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Ilustraciones

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Advertencia

     La costumbre, o la imitación de los ultramontanos, ha introducido que las Obras se escriban ya sin citas; y se atribuye una especie de pedantismo al que usa de ellas. Las cosas todas en el mundo tienen sus extremos; y en éstos incurren facilísimamente los tontos. Tan malo es citar demasiado, como no citar cuando es menester; y tal Obra puede haber en que el no citar sea en su demérito. Casi todos los grandes hombres han sido grandes citadores; y los que no, ha sido ciertamente por falta de lectura, como le sucedió a Cartesio. Los hechos y las opiniones no se pueden confirmar sino con citas; y el no usar de ellas en estos casos, es querer no dar a su escrito la autoridad que debe tener para ser creído o para que persuada. De este linaje son estas Notas o Ilustraciones a los Discursos. Tratándose en algunas de ellas de manifestar en la Antigüedad el origen de algunos sistemas modernos, o de exponer las razones que han tenido algunos hombres célebres para adoptar ciertas opiniones que sigo y propongo; el no citar hubiera sido entonces un verdadero pedantismo; porque en éste se cae también por la demasiada afectación de buen gusto: y para mí tan pedante es el farraguista o amontonador, como el que no sabe cuándo y cómo debe citar. Esta advertencia no la hago para mi disculpa, sino para desengaño de los entendimientos que se atienen a las frívolas leyes de la moda.

     Estamos en un siglo en que la erudición se bebe en diccionarios y papeles efímeros. El Escritor que no conoce otras fuentes ¿cómo ha de citar, si ni aun tal vez habrá visto los originales a que debería acudir? La ignorancia y la desidia se disfrazan con el honesto título de buen gusto: y ¡así salen los libros modernos! donde en tocándose noticias antiguas, no se leen más que absurdos y novelas. A la erudición juiciosa y racional han sucedido el tono de oráculo, las expresiones saltantes, y esta elocuencia de torbellino que ostenta una rapidez y velocidad poco conforme las más veces con los asuntos en que se emplea. Saber dar a cada cosa y asunto lo que le pertenece, es el verdadero, saber; y ésta es la regla fundamental del buen gusto.

     Por lo demás, estas Notas pueden considerarse como otros tantos Discursos o Disertaciones que continúan o explican la filosofía del hombre. Como aclaro en ellas algunas opiniones particulares mías, propuestas sucintamente en los Discursos, estoy en la obligación de rogar a los Lectores ( singularmente a los Teólogos), las examinen bien antes de condenarlas; no sea que creyendo servir a la Religión, la hagan un deservicio.



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Al Discurso I

                                       No: dentro de nosotros conocemos
que podemos obrar, y juntamente
porque así o de otro modo obrar podemos.
   Se condena a si mismo el delincuente...Pagr. 40.

     El pensamiento comprehendido aquí es el mismo que se explica y confirma con mas extensión en el Discurso IV desde el verso:

Dotó el Criador a la materia ruda...

hasta el verso:

Sin duda al hombre los preceptos ligan...

     Antiquísima es ya la disputa sobre si las acciones del hombre son viciosas y virtuosas por constitución natural, o por introducción arbitraria. La primera opinión es la de todo el género humano. La segunda es la de los que, o se han inclinado al Ateísmo, o le han adoptado abiertamente. No es esto deseo de hacerlos odiosos, sino referir simplemente la verdad. El que admita un Dios remunerador, es preciso que admita en el hombre una ley prescrita por aquel Dios. El que no reconozca virtud intrínseca en las acciones humanas, forzosamente ha de negar la existencia del Legislador del género humano: porque negada la virtud ¿qué relación puede quedar entre Dios y el hombre?

     «Muy conforme es a la razón (decía Teodoro el Ateo) que el hombre de juicio no se sacrifique por la patria; porque el prudente no debe perder su prudencia en utilidad de los imprudentes: mayormente siendo el mundo la verdadera patria de todos. Así también en la ocasión el prudente debe hurtar, debe adulterar, debe cometer sacrilegios; porque nada de esto es torpe por su naturaleza, quitada la opinión que se ha introducido para contener a los ignorantes(144). «Teodoro, que negó la existencia de Dios, raciocinaba consiguientemente a sus principios. Pero es posible que resplandeciendo un orden maravillosísimo en todas las especies de entes creados, un orden esencialmente travado y unido con su naturaleza; ¿sólo el hombre, la mejor entre las criaturas, ha de carecer de orden peculiar, de obras esenciales a la constitución de su ser? Considerado este orden físicamente, como consideramos el de los brutos o vegetales, ni aun sería repugnante en el sistema de los Ateístas o Materialistas. Entre los mismos Filósofos que reconocen y confiesan la existencia de la Deidad, ha habido quien se ha aventurado a decir que los preceptos naturales existirían aunque no hubiese Dios: y no sin razón a mi parecer. Porque si la Materia en sus diversos entes está sujeta a leyes y períodos determinados, de los cuales no sale ni se desvía jamás; ¿por qué en el hombre, uno de estos entes, no han de existir también leyes y obras determinadas que caractericen la especie de su naturaleza? En el fondo no era otro el modo de pensar de los Estoicos: finísimos Materialistas; y con todo eso, los mayores patronos de la virtud, que conoció la Antigüedad.

     La existencia, empero, de la ley natural supone un Legislador; sin él no existiría: así como sin un Criador todo sabio y todo poderoso no pudiera existir tampoco este orden admirable del Universo. Negar la existencia de la virtud por la contradicción que se advierte en los hombres de distintos pueblos y regiones, es confundir groseramente los extravíos de la Razón y de la libertad, con la constitución humana. Descartes soñó un mundo de torbellinos: ¿serán por eso los torbellinos las leyes reales del mundo que habitamos?. En unas naciones se tiene por virtud lo que en otras por vicio. Sea así en buen-hora. ¿Pero el entendimiento humano está exento del error? ¿La voluntad elige siempre lo conveniente? ¿La libertad está siempre subordinada a lo que ordena la ley? ¿Los tormentos y los patíbulos no están manifestando en todas las naciones que los hombres quebrantan y atropellan aquellas mismas leyes que ha establecido la Legislación civil para reprimir los abusos de la libertad humana? ¿Por qué pues no confesaremos que los hombres rompen y pisan también las leyes que les impuso su Hacedor; o que faltos de raciocinio y de reflexión llegan a confundirlas o desconocerlas enteramente?

     Una virtud facticia, cual la enseña Helvetius (Sofista desatinado si los hay), es el mayor instrumento de la esclavitud humana, y el mejor apoyo de la tiranía. Los Filósofos sensatos de la Antigüedad enseñaron agudamente que el hombre virtuoso no está sujeto a la ley civil, porque no pudiendo ésta oponerse a la virtud, el hombre bueno, antes es norma de la ley, que esclavo de ella. Quítese la idea de la virtud, y supóngase con Helvetius que las acciones en tanto son virtuosas, en cuanto contribuyen al interés público, y que el Legislador civil es a quien le toca prescribir lo virtuoso o vicioso de las acciones(145). He aquí a todos los hombres precisados a ser esclavos de otro hombre. Y ¿en dónde me criará Helvetius Legisladores tan hábiles, que sepan precisamente que género de virtudes han de prescribir a sus súbditos para que todos contribuyan al interés común? Y estos Legisladores ¿por quiénes han de ser refrenados para que no conviertan en utilidad suya la obediencia ajena? Destruida la idea de la virtud, los Soberanos, que no conocen superior, tienen licencia para cometer cuantas abominaciones les sugieran la ambición, la incontinencia y la crueldad, sólo con que se encaprichen en que aquello es útil a la causa publica. ¿Y qué, por ventura las leyes puras de la naturaleza racional son opuestas a la utilidad de las Sociedades civiles? ¿El no matar, no robar, no engañar, no calumniar, no perseguir, son preceptos que pueden perjudicar en alguna ocasión a los hombres unidos civilmente? Causa vergüenza que tales delirios se bauticen con nombre de filosofía, y que a los que piensan y escriben así se les mire como a ilustradores de la racionalidad.      Dije antes que esta opinión ha andado comúnmente unida con el Ateísmo: y en efecto ella fue peculiar en lo antiguo de los Epicúreos y Cirenaicos, sectas que combatieron la religión, y que no conocieron más fin de las acciones humanas que el deleite del cuerpo. Helvetius, que quiso renovar este absurdo rancio, ya que no se atrevió a contradecir la existencia de Dios, puso en duda la inmortalidad del alma(146). Para ser consecuente en su sistema, era menester que la hubiera negado de todo en todo. Ser el alma inmortal, y no haber moralidad intrínseca en las acciones del hombre, son proposiciones contradictorias. Sin la moralidad intrínseca, el alma no tiene necesidad de ser inmortal: y así también la mortalidad excluye la distinción de virtudes y vicios. ¿Y por qué? Porque si la virtud (como quiere Helvetius) toma su calificación de la utilidad que de las acciones humanas resulta al público; estas acciones tienen solo por fin el bien público, y no un Ente supremo a quien el hombre deba agradar con ellas. Y en este caso ¿para qué la inmortalidad? ¿para qué también la religión? Y quitada ésta y aquélla ¿qué le importa al hombre que exista o no exista un Dios? De tal manera conoció Cicerón la verdad de esto, que habiendo de probar la existencia de la Ley natural, preguntaba a Ático, sectario de Epicuro, si le concedía la existencia de un Dios; porque de no, tendría que empezar su razonamiento demostrándola(147).

     El mismo Cicerón decía que la cuestión de la naturaleza de los Dioses era excelente para el conocimiento del ánimo(148). En efecto: si los raciocinios nos ponen en estado de saber con certeza que hay un sumo Ente espiritual, y por el cotejo de nuestras potencias intelectuales con las de aquel sumo Ente, venimos a dar en que son, si no del todo, a lo menos algo semejantes entre sí; irremediablemente nos veremos en la precisión de confesar, que aquella porción nuestra, cuyas potencias y facultades se semejan a las del sumo Ente, es también espiritual, y consiguientemente distinta en un todo de la porción corpórea que percibimos. Creo que me daré a entender mejor así. Dios es inteligente. En el hombre hay una fuerza, potencia, o facultad que le hace inteligente también. La porción del hombre en que reside esta potencia de entender, es preciso que sea tal, cual es la naturaleza de Dios: porque en tanto obran los entes de un mismo modo, en cuanto tienen una misma naturaleza. Ahora: o la inteligencia del sumo Ente reside en alguna porción corpórea o material; y esto es un absurdo, porque está demostrada de cien mil maneras la repugnancia del pensamiento con la materia: o si Dios es espiritual, en lo que no hay duda, es preciso que lo sea también la porción del hombre en que reside su inteligencia.

     Si hay pues en el hombre una porción espiritual, forzoso es que esta porción sea algún ente; porque lo que no tiene ser, no obra: y no un ente como quiera, sino un ente exento y separado de la ordenación de los entes materiales; y es claro, porque las leyes de la materia nada tienen que ver con lo inmaterial. Siendo esto así, resta solamente saber, si es conforme, o no, a la naturaleza de los entes espirituales que no haya en ellos orden peculiar y propio, leyes ciertas y fijas que los encaminen a algún fin, así como las hay en los materiales.

     Santo Tomás decía, que dirigiéndose los actos de los irracionales por una cierta y determinada inclinación que acompaña a la naturaleza de cada especie, es menester confesar en el hombre alguna cosa superior a esta inclinación que dirija sus operaciones(149). Al contrario: Helvetius, y otros que han tenido con él el honor de disparatar sin ser Escolásticos, dicen, que no hay necesidad de que en el hombre haya orden alguno; y con esto hacen a la porción más noble del hombre infinitamente inferior a una mosca y a un escarabajo. Si esto se llama filosofar, sean enhorabuena filósofos Helvetius y los que le imitan. Conviene más no ser filósofos, que atribuir una necedad a la Providencia.

   Pero nunca se juzga miserable,

ni dichoso se juzga, &c. Pag. 41.

     Los brutos no pueden explicar el estado de su interior en cualquier acontecimiento, sea favorable, sea infeliz: y esta imposibilidad es causa de infinitas cuestiones sobre lo que llaman comúnmente instinto. Han creído, y creen quizá muchos, que la difinición del hombre en Animal racional no es enteramente específica, por las dudas que hay sobre si los brutos poseen también algún género de racionalidad.

     Lactancio difinió al hombre, Animal capaz de religión(150): nuestro Valles, Animal científico o capaz de ciencia(151). Concediendo uno y otro Razón en los brutos, buscaron diferencias que no nos distinguen: porque si el hombre es racional, y el bruto lo es también, la diversidad está ya, no en la esencia, sino en las cualidades: así como, si queriendo yo difinir al hombre en cuanto es varón, dijese, Animal barbado o capaz de barba; difinición que nos diferencia ciertamente de las mujeres, pero que no nos hace de diversa naturaleza. Mientras no se ponga diferencia específica entre el hombre y el bruto; cualquiera difinición será insuficiente para explicar la peculia esencia del hombre, y dejará en pie una multitud de dificultades que se oponen a la inmortalidad del alma: y esto es lo que sucede con las de Lactancio y Valles, las cuales dejan al hombre en el grado de bruto, y al bruto en el grado de hombre, tanto como si para mostrar la diferencia entre dos encinas, dijésemos que la una produce veinte bellotas, y la otra cincuenta mil.

     El célebre Baile, tratando a los Escolásticos con menos benignidad de la que se podía esperar de un Pirrónico, dice de ellos, que es quimérica la pretensión que tienen de que la alma de las bestias no es de la misma naturaleza que la del hombre, si se atiende a las pruebas en que lo fundan: y para argüirlos, se explica así. «Es evidente para cualquiera que sabe juzgar de las cosas, que toda substancia que tiene algún sentimiento, sabe que siente: y sería tan absurdo el sostener que la alma del hombre conoce actualmente una cosa, sin conocer que la conoce; como el afirmar que la alma de un perro ve un pájaro, sin ver que le ve. Esto muestra que todos los actos de las facultades sensitivas, por la constitución de su esencia y de su naturaleza, reflexionan sobre sí mismos(152).

     Nuestro famoso Gómez Pereyra, entre otros muchos argumentos que propuso para deducir la necesidad de negar el sentimiento a los brutos, usó también de éste, y le esforzó con aquella claridad y eficacia que le era propia, bien poco frecuente en el común de los Filósofos de su tiempo. «Los que dicen (dice él) que los irracionales afirman algo o niegan mentalmente; por necesidad han de confesar también que conocen los actos de los sentidos exteriores: y esto consiste en que los que atribuyen aquella propiedad a el alma de los brutos, afirman que son semejantes a nosotros en todas las facultades que requieren órgano para su ejercicio.... Conocerán pues los brutos con aquel sentido común la visión y el olfato: y se seguirá de ahí, que percibida la visión, conocerán que ven; y percibido el olfato, conocerán que huelen(153).» No se puede negar que esta retorsión de Gómez Pereyra es de gran robustez para oprimir a los que conceden alguna racionalidad en los brutos; pero ella en sí, del modo que la propone Baile, es un puro sofisma, disuelto ya, como veremos, por un acérrimo destruidor de las paradojas de aquel famoso Médico.

     En efecto la claridad que supone Baile en su proposición, es para mí la cosa más intrincada del mundo: porque siendo distintísimas entre sí las facultades de sentir y reflexionar, ¿por cuál medio vino a hallar Baile, que las sensaciones son capaces de reflexión? La sensación no reflexiona, ni la reflexión siente: no es menester gran caudal de filosofía para caer en esta distinción; y si no, examinemos el sentido legítimo de la acción de reflexionar.

     Reflexionar a veces es la acción del entendimiento que llamamos examen; y entonces, no tanto es conocer, como aplicación para conocer. En este caso la reflexión no es otra cosa que el Ingenio, cuya facultad trabaja entonces uniendo y separando varias ideas, para hallar una verdad no bien examinada. Reflexionar es a veces lo mismo que contemplar: y entonces es propiamente una acción de la Memoria, que presenta al juicio las ideas que tenía depositadas, o de la Imaginación que le ofrece las recientemente adquiridas. Es por fin muchas veces la Reflexión el acto completo, momentáneo o tardío, con que el entendimiento conoce; en cuyo caso la reflexión es la mismísima Razón que juzga de la naturaleza de las percepciones: y así cuando se dice que el entendimiento reflexiona sobre sí mismo, vale tanto como si se dijera que aplica la facultad o acto de su Razón para hacer juicio del número, operaciones y uso de sus potencias; siendo ella sola la que interviene en este conocimiento, sin que ninguna de las tales potencias sea capaz de conocer por sí lo que ejecuta en singular según su ministerio. Y es muy de notar que en este acto de la Razón entran todas las operaciones del entendimiento del mismo modo que en el conocimiento de los objetos externos: porque para que la Razón conozca el número y ministerios de las facultades mentales, se vale del Ingenio para separarlas por sus efectos, del Juicio para examinar si se han confundido o separado acertadamente, de la Memoria para depositar los raciocinios, y últimamente entra la misma Razón decidiendo la verdad o falsedad de lo que resulta. Y cuando sin toda esta máquina, conoce simplemente uno de los actos del entendimiento; entonces no hace más que ejercitar su vigor, conformarse con su naturaleza: pues sería cosa ridícula que la Razón tuviese facultad para conocer que los ojos están viendo un árbol; y no la tuviese para conocer que el Ingenio está combinando, o raciocinando el Juicio.

     Pero este conocimiento que se halla en la Razón, ¿es por ventura el mismo que reside en el principio de obrar de los brutos? De ninguna manera. En otra parte doy más extensas las Pruebas de esto. Ciñéndome ahora a la proposición de Baile; para mí es cuestión en sumo grado absurda el dificultar, si todo el que siente percibe la sensación; porque sin sentir que se siente, ¿cómo se sentiría? La energía o propiedad de la facultad vegetativa es vegetar; la de la sensitiva sentir. Pero ni el árbol, ni el bruto para vegetar y sentir tienen necesidad de conocer que sienten o vegetan. ¿A qué fin esta potestad en unos entes que no pueden hacer uso de ella? Y ve aquí una prueba que, aunque no muy sutilmente metafísica, me inclinará siempre a sostener que en los brutos no hay alma racional: porque ¿qué causa pudo haber en la Naturaleza para que, infundiendo en ellos alma semejante a la del hombre, no les concediese la facultad de pensar y obrar como el hombre? Toda una Inteligencia inmensa, capaz de abrazar en sí el conjunto del Universo; de examinar sus partes y operaciones; de levantarse hasta las verdades más sublimes e inaccesibles; de combinar innumerables ideas abstractas para edificar sobre ellas infinitos mundos imaginarios; de conocer un Dios, adorarle y servirle; de establecer Leyes, formar Repúblicas, fundar Imperios; una Inteligencia de esta naturaleza, vuelvo a decir, ¿sería concedida a los brutos para ejercitar diez o doce operaciones, dirigidas a buscar el sustento, criar la prole, y defenderse de los peligros? Fábulas: a mí a la verdad no se me hace verosímil. Un célebre Médico Inglés adelantó este discurso hasta el extremo de afirmar, que si en los brutos hubiera alma racional, raciocinarían(154): y sin pensar en ello, destruyó invenciblemente los sofismas de Baile; que fundó en la diversidad de los órganos la mayor o menor facultad de obrar en el hombre y el bruto.

     Creer que en los brutos hay racionalidad, porque se les ve ejecutar algunas operaciones que parecen reflexivas; es lo mismo que si creyéramos que Saturno, Júpiter y los demás planetas son animales, porque vemos o conocemos que se mueven. Demás de esto, con haberse escrito infinitos pliegos sobre la naturaleza del hombre, tengo para mí que hasta ahora no se ha meditado suficientemente sobre las obras que nacen en nosotros del principio brutal, y las únicas y peculiares del racional. Si quisiéramos hacer una justa separación hallaríamos tal vez, que las obras que ejecutamos nosotros semejantes a las de los brutos, en su origen a lo menos no pertenecen al principio de la racionalidad. Lo cierto es que los brutos no necesitan de los entes visibles sino para un uso genérico, digamoslo así: y para este uso, no hay necesidad de que haya en ellos conocimiento, así como tampoco le necesita el árbol para chupar el sustento de la tierra que le fecunda. Admirablemente explicó este pensamiento Arriano, célebre Comentador de Epicteto. La metafísica de los antiguos era en muchas observaciones bien superior a la de los modernos. La de los Estoicos singularmente dejó poco que decir a su posteridad. He aquí las palabras de Arriano. «Muchas cosas tienen lugar en sólo el hombre por ser precisas a un animal dotado de razón: y muchas hallarás también en él, que le son comunes con los brutos. Pero éstos acaso ¿tienen conocimiento de las criaturas que perciben? De ningún modo; porque una cosa es el uso y otra el conocimiento. Dios los crió para que siguiesen ciegamente las impresiones de su fantasía; y a nosotros para que comprehendiésemos el uso de las cosas. Por lo tanto, sus obras están reducidas todas a comer, beber, descansar, procrear, y a las demás funciones de cada especie; pero nosotros, a quienes el mismo Dios concedió la facultad intelectual, no podemos limitarnos a estas operaciones: porque si no obramos con aquel orden y concierto que conviene a la naturaleza y constitución de cada cosa, de ningún modo lograremos el fin a que se dispusieron. Los fines y ministerios de los entes, cuya naturaleza es distinta, deben ser distintos también. Aquéllos, cuya naturaleza está destinada sólo para el uso de las cosas, con sólo el uso tienen bastante; pero los que juntan la comprensión al uso, jamás conseguirán su fin, si no obran convenientemente a él ¿Cuál viene a ser el destino y constitución de cada animal? Unos están destinados para que sirvan de alimento; otros para los ministerios del campo; otros para que produzcan queso, y otros en fin para otros fines semejantes: para los cuales ¿qué necesidad hay de que comprehendan y disciernan lo que perciben? Al hombre empero le crió Dios para que fuese espectador, tanto de su Divinidad, como de las cosas que produce; y no sólo espectador, sino explicador: y por lo mismo es torpeza en él empezar y acabar donde los irracionales; antes bien debe empezar por donde ellos, pero acabar donde conviene a su naturaleza; esto es, en la especulación, en la inteligencia, y en el ejercicio de la vida conveniente a nuestra natural constitución(155)

     El Doctor Miguel de Palacios, Catedrático de Teología de Salamanca; es el mejor Comentador que pudiera darse a los anteriores raciocinios de Arriano. Obsérvense bien las siguientes palabras, que se hallan en sus Objeciones a la primer Paradoja, de Gómez Pereyra. «Recelas (le dice a éste) que si los brutos estan dotados de sentimiento, gozarán también de razón. Tú mismo puedes conocer cuán gracioso es este argumento: porque en primer lugar yo te diría francamente, que la fuerza sensitiva interior en los brutos es sólo aprehensiva y no discursiva. Por lo menos, la mayor parte de los Filósofos conocidos dicen ser probable, que la aprehensión interior sea suficiente para mover el apetito que da ocasión a la acción externa. Y a la verdad, nosotros mismos, experimentamos esto en los movimientos repentinos, huyendo con pavor con sola la aprehensión de un mal terrible que nos amenace súbitamente. El que no oyó jamás el estruendo de una bomba, aunque le oiga en parte segura, se azorará y le temblarán los miembros: ciertamente por sola la aprehensión, sin concurrencia alguna del juicio. Tal es la naturaleza del animal: en percibiendo el mal, le huye porque le percibe. Y aunque es verdad que en los movimientos que ordena la fuerza va delante el juicio; en los males súbitos se le anticipa la aprehensión y así, la sola percepción del mal induce a la fuga, la sola percepción del bien al conato para adquirirle(156). «Dos facultades únicas señala aquí Palacios, como suficientes para que los brutos produzcan sus operaciones. Júntese a esto la siguiente reflexión, suya también.» Hay grande distancia entre estas dos cosas: tener sentimiento, y conocer cada uno que le tiene. Sin embargo de ello, crees tú que uno es consiguiente de otro; pero nosotros no vemos a la verdad relación alguna. Son dos operaciones diversas, sentir, y sentir que se siente. La una, como ya sabes, es directa, la otra refleja: y así andan frecuentísimamente separadas en los hombres, cuanto más en los brutos. Podrá pues muy bien suceder que el bruto tenga sensación sin reflexión(157). «Palacios vio aquí la verdad, aunque puso alguna confusión en los términos: porque preguntar, como ya he dicho, si una substancia sensitiva siente que siente, o ve que ve, según la expresión de Baile, es proponer una cuestión incomprehensible, y tal vez absurda; puesto que si las substancias sensitivas sienten, es porque son sensitivas, y si no sintieran que sienten, no sentirían; ni verían tampoco, sino vieran que ven. La dificultad esta en el conocimiento, operación refleja, como la llama con gran razón Palacios: pues conocer el objeto de la sensación es cosa muy diversa de percibir la sensación misma. En aquel acto anda envuelto el raciocinio: y los raciocinios no son muy necesarios para buscar el sustento y propagar la especie según el estilo de los irracionales.

     El Abate de Condillac señaló cinco operaciones a la que él quiso llamar también alma de los brutos; a saber, la percepción, la conciencia, la atención, la reminiscencia y la imaginación(158). La celebrada metafísica del Autor no pensó aquí, que siguiendo sus mismas difiniciones, no hay modo de señalar diferencia específica entre los principios brutal y racional. Las operaciones de los brutos (dice) no pasan mas allá de la imaginación, contando desde la percepción: todas las demás que pasan de aquí son propias del hombre; la memoria, la contemplación, reflexión, abstracción, juicio, razón &c. Atribuyendo, como atribuye, al uso de los signos arbitrarios los progresos del entendimiento desde la imaginación en adelante(159); queda en pie la dificultad. Los brutos no pueden formar signos arbitrarios para su uso; consiguientemente no pueden pasar de la imaginación: está bien. Pero si las cinco facultades hasta la imaginación residen en la substancia racional del hombre, la cual por medio de los signos, no sólo las perfecciona, sino que las aumenta, ¿qué especie de substancia sera aquélla en que residen dentro de los brutos las mismas cinco facultades? Denme signos arbitrarios, diría Baile, en los brutos, y raciocinarán como los hombres. No los poseen: y esto lo que quiere decir es, que el principio de sus operaciones es menos perfecto, no distinto en especie, del que se halla dentro de los que se llaman racionales.

     Ninguno mejor que Condillac tuvo ocasión para distinguir los límites que separan al hombre del irracional. Para explicar muchas acciones que ejecutamos sin intervención del entendimiento, se valió de la imaginación y de la reminiscencia con grandísimo acierto. Hallo fácil el tránsito a las operaciones de los brutos, y las atribuyó a las mismas dos facultades. ¿Qué necesidad de admitir en ellos también la percepción, la conciencia y la atención? Unas facultades penden de otras: así lo muestra en el progreso de sus primeros capítulos. Pero hay grande confusión en sus difiniciones, si yo no me engaño. Percibir no es conocer; y destruido este fundamento, caen la conciencia y la atención, que son, según nuestro Autor, modificaciones de aquéllas. No separando la percepción del conocimiento, es menester confesar raciocinación en los brutos: porque conocer es lo mismo que reflexionar, y la reflexión es facultad que pertenece al entendimiento. Palacios lo dijo mejor que nadie: son operaciones diversas sentir, y conocer que se siente. Si separara Condillac la sensación de la percepción, y atribuyera aquélla, y no ésta, a los brutos, uniéndola a la imaginación, reminiscencia y apetito, su teórica sería admirable. Voy a decir en pocas palabras mi parecer.

     Los brutos tienen facultad de sentir; pero ajena enteramente de conocimiento reflexivo: de manera que su facultad de sentir no pasa más allá de la sensación. La sensación obra en la fantasía representando las imágenes, para que éstas pongan en movimiento los conatos siempre uniformes del apetito. Pero ¿conocen los brutos la naturaleza de los entes que dan ocasión a las imágenes? Nada de eso. El ciervo (se me objetará) huye del león, y no de la liebre. Está bien. Un granado no produce higos: ¿en qué consiste esto? Para mí, que el ciervo huya del león, es lo mismo que el producir granadas el granado; y que no huya de la liebre es por una causa semejante a la que hace que el granado no produzca camuesas. Esta facultad necesaria, y atada siempre a un constante y único género de operaciones, es a la que doy nombre de apetito, el cual induce a la fuga o la prosecución por un motivo muy parecido al que da origen a los movimientos de los demás entes. Los conatos más o menos vivos del apetito producen las pasiones, que son modificaciones de aquél; y para mí son peculiarísimas, aun en el hombre, del principio brutal. La reminiscencia tiene lugar, cuando sin presencia alguna del objeto, obra el animal como si le tuviera presente, cuyo acto consiste en renovar la imagen en la fantasía por medio de alguna señal externa que tenga conexión con la que se renueva.

     Ve aquí en lo que me parece que consiste el mecanismo interior de los brutos. Si se considera bien, se hallará que los hombres con solo él ejecutan muchas acciones que se atribuyen sin necesidad a la substancia racional; y que si ésta interviene en las obras que nacen de aquél, es porque la racionalidad, obrando sobre cuanto conoce, se mezcla en las operaciones del principio brutal, y las aumenta y perfecciona. Se hallará que no hay necesidad de admitir una alma en los brutos, cuando es suficiente una fuerza activa que especifique sus movimientos. Y se hallará por último, que habiendo de ser éstos necesarios, es impertinente dotarlos de reflexión, facultad que encadenada en ellos, sería enteramente inútil. En fin el bruto siente, imagina, apetece, se mueve;

                                  Pero nunca se juzga miserable
ni dichoso se juzga, y ciego sigue
en su modo de obrar uno y durable.
 
   Grita al rústico y sabio la conciencia
con tono igual en lo interior del pecho
doctrina no fundada en experiencia. Pag. 54.
 
Con saludable mano, cuanto al hombre
le es necesario en la angustiada vida,
próvida preparó Naturaleza.
Mas ¿será su destino que al engaño
viva sujeto en lo que más le importa?
¿De su Dios, de su fin, de aquella causa
de quien primero pende, siempre el hombre
ignorante estará, destituido
de lumbre que le aclare? ¡Ah, no! el supremo
Señor que me dio el ser, no vanamente
me le dio. La señal de su grandeza
muestran sobre la frente los Mortales.
Con el ser juntamente sus decretos
es fuerza que me diera, y la noticia
de ellos, si es su intención que los observe.

     Esto dice Mr. de Voltaire en su primer Canto de la Ley natural; y éste es el término que debía haberse propuesto sin trasladar estas mismas reflexiones al conocimiento y adoración de Dios. Las naciones todas se han convenido en dar nombre de delitos a un cierto género de acciones. He aquí la Ley natural, aquella Ley que se le impuso al hombre en la primera creación para que caminase a su fin. Esta Ley existe todavía, porque existen la voluntad y el entendimiento; pero obscurecida, pero adulterada temerariamente. Un entendimiento ciego, y una voluntad depravada no podían obrar de otro modo.

     Esta perversidad o depravación se nota singularmente en los deseos de los hombres.

     Mas declina a las veces el deseo, digo en el Discurso, y pruebo seguidamente hasta el fin, que siendo el hombre libre, y teniendo por lo mismo absoluta facultad para mejorarse; su único estudio debe ser la ciencia de perfeccionar las inclinaciones de su voluntad. Estas inclinaciones nacen derechamente de los deseos; porque si el hombre no deseara, las facultades de su entendimiento serían inútiles. «Los sentidos (dice Juan Luis Vives, explicando la naturaleza interior del hombre) se refieren al ánimo: las facultades del ánimo al entendimiento. El oficio de éste es conocer. Es pues preciso que con el conocimiento ande unido algún apetito en la mente; porque la facultad de conocer se le ha concedido al animal para el apetito. Nadie apetece para conocer; sino al contrario, conocen todos para que apetezcan: y conócese esto, en que nadie apetece lo que no conoce. Este apetito de la mente se llama Voluntad, de quien la misma mente es consejera y conductora(160).» El entendimiento pues se le concedió al hombre para la voluntad, no al contrario: así, el deseo es el verdadero y único principio de sus obras.

     ¿Y en qué estado se halla el deseo en los hombres? Quizá sería útil representar aquí, como en un espectáculo, la ridiculez y vanidad a que está entregado el ámbito de la tierra por los deseos de estos animales, que preciándose de origen divino, no piensan sino en desmentir la divinidad de su origen, y en proceder aun peor que las bestias. Lo cierto es que de esta depravación han procedido los Estados civiles, los pleitos, las leyes, las horcas, y para colmo de todos los desatinos, el furor de destruirse recíprocamente: males que han tomado apariencia de bienes, porque han remediado males mayores y más horrorosos. Y con todo eso ¿qué hemos logrado con este áspero aparato de cepos y prisiones que se han aplicado a la voluntad? Ninguno ha sido suficiente para remediar la causa del mal. Los establecimientos civiles la contuvieron, no la enseñaron. Faltaba que se renovasen en el hombre las noticias de sus primitivas obligaciones. «Se ignoraría todavía la Ley natural (dice otra vez Vives), a causa de las corruptisímas costumbres que habían adoptado las naciones todas. Cristo repurgó aquella misma Ley, y allanó su conocimiento a todas las gentes. Así, la que se escaseaba a la inteligencia, por más trabajo y tiempo que se consumiese en buscarla, se representa ya pura y sincera a los ojos de todos, y la abrazan; ingratos, con todo eso, con el autor de tan excelente beneficio(161).» ¡Cuántos ingratos de éstos ha habido, y hay tal vez, en nuestra edad!

     La ley de la Naturaleza (dice) se ignoraría todavía. Y con mucha razón. La mejor prueba que se puede dar de esto, es la certeza que tenemos de que ninguna de las religiones paganas señalaba obligaciones morales que encaminasen al hombre, ni le enseñaba los oficios de su naturaleza. «El culto de los Dioses (dice Lactancio), como enseñé en el Primer libro, no tiene en sí la sabiduría: no sólo porque somete el hombre, este animal dotado de divinidad, a las cosas frágiles y terrenas; sino porque nada se trata allí que aproveche para mejorar las costumbres y formar la vida: ni abraza en sí investigación alguna de la verdad, sino sólo los ritos del culto, los cuales se limitan a los ministerios del cuerpo, sin que pongan obligación alguna al ánimo. Así que, aquella religión no debe juzgarse verdadera; pues ni hace mejores a los hombres, ni los instruye en los preceptos de la justicia y de la virtud(162).» Con más energía San Agustín al mismo proposito. «Y lo primero, en lo que toca a las costumbres (les dice a los Romanos) ¿por qué no procuráron los Dioses que no las tuvieran tan pestilenciales? Porque el Dios verdadero con razón no hizo caso de ellos, pues que no le adoraban. Pero los Dioses, cuya veneración se quejan estos ingratísimos que les prohiben, ¿por qué no ayudaron con ningunas leyes a sus adoradores para que vivieran bien y santamente? Sin duda que fuera razón, que como éstos cuidaban de sus sacrificios, así cuidaran ellos de su vida. Pero responden, que por su propia voluntad es cada uno malo. ¿Y quién ignora esto? Con todo, les corría obligación de oficio a los Dioses a quienes consultaban, no ocultar al pueblo que los adoraba los preceptos y mandamientos para vivir bien; sino manifestárselos claramente, y hablarlos también por medio de Profetas, y reprehenderles sus pecados. Amenazarlos públicamente con la pena a los que viviesen mal, y prometerles el premio a los que bien. ¿Cuándo jamás se oyó clamar algo de esto clara y manifiestamente en los templos de estos Dioses(163)?» Y poco más abajo: «De aquí es, que no cuidaron aquellos Dioses de la vida y costumbres de las ciudades y naciones que los adoraban, a fin de dejarlos que se hinchiesen de tan horrendos y abominables males, no en sus campos y viñas, no en sus casas y dinero, no finalmente en su cuerpo que está sujeto al alma, sino en la propia alma, sino en el mismo espíritu que gobierna el cuerpo, y que se diesen a todos los vicios sin temor de algún precepto o mandamiento suyo que lo prohibiese. Y si los prohibían, esto es lo que importa que nos averigüen y prueben(164).» Fácilmente induce todo esto a creer que la moralidad de las acciones era una quimera para el vulgo de los paganos. ¿Dónde estaba entonces el Derecho natural? En un puñado de Legisladores y Filósofos que a fuerza de usar bien de su razón, vinieron a hallar el orden peculiar de su naturaleza, y procuraron despertarle y hacerle observar con la autoridad pública que se les permitía, o con la enseñanza. Sé bien lo que se cuenta de los Misterios Gentílicos, y de las grandes lecciones de Teología y de Moral, que dicen se daban en ellos. San Agustín, instruidísimo en las costumbres y usos paganos, puso en duda la certeza de aquella especie de institución(165). El Doctor Leland ha probado, entre los modernos, la vanidad de tales juntas(166) con argumentos irrefragables. Y ¿a qué ocultarse para predicar la virtud? ¡Ridícula precaución: negar a las gentes el conocimiento de su felicidad, limitándole a los que contribuyesen a la riqueza de los templos!

     En dos capítulos se puede conocer singularmente la depravación que padecieron las leyes naturales en la inteligencia de los Gentiles: a saber, en la adoración de Dios y en el suicidio. Voltaire, hablando de la Ley natural en su primer Canto, dice que

                     Del uno al otro polo clama, grita,
«Adora un Dios, sé justo, ama tu Patria(167)

     Pero ¿qué Dioses tan ridículos eran los que predicaba esta triste Ley a las tristes gentes que no oyeron la voz del Dios verdadero? Con todo eso: los grandes rebaños de Númenes y Deidades, en cuyo honor se sacrificaban hombres, vírgenes, y niños con sangrienta barbaridad en los pueblos más cultos, no hicieron fuerza a Mr. de Voltaire. «Se culpa mucho (dice en su Discurso sobre el Politeísmo) a los Griegos y a los Romanos de la pluralidad de los Dioses; pero muestréseme en todas sus Historias un solo hecho, y en todos sus libros una sola palabra de que pueda inferirse, que tenían muchos Dioses supremos.» Esto es andarse por las ramas, como dice nuestro proverbio español. Reconocían una sola Deidad suprema: está bien. Pero si la idea que tenían de su Zeus, Júpiter o Jove, no era correspondiente a la verdadera naturaleza de Dios, ¿quién duda que su religión sería supersticiosa, su culto vano e inútil? Luciano se burlaba a cara descubierta del gran Júpiter; del que era Padre de los Dioses y de los hombres(168); del que tenía en su mano la gran cadena del Universo: y Voltaire, que se burló más de cuatro veces del que es verdaderamente Dios verdadero, se puso muy de proposito a defender las majaderías religiosas de los Gentiles. «La Religión Romana (dice en el mismo Discurso) era en el fondo muy seria y muy severa.» Severísimas por cierto, y muy serias eran las fiestas de Flora. Muchas celebridades nocturnas, los frecuentes espectáculos que se celebraban en honor de los Dioses, eran la cosa mas seria del mundo. Ello es cierto que en éstas y otras festividades se cometían las abominaciones más sucias y horribles. Pero ¿qué importa? El intento era probar el Naturalismo puro en la Gentilidad; y con tal que se lograse el fin, importaba poco mentir desenfadadamente. «¿No veis (dice Cicerón en boca de un Estoico) cómo las cosas físicas, inventadas bien y útilmente, han sido convertidas en unos Dioses quiméricos y fingidos? El cual error ha dado de sí creencias falsas, hierros turbulentos, y supersticiones vanísimas. Conocemos las figuras de los Dioses, sus edades, trajes, ornatos; sus especies, también, sus matrimonios, sus parentescos; aplicaciones todas que se han hecho a semejanza de la debilidad humana... Estas cosas se creen y publican estultísimamente, con estar llenas de futilidad y de vanidad(169).» «Creer que los Dioses (dice Plinio, el mayor) sean innumerables, y que los haya también de las virtudes y de los vicios de los hombres, como la vergüenza, la concordia, el entendimiento, la esperanza, el honor, la clemencia, la fe, o que haya dos solamente (como le pareció a Demócrito), que son la pena y el beneficio, llega a ser mayor locura: pero la débil y trabajada mortalidad dividió estas cosas en partes, acordándose de su flaqueza, para que cada uno reverenciase en partes aquello de que más necesidad tenía. Así que hallamos nombres en diferentes naciones, y en ellas mismas innumerables Deidades... Por lo cual se puede entender que sea mucho mayor el pueblo de los Dioses, que el de los hombres, pues cada uno de ellos mismos hace otros tantos Dioses, adoptando para sí las Junones y Genios(170).» Los mismos Gentiles conocieron la ridiculez de su religión. Voltaire no podría, sin duda, sostener el carácter de Desengañador universal, si no hacía pasar por severísima una religión en que hasta los menstruos y pechos de las mujeres tenían sus Diosas tutelares con aras y culto público(171).      Desengañémonos: en la antigüedad, ninguna nación llegó jamás a tener verdadera idea de Dios, a excepción de la Hebrea. Sócrates solía decir que a cada Dios se le había de adorar del modo que él lo mandase(172). Lo mandó a los Hebreos: adoráronle dignamente. Las demás gentes, que carecieron de esta felicísima declaración, no conocieron más religión que el interés y el miedo. Según temían o deseaban, así se forjaban Dioses a su voluntad. Decir que las grandes catervas de Númenes plebeyos se referían en substancia al supremo Zena(173), es decir una falsedad maliciosa. Los Escritores Gentiles echaban ya mano de esta suposición para dorar la extravagancia de la que ellos llamaban Teología civil(174). San Agustín combatió esta suposición fantástica de tantos modos y con tanta evidencia, que excuso a sus venideros el trabajo de convencerla contra los patronos del paganismo(175). Y en efecto ¿a qué atributos de la Divinidad se referirían la Diosa de las Cloacas, el gran Príapo, y otros Númenes todavía más hediondos?

     Pero, por dar gusto a los apologistas de las supersticiones gentílicas, supongamos el imposible de que todas las naciones paganas se compusieron de filósofos: figurémonos que los pregoneros, albañiles y carpinteros eran unos discursistas estupendos que disputaban admirablemente de las cosas visibles y no visibles. Ea: aquí tenemos un mundo sabio, que no reconoce más que un Dios dividido en cinco o seis mil atributos. Diga la antigüedad: ¿qué especie de Dios es ese que reconoce? No haya miedo que se convengan en la difinición. El mismo M. Varrón, que compadecía las creencias frívolas de las naciones(176), no tenía mejor idea de Dios que el vulgo a quien compadecía(177). Los Directores de la República que se picaban de filósofos (que no todos lo fueron ), hacían política de mantener a la plebe en su error, sin conocer que ellos mismos se engañaban en sus dogmas, tanto como la plebe en sus creencias. Y en realidad, en algún modo hicieron bellísimamente en no alterar las religiones recibidas: porque, para la verdad, lo mismo importaba la adoración de los ídolos, que la de los númenes filosóficos. Unos y otros eran quiméricos; y en unos y otros andaba envuelto el capricho de una Razón ciega y desenfrenada. Ninguno conoció esto mejor que Séneca, ni ninguno se atrevió a decirlo con más franca resolución. Los pocos fragmentos, que cita San Agustín, de su libro De las supersticiones, muestran que aquel hombre singular creía tan poco en la Teología filosófica, como en la urbana. «En este lugar (dice, haciéndose una objeción) me replicará alguno: ¿He de creer yo que son Dioses el cielo y la tierra, y que unos están sobre la luna, y otros debajo de ella? ¿Sufriré yo a Platón o al peripatético Estrabón, de los cuales, el uno hizo a Dios sin cuerpo, y el otro sin alma? Y bien ¿qué tenemos? Por ventura, ¿te parecen mas verdaderos los sueños de Tito Tacio, de Rómulo o de Tulo Hostilio? Tito Tacio consagró la Diosa Cloacina; Rómulo a Pico y Tiberino; Hostilio al pavor y la amarillez, molestísimos afectos del hombre(178)

     Ahora bien: concedamos a Voltaire la misma falsedad que intento probar. Los Griegos y los Romanos en el fondo no reconocían más que un Dios: adelante. Pero si el capítulo principal de la creencia era falso, si ridículo, si inventado por el capricho, si absurdo e indigno de la naturaleza divina, única y verdadera; ¿qué adoración podía ser la suya, ni cómo admitiría el verdadero Dios el culto que no se dirigía a él? Tertuliano, defendiendo a sus Cristianos en la persecución de Severo, expreso esto admirablemente con aquella su elocuencia africana. «Si vuestros Dioses (dice a los Gentiles) no son verdaderos Dioses, tampoco será verdadera la religión. Si no lo es la religión, no siéndolo los Dioses; falsamente nos hacéis reos de despreciar una religión que no lo es. Antes bien la culpa caerá sobre vosotros, que dando culto a la mentira, y no sólo despreciando la religión del verdadero Dios, sino persiguiéndola, cometéis el verdadero delito de la irreligiosidad(179). «Los fastidiosos Críticos de esta nuestra edad se han hecho tan delicadamente escrupulosos, que en viendo acumular citas, sin reflexionar la necesidad o el artificio con que se traen, cargan la mano sobre el pobre Autor, y le tildan inexorablemente de farragista. Si no fuera por no ofender la rigidez de los que se levantan a censores de lo que tal vez no son capaces de entender, alegaría aquí el siguiente pasaje de Juan Luis Vives, que impugnando a un Mahometano, habló con todos los Filósofos religionarios. «La verdadera adoración de Dios ¿cómo puede existir sino en la verdad, esto es, en que juzgues de Dios y las cosas divinas no de otro modo que ellas son en sí? Si yo me figuro un Dios muy diferente del Dios verdadero, ¿cómo adoraré a éste, sino es él a quien se dirige mi adoración? Ahora pues: tú y yo nos oponemos en las ideas de la naturaleza de Dios; luego alguna de nuestras creencias ha de ser falsa. Y aquel en quien se halle la falsa creencia, ¿cómo adorará digna y debidamente al Dios verdadero? Nosotros y vosotros nos diferenciamos también mucho de los Gentiles en el dogma, en el rito, en los sacrificios: ¿cómo pues adoraremos todos debidamente a un mismo Dios, si nosotros no admitimos más que uno, y ellos innumerables(180)?» Estas palabras me venían aquí grandemente a cuento.

     Los Filósofos de la antigüedad dijeron mil desatinos sobre la naturaleza de Dios: costumbre que tiene traza de ser hereditaria, porque los que se llaman ahora Filósofos, no parece sino que nacieron en la edad de Epicuro. La Ley natural es preciso que hablase a aquellos entendimientos sagaces y sublimes con mucha más claridad que al vulgo supremo e ínfimo. Pero ¿qué les sucedió al vulgo ignorante, y a la sabiduría peor que la ignorancia del vulgo? Puntualmente lo que dijo Lactancio en un largo pasaje que voy a copiar aquí con licencia de los señores Críticos. Aunque no esta muy en uso, yo, con todo, soy aficionadísimo a dar a cada uno lo que es suyo. El asunto que trato, me suministra idénticamente las mismas reflexiones que hizo Lactancio antes que yo: y si él se me anticipó, ¿por qué no oírselas a él, puesto que son suyas verdaderamente? He aquí cómo describe el estado religionario de los antiguos, sabios y no sabios. «La cosa (dice) viene a reducirse a esto. Los ignorantes juzgan verdaderas las religiones falsas, porque ni saben de la verdadera, ni entienden la falsa. Los más sabios, porque no saben de la verdadera, o perseveran en las mismas religiones que tienen por falsas, por no dar a entender que son impíos; o no tienen ninguna, por no caer en error. Como si esto mismo no fuera el mayor error, vivir con figura de hombres una vida de bestias. Conocer lo que es falso, pertenece ciertamente a la sabiduría; pero a la humana. El hombre no puede pasar de aquí: y así muchos Filósofos (como he dicho) mostraron la falsedad de las religiones; pero el logro de la verdad está reservado a la sabiduría divina: de donde nace, que si el hombre no es instruido por Dios, jamás puede alcanzar la verdadera ciencia de la religión. Los Filósofos pues conociendo la falsedad, llegaron a lo sumo de la sabiduría humana: no pudieron conocer la verdad, porque les faltó la instrucción de Dios(181).» Si Lactancio dice aquí que los Filósofos no tenían religión alguna, es porque tenía por tan falsos y frívolos sus dogmas, como las creencias del vulgo. ¡Triste ley natural, si su inteligencia hubiera de sujetarse a las interpretaciones de la Razón! Los Platónicos de la última edad, no se contentaron con que se diese adoración a unos cuantos Dioses que se habían forjado allá a su modo; quisieron que se diese también adoración a los diablos. ¿En qué artículo de la Ley natural hallarían prescrito este dogma piísimo? Confesemos de buena fe que los patronos del Naturalismo se ven precisados a decir mil desatinos, por defender uno: última miseria de la miserable filosofía.

     Corrompieron los hombres su primera obligación, la de adorar a Dios; pero esto no es quizá tan extraño como que hayan corrompido las que pertenecen a su ser. El común de las gentes se ama más a sí mismo, que a la misma Deidad. ¿Quién, sino este amor, ha dado ocasión y origen a las supersticiones, aun en la misma religión verdadera? ¡Cuán pocos los que reverencian a Dios, porque es acreedor a la reverencia!

     Esta observación me ha hecho mirar siempre el suicidio, tan acreditado en las naciones antiguas, como uno de los efectos más espantosos de la corrupción que ha padecido la Ley natural en el corazón del hombre. Los Estoicos, grandes defensores de esta barbaridad, creían ser sabios, porque convidaban a los hombres a que se matasen. Es una compasión ver al gran Séneca andar buscando sutilezas y antítesis sonoras, para persuadirnos a que nos ahorquemos o demos de puñaladas. Encerró Lisímaco en una jaula al Rodio Telésforo, tratándole como a una bestia feroz. Aconsejáronle que se dejase morir, privándose del sustento que se le daba, y él con generosa magnanimidad respondió: El hombre debe esperar todo, mientras viva(182). Esta respuesta, que vale más que muchos sistemas de filosofía, movió la cólera en el buen Séneca, y infamó la memoria de aquel infeliz porque no se conformó con el sistema de los Portaleros. ¿No es cosa bien digna de risa, que éstos que se llaman Filósofos, hayan de hablar mal en todas edades de los que no quieren ser ridículos como ellos? Sino afirmo que el interés personal y la prostitución son los muelles de las acciones del hombre, me tratará de bárbaro Helvetio: si afirmo que el hombre ha nacido para ser hombre, saldrá Rosseau, y me dirá, como una grande injuria, que no soy digno de ser salvaje: si creo que la materia y el pensamiento son incompatibles, vendrá Voltaire, y por sostener a viento y marea esta miserable duda de Locke, me tratará de fanático y visionario. Quieren que todo el género humano se conforme con sus delirios, y ellos mismos no se conforman entre sí. ¡Oh! ¡qué preciosa sabiduría!

     En el mundo habrá siempre hombres que se matarán, porque habrá siempre necedad y locura sobre la tierra. Los brutos no conspiran jamás contra sí. Los que los hacen de naturaleza igual a la del hombre, harían bien si se valiesen de esta experiencia para probar que son más racionales que los patronos y agresores del suicidio. ¿Por qué, dicen, un hombre que se ve cubierto de miserias, hecho juego de la fortuna o de la malicia, no podrá enajenarse de su infelicidad, desposeyéndose de la vida? Pero las leyes naturales ¿qué tienen que ver con los efectos de estas tristes combinaciones, que se llaman Estados civiles? Si mi infelicidad procede de las combinaciones de una institución arbitraria, la ley de la naturaleza no se acomoda a los efectos que resultan de la institución: al contrario, ésta debe sujetarse a la ley; porque los Estados no han nacido para trastornarla, sino para interpretarla y suplirla. Ahora bien: ¿quién, viendo que la inclinación del hombre le lleva más a perfeccionarse que a destruirse, osará negar que hay una ley en el orden de nuestra naturaleza, que nos veda la destrucción voluntaria de nuestro ser? Ello es demasiadamente cierto, que en el estado en que se hallan hoy las cosas, los hombres trabajan con bellísimo ahínco por apresurar su fin. Pero en esto mismo anda mezclada su corrupción con la inclinación suya primitiva. Obsérvese atentamente: cuando más nos fatigamos en destruirnos, entonces creemos perfeccionarnos más. No hay mal que no nos alague con la apariencia de bien. El ladrón hurta por la necesidad, creyendo que la necesidad es mayor mal que el hurto. Las disculpas se disfrazan siempre con el embozo de la virtud. Muy pocos en el mundo los que son perversos por el gusto de serlo.

     Esto en cuanto a lo primero. En cuanto a lo segundo: ¿por qué ha de pagar la vida del hombre las imprudencias de su conducta? Yo soy miserable: vale más morir, que ser juego de la miseria. Mas pregunto: ¿esa miseria de quién ha nacido? Catón ¿se viera encerrado en Útica, si como otro Ático, supiera abstenerse de la guerra civil? ¡Cuán raras veces son miserables los que no se exponen a serlo! Buscamos la infelicidad, y perdemos el sufrimiento cuando la tenemos encima.

     Los males y bienes, de cualquier modo que se consideren, son siempre relativos. No hay mal grande ni pequeño, que no se aprecie por la comparación. Juzgábase infelicísimo aquel filósofo que iba comiendo una lechuga, por no tener otro sustento: volvió la vista, y vio que le seguía otro cogiendo y comiéndose las hojas inútiles que él arrojaba. En comparación de aquel (dijo el primero) soy yo venturoso; y consolose. Digo esto, porque si los hombres hubieran de matarse por dejar de ser infelices; el mundo carecería siempre de las gentes más dignas de vivir. Un jornalero rústico vive alegre cuando se ciñe a sí: compárese con un Grande o con un Canónigo: ¡miserable vida entonces la suya! Trabajar infatigablemente, al sol, al aire, al hielo, a la intemperie, sin descanso, sin intermisión; y ¿para qué? Para adquirir cuatro reales diarios que le den un sustento escaso, áspero y desabrido; una habitación ruda, estrecha y desabrigada; una vestidura no desemejante de un cilicio; un estado en fin congojoso y ahogado en ages. Ve aquí una miseria, tanto más sensible, cuanto menos buscada. El infeliz jornalero, nació a la congoja, no la eligió. ¿Daríamos, con todo eso, nombre de héroe al que no acertase a sufrirla? ¡Tristes de los Estados, si las gentes más útiles y más pobres dieran en matarse por verse más miserables que los ricos inútiles! ¿Qué hombre más infeliz que Miguel de Cervantes, en comparación de los Poderosos de su tiempo? Su nombre era el crédito de la nación: sus escritos las delicias de las extrañas. Y ¿cuántos días cogerían al mayor Genio de aquel siglo, sin tener un bocado de pan con que satisfacer el hambre? Entretanto, las mesas de los ricos ignorantes y ociosos abundarían en manjares raros y exquisitos. El mayor talento de la Europa apenas tenía con que cubrir su desnudez: los poderosos sin talento rompían púrpuras y escarlatas en vana ostentación de una riqueza casual. El inmortal Autor del Quijote se veía precisado a pedir limosna a las puertas de la ignorancia rica: y la ignorancia rica, sustentando con desatinada profusión rameras, juglares, perros, monas y caballos, oía con desdén las voces del sabio, y le arredraba de sí, posponiéndole a brutos inmundos, o a gentes peores que brutos. Si estos juguetes de la fortuna hubieran de autorizar el suicidio, España no contaría hoy cuatro sabios en los anales de su literatura. El ejemplo de Cervantes es notable, pero no único. Se podía escribir un tomo no muy ligero de Doctos Españoles que han vivido y muerto entre las angustias de un estado infeliz. Pero ¿qué Doctos? Puntualmente, no los Rabulas, Embrolladores, Farraguistas y Superficiales (éstos por lo común han vivido ricos); sino los que sirven hoy para mostrar a los extranjeros, que en España se ha sabido algo. Por lo demás, ningún honor más ilustre para los Doctos infelices, que la animosidad con que lucharon con la miseria. Duplicado mérito en ellos: uno el de la sabiduría, otro el de la conformidad.

     Estas reflexiones tocan más en la moralidad, que en la metafísica: no hay duda. Pero dan a entender bastantemente, que las razones que se alegan para hacer válido el suicidio, no sólo son vanas, sino perjudiciales: son, como la misma causa que defienden, un efecto de la humana depravación; una corrupción impía de los sentimientos más puros y generosos.

     Si hubiere alguno a quien le parecieren largas ésta y otras Notas, reflexione que nunca es mucho lo necesario. Ha sido preciso manifestar la corrupción de la Ley natural; y esta corrupción en ninguna cosa se hecha de ver con más energía, que en las religiones vanas, y en el furor de los que no tienen ánimo para ser infelices.

                                                                     Por ti contiene
sus dones este globo, el sol su lumbre.
   El Universo todo algún fin tiene,
y este fin se halla en ti: tuyo es el uso;
la Razón te le muestra cual conviene. Pag, 47.

     Lucrecio y Pope, poetas célebres en cosas filosóficas, se han semejado también en negar, que el mundo haya sido criado para el hombre. Las razones de ambos son, parte semejantes, parte diversas. Lucrecio, que estimaba en más los sueños de Epicuro, que el conocimiento y adoración de una Deidad benéfica, se fundaba en la ociosidad, que su secta quiso atribuir a los Dioses.

                             Decir que en gracia del mortal los Dioses
la máquina admirable de este mundo
dispusieron crear, y que por esto
conviene dar loor a la laudable
fábrica de los Dioses... Cuanto en esto
se añade y finge, delirar es, Memio.
Porque ¿qué utilidad a los dichosos
e inmortales en sí, nuestra alabanza
podrá prestar, para que a obrar se muevan
en bien nuestro, pagando el beneficio(183)?

     A esta razón, digna de un Epicúreo, añade otras tomadas de la metafísica de su sistema. La principal es, que los Dioses no pudieron crear el Universo, faltándoles ejemplar, modelo, o idea (según el lenguaje de Platón) de donde derivasen la creación de las cosas. Es cierto que este pensamiento indujo a los Epicúreos a recurrir a la fortuita unión de los átomos; y tal vez a Aristóteles a adoptar la eternidad del mundo; disparates de que se salvó Platón con el de las ideas eternas e ingénitas, que inventó o tomó de otros. Pero la razón de Lucrecio, derivándose de un sistema absurdo, no tiene necesidad de ser confutada. Los átomos, después, de vagar por innumerables siglos en la región inmensa, llegaron por fin a enlazarse entre sí, y produjeron a fuerza de combinaciones casuales, innumerables universos, y innumerables entes en cada uno. Por consiguiente, ninguno fue creado con fin, ni tiene otra causa de su existencia, que la casualidad. Las consecuencias de este sistema son horribles en lo moral; y así se ve que los Epicúreos, ni juzgan el alma inmortal, ni creen que se debe adoración a Dios, ni conceden a la vida otro bien último que el continuo uso de los deleites sensuales; si bien se cree que no fuese ésta la verdadera sentencia de Epicuro.

     Pope, tomando otro rumbo, o por mejor decir, otro extravío, afirma que en el Universo ningún ente ha sido creado enteramente para sí, ni enteramente para los demás. Este pensamiento, copiado de Leibniz, da a entender que ningún ente del Universo tiene fin entero o completo. A tanto obliga la necesidad de sostener un sistema. Demos enhorabuena que los entes en individuo están destinados para componer un Todo perfecto, excelentísimo, óptimo(184): díganos Pope, ¿cuál es el fin de ese Todo? el bien general, responderá(185). Pero ese mismo bien general; esa perfección suma del Universo; ese óptimo mantenido con entes y acaecimientos que no son óptimos, ni aun buenos; esa ordenación perfectísima ¿a dónde se encamina? ¿cuál es su fin? ¿La felicidad de cada individuo? No: porque los individuos sufren muchos males, que juzga precisos para la perfección universal. Un terremoto que se traga una ciudad populosa: un fuerte granizo que mata innumerables avecillas: un soberbio huracán que derroca millares de árboles: las enfermedades que debilitan la naturaleza humana; y lo que es sobre todo, las maldades que ejercitan los hombres, son medios que contribuyen al bien general, si creemos a Pope(186). Con que este bien general otro fin ha de tener a que se dirija, puesto que no es la felicidad de cada individuo.

     ¿Diremos quizá, que un Ente que es la infinita sabiduría, se propuso crear un Todo perfecto que no se enderezase a ningún determinado fin? Pope dicen que fue Católico: bastaba que fuese buen filósofo para conocer, que sería una necedad creer de Dios lo que no se cree de una criatura, esto es, que obre sin fin: pero entre tanto, si yo no me engaño, entre las muchas paradojas que da de sí el Optimismo, no es ésta la menos notable. Todo está encadenado y ligado en el Universo(187). Romped (dice) un anillo de los que forman la cadena en el instante veréis el Orbe reducido a su antiguo caos: todo mezclado y confundido, perdido el orden y el equilibrio de los entes. Este pensamiento sería sublime, si no destruyera la libertad de Dios y del hombre. Mas en fin; si todos los entes sirven a la trabazón de la cadena, ¿a dónde va ésta a parar? ¿qué objeto tiene? ¿qué uso? ¿qué fin? ¿a qué la destino el sapientísimo Fabricador y Director de ella?

     Entre los Filósofos de la antigüedad, ningunos, a excepción de los Platónicos, fueron más Optimistas que los Estoicos(188). El Universo para ellos era el conjunto de todas las cosas encadenadas para formar un Todo óptimo(189): y digo encadenadas, porque los Estoicos fueron grandes patronos del Fatalismo(190), en lo cual se parecen a ellos maravillosamente los Optimistas de nuestros tiempos. La misma naturaleza de su sistema, muy semejante al que nos refieren de Espinosa (que yo, en realidad, no he leído las Obras de este Materialista), les podía dar, aun más que el suyo a los Epicúreos, muchas, si bien muy ridículas pruebas para dejar sin fin a todos los entes. Sin embargo, aunque realmente hicieron independiente al mundo de todo fin, porque para ellos era el verdadero Dios, es decir, que no conocían otro Dios que el mundo materialmente animado(191); sin embargo, digo, confesaron que el hombre había nacido para contemplar e imitar al mundo: como si dijeran, que este era el oficio del hombre en la vida mortal, o lo que es lo mismo, que el hombre tiene uso real y cierto en la ordenación del mundo. Oigamos a Balbo explicando la sentencia de los Estoicos. «Sabiamente Crisipo: así como la funda se fabrica para el escudo, y la vaina para la espada; así también todas las cosas, a excepción del mundo, han sido engendradas para uso de otras. Las mieses y frutos que produce la tierra para los animales; los animales para el hombre: por ejemplo, el caballo para que le lleve sobre sí, el buey para que are, el perro para que cace y guarde. El mismo hombre empero ha sido creado para imitar y contemplar el mundo: de ninguna manera perfecto en sí; pero es una partecilla de lo perfecto(192). Y» más adelante: «Resta solamente que muestre y pruebe de una vez, que todas las cosas que hay en el mundo y de que pueden usar los hombres, han sido creadas y dispuestas por causa de ellos. Primeramente el mismo mundo ha sido fabricado para los Dioses y para los hombres, y cuanto existe en él para utilidad de los hombres solos... Las vueltas del Sol, de la Luna, y de los demás astros, aunque pertenecen también a la trabazón del mundo, ofrecen, con todo eso, a los hombres un hermoso espectáculo: no hay belleza que sea más insaciable, ninguna más verdaderamente hermosa, ninguna más excelente para el uso de la Razón y de la sagacidad. Han sido medidos sus movimientos: conocemos por ellos las estaciones de los tiempos, sus variedades, sus mudanzas: cosas todas, que siendo patentes a los hombres solos, es fuerza que creamos que han sido creadas para ellos(193).» Confieso ingenuamente que hallo mas filosofía en estas simples enunciaciones de los antiguos Optimistas, que en las vehementes y enérgicas sátiras de los modernos: y digo sátiras, porque con el pretexto de asegurar a su sistema una especie de probabilidad, escriben agrias invectivas contra el linaje humano, tratándole de arrogante, de soberbio y de orgulloso; como si estos vicios no se dejaran ver con más frecuencia en los que hacen profesión de saberlo todo, que en los que se alargan a creer que el mundo no ha sido creado inútilmente.

     No hay espectáculo más excelente (dice Balbo) para el uso de la Razón y de la sagacidad. Yo no sabré decir hasta dónde alargaba esta enunciación la sutileza de los Estoicos: sé empero que podía encerrar un misterio, cuya explicación es muy del gusto de los modernos. ¿El uso de la Razón pende del espectáculo del Universo? ¿Los hombres pueden hacerse sagaces con la contemplación del mundo? Sin duda. Ésta es una verdad de hecho. Cuanto más examinamos el Universo, tanta mayor racionalidad en nosotros. Cuanto más nos engolfamos en el conocimiento de sus partes y operaciones, tanta mayor penetración, tanta mayor sagacidad en el entendimiento. Aún hay más. Sin los entes que componen el mundo, los hombres no serían racionales. Esto no lo negará Locke: los Escolásticos mucho menos, cuyo célebre axioma, nada hay en el entendimiento que no haya estado primero en los sentidos, no otra cosa quiere decir, sino que, si no hubiera entes visibles, ni los Escolásticos hubieran llegado jamás a adoptar este principio, los antiguos a establecerle, ni Locke a demostrarle contra los Cartesianos. Yo raciocino porque percibo; y lo que percibo no es ciertamente lo invisible. Está bien que la percepción no pertenezca al principio de la racionalidad; pero la estrecha unión que ha puesto la Naturaleza entre mis principios racional y sensible, hace que aquel penda de éste para empezar a obrar, así como sujeta éste a aquel en la continuación de las obras. El comercio es recíproco en ambos: y lo que resulta de aquí es, que las potencias racionales del hombre yacerían sin uso, si no hubiera entes que las pusiesen en movimiento. Díjolo Balbo admirablemente: El hombre ha nacido para contemplar el mundo: su espectáculo sirve para el uso de la Razón(194).

     «De todas las cosas que vemos en el Universo (dice Arriano) es fácil dar encomios a la Providencia, con tal que se hallen en nosotros facultad para contemplar la naturaleza de cada cosa y animo agradecido: porque sin cualquiera de las dos, o no entenderemos las utilidades de las cosas creadas, o seremos ingratos a las utilidades de la creación de ellas. Si Dios hubiera creado los colores, y nos hubiera negado la facultad de contemplarlos, ¿cuál sería la utilidad de ellos? Ninguna realmente. Así también: si nos hubiera dado la facultad contemplativa, negando a las cosas aquella disposición que se requiere para que puedan ser contempladas, ¿cuál sería la utilidad de éstas? Ninguna. ¿Y qué, si hubiera dispuesto uno y otro, y no hubiera creado los colores? Ninguna sería asimismo en este caso la utilidad... La naturaleza pues de nuestro entendimiento es tal, que no se limita solo a la comprehensión de las cosas sensibles; sino que tiene facultad de deducir consecuencias de ellas, de abstraerlas, de añadir otras a las ya percibidas, de coordinar por ellas lo que queremos, y en fin de pasar de unas a otras que sean sus semejantes(195).» En otra parte explica con mayor brevedad toda esta especulación. «La Razón (dice) ¿a qué fin ha sido destinada por la Naturaleza? Para el buen uso de las fantasías. Y ella ¿qué es? Un conjunto o composición de las mismas fantasías(196). De manera que según la doctrina de los Estoicos, sin las cosas criadas no habría en los hombres uso de la racionalidad, puesto que la Razón no es otra cosa que un sistema de lo que nos entra por los sentidos. Los modernos, decidiendo en tono de oráculos, como acostumbran, dicen que la antigüedad no llegó jamás a conocer la extensión y fuerza de aquel célebre axioma que cité antes(197). Yo quisiera que los que censuran tan liberalmente, se hubieran tomado el trabajo de hacer un estudio algo más que superficial en los pocos fragmentos que quedan de la Lógica de los Estoicos, y singularmente en la que ellos llamaban Arte Isagógica(198), siquiera por no exponerse a levantar testimonios a los difuntos. Aquella escuela fue la madre de las buenas invenciones y de la obscuridad: peligrosa misteriosidad en el tratamiento de las ciencias, principalmente para la costumbre de nuestro siglo, en que los entendimientos, haciendo poca gloria de la erudición, o como decía el Canciller D'Aguesseau, haciendo gloria de la ignorancia(199), deciden de las opiniones antiguas con la misma facilidad que pudieran de una Obra de ingenio. Más adelante se verá, qué adelantamientos han hecho los modernos en el examen de aquel axioma. Entretanto es certísimo que ningún moderno le ha alargado hasta establecer que el principal uso del Universo consiste en poner en ejercicio el uso de la racionalidad en los seres inteligentes que habitan en él: dogma, si yo no me engaño, común en la escuela Estoica, y muy conforme a la parte física de su filosofía.

     Es frecuentísima en todos los libros que tratan de Dios la demostración de su existencia por los efectos: es decir, la escala que sube de las cosas criadas al Criador. Nada hay de extraño en este argumento: haylo, sí, a mi parecer, en que se haya adoptado como una máxima común e innegable, que la ordenación del mundo es el primitivo Apóstol de las gentes, esto es, la que primaria y soberanamente anuncia a los hombres la existencia del Hacedor supremo. Grandísimas contiendas ha habido en estos últimos tiempos sobre si hay o no ideas innatas en el hombre. Sin inclinarme a la opinión que han renovado los Cartesianos, me atrevo a afirmar, que la inclinación a la Religión le es tan natural al hombre como el pensar. En otra Nota explico mi parecer sobre esto. Para lo que se necesita aquí, baste repetir lo que hice decir a la Religión en el segundo Discurso, hablando con los hombres:

                                                      La tierra, el orbe,
la milagrosa y enlazada a un tiempo
variedad con que puebla sus espacios
el hermoso Universo, no a prestaros
noticia del Gran Ente se dirigen:
él con carácter indeleble en todos
le grabó cuando os vio la luz primera.
Mas en la unión del admirable mundo
que mantuvieseis pretendió, admirando
su infinito poder, alta memoria
de su existencia, y dependencia vuestra.

     Las ideas de Dios y de las obligaciones fundamentales del hombre, son su verdadero instinto. El mundo pues no sirve para anunciar a Dios, sino para mantener la memoria del verdadero. Y en efecto, en la contemplación del Universo se investigan más fácilmente los atributos que la existencia de la Deidad. El dogma de la existencia no nos repugna, aunque no tengamos más que una confusa idea de Dios. Los atributos no se nos hacen claros hasta que con largo examen reconocemos, en una circunstancia el sumo poder, en otra la munificencia, en otra la bondad, la sabiduría en otra, y así los demás: y ve aquí, porque los vulgares saben sólo que hay Dios, y los buenos Filósofos le comprehenden en lo que da de sí la limitación humana.

     Pero ¿negarán Lucrecio y Pope que en esto hay un uso real y cierto; y que en el conjunto del Universo, los entes no racionales sirven más a los racionales, que éstos a aquéllos? Porque ¿de qué le sirve al conjunto del Universo mi racionalidad? En la destrucción o resolución de mi cuerpo, la porción de materia que hay en mí, irá a continuar su círculo, se resolverá en polvo, en jugos, dará alimento a una porción de insectos, fecundará la tierra, tomará diferentes formas. Está bien que en esta parte no use yo más del Universo, que éste de mí. Pero esta facultad racional que no se convierte en jugos ni polvo; esta facultad que abraza en un sitio brevísimo la noticia de todo lo creado e increado; esta facultad que manda en la Naturaleza y la prescribe leyes en emulación de Dios; esta facultad en fin que no está sujeta a un cierto periodo, a un círculo estrecho y limitado, ¿de qué utilidad puede ser a unos entes con quienes no tiene conexión propiamente tal? El argumento que se toma del uso, es vulgar(200), pero de gran convencimiento. Ni hay que acudir a suposiciones inaveriguables. Metrodoro decía que es un disparate creer que en un gran campo ha de haber una sola espiga, y un mundo solo en un espacio inmenso(201). Sea lo que quiera de los que dicen, como si ellos lo hubieran hecho, que las estrellas fijas son otros tantos soles que componen millares de sistemas copernicanos. y que en los Planetas hay perros, camellos, avestruces u otros animales equivalentes; si me dan criaturas racionales, en cualquier Planeta que se hallen, de cualquier modo que existan, los entes no racionales se han destinado a su uso, en particular la mayor parte, esto es los que necesitan para vivir; y en general el orden universal, para el ejercicio de la racionalidad y uso de la contemplación.

     Santo Tomás, aquel gran Doctor que no dejó verdad alguna que decir a los modernos en asuntos de metafísica, y en otras cosas más. Aquel célebre Escolástico, en cuyos Escritos aprehenderían mucho los Sofistas no Escolásticos, si quisieran más ser doctos, que bufones. Aquel sumo Teólogo, no sólo Católico, pero Natural, que dejó impugnados como en profecía todos los desatinos que van naciendo, muriendo, y volviendo a nacer sucesivamente en el cerbelo de los Razonadores: Santo Tomás, digo, propuso tales argumentos contra esta suposición de los Optimistas y Epicúreos, que convencerán precisamente a todos, menos a los que lo sean. Trasladaré aquí algunas de sus pruebas, y en su misma forma escolástica, para que vean los que se precian de esprit, que no es menester escribir epigramas ni tornear frases, para enseñar verdades, útiles y convincentes.

     «Cuando algunas cosas se ordenan a un fin, si entre ellas hay algunas que no pueden lograr el fin por sí mismas, es menester que sean ordenadas a aquéllas que consiguen el fin y que son ordenadas por sí mismas. Esto sucede a semejanza del ejército: el fin de éste es la victoria: los soldados la consiguen directamente peleando con acto propio, y así son puestos en el ejército por sí mismos, esto es, sin respecto a otros. No así en los demás que ejercen oficios subordinados, v. g. los guarda-caballos, los armeros, &c. los cuales van en el ejército, no para sí, sino para la tropa. De lo dicho antecedentemente consta que el fin último del Universo es Dios, fin que sólo puede conseguir la naturaleza intelectual, a saber, conociéndole y amándole. Sola pues la naturaleza intelectual es puesta por sí en el Universo: todas las demás por ella.

     Más. En cualquier Todo las partes principales entran por sí, sin respecto alguno, en la constitución del Todo: las demás partes entran, o para la conservación, o para la mejora de las principales. Entre todas las partes del Universo, las criaturas racionales son las más nobles: porque se acercan más a la semejanza de Dios. Las naturalezas pues intelectuales han sido creadas por la divina Providencia por sí mismas: todas las demás por ellas.

     Ni se opone a lo dicho anteriormente, que todas las partes del Universo se ordenan a la perfección del Todo: porque en tanto se ordenan las partes del Todo a su perfección, en cuanto una sirve a otra: así como en el cuerpo humano se ve que el pulmón, en tanto contribuye a la perfección del cuerpo, en cuanto sirve al corazón; por donde no son cosas opuestas que el pulmón esté destinado para el corazón, y al mismo tiempo para el animal todo. A esta manera, no son cosas opuestas que las demás naturalezas sean para las intelectuales, y al mismo tiempo para la perfección del Universo(202)

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