providencia de Dios los que creen y esperan en su gracia: que nadie puede saber si el hombre está corrupto: que... mas ¿quién será capaz de epilogar, ni de concordar entre sí todos los artículos de este profundo Predicador de la Naturaleza? Ni me cansaré en trasladar los innumerables que se hallan esparcidos en los demás Catequistas de la impiedad. Harto suelen ellos introducirse en el pecho de los lectores, sin que tengan necesidad de reclamo.

     Si este linaje de hombres universales se contentara con profesar simplemente en su interior la religión que tal vez no tienen, sin querer meterse a reformadores del mundo, teniendo ellos en sí muchísimo que reformar; el daño sería singular: Dios que penetra las intenciones de los hombres juzgaría su causa, y daría a sus opiniones el galardón debido. Pero esta no es gente que hace profesión del saber para aprovecharse de él en el uso de la vida. Nada menos. La ciencia se tuerce a la ostentación. Los decretos de las artes, inventados y contraídos en cuerpos científicos, ya para moderar las costumbres, ya para regir los pueblos, ya para determinar el uso que puede hacerse de la Naturaleza, y ya finalmente para que el hombre logre en el mundo toda la felicidad de que es capaz mientras vive en él; aquellos decretos, vuelvo a decir, hacinados confusamente en el cerbelo de nuestros Sofistas, sirven, no a la utilidad propia (origen y fundamento de su institución), sino a la codicia de conseguir autoridad y nombre entre un puñado de Literatos. Cualquiera de ellos preferirá de buena gana la publicación de una disertacioncilla sibilina (quiero decir escrita en tono de oráculo) a la corrección de las costumbres de todos los hombres. Las obras de la voluntad importa poco que sean perversas, con tal que se celebren las que publica la prensa.

     Pero lo que causa más admiración en la manera de proceder de estos nuevos maestros de opiniones envejecidas, es la insolencia con que acometen a los defensores de la religión que oprimen, siendo ellos obstinadísimos en defender sus opiniones particulares. Un hombre Cristiano que se pone a desatar los sofismas con que embrollan los misterios más sagrados del Cristianismo, es un entusiasta, un fanático, un convulsionario, voces raras, o ninguna vez oídas en el idioma de nuestros mayores, pero muy frecuentes en el diccionario de la impiedad. La Filosofía, esto es, la ciencia que enseña moderación, humanidad, honestidad, decoro, debe de haberles dado privilegio exclusivo para maltratar imperiosamente a cuantos procuren defender las doctrinas confutadas por ellos. Hierven sus escritos en sátiras contra los institutos monásticos, contra el clero y contra la Inquisición: tome a su cargo un Monje, un Sacerdote, un Inquisidor examinar la razón o fundamento de sus sátiras; irremediablemente el tal que se aventure al peligroso examen es un fanático. ¿Y por qué? Ya lo he dicho. Los nuevos Filósofos tienen privilegio para maldecir impunemente de todo el mundo. Las grandes ventajas que ha logrado el género humano con los descubrimientos filosóficos de dos o tres Poetas, y de veinte o treinta Sofistas, piden de justicia que se les conceda a ellos, y a los que los imitan, la autoridad de oráculos; la facultad de hablar mal de todos, sin que ninguno pueda defenderse de sus habladurías. Toda impugnación debe ser libelo; toda defensa, fanatismo.

     Lo malo es que hay muchos en el mundo que no temen la anatema, y que en vez de amedrentarse con la reputación de maestros tan graves y profundos, se ponen sencillísimamente a desmenuzar los fundamentos y fines de las opiniones que establecen. Si el ser fanáticos (dicen algunos de éstos) consiste en mantener pertinazmente los sentimientos que una vez se adoptaron en materia de religión; ningunos más fanáticos que los mismos que nos honran con este título. Con efecto, si sus conatos, si sus esfuerzos, si sus exclamaciones mímicas no tienen otro objeto que el de hacer creer que todas las religiones del mundo son unas en sí; ¿por qué se cansan tanto en predicarnos sus religiones filosóficas, y en dar por tierra con las creencias más sagradas del Cristianismo? ¿Por qué no dejarán a éste en paz, como dejan a las demás creencias del Universo? o ya que pretenden desengañar a las gentes, según ellos dicen; ¿por qué no irán a predicar a los Turcos y Japoneses; cuyas religiones intolerantísimas sobre cuantas se conocen, tienen más necesidad del auxilio de esta Misión? Mas nuestros Filósofos no razonan de esta manera. En el Cristianismo hay Sacerdotes que impugnan, Doctores que confunden, no con sátiras y donaires malignos, sino con razones y hechos históricos de firme autoridad y peso irresistible: tanto basta para que el Cristianismo sea el seno de los convulsionarios. Pero el Turco que disputa a cuchilladas, y el Japonés que ahorca o descuartiza a los que intentan manifestarle nuevos dogmas, no tiene necesidad de la predicación de nuestros Filósofos, sin duda porque estas acciones no deben de pertenecer al fanatismo.

     Y he aquí la grande lógica de estos celebérrimos reformadores. El verdadero fanático (dicen) es el que persigue a título de religión. ¿Y qué? ¿A quién viene mejor la nota de perseguidor: al que acomete, sin otro motivo que su antojo, los dogmas y creencias en que tienen algunas naciones vinculada la venidera felicidad; o a los que procuran arrojar de sí los injustos acometimientos? Será lícito a un desenfrenado Poeta desacreditar la divinidad de Jesu-Cristo, llamar embusteros a los Apóstoles, negar la verdad de las sagradas Escrituras, combatir la institución de los Sacramentos, y en una palabra arrancar como de raíz los cimientos en que estriba la religión de muchos pueblos, y esto con una insolencia capaz de dar crédito el entusiasta más desatinado; ¿y un ciudadano celoso de la tranquilidad de su patria no podrá, sin ser fanático, amonestar al Magistrado de la nación que prevenga los inconvenientes que pueden seguirse de la propagación de aquellas blasfemias? Porque ¿qué mayor derecho tienen los Sofistas para impugnar, que los no Sofistas para oponerse a la impugnación? ¿Que deidad les ha dado la patente de infalibles, para que se den a entender que las gentes han de llevar a bien el trastorno de sus creencias? ¿Cuáles son los signos que nos aseguran la certeza de su misión?

     La Razón: he aquí el asilo de impiedad. Nuestros Sofistas son, sin duda ninguna, los únicos racionales que hay en el mundo. Por lo menos, o ellos lo creen así, o pretenden que los demás lo crean. La Razón sola por sí es suficiente para que los hombres sean religiosos: lo oigo. Pero la historia de todos los siglos nos enseña con harta distinción las supersticiones en que han caído las gentes abandonadas al uso de sus potencias. Los sabios no fueron más venturosos en esta parte que el vulgo de las naciones. Cotéjense entre sí las creencias del vulgo de Grecia con las opiniones de sus Filósofos: en unas y otras se hallará infamado el conocimiento de Dios, y revestido de los miserables ornamentos que pudo prestarle la sagaz y ponderada Razón. El grande Egemónico de los Estoicos no manifestaba más la naturaleza de la Divinidad, que el dominio de Júpiter tan temido de los Dioses y de los hombres. Un fuego sutilísimo esparcido por todas las partes del Universo, unido a una providencia fatal, no era cosa digna de mayor veneración que el Apolo de Delfos, o la Venus de Pafos. Los Epicureos quisieron burlarse de simismos, y de la credulidad de los hombres haciendo todavía mas inútiles a sus Deidades que lo eran las de Homero en los templos gentílicos. Platón y Aristóteles, los grandes nombres de la antigüedad, vacilaron miserablemente en sus opiniones, y en las que abrazaron propusieron para adorar un número de Dioses casi igual al de los Ídolos vulgares. El primero halló, sin saber como, tres especies compuestas a su modo, y proporcionadas a los varios ministerios a que él quiso aplicarlas; porque los Filósofos gustan mucho de componer el cielo a su manera, y de dar a Dios el oficio que mejor les parece. Pero lo que más admira en esto es que toda la Razón de un Platón vino a parar en deificar al sol, a los astros y a los cielos, haciéndolos animales, inferiores solamente en naturaleza a la del Demiurgo o supremo Arquitecto. Y puesto esto; ¿que más importa adorar al sol con nombre de Febo, que con el que le aplica Platón? Aristóteles tuvo a bien remitir su sentencia a la voluntad de los que le comentasen. Allí ató a Dios en yo no sé que quinta esfera, componiéndole de yo no sé que quinto elemento, que él lo entendería maravillosamente, mas no ninguno de los que le han sucedido. Del alma dijo que es una entelechia: Que quisiese decir con entelechia.

     Philosophi certant, et adhuc sub judice lis est.

     Consideremos atentamente la muchedumbre de opiniones que ha habido en el mundo para explicar la naturaleza de Dios, y los innumerables modos de adorarle que han adoptado las gentes: sin dificultad entenderemos que la Razón humana por sí en el estado en que se halla hoy, no es capaz de convenirse en todos los hombres en el conocimiento y adoración del Ente supremo. Platon decía: descubrir que hay Dios no es cosa fácil; conocerle imposible(1).

     Y en efecto: si el conocimiento recto de la Divinidad es necesario al hombre, para que sepa a quién y cómo debe servir; ¿por qué raciocinando todos los hombres de un mismo modo sobre sus obligaciones fundamentales, no raciocinarán de un mismo modo sobre la naturaleza y atributos de Dios? Todos los hombres dicen: me es prohibido matar a mi semejante. ¿Por qué no todos dirán: Dios tiene tales y tales atributos, y pide de mí tal adoración? Ninguna nación ha culpado hasta ahora que se castiguen los homicidios, y todas las naciones se burlan mutuamente de las ceremonias establecidas en el culto de cada una. El Musulmán llama supersticioso al Cristiano, éste al Chino, y éste a uno y otro. Pásese del culto a los dogmas: ¿Cuánta diversidad, cuánta oposición entre los de cada pueblo?

     Pero acudamos a los Filósofos, a los indagadores de la Naturaleza, a los que siguen los documentos de la Razón. ¿Qué hallamos? Prodigios, delirios, portentos (como decía Veleyo Epicúreo(2)) de sabios, no que disputan, sino que sueñan. Este le hace material, aquel inmaterial: uno le sujeta al hado, otro le absuelve y liberta: cual hace Dios al cielo, cual al mundo, cual al fuego, cual al aire, cual admite uno solo, y cual ninguno; de suerte que venimos a dar por ultimo en que la sutilísima razón de los Filósofos, después de haber inventado Dioses todavía más ridículos y despreciables que los del vulgo gentílico o idólatra, ha hecho lo que ningún pueblo idólatra o gentil, esto es, desconocer a Dios: porque al fin, por mucho que hayan querido esforzar la existencia de una o más naciones ateas ciertos eruditos que procuran asegurar su crédito a costa de desacreditar a un par de millones de hombres; al fin, digo, esto no se funda más que en relaciones de viajeros, y bien se puede sin temor prestar alguna vez tanta fe a las tales relaciones como a la de nuestros ciegos. Pero entre los Filósofos duran hoy los piadosísimos descubrimientos de Espinosa, y duraron en otro tiempo los de Diágoras, Eumero y Teodoro, Varones que a fuerza de usar con ahínco de su razón vinieron a caer en lo que no habían podido caer los que no hicieron tanto uso de ella, esto es, en que no hay Dios, ni providencia que gobierne el Universo.

     Al fin, gracias a Dios, hemos nacido en un siglo en que ya los Filósofos ni se engañan, ni se contradicen. La Razón ha logrado ya toda la penetración y certeza que echaban menos en la suya los que en lo antiguo se ejercitaban en averiguar las cosas. Los Sócrates, los Platones, los Aristóteles, los Zenones, los Genios de la antigüedad griega, que dieron principio a la formación de las ciencias, fueron irracionales en comparación de los iluminados de nuestra edad. Unos hombres que conocieron la falsedad y ridiculez de la mayor parte de las religiones que dominaban entonces en el mundo, sin que por eso pudiesen substituir, usando cuanto les era posible de su Razón, un conocimiento más recto de la Divinidad, ni un culto más decente y conforme al objeto de la adoración, no merecen contarse entre los hombres. Nuestros Sofistas, que meditan mucho menos que ellos, y que se contradicen lo mismo que ellos, son con todo eso más sabios y más concordes en sus opiniones. Porque si no lo creyeran así, ¿con qué cara osarían jactarse de la ventaja de su Razón sobre la de centenares de hombres sagacísimos que han meditado profundamente sobre los mismos puntos en el discurso de más de veinte y cuatro siglos? Estaba, pues, destinada para el nuestro la perfección de la Razón humana, mal que le pese al mas obstinado Optimista. Los hombres no están hoy como salieron de las manos de su Criador; o si no, hemos de confesar, que nuestros ilustres Sofistas no son menos rudos que los Aristóteles y Platones. ¿Y cuál es entre ellos el que no se avergüenza, no ya de compararse, que esto sería humillarse demasiado; pero de volver el rostro a aquellos infelices Doctores Góticos?

     La Razón. Si ella sola es suficiente para que el hombre sea religioso según la intención de su Criador, necesariamente ha de enseñar a todos los hombres unos mismos dogmas. Es preciso, digo, que los Hotentotes del Cabo de Buena-Esperanza tengan la misma idea de Dios, y le consideren del mismo modo que los habitantes más cultos de Europa. La tierra está dividida en creencias, y no sólo dividida, pero contraria y repugnante. ¿Y qué? ¿por ventura adora a Dios el que tiene una falsa opinión de él? ¿La verdad es una sola: las creencias y opiniones diversas y comúnmente repugnantes entre sí? ¿Diremos, pues, que el Ente más piadoso, más liberal, más benéfico, más próvido, gustó de dejar a los hombres hundidos en una tenebrosísima confusión en lo que más les importa saber? Escucho los gritos de la impiedad. ¿Y por qué (dice) ese Ente liberal y benéfico consintió en que se corrompiese la Razón? ¡Miserables!. ¡Os hacéis jueces de aquel mismo que os creó para juzgar de vosotros! ¡Ignoráis la esencia del alimento que os sustenta, de la luz que os alumbra, de la tierra que os sufre, de todos los Entes que os rodean y sirven sin que lo merezcáis, y osáis disputarle a Dios la providencia de su creación, culpársela, afeársela! Torcéis el paso a vuestras investigaciones, y abandonáis lo que os conviene averiguar por averiguar lo que nunca sabréis. Dejad obrar a la sabiduría de Dios, que por ser infinita sabe algo mejor que vosotros lo que se hace; y tornáos a examinar cual es entre las religiones de la tierra la más santa, la más justa, la más pacífica, la más magnifica, la más sublime, la que representa a Dios con mayor verdad, majestad y beneficencia. Éste debe ser el blanco de vuestros raciocinios, y éste hoy el principal ejercicio de la Razón: lo demás es desear ser siempre ignorantes, y andar saltando de una opinión en otra, de un sofisma en otro, sin dar reposo al espíritu para que descanse en la esperanza de agradar al padre y árbitro de sus criaturas.

     La Razón. ¿Y qué ha adelantado en fin la Razón en tantos siglos como ha que esta averiguando la naturaleza de Dios, sus atributos, y la adoración que se le debe? ¿Ha llegado acaso a fijar la verdadera esencia del Ente necesario; a mostrar al hombre un cierto y único fin; a señalarle medios estables que le encaminen a él; a determinar en suma, que lugar tiene la criatura racional en el Universo; para qué nace, para qué vive, para qué muere, para qué raciocina, medita, reflexiona, examina; por qué se engaña, se aíra, se aflige, se alegra? Juntad a todos los Filósofos de la tierra, a las más sutiles y ejercitadas Razones: preguntadles sobre cada uno de estos puntos, cuya recta, y cabal noticia es el apoyo de la felicidad humana. ¿Se concertarán en sus decisiones? Pobres de los hombres si hubieran de colocar en ollas la certeza de su felicidad. ¿Pues que ridícula sabiduría es ésta, que en vez de asegurar al entendimiento, le llena de dudas; que en lugar de prescribir al hombre una regla cierta que le encamine, le mete en el laberinto de mil opiniones que se destruyen mutuamente; y que debiendo manifestar la uniformidad y fuerza de la Razón, manifiesta su debilidad y sus incertidumbres? He aquí que dispongo someterme a las grandes luces de los Filósofos. Yo indubitablemente he nacido al mundo para sujetar mis obras a un orden particular acomodado a mi naturaleza. ¿Cuál es, pues, este orden? El uno me dirá que el interés personal es la regla cierta que debo seguir: el otro que debo hacerme bruto: éste que debo obedecer el impulso de las pasiones: aquél que debo acomodarme a la ordenación general. Unos me dicen que tengo alma: otros que no la tengo: otros que no se sabe si la tengo: otros que importa poco que la tenga: acá oigo Optimismo, allá Materialismo, acullá Naturalismo, por aquí Teísmo, por allí Fatalismo, y otros cien ismos que me hacen andar de aquí para allí, sin saber en fin a donde tengo de ir a parar, ni a que he de atenerme. ¿Cosas de tan poco momento les parecen a estos hombres la religión y las obligaciones de la racionalidad, que las hacen consistir en opiniones ridículas y contradictorias? La felicidad humana ni puede, ni debe estribar en opiniones: en estribando en ellas, no es ya felicidad, sino tormento y martirio y congoja, y angustia, y un estar en continua aflicción y disgusto. Poco le importa al hombre no saber la esencia de la luz o del aire, porque ni el aire ni la luz son el fin del hombre: pero impórtale mucho saber cómo debe obrar, a dónde camina y cuál y cómo es el objeto de sus acciones, porque si lo ignora, jamás acertará a cumplir con el orden establecido en su naturaleza peculiar.

     Perdonémosles, con todo eso, la debilidad de contradecirse, y la necedad de atribuir al Ente más sabio los desatinos que ellos fingen; y parémonos sólo en el mérito de lo que enseñan. La novedad es el grande empeño de nuestro siglo. ¿Y la hay, por ventura, en los cuentos de nuestros Filósofos? Poca comunicación con la antigüedad es menester para echar de ver el origen de cuanto nos venden por suyo. Si leo en Pope los fundamentos del Optimismo, hallo sus mismas razones en los antiguos Platónicos, expuestas quizá con mayor energía. Si Helvetius se fatiga en hacerme creer, que no hay otra virtud en los hombres que el interés; se me ofrece al instante Teodoro, por sobrenombre: Teos, que enseñó, y sostuvo el mismo disparate: si establece que la alma es sólo la facultad de sentir; Protágoras le sale al encuentro, y le arrebata la gloria de haber dicho el primero este absurdo. Si Colins quiere reducirme a una necesidad servil, y encadenar mi voluntad, haciéndola esclava de las ideas o comprehensiones; me acuerdan los Estoicos, que fueron ellos los que más sutilizaron para confirmar esta opinión que destruye todo el mérito de las acciones humanas. En los mismos Estoicos hallo el fatalismo y materialismo. En los Epicúreos la inutilidad de la Providencia. En los Cirenaicos el panegírico de los deleites corpóreos: ¿y qué sistema disparatado de los modernos podré yo leer, que no le halle confirmado en la antigüedad con los mismos, o con diferentes sofismas? Ahora pues: siendo esto así, ¿qué menguada Razón es ésta, que en todos tiempos, en todas edades, y en todos los hombres no adelanta un paso a sus investigaciones, repitiendo siempre unas mismas cantilenas, disfrazándolas sólo con el aire del siglo en que las renueva? Los tiempos pasados (dice agudísimamente Aristóteles) son regularmente la imagen de los venideros. En ninguna cosa se verifica esto con mas puntualidad, que en los sistemas de los Filósofos. Pasarán siglos sobre siglos, y la Razón en el estado de corrupción en que hoy se halla no enseñará a los venideros más que lo que enseñó dos mil años ha a los Egipcios, a los Caldeos y a los Griegos. Reducidas a símbolos las opiniones, a jeroglíficos, a controversias, a diálogos, a poemas, a libros, figuradas de éste o del otro modo, siempre serán unas: siempre habrá Optimistas, siempre Fatalistas, siempre Materialistas, siempre Naturalistas, y siempre todos los istas que hacen tanto ruido en nuestra edad, y le harán en todas las edades, porque en todas habrá hombres que gusten de hacer ruido. Entre los Hebreos hubo pocas sectas, porque su Revelación daba una idea de Dios más cierta y más sublime que la podría dar la Razón de todos los Hebreos juntos. Los Gentiles, que carecieron de Revelación, abundaron en escuelas, en sectas, en sistemas de Moral y de Teología, porque sus religiones no les prestaban un recto conocimiento de la verdad. Caminaban sin guía, y esforzaron por esto todos sus conatos: buscaron cuanto podía sugerirles la débil luz de la Razón: inventaron cuanto hay que inventar en estas materias. ¿Qué dejaron, pues, que hacer a sus posteriores? Repetir, y vestir al aire del tiempo las repeticiones: mecánico y triste empleo a la verdad; pero empleo que abrazan gustosísimamente los que apetecen vivir en el mundo, como si no viviesen en él; los que hacen inútil el uso de su Razón por querer ser más racionales que los demás hombres.

     Desengáñense, pues, una vez los Filósofos, y persuádanse que una razón, que no acierta a proceder con uniformidad en los entendimientos más sagaces, no es a propósito para interpretar los designios de Dios, y lo que pide de nosotros este Ente inefable. Crean que no ha sido Dios el que ha dicho a los Epicúreos, que son muchos los Dioses, pero apartados enteramente del cuidado del Universo: a los Estoicos, que es un fuego sutilísimo insinuado en todas las partes de la materia: a los Peripatéticos, que es un ente aprisionado entre los eslabones de una eterna necesidad: ni a los Teodoreos, que es imaginaria su existencia, y pura invención de los hombres. El que se aventure a defender que habla Dios a las gentes por el órgano de la razón, habrá de confesar que se han derivado de Dios los dogmas más impíos, y las prácticas más ridículas y detestables. Adorar a Dios y ser justo (dice M. de Voltaire) son las precisas obligaciones del hombre, lo demás pende del arbitrio(3). Está bien. Voy a adorar a Dios, y a ser justo. Pero... ¿a qué Dios he de adorar, amigo mío? ¿Al de Epicuro, al de Cenón, al de Espinosa, al de Helvetius, al de Pope al de Le-Metrie? Al Dios verdadero debo adorar, no hay duda; mas ¿como sabré yo cuál es el verdadero, si cada uno de éstos me dice con mucha formalidad, que lo es el suyo? Vuélvome, pues, a la virtud. ¿En qué consiste ésta? ¿Cómo he de obrar para practicarla, para ser justo? Otra confusión. Cada Filósofo me propone la virtud con diverso semblante, y quiere arrebatarme a su partido. Unos me vedan unas cosas, otros me las permiten. Montesquieu me aconseja que me mate, como si me aconsejara un gran bien: mientras otro grita bravamente contra el Suicidio. Pues acerquémonos a la inmortalidad, quiero decir, al estado venidero de los hombres. ¿Qué será de mí después de mi muerte? Alto, silencio aquí; y si algo dicen convencen bien en ello la perdición y miseria en que viven. Voltaire, no contento con negar la existencia del infierno; negó también la del cielo, fundándolo en reglas astronómicas. Roseau forjó allá yo no sé que penas intelectuales, y yo no sé que estado intelectual, incapaz de satisfacer la esperanza de una conciencia justa, o de refrenar los desórdenes de la depravada. El Autor del Código de la Naturaleza, hecha por medio, y niega que le sea útil al hombre averiguar un estado del cual no nos ha dado el Criador noticia alguna por ningún fenómeno. ¿Experiencias físicas quiere esta bendita criatura para convencerse de la inmortalidad del alma? ¿Y por estos se nombra Filosófico nuestro siglo? ¿Cómo vivirán unos hombres que ignoran lo que será de ellos en la consumación de los tiempos, cuando desnudos de la mortalidad hayan de dar cuenta de sus acciones al Señor que los crió para que le obedeciesen? ¿Valdrá entonces alegar que creyeron sólo lo que les sugirió su Razón? ¿Valdrán entonces las sales, los donaires, los chistes, la picante maledicencia con que piensan aterrar la verdad? ¡Ah! Nada de esto valdrá. Nieguen enhorabuena la inmortalidad de su espíritu; ¡pero hay de ellos si es cierto lo que niegan! ¡Hay de ellos si llegan a verse ante el Trono de la misma justicia, forzados a dar cuenta de sí: de lo que obraron, o no obraron, creyeron, o no creyeron!

     Estas, y otras muchas consideraciones me pusieron la pluma en la mano para escribir los Discursos que doy al público, cuando apenas era yo capaz de manejarla en asuntos frívolos, cuanto más en los que son por sí tan serios y delicados. No lo digo esto por arrogancia. Dígolo sí, porque no es justo que padezca la causa de la verdad por la temeridad de un joven. Tal vez no todos los lectores hallaran en ellos, ni la profundidad, ni la energía, ni la elegancia, ni la fuerza que hay en los escritos de algunos de los que impugno. Pero póngase la consideración en que yo me puse a pelear en los primeros a los de mi juventud, con unos hombres aguerridos ya, y veteranos en el arte de escribir; y quizá se me juzgara digno de alguna indulgencia. Mi tal cual aplicación a investigar maduramente los fundamentos de las opiniones filosóficas, me hizo contraer el hábito de desestimar, cuanto se me presentase con nombre de sistema, bien convencido de que los sistemas existen sólo en el cerebro de los Filósofos. La extravagancia de muchas de sus opiniones, su tono audaz y despreciador, sus guerras mutuas, su ridículo magisterio, y su intolerable amor propio, espolearon mi ánimo, y me indujeron a manifestar, que la verdadera Filosofía, no sólo no se opone, sino antes bien favorece a la Religión, y prueba invenciblemente la necesidad de que la haya y de que sea sola una en la tierra. En vano se cansó en enseñar el Presidente de Montesquieu la diversidad de Religiones que convienen a cada especie de los estados políticos: y en vano también Roseau en probar que el riguroso ejercicio del Cristianismo no es apropósito para criar buenos soldados. Uno y otro debieran haber considerado, que si los hombres se subordinaran a la exacta observancia de la Moral cristiana, no habría entonces en el mundo tanta necesidad de soldados, ni los estados políticos experimentarían las turbulencias en que hierven hoy por la inobservancia de esta Moral. Reinarían sobre la tierra la paz, el candor, y la virtud para que fuimos puestos en ella: y es certísimo, que la revelación de Jesu-Cristo no tuvo, otro fin que el de restituirnos en algún modo a aquel estado puro y tranquilo que no poseemos, porque no queremos poseerle. Figúrense nuestros Filósofos Sistemáticos el sistema de un mundo Cristiano, en que todos los individuos observasen puntualmente la Moral, y enseñanzas que predicaron Jesu-Cristo y los Apóstoles. ¿Se podría dar espectáculo más santo, más justo, más pacífico, mas benéfico? ¿Sería capaz de hacer más felices a los hombres ninguna de las ficciones de la verbosa y frívola Filosofía?

     Me he atrevido, pues, a contraponer a los Sofismas de ésta, las verdades de una Razón, sujeta a los Decretos del Dios que la crió para que le sirviese. No sé si mis Discursos desempeñarán cumplidamente este designio que me propuse. Se que lo he intentado. Cotéjense, con todo eso, mis argumentos y presupuestos particulares con los de los Anti-Cristianos, y resuelvan los que tengan en ello interés. Los puntos principales que me he propuesto demostrar son, la corrupción del hombre la flaqueza de la Razón; la necesidad de una Revelación, que nos encamine a un fin; y la existencia de Dios, fin a que nos debe encaminar la Revelación. Los Discursos, escritos en diversos tiempos y con distintos fines, no ofrecen un cuerpo de doctrina, ni seguida ni trabada entre sí. Si hubiera hoy de empezar a escribir lo que he intentado probar con ellos, confieso que me resolvería a ordenar un Poema metódicamente doctrinal, en que explicando lo que debió ser el hombre, y lo que es ahora, expusiese un sistema probablemente más verídico que todos los que se tienen por celebres entro los Filósofos. El Lector podrá hacer juicio de la verdad de lo que digo aquí por la siguiente exposición de los puntos fundamentales, en que había de estribar el sistema.

     1.º El hombre, en cuanto racional, no entra en la ordenación puramente física de la Naturaleza material; por consiguiente su voluntad obra libremente, respecto de que las causas físicas no tienen influjo inmediato en la racionalidad humana.

     2.º No entrando el hombre en la ordenación puramente física del Universo, no es parte de éste: y como el Universo ha sido criado para algún fin, no siendo el hombre parte de él (como queda dicho), es muy probable que haya sido creado para el uso del hombre.

     3.º Este uso se puede considerar de dos modos: uno solamente físico, otro intelectual.

     4.º Si el hombre vive en el mundo para usar de él, es preciso que tenga un cuerpo que le haga capaz de habitar en el mundo; y por lo tanto tiene necesidad de usar físicamente de las cosas que contribuyen a la subsistencia corpórea, y de acomodarse en esta parte a las leyes de la Naturaleza física.

     5.º No siendo el hombre, en cuanto racional, parte (como va expresado) del Universo o mundo material, debe tener un orden peculiar suyo, cuyas obras le encaminen a un fin diferente de aquél a que se encaminan las del Universo.

     6.º Este orden consiste en la recta constitución de las Potencias intelectuales y morales.

     7.º El fin de las obras de este orden es Dios: cuya existencia se prueba, porque sino existiera, las obras del orden del hombre no tendrían fin alguno.

     8.º Dios dio entendimiento al hombre para que le conociese: libertad para que pudiese obrar; y voluntad para que hiciese memorias sus obras.

     9.º El Universo fue creado por Dios, para que en lo admirable de su construcción tuviese siempre el hombre un recuerdo que mantuviese en él la memoria de su Hacedor; y éste es el uso intelectual. De manera que el Universo tiene por fin al hombre; y éste a Dios.

     10.º Dios creó al hombre con toda la integridad posible en sus potencias intelectuales y morales, en la cual consiste la perfección del orden de su ser. De otro modo Dios hubiera creado un Ente imperfecto en su ser lo que es opuesto a su infinita sabiduría.

     11.º Los medios que dio Dios al hombre para conservar íntegro su orden, fueron la ley natural, y la Religión natural (perfeccionadas por la justicia original), cuya observancia le encaminaba a su fin.

     12.º Dios hizo a los hombres sociables para que pudiesen ejercer estos medios; y les concedió el habla para que pudiesen vivir sociablemente.

     13.º El orden del hombre está corrompido; porque a no estarlo, ni hubiera vicios en el mundo; ni la mayor parte de las gentes ignoraría la verdadera naturaleza de Dios; ni los hombres tendrían necesidad alguna de perfeccionarse, sino de ejercer la perfección con que los creó su Hacedor supremo, al modo que no la tienen los demás entes.

     14.º Esta corrupción consiste principalmente en la rebeldía de las pasiones, y en el abuso de la voluntad.

     15.º Dios, viendo al hombre corrupto, inspiró medios que le restituyesen en algún modo a su primitivo orden: efecto de una infinita Bondad.

     16.º Estos medios fueron, modificar la Ley natural con las Leyes civiles: y la Religión natural con la rebelada.

     17.º Estas modificaciones influyeron en la Sociedad y en el Culto: de aquí las Sociedades civiles o Estados, y el Culto externo de la religión.

     18.º El Culto externo es preciso en la verdadera religión para mantener la verdadera noticia de Dios; y la Sociedad civil para contener el desenfreno de las pasiones, y el abuso de la voluntad.

     Las pruebas que confirmarían estas proposiciones, darían un campo dilatadísimo a la meditación del juicio y a la amenidad del ingenio, si por dicha cayesen en manos más hábiles que las mías. Se verían probadas, invenciblemente a mi parecer, la libertad del hombre, la necesidad de que en sus obras haya moralidad intrínseca, y la inmortalidad del alma, puntos sobre que versan más principalmente las controversias de los Sofistas. La corrupción de la naturaleza humana deducida de la excelencia de su orden primitivo; orden que no existe ya, porque si existiera, los hombres carecerían de esta conciencia viciada, acometida, y muchas veces vencida por las pasiones, no siendo ella otra cosa que el juicio íntimo que hacemos de que nos oponemos frecuentemente al orden de nuestro ser: los sistemas de los Sofistas destruidos con la simple suposición de que la racionalidad del hombre no es parte o eslabón de la cadena del Universo, sino un ente sometido a otro orden distinto, que no tiene nada que ver con los movimientos necesarios de la materia: la necesidad de oprimir y enfrenar las pasiones derivada de su rebeldía; rebeldía tan clara y patente, que no sé con que furor osan negarla los mismos que la están manifestando a cada paso en sus escritos. En fin, probada filosóficamente la necesidad de una Revelación, no quedaría efugio a los Sofistas para juzgar que los dogmas del Cristianismo son contrarios a la Razón: porque hallando ésta que es precisa una Revelación para cumplir con las obligaciones de la vida racional, se vería forzada a adoptar la más santa entre las de la tierra, y a someterse por consiguiente a los arcanos inefables de su Criador.

     Mucho de esto hay en los Discursos, y he querido exponerlo aquí para que se perciban con más facilidad. Varias notas puestas al fin, facilitarán también la inteligencia de algunos puntos harto intrincados, que no pueden explicarse tan bien en el verso como en la prosa. He procurado convencer a los que se llaman Filósofos con la Filosofía. Si en mis raciocinios se hallare algo de bueno, atribúyase a la bondad de la causa. Lo malo no puede pertenecer sino a mí.

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