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Al discurso II

                          Y es necesario el mal en lo perfecto. Pág. 67.

     Nada atribuyo aquí al sistema del Optimismo, que no se lo hayan atribuido cuantos le han examinado con imparcialidad. Leibniz y Wolffio no querrían asentir así tan absolutamente a aquella consecuencia; pero por más que digan, ella es de necesidad absoluta en su sistema. Téngalo a bien la buena memoria del gran Leibniz. Él culpó en muchas cosas a Cartesio: y por haber sido un excelente competidor suyo en el arte de forjar mundos, ha puesto a la posteridad en la precisión de culpar muchas cosas en él. Verdaderamente ¿no es cosa lastimosa que aquellos grandes entendimientos que suelen producir a pausas los siglos, se conviertan a formar edificios quiméricos, destinados sólo a hacer ruido en un corto número de días? Lo peor es, que por sostener un vano parto del ingenio, se ven mil veces en la miserable necesidad de renunciar al juicio, empeñándole en la defensa de cuanto sale, malo o bueno, de los principios que labró el calor de la imaginación: porque es muy cierto, que éstos que se llaman sistemas son bien poco diferentes de las drogas de que se valen los Charlatanes con nombre de remedios universales: curan una friolera, y dañan a la salud de infinitos modos. Leibniz quiso curar los sofismas de Baile en cuanto al origen del mal; y degradó la Omnipotencia de Dios, encadenándola en un fatalismo poco diverso del de los Estoicos; y sin poderlo remediar puso al hombre en la constitución de ser precisamente malvado.

     Si Dios, según la escuela de Leibniz, debió elegir el más perfecto de los mundos(203), y el mundo más perfecto no puede existir sin maldades(204); injustamente castiga en los racionales las cualidades que hay en ellos necesarias para la perfección del mundo. Toda la sutileza de las distinciones del célebre Alemán, no satisface lo que encierra en sí esta consecuencia. Dios debió elegir el más perfecto entre los mundos posibles. En el hombre hay un principio, una raíz que le inclina al vicio, superior con mucho al principio o la raíz que le obliga a la virtud: o lo que es lo mismo, en el hombre la inclinación al vicio, domina, vence a la obligación de la virtud. Luego para la perfección del mundo que debió elegir Dios, era preciso que en el hombre fuese superior la fuerza del principio que inclina al vicio, a la obligación que induce a la virtud. Y dada esta superioridad, necesaria para la existencia del más perfecto de los mundos, ¿qué se hace la justicia de Dios? ¿Por qué ha de castigar las acciones que provienen de un principio necesario para el complemento de lo óptimo? La voluntad de Dios en cuanto al mal moral (dice Leibniz) es solo consecuente y permisiva; es decir, que habiendo Dios de crear un mundo, y debiendo crear el más perfecto entre los posibles; no pudiendo existir esta perfección sin el mal moral, quiso permitirle como condición sin la cual no podría dar existencia a lo óptimo(205). Pero el hombre, considerando en sí, ¿qué culpa tiene de esta permisión imaginaria? La permisión del mal fue necesaria para la existencia de lo óptimo: son luego, necesarios los efectos de esa permisión. Dios no quiere el mal, pero lo permite: y permitiéndole ¿por qué le castiga? Dios no es autor del mal: está bien. Pero ¿por qué ha de castigar un mal que permite necesariamente? Si yo no me engaño esta objeción es indisoluble para los Optimistas. Una de dos: o Dios no ha permitido necesariamente las acciones viciosas, o si se vio necesitado a la permisión, no tiene derecho para castigarlas. La permisión supone facultad para obrar: y el que obra porque se lo permiten no incurre en pena alguna. La solución que se da a estos argumentos es todavía más inicua. Leibniz da a entender que es necesaria también la condenación de los réprobos para la constitución de su desventurada optimidad. ¿Se atrevería el más temerario Maniqueo a atribuir a su Dios maligno la perversidad que atribuyen tácitamente los Optimistas a un Dios que llaman sumamente bueno, sumamente benéfico, sumamente sabio?

     El hombre es libre, dicen todos ellos. Yo, a la verdad, veo repetida infinitas voces la voz libertad en la Theodicea; pero no la percibo en los raciocinios. Díganos Leibniz: ¿El mundo dejaría de ser óptimo si los hombres, no haciendo caso de la permisión, dejasen de ser viciosos? Fue lástima que no le propusiesen este problema cuando vivía: porque si afirmaba, era fácil probarle la absoluta necesidad en la ejecución del mal; y si negaba, esto es, si confesaba que el mundo sería óptimo aunque no hubiese un vicio sobre la tierra, prestaría un asidero que arruinaría todo el resto del Optimismo. En efecto, era llano el tránsito del mal moral al mal físico: y de aquí nacería sin resistencia la demostración de que no siendo el mal necesario, puede dejar de haberle, y pudiendo dejar de haberle, si le hay, no es porque la suma perfección del mundo lo requiera así, sino por otras causas que no sabemos, porque no hemos nacido para averiguarle a Dios y tomarle cuenta de sus designios, sino para adorarle en silencio y humildad.

     Pope no se contentó con hacer necesario el mal en el Universo: quiso traspasar los raciocinios de Leibniz, y no receló entrar en los términos de los Pelagianos.

                          No ya de hoy más que es imperfecto el hombre
defiendas vanamente: el cielo justo
cual conviene que él sea, le ha formado.
Todo en él manifiesta la alta ciencia
del eterno Hacedor, que para el mundo
le crio y destinó. No convendría
a su ser otro estado más perfecto.
Su tiempo todo es un momento breve,
su espacio un punto(206).

     De modo que la alta ciencia del Criador se manifiesta (si creemos a Pope) en que muchos de los hombres sean ladrones, adúlteros, homicidas, engañadores, ingratos, fanáticos, idiotas, ambiciosos, traidores, vanos, crédulos, supersticiosos, pertinaces, orgullosos, feroces, frívolos, dados enteramente a los errores y la malicia. ¡Buen Dios! ¡A qué límites tan estrechos y tan ridículos reducen estos que se llaman grandes Genios vuestra sabia y omnipotente beneficencia! La mano caduca de un mortal puede formar una máquina perfectísima, sin defecto alguno, con igual y proporcionada armonía en todas sus partes; y vos, todo sabio, todo bueno, todo poderoso, no pudisteis formar un mundo perfecto sin enlazar la perversidad con la virtud, el deleite con el dolor, lo malo con lo bueno. Confieso de mí, que si pudiesen ser ciertas estas vanas imaginaciones, me quejaría formalmente de Dios porque no me hizo bruto: pues en fin, vale más no tener Razón, que tenerla para que un inexorable fatalisrno me la incline al ejercicio de la maldad que se cree necesaria para la perfección del mundo.      Los Optimistas no pueden negar que hacen necesarios los vicios. Él es error; pero tiene la desgracia de nacer de otro. Hacer a la substancia racional del hombre parte, anillo, o eslabón de esta cadena no interrumpida del Universo, es querer sujetarla únicamente a las leyes materiales que le gobiernan. Perdone Pope: el mismo Leibniz perdone, si es menester. El hombre, para vivir en el mundo, no necesita ser racional: las leyes de la racionalidad, ni participan, ni se enlazan con las universales de la Naturaleza corpórea: el entendimiento, no es parte, es habitador del mundo. Así, los vicios de la parte racional, o lo que es lo mismo, el mal moral, como que se opone a unas leyes singularísimas que no tienen conexión con las de la Naturaleza, nada tienen que ver con el conjunto del Universo. Aunque no hubiera superstición en la tierra, no por eso desampararía ella su órbita. No haya miedo que los Planetas dejasen de hacer sus revoluciones, aunque no se cometiese en el mundo un solo homicidio. El que los satélites de Saturno rueden al rededor de él, no pende de que ahorquen a un malhechor en Madrid o en Londres. Si estas cosas tuviesen íntimo enlace entre sí, las horcas ¿no serían en el mundo tan necesarias como las revoluciones de los satélites de Saturno? ¡Oh qué sistema tan admirable! en que los malhechores pueden morir con el consuelo de que sus obras, y su misma muerte (aunque infames y abominables a los ojos de la justicia) son entre los Filósofos un apoyo preciso para la existencia y perfección suma del Universo. «Yo, yo. (podía decir un bandido al concurso, al tiempo de morir) yo soy el que va a hacer en este momento que el Sol no se arranque de su sitio; que la Luna no caiga sobre vosotros, y os abrume en vez de iluminaros; que todas las cosas continúen en su ser sin trastorno ni mutación. He sido perverso: la existencia y perfección del Orbe lo requería así. ¿Dónde estaríais vosotros ahora, si yo, por demasiada delicadeza de conciencia, hubiera dejado de cometer cuarenta homicidios y trescientos hurtos? Cierto es que Dios (según dos grandes hombres(207)) quiso antecedentemente que yo no matase ni robase; pero consiguientemente no pudo menos de permitir mis homicidios y latrocinios, por ser precisa esta permisión para dar existencia a lo óptimo: y no pudiendo menos de permitirlas, es muy regular que me diese tácita licencia para ejecutarlas, porque permitir y dar licencia, allá se va todo, a mi parecer. Los jueces que han decretado mi castigo, lo han hecho también consiguientemente; porque sin él, el orbe se arruinaría al instante: y consiguientemente también será menester que yo patalee cuando quede colgado; porque ¡triste del mundo si faltara en él el anillo o eslabón de mi pataleo! En el momento veríais (como dice el gran Pope) rota la gran cadena y perdido el equilibrio universal, caer astros sobre astros, barajarse los Planetas con sus soles y lunas, los Universos confundirse entre sí, desplomarse los cóncavos del firmamento, reducirse todo a su antiguo caos, y la Naturaleza, en el punto de expirar, llevar el asombro hasta el trono del mismo Dios. Ved pues si debéis estimar que yo sea ahorcado, y que patalee al tiempo de serlo, pues de uno y otro pende la subsistencia del mejor de los mundos posibles, según lo afirman graves y acreditados Autores.»

     Wolffio, para sostener los principios que dan de sí estas consecuencias, horribles y ridículas a un mismo tiempo, se asió del patrocinio de Santo Tomás, Doctor de quien mostró siempre hacer particular estimación. No hay duda: el Santo, que no pensó jamás en ser Optimista, pudo suministrar luces a Leibniz para apoyar los antiguos sueños de los Platónicos. «El bien del todo (dice en un lugar) es preferido al bien de la parte. Es propio pues de un prudente Gobierno consentir algún defecto de bondad en la parte, para que haya aumento de bondad en el todo: no de otra suerte que el Arquitecto entierra los cimientos del edificio para darle la firmeza necesaria. Si se arrancase el mal de algunas partes del Universo, la perfección de éste perdería mucho: porque su principal belleza resulta del ordenado enlace que tienen en él los bienes y males, puesto que los males provienen de la privación de los bienes; y también de los mismos males suele hacer la prudencia del Gobernador que se sigan algunos bienes, así como de la interposición del silencio resulta la suavidad en la música. Según lo cual, la divina Providencia no debió excluir de las cosas el mal(208)

     No fue el Santo el primero que dijo esto. Lo que ahora se llama Optimismo no es otra cosa que una antigua opinión Platónica, cuyas reliquias, con ser pocas, y con estar esparcidas, dan todavía de sí los fundamentos principalísimos en que estriba el edificio Leibniziano. Dutens olió esto; pero no lo aclaró con la puntualidad que pedía su instituto. Procuraré suplir con brevedad lo que él dejó de hacer.

     El gran fundamento del sistema (y aun de la Metafísica) de Leibniz es lo que se llama principio de la razón determinante, que en lo común se llama razón suficiente. «La fuerza de este principio (dice en la Teodicea) consiste en que no se verifique jamás acontecimiento alguno, del cual no exista alguna causa, o a lo menos alguna razón que le determine: esto es, algún motivo que pueda servir para dar razón a priori, porque una cosa, antes existe, que no existe; y porque de tal modo, mejor que de otro(209).» El mérito de este principio no es ser reciente, porque sin él no habría Filosofía en el mundo. Si el mérito se busca en la aplicación, Platón fue el primero que la hizo. Leibniz tomó de él, no sólo la misma serie de reflexiones, sino los mismos modos de explicarse.

     «La suprema sabiduría de Dios (dice el Filósofo Alemán) unida a una bondad no menos infinita, no pudo menos de elegir lo óptimo(210)

     «Al que es óptimo en sí (dice el Griego) ni le era, ni le es lícito producir cosa que no sea excelentísima. Así ordenó el mundo de manera, que fuese la obra más bella y mejor en su naturaleza(211)

     Leibniz dijo no pudo menos: Platón ni le era, ni te es lícito. He aquí en ambos, sin diferencia alguna, atribuida a Dios la necesidad de elegir lo que el Alemán llamó óptimo, y el Griego .

     La diversidad única que hay entre los dos, es haber disfrazado aquél con nombre de razón suficiente de la producción del Universo, lo que explicó Platón con la voz Providencia. ¿Qué era ésta en sentido académico? La inteligencia del supremo Dios, o su benéfica voluntad hacia todas las cosas, la cual hace que existan todas en el mejor y más hermoso orden(212). Las palabras citadas de Leibniz no dicen más que esta definición: en ella están epilogadas muchas menudencias de la Teodicea, y muchos, muy prolijos, y muy áridos párrafos de la Teología Natural de Wolffio.

     ¿Qué entendían los Platónicos con la voz Hado(213)? Lo mismo que los Optimistas con la de conexión o cadena del Universo. «Dios (dice otra vez Leibniz) preordinó todas las cosas de un golpe, digámoslo así, y de una vez, previendo ya las súplicas, las acciones buenas y malas, y cuanto existe: siendo cierto que cada cosa contribuyó en algo idealmente, antes de su existencia, al designio de la existencia de todas. De aquí es que en el Universo nada se puede mudar sin destruir su esencia: si faltase en él la más pequeña parte del mal que contiene en sí, no sería ya el mismo mundo(214)

     Tan sumamente platónicas son estas suposiciones, que Leibniz, no muy tímido en sus hipótesis, no pudo llegar a las expresiones con que las proponía aquella escuela. No sólo se creía en ella, que todas las cosas están enlazadas entre sí(215); no sólo que el movimiento impreso en una se propaga sucesivamente pasando de una en otra, al modo del Oceano Leibniciano(216); no sólo que el mundo contiene en sí cuanto debe contener para su optimidad; sino que alargando la suposición hasta donde puede, afirmó Platón, y lo repitieron sus discípulos, haberse comprehendido todo en él, de suerte que es imposible ya la producción de otro Universo(217).

     Su Hado era una consecuencia de estos dogmas. La providencia produjo la mejor entre todas las obras que pudo: la perfección de esta obra consiste en el orden con que proceden las cosas en ella. Este orden, este proceso, este mudo caminar de los entes, esta diversidad de obras dirigidas a formar un Todo, una sola armonía, esta continua y necesaria alternación de causas y efectos dispuesta para la perfección del mundo, era el verdadero Hado platónico. No tiene otro sentido la difinición del mismo Platón. «Es (dice) una ley compañera del Universo, que es causa de que se efectúe cuanto acaece en él(218): «como si dijera, es el orden que prescribió la Providencia a las cosas. En este sentido le llama en el Fedro razón divina, voz de Dios(219). La explicación de Iámblico (copiada por Stobeo) desentraña excelentemente la obscuridad de estos misterios académicos. «Las causas naturales (dice) son de diferentes géneros, y penden de muchos principios; pero la multitud considerada en si pende de una sola causa íntegra: de suerte que todas las cosas se enlazan entre sí con un solo nudo, y las demás causas se refieren a la suprema.» Continúa ampliando este pensamiento, y concluye con esta declaración, enteramente leibniciana: Este único orden, que abraza en sí todas los órdenes, es lo que se llama Hado(220). Tenían los discípulos bien presente la sublime escena del Timeo, en que después de encomendar el supremo artífice la fábrica de las criaturas a los Dioses menores, puso en cada astro un espíritu a quien intimó las leyes fatales, manifestándole la naturaleza del mundo. Ésta, ya opinión, ya símbolo o alegoría pitagórica, no quiere decir más en lenguaje platónico, sino que Dios estableció el orden inviolable en las obras de su creación conveniente a la perfección del Todo: de suerte que, en primer lugar, no le fue lícito dejar de producir lo óptimo: en segundo, la producción de lo óptimo comprehendió en sí un íntimo, estrecho y determinado enlace de los entes, tal que siendo muchos, fuesen uno (así el mismo Platón) y esta unidad contuviese en sí cuanto era capaz de creación o pudo crearse: y en tercer lugar, este enlace íntimo, estrecho y determinado produjo aquel orden universal, compuesto de otros órdenes subordinados, que da motivo a cuanto acaece o se verifica en el Universo, que es el único y el mejor. Tenemos pues aquí los tres grandes principios del optimismo con más de veinte siglos de antigüedad.

     Los que llegaron aquí, no necesitaban dar muchos pasos más, para incluir la necesidad del mal en la producción de lo óptimo: Todo mal particular contribuye al bien general. Si Santo Tomás adoptó este axioma, sin ser Optimista, ¿qué harían los fundadores de la fábula? Platón echó los fundamentos en su libro X de las Leyes «Persuadamos a este mancebo (dice el Ateniense del Diálogo) que aquél que tiene cuidado del Universo ordenó todas las cosas para la salud y virtud del Todo; del cual cada una de las partes, según sus fuerzas, hace y padece lo conveniente...(221) Y de aquellas partecillas eres tú una, o miserable, que por pequeña que sea, está siempre atenta al Todo: ignoras que la generación de los singulares no tiene otro objeto que la felicidad del Universo: la substancia de éste no existe por causa de ti, sino antes bien tú has sido creado por causa de él(222). El Médico, y cualquier otro artífice, hace las cosas singulares en beneficio del todo, y las dirige todas a la perfección general; esto es, encaminando, no el todo a la parte, sino la parte al todo(223)

     ¿Se acabó esta ficción con la vida de su inventor? Nada menos. El honor de una escuela consiste en propugnar hasta los delirios del que la fundó; y la severidad Académica dudaba de todo, menos de las opiniones de su Maestro. El Optimismo fue dogma fijo y permanente entre los que hacían profesión de burlarse de los Dogmáticos. Trasladaré aquí dos pasajes, uno de Iámblico, y otro de Máximo Tirio, que pudo haber copiado Leibniz, y excusádose de añadir su estilo a los pensamientos ajenos.

     «Las partes corpóreas del mundo (dice el primero) no carecen de virtud, sino que antes bien cuanto mayores son, cuanto más hermosas, cuanto más perfectas que nuestros cuerpos, tanto mayores fuerzas y acciones tienen en sí. Cada una de ellas posee diferentes fuerzas, y produce diversas operaciones. Por cierto respeto recíproco pueden también producir otras muchas más: y aun fuera de eso, de todas las partes del Universo desciende a las partecillas una cierta acción multiforme; y desciende facilísimamente por la semejanza de las potencias, conviene a saber, en cuanto por grados sucesivos las potencias siguientes corresponden a las antecedentes, en especial cuando el paciente se acomoda al agente. Por las necesidades pues del cuerpo(224) sucede que del concurso de todas las partes resultan algunos males y perjuicios a algunas de ellas; males y perjuicios que son saludables al conjunto de todas y a la armonía del Universo, aunque dañosas a las partes; o porque consideradas en sí mismas no pueden sobrellevar las acciones del Todo, o por la mezcla de la materia(225), y la debilidad que es propia de los entes inferiores, o porque unas partes no estan sujetadas a otras... La concordia del Todo, el amor, el choque recíproco y otras cosas semejantes, respecto del Todo son acciones realmente; en cada una de las partes pasiones(226)

     Si hay en la tierra (dice Máximo) algunos desórdenes que no corresponden en la apariencia a la sabiduría del artífice que la hizo, no hay que echar la culpa al arte porque el artífice no menos atiende a su arte que el Legislador a la ley: además de que la mente divina es más certera en sus fines que la arte humana. Sino que, así como en los manejos de los oficios el arte obra primariamente de cierto y determinado modo para alcanzar su fin; y de aquella acción resultan ciertos efectos casuales, que no son obras del arte, sino afecciones de la materia; como cuando centellea el yunque, o saltan las chispas de la fragua, o en otras obras se siguen efectos semejantes, que no son el fin del artífice, y son necesarios en la obra: del mismo modo en los males que intervienen en las cosas humanas, el arte debe ser disculpada enteramente, porque son en realidad ciertas afecciones necesarias que están enlazadas con la fábrica del Universo: Las cosas que nosotros llamamos males, corrupciones, las que nos obligan al llanto; a éstas el artífice las llama conservación del Todo(227); cuya felicidad es su primer cuidado, y para que la logre es menester que las partes padezcan corrupción. ¿Aflige la peste a los Atenienses, el terremoto a los Lacedemonios, se inundan los Tésalos, arde el Etna? Está bien. ¿Cuándo prometió Júpiter la inmortalidad a los de Atenas, a los Lacedemonios un suelo libre de movimientos? a los Tésalos de inundación, y del fuego a los de Sicilia? Tú llamas corrupciones a estas afecciones, porque pones la vista solo en los seres que perecen o se destruyen; pero yo las llamo conservación, porque preveo las utilidades que se seguirán. Ya ves la mutación de los cuerpos y las nuevas generaciones: pues figúrate en ellas, como Heráclito, una senda que corre abajo y arriba. La muerte de un ente aprovecha a la vida de otro, cumpliéndose con esta continua sucesión de vidas el complemento del Universo(228)

     Yo diré aquí por último, que el axioma fundamental de Pope, no estuvo sólo encerrado en la escuela Académica. Aristóteles le estableció bien claramente en el libro del Mundo, si es suyo el que anda entre sus Obras con este título(229). Entre los Cristianos es singular Lactancio, que impugnando a los que se quejan de la debilidad del hombre y le posponen a los brutos en cuanto a la felicidad, no tuvo reparo de decir que aunque Dios pudo, por ser omnipotente, crear de otro modo las cosas, no debió crearlas sino, del modo que existen(230)

. En resolución, la Historia de esta opinión nos lleva naturalmente a pensar que así como somos deudores a la antigüedad de los elementos de todas las artes y ciencias (beneficio que no quieren agradecer ciertos modernos fastidiosos, que hubieran sido unos brutos, si hubieran nacido en la edad de Homero), de la misma suerte hemos heredado de ella las semillas de todos los delirios filosóficos. De las inmensas bibliotecas de la antigüedad no ha quedado más que un pequeñísimo número de libros, y en ellos hallamos dicho cuanto nace, o de la reflexión o de la fantasía. ¿Qué sería de las invenciones recientes sino hubiera perecido tanto libro?

                          Incita al pueblo a la piedad el labio
de un Hermes, de un Ion; sin resistencia
levantan aras al oculto Numen
que adoran y no ven. Pág. 73.

     ¿En qué consiste que los hombres son más inclinados a la superstición que al ateísmo? Para tres o cuatro Ateístas que ha habido en el mundo, desde que hay filosofía en él; son innumerables los pueblos que ha habido, y hay supersticiosos. Acontece más todavía. Es rara la religión que no se ve adulterada con ciertas prácticas populares, que la desfiguran y alejan de su verdadero instituto, por excederse los hombres en el uso de la piedad(231).

                          Hasta en las cosas que a su Autor consagran
mezclan los hombres su maldad: pervierten
la inocente piedad, y figurando
dioses injustos, con nefandos votos
su auxilio imploran, o por medios torpes
a venerar su omnipotencia acuden.

     Una atenta reflexión sobre esto pudiera haber abierto los ojos de la Razón a los declamadores de la impiedad, si ellos fuesen capaces de reflexionar consecuentemente.

     Fue raro entre los Legisladores antiguos el que no se valió del velo de la religión, para reducir los pueblos a recibir pacíficamente las leyes. Esto ¿qué prueba sino que los hombres han nacido religiosos por constitución natural de su ser, y que el culto de una Deidad es propio y esencial de su naturaleza? Ninguna especie de persuasión vale tanto, como la que se supone nacer del cielo.

     El hombre pues nace con el instinto de la religión. Pero ¿cuál debe ser la Religión del hombre? Ve aquí el laberinto de la Filosofía, y el escándalo de la racionalidad. Para mí (digan lo que quieran los Pseudósofos) la mayor prueba de que el ánimo humano está corrompido, es esta obscuridad del entendimiento en conocer aquello que es más inclinado naturalmente. La propensión a la religión es tan inseparable de él, como evidente la imposibilidad de alcanzar la cierta noticia de Dios, y el recto modo de adorarle. «De aquel culto universal de Dios, ingénito en todos los hombres (dice maravillosamente Juan Luis Vives a este propósito) han nacido las particulares religiones de Dios y de los Dioses. Porque aunque cada hombre, por inspiración de la Naturaleza, sabe que hay un Dios, y que se le debe reverenciar y adorar; pero ignora si este Dios es algún hombre, algún animal, alguna piedra, alguna yerba, u otro género de cosa que ni sienta, ni sea sentida. Ignora también qué reverencia se le debe ofrecer, con qué cultos conviene adorarle, con qué ceremonias(232)

     De esta verdad, que por ser experimental no necesita de prueba, nace otra evidentísima, y es, que no puede haber religión cierta sin que Dios la revele. ¡Fanático! me dirán aquí al instante los que quieren más ser delirantes que religiosos. Pero ¿que cosa más fanática que un Filósofo soñador, encaprichado en hacer creer, que él solo es el depositario de la verdad, y que sus delirios son otros tantos artículos de fe?

     La inclinación de los hombres a la Religión, muestra que deben tener alguna. ¿Será suficiente la natural? No: porque ¿qué viene en substancia a ser la religión natural? No otra cosa que el modo de abandonarse a las ficciones o sueños de una fantasía desenfrenada. Los dogmas religionarios de cada Filósofo han sido inspiraciones de su razón, esto es, su religión natural. Henos ya aquí en una maraña no menos intrincada que la que nos ofende en las supersticiones populares. En ninguna cosa es más indigno de la razón del hombre el engaño, que en la opinión que debe tener de su Criador, y del culto que se le debe prestar. Pero al mismo tiempo ningún engaño es más llano ni más común. El vulgo ignorante, incapaz de levantar el espíritu a la consideración filosófica del Ente supremo, se acomoda a las creencias que recibió en la niñez: el Sabio crea su Dios y su religión al arbitrio de su vanidad. El Político somete la piedad a los fines de su ambición, impío por conveniencia, o fanático por razón de estado. ¡Dichoso aquél que fía a Dios la declaración de su grandeza y voluntad, y se deja llevar a la virtud y pureza del ánimo por la senda de una Revelación santa y magnífica! Cual será mayor mérito, ¿ser un sutilísimo metafísico, para quedarse siempre en la incertidumbre; o acomodar sus obras a los decretos de una Ley que establece el candor, la paz, el amor entre todos los hombres?

     Trasladaré aquí, no sin oportunidad, la Escena primera del tercer Acto de una Tragedia que escribí a la entrada de mi juventud, cuando la aridez de la práctica jurídica me obligaba a desempalagarme con la amenidad de las Musas. Ella contiene una filosofía, inportuna tal vez en un Drama trágico. Pero las reflexiones que vertí en ella entonces no me han parecido del todo indignas de este lugar, y de conservarse.

     Un Pontífice de la antigua Roma aplica la pena de los azotes a una hija Vestal, a quien se le atribuyó el delito de haber dejado apagar el fuego perpetuo de Vesta; pero se niega a la ejecución de la pena (que le tocaba por ley), fiandola a manos menos piadosas que las de un padre. Un Sacerdote, confidente suyo, intenta disuadirle. Ésta es la situación.

         PONTÍFICE.           SACERDOTE.
 
PONTÍFICE    ¿Qué se resuelve en fin? ¿A quién se fía
del castigo de Emilia el ministerio,
Domicio?
SACERDOTE Vuestro mérito, no digno,
Señor, de un infortunio, y bien impreso
en los ánimos todos, de tal suerte
llena los votos del piadoso pueblo,
que indecisos los árbitros, lamentan
vuestro mal, sin pasar a resolverlo.
PONTÍFICE ¿Al cielo me anteponen? ¿Por mí tardan
en dar su honor al profanado templo?
¡Débiles jueces!
SACERDOTE Si en presencia ahora
de la ignorante plebe, vuestro acento
expresara ese enojo (perdonadme,
Señor, me amáis) lo extrañaría menos.
Pero en esta ocasión...
PONTÍFICE                 ¿Pues qué Domicio
por tan impío me tienes?
SACERDOTE                        Antes tengo
vuestra piedad en opinión tan alta,
que más por ella extraño vuestro celo.
Vos sois sabio, Señor; cuantas doctrinas
halla el Egipcio. y desmenuza el Griego,
son, si no ocupación de vuestro labio,
de vuestro juicio infatigable empleo.
Yo, a quien vos por favor o confianza,
de vuestro estudio hicisteis compañero,
sé, que en cuanto a los Dioses que servimos,
no convenís con el sentir plebeyo.
Esta máquina inmensa que habitamos,
esos globos pendientes en los cielos,
si por uno no fueran dirigidos
presto cayeran en el caos primero.
Este uno es vuestro Dios: Júpiter, Vesta,
Venus, Neptuno, y cuantos el incienso
de la plebe reciben, ni aun ser hombres,
cuanto más, ser Deidades merecieron.
Vos lo sabéis, Señor: y vos en tanto
supersticiosamente descontento,
aceleráis la pena a vuestra hija,
porque a un rito faltó en que no creemos.
Porque en fin ¿qué creéis de la gran Vesta?
¿Hay para vos en las Deidades sexo?
¿O teméis algún mal sobre la patria
de una Deidad, de la ignorancia efecto?
En presencia del vulgo estas creencias
yo también las apoyo y las esfuerzo:
yo sé bien con que fin; pero hasta el punto
que vos, nunca alargara el fingimiento.
PONTÍFICE    Discípulo inhumano, que así turbas,
queriendo consolarme, mi consuelo,
¿por qué ocupen la tierra falsos cultos,
dejara de haber uno verdadero?
¿Por qué todas las gentes más se inclinan
a la superstición? En ellas veo
un natural decreto que corrompen,
como corrompen los demás decretos.
Vuelve la vista a las naciones varias
que pueblan la extensión del orbe nuestro,
en todas hallarás establecidos
cultos, o decorosos, o groseros.
Reverenciar a Dios exteriormente
es ley que en nuestras almas él ha impreso:
si no hay culto común, es por la causa
que hay robos, homicidios y adulterios.
En adorar a Dios no se conforman
las naciones sin duda, por lo mesmo
que se conforman en romper las leyes,
que el Árbitro de todo nos ha impuesto.
SACERDOTE    Ese árbitro sin duda será Vesta.
PONTÍFICE    ¡Oh qué importunas burlas! Sí: te entiendo.
Pero tú, si abandonas nuestros ritos,
¿cuáles elegirás?
SACERDOTE               Mi pensamiento
será el culto mejor. Las ceremonias
¿qué pueden añadirle?
PONTÍFICE                 En fin, advierto
que es en ti la doctrina precipicio,
cuando debiera ser tu mayor freno.
Triste, ¿tu religión y la de todos
quién la supiera sin el culto externo?
Dio regla Dios, que indique los delitos:
¿no la diera que indique los Ateos?
Trasládate a la bárbara ribera
de Támesis nubloso: de sus pueblos
hazte vecino: que en tu pecho habita
la religión ¿cómo podrán saberlo?
Dios quiere que le adoren con un culto,
y como es Dios en sí: los devaneos
de los sabios ociosos, tantos Dioses
como el vulgo ignorante nos han hecho.
No es ciencia esta del hombre. Vendrá, amigo,
vendrá, yo lo confío, el feliz tiempo
en que el que hizo al mortal, le manifieste
cual es su ser, y de adorarle el medio.
Entretanto estos ritos poco dignos
de su alta majestad yo los observo,
porque ignoro el seguro, y los aplico
en esperanza firme al venidero.
Por esto los castigo como agravio
hecho al sumo Hacedor... Vienen de adentro
dos vírgenes... Domicio, sed piadoso,
si ser sabio queréis.
SACERDOTE                Os lo prometo.
No a añadir gloria al que de toda es padre,
Dueño y Dispensador.          Pág. 73.

     Si la Filosofía vana se contentase con formar Dioses a su antojo, no haría más que dar una prueba de su ambiciosa debilidad. Pero impugnando los ritos del culto externo, con que el hombre indica a Dios su subordinación y su agradecimiento, traspasa los términos de la especulación, y se entra en los del fanatismo: porque es menester saber que el atrevidamente impío no es menos fanático que el supersticioso pertinaz: son dos vicios iguales, opuestos a la virtud de la religión; y así para mí tan fanático es Epicuro cuando combate todo género de culto, como el miserable vulgar que coloca la verdad del culto en solas las ceremonias.

     Creer que Dios necesita de nuestra adoración para su gloria y engrandecimiento, sería creer que el Autor de todo necesita de algo. Ni de nuestra virtud tiene necesidad Dios, cuanto más de nuestras genuflexiones(233). Pero ¿qué diremos del hombre? Existe a expensas de Dios y vive por su voluntad; y habrá Filósofos que os sostendrán que no debéis reconocer estos beneficios. La esencia de la religión no consiste en saber especulativamente que hay una Deidad, y que todo depende de ella: ésta no tanto es adoración, como estudio. Es menester humillarse ante la Divinidad, reconocer que la misma continuación de nuestra existencia es una continuación de su beneficencia sobre nosotros; y la consideración de esto nos lleva como necesitados a las señales exteriores o actos de religión, no de otro modo que la compasión, la humildad, la admiración, o cualquier otro afecto del ánimo sale impensadamente a los movimientos del cuerpo, por constitución natural del hombre.

     Los que combaten las ceremonias del culto, habrán de combatir también el arte de la Lógica, el de la Oratoria, el de la Poética, y por decirlo de una vez, todas las artes que estrechan el entendimiento a obrar de ciertos y determinados modos para lograr el fin de cada una. ¿Qué conexión hay (me dirán) entre estas artes instrumentales, y el culto externo que se ofrece a la Divinidad? Grandísima. La naturaleza del entendimiento es pensar; pero esta naturaleza está muy expuesta a los descaminos, esto es, a los errores y a los delirios. Él por sí mismo ha sabido aplicar el antídoto a esta dolencia, y a fuerza de reducir a reglas y preceptos las obligaciones de su ser, ha venido a hallar los medios de no errar, siempre que quiera acomodarse a su misma naturaleza reducida a preceptos.

     ¿Yerra menos el entendimiento en la opinión de Dios, que en la investigación de la verdad, o en la fábrica de un panegírico? Pues en verdad que Epicteto, que era Filósofo, y no Cristiano, dejó escrito, que el primer capítulo de la religión debe ser tener rectas opiniones de los Dioses(234): y ¿quién será capaz de tenerlas rectas, sin una particular declaración del cielo? Y ve aquí la primer razón, o por mejor decir, la fundamental, que apoya la necesidad de un culto que declare al hombre lo que él no es capaz de saber.

     La religión consta de muchos afectos, así como el entendimiento de muchas operaciones. Doy aquí nombre de afectos a todo aquel cúmulo de motivos que inducen al hombre a la adoración. Si el entendimiento pues tiene artes para dirigir sus operaciones, ¿por qué no podrán reducirse a un arte aquellos movimientos externos nacidos de los afectos religiosos? Y si los hombres son incapaces de dar con la verdad de este arte, por la obscuridad de su entendimiento, por la debilidad de sus potencias, por los ridículos caprichos de la voluntad; ¿por qué no hemos de conceder a Dios la benignidad de comunicarnos este arte admirable y magnífico, para unirnos a sí, y para que cumplamos con la primaria ley del orden racional?

                          ..................................Si de las altas
regiones asomaba amenazando
la Religión ceñuda a los mortales.    Pág. 74.

     Alude a los siguientes versos de Lucrecio.

                          Humana ante oculos faede cum vita jaceret
in terris opressa gravi sub religione,
quae caput e caeli regionibus ostendebat
horribili super aspectu mortalibus instans,
primum Graius horno mortaleis tollere contra
est oculos ausus, primusque obsistere contra.


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Al Discurso IV



                          Vino el hombre a ser hombre finalmente,
y salió del estado que le toca,
si no miente el gran Genio de Ginebra. Pág. 113.

     El estado verdaderamente natural del hombre es el sociable. La razón se toma de la misma naturaleza del hombre, incapaz de llegar al último extremo de su perfección posible en otro estado que no sea el de Sociedad. El ejercicio de las potencias específicas del ser humano, esto es, de sus facultades intelectuales y morales, pide por sí el uso de la unión y comunicación mutua: y éste es un convencimiento irrefragable de que las criaturas dotadas de Razón han sido creadas para comunicarse recíprocamente, y ejercitar unas con otras los oficios de la racionalidad.

     No ha mucho tiempo que andaba errante por la Europa un célebre ciudadano de Ginebra que se empeñó en probar, que los hombres habían nacido para ser salvajes. Una Academia erigida en Francia para fomentar las Ciencias y las Artes, premió un Discurso en que se persuadía, haber sido las Artes y las Ciencias el origen de los vicios más horribles y detestables. Los votos de la Academia recayeron tal vez sobre la corteza del Discurso: pero cualquiera perdonaría de buena gana el oropel de una elocuencia sibilina, por no hallar envueltas entre la pompa de las palabras las injurias más atroces contra las Sociedades civiles. Rousseau halló en ellas el origen y práctica de todos los vicios. Pero ¿cuáles son las virtudes de los Salvajes?

     «Los Belgas (dice César) están cerca de los Germanos que habitan a la otra parte del Rin, y con quienes continuamente tienen guerra: por este motivo los Helvecios exceden también en valor a las demás gentes de la Galia, porque sin intermisión alguna están peleando con ellas, o bien porque los Germanos los echan de sus tierras, o porque ellos quieren echar a los Germanos(235).» Ariovisto, Rey de los Germanos, (decía Doviciático al mismo César) se ha metido en la Provincia de los Secuanos, y ha ocupado la tercera parte de sus campos, que son los mejores de toda la Galia: y no contento con esto, está mandando a los habitadores de la otra tercera parte que salgan de ella... Con lo que vendrá a suceder que dentro de poco tiempo los Secuanos se verán forzados a dejar la Galia, y todos los Germanos pasarán el Rin(236)

     Esto sucedía entre unas gentes que tenían en tanta estimación los vasos de oro, como los de barro(237): que usaban de la permutación de las cosas necesarias, sin querer valerse del dinero(238): que no tenían ciudades para su habitación, ni formación de pueblos, sino cabañas y casas separadas, sin tejas ni cimientos(239): cuyos campos, o no se labraban, alimentándose con carnes, leche, queso y frutas silvestres, sin aparato ni aderezo alguno; o si se labraban, como acontecía entre los Suevos, gente la más belicosa de los Germanos, era sin distinción de posesiones entre los particulares, hecho común el trabajo y los frutos(240): cuyas vestiduras se componían de pieles de fieras o de otras materias rudas, estrechas, cortas, y tales, que así en las mujeres, como en los hombres descubrían mucha parte del cuerpo(241). Al fin, gentes si no del todo embrutecidas, mas próximas al estado de irracionalidad, que al humano.

     Si a estas naciones se les preguntase: «¿con qué fin os esforzáis en arrojar de sus asientos a vuestros vecinos? ¿Qué motivo os obliga a destruir tan ferozmente a vuestros semejantes? Esas tierras de que os arrojáis mutuamente, ¿harán ms cómodos los aduares de unos hombres que desconocen la comodidad?.. «El fin era tener desiertas las tierras contiguas a sus moradas(242): y el motivo ¿cuál otro podía ser, sino el fatal efecto de la decadencia de la naturaleza humana? Desconocían, es verdad, la lascivia; pero entendían maravillosamente el arte de destruirse sin motivo ni ocasión: no estaban entregados al lujo; pero lo estaban a la rapiña, al robo, a la ferocidad. Las naciones mismas que se tienen hoy por más cultas y civiles, no reparaban entonces en contar la carne humana entre sus manjares(243). Comparados entre sí estos vicios ¿cuáles son más horribles?

     La inclinación al vicio es universal. Las circunstancias pueden sólo aumentar, mantener, o dar diversas formas a su práctica. Las leyes sofocan o reprimen en la Sociedad culta los que se ejercitan libremente en la bárbara o salvaje. Los Griegos antes de la guerra, de Troya, vivían de la rapiña: y el que coteje la descripción que hace Tucídides de las antiquísimas costumbres de Grecia(244), con las que hacen César, Mela, Tácito, y Estrabón de los antiguos Alemanes, hallará una semejanza común a todas las naciones bárbaras del mundo. El uso de las naves, es decir, el comercio marítimo hizo civiles a los Griegos(245): nacieron las artes: se inventaron las Ciencias: se escribieron las leyes: se erigieron los tribunales: hallaron los ciudadanos el modo de vivir en la necesidad mutua de cada uno: la industria sobrepujó al consumo interior, y por no perder el sobrante de sus fábricas y oficios, aprendieron a vender a otras naciones los géneros que abundaban en la suya: de aquí nació el aumento del dinero; de éste el poder; y de la cultura la seguridad. Todas las fuerzas de Asia, obedientes a la voz de un Rey acostumbrado a vencer, cedieron en Termópilas a un puñado de Griegos cultos, cuando antes, bárbaros y rudos, cedían facilísimamente a la violencia ajena, viéndose en la necesidad de hacer duras y frecuentes transmigraciones.

     Si la felicidad de los hombres estuviera en vivir al modo de las fieras, la Naturaleza no hubiera puesto en ellos, ni entendimiento, ni habla, ni inclinación a la Sociedad. Decir que todos los hombres deben ser Salvajes, porque hay algunas naciones Salvajes, es decir que todas las frutas no deben madurar, porque hay algunos terrenos en que no maduran. El punto está en hallar una Comunidad sin vicios; pero ¿en qué parte no son los hombres viciosos? Los Griegos tenían unos cuando eran bárbaros: perfeccionaron su condición, y cesando aquéllos, nacieron otros, que debieron su introducción a las diversas circunstancias. El Griego bárbaro se ejercitaba en robar impunemente; y el culto se ejercitó en acrecentar su fortuna derribando de ella a otro ciudadano. Las leyes reprimieron los vicios primeros; y la vida civil dio ocasión a otros que procuran también reprimir las leyes.

     No es pues ciertamente la Sociedad civil la causa de la corrupción de los hombres. Al contrario, la inclinación a la Sociedad es uno de los medios que les concedió Dios para que se mantengan en la perfección correspondiente a su especie. Pongamos la consideración en todos los entes creados. Los insensibles tienen la perfección dentro de su misma esencia: los que poseen facultad de crecer caminan a ella por ciertos grados y períodos constantemente establecidos: los sensitivos la buscan siguiendo las impresiones que hacen los objetos externos en su imaginación o fantasía. ¿Y el hombre? El hombre debe tener también algún orden peculiar que cause su perfección cuando se mantenga en él, a la manera de los demás entes. ¿Y cuál es este orden? No otro que el recto ejercicio de las obras del entendimiento y de la voluntad; obras que ni se pueden practicar ni perfeccionar sin la unión sociable, que es el instrumento o medio con que se practican y perfeccionan.

     Los Filósofos de nuestro siglo, severos reprensores de los dogmas de los antiguos, los imitan con todo eso admirablemente en el negocio de fingir sistemas. Si Aristóteles halló la servidumbre establecida en el orden de la Naturaleza; los modernos, suscitándole por ello una terrible acusación, nos enseñan al mismo tiempo un estado natural primitivo, hallado, no en los archivos de la antigüedad, sino en los caprichos de su fantasía. Para descubrir el origen de la Sociedad civil, nos pintan primero un estado insociable, a quien dan título de natural. Esto vale tanto como si para investigar como se había fabricado una mesa de mármol, quisiésemos suponer que aquel mármol, antes de fabricarse la mesa, había sido madera de nogal o de ébano. Denme los Filósofos una porción de hombres limpios de la corrupción que los inclina al vicio: figúrense en ellos los sentimientos más puros y nobles de la humanidad: represéntenlos practicando, o no apartándose del orden y leyes de su naturaleza: háganlos virtuosos, sencillos, humanos, pacíficos, benévolos, en una palabra hombres; una porción de tales individuos ¿sería insociable? ¿Vivirían careciendo de los oficios de la comunicación mutua, que son las delicias del género humano, cuando no hay temor del quebrantamiento de la virtud?

     Pero los hombres son , y han sido viciosos, dicen los Filósofos: y yo digo, que el ser vicioso no es el estado natural del hombre. La corrupción de su naturaleza pudo hacerle infeliz, pero no insociable. La inclinación a la maldad pudo alterar, pero no aniquilar la íntima naturaleza del ser humano. Hobbes dio en creer que el temor de la guerra dio origen a las Sociedades civiles: y yo creo que el temor de la destrucción de la Sociedad dio origen, primero a la guerra, y luego a los Estados civiles, que no son más que unas prudentes modificaciones de la Sociedad primitiva.

     Lo mismo, a proporción, se debe decir de la rusticidad o selvatiquez en que degenera el hombre, cuando no hace progresos en el cultivo de la Razón. La facultad que tiene de perfeccionarse no le es inútil. Si sus obras fueran necesarias, caminaría derechamente, sin tropiezo ni extravío, hasta el último grado de la perfección que corresponde a su ser, de la manera que caminan los brutos y los árboles. Somos libres: y esto lo que quiere decir es, que nuestra perfección pende de nuestra mano, esto es, que Dios dejó a nuestra discreción el colocarnos en el último grado de perfección que nos pertenece. Nuestro ánimo consta de Entendimiento para saber obrar, de Voluntad para querer obrar, y de Libertad para poder obrar. Según esto, el hombre no se halla en su estado u orden, si no procura llevar a la suma perfección el ejercicio de estas tres potencias. La razón es, porque de otro modo nos serían dadas inútilmente.

     Lo que se deduce de todo esto es, que el hombre ha nacido para la Sociedad; y no como quiera para la Sociedad ruda, sino para la culta y urbana(246). Y esta inclinación, no nace (como ya lo advirtió nuestro Vives(247)) de la necesidad de acudir a las miserias de la vida, sino de la misma constitución del hombre, cuya perfección en la tierra pende principalmente del uso de la Sociedad. La introducción o establecimientos de las civiles es el que debe su origen a la maldad y a las miserias; extremo contrario a la creencia de Rousseau: y es innegable; porque si los hombres no degeneraran del orden o estado que compete a su naturaleza, no se vieran en la precisión de alterar la primitiva Sociedad, eligiendo cabezas, estableciendo leyes, inventando artes, y cediendo su propia fuerza para asegurarse de la iniquidad o violencia de sus semejantes(248).

                          No por la fuerza con que el bruto siente
fructifica la planta: ni en el hombre
causa las obras de su especie propias
la misma fuerza que a la bestia anima.    Pag. 118.

     Los brutos sienten: los hombres sienten del mismo modo que los brutos. Según esto (creo yo) los hombres sentirían, aunque careciesen de racionalidad.

     Si es en los hombres la alma racional la que siente, ¿por qué no raciocinan los brutos, puesto que sienten como los hombres? ¿Daría Dios a aquéllos un principio racional, para hacerlos solamente sensibles? Yo no extrañaré que un Cartesiano diga, que este ya que siente el dolor, es el mismo yo que raciocina, que investiga, que reflexiona(249); porque un Cartesiano no adopta sentimiento alguno en los brutos: opinión tan ridícula que se deja impugnar de las arañas y de las moscas, sin necesidad de argumentaciones más intrincadas. No puedo menos de acordar a este propósito las palabras de nuestro Francisco Valles, que impugnando a su contemporáneo Gómez Pereyra, impugnó a los Cartesianos como en profecía. «La opinión además (dice) es por sí absurda: porque ninguna fe podremos dar a nuestros sentidos, y la duda procederá hasta los términos de la locura, si negamos que tienen sentido alguno unos entes que huyen despavoridos a vista de unas cosas, apetecen otras y las buscan, se quejan cuando se les hiere, y observan las leyes de la amistad y enemistad(250)

     Si el principio de obrar de los brutos no es esencialmente diverso del de los hombres, no hay razón para negar a los brutos la inmortalidad. La razón es, porque el mayor o menor número de efectos de una fuerza, principio, o llámese alma, no perjudica a su intrínseca naturaleza: y así, si la esencia del principio de obrar de los hombres, contiene en sí la esencia del principio de obrar de los brutos, los dos principios serán esencialmente unos, y sólo se distinguirán en el mayor o menor grado de perfección.

     He dicho esto, porque hay grandes debates entre los Filósofos, sobre si en el hombre es una misma la alma que siente y raciocina. Locke dijo ya, que el entendimiento humano no es capaz de alcanzar por sí, si Dios pudo atribuir pensamiento a la materia(251); y por este camino podremos también llegar a dudar, si hay alguna alma que produzca las acciones del hombre. El nombre de Francisco Valles, varón a quien deben algunos pensamientos los modernos, me acuerda la valiente defensa que hizo de la opinión más recibida en las escuelas, conviene a saber, que el hombre siente y raciocina con un mismo principio(252). Juan Luis Vives (y cito a los dos, porque en esta parte, y en otras muchas, no filosofaron al modo de los Escolásticos) probó lo mismo antes que Valles, valiéndose de razones harto sutiles, dignas de la penetración de tan gran varón(253): bien que en esto anduvo perplejo; y bien considerados algunos pasajes de otras Obras suyas, se halla, que si no adoptó enteramente dos principios diversos en el hombre, por lo menos indicó pruebas harto fuertes para inclinar el entendimiento a adoptarle.

     Para mí, por lo menos, tiene gran fuerza la siguiente argumentación, pendiente de lo que dije antes. O la substancia del principio de obrar de los brutos es diversa de la del principio de obrar de los hombres, o no lo es. Si lo es, ¿de qué modo se hallan en la potencia racional las facultades de la brutal? Si no lo es, ¿por qué se niega la inmortalidad al alma de las bestias? Yo oigo decir a los Escolásticos, que los brutos tienen un alma materialiter cognoscentem, esto es, que conoce materialmente: que ésta es forma substancial corpórea de un compuesto puramente corpóreo, la cual forma, sin ser cuerpo, es corporal, y sin ser materia, es material: que la tal forma percibe las cosas por un instinto in actu primo, y juzga que las debe apetecer o repugnar por otro instinto in actu secundo, el cual incita a1 apetito a huirlas o abrazarlas. Por otra parte los oigo decir que es muy peligroso en la Fe, afirmar que en el hombre haya más que en una forma substancial, distinta de la materia, autora de las funciones tanto sensitivas, como racionales; y que por consiguiente se identifican en ella las formas nutritiva y sensitiva: como si dijeran, que en el hombre es una misma la substancia que vegeta, siente y raciocina. Pero aquí las dificultades. ¿De qué manera se identifican en una substancia inmaterial las facultades de una substancia educida de la materia? El alma de los brutos es material, y siente, y imagina, y apetece: el alma racional del hombre es inmaterial; ¿cómo pues se hallan en un sujeto inmaterial (para hablar con los Escolásticos) las propiedades de un sujeto corpóreo? Si se diesen muchas almas en el hombre, dice Amort(254), y éste sería hombre y bruto a un mismo tiempo: esto es absurdo; luego no hay más que un alma en el hombre. Mayor absurdo, creo yo, es atribuir a substancias repugnantísimas, unas mismas operaciones, contra las leyes mas inviolables y generales de la Naturaleza(255).

     Los Escolásticos dicen que es peligroso en la Fe, afirmar que en el hombre hay más de una alma. Y al contrario, yo juzgo que es dar un grande asidero a los Materialistas el defender que obra generalmente por un solo principio. De este mismo inconveniente participan las substancias indefectibles de Leibniz, explicadas por Wolfio, en lo que toca al alma de los brutos y de tal suerte, que no deja lugar para distinguir específicamente la mónade racional de las de las bestias(256).

     Dios ha concedido a los cuerpos organizados de cierto modo la facultad de sentir, percibir y apetecer; así como ha concedido la gravedad a la materia, el calor al fuego, la claridad a la luz, y a todos los entes las facultades propias de su ser. Ignoramos de donde les viene el sentimiento a los brutos, es verdad; pero también ignoramos de donde le viene al fuego la facultad de quemar, la gravedad a la materia, la claridad a la luz, y a los árboles la potencia de producir hojas y fruto. Vemos que los brutos sienten, y que los árboles producen: esto nos basta para conocer que son éstas, y no otras, las facultades peculiares de su orden. Querer averiguar más, es, como dice Vives, pasar los términos vedados, y entremeterse desvergonzadamente en los arcanos de la Divinidad.

     Todos los cuerpos son graves, se inclinan al centro. La piedra es grave, el agua lo es también: ¿luego la piedra es agua? consecuencia absurda. Es indubitable que el principio o causa de la gravedad es uno mismo en todos los cuerpos; pero también lo es, que la causa que hace líquida al agua es diferentísima de la que hace sólida a la piedra: la que hace circulares a las gotas de un líquido, no es la misma que hace exágono al cristal de roca. Así también: las plantas vegetan; los litófitos vegetan; los animales vegetan: ¿luego las plantas, los litófitos y los animales son una cosa misma? Nada menos. Es verdad que la causa general de la vegetación es una misma en todos los cuerpos que vegetan; pero también lo es que las diferencias específicas de los vegetales no tienen ni semejanza ni parentesco alguno entre sí. La causa que hace incombustible al amianto, no es la misma que hace que un granado produzca granadas: la que hace sensibles a los animales, no es con la que vegetan las plantas: ni la que hace vegetar a la planta, causa en el amianto la incombustibilidad. Esta misma distinción tiene lugar en la diferencia específica del hombre y el bruto. Tendamos la vista por el campo de la Naturaleza. ¿Qué hallamos? Ciertos principios genéricos y comunes, algunos a todo los entes, muchos a solo un cierto y determinado número, da cuya mutua participación resulta este maravilloso, enlace de la Naturaleza, que conspira a formar un Todo admirable, compuesto de varias y diferentes partes. El ente racional es sensitivo: el sensitivo es vegetable: el vegetable es grave: el grave es capaz de movimiento. Pero ni la causa del movimiento produce la gravedad: ni la de la gravedad la vegetación: ni la de la vegetación la facultad de sentir: ni la causa de esta facultad es la que produce la raciocinación. El que diga pues que el hombre siente y raciocina por una misma causa, habrá de creer también que la causa que hace incombustible al amianto, es la misma que hace que el granado produzca granadas; puesto que son tales las diferencias específicas de estos dos entes, así como lo son en el hombre y el bruto la raciocinacíon y la facultad de sentir, aunque se convengan en la vegetación, de la suerte que se convienen el amianto y el granado(257).

     Ni debemos hacer mucho caso de los argumentos que se toman de la semejanza de las operaciones. Todos los árboles son semejantes entre sí en el principio genérico de la vegetación; pero no por eso el granado es peral, ni el peral higuera. El principio genérico produce los efectos genéricos en todos los árboles: alimentarse, crecer, producir hojas, flor y fruto; he aquí la facultad común, derivada de una misma causa. Pero, por ventura ¿es esta misma causa la que produce los frutos peculiarísimos en cada árbol? Nada menos: porque las diferencias específicas nada tienen que ver con la causa común. Si hay quien extrañe la familiaridad de los ejemplos que propongo, crea que no por eso son menos apropósito que las sutiles e intrincadas demostraciones. Entiéndase lo que quiero decir, y nieguéseme enhorabuena el epíteto de profundo.

     Un Pedro Baile me estrecharía aquí a que le explicase, cuál es, y en qué consiste este principio sensitivo que doy al hombre, distinto del racional. Yo, a la verdad, no le diría que es una substancia media, ni bien material, ni bien espiritual, porque no lo sé: ni le diría que es útil forma substancial, porque no comprehendo que pueda ser esta forma: ni le diría que es un espíritu material sutilísimo, porque lo ignoro: ni le diría que es una mónade indefectible, porque estas mónades son hijas del entendimiento de un grande hombre, pero no de la Naturaleza: ni le diría en fin nada de cuanto dice cada una de las sectas, porque ninguna de las sectas sabe lo que se dice, ni en éste, ni en otros puntos todavía menos obscuros. La ciencia Física no sera nunca más que la ciencia de los efectos. Éstos me indican que el hombre y el bruto se diferencian específicamente: ¿qué más necesito para saber que no es una en ellos la causa de sus diferencias específicas? pues es tal el artificio o la gradación que observamos en todas las cosas creadas(258). Con todo eso: cuando los Filósofos me expliquen clara y distintamente, cuál es la causa inmediata de la gravedad, la del movimiento, la de la luz: porque la agua es líquida, el aire elástico, el fuego ardiente, la tierra fecunda: porque un árbol crece, y produce tal género de fruta, efectos bien diferentes entre sí; cuando me expliquen, vuelvo a decir, éstos y otros infinitos misterios de la Naturaleza, como ellos son; entonces les diré yo cuál es la causa que hace sensitivos a los animales. Entretanto, contentémonos con distinguir las causas por la diversidad específica de los efectos, y no nos cansemos en averiguar lo que probablemente no se averiguará jamás.

     Pero la facultad sensitiva, me dirán aquí, no es específicamente diversa de la facultad de raciocinar. Gómez Pereyra, empeñado en negar el sentimiento a los brutos, esfuerza poderosísimamente esta opinión, para deducir de ella la necesidad de adoptar su hipótesi(259). Baile, que contradijo todo, sin fundar nada, la confirmó de tal manera para oprimir a los Escolásticos, que dejó muy poco que hacer al que quiera sostener la inmaterialidad e inmortalidad de la que se llama alma de los brutos. Ningún mayor servicio se puede hacer a la Filosofía, y quizá también a la Religión, que el manifestar la diferencia específica que hay entre las facultades sensitiva y racional. La utilidad del asunto me insta a exponer algunas reflexiones, a pesar de la brevedad que requiere este género de escribir.

     Dar nombre de alma al principio activo de los brutos, es querer que se dé el mismo nombre a todas las fuerzas activas con que obran los entes todos del Universo(260). Alma vegetable llaman a la causa de la vegetación: y de ese modo tendré yo también derecho para llamar alma ígnea al principio que hace obrar al fuego; alma elástica al que produce la elasticidad en el aire: alma fluida a la que causa la fluidez en los líquidos; y almas en fin, tanto a los principios de obrar genéricos y universales, como a los particulares propios de cada especie. Si se me concede llamar almas a estos principios, cuya esencia, ni se conoce, ni llegara nunca a conocerse; no tendré dificultad en nombrar alma al principio de obrar de los brutos. Pero si con aquella voz se quiere dar a entender una substancia diferente de la materia, que produzca, dirija, y gobierne las acciones del animal; niego, y negaré siempre, que haya semejante alma en ninguno de los entes que no raciocinan. Fuerza, principio activo, efección, causa intrínseca; he aquí las voces que deben usarse, a mi parecer, en la explicación de los efectos que nacen de las causas peculiares desconocidas. El granado produce granadas, el peral peras: aquella causa peculiarísima que influye en las peculiarísimas obras de estos dos entes, no es ciertamente una substancia distinta, introducida en ellos para que obren: sino un no sé que, ya se llame fuerza, ya energía, ya acto, ya efección, que hace que una porción o cúmulo de materia, configurado de este o del otro modo, dé de si invariable e inviolablemente tales y tales efectos, hijos siempre de una fija y determinada contextura, disposición y trabazón de las partes de la materia.

     Esto supuesto: séame lícito proponer dos reglas, útiles quizá para hallar la distinción específica entre los principios de obrar del hombre y del bruto. Sea la primera: Todo ente que no se contradice en sus operaciones, no obra por inteligencia, sino por fuerza o efección propia de su contextura particular. Sea la segunda: Los géneros de entes, cuyas especies subordinadas se diferencian y distinguen específicamente en sus obras, sin que los entes de una especie subordinada sean capaces de producir naturalmente las obras propias de otra especie, no obran por inteligencia, sino por efecciones o fuerzas activas, limitadas sólo a su contextura y naturaleza particular. El contradecirse en la producción de las obras, es propiedad (y harto bien miserable propiedad) inseparable de los entes inteligentes. La contradicción es efecto de la libertad: la libertad es dote peculiar de las substancias inmateriales. Los hombres se contradicen en sus obras: es preciso pues que el origen de sus contradicciones proceda en ellos de una substancia libre.

     Pero señálenme los defensores del alma sensitiva, acciones que se contradigan en una misma especie de brutos. Señálenme también una especie de animales que haya producido las acciones correspondientes a otra especie. Sabiamente dijo ya Aristoteles, que las causas eficientes (o potencias) que participan de Razón, producen obras contrarias; pero en las que carecen de ella, hay sólo el principio de una determinada calidad de obras(261). No puedo menos de trasladar aquí un excelente pasaje de Bardásenes, antiguo Filósofo de la Siria, cuyas reflexiones a este propósito me ahorran el trabajo de hacerlas yo por mí mismo.

     «El hombre (dice) naturalmente nace, se alimenta, crece, come, bebe, duerme, se envejece, muere; cosas todas que le son comunes con los demás animales. Pero los brutos, nacidos por el recíproco ayuntamiento, son como violentados a obrar por la misma Naturaleza. El leon es carnívoro: defiende su seguridad si alguno le pretende ofender. La oveja se sustenta con el heno, sin ser posible que coma la carne, ni menos que se defienda de las injurias. El escorpión come la tierra, y hiere con su venenoso aguijón aun a los que no le ofenden. La hormiga por inspiración natural sospecha la venida del hibierno, y para alimentarse en aquella estación. previene en el verano su mantenimiento con grandes fatigas. La abeja fabrica la miel, y se sustenta con ella. Pudiera referir otras muchas cosas y más admirables; pero creo que bastan estas para entender que los irracionales obran por instinto de la Naturaleza, y obedeciéndola viven felices. Sólo empero los hombres siendo también conducidos en algunas cosas por el ímpetu natural, como se ha dicho, poseen además la mente, y el habla, que nace de aquélla, como don especial suyo, y con el que no son conducidos por la Naturaleza. El sustento no es uno mismo en todos, no los trajes, no las costumbres, no las leyes, no los modos de vivir, no los simples deseos de las cosas. Cada uno elige por su voluntad el estado de vida que le acomoda: ni imitan a sus semejantes sino en lo que quieren. La libertad humana no está sujeta a la servidumbre: porque aunque el hombre sirva espontánea mente; este mismo sujetarse a la esclavitud, es propio de su libertad... Dedúcese pues de lo dicho que el hombre no es conducido por la Naturaleza en todo. En muchas cosas lo es verdaderamente; pero en muchas también por su voluntad: y así en éstas es digno de vituperio o de alabanza, en aquéllas no(262).

     Con mayor expresión representaron este espectáculo todavía, entre los antiguos Actuario, Médico Griego de la última edad, y entre los modernos nuestro Francisco Valles. Copiaré sus pasajes, porque son una continuación, o por mejor decir, una explanación del anterior.

     «Por el raciocinio (dice el primero) se puede demostrar bien fácilmente la diferencia que hay entre el alma racional e irracional. Porque entre los animales que carecen de Razón, cada uno obtiene un cierto y principal número de funciones que constituyen su naturaleza, las cuales pone en ejercicio sin instrucción ni enseñanza previa que se las facilite, y sin que pueda conocer como ha adquirido esta facilidad, ni menos sepa el modo de adoptar otros modos de obrar, atado siempre a un mismo género de obras.» Teje después una larga narración de las funciones peculiarísimas de las ovejas, hormigas, leones, arañas, liebres y perros; y concluye así en el capítulo siguiente. «Pero si así como los brutos, por cierta innata propiedad, se aventajan unos a otros en la perspicacia, se semejasen también de otros muchos modos a la especie humana; no sin razón podríamos entonces afirmar, que el alma del hombre es la misma, o a lo menos no desemejante a la de los brutos. Pero a la verdad los irracionales son de tanta peor condición que los racionales, cuanto se ve que ninguno de ellos es capaz de ejecutar las operaciones de otra especie, por más que se pretenda obligarlos, o con el arte, o con la fuerza: sagaces y no sagaces, todos se ciñen a la singularidad de sus operaciones sin salir jamás de ellas, como es fácil de demostrar por el cotejo de unas especies con otras. El hombre empero, como animal dotado de Razón, y de una fábrica más excelente, se aventaja tanto a los irracionales, cuanto éstos (por no decir otra cosa mayor) a las plantas. Y digo esto, porque entre el hombre y el bruto hay la misma diferencia que entre la planta y éste que así como hasta en el irracional menos noble» vemos toda la economía de las plantas, la facultad de alimentarse, de crecer, de producir, en una palabra cuanto es propio de los vegetables; pero en éstos no, vemos, no sólo las inclinaciones y obras, pero ni el movimiento o sentido de los brutos: de la misma suerte en el hombre hallamos la economía de los animales, la facultad de percibir, de apetecer, de obrar; pero en él no hallamos la raciocinación, ni lo demás que es peculiar del hombre. Uno suele ser, no hay duda, más prudente y advertido que otro; pero en general todos están mudando continuamente las costumbres y usos de innumerables modos: y lo que es más, no se hallará ningún género de vida o costumbre con que se singularizan los demás animales, que no se halle también en el hombre, que cuanto ve busca con la Razón el modo de imitarlo: y es muy de advertir, que estas imitaciones son infinitamente más nobles que las mismas obras de los brutos, porque además de proceder de la Razón, y no del ímpetu, se hacen con fin. De aquí pues nace verse en ellos, por una parte, la ferocidad y la timidez de los brutos, por otra el amor a la sociedad o a la soledad, la templanza también y la intemperancia, las ciencias; en suma cuanto es vil o precioso en la vida. Si el hombre no sabe hacer la miel, sabe por lo menos imitarla en jugos y licores que guarda para su consumo, no de otro modo que las abejas. A uso de las hormigas conserva los granos en trojes, y reserva el sustento en las despensas para cuando le falte. Y que ¿las arañas podrán compararse con los hombres en el arte de tejer, aunque no sean más que redes? ¿Y qué animal, por muchos medicamentos que sepa, llegará a lo que en esta parte sabe el Médico más matador? Cada vez que contemplo estas cosas me admiro verdaderamente de algunos, que con ignominia de su misma esencia, se han atrevido a desperdiciar una inteligencia tan admirable, dándola a los brutos, incapaces de sostener su dignidad(263)

     Nuestro Valles, ciñéndose a las operaciones singulares de los brutos, convence festivamente la diversidad de los principios que obran en ellos y en el hombre. Dice así: «Sabe muy bien el perro buscar la liebre, y poner asechanzas a la perdiz; pero no es capaz de hacerse una cama, ni de abrir la tierra para formar dentro de ella su habitación. La liebre al contrario, sabe muy bien hacer su cama, y formar con admirable destreza la cueva en que ha de habitar; pero ni la liebre, ni la perdiz han sabido jamás poner su modo de vivir en la caza: siendo muy de notar que ningún medio será poderoso para enseñar, ni al perro a hacerse la cama, ni a la liebre a que cace para mantenerse... El hombre medita consigo, y delibera sobre lo que ha de hacer; de suerte que, no sólo piensa en los medios que ha de tomar para matar a su enemigo, sino que consulta allá entre sí, si podrá ser conveniente el matarle. Nada de esto hay en los demás animales. Nunca se ha visto que el gato se haya puesto a deliberar sobre si convendrá perdonar al ratón; ni que al perro le haya pasado por el pensamiento la inocencia del gato; naciendo esto de que sus obras deben su origen, no al albedrío, sino a la inclinación natural. Me dirán: y ¿de dónde te consta eso? De ver (responderé yo) que entre los brutos los que son de una misma especie ejecutan sin distinción unas mismas acciones. No sucede en ellos, a la manera que en el hombre, que uno sea cruel, otro enemigo de dañar: o que así como un mismo hombre es hoy piadoso, al día siguiente cruel, ahora justo, después despreciador de la justicia; así entre los gatos no se ve jamás que uno defienda los ratones cuando otro los persiga; o que uno mismo se sustente hoy de ellos, y mañana los sustente a ellos de su provisión(264)

     Esta uniformidad pues de operaciones que se nota en el principio intrínseco de los animales, me ha hecho creer que en ellos no hay lo que impropiamente han dado en llamar alma. Entre el principio de obrar de los brutos, y el principio de obrar de los vegetables, no hay para mí otra diferencia, que la de considerarlos como dos fuerzas, potencias o facultades (µ llamaban los Griegos) de distinta especie, impresas en aquellos seres para producir un determinado género y número de operaciones, y facultades que comprehenden en si otras efecciones subordinadas, según la diversidad de las especies subordinadas. Voy a hacerlo palpable con un ejemplo. La voz árbol es género: a este género compete la efección universal que se nombra vegetación. Bajando a las especies hallamos, que cada árbol posee distintas cualidades y modos de obrar con que se distinguen entre sí y tanto que jamás un árbol se ha semejado a otro en sus particularidades: cada especie comprehende bajo de sí otras, que proceden con distinción y se separan. Si atendemos a los efectos es evidente que cada especie obtiene una particular causa, fuerza, potencia, efección, acto, o energía que influye en las singularísimas cualidades y modos de obrar con que se diferencian. Apliquemos esto a los brutos. Todos convienen en el principio genérico de la sensibilidad (séame lícito el uso de esta voz): Pero descendiendo a las especies, ya primitivas, ya subordinadas, hallaremos que en cada una no hay más que un número de acciones que pudieran reducirse a cálculo y si dejando obrar en ellos la pura Naturaleza, quisiéramos tomarnos el trabajo de irlas enumerando, como se han enumerado las producciones peculiares de una infinidad de árboles, arbustos, y hierbas, diversas entre sí por sus diversos caracteres.

     Se refieren en la Historia natural grandes prodigios de la sagacidad de algunos brutos. Enhora-buena. Pero pregunto: aquellos grandes actos de sagacidad ¿son comunes a todas las especies, o a una sola? a una, dirán: y he aquí la razón evidentísima de que aquella acción nace de un principio semejante al que produce granadas en el granado: porque si la tal acción nace de conocimiento, ¿por qué no es común este conocimiento a todos los brutos, así como es común a todos los hombres la facultad de practicar una acción con unos mismos medios? Concluyamos pues que la facultad sensitiva es genérica, esto es, que a todos los vivientes se les ha concedido el don de sentir, imaginar y apetecer; y que en cada especie de los vivientes reside una fuerza activa particular, que determina sus obras específicas: de suerte que el don de sentir, imaginar y apetecer se les ha concedido para que puedan obrar, y las obras nacen de la fuerza activa peculiar que hay en cada especie de vivientes.

     Examinemos ahora al hombre. En primer lugar es de notar, que la estrechísima unión que tienen en el hombre las facultades de sentir y conocer, ha sido, es, y será la causa de que se confundan las obras de las dos facultades, sin acertar a hallar un medio expedito que las reduzca a sus verdaderos límites. La facultad racional raciocina sobre cuanto conoce, sea, o no, perteneciente al uso de la vida, siendo así que para vivir no hay necesidad de raciocinar. De aquí los grandes progresos en aumentar y perfeccionar las comodidades tocantes al cuerpo: de aquí el comercio, el luxo, las artes mecánicas, las mixtas, arquitectura, música, &c. Para mí es indubitable que toda la industria y sagacidad que muestran los hombres en la ejecución y práctica de estas cosas, han debido su origen a la efección genérica sensitiva que reside en nosotros como en los brutos. La facultad de apetecer, concedida a estos para su conservación, obra en nosotros al modo que en ellos: pero como en nosotros hay una substancia inteligente que raciocina sobre cuanto conoce, de tal suerte ha venido, a fuerza de raciocinios, a levantar y perfeccionar, aumentar y mudar las obras peculiares de los brutos, que apenas dejan rastro de su origen. ¿Qué es el comercio en realidad de verdad? El arte de aumentar las riquezas en un Estado. Y estas riquezas ¿en qué consisten? En la labor y en las fábricas: es decir, en la necesidad que tiene el hombre de alimentarse y de abrigarse. Es indecible la multitud de combinaciones y consecuencias, que ha habido en la substancia racional, para deducir de un principio tan simple y tan brutal, por decirlo así, las infinitas leyes, reglas, usos, y objetos abstractos que comprehende el comercio; pero entretanto es certísimo, que su origen no es otro que la sensitiva conservación de la vida. La misma análisis se puede practicar con facilidad en las demás artes. Esto supuesto: veamos si somos capaces de hallar alguna diferencia entre las obras de las dos facultades.

     El hombre percibe un objeto; pero por sola esta percepción no es hombre. En cualquier bruto observamos lo mismo.

     Esta percepción excita en él ciertos movimientos, que le inducen a mirar con amor o con aversión el sujeto de lo que percibe; pero tampoco es hombre porque sienta en sí estos movimientos. Los brutos son iguales a él en el influjo de las pasiones.

     Apetece o huye: y ni aun es hombre por el ejercicio de esta facultad. Los brutos huyen o apetecen también.

     Pero el hombre, de la percepción de un objeto material y deduce el conocimiento de otro objeto diferentísimo y desemejante a aquél. Ya es verdaderamente hombre en el uso de esta potencia. Los brutos no pasan nunca mas allá de lo que perciben.

     Con el encadenamiento de estas deducciones, consecuencias o raciocinios, uniéndolos y comparándolos entre sí de mil y mil modos, levanta y forma innumerables edificios intelectuales, que le sirven, o para perfeccionar su naturaleza, o para socorrerla, o para recrearla. Ya vemos aquí al hombre con mayor claridad. Los brutos no son capaces, no ya de ejecutar, pero ni de conocer el más mínimo de los artificios que produce el entendimiento humano.

     Esta misma facultad le sirve, no solo para hallar los medios de obrar conforme a su naturaleza; pero aun para oponerse a ella, y obrar Con repugnancia a los fines de su orden o ser. Aquí tenemos ya al hombre con voluntad. Ahora quiere una cosa, luego la repugna. Hay más: conoce que debe obrar de un modo, y sigue la senda contraria. ¿Qué otra cosa hace el que roba, el que mata, el que adultera? Este tránsito contradictorio del desear a el aborrecer, del aborrecer a el desear, y el quebrantamiento de las leyes de su naturaleza, es peculiarísimo del hombre. En los entes puramente sensitivos no se ve ni una sombra de lo que en esta parte sucede en los racionales.

     Quiere el hombre, y a esta facultad de querer junta la de poder ejecutar lo que quiere. Es pues ente libre: y no es ente libre así como quiera por sola la facilidad de poder obrar (ésta también la tienen los brutos) sino por aquella amplísima potestad de obrar con repugnancia a lo que conoce que debe.

     De este saber, de este querer, y de este poder resultan, en primer lugar, los grandes progresos que el hombre ha hecho en los efectos de las operaciones de los brutos: y en segundo lugar, que un hombre solo sea capaz de ejecutar por sí o imitar, no sólo cuanto ejecutan las especies de los irracionales, pero aun innumerables cosas más que les son a ellos inaccesibles. Ésta es una prueba evidente de que en él hay un principio diferentísimo de aquél que manda las operaciones de cualquiera otra especie de animal. No se trata aquí ya del mayor o menor grado de perfección en una misma substancia, al modo que vemos ser unos hombres más capaces, otros menos: esto se ve también en los brutos, y son un ejemplo bien común las abejas, los zánganos, y las avispas. La fuerza del argumento está en que, no siendo posible que una especie de animales ejecute naturalmente las operaciones de otra especie, porque carece de raciocinación; el hombre ejecuta o imita las operaciones de todas las especies; y si no lo logra, a lo menos pone el conato, cosa que ni aun se ve en los brutos: por donde es preciso que haya en él un principio distintísimo, o una efección particular, que observando las obras del principio brutal, e investigando los medios y modos con que las practica, mande sobre ellas, y las imite o perfeccione.

     He aquí la fuerza de esta inducción. Los brutos no se imitan unos a otros; luego no raciocinan; luego no pueden obrar más que aquello que obran. Este solo entimema priva a los brutos de entendimiento y de voluntad, y de libertad, y establece la diferencia específica entre el irracional y el hombre. Si tuvieran entendimiento supieran, imitarse: si voluntad quisieran: si libertad pudieran.

     ¿Pero qué? Esta efección del hombre con que raciocina, quiere y puede ¿es alguna substancia? Sin duda. El hombre descubre por la razón que hay una substancia inteligente: y ¿quién sino otra substancia inteligente pudiera hacer este descubrimiento(265)? No parezca frívola esta argumentación: es robustísima. La mente humana ha descubierto los atributos de Dios por la reflexión sobre sus mismos atributos(266). De donde deduce por una consecuencia invencible, que si Dios es alguna substancia, debe serlo también la efección racional. Es verdad que esta razón no convencerá a un Ateísta: pero ¿qué caso debemos hacer de quien no lo hace de Dios?

                          Si en ellas él la cualidad distingue
de delito o virtud, no sin objeto
la facultad de distinguirlas tiene.    Pág. 121.

     La siguiente serie de reflexiones descubre el fin de las funciones espirituales del hombre, y aclara de una vez todo el fondo de este Discurso.

     Si el hombre tiene obligación de perfeccionarse, esta obligación va encaminada a conseguir algún fin sin duda. Que tenga esta obligación, se prueba infaliblemente por la conciencia, que le hace distinguir lo bueno de lo malo; y por el apetito, que impensadamente muchas veces le obliga a huir lo dañoso, y a abrazar y buscar lo que le pueda conservar.

     El hombre consta de dos principios eminentes, que dan origen a la diversidad de sus operaciones. El uno (con que se semeja a los brutos) ni tiene otro fin que la material conservación de la vida. El otro (que es peculiar de su naturaleza) le sirve sólo para discernir lo malo de lo bueno, quererlo o no quererlo, practicarlo o no practicarlo. Pero estos oficios no se encaminan a la conservación esencial del alma, esto es, a hacer que exista o no exista; puesto que estas cosas nada añaden o quitan a la esencia del alma, como, por ejemplo, el alimento añade al cuerpo la substancia que le mantiene, y la extracción de la sangre le disminuye. No dirigiéndose pues aquellos oficios o actos a la conservación del alma, otro fin tiene la obligación de ejercitarlos.

     De aquí se deriva naturalmente la necesidad de averiguar el fundamento de la obligación que tiene el hombre de obrar bien, o lo que es lo mismo, cual es el fin que tiene el hombre para perfeccionarse; porque ya queda dicho, que si no hubiera fin, no hubiera esta obligación, y estamos convencidos de que la hay por el testimonio de nuestra conciencia.

     El fin pues que dirige, gobierna, y ata en algún modo las operaciones del alma, es alguno.

     Siendo alguno, este fin no le puede alcanzar o tener en esta vida; y es claro, porque las operaciones del alma no se encaminan a la conservación esencial del hombre. Esta conservación es el mayor bien que conoce la humanidad: las acciones morales e intelectuales del hombre nada tienen que ver con este bien: el alma es inútil para vivir; está, luego, su fin mucho más allá de la vida.

     Hemos dado facilísimamente con la inmortalidad del alma; y es innegable: porque siendo preciso que ésta tenga algún fin a que se dirijan sus operaciones morales e intelectuales; y no pudiendo lograr este fin en la vida, ya porque esta vida perece, ya más singularmente porque las operaciones morales del hombre no se dirigen a su conservación esencial: es claro que el alma ha de permanecer después de separada del cuerpo para lograr su fin. A no ser así, el alma no sólo no tendría necesidad de ejercitar sus peculiares operaciones, pero ni aun ella misma tendría necesidad de existir, al modo que no la echan menos los brutos para su conservación y comodidad.

     Síguese pues que el alma tiene su fin en otra parte muy diferente de la vida, y de aquí la precisión de confesar que es inmortal: porque, o acaba y muere con el cuerpo, o permanece todavía después de su destrucción por sólo algún tiempo, como querían los Estoicos. Si lo primero, el alma no consigue su fin, y por consiguiente no le tiene; como si dijéramos, las operaciones morales e intelectuales del ánimo, y aun el ánimo mismo son inútiles. Si lo segundo, no es fácil concebir cómo el ánimo podrá existir separado del cuerpo por un espacio de tiempo, y no perpetuamente: o lo que es lo mismo, porque no ha de poder existir el alma perpetuamente, si logra existir algo después de la separación. Más fácil es decir que el alma separada del cuerpo no conoce ya tiempo, ni tiene medio entre existir o no existir: porque aquel espacio en que existe, no es ya sucesión o serie, sino un conservarse en su existencia, a la semejanza que nos figuramos a Dios existiendo antes de la creación de las cosas: pues aunque en todo tiempo la existencia de Dios sea una perpetua permanencia de su eternidad, o una eterna conservación de su existencia, para concebir lo que le sucede al alma después de su éxito, no hay más que imaginar como existía Dios antes de la creación del tiempo.

     Es pues preciso que el alma sea inmortal, porque es preciso que busque su fin en otra parte que no sea esta vida: y dada su existencia después de esta vida: es preciso que ya exista perpetuamente, porque entonces ya no hay medio entre existir y no existir.

     Siendo inmortal el alma el fin ha de serlo también necesariamente; y no sólo inmortal, sino increado, eterno, existente antes y después de la creación de las cosas. La razón es evidentísima. Si este fin no existiera antes de la existencia de la alma humana, se seguiría el absurdo de que una substancia existiese antes que la Causa final de su existencia. No es menester gran penetración para comprehender la fuerza de este raciocinio: y de él resulta con absoluta necesidad que la Causa final de las operaciones del alma, había de existir precisamente antes de la creación de ésta.

     Si era necesario que existiera antes, lo es igualmente que exista después: porque siendo Causa final, no puede dejar de existir mientras haya sustancias que la tengan por fin. Estas substancias son inmortales: inmortal pues ha de ser también la Causa final a que se dirigen.

     Ahora pues: juntemos en esta Causa final los dos modos de existir, uno anticipado a la creación de las substancias que la tienen por fin, y otro igual con la permanencia de estas mismas substancias. ¿Qué resulta? una eternidad nada menos: y veis aquí probada en poquísimas palabras la inmortalidad del alma, y la existencia y eternidad de Dios. Doy el resumen de las pruebas en axiomas, para su mayor claridad.

     1. El hombre goza de operaciones intelectuales y morales.

     2. El fin de estas operaciones es alguno.

     3. Si es alguno, estas operaciones han de residir por necesidad en alguna substancia capaz de gozarle, pues las operaciones no son más que modos de ser, pero no el ser mismo.

     4. El fin de estas operaciones no es la vida mortal, puesto que no son necesarias para vivir.

     5. No siendo la vida mortal, el ser en que residen estas operaciones, necesariamente ha de existir después de la vida.

     6. Está luego el fin mas allá de la vida.

     7. Este fin debe existir antes que las substancias que se dirigen a él.

     8. Debe existir también mientras permanezcan estas substancias.

     9. Si es substancia el ser, cuyas operaciones se dirigen al fin, este mismo fin debe ser substancia.

     10. Luego es substancia con existencia anterior a las criaturas intelectuales; y después de creadas, igual a ellas en inmortalidad.

     11. Síguese que es substancia eterna.

     12. Esta substancia eterna, es Dios.

                                                             Pues mira en ellas,
tu Voluntad, y en la bastarda tropa
tus rebeldes Pasiones: la sojuzgan,
debiendo encaminarla.   Pág. 130.

     Porque en el Cristianismo se encarga singularmente la mortificación de las pasiones, se han empeñado algunos razonadores en recomendarlas y levantarlas de punto, haciendo grandes y pomposos elogios de ellas. Si estos hombres quisieran hacerse cargo de que un caballo bueno, pero indómito, puede dañar mucho con su bondad; que un río sesgo y tranquilo es cosa muy útil y muy agradable, pero hinchado en una inundación destruye y tala pueblos enteros, y que por lo mismo el caballo necesita de freno, y el río de murallas o diques que le contengan; fácilmente se convencerían de que nunca daña al hombre el enfreno de lo que le puede perjudicar. No se canse la sofistería: las virtudes que se atribuyen a algunas pasiones, observadas con los ojos de la Razón y del desengaño son verdaderos vicios. Desnúdense de la opinión popular, y de aquella especie de singular grandeza con que se ofrecen, y se verá que las acciones que se llaman heroicas son en el fondo efectos miserables de una ambición orgullosa, de una desordenada vanidad, o de un interés sórdido. El obrar bien por solo el gusto de obrar bien, es ciencia reservada a los documentos del Cristianismo; y para la observancia de este precepto puro, santo, sincero a todas luces no son en verdad de grande uso las pasiones. Si ellas proceden de nosotros de la parte brutal, ¿qué falta nos hacen para ser racionales? Los que se dejan arrastrar de ellas con violencia, y se puede decir que son brutos con algo de razón. El ánimo, cuya voluntad se comunica inmediatamente con las pasiones, no sólo no saca utilidad de la comunicación, sino que antes bien ha sacado de ella verse sujeto a cuantas ridiculeces y vanidades ocupan en el mundo la atención de los hombres. Él sirve a la crápula, a la obscenidad, a la venganza, a la ambición, a la vanidad, a los afeites y afeminada cultura del cuerpo, a los estilos y aires urbano; en cuya ejecución, y en la de otros infinitos ejercicios vergonzosamente despreciables con que muchas veces la esclava racionalidad obedece al perverso influjo de las pasiones , pierden éstas que se llaman criaturas racionales el verdadero uso de su ánimo. Los mismos filósofos defensores de las pasiones, discurren disparatadamente por el influjo de ellas. ¿Quién, sino la vanidad, ha sido el arquitecto de los sistemas, y de las vanidades de la filosofía? Y esta observación cuenta ya muchos siglos de ancianidad.

    No cuenta menos la guerra filosófica contra las pasiones. Si creen los Sofistas que han sido solas la rigidez estoica y la austeridad cristiana las que han procurado poner en descrédito a los afectos, harán lo que suelen, esto es, creer lo que es falso. Voy a exponer con la brevedad posible el sistema Platónico, por lo singular, por lo vehemente, y por dar a los discípulos de Voltaire y Helvetius alguna noticia de una erudición tal vez desconocida para ellos.

     Las almas de todos los hombres, según los Platónicos, son eternamente existentes(267), creadas al mismo tiempo que el Universo, y destinadas, no sé por cual motivo, para vivificar los cuerpos humanos que habían de habitar la tierra(268). A esta unión de las almas con los cuerpos llamaban descenso, porque suponían que bajaban verdaderamente de la compañía de la Divinidad para mezclarse con lo que ellos llamaban generación, esto es, con la alternativa destrucción y composición de los entes del mundo(269).

     Como en esta mezcla acaece juntarse una substancia incorpórea con una porción de materia, la cosa más abominable entre todas para los Platónicos; en el descenso, o unión a la generación, hallaban ellos una grande infelicidad para el alma(270), cual era verse sujeta a las cualidades de la materia, separada de su verdadero origen, y lo peor de todo expuesta a olvidarle por la inclinación a las cosas caducas, y carecer así de la contemplación de la Divinidad, que decían ser el fin único, o por mejor decir, la esencia de la misma alma. «El Entendimiento divino, dice Iámblico, constituyó la esencia del alma en la inteligencia esencial de él: por tanto la acción de entender viene a ser propiamente la esencia del alma, esto es, el entender a Dios, que es de quien depende. Está pues nuestro ser en conocer a Dios; porque el principal ser del alma es su inteligencia, en la cual la expresión de su ser, vale tanto como si dijésemos que entiende las cosas divinas con acto perpetuo. Y de esta naturaleza de ser se derivan principalmente las potencias discursivas del alma(271). El entendimiento del hombre (dice en otra parte) creado para contemplar, estaba antes unido íntimamente a la contemplación de los Dioses. Juntose después a otra alma adaptada a las formas de la especie humana, por la cual quedó sujeto en algún modo a los vínculos del hado y de la necesidad. Conviene pues considerar con qué modo principalmente podrá desatarse de tales vínculos. Y en realidad no puede haber otro que la misma contemplación de los Dioses(272). «En suma, los Platónicos daban sólo al alma el título de hombre(273), y ponían la esencia y felicidad de éste en vivir con sólo el entendimiento, porque siendo el destino de él, unirse con la Divinidad, no hallaban otro medio más apropósito para formar esta unión, que la contemplación. Porfirio lo explicó en muy pocas palabras. «El fin de la contemplación, dice, es aquél que es Ente por sí mismo: y conviene tanto adquirir la verdadera noticia de este Ente, que el logro de ella une y enlaza al contemplador, en cuanto, lo permiten las fuerzas de su naturaleza, con el Ente que es contemplado. En esto no hay extravío alguno, ni el entendimiento se aparta de sí; antes bien revuelve sobre su verdadero ser, y conspira consigo mismo. De donde se deduce que el fin del hombre es vivir con el entendimiento, esto es, darse todo a la contemplación de los entes divinos(274)»

     ¿De dónde pues procedía el odio de los Platónicos contra las pasiones? De considerarlas hijas de la parte corpórea, y consiguientemente efectos de la miserable esclavitud del ánimo a la generación. Y como todo el conato de ellos era apartar al hombre de esta miseria para restituirle al estado de su verdadera naturaleza, esto es, al estado de solo y puro ánimo, con absoluta separación de la porción corpórea, a quien atribuían los males y desventuras que padece en la vida; enseñaban resueltamente que para recobrar este estado de primitiva felicidad, era preciso negarse a las influencias de los sentidos y de la imaginación, y sobre todo arrancar de raíz las semillas de las pasiones, y ensordecer a las persuasiones de sus movimientos (que es lo que Porfirio llamó muerte de los efectos(275)) como que son el mayor estorbo que impide al hombre la restitución a su ser.

     Toda substancia incorpórea es incapaz de tener pasiones, porque es incapaz de ser destruida, y las pasiones son camino para la destrucción(276). Todo lo que destruye, daña: ¿qué mayor razón para convencer que las pasiones son perjudicialísimas? Atribuyendo así los Platónicos el origen de ellas a la parte material del hombre, y haciéndolas precisas en esto nada menos que para la unión de las dos substancias, corpórea e inmaterial(277); concluían con una metafísica harto sutil, que los afectos embrutecen el alma, la hacen olvidar de sí, la alejan de su misma naturaleza, la despiertan e inducen al vicio y a la maldad, y la imposibilitan para el ejercicio de la contemplación y de la sabiduría, el mayor fin del hombre mientras vive atado a las leyes de la generación(278).

     Tal era la sentencia del mismo Platón, a quien en esta parte añadieron muy poco sus discípulos. Las semillas de todo el sistema se leen en su Fedón, del que he querido copiar el siguiente pasaje, por ser como el símbolo de esta doctrina.

     «Socr. El Filósofo entonces raciocina perfectamente, cuando no le perturba ninguna cosa de las pertenecientes al cuerpo; ni el oído, ni la vista, ni el dolor, ni el deleite: cuando desamparando el cuerpo, se recoge enteramente dentro de sí, y sin comunicar con él aspira sólo a lo que es realmente verdadero. Sim. Así es. Socr. Por ventura el ánimo del Filósofo obrando de este modo ¿no hace un manifiesto desprecio del cuerpo, y huye de él, buscando sólo vivir consigo mismo. Sim. Es evidente. Socr. Ahora bien, amigo Simia: la esencia de lo justo ¿es alguna cosa, o es nada? Sim. Alguna cosa es, a fe mía. Socr. Lo bello y lo bueno ¿son también por ventura algo? Sim. ¿Por qué no? Socr. Pero en verdad ¿tú alguna vez percibiste alguna de estas cosas con los ojos? Sim. Nunca. Socr. Y que, ya que no con la vista; a lo menos ¿no las has comprehendido con alguno de los otros sentidos corpóreos? Es menester que entiendas que hablo aquí generalmente, v. g. de la magnitud, de la sanidad, de la robustez; en suma de la esencia de todas las cosas, esto es, de aquello por lo que cada una es lo que es. Éstas son de las que pregunto, si se percibe con el cuerpo lo verdaderísimo que hay en ellas. Que te parece pues, o Simia: ¿no es cierto qué cualquiera que se aplique con eficacia y sinceridad a la contemplación mental de una cosa, se acerca mucho al conocimiento de ella? Sim. Realmente es así. Socr. Con que solo obrará purísimamente, el que se dedique a la consideración de las cosas con sola la virtud de su entendimiento, sin valerse ni de los sentidos, ni de sus imágenes para la raciocinación; sólo aquél, digo, que valiéndose de la fuerza única y sincera de su mente, cual es ella en sí, procure alcanzar aquello que existe Por sí con sinceridad, enajenado de los ojos, de los oídos, y para decirlo de una vez, de todo el cuerpo, como perturbador del ánimo, e incapaz de suministrar el logro de la verdad y sabiduría, cuando se obra en compañía de él. El que lo ejecute así, amigo Simia, ¿no sería poseedor más que otro alguno de aquello que es verdaderamente? Sim. Admirable y cierto es cuanto hablas, oh Sócrates. Socr. ¿Qué otra cosa pues se deduce de esto, sino que esta opinión debe ser tan peculiar y propia de los verdaderos amantes de la sabiduría, que se la deben recordar recíprocamente unos a otros? La misma Razón nos conduce como por una senda necesaria a concluir la verdad de lo que propongo; conviene a saber, que mientras tengamos cuerpo, y nuestro ánimo se halle pegado a tanto mal, nunca lograremos la verdad que deseamos con tanta vehemencia. Los embarazos que nos opone el cuerpo por sola la necesidad de atender a su subsistencia, son casi innumerables. Las enfermedades, que le sobrevienen, impiden también la investigación de la verdad. Nos tiene siempre ocupados en amores, deseos, temores, en muchísimos objetos caducos, en infinitas vagatelas; de suerte que con sobrada razón se dice de él, que jamás nos ofrece cosa sólida ni cierta(279)

     Si el sistema Platónico era vano en sus fundamentos; tenía por lo menos el mérito de recomendar la virtud hasta con los delirios. De principios imaginarios derivaba consecuencias evidentes y provechosas, con que curaba las dolencias del ánimo; no de otro modo que un buen Médico, sofístico en la Physiología de su arte, cura una enfermedad, que atribuye a causas quiméricas y de puro antojo. Ni es otra la calidad de todos los sistemas del mundo: aplicar causas antojadizas a efectos obvios y conocidos.

     No faltan con todo eso algunos sistemas, que de principios ciertos y evidentes deducen consecuencias falsas y sofísticas, alterando el orden que han seguido los grandes hombres en sus sueños sublimes. Qué cosa más clara, más cierta, más natural que la utilidad del amor propio en el hombre ¿y qué consecuencias más absurdas, más desconcertadas, más bestiales que las que derivan de él los patronos del interés personal, del deleite, y de las pasiones?

     Defender el imperio de éstas, y recomendar entre ellas con mayor ahínco las más vehementes, es decir a los hombres, sed siempre locos: porque en fin, ¿qué es sino un loco, el vengativo, el envidioso, el celoso, el altivo, el ambicioso, el vano, el soberbio, el que con ansia teme, espera, desea, se alegra, se aíra, se aflige?. La Razón pierde allí su ejercicio; y un hombre sin Razón no es hombre: todavía más: sin Razón y dominado de los afectos, es bruto de peor condición que las bestias. Bruto, porque los imita; y peor que ellos, porque o pervierte la racionalidad, o se despoja de ella; de aquel don eminente, que le da la superioridad sobre todas las criaturas del Universo.

     Los afectos pertenecen al orden de la naturaleza animal del hombre: si se les da el título de pasiones del ánimo, debe entenderse que será porque le hacen padecer; no porque tengan unión ni enlace con la esencia del espíritu. Los brutos, sin la potencia racional, se aman también a sí mismos, aman a sus semejantes, tienen envidia, celos, temor, esperanza, se alegran, se angustian, se quejan, se regocijan según la conformidad o inconveniencia de sus percepciones con las leyes de su apetito. La diferencia que hay entre ellos y el hombre es, que el bruto no sufre de los afectos más que aquello que debe sufrir para su bien y conservación; pero el hombre, partícipe de una facultacl racional, raciocinando sobre los mismos objetos que mueven las pasiones en los brutos y reflexionando sobre ellos, considerándolos de innumerables modos, y deduciendo infinitas consecuencias, que aquéllos no pueden deducir por faltarles la facultad del raciocinar, las aumenta, dilata, y de tal suerte anima y enfurece, que la misma Naturaleza se avergüenza de ver los efectos abomínables de aquellos mismos instrumentos, que comunicó para la felicidad de sus criaturas(280). El hombre se apasiona como bruto, y raciocinando como hombre sobre el objeto de la pasión brutal, la hace de peor condición, y convierte en su daño lo que se le dio para su beneficio. Jamás un afecto ha sido dañoso a una bestia: rara vez ha dejado de serlo al hombre. Éste multiplica la vehemencia de los afectos, porque raciocina, y con el furioso aumento causa su mal: aquél, porque no raciocina, logra en las pasiones la fuerza conveniente a cada una; y como que las mantiene en su orden, vive feliz. El primero es el loco, que soplando e inflamando el fuego, que se le dio para que se calentase, se abrasa en él: el segundo, con ser bestia, puede compararse al prudente que se calienta en el fuego, usando del grado de calor que le hace falta o le conviene.

     La vanidad ha formado hombres magníficos; la gloria grandes Capitanes(281); ¿quién lo duda? Pero también la vanidad ha formado magníficos impostores; y la gloria ladrones atroces y sanguinarios. Además: ¿hay obra alguna de las pasiones fuertes, en que no se mezcle el perjuicio ajeno? Hemos nacido para amarnos y socorrernos recíprocamente: las pasiones rompieron esta ley augusta, este sagrado nudo de la especie humana: a ellas se deben los homicidios, los adulterios, los robos, las fraudes, las guerras, las usurpaciones; el mundo, los hombres tomaron por ellas el mísero y desgraciado semblante, que ofrece en todas partes la humanidad llorosa y oprimida... ¡Oh graves y sapientísimos propugnadores de las pasiones! Predicáis a los hombres la conservación de sus calamidades: bien pueden agradeceros tan benéfica filosofía.

     Tal debía de ser poco mas o menos el designio de los antiguos Peripatéticos, cuando indistintamente enseñaban que el ánimo debe apasionarse, y seguir el impulso de los afectos(282). Yo bien creo que por no entender el mecanismo de las pasiones, aprobaban, teniéndolos por naturales, los fuertes movimientos que causa en el hombre, no tanto la pasión, como los raciocinios que hace él sobre el objeto de ella: Porque ya he dicho, y no sera inútil repetirlo, que la furiosa vehemencia, ardor, o locura a que llegan las pasiones en el racional, no es propia de ellas, sino un aumento o dilatación que recibe por los raciocinios o reflexión del ánimo, vigilante examinador de cuanto le ofrecen los sentidos. ¡Y ojalá fuera solamente este el daño que causa al hombre su racionalidad en el uso de los afectos! si no que por la innumerable muchedumbre de sus invenciones, y por la facilidad de su reflexión sobre cuanto percibe, ha suscitado en él muchos nuevos y muy molestos, de que carecería sin duda, si la Razón, conservando su dignidad, se redujese a los ministerios para que se destinó.

     ¿Quién será capaz de creer que las pasiones son inútiles o perjudiciales, cuando las ve enlazadas con su naturaleza misma? Pero igualmente: ¿quién será capaz de aprobar todas las pasiones que hoy residen en el hombre, y el grado de fuerza con que se ejecutan, si considera que en la mayor parte son invención suya, cadenas que él mismo se ha impuesto, fuego que ha encendido para abrasarse? La soberbia, la avaricia, la ambición, la vanidad, la obtrectación, pasiones son que no conoció la naturaleza del hombre en su origen: él las hizo nacer al paso que acrecentó las invenciones de su necesidad y de su capricho. Los excesos del amor, del odio, de la ira, de la envidia, del deseo, en nada penden tampoco del principio de las pasiones, puro en si e inocente: obras son de la Razón que sopla el fuego y aumenta la tempestad, que en pequeña alteración principió la ley próvida de la Naturaleza. Dio ésta a la criatura animal los sentimientos del odio y del amor, y los movimientos moderados que los acompañan, para vivir sin peligro, y con la felicidad conveniente. Aprobar estos sentimientos, estos movimientos ceñidos a los límites de las necesidades a que se destinaron, es propiamente aprobar el orden físico de las criaturas. Pero aprobar pasiones que la Naturaleza no nos dio, y son efectos de las caprichosas superfluidades del hombre: aprobar la furia a que las sube el abuso de la reflexión y del raciocinio; ¿qué es sino combatir por nuestra miseria, y aconsejar el ejercicio de las maldades? Sofistas ridículos: patrocinadores de las abominaciones que ha inventado la perversidad de una Razón que nació para hacer felices a los que la poseen, y los ha hecho miserables; la Naturaleza no obra jamás superfluamente; aunque liberal, es muy económica en no suministrar sino lo necesario: las necesidades del puro animal son su bien estar y su conservación: para acudir a estas necesidades, pocas pasiones ha menester, y esas no muy vehementes: defended el buen uso de éstas, y tendréis de vuestra parte, no solamente a mí, sino a la misma Religión Cristiana; a aquella misma a cuya ruina aspiráis con la defensa de las pasiones. Ella os mostrará cómo habéis de amar, como aborrecer, como desear: os alejará de la torpeza de los brutos: y llevando los movimientos naturales por la senda de la utilidad justa, os enseñará a convertir en virtudes los que mal usados rompen en vicios feos y lamentables(283).

     La Religión Cristiana no aconseja la aniquilación de las pasiones, o lo que con voz mas enérgica llamaban apatía los Estoicos. Lo que aconseja es, que se eviten las ocasiones, y que no se apetezcan las cosas que puedan fomentarlas o hacerlas delincuentes(284). Y en verdad, esto ¿qué es sino dar el imperio a la Razón sobre los objetos del apetito, para que use de ellos convenientemente a la naturaleza de una criatura racional, que está ligada a un cuerpo? Para ser generoso no es menester ser vano: para ser fuerte no es menester ser iracundo: para aspirar a la magnanimidad no hay necesidad de pasar por la soberbia adusta, o gloria vana(285). La virtud debe amarse por sí, y practicarse porque es virtud. Éste es el orden de la racionalidad, y éste el espíritu del Cristianismo: donde se ve, que ni al soldado se le priva de la fortaleza, ni al generoso de la liberalidad, ni de la beneficencia al magnánimo. El amor mismo, no sólo entra, sino que tiene el primer lugar en las obligaciones del Cristiano: pero ¿qué amor? No aquel hediondo y asqueroso de Helvetius, sino el que mantendría la paz en la tierra, si todos los hombres tuviesen animo para aplicarse a su cumplimiento.

     ¿Buscan los Sofistas una causa filosófica de la superioridad de las pasiones sobre la Razón? Vean a los hombres dedicados casi desde su origen a alagarlas y darlas gusto, y hallarán que el hábito de fomentarlas ha juntado ya a la resistencia una molestia ingrata, y tal vez una dificultad apenas superable. Éste es su dominio: ésta su tiranía. La Razón, en vez de aumentarlas, debería dirigirlas; y ellas determinar a la voluntad en sus elecciones. Pero la costumbre de esclavizarse, trasladada con el ejemplo y la educación a las generaciones, pervirtió este orden, y ya todo va al revés. La pasión, suscitada por el objeto, es auxiliada de la Razón, que la aumenta extraordinariamente: la pobre voluntad, ciega y desvalida, sigue el violento impulso, y se deja llevar como en rápido torbellino las materias leves.

     Conociendo este mal, ¿que le toca hacer a la Filosofía? Indicarle, y aplicarle el oportuno antídoto. La Filosofía Cristiana, mejorando en esto a algunas escuelas de la Gentílica, señaló el verdadero específico, en el amor de la virtud, y tiró a introducir la paz y el candor en la tierra. ¡Tanto bastaba para que la Filosofía sofística la combatiese! Los vanos Filósofos quieren más delirar con la vanidad, que enseñar la verdad con el Cristianismo. ¡Oh Genios sublimes! ¡honor de nuestro siglo! ¡Dichosos vosotros si no pasáis por locos en los venideros!

                                             Los corpóreos Sentidos, tropa ruda
y familia brutal, al uso solo
de la vida aplicados.    Pág. 131.

     No por eso dejan los sentidos de ser en la vida uno de los instrumentos más principales de la racionalidad. Desde que Locke tomo a su cuenta refutar las ideas ingénitas de los Cartesianos, y buscar el origen de los conocimientos humanos en los sentidos y reflexión, esta opinión se ha hecho como artículo de fe filosófica; no sé si con bastante razón, tomada así tan generalmente como la admiten hoy los Filósofos. Si en el hombre no hay ciertas inclinaciones naturales inseparables de su ser; y si estas inclinaciones no residen en su parte racional, de tal suerte, que tenga idea de los objetos de ellas; no alcanzo a fe mía cuales deben ser las acciones peculiares del hombre, así como alcanzo cuales son las peculiares del bruto. Más adelante expongo algunas reflexiones sobre esto, breves, pero que pudieran levarse a un grado de certeza igual al que se aplica a las observaciones de Locke.

     El uso de los sentidos se dirige principalmente a la conservación de la vida, no al ejercicio, de la Razón. Si los discípulos de Locke no quieren admitir esta proposición; con tal que admitan inmortalidad en el alma, será preciso que confiesen que esta substancia inmortal, separada del cuerpo, no puede adquirir en su estado de separación más ideas que las que adquirió en la vida corpórea. Es verdad que la unión de las dos substancias ocasiona una estrecha y recíproca dependencia en las acciones de cada una: y así hay infinitas cosas que en esta vida no conocería el alma sin el auxilio, de los sentidos, y el cuerpo asimismo no ejecutaría innumerables acciones sin los preceptos o persuasiones del alma. Pero no por eso hemos de creer absoluta y universal esta dependencia en dos entes, que por su esencia han de gozar precisamente de ciertos y determinados modos de ser. Los movimientos del corazón y de las arterias, las acciones de la vitalidad, y cuanto ejecuta el cuerpo maquinalmente para su conservación, son obras de la humanidad, en que el alma no tiene dominio alguno. ¿Por qué pues no reconoceremos en la alma ciertas y determinadas obras que establezcan un orden peculiar en ella, independiente de las influencias del cuerpo?

     Toda especie de Razón pende de los sentidos(286) escribía Epicuro hacia la Olimpiada 120. Sea así en buen-hora. Que haya, o no, certeza en este axioma rancio, no por eso dejarán los hombres de pensar, y de pensar mal, que es lo peor. Solamente no sé qué razón ha de haber para que el Abate de Condillac haya de queremos persuadir, que ésta, que él llama verdad, no fue verdaderamente conocida hasta los tiempos de Bacon: si ya no es, que el conocer una verdad equivalga entre los modernos a escribir de intento un volumen sobre ella. Cuando leo estas proposiciones de Oráculo en los libros de nuestros vecinos, me dan ganas vehementísimas de revolver sobre ellos, y pagarles con algunos cuantos donaires las fábulas desatinadas que nos imputan. Pero ¿qué culpa tiene toda la Francia de que diez o doce Escritores suyos sean ignorantes con magisterio?

     «Tal vez la novedad (dice Condillac) fue el motivo que indujo a los Peripatéticos a adoptar por principio que todos nuestros conocimientos nacen de los sentidos(287).» ¿Novedad de los siglos escolásticos llama a una observación que nació con la misma Filosofía, que fue común en casi todas las sectas, y que si la adoptaron los Filósofos de la Escuela fue porque la hallaron establecida expresamente en Aristóteles, y adoptada en la escuela Árabe, que fue el fundamento de la Filosofía Escolástica?

     Locke pudo copiar de Aristóteles las proposiciones fundamentales de su sistema: en los mismos Escolásticos pudo tomar grandes luces para confirmar sus discursos: y si era docto en la antigüedad, solo con desentrañar el Aparato lógico de los Estoicos tenía suficiente materia para darnos remozada una doctrina decrépita, y vestida al aire de nuestra edad. Lo demostraré en las menos palabras que pueda, y vindicaré las fatigas de aquellos difuntos venerables de la antigüedad docta, mal reconocidos por los mismos que sabrían hoy mucho menos de lo que saben, si aquellos hombres infatigables no hubieran abierto las sendas del saber.

     ¿Cuál es, según Locke, el origen o fuente de todas las ideas? La experiencia. ¿Cuál es, según Aristóteles? La experiencia.

     «Supongamos (dice el primero) que al principio el alma es lo que solemos llamar una tabla rara, vacía de toda especie de caracteres, y sin género alguno de idea. ¿Por cuál medio diremos que logra adquirir este portentoso número, que la imaginación, siempre activa y sin límites, le ofrece con una variedad casi infinita? ¿De dónde toma estos materiales, que son como el fondo de todos sus raciocinios y conocimientos? a esta pregunta respondo en una palabra: de la experiencia. Éste es el fundamento de todos nuestros conocimientos; y de allí es de donde toman su primer origen. Las observaciones que hacemos sobre los objetos exteriores y sensibles; o sobre las operaciones interiores de nuestra alma, que percibimos, y sobre las cuales reflexionamos, suministran a nuestro ánimo los materiales de cuanto piensa.»

     Aristóteles, poniéndose a controvertir la naturaleza de las proposiciones indubitables que sirven para demostrar, dice expresamente, que los primeros principios inmediatos(288), que dan fundamento a la demostración, no los tenemos con nosotros(289), como si dijera, que no son innatos en el hombre.

¿De dónde pues nos vienen? De una facultad, dice Aristóteles, que es común a todos los animales, esto es, del sentido(290). Esta potencia en los brutos no pasa más allá de la sensación(291): pero en el hombre las sensaciones producen impresiones permanentes, y de la memoria de ellas nace la Razón. «De tal suerte (dice) que en algunos animales (en el hombre) la Razón se engendra de la memoria de éstos (esto es, de las impresiones causadas por los sentidos):... de las sensaciones se engendra la memoria: de la memoria repetida muchas veces sobre una cosa, la experiencia; porque muchas memorias en número, forman una experiencia(292).

     De esta (continúa el Griego), o lo que es lo mismo, de la proposición universal que reside ya en el ánimo, conviene a saber en cuanto en muchos individuos se advierte una misma cosa, se forman los principios del arte y de la ciencia: del arte, si las experiencias pertenecen a la creación de algo; de la ciencia si pertenecen a la averiguación de las esencias(293).Yo creo que en ninguna cosa fue menos obscuro Aristóteles, que en esta exposición de las obras del entendimiento. Sus discípulos conservaron religiosísimamente su doctrina, cuya suma voy a exponer aquí, tomada de Sexto Empírico, para su mayor inteligencia.

     Los Peripatéticos (dice) dividen las cosas en dos géneros: uno de las sensibles y otro de las que se comprehenden sólo con el entendimiento, (que nosotros podemos llamar mentales). Cuando tratan pues del criterio de la verdad, siguiendo esta distinción de las cosas, colocan el de las sensibles en los sentidos; el de las mentales en la inteligencia; y el de ambos en común, según la doctrina de Teofrasto, en la evidencia(294). Pero en el orden con que procede el entendimiento, el sentido tiene el primer lugar, aunque en la potestad le tenga la mente. Y ve aquí cómo. El sentido es movido por los objetos sensibles. De este movimiento, cuando es evidente, se engendra o sucede otro en el alma de los animales que pueden moverse por sí mismos, y son los más excelentes entre todos (es decir, en los hombres), al cual dan los nombres de memoria y fantasía(295), en dos diversas acepciones. Memoria por la impresión(296) que hace en el sentido; y fantasía, por el objeto que causa la impresión en él: y para darse a entender ponen el ejemplo en la huella, porque así como ésta es hecha inmediatamente por la impresión de algo, como por la del pie, y procede de otro, v. g. de Dion; así también, la moción o movimiento de que hablamos es hecha por algo, esto es, por la afección sensual o impresión hecha en el sentido; y procede de otro, esto es, del objeto sensible del cual conserva alguna semejanza.

     Esta misma moción, que se llama memoria y fantasía, tiene en sí otra tercera moción que le sobreviene de la fantasía racional(297), la cual se forma del juicio y de nuestra elección y a la que nosotros podemos llamar pensamiento(298). El orden con que procede el entendimiento en estas operaciones es de esta manera. Preséntase Dion evidentemente a mi vista: mi sentido es herido, digamoslo así, y conmovido de cierto modo: de esta afección o conmoción sensual se engendra en el alma aquella especie de fantasía a quien se dio nombre de memoria, y dijimos ser semejante a la huella: de esta fantasía el alma voluntariamente forma en sí lo que Sexto llama fantasma(299), y equivale a lo que nosotros decimos noción universal, como en general el hombre. A esta moción daban los nombres de pensamiento y de inteligencia(300), según dos diversas aplicaciones u operaciones, porque cuando el alma forma la noción universal, se llama pensamiento; y cuando ya obra actualmente, inteligencia. De los dos, pensamiento e inteligencia resulta la noción, y de esta la ciencia y el arte: porque versando el pensamiento a veces sobre imágenes singulares, a veces sobre universales; la conversión de los singulares al universal depositado ya en la inteligencia, se llama noción, y de la multitud de estas conversiones reducciones resultan los elementos de las ciencias y de las artes(301).

     Trueque Condillac las voces de la escuela Peripatética en las que él y Locke han querido arbitrariamente aplicar a las obras mentales, y vea si el sistema de aquél, y el suyo mismo, tienen otros fundamentos que los que acabo de copiar. Derivan de los sentidos las sensaciones, que eso es su fantasía: la memoria se engendra de ellas, cuando son permanentes: de la memoria resulta la noción universal; y éstas son las fuentes de la sabiduría humana. Hallados estos cimientos, un Locke puede fácilmente levantar un grande edificio. Pero sin Aristóteles y sin Locke, no se yo que hubiera podido levantar Condillac.

     Nada diré de los Estoicos, que fueron sutilísimos en esta parte de su Lógica, y bien desentrañadas las noticias que nos quedan de su Arte Isagógica, que venía a ser un sistema muy encadenado de la mente humana, tal vez no se echaría menos ninguna de las observaciones menudas que sirven a la mayor explicación del artificio del entendimiento. El que quiera convencerse por sí, lea a Pedro de Valencia en su doctísimo Opúsculo de las Opiniones Académicas o del Juicio de la verdad, y se admirará de que habiéndose establecido aquellas doctrinas desde la Olimpiada 106 en adelante, haya Escritor reputado por célebre, que se atreva a publicar con desembarazo de Oráculo, que la antigüedad no supo como el entendimiento deriva todos sus conocimientos de los sentidos.

     Los Escolásticos, de quienes se puede decir lo que Grocio de los Intérpretes bárbaros del Derecho, conviene a saber, que interpretando mal a Aristóteles fundaron una nueva Filosofía, así como aquéllos fundaron un nuevo Derecho interpretando mal el Romano; los Escolásticos, digo, para explicar la sencillísima doctrina de Aristóteles sobre el origen de lo que el hombre alcanza con la Razón, forjaron el sistema de las especies intencionales, y de los entendimientos agente y pasivo, con lo que de una verdad hicieron un embrollo, y obscurecieron lo que estaba fundado en la experiencia de lo que a cada uno le pasa dentro de sí. La justicia pide esta confesión. Pero también pide que no los defraudemos de lo que justamente les es debido. A pesar de sus especies intencionales, entendieron como el que mejor, de qué suerte el entendimiento, de las sensaciones abstrae las ideas universales, y forma los raciocinios. Daré solo un testigo: a Santo Tomás. Los apasionadísimos a lo moderno me perdonarán este sacrilegio. El más famoso de los Escolásticos va a enseñarles idénticamente los mismos principios de Locke.

     Para esto hemos de suponer que Santo Tomás atribuye dos acciones al entendimiento: una (que podemos llamar directa) hacia las imágenes de la fantasía; y otra (que podemos llamar refleja) es la revolución sobre sus mismos actos, con la que se contempla a sí mismo, y se conoce. A esta segunda acción llama redición completa, a distinción de otra redición incompleta que da a los sentidos.

     Ésta, que es la regla fundamental de Locke(302), está tan expresa en Santo Tomás, cual no puede estarlo con mayor evidencia. «Nuestro entendimiento (dice) en la peregrinación de esta vida se refiere a las imágenes de la fantasía, como la vista a los colores, según se dice en el tercero de Anima; no porque conozca a las imágenes como a los colores la vista, sino porque conoce los objetos de donde proceden las imágenes. Por esto la acción de nuestro entendimiento primariamente se encamina a los objetos que se aprehenden por las imágenes; pero después revuelve sobre sí a conocer su acto mismo, y de ahí pasa a conocer sus especies, hábitos, potencias, y la esencia de la misma mente.»(303)

     Tenemos pues que lo que Locke llama Reflexión es redición completa en Santo Tomás: y lo es de tal manera que no hay operación mental ni propiedad del espíritu que no le explique por esta redición. «¿Cómo conoce la verdad el entendimiento? (dice en otra parte). Revolviendo o reflexionando sobre su mismo acto: y no sólo porque conoce su mismo acto; sino porque conoce la proporción que tiene con la cosa; el cual conocimiento no puede subsistir sin conocer la naturaleza del principio activo, que es el mismo entendimiento(304). «De este modo explica también las ideas que tenemos de la memoria(305), de la imaginación(306), de los hábitos(307), de la alma y de la mente(308); de suerte que la gloria del Filósofo Inglés en este principio, está en haber hecho de él un uso más extenso, aplicándole a la averiguación de mucho mayor número de nuestras ideas.

     La sensación, segundo principio de Locke, no sería menester probar que la conoció el Santo Doctor tan bien como aquél, si no viviésemos en un siglo en que los Santos y los Doctores se leen muy poco. Sus cuestiones de la Verdad están llenas de explicaciones muy menudas, y muy exactas de los modos con que el entendimiento deduce el conocimiento de las cosas de los sentidos. Para él en la mente no hay más que la capacidad de formar ideas puramente inteligibles, de las imágenes de la fantasía: y a tales límites estrecha esta facultad del entendimiento, que en él por si no admite más que el conocimiento de lo universal por la abstracción, o reducción a una sola idea, como decían los antiguos Peripatéticos, de los caracteres comunes a muchos individuos de una misma especie(309). Es verdad que éstas y otras muchas observaciones del Santo, que son las mismas de Locke, y lo que es más, las mismas de Condillac, se hallan esparcidas en los diversos tomos en folio de sus Obras; pero como los modernos comúnmente no son aficionados a leer tomos en folio, tienen por más conveniente levantar un testimonio a los Escolásticos, que emplear una noche en hojear algunos de sus libros.

     Esta misma infelicidad tocó también a Juan Luis Vives, el primer Restaurador de las Ciencias en Europa, y el hombre de mayor juicio que se ha conocido en estas últimas edades. Su Tratado del Alma y de la Vida es un sistema perfectísimo del hombre, en donde, o sucintamente, o con extensión, se encuentra cuanto después de el se ha escrito con verdad de este Ente vario y poco comprehensible. Su examen del entendimiento, su explicación de las potencias, el método admirable con que las va derivando unas de otras, la averiguación y descripción de los afectos, en suma los tres libros todos serían un monumento inmortal en Paris o en Londres, si el Autor por dicha hubiera acertado a nacer entre aquellas gentes. Este Tratado no se ha impreso todavía una vez en España; en tanto que nos están inundando todos los días con traducciones miserables de librejos superficialmente insulsos, o con vagatelas pomposas, destinadas a ganar la aprobación de un vulgo erudito lo que juzga a tiento, incapaz todavía de discernir el verdadero saber del superficial, ni el entendimiento clásico y original del remedador y copista.

     El que lea pues los dos primeros libros del Tratado del Alma y de la Vida de Juan Luis Vives, no recele contradecir el fallo sibilino del buen Abate de Condillac. Allí hallará un modo original, no aprehendido en nadie(310), de derivar las potencias del entendimiento unas de otras desde las impresiones de los objetos en los sentidos hasta la Razón(311). Pero al mismo tiempo no levante el grito, y reconvéngale con modestia porque si sus apasionados caen en la cuenta de darnos en cara con el abandono que ha experimentado entre nosotros el pobre Vives, a la verdad no se yo que hemos de responderles. Vosotros (dirán) ignoráis las doctrinas de ese vuestro grande conciudadano: ¿y qué, ha de estar siempre a nuestro cuidado desenterrar vuestros tesoros, y revolver viejas bibliotecas para saber si un Autor vuestro se nos anticipó ahora dos siglos en lo que escribimos?

     Pero esta reconvención no aprovecha en lo que toca a las opiniones de la antigüedad. El que ha de hablar de ellas, si no se resuelve a decir absurdos, tiene obligación de informarse de las que ha perdonado la voracidad de los tiempos. Este reconocimiento es debido a los inventores y formadores de las Ciencias, y aun sin esto a la misma verdad. Si cierta casta de modernos levantase menos testimonios a los antiguos, y se contentase con procurar aventajarse a ellos sin desacreditarlos, la sabiduría de estos siglos estaría tal vez más autorizada universalmente. ¿Qué es ver a un Verneí, y a otros ciento como él, hacinadores puros, sin sombra de ingenio para inventar ni descubrir la menor cosa, despreciar jactanciosamente todo lo que no nació con las Academias de Londres y París, y hablar de los descubridores de las pocas verdades que sabemos hoy, como pudiera un Ateniense de un Romano en tiempo de los Gracos? Este procedimiento de los modernos de la clase media perjudica notablemente a los grandes hombres: porque el que está apasionado por la antigüedad, y coge en un embuste a cualquiera de estos modernos medianistas, mide por una misma línea a Leibniz que al Genuense, y a Neuton que a Verneí. De aquí nacen las contiendas, más por el partido, que por la verdad: y ésta entretanto, riéndose de la vanidad de los que hacen profesión de buscarla, se está oculta esperando con sosiego la edad en que generalmente se estime la aplicación de todos los siglos, y uniendo los presentes con los pasados conspiren los hombres con mayor fuerza a su investigación y descubrimiento.

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