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ArribaCartas a don Pedro de Ángelis editor del Archivo Americano51


Carta primera

Al editor del Archivo Americano


Señor Editor: Por una casualidad ha llegado recién a mis manos el número 32 de su Archivo fecho a 28 de enero, y he leído en él un artículo sobre el Dogma Socialista, etc., que publiqué en setiembre del año pasado, en el cual tiene Vd. a bien enviarme una colección de todas esas preciosidades que regala, años hace, profusamente al mundo, la Prensa Mazorquera. No me sorprende el regalo; es lo único que Vd. y sus coescritores pueden dar. En esto, como en todo, el proceder del heroico fundador del Sistema Americano, es lógico; a los que no están con él y tiene a la mano, los degüella; a los que se han puesto fuera del alcance de su cuchillo, los calumnia y los difama por boca de sus lacayos; no se puedo negar que Vd. desempeña perfectamente el oficio.

Pero Vd., señor editor, debe ser grande entre los grandes de la Mazorca, y sobre todo, hombre más   —186→   ducho en la esgrima periodística que ninguno de sus cofrades; Vd. ha descubierto medio de servir la gran causa del Sistema Americano hiriendo a sus enemigos como la serpiente de trisulco dardo; Vd. les inocula el veneno con tres lenguas; Vd. los asesina moralmente a la faz de medio mundo civilizado, calumniándolos y difamándolos en los tres idiomas más vulgares; Vd. en su viperina rabia, mutila y desfigura en tres idiomas la historia del pueblo que lo hospeda y enriquece, lo tizna con su sucia pluma y encasquetándole la coraza de escarnio lo pone todo inmundo, sangriento y desfigurado en la picota de afrenta de las naciones. Se ve, pues, que Vd. debe ser hombre sin igual entre la constelación literaria de la mazorca. Conocidas sus sanas intenciones, falta saber si logrará su objeto; falta saber si leerán por esos mundos su papel difamador y si no harán con él lo que hacía el héroe del desierto con las misivas de su querida Encarnación, cuando vivía como el tigre entre los pajonales de la pampa.

Sea lo que fuere, señor editor, debo agradecerle el recuerdo que me envía por su Archivo; porque a pesar de que me injuria, me parece que en el fondo ha querido favorecerme. Cofrade mío de pluma, ha tenido Vd. el buen deseo de que mi nombre vuele por el mundo en alas de la triple bocina de su Archivo, y recoja de paso en él un poco del polvo de ilustración que levanta la fama del suyo; y confieso que ése, para mí, hambriento por demás de celebridad, es el servicio mayor que pudiera hacerme   —187→   su pluma. Además, bromista y decidor de chistes, como dicen que es Vd., presumo haya querido embromar conmigo, y como estoy de buen humor, me han dado ganas de divertirme con Vd. Vaya, pues, preparando su cuero para recibir mi marca indeleble con toda la resignación y humildad de un buen cristiano. Bien sé yo que le hará poca mella, porque ya tiene el alma y el cuero de elefante; pero me parece le dejará comezón, aunque sea en la epidermis. Hay a más una consideración poderosísima que me mueve a ocuparme de Vd. La cuestión personal que Vd. promueve contra mí y mis amigos políticos, envuelve una cuestión de patria: Vd. defiende a Rosas y su sistema, nosotros lo atacamos y abogamos por el progreso y la democracia; es preciso, pues, arrancar la máscara al paladín de Rosas para que todo el mundo le conozca y dé el merecido timbre a sus escritos. Tal vez de ese modo logre también granjearme su benevolencia; a fin de que persuada al Restaurador, no estoy, como Vd. lo imaginaba, tan distante de «conversión y de arrepentimiento»52; y que al contrario, sus palabras me han movido y edificado a tal punto, que es muy posible me cuente pronto en el número de sus lacayos. Quiero, además, tener la honra de entretenerme un rato con el más profundo, conspicuo y erudito campeón de la Literatura Mazorquera; con el Néstor de esa peregrina y pasmosa literatura que ha surgido en el Plata bajo la   —188→   influencia regeneratriz del genio enciclopédico del héroe del desierto.

Chanza por chanza, pues, señor editor. Ya que Vd. me ha buscado, voy a retribuirle su comedida remembranza con toda la urbanidad de que soy capaz. Va dicho que su artículo sobre el Dogma Socialista no admite discusión; porque todo él, fuera de algunas citas truncas de mi obra y de infinitas mentiras, es una broma grosera, tonta y declamatoria; broma de truhán o de compadrito mazorquero, nada más. Sabido es que esos señores, cuando chancean en la pulpería o en la carpeta se espetan primero un ajo, después un vaso de caña, y por último un chirlo al rostro. Usted, señor editor, hace lo mismo; en lugar de caña arroja tinta, en vez de tajo al rostro, lo apunta a la frase o a la honra de su contrario. Yo procuraré embromar con Vd. diciéndole, a mi modo, verdades conocidas por todos en el Río de la Plata, y sin hacerle falsas imputaciones ni calumniarlo como Vd. acostumbra. Pero, como el lector debe tener curiosidad de saber quiénes son los bromistas, es preciso le conozca a Vd. y a mí. En cuanto a mí, soy bastante conocido en el Plata; en cuanto a Vd., voy a copiar su retrato (se entiende moral) del célebre poeta inglés Tomás Moore. Me parece le será más grato verse retratado por la pluma de tan ilustre ingenio.

Cuenta, pues, Moore, en su poema titulado Lalla Rookh, que entre el séquito de esta princesa iba «el criticón y fastidioso Fadladeen, gran nazir o Chambelán   —189→   del harem, quien llevado en su palanquín en pos al de la princesa, no se reputaba el personaje menos importante de todo aquel lucido concurso. En efecto, Fadladeen era entendido en todas materias, desde el perfil de los párpados de una circasiana, hasta las más profundas cuestiones científicas y literarias; desde la mezcla de aquella conserva que se hace de hojas de rosa, hasta la composición de un poema épico; y tanto influjo tenía su dictamen sobre el gusto vario de aquel tiempo, que todos los cocineros y poetas de Delhi le miraban con tímido respeto. Su conducta política y sus opiniones se fundaban en este renglón de Sadí: «Si el príncipe a mediodía dijere que es de noche, aseguradle que ya veis la luna y las estrellas». Y su celo por la religión, de la que era Aurungzebe protector munífico, se parecía bastante en lo desinteresado al del platero que se enamoró de los ojos de diamante del ídolo de Yaghernaut».

En efecto, señor editor, Vd. no es gran nazir, porque en Buenos Aires no hay harem, sino Mazorca; pero en cambio, Vd. ocupa el puesto de archivero mayor y de periodista en jefe del gran sultán Rosas. Vd. es ducho como Fadladeen en toda cosa; en cuanto a manejo y opiniones políticas sigue la máxima de Sadí, y su celo por el Sistema Americano y la Federación, puntos capitales de la religión mazorquera, es tan fervoroso o quizá más que el de Fadladeen.

Preguntarán cómo ha llegado Vd., señor editor,   —190→   a ocupar puesto tan alto en la jerarquía mazorquera: veamos.

Usted vino a Buenos Aires de Europa con la reputación que hallaron por bien hacerle los que se interesaban en que les sirviese a sus miras. Como hombre de estranjis, no era difícil que aquel candoroso pueblo le creyese un pozo de ciencia, máxime cuando lo patrocinaban los hombres entonces influyentes en el país. Se decía también que Vd. había sido colaborador de la Revista Enciclopédica y de la Biografía Universal, en París; y los que no sabían lo que era Vd. ni la tal Revista ni Biografía, abrían tamaña boca de pasmo al ver cara a cara nada menos que a todo un señor redactor de revistas y biografías. Ignoraban esas buenas gentes, que la Biografía Universal era en aquel tiempo la piscina literaria de todos los tinterillos hambrientos o que aspiraban a hacer figura; y que los charlatanes obtenían fácilmente el título honorario de redactores de la Revista Enciclopédica (papel insignificante entonces), con tal de saborear el gustazo de verse en la lista de colaboradores activos inscripta en la carátula del periódico. Ignoraban también que Vd. sólo había escrito en la tal Revista (porque no era capaz de más) un artículo de estudiante insípido sobre costumbres napolitanas; y en la Biografía Universal, las de Stigliani y Salvador Rosa, trabajos que hizo imprimir aparte como una gran cosa y tuvo cuidado de desparramar en Buenos Aires como muestra de su gran talento, incluyendo una litografía de su carota   —191→   abigarrada, para que todos quedasen estupefactos al ver la estampa de tan ilustre biógrafo. La gente bonaza no dejó de recibir con beneplácito esos regalos de su pluma; pero no faltó quien se riera a carcajadas de su charlatanismo fatuo y de sus pretensiones literarias.

Bajo tan bellos auspicios empezó Vd. a escribir en la Crónica para ése que no quiere que yo califique de partido político y que persisto en llamarlo tal, por razones que diré después. Es probable que Vd. escribiera al gusto de los que lo patrocinaban, porque medró, según dicen, en honra y provecho. Sería curioso, sin embargo, saber qué enseñó Vd. al pueblo de Buenos Aires, qué cosa nueva en doctrina política y literaria le trajo de Europa y del arsenal de la Revista Enciclopédica. Pero lo más curioso del caso es que era tanta su reputación y tan grande la necesidad que los hombres de entonces tenían de su pluma, que no sabiendo Vd. el castellano, escribía en francés y un traductor vertía a la española sus artículos para el diario, y esa traducción era recibida como pan bendito por el buen pueblo y aplaudida por sus mecenas. Y otra singularidad que caracteriza en cierto modo la época y se regocijará Vd. en saber, es que todavía hay hombres de aquel tiempo acá y allá, que le creen a Vd. un talentazo, dotado de una agudeza y chispa de ingenio inimitable. Tal es la influencia de las preocupaciones que engendra el espíritu de partido, que aun mortifica el amor propio de algunos hombres de entonces   —192→   confesar que patrocinaron a un charlatán, quien tuvo al menos habilidad bastante para alucinarlos y engañarlos. Se ve, pues, que Vd. era hombre de la talla de Fadladeen por los años 26 y 27, y que su dictamen en toda cosa, desde el arte culinario hasta el arte poético, desde la ciencia de Newton y Laplace hasta la de Smith, Montesquieu y Bentham, se parecía a la decisión de un oráculo. El diablo es que hoy día, de todas esas revelaciones de su ingenio, traducidas de mal francés a peor castellano, nadie se acuerda; y que sólo ha quedado para el país la mengua de haber sufrido que un Fadladeen charlatán viniese a aleccionarlo, y a ensuciar con sus venales e insípidas producciones, la prensa libre de los Moreno, los Castelli y los Monteagudo.

El partido unitario, de quien era Vd. excrecencia exótica, cayó, y Vd. tuvo a bien envainar su pluma, sacándola de cuando en cuando para dar un picotazo a los federales o escribir algún versacho en los papeluchos de la época, porque también la da de poeta como Fadladeen. Parece que algún tiempo se mantuvo Vd. al pairo, buscando entre los federales algún nuevo mecenas que, inflando las velas de su barquilla con el soplido de su favor, le permitiera emprender nueva marcha viento en popa. No le faltó a Vd. arrimo, porque nunca carecen de él las plantas rastreras y parásitas; pero no apeteciendo Dorrego la pluma que había ensalzado a sus enemigos políticos, hubo Vd. de contentarse con que le admitiera en el Fuerte como cortesano suyo y le favoreciera en su nuevo   —193→   oficio de Pedagogo de niños. ¡Descenso horrible sólo comparable al de Satanás! ¡Desplomarse desde la altura de redactor de revistas y biografías, y caer entre los bancos de una escuela! ¡Pobres cándidas palomas! ¿Con qué horror veríais a cada instante la carota amoratada de ese nuevo Bardolph, tocayo de aquél cuya faz, roja como la flor de ceibo, no podía ver Falstaff ¡sin imaginarse un fuego infernal!53 ¡Con qué horror miraríais a ese nuevo Lucifer caído, pobres cándidas palomas!

Cayó al fin Dorrego, y escribió Vd. en la Gaceta por oro de Lavalle en favor de Lavalle; pero así que vio bambolear su poder empezó a darle por bajo en esa misma Gaceta cuya redacción le pagaba, después de ponerse bien con los federales de afuera. Triunfaron al cabo los federales, y el Restaurador de las leyes entró poco después al Gobierno. Pero Rosas, el santo patrono de la federación, como buen americano, le tenía a Vd. ojeriza por unitario y no sé por qué más, y no aceptó las ofertas de su pluma. Vd. que no es hombre capaz de ponerse colorado por nada, pues tiene ya sobradamente cárdeno el rostro, no se desalentó, hizo hincapié, y se dijo en sus adentros perro porfiado saca bocado. Le decían unitario y le daban la espalda, y Vd. se sonreía con sorna como Sancho. Estaba Vd. poluto; era preciso purificarse de la mácula unitaria con el bautismo de sangre de la santa federación; era preciso pasar   —194→   por un largo noviciado y hacer sus pruebas; no hubo por esto cabida para Vd. por entonces.

Sin embargo, redactó Vd. El Lucero. ¡Oh, El Lucero! El Lucero era un astro que se perdía de vista. ¡Qué profundidad de vistas nuevas en política, en literatura, en todo! Sobre todo ¡qué ocurrencia tan feliz la de acordarse Vd. que era biógrafo por vocación, y regalarnos en El Lucero y en folleto, la biografía de López y Rosas, campeones ilustres de la Federación! Aseguro a Vd., señor editor, que yo, pobre estudiante recién llegado de Europa, me quedé pasmado, pasmado, y todavía lo estoy; y que una parte de mi pasmo lo trasladé a una sátira que probablemente le enviaré con estas cartas para su recreo; con las biografías de López y Rosas empezó usted su federal noviciado.

Parece que la administración Balcarce no quiso tratos con la fe púnica de Vd., señor editor, y que cuando andaba el run run de Restauración por las pulperías, mataderos y quintas de Buenos Aires, Vd., en despique, tuvo la diabólica ocurrencia de publicar El Restaurador, nada menos que con el retrato de Rosas al frente. La oportunidad era excelente y Vd. no la desperdició. Dicen que hasta salió de poncho a la calle para probar de obra, como lo estaba probando por escrito, su adhesión y devoción al héroe de la santa federación.

Pero Rosas no subió al potro del tiro, y tuvo Vd. que esperar. Entretanto, entró Vd. en arreglos con la administración Viamonte, con la mira de utilizar   —195→   su pluma en obsequio de la patria de los argentinos. Como su pluma era una gran pluma, eran tan grande como la pluma de Fadladeen, no dejaron de aceptarla. Dio Vd. entonces a luz una Memoria sobre la hacienda pública. ¿Quién puede entonces dudar era Vd. un Fadladeen enciclopédico? Es muy probable que los economistas europeos hayan utilizado tanto su memoria como los almaceneros de Buenos Aires. Sin embargo, como la hizo Vd. por encargo oficial debieron pagársela bien, tan bien como lo exigía la grandeza del sacrificio que Vd. acababa de hacer por la patria, fiscalizando las cuentas del Restaurador cuando su campaña al desierto. Este compromiso era grave, gravísimo para quien meses antes había colocado al frente de un periódico el retrato de ese mismo Restaurador cuyas cuentas fiscalizaba. Es entendido que el material todo de su Memoria se lo dieron listo para la imprenta las oficinas de Hacienda; porque Vd. sabía tanto de la Hacienda de Buenos Aires, como yo de la de Pekín; y que Vd. de puro especulador y charlatán cargó con la responsabilidad de su publicación para ante el Restaurador; diablura que le hubiera costado carísima, si todos los que han hecho servir de instrumento a sus miras, no le mirasen como la más inmunda y despreciable escoria de hombre.

Viamonte, Maza pasaron, y al fin el Restaurador montó el potro, calzándose por espuelas la dictadura. Era natural estuviese enojado con Vd.; pero, cortesano diestro en zalamerías y genuflexiones, no se   —196→   dio Vd. por entendido; procuró hacerle olvidar sus recientes infidelidades mentando sus antiguos servicios y sus biografías de sus héroes federales. Buscó nuevamente el arrimo de un mecenas y no tardó en encontrarlo, porque los pillos en una mirada se entienden. Un lacayo favorito del Restaurador intercedió por Vd. aunque en vano; no se hallaba dispuesto a aceptarlo ni para su limpiabotas. Además, las cuestiones que se proponía resolver en la nueva era de regeneración que inauguraba con el cuchillo en una mano y el rebenque en la otra, no eran de ésas que acostumbraba su pluma de Vd. resolver con sofismas, mentiras y frases huecas; eran de propaganda exterminadora y bárbara. Pero ese mismo lacayo, protector suyo, obtuvo de regalo de su munífico amo, por importantísimos servicios la Imprenta del Estado, y llamó a Vd., señor editor, para administrarla, haciéndole, según dicen, un buen partido. Tuvo Vd. entonces una imprenta que hacer sudar bajo el doble peso de su erudición vasta y de su profundo ingenio. Es muy extraño que esos federales tan inflamados de americanismo no hallasen en aquella época un hijo del país inteligente, capaz, a quien favorecer con esa imprenta; pero si había, como no dudo, muchos, es de creer que ninguno se encontrase dispuesto a vender su pluma y su conciencia al Restaurador. Era preciso hallar para esto un lazzaroni Fadladeen, un alma de barro y un corazón hediondo de lepra, un sofista audaz y un charlatán necio, un especulador viandante sin vínculo alguno de afección   —197→   o simpatía por la tierra; y ahí estaba Vd., señor editor. Y lo hallaron sin buscarlo, como lo habían hallado los unitarios en los años 26 y 29, los federales en el 30 y 34, la administración híbrida del general Viamonte, y en suma, todos los que necesitaban de una pluma venal y descreída.

Hasta entonces, señor editor, Vd. había vivido del fondo de reputación política y literaria que le hicieron sus primeros patronos los unitarios, por hallarle a propósito para sus miras; y ese fondo era inagotable, porque en país alguno es más cierto que en el nuestro aquel refrán de nuestros beatos abuelos: cría fama y échate a dormir; porque a Vd. se la había dado un partido, y los partidos y las facciones siempre han dado títulos de capacidad entre nosotros; y porque una vez proclamada por ese órgano la reputación de un hombre, nadie se atreve a dudar de ella ni a examinarla a todas luces, aún cuando la imbecilidad o el charlatanismo se solapen bajo la espléndida máscara que le pusieron las facciones. Pero Rosas no se hallaba dispuesto a respetar esa tradición del pasado. Para él no había reputación válida sin el bautismo de sangre de la federación, como no son para la Iglesia cristianos, sino herejes, los que disienten en punto alguno de sus dogmas; para él no eran capaces sino los federales netos, es decir, los adictos a su persona; para él valía tanto, o quizá más, Cuitiño y Salomón como el doctor más reputado. Así es que para burlarse de Vd. y de todos los doctores ilustres que habían ido coronando las   —198→   facciones en el transcurso de la revolución, sacó de los mataderos, de las cárceles, de las pulperías, de las estancias, de lo rezagado de las facciones, de todos los rincones más hediondos y obscuros de la sociedad, los buenos federales; los hizo legisladores, generales, ministros, jueces, empleados, degolladores, lacayos etc., etc., y de todas esas notabilidades de nuevo cuño formó esa magnífica jerarquía social mazorquera, sin igual en la tierra por su ilustración y sus hazañas. ¿Por qué Vd., señor editor, hombre de reputación tan grande, quedó excluido de ella? ¿No le veían dispuesto a pasar por las más duras pruebas (hasta la de la vela) en muestra de adhesión al Restaurador? ¡Sí!... Pero el Restaurador había dicho: «El que no está conmigo, es mi enemigo», y no quería, probablemente, dejarse embaucar nuevamente por las mielosas palabras y fingidas protestas de un traidor cuya pluma le era inútil. Así es que ni el puesto de lacayo pudo Vd. obtener en la nueva jerarquía mazorquera; y quedó arrinconado en el archivo de documentos y curiosidades históricas que había ido reuniendo en su imprenta con la paciencia y la diligencia de una viscacha. Allí, a vista de esas venerables reliquias del pasado, Vd., señor editor, archivo ambulante, dicen que tuvo revelaciones inauditas, y que el resultado de ellas fue descubrir el modo de sacar provecho de la multitud de papeles viejos que tenía en su archivo y de los tipos de su imprenta. Entonces anunció Vd. su famosa Colección de documentos históricos con Preámbulos,   —199→   Anotaciones, etc. Los que tenían alto concepto de su capacidad, los que le habían visto con dolor malgastar desde el año 26 su inmenso talento en las efímeras hojas de la prensa periódica, exclamaron: ya lo verán lo que es ese napolitano, ya tiene cancha para su ingenio; nada menos que historiador; allá lo veredes quién es Agrages, como decía don Quijote. Los jóvenes, sobre todo, señor editor, esos pobres estudiantes de la Universidad de Buenos Aires que Vd. tilda de holgazanes e ignorantes y que empezaban a dudar de su capacidad, a pesar de lo que oían, porque habían buscado en vano en sus periódicos, si no la luz del criterio socialista, al menos alguna enseñanza útil; esos jóvenes, digo, al anuncio de los documentos abrieron tamaña boca, creyendo les iba a caer el maná apetecido, la espléndida luz que disipara las tinieblas de su ignorancia. Pero ¡cuál fue su asombro, al hojear con avidez los documentos!... No había allí luz alguna, sino fárrago, fárrago en infolios. Al segundo tomo faltó el aliento a los suscriptores y empezaron a murmurar por la propina; al tercero, gritaron: ¡estafa! y se hicieron borrar muchos de la lista. Pero ¿qué es estafa? Entendámonos. Dar gato por liebre. ¡Bueno! Quiere decir, señor editor, que, o carecía Vd. de criterio histórico para apreciar el valor de los documentos que publicó, o procuró sólo hacer plata saliendo de cuanto mamotreto tenía en sus estantes. Si lo primero, hubo ignorancia solamente en Vd.; si lo segundo, hubo ignorancia y estafa.

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Pero los «ignorantes estudiantes» de la universidad, ávidos de instrucción, buscaron sobre todo en las anotaciones, proemios, etc., escritos de su pluma, señor editor, la luz histórica la chispa de esa inteligencia profunda tan nutrida de erudición y de ciencia que le suponían; y al ver aquel fárrago de vulgaridades vaciadas en su estilo pesado, campanudo, sin color ni sabor alguno; aquella crítica pedante y hueca, pensaron que en su cabeza no había un ápice de criterio histórico y que o Vd., en aquélla como en sus anteriores producciones, les había escamoteado su propia capacidad, o no era más que un ignorante y presuntuoso charlatán; Vd. resolverá la disyuntiva, señor editor. Yo, por mi parte, haciéndole más justicia, me inclino a creer que Vd. no quiso en esa obra hacer alarde de toda su erudición y grandes talentos para escribir la Historia, y que los reservó para el Archivo Americano o algunas otras obras póstumas; espero que no me hará quedar mal.

Recuerdo que meses después de la publicación de los documentos, leí en El Atheneum, periódico literario de Londres, un artículo en que los redactores eran del mismo parecer que los suscriptores y estudiantes de Buenos Aires sobre el mérito de su obra; y clasificándola de Colección indigesta y hecha sin criterio alguno, esperaban que Vd., señor Ángelis, volviese por su honor, publicando los estudios que prometía sobre los idiomas aborígenes, sobre la gramática   —201→   guaraní y sobre la Geografía y la Historia de estas regiones.

Pero, sin duda, entre las revelaciones que usted tuvo, cuando ideaba a solas la publicación de los Documentos, la más peregrina, la más feliz, fue su dedicatoria al Restaurador. Gracias a ella, gracias a la munificencia de ese protector acérrimo de las ciencias y de las letras, pudo Vd. llegar al sexto tomo de su importante publicación y redondear el negocio con buen resultado; porque los suscriptores necios le habían completamente desamparado en el camino. Gracias también al favoritismo de su consocio, el antedicho lacayo del Restaurador, se movió éste a favorecer la empresa. Pero, hablando de veras, señor editor, ¿no hubiera sido más útil al país, que Vd. guardase archivados todos esos documentos hasta que volviendo a él algunos de esos «ignorantones estudiantes», que hoy andan proscriptos, los clasificase y examinase a la luz de alta y filosófica crítica, los ilustrase con anotaciones concienzudas y mejor escritas que las suyas y los regalase impresos a su patria y a la ciencia histórica? ¿No habría conservado Vd. intacta su reputación literaria, sin exponerla a prueba tan difícil y tan superior a sus fuerzas?

Por ese tiempo, la palabra Romántico, recién llegada de España, empezó a circular en Buenos Aires con cierto sello de ridículo que le habían impreso los reaccionarios a la literatura nueva que invadía la Península. Para ellos, lo romántico era la exageración o la extravagancia en todo, en los trajes, en   —202→   los escritos y en los modales. La palabra era peregrina, excelente, y la adoptaron al punto los reaccionarios tanto en Buenos Aires como en Montevideo, para tildar algunos estudiantes y algunas damas que se hacían notables por algo que chocaba a los hábitos de los reaccionarios; pronunciada por semejantes labios, debió fácilmente hacer fortuna. Dicen que a Vd., señor editor, no se le caía de la boca, y que solía salir de ella saturada de sal ática y con toda esa singular expresión de su rostro iluminado de tintas carmesíes, como el de Bardolph. Entretanto, ni Vd., ni los reaccionarios, sabían que la palabra romántico había nacido en Alemania; que allí la popularizaron los hermanos Schlegel, como significando aquella literatura que surgió espontáneamente en Europa antes y después del Renacimiento; la cual apellidaron romántica, no sólo por los dialectos romances en que vació sus primeras inspiraciones, sino también por diferenciarse radicalmente, o en fondo y forma, de la literatura griega y latina y de todas las que procedieron de su imitación; que Madame Staël, en su obra sobre la Alemania, la derramó en Francia, y que allí posteriormente sirvió de bandera de emancipación del Clasicismo y de símbolo de una completa transformación de la Literatura y del Arte.54 Pero, algunos jóvenes argentinos, que sabían todo esto, se reían de la ignorancia de los burlones reaccionarios   —203→   y de los que aplaudían sus irónicas pullas; se reían sobre todo de Vd., señor editor, el más ilustre y testarudo de los clasicones de entonces.55

Ya en tiempo de La Crónica, Vd. y su corredactor Mora habían acreditado en Buenos Aires las virulentas hipérboles de J. M. Chenier contra Chateaubriand; y Vd., señor editor, hablaba de él con el mismo sarcástico desprecio con que hoy habla de los «delirios de Saint-Simon, Fourier y Considerant». ¡Dios mío! Un pobre gusano acostumbrado a revolcarse en la podredumbre, querer escupir al Sol! ¡Vd., hablando de esos escritores como pudiera hacerlo de Parra, Cuitiño y demás cofrades de la Mazorca! ¿No sabe Vd. que los tres primeros son celebridades reconocidas por el mundo civilizado y que se han puesto fuera del alcance de toda crítica y sobre todo de la de Vd., señor editor? ¿Quién es Vd., para llamarlos delirantes? ¿Qué se propone con semejantes blasfemias contra el genio, que no revelan sino la audacia pueril de la estupidez charlatana? ¿No se parecen a los ladridos del perro contra la luna? Pero ¡ah! no me acordaba; Vd. pertenece a esa constelación jerárquica mazorquera, ante cuyos resplandores palidecen todos los soles del mundo; aquellos ilustres genios no hablaron jamás de Rosas y de su federación, y son, por consiguiente, unos brutos delirantes. Y, a fe, que no me honra Vd. poco, señor editor, poniéndome   —204→   a delirar en semejante compañía; por eso, al principiar ésta, le dije creía que a pesar de injuriarme, en el fondo había querido favorecerme.

Pero lo que más me asombra, lo que lo pinta como el más cínico y descarado charlatán que jamás haya llevado pluma, es aquella pincelada de su artículo sobre el Dogma Socialista en que asegura que: Si me «fuera posible salir del paroxismo revolucionario, comprendería todo lo que habla de ridículo en querer convertir a los argentinos en una sociedad de Sansimonianos; en someter una República fundada en los principios generales de la organización moderna de los Estados, a los delirios de Fourier y de Considerant»; y en seguida declara que: Me entrego al racionalismo de los falansterianos, y busco en las producciones más desatinadas de los colaboradores del P. Enfantin las bases de una nueva organización política. ¿Dónde, en qué página de mi libro ha podido hallar Vd. rastro de las doctrinas de Fourier, Saint-Simon, Considerant y Enfantin? ¿Por qué no me la cita?

¿Hay algo más en todo él que una fórmula económica de Saint-Simon adoptada generalmente en Europa y aplicada por mí a toda la sociabilidad? ¿Y de aquí deduce Vd. que yo soy falansteriano y sansimoniano a un tiempo? ¿Qué puede haber más ridículo y extravagante que semejante deducción de su caletre? ¿Qué otra cosa revela sino la más completa ignorancia de la doctrina de esos filósofos, el charlatanismo más descarado y la falta absoluta de   —205→   sentido crítico en Vd. para comprender la doctrina de mi libro, ni lo que queríamos para nuestro país, en cuanto a organización, tanto el año 37 como ahora? Entretanto, Vd., señor editor, en su impotencia para producir nada noble, útil u original, echa a rodar entre el pueblo las palabras sansimoniano y falansteriano, que aprendió de memoria y cuyo sentido no comprende, como lo hizo con la palabra romántico, para reaccionar contra las ideas nuevas y de progreso, que han tenido la gloria de proclamar los hijos de ese país, que no es el suyo, y que debe envanecerse de no deber, en materia de ideas, nada, absolutamente nada, a un advenedizo tan sin pudor y charlatán como Vd.

Pero, dejándole ladrar contra Saint-Simon, Fourier y Considerant, le seguiremos en su carrera literaria. Muchos debieron ser sus pecados para que el Restaurador le dejase olvidado por muchos años en el rincón de su archivo de antiguallas buscando, como la polilla, pasto para su inteligencia. Verdad es que él había resuelto confiar los destinos del país y de su dictadura solamente al cuchillo y las bayonetas, y no necesitaba por lo mismo del poder de la prensa. Pero el año 40 cambió de parecer. Complicada la cuestión argentina con la cuestión francesa, consideró útil a su causa desmentir en el extranjero las acusaciones que le dirigían los patriotas de Montevideo, y empezó a hablar la Gaceta. No sé si Vd. enviaría a ese periódico sus lucubraciones históricas y satisfaría un tanto su angurria de escribir.   —206→   Pero debe suponerse que el anónimo no cuadraría a su ambición de gloria, ni las estrechas columnas de la Gaceta a su vasta erudición, por lo cual algunos años después, empezó Vd. a publicar con su nombre el Archivo Americano en tres idiomas. Además, el Restaurador debía necesitar un abogado de tres lenguas de la talla de Fadladeen para que lo defendiese ante la barra de las naciones civilizadas.

¡Oh, lectores que no habéis visto el Archivo, si supierais lo que es el Archivo os quedaríais maravillados! El Archivo es un archivo de preciosidades, es el retablo de las maravillas imaginado por Cervantes en uno de sus entremeses; es la obra maestra de Fadladeen; es el vasto receptáculo donde ha depositado toda la serie de sus lucubraciones filosóficas, históricas, artísticas, económicas y especialmente políticas ese sabio napolitano. Es además, una biografía continua, inagotable, del Restaurador, de ese hombre prodigioso que hace más en un día por su tierra natal que lo que hará la muerte en medio siglo; de ese héroe sin segundo, para cuya vida no bastaría un Plutarco y apenas basta un Fadladeen. Veríais, lectores, en cada frase, o un héroe del desierto, o un padre de la patria o un Restaurador de las leyes, o un héroe de la confederación, o un brigadier general don Juan Manuel de Rosas que lo resume todo; veríais en cada período cien salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres, doscientos federales y otras tantas federaciones, embutidas en cuatrocientos sistemas americanos. Veríais,   —207→   en seguida, mentiras colosales, calumnias, difamaciones, falsificaciones históricas en cada renglón; y veríais, sobre todo, lectores, una exuberancia, un torbellino de palabras que atolondra, y una variedad de ideas, de doctrina y hasta de sentido común que pasma; y al oír y ver todo esto, creeríais estar viendo un archivero delirante lanzar, como un energúmeno, vociferaciones huecas envueltas en manojos de papel desde lo alto de la torre donde los tiene archivados. Y veríais, por último, en el número 32 del tomo 4º que tengo en mano, donde hace un saludo tan urbano a mi Dogma Socialista, un larguísimo artículo titulado Navegación de los ríos, en el cual, entre citas de capítulos y de párrafos enteros de autores conocidos y por conocer, ha intercalado el señor editor unas cuantas frases de su caletre profundamente decisivas, para probar a todo el mundo que la navegación de los ríos argentinos pertenece exclusivamente a Rosas ab initio, porque la obtuvo por herencia directa de nuestro padre Adán; y que todo aquél que así no lo entienda y reconozca, es un salvaje unitario, enemigo bárbaro de la independencia argentina y de toda nuestra América. Dicen que en él echó el resto de su erudición el señor editor, que al escribirlo sudaba la gota gorda, y que el Restaurador, con maligna sonrisa, soplándole con un fuelle en las narices y ambos ojos, le infundía aliento y le refrescaba la mollera. Conoceríais viendo esto, lectores, ese nuevo método de escribir artículos de periódico (inventado por el señor editor e imitado   —208→   por la prensa mazorquera) en forma de alegatos de bien probado, atestados de citas que se truncan y acomodan al caso, y que nadie se toma el trabajo de confrontar y rectificar, porque nada más prueban en último resultado, sino que el autor citado pensó de tal o cual modo, y que el articulista erudito tiene libros en sus estantes; método, sin embargo, excelente para atosigar y dar sueño a los lectores y soliviar pesos al Restaurador, que es el único suscriptor y pagador del Archivo Americano.

Y todo esto, lectores, lo veríais en tres idiomas: primero, en castellano soporífico; segundo, en francés que horripila a los franceses; y tercero, en inglés que da spleen a los ingleses; porque la cabeza del archivero mayor de Buenos Aires es una nueva Babel donde el Restaurador ha soplado la confusión de las lenguas; y con tan buen suceso, que ha logrado por fin que no hable ni escriba en ninguna de ellas ni medio bien ni absolutamente mal, y que para americanizarlo más, le ha hecho hasta olvidar su lengua materna. Os aseguro, lectores, ser esto cierto, porque habiéndole escrito un paisano suyo una carta en italiano, contestó el señor editor en español, disculpándose de no hacerlo en su natal idioma por haberlo olvidado; a lo que replicó el compatriota, que los buenos italianos, los que guardaban vivo el recuerdo y el culto de la patria, jamás olvidaban su idioma.

Pero lo que más os asombraría, lector, y no comprenderíais al ver al Archivero Americano, es: 1º que   —209→   el Restaurador Rosas, ese campeón del americanismo haya confiado la defensa de su causa a un abogado tal como el napolitano Fadladeen, quien lejos de mejorarla la empeora con su declamación vacía y sus musulmánicas lisonjas; 2º que ese mismo Restaurador no haya encontrado entre los estudiantes de Buenos Aires una pluma más hábil, más digna, y sobre todo, argentina, que, si no en tres idiomas genízaros, al menos en la hermosa lengua patria, charlase en pro de su Sistema Americano; 3º que no se avergüence el Restaurador y todos esos federales de la mengua que cae sobre su causa y sobre su país, consintiendo que un extranjero charlatán difame a sus compatriotas, deslustre las glorias nacionales y reciba profusamente de sus manos el pago de esas difamaciones. Y que, por último, el Restaurador, hombre de tan honda penetración y de americanismo tan refinado, se haya dejado embaucar por él hasta el punto de nombrarle guardador de los archivos de su reino y redactor en jefe del retablo de las maravillas, el Archivo Americano, cuya edición completa le compra y paga en buena moneda de papel. Presumo, lectores, que si vierais el Archivo no atinaríais como yo con la explicación de tan extraordinario fenómeno.

Tenemos ya a Fadladeen en la privanza del Restaurador, gran nazir, o archivero mayor de sus Estados y oráculo de la prensa mazorquera. Después de muchas vicisitudes y trabajos han llegado por fin a colmo las ambiciones de este hombre grande.   —210→   Ya le conocéis, lectores, ya os lo he pintado tal cual es. Pues bien, ése cuya vida es una serie de deslealtades, de bajezas y de traiciones, es el hombre que se atreve a llamar traidores a los patriotas argentinos que han combatido y combaten por la libertad de su patria; ése el que no se cansa de difamarlos y calumniarlos; ése el que con lengua impía insulta las cenizas de los mártires del Dogma de Mayo y de los héroes de la independencia argentina; ése el que falsifica nuestra Historia y arroja inmundo barro sobre sus más bellas páginas.

Ése es el napolitano degradado que osa apellidar condottieri a Garibaldi y a Anzani; y canalla vendida a esos generosos italianos que han derramado su sangre en Montevideo por la causa de la libertad y del progreso, y conquistado la palma del heroísmo en los campos de San Antonio.

Ésa es la estéril, venal y descreída pluma que tilda de «estudiantes de Derecho presumidos y holgazanes» a aquella selecta juventud argentina que en el año 37 se asoció para trabajar por la regeneración de su patria, peleó en seguida en las filas de sus libertadores contra sus bárbaros tiranos, y después en la proscripción, ha procurado dar lustre literario al nombre argentino. Ésa, la que en su impotente y envidioso despecho niega el mérito de los jóvenes escritores argentinos y marca con el sarcástico apodo de delirantes a Chateaubriand, Saint-Simon, Fourier y Considerant. Ésa, la que endiosa a Rosas y echa constantemente incienso a los pies de sus seides   —211→   y lacayos; ésa, la que aboga por el despotismo bárbaro y el exterminio de los patriotas; ésa, la que hace escarnio de las más santas doctrinas para justificar las iniquidades y matanzas del Exterminador argentino; ésa, en fin, la pluma extranjera que mancha, años hace, la prensa de nuestro país con sus infames y estúpidas producciones.

Preguntad a ese advenedizo Fadladeen ¿qué doctrina social, fecunda y útil, ha propagado en el Plata; qué pensamiento noble o grande ha concebido su mente; qué producción nueva y original, por la concepción o el estilo, nos ha regalado en veinte años de residencia en Buenos Aires y con una imprenta y medios abundantes a su disposición? Preguntadle ¿quién ha herido de vértigo y de esterilidad su cabeza y llenádola de presunción fatua? Él mismo contestará con cínica sonrisa: yo no tengo más que mi pluma, y estoy siempre dispuesto a venderla a la más alta postura. Así comprende ese hombre la misión de la prensa y la moralidad del escritor público; ése es el móvil de todos sus actos y el principio de todas sus doctrinas. Así se ha manchado con toda clase de infamias, y como el escarabajo, revolcándose en la inmundicia, procura frenético ensuciar a todo el mundo para gozarse en verlo contaminado con su lepra.

Esa deyección inmunda de su corrupción intelectual y moral, es el regalo más funesto que podía hacernos la Europa. Entregados al desenfreno de la guerra civil, dominados por el caudillaje bárbaro,   —212→   la aparición en nuestras playas de un hombre que hiciese de la prensa un vehículo de mentira y difamación, una tribuna de inmoralidad, de tiranía y de retroceso, debía contribuir poderosamente a trastornar todas las nociones morales, a extirpar la semilla de toda buena doctrina, a fomentar la anarquía de los espíritus, a relajar y viciar los vínculos de nuestra sociabilidad y a engendrar, por último, al lado de Rosas, esos dos monstruos periodísticos titulados Gaceta Mercantil y Archivo Americano; y ese hombre es don Pedro de Ángelis; ésa ha sido su misión y ésa será la envidiable gloria que lleve del Río de la Plata.

Tantas injurias, tanta mengua, calumnias y difamaciones tan repetidas, propaladas contra nuestro país y sus más ilustres ciudadanos por la boca de ese extranjero mercenario, nos han hecho salvar los límites de la moderación y hablar un lenguaje que no acostumbramos, para estigmatizarlo y sentarlo sin máscara en la picota de afrenta que merecen sus infamias. Estamos, además, persuadidos que el raciocinio y la urbanidad no son armas útiles para lidiar con hombres que se han puesto fuera de las leyes de la Moral, de la Justicia y de la civilización, y que vengado nuestro país de los que se ceban en ultrajarlo y envilecerlo a los ojos del mundo, nos dirá con el Dante:

Che bel honor s'acquista in far vendetta.

  —213→  

Concluida ésta, sin embargo, y las posteriores, voy a tomar una ablución a la turca para purificarme, y a rogar por segunda vez a Alah me guarde de la tentación de volver a tocar animales inmundos.

P. D. En otra carta me ocuparé, señor editor, de ventilar algunos puntos de su artículo sobre el Dogma Socialista; porque estoy empeñado en hacerle entender que el año 37, cuando trazábamos como Vd. dice, el programa de la regeneración política de la nación argentina, sabíamos mejor que Vd. lo que hacíamos y por qué lo hacíamos.



  —214→  
Carta segunda

Independencia Argentina.- Federación o localismo.- Federación Rosista.- Unidad o centralismo, según nuestra historia, hasta el año 19.- Crítica de la Constitución de este año.- Partido unitario en el año 21.- Su doctrina y programa gubernativo.- Congreso del año 26.- Crítica de su Constitución.- Facción unitaria el 1º de diciembre de 1828.- Nuestro pensamiento político el año 37 y al presente.- Retrospecto.- Sistema municipal.- Algunas observaciones más sobre el artículo del Archivo Americano.


Voy a hablar seriamente con Vd., señor editor, a pesar de que sus pretensiones políticas y literarias me hacen a cada instante recordar a Fadladeen, el gran nazir del príncipe Aurungzebe, y su carota abigarrada a Bardolph, aquel personaje del Enrique IV de Shakespeare a quien su compañero de taberna, Falstaff, llamaba El caballero de la lámpara ardiente;56 y me tienta la risa sin poderlo remediar. Sin embargo, procuraré contenerla y revestir, si no aquel tono de autoridad y magisterio usado por Vd. desde que vive en el Río de la Plata, al menos la respetuosa gravedad de un discípulo al hablar con su maestro envejecido en las bibliotecas y los archivos.

  —215→  

Por supuesto que no pretendo refutar su irrefutable artículo sobre el Dogma Socialista, porque todo él es una pepitoria de vociferaciones y mentiras, sino entretenerme con Vd. como se lo dije en mi anterior.

Empieza Vd. por llamar a «juicio» cual otro Radamanto la obra que debiera criticar, y le estampa exabrupto la calificación de «libelo»; esto se parece bárbaramente a lo que hacía la Inquisición con los heréticos y a lo que hace la Mazorca con los que no son de su cofradía. Yo le creía periodista crítico y se me aparece juez; se conoce que por allá el furor de enjuiciar ha invadido hasta la prensa. Todo el mundo sabe, empero, que libelo se llama un escrito calumnioso y difamador; y los que hayan leído o lean mi obra verán que toda ella es doctrinaria. Pero Vd. se guarda bien de refutar ni tocar punto alguno de las doctrinas que contiene, o porque no ha encontrado armas para ello en su caletre ni en su archivo de erudición, o porque conviene a los intereses de su amo sublevar entre el pueblo prevenciones contra el libro, para que no lo busquen ni lo lean; esto prueba la buena fe con que lo ha examinado y juzgado. Extraño es que en seguida declare Vd. «que con aquella presunción que caracteriza a los genios díscolos, he trazado el programa de la regeneración política de la Nación Argentina, a quien supongo fuera del camino que le demarcaron los heroicos fundadores de su independencia». Acabáramos; luego el Dogma Socialista no es ni puede ser un libelo. ¿Cómo se le ha escapado este antilogismo al empezar, señor   —216→   juez Radamanto? Si algún escrito debe calificarse de libelo, es el artículo de Vd. sobre el Dogma Socialista, porque todo él es una sarta de calumnias y mentiras; porque no contiene cita de mi obra que Vd. no trunque para acomodarla a su paladar y hacerme cargos; porque desfigura completamente lo relativo a la Asociación, y porque eso que llama antilogismos de mi obra, son frases que, puestas en su lugar, nada tienen de antilógico, como podrá reconocerlo quien la lea.

Entra Vd. después en materia y lo hace de un modo curioso: supone que yo estoy descontento de todo cuanto se ha hecho para conservar la independencia argentina. Pero, señor editor, Vd. chochea. ¿Cuándo, en qué parte de mi obra hablo yo de independencia? ¿A eso se reduce toda su erudición histórica? ¿Está Vd. por saber que no hay cuestión de independencia argentina desde que concluyó la que teníamos con España? La cuestión de Mayo fue de independencia y de organización; pero la primera quedó zanjada de hecho en Salta el año 13, en Montevideo el año 14, o si Vd. quiere en Ayacucho; la segunda, que es de la que trata mi obra exclusivamente, está por resolverse todavía; a no ser que Vd. pretenda la haya resuelto el Restaurador por medio del rebenque y del cuchillo. No ha llegado a mí noticia que después de la España, nación alguna haya puesto en problema la independencia argentina. Cierto es que la Mazorca y su jefe cacarean muchos años hace sobre esto, y que se han constituido campeones   —217→   de no sé qué fantasma de independencia que nadie ataca, y de no sé qué intereses americanos que nadie percibe. Pero, ésas, señor editor, son paparruchas buenas para alucinar y engañar a los bobos, y extraño mucho las tome en consideración un hombre tan serio y concienzudo como Vd. ¿Acaso la Francia bloqueando Buenos Aires el año 37, para recabar de su Gobierno reparación de agravios por violación de la ley pública con respecto a sus súbditos, atacaba la independencia nacional? ¿No había agotado todos los expedientes pacíficos para llegar a ese fin? ¿Hay otro medio reconocido entre las naciones civilizadas para reivindicar el buen derecho, que apelar a las armas después de negociar y compeler con ellas al agresor injusto? ¿Qué otra cosa hizo la Francia? ¿No las depuso luego que logró sus pretensiones por el tratado Mackau? ¿Tenía o no buen derecho la Francia? Si no lo tenía ¿por qué cediendo a la fuerza, lo reconoció Rosas y firmó el tratado de Mackau? Si lo tenía, apelando a los cañones para reivindicarlo, después de negociar inútilmente, no atacaba la independencia nacional; luego mentía Rosas, mentía Vd. y toda la gente mazorquera vociferando entonces, como ahora, ataques al fuero nacional. A no ser que Vds. pretendan que en ésa, como en todas las guerras entre el fuerte y el débil por colisión de intereses o violación de derechos, siempre ha estado comprometido en la parte débil el principio de la independencia nacional; pero semejante peregrina ocurrencia sólo puede caber en la   —218→   cabeza de Vd., señor editor, en la de Anchorena y en la del jefe de la Mazorca. Hoy vociferan Vds. lo mismo que el año 38 contra los poderes interventores, porque después de haber reclamado inútilmente el cumplimiento de los tratados con respecto al Estado Oriental, usan de la fuerza para compeler a Rosas a entrar en razón; pero no hay hombre sensato en éste, como en el otro hemisferio, que no perciba que todo ese cacareo de independencia nacional, no es, ahora como entonces, más que uno de los muchos resortes empleados por Rosas para alucinar a la multitud y sostenerse a todo trance y por medio de la guerra en la silla de su usurpada dictadura. Si alguien compromete y juega a un tiro de dados la independencia nacional, es ese testarudo y bárbaro caudillo, que atacando todos los derechos, violando todos los pactos, provoca incesantemente agresiones extrañas, llama la guerra extranjera a su país y lo somete a todas las eventualidades que puedan surgir de esa guerra, Supongamos que los poderes interventores fatigados de la terquedad de Rosas, se declaren beligerantes, y que en uso de su derecho de tales ocupan uno o más puntos del litoral del Plata o del Paraná; que Rosas se obstina; que de resultas de su obstinación, esos poderes envían al Plata expediciones costosísimas, las que se establecen y fortifican en los puntos ocupados, para hostilizarlo con mayor ventaja; que Rosas, a pesar de esto, se aferra más en su obstinación; que el tiempo corre y que, por último, el extranjero halla por conveniente   —219→   conservar a cualquier título los territorios donde se ha establecido, a costa de mucha sangre y de inmensos sacrificios pecuniarios. Yo pregunto: ¿deberá echarse la culpa de ese conflicto de la independencia nacional a Rosas o a los poderes interventores? A Rosas, dirá todo el mundo, y a sus inicuos sostenedores.

¿O pretendéis, vosotros mazorqueros, que porque se os pide cuenta de una iniquidad que cometáis contra el extranjero, porque se os exige que no los degolléis, ni desapropiéis, como acostumbráis hacerlo con vuestros compatriotas, se comete desafuero contra vuestra independencia? Bueno, ya os entiendo. Queréis para Rosas, para el usurpador del poder nacional, con respecto al extranjero, la libertad salvaje de degollarlos y robarlos, de que vosotros gozáis con respecto a los compatriotas que no son de vuestra pandilla; queréis imponer a las naciones extrañas, a título de sistema americano, como leyes inviolables, todos los caprichos, todas las extravagancias, todas las barbaridades que puedan ocurrirse a vuestro ilustre jefe; queréis obligarlas a que las respeten y veneren como leyes emanadas de la Justicia divina, so pena de que si así no lo hacen, serán tratados como atentadores salvajes de vuestra independencia nacional; queréis en suma, para el individuo federal o rosín, la independencia del pampa en sus aduares; para la nación o su jefe Rosas, la independencia del cacique de una poderosa tribu; vuestro pensamiento es bien claro. Idos, pues, brutos,   —220→   a habitar entre los salvajes del desierto; vosotros sois indignos de vivir en una sociedad civilizada, y apenas sois capaces de acaudillar una tribu de pampas. Estáis oprimiendo, profanando, barbarizando vuestra tierra; la estáis convirtiendo en una toldería donde no se reconoce más ley que la fuerza, más razón que el instinto o el capricho bruto, más pena que la confiscación o el degüello. Vais a acabar por borrar al pueblo argentino del catálogo de las naciones civilizadas, y cuando lo hayáis conseguido podréis vanagloriaros de gozar la independencia que apetecéis y de haber consolidado vuestro sistema americano.

Pero, replicaréis vosotros, es abusar de la fuerza atacar al débil y compelerlo a hacer lo que no quiere. Cierto, cuando el débil respeta el Derecho y quiere lo moral y lo justo; pero cuando mata, desapropia, encarcela, nada más que porque se le antoja, ¿queréis que el fuerte permanezca impasible, mirando con ojo indiferente al tigre despedazar a la víctima que es su hermano? ¿Queréis que se deje insultar y abofetear por complacer al débil? ¡Admirable lógica la vuestra! Ni qué tenéis vosotros tampoco que argumentar contra la fuerza. ¿Vuestro poder acaso se funda en otra cosa que en la fuerza? Vuestras iniquidades monstruosas, vuestras victorias ¿tienen otra causa, otro origen que el más desenfrenado abuso de la fuerza bruta? ¿No matáis, encarceláis, robáis diez años hace a vuestros enemigos? ¿No degolláis a los prisioneros y rendidos? ¿No perseguís   —221→   como a fieras a todos los que no llevan vuestra librea de sangre o se someten a vuestro salvaje capricho? ¿Tendríais, pues, derecho para quejaros, si la fuerza inteligente y civilizadora viniese a arrancar de vuestras sangrientas manos los instrumentos de la barbarie y de la tortura? ¿De cuándo acá los bandidos se quejaron con justicia, porque no les permitiesen continuar a mansalva sus depredaciones y asesinatos?

Ocupa Vd. en seguida, señor editor, una tercera parte de su artículo en charlar sobre la dedicatoria de mi libro a los Mártires de la patria, y se enoja porque no halla entre ellos nombrado alguno de los que titula «beneméritos hijos de la patria, columnas del orden, defensores de las leyes, protectores de los derechos del pueblo»; anunciándome, por último, que la «Historia argentina ha registrado en su martirologio los nombres esclarecidos de Dorrego, Quiroga, Latorre, Villafañe, Heredia, etc.». Debiera Vd. extrañar, según esto, no dedicase mi obra al Restaurador, mártir vivo de la independencia argentina. Pero, señor editor, entendámonos; mártir es aquél que se sacrifica por una buena causa, o lo que es lo mismo, por una idea o interés social; y para mí no son mártires sino aquellos que se han sacrificado por la causa de Mayo, que es la de la patria y de la civilización; veo que Vd. no lo entiende así. Las horcas de la India y de España han testimoniado más de una vez que los Tugs y los Gitanos tienen también sus mártires; y nada extraño es que la federación mazorquera que Vd. defiende,   —222→   los cuente a millares. Pero, señor editor, la Federación Rosina no es la Federación del año 26 y anteriores; y es injuriar atrozmente la memoria de Dorrego afiliarlo al martirologio de la Mazorca. Latorre, Villafañe, Heredia, no eran más que unos caudillejos de provincia; en cuanto a Quiroga, la enérgica pluma del señor Sarmiento ha pintado ya con caracteres indelebles la fisonomía histórica de ese caudillo y descubierto el rastro de sangre de sus asesinos. Para explicarme más a fondo en cuanto a Dorrego y Federación necesito entrar en algunos pormenores.

Habrá Vd. notado, señor editor, que en la Ojeada retrospectiva reconozco la legitimidad histórica de la Unidad y de la Federación, y digo que esos partidos representan dos tendencias legítimas, dos manifestaciones necesarias de la vida de nuestro país; el partido Federal, el espíritu de localidad preocupado y ciego todavía; el partido Unitario, el centralismo, la unidad nacional.57 Para mí, pues, la Federación Argentina, estando a los resultados históricos, no se ha formulado hasta ahora ni en institución ni en doctrina. Antes del año 26, en distintas épocas, el espíritu local manifestó pretensiones exageradas, equivocadas y aun contradictorias, según el interés y las preocupaciones de los caudillos o gobernadores que se constituían órganos de él; pero todas esas   —223→   pretensiones siempre revistieron un carácter anárquico y desorganizador, tendente a la disolución del vínculo nacional. El espíritu local creyó ganar atrincherándose en su egoísmo, y aun bastarse a sí propio para la vida social. Sus representantes hasta entonces, tanto en Buenos Aires como en Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos y la Banda Oriental, tuvieron solamente el carácter de caudillos de una facción. Esa facción apareció el año 26, capitaneada por Dorrego en el Congreso, y por López, Quiroga y Bustos en las provincias. Era natural que Dorrego y sus amigos representasen de un modo más inteligente el localismo o federalismo; porque siempre hay lógica y progreso en la manifestación de las opiniones o intereses radicados en el espíritu de una localidad o de un pueblo; y porque, obligados a batirse con un partido capaz, doctrinario, que traía su constitución in capite como Sièyes, era preciso que dejasen a un lado las vociferaciones facciosas y se armasen de razón para el combate. Pero desgraciadamente para ellos y para el país, su posición fue casi siempre negativa y declamatoria, nunca se atrincheraron en una doctrina ni supieron levantarse a la altura de jefes de un partido político, y fueron fácilmente batidos en el campo de la discusión. El bello ideal de organización federativa, era para Dorrego la Constitución norteamericana; y Moreno, la cabeza más doctrinaria de la oposición en el Congreso, nunca dejaba de invocarla; pero en boca de ambos, la federación norteamericana era una arma de reacción   —224→   y de combate, más bien que una norma de organización; supuesto que olvidaban o desconocían que el principio de vida de esa federación es el poder municipal. No había para esos hombres, entretanto, federación posible fuera del tipo de norteamericano; y jamás manifestaron una concepción clara, científica, no digo de todo un sistema social federativo, porque eso sería pedir mucho, pero ni aun del modo de satisfacer las exigencias legítimas del espíritu local y de conciliarlas y armonizarlas con el grande y primordial interés de la nacionalidad.

Los federales, pues, en el Congreso, no salieron del rango ínfimo de facción, y fuera de su recinto, apelando a las armas, no desmintieron sus antecedentes anárquicos y desorganizadores; merced a sus embates cayó la presidencia y se disolvió el Congreso. Los federales se ampararon del poder; lo tenían ya ese poder en la mano para realizar sus grandes y patrióticas miras. ¿Qué hizo entretanto Dorrego para constituir esa federación que en su boca, como una máquina de reacción, había contribuido maravillosamente a disolverlo todo? ¿Qué hizo para perfeccionar las instituciones de su provincia, para reformar la ley de elecciones, la de enseñanza, la de milicia, etc., para establecer el sistema municipal y echar en Buenos Aires la planta de una organización federativa de la provincia, que sirviendo de norma a las demás, facilitase después la organización federativa de la República? Nada, absolutamente nada. Dorrego, por consiguiente, señor editor,   —225→   no se sacrificó a idea o interés alguno social, no fue «mártir de la patria»; Dorrego era caudillo de una facción, y murió víctima de otra facción vencedora, como lo demostraré adelante. Pero la federación dorreguista no era la federación rosista. Dorrego a más de caudillo federal, puede considerarse como la más completa y enérgica expresión del sentido común del país, alarmado en vista de las incomprensibles y bruscas innovaciones del partido unitario; y es indudable que en ese terreno era fuerte, y desempeñaba muy bien su papel de tribuno de la multitud. La federación, por lo mismo, en su boca significaba algo, era el eco de un instinto de reacción popular y una bocina de alzamiento. La federación que Rosas vocifera, es todo lo contrario de lo que han pretendido todos los caudillos desde Artigas hasta Dorrego.

Rosas el año 30 gobernó con facultades extraordinarias, y no sé que ellos signifiquen federación.

Rosas el año 35 empuñó la suma del poder público, y proclamó como principio de su política personal esta máxima: «el que no está conmigo es mi enemigo». Consecuente con ella, empezó a tratar como parias a todos los que no manifestasen adhesión franca a su persona, los despojó de toda clase de derechos, y acabó por encarcelarlos, desapropiarlos, degollarlos u obligarlos a expatriarse; y yo pregunto si esto se llama federación.

Rosas ha fusilado gobernadores; quita y pone los que le placen, y ha llevado su sistema de sangre y su dominación hasta el último rincón de la República,   —226→   aniquilando todo espíritu de localidad, todo germen de vida social en las provincias; y yo pregunto si esto es federación.

Me dirá Vd. señor editor, que la federación que Vd. invoca y Rosas defiende, es la que resulta de los diversos pactos de las provincias litorales y otras. Debo extrañar muchísimo que un hombre tan sabio en política y tan versado en la Historia llame federación a esas alianzas transitorias que sólo estipulan unión de fuerza para la defensa común, y delegan al Gobierno de Buenos Aires la facultad de representarlas en el exterior; pero que nada determinan, nada estatuyen sobre el régimen interior, sobre lo que constituye intrínsecamente y regula la vida nacional. Verdad es que antiguamente tomaron ese nombre algunas ligas entre Estados independientes, y aun sometidos a diverso régimen gubernativo; pero en nuestra época, señor editor, una federación, es algo más que una agregación o yuxtaposición de partes, algo más que una alianza ofensiva y defensiva; es una verdadera asociación de iguales, lo que equivale a decir: comunidad de intereses, de instituciones y principios políticos, comunidad de tendencias y de miras, comunidad de trabajo entre los miembros tendientes al bienestar común, comunidad, en suma, de vida social. Y esta federación, Rosas ni remotamente la concibe; ni es capaz de realizarla; ni Vd. tampoco, señor editor, la comprende, supuesto que se despepita en alabanzas a la federación Rosista, y supuesto asegura que yo pretendía el año 37 «someter   —227→   una República fundada en la organización moderna de los Estados a los delirios de Fourier y de Considerant».

En verdad, señor editor, que debe Vd. ser un admirable conocedor de nuestra Historia y un profundo político, cuando ha descubierto organización en la dictadura de Rosas el año 37, o en eso que él titula Confederación Argentina; y organización nada menos que idéntica a la moderna de los Estados. Para desvanecer completamente mis dudas al respecto debió Vd. mencionar qué Estados; porque muy bien pudieran ser los del Asia o los de la Luna, y no parece propio ir a buscar modelos a tierras tan remotas. Ateniéndome a la Historia, yo creía, señor editor, que todo el trabajo de los estadistas de mi país, todas las tentativas o ensayos de nuestras asambleas y congresos, habían tenido por objeto principal realizar esa deseada organización; y tenía por muy cierto que a pesar de su patriotismo y sus luces habían fracasado en su ardua empresa. Debo suponer que después del último congreso haya aparecido en mi país el genio predestinado para resolver el gran problema de organización; y que ese genio se haya puesto a la obra con tanto recato y sigilo, y la haya consumado con tan imponderable misterio, que nadie ha podido trascender ni el rumor de su estupenda creación; y ese genio no puede ser otro que Vd. o el Restaurador Rosas, o más bien ambos encarnados en uno. Presumo yo, porque Vd. nada nos revela al respecto, que la concepción primitiva del pensamiento   —228→   organizador la haya parido Rosas, y que Vd. habrá desempeñado el importantísimo papel de desbastarlo, pulimentarlo y darle la forma conveniente; lo que quiere decir: que Rosas habrá puesto el mármol en bruto, y Vd., con su ingenio y su arte habrá convertido ese mármol en bellísima estatua. Me es duro creer (y Vd. me sacará de la duda) no haya concurrido también Anchorena a esa obra magna de organización; así, por la encarnación o efusión de tres espíritus o inteligencias, resultaría la Trinidad creadora y conservadora de la República Argentina.

Dando, pues, por realizada la supuesta organización, tendrá Vd. a bien, señor editor, resolverme una duda ¿es federal o unitaria? ¿Se asemeja al centralismo francés o al federalismo suizo o norteamericano? ¿Es democrática, aristocrática o monárquica? Bueno será se explique Vd. al respecto, porque muchos piensan tiene de federativa el nombre, de unitaria el fondo, de democrática lo aparente, de aristocrática la Mazorca, de monárquica la dictadura, y de insólito y bárbaro entrañas y exterioridades; y que, en suma, es una organización sui generis, que a mí se me ha antojado bautizar con el nombre de Federación rosina o mazorquera, porque Rosas la ha inventado y la Mazorca es su medio de gobierno.

Sin embargo, Rosas, más por instinto que por cálculo de política, ha sido audaz y perseverante continuador de la obra de centralización del poder social iniciada en Mayo, y acometida con tan mal éxito   —229→   en diversas épocas por el partido unitario. Los unitarios quisieron someter a una Constitución central el espíritu local o provincial, y él, ciego y preocupado, se desbocó vociferando despotismo; Rosas ha conseguido dominarlo, lo ha comprimido hasta sofocarlo y manda de hecho en toda la República. Empero, su obra será efímera como la del partido unitario; subsistirá tal vez mientras él viva; pero es más que probable que el Gobierno de Buenos Aires ni otro alguno heredará su prepotencia. Suponiendo realizable el pensamiento de reconstrucción del virreinato, que algunos suponen a Rosas, no tardaría en venirse abajo ese edificio gigante, luego que desapareciese el terror que su nombre inspira y en asomar la anarquía y la disolución. Y ¿por qué? Porque la obra de crear y centralizar el poder social, es trabajo de muchas generaciones, y el resultado normal de otra obra anterior, lenta, difícil, de asociación o de fusión de todos los intereses, de todas las opiniones, de todas las creencias predominantes en el espíritu de un pueblo o de una nación; ahí está para atestiguarlo la Historia de todas las repúblicas y monarquías del mundo. Esa obra debe ser más difícil para los pueblos americanos, que pasaron del más abyecto y oscuro vasallaje, al ejercicio de la más desenfrenada libertad; que no han tenido educación moral y política, ni tiempo bastante para ilustrarse, socializarse y acostumbrarse a vivir en comunidad. Querer, por lo mismo, centralizar el poder social y organizarlo por medio de una constitución o de la dictadura, me   —230→   parece soberanamente absurdo; y ésa es quizás la grande e importantísima lección de 36 años de guerra civil. Ahí está la República Argentina, Méjico, el Perú y toda la América del Sud, probando mi aserto. Ya ve Vd., señor editor, que en punto a opiniones políticas disto mucho de Vd. y de su consocio Rosas; y que no soy ni federal dorreguista, ni federal rosista, ni unitario.

Pero ya hemos hablado lo bastante de federación, señor editor; hablemos ahora de sus protectores el año 26, de aquellos unitarios a quienes Vd. niega hoy, por adular a Rosas, la calificación de partido político, y que yo tengo muy buenas razones para considerarlo como el único que haya aparecido en mi país con el carácter y la fisonomía de tal.

Sabido es que la revolución se dividió al nacer, y que el espíritu local levantó luego cabeza para murmurar contra la Junta Gubernativa de nueve miembros creada en Buenos Aires. En los primeros tiempos, el sentimiento del peligro, la misma efervescencia y entusiasmo producidos por esa reacción violenta de todas las opiniones y de todos los intereses contra el despotismo colonial, distrajeron los ánimos y aquietaron las pasiones anárquicas. La Junta se hizo obedecer y llevó sus armas vencedoras hasta el confín del virreinato. No tardaron, empero, en entrar en colisión el centralismo y el localismo, y en sublevar éste conflictos nocivos a la causa de la revolución. Algunos diputados de provincia, convocados para un congreso, exigieron el año 11 participación   —231→   en el Gobierno y lograron al fin incorporarse a la Junta. La unidad y nervio del Gobierno, repartido entre tantos, se relajó y se sintieron sacudimientos anárquicos. La nueva Junta Gubernativa decretó: la formación de una Junta en cada provincia compuesta de cuatro individuos y presidida por el intendente, en quienes residiera in solidum toda la autoridad gubernativa y administrativa de la provincia; y la de Juntas subalternas de tres miembros en las ciudades o villas que tuvieran o debieran tener diputado en la Junta Central de Buenos Aires. El localismo triunfó por entonces. Hiciéronse luego sentir los peligros e inconvenientes de esa desmembración del poder cuando más importaba centralizarlo para repeler al enemigo común, y sobrevino la reacción contra la Junta, representante del localismo. Se confirió entonces el gobierno ejecutivo a un triunvirato, el cual promulgó un estatuto para gobernar por él. Este triunvirato experimentó algunos cambios en el personal hasta el año 14, en que el Gobierno pasó a manos de un solo individuo con el título de director del Estado. En esa época el poder nacional lo reasumen un director y una asamblea constituyente, y el poder provincial un intendente nombrado por el director y el Cabildo de elección popular.

El año 15 tenemos un director y una Junta de Observación la cual promulga un estatuto provisional. En él se estatuye: Que serán nombrados por elecciones populares: 1º El director del Estado. 2º Los   —232→   diputados representantes de las provincias al Congreso. 3º Los Cabildos. 4º Los gobernadores de provincia. 5º Los individuos de la Junta de Observación. Los tenientes gobernadores serán nombrados por el director a propuesta en terna del Cabildo de su residencia; los subdelegados de partido por los gobernadores de provincia a propuesta en terna del Cabildo. En ese Estatuto también se declara: En lo sucesivo se practicará la elección de director según el reglamento particular que deberá formarse sobre el libre consentimiento de las provincias y la más exacta conformidad a los derechos de todos. Se ve que el localismo vuelve a triunfar, y se constituye en cierto modo como lo puede y concibe. Sin embargo, es preciso confesar que esa tentativa es la única notable y racional que haya producido en el transcurso de la revolución. Se encuentra en el Estatuto de la Junta de Observación algo de lo más sabio y mejor combinado en punto a organización que se haya concebido desde Mayo. En él se deslinda perfectamente la ciudadanía activa y pasiva; se formulan los deberes del hombre y del cuerpo social; se establece la elección a doble grado para diputados al Congreso y capitulares; se ordena la formación de municipalidades en las ciudades y villas subalternas y la composición y organización de la Milicia Nacional.

Más tarde, el año 16, tenemos un Directorio y un Congreso constituyente, quien promulga el año 17 un Reglamento provisorio para la dirección y administración   —233→   del Estado. En este Reglamento se refunde lo dispuesto en cuanto a imprenta y garantías por el Estatuto del año 11, y lo más importante y mejor concebido que antes apunté del Estatuto del año 15; pero se arranca al localismo lo esencial, se ordena: 1º Que ínter no se sancione la Constitución, el Congreso nombrará privativamente el director del Estado. 2º Que las elecciones de gobernadores intendentes, tenientes gobernadores y subdelegados de partido se harán a arbitrio del Supremo Director de las listas de personas elegibles de dentro o fuera de la provincia que todos los cabildos en el primer mes de su elección formarán y le remitirán. Se ve que el centralismo se sobrepone al localismo; pero no tarda éste en asomar cabeza, y antes de promulgar el Congreso el año 19 la Constitución definitiva, ya estaba toda la República anarquizada. El centralismo, sin embargo, aparece constituido por ella, concediendo cuanto le parece dable al espíritu local. En el manifiesto con que encabeza la Constitución, el Congreso dice: Por desgracia el Estatuto provisional que regía el Estado, lisonjeando demasiado las aspiraciones de unos pueblos sin experiencia, aflojó algún tanto los vínculos sociales. El soberano Congreso creyó de su deber la formación de otro (el Reglamento provisorio) que provisoriamente llenase el vacío de la Constitución.

Esa Constitución del año 19 es curiosísima como monumento histórico. Si bien recuerdo, Daunou, el sabio autor de las Garantías individuales, la elogió   —234→   como obra de arte; porque ¿qué sabía el buen francés de nuestras cosas? En ella se dice: Formarán el Senado, los senadores de provincia, cuyo número será igual al de las provincias; tres senadores militares, cuya graduación no baje de coronel mayor; un obispo y tres eclesiásticos; un senador por cada, Universidad, y el director del Estado, concluido el tiempo de su gobierno.

La elección de senadores de provincia se hace: Nombrando cada municipalidad un capitular y un propietario que tenga un fondo de diez mil pesos al menos para electores, quienes presentarán su terna al Congreso. Los obispos eligen su senador y el clero los tres que le corresponden. En cuanto al gobierno de las provincias nada dice la Constitución y presumo deja vigente lo que estatuye al respecto el Reglamento provisorio.

Tenemos, pues, un Senado completamente aristocrático; la reacción del centralismo contra la democracia y el localismo pasa de límites. La democracia se había desbocado y el Congreso pretende enfrenarla por medio de la aristocracia; pero en un país nuevo después de nueve años de revolución democrática, la aristocracia no se funda sino sobre la riqueza y la ilustración y por medio de la fuerza; la autoridad moral de un Congreso no basta. Si no había fuerza ni eficacia de voluntad ¿a qué provocar reacciones y trastornos con semejante Constitución? Benditos hubierais sido vosotros, congresales del año 19, si hubierais tenido poder y habilidad bastante para fundar   —235→   una aristocracia en la República Argentina; ése fuera un régimen de transición excelente para educar a nuestro pueblo y ponerlo en la senda del progreso y la democracia.

El localismo antes de promulgarse la Constitución, se conmueve, como dije anteriormente; semejante al niño que no sabe lo que quiere ni lo que le conviene, se deja arrastrar por sus instintos y apela a las armas vociferando por todas partes federación; la anarquía y la disolución revientan en la capital misma, asiento del Congreso y del Directorio. Los esfuerzos y la sabiduría de los centralistas, los celos y las preocupaciones de los federalistas, sólo han podido engendrar un monstruo, una hidra de infinitas cabezas, la anarquía del año 20. Ése ha sido el fruto de las diversas tentativas para la organización del poder nacional; lejos de organizarlo y constituirlo, se ha acostumbrado a los pueblos a no respetar, ni obedecer autoridad alguna; se les ha hecho menos aptos para el gobierno de sí mismos y para un régimen de leyes y se ha preparado el campo a los caudillos; no tardarán en aparecer; no tardará en engendrarlos la guerra civil.

Cada provincia se gobierna como quiere y lo entiende; no hay autoridad central. Los gobernadores ejercen poco después en cada una de ellas el poder de los intendentes y de los cabildos y desaparece esta venerable y protectora institución del Antiguo Régimen, la única que había quedado en pie transformada ya con todo el prestigio y autoridad de la   —236→   tradición y de la costumbre. ¿Quién pudo ya escudar a los pueblos, promover sus intereses y contener la audacia semibárbara de los caudillos? ¿Qué institución nueva podía crearse capaz de reemplazar a los cabildos? Ninguna; ésta tenía la sanción del tiempo, estaba radicada en la costumbre y de ahí procedía toda su fuerza y vitalidad. Concibo perfectamente la importancia y utilidad de los cabildos o cualquiera otra institución municipal en nuestras provincias; pero no hallo indispensables a los gobernadores, ni los considero útiles más que para tiranizar al pueblo y hacerse caudillos.

La provincia de Buenos Aires, después de largas convulsiones, logra establecer a fines del año 20 una administración compuesta en parte de los mismos hombres de tendencias centralizadoras que habían puesto anteriormente mano a la obra de la organización nacional. Vd. señor editor, que ha impreso la Recopilación de Leyes y Decretos promulgados en Buenos Aires desde el año 10, no puede ignorar que a esos hombres debe dicha provincia las instituciones que la han gobernado hasta el año 35; y habrá notado también que las de ese período ocupan dos terceras partes de su recopilación; lo que prueba que se legisló más en él que en todos los anteriores. En los preámbulos y considerandos de esas leyes y decretos y en las discusiones de la sala, Vd. debe haber visto que esos hombres, que después se llamaron unitarios, tenían una doctrina social, que fueron paulatinamente realizando en institución; y   —237→   que esa doctrina era la misma que habían profesado en la tribuna o el gabinete en el transcurso de la revolución, robustecida y complementada por el estudio y la experiencia de muchos años. ¿Por qué les niega, pues, la calificación de partido político? ¿Por qué es tan ingrato con sus antiguos mecenas? ¿Acaso por adular a Rosas, sosteniendo que no ha habido en mi país más partido político que el federal? Pero ya le he probado que los federales nunca han salido del ínfimo papel de facciosos, ni concebido, ni profesado, ni realizado pensamiento alguno socialista. ¿Será porque Vd. a pesar de su talento y su erudición histórica, no percibe cuál era esa doctrina social? Bueno; voy a darle el resumen, sin pormenores ajenos de este escrito.

El partido unitario quería el sistema representativo realizado por medio del sufragio universal y una sala; y lo quería tan de veras que él lo inauguró por primera vez en la provincia de Buenos Aires.

Quería la libertad individual, o lo que en aquella época se llamaba las garantías individuales, la libertad de enseñanza, la libertad de imprenta, la de comercio, la de cultos; pero la religión y el culto católico con todo su esplendor, para el Estado.

Quería reformar los abusos y extirpar de raíz las tradiciones coloniales.

Quería la enseñanza primaria, secundaria y profesional, y fundó todo lo existente al respecto hasta la época en que la dictadura de Rosas lo destruyó.

  —238→  

Quería recompensar los talentos y las virtudes y estimularlos por medio de la sanción pública.

Quería el establecimiento del crédito y la consolidación y amortización de la deuda pública.

Quería regularizar la administración y dar asiento al impuesto y la renta.

Quería, en suma, la Libertad, el progreso y la civilización para su país; y lo quería con buena fe, patriotismo y desinterés; y parte, si no todo lo que quería, lo realizó en institución con firmeza y habilidad. Si algo puede reprochársele, es cierta rigidez e inflexibilidad de carácter para llevar a cabo sus miras, antiparlamentaria, antipolítica; en que dejaba traslucir su orgullo aristocrático y sus pretensiones de infalible suficiencia; pero es preciso confesar que casi todo lo que hizo en Hacienda y Administración es admirable.

Ahora bien, ¿en qué erró el partido unitario? Veamos, señor editor.

En que dejó embrionario y sin base sólida su sistema representativo, no estableciendo la representación municipal.

En que dio el sufragio y la lanza al proletario, y puso así los destinos del país a merced de la muchedumbre.

En que no dio a los mismos ciudadanos la custodia de sus derechos, fundando el poder municipal y pretendió asegurarlos por medio de una ley de garantías.

  —239→  

En que no supo combinar el sistema restrictivo con la libertad de comercio para fomentar algunas industrias nacionales; y en que sacrificó a una teoría de A. Smith, que recién ha triunfado en Inglaterra en la cuestión de los cereales y de los azúcares, intereses locales de cuantía, dando ansa a los celos y animadversión de las provincias contra Buenos Aires.

En no constituir el clero, y regimentarlo para una propaganda de moral y de civilización por nuestras campañas; en dar todo al culto, y no hacer de la religión un instrumento de enseñanza y de perfección social.

En atender en la educación de las niñas más a lo lujoso y brillante que a lo útil; en fomentar demasiado los estudios profesionales (médicos y abogados) descuidando otros ramos de instrucción utilísimos.

En violar la ley del tiempo en materia de progreso social, fundando establecimientos y proyectando mejoras irrealizables, que el buen sentido del país no comprendía y rechazaba.

En no contraerse especialmente a fomentar y mejorar todas las industrias locales y en estimular el comercio de plaza, la menos productiva, la más desmoralizadora de todas las industrias; y la que en países de escasa población y producción sólo toma incremento por el fraude y la estafa.

En promover el establecimiento de un Banco de descuentos, so pretexto de aumentar el medio circulante y los capitales; institución utilísima en países   —240→   donde la extensión y la vitalidad del giro y la fecundidad de la producción son tan grandes que andan siempre como a caza del numerario y de capital para alimentarse; pero prematura en el nuestro, donde siendo lento el giro y el consumo y la producción mezquina, no podía servir sino para fomentar el agio y las especulaciones de comercio aventuradas, y producir, por último, las quiebras, fraudes y miserias que produjo en Buenos Aires.

En no haber exigido como condición del establecimiento del Banco que una parte de su capital se diese en préstamo a los agricultores y pequeños capitalistas, para que fuese a alimentar la industria y el trabajo en nuestros campos, en vez de imprimir una actividad facticia al desmoralizador tráfico de plaza; el mismo Gobierno pudo garantir esos préstamos.

En no haber fundado un sistema de renta, que pusiese a cubierto el erario de las penurias resultantes de una guerra exterior o de un bloqueo.

En suprimir los cabildos y no establecer la representación municipal en el departamento y en el distrito municipal, para que sirviese al pueblo de escuela política; para hacer palpable a cada individuo el beneficio de su concurso; para el fomento de interés común y crear de ese modo en cada sección de la campaña elementos de orden y de progreso; para realizar con más facilidad el censo y el asiento de la recaudación del impuesto; para el arreglo y la organización de la milicia de cada departamento;   —241→   para fundar la enseñanza primaria en la campaña y compeler a los padres a enviar a ellas a sus hijos; para contrabalancear la fuerza de unos partidos con otros, y evitar de ese modo el alzamiento en masa de la campaña, y el predominio de los caudillos sobre el paisanaje; para fomentar la industria agrícola y el pastoreo de ganados menores; para promover, en suma, mejoras locales de todo género que preparasen gradualmente al país para una organización estable.

Erró principalmente en no atender a la organización de la campaña, fuente de la riqueza de la provincia de Buenos Aires, y donde, sin embargo, vegetaba la mayoría de esa población pobre, desamparada, ignorante, oprimida y semibárbara, a quien dio el sufragio y la lanza para que entronizase caudillos y tiranos.

Erró, en fin, porque atrincherándose en su máxima favorita de las vías legales, se ató las manos para gobernar y reprimir a los facciosos que aniquilaron su obra; la legalidad no es arma para batir a esa gente en países como los nuestros.

Ahora bien, señor editor, ¿por qué era mala la doctrina social del partido unitario, y erróneo e incompleto, por consiguiente, su programa gubernativo? Veamos:

Porque desconocía la tradición democrática de la revolución y no se radicaba en nuestra Historia y en nuestro estado social.

  —242→  

Porque no tenía base fija de criterio y andaba vacilante entre todos los sistemas y todas las teorías sociales.

Porque se atenía a las soluciones más altas y especulativas de la ciencia europea, y sacrificaba a veces a un principio abstracto un grande interés social.

Porque la cuestión capital de la enseñanza, piedra de toque de las doctrinas sociales fecundas y verdaderamente progresivas, no supo resolverla en vista del porvenir y de la educación sistemada de las generaciones venideras con el fin de la democracia; porque profesaba en principio la libertad de enseñanza y le eran por lo mismo indiferentes los métodos y las doctrinas; porque no llevó a la escuela primaria la enseñanza moral y religiosa sistemada y la de los dogmas políticos de la revolución; porque en la instrucción secundaria y superior todos los sistemas y todas las doctrinas hallaban cabida y era sensualista con Condillac y Tracy y utilitaria con Bentham.

Porque no concebía todo el sistema social con arreglo a ley del progreso, única, invariable, normal, promulgada por la revolución de Mayo, la ley del desarrollo democrático de la sociedad argentina; ni elaboraba sus leyes o instituciones con ese fin; porque vaciló, según los tiempos, entre tendencias aristocráticas y democráticas.

Porque ignoraba en qué punto estaba la sociedad en cuanto a cultura, costumbres, industria, moralidad;   —243→   y desconociendo sus aptitudes, no supo qué hacer de ella, ni hacia qué rumbo debía encaminarla.

Porque carecía, en suma, de reglas locales de criterio socialista.

¿Qué tal, señor editor? ¿Eran o no los unitarios un partido político? Me parece que ahora no podrá Vd. negarles ese título. Lo extraño es que Vd. y la prensa mazorquera, que no se cansan de lanzar improperios y vociferaciones contra los unitarios, que los injurian y calumnian atrozmente, no hayan tenido sagacidad para percibir ni habilidad para combatir el fondo de su sistema político y los vicios de sus instituciones. Eso era más digno, más noble, y sobre todo, más útil al país; pero evadiendo semejante tarea, algo difícil por cierto, Vds. han puesto en claro su impotencia y su falta absoluta de doctrinas que oponer a las de sus enemigos.

Debe Vd. notar también que si yo critico a los unitarios, lo hago fundándome en la Historia y el raciocinio; y que de igual modo, examinando en la Ojeada la ley de sufragio del año 21, demostré que la base de su sistema representativo era falsa y traía en sí misma su principio de muerte. Lo que entonces dije y lo que ahora acabo de exponer, evidencia que los unitarios no comprendían el sistema social de un punto de vista nacional o argentino. Ellos buscaron lo ideal que habían visto en Europa o en libros europeos, no lo ideal resultante del desenvolvimiento armónico y normal de la actividad argentina. Y advierta Vd., señor editor, que no los motejo ni   —244→   ni censuro porque buscasen lo ideal, sino porque no tomaron el camino recto para encontrarlo. Esa aspiración incesante hacia la perfección, es lo que constituye esencialmente la vida de las sociedades humanas; cuando ella no existe, cuando gobiernos como el de Rosas, sofocando todas las nobles y grandes aspiraciones, animalizan al hombre; cuando predominan tendencias egoístas y materiales, la sociedad, viviendo de la vida de la carne exclusivamente, también se embrutece y se animaliza, y queda en cierto modo paralizado su movimiento de progreso y de aspiración a la perfectibilidad.

Y sabe Vd., señor editor, ¿por qué critiqué entonces y ahora a los unitarios? Porque en mi país, y fuera de él, hay muchos hombres patriotas que están creyendo todavía, que la edad de oro de la República Argentina y especialmente de Buenos Aires está en el pasado, no en el porvenir; y que no habrá, caído Rosas, más que reconstruir la sociedad con los viejos escombros o instituciones, porque ya está todo hecho. Como esta preocupación es nocivísima, como ella tiende a aconsejarnos que no examinemos, que no estudiemos, que nos echemos a dormir y nos atengamos a los hombres del pasado; como ese pasado es ya del dominio de la Historia, y es preciso encontrarle explicación y pedirle enseñanza, si queremos saber donde estamos y adonde vamos; como por otra parte yo creo que el país necesitará, no de una reconstrucción, sino de una regeneración, me pareció entonces y me ha parecido   —245→   ahora conveniente demostrar, que la edad de oro de nuestro país no está en el pasado sino en el porvenir; y que la cuestión para los hombres de la época, no es buscar lo que ha sido, sino lo que será por medio del conocimiento de lo que ha sido. No se han comprendido así mis miras ni por Vd., señor editor, ni por algunos de sus enemigos políticos. Se ha creído o aparentado creer que me movía una ojeriza personal contra el partido unitario, el deseo tal vez de congraciarme con Rosas o alguna presuntuosa ambición. ¡Miserias, siempre miserias!... ¡Cuándo abandonarán esa táctica algunos hombres!... ¡Cuándo podrá un ciudadano entre nosotros manifestar en voz alta su pensamiento y encontrar en vez de rivales, nobles y generosos émulos!...

El partido unitario, necesitando teatro más vasto para realizar sus ideas, promovió la formación de un congreso nacional. Abandonó su primer propósito de organizar la provincia de Buenos Aires y dejó su obra embrionaria para emprender otra más difícil. ¡Error gravísimo! Era volver a las andadas; era acometer antes de tiempo una empresa en que había fracasado dos veces; era empezar la obra por el pináculo, querer constituir el poder nacional antes de organizar la sociedad o encarnar en su espíritu todos los gérmenes de una organización nacional. No importa; el partido unitario emprendió la obra con decisión y perseverancia.

Es indudable que la constitución del año 26 está más artísticamente elaborada que las anteriores; y   —246→   no dudo que si los pueblos pudieran moverse a vista de una obra bella del arte humano, los nuestros debieron quedar maravillados al aspecto de la Constitución del año 26, y postrarse de hinojos en muestra de respeto y veneración. Aunque más completa, sin embargo, en abstracto, como obra práctica y vista por el lado del estilo y la redacción, esa Constitución es, a mi ver, inferior al Estatuto del año 15, al Reglamento del año 17 y a la Constitución del año 19. Deja traslucir demasiado tipos franceses, y carece de cierta enérgica y plebeya originalidad que caracteriza los primeros ensayos de los centralizadores. Más democrática que la del año 19 en punto a Senado, reconstruye el poder municipal, en pequeña escala, con el nombre francés, algo impropio, de consejos de administración, y lo forma por el sufragio directo y popular, poniendo los gobernadores de provincia bajo la dependencia del presidente de la República, quien los nombra a propuesta en terna de los consejos de administración establecidos en cada provincia.

Pero una singularidad que distingue a la Constitución del año 26 de las anteriores e imprime a toda ella una fisonomía propia, es el artículo 7º sobre la forma de gobierno. Esa cuestión se había ventilado anteriormente en nuestras asambleas, y, salvo en la Junta de Observación, la ganaron siempre los centralistas; pero no se les había ocurrido hasta entonces proponerla a las provincias y formularla en la Constitución del modo siguiente: La Nación   —247→   Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana, consolidada en unidad de régimen. Esto era cortar el nudo gordiano y arrojar el guante a los federales. No concibo cómo el Congreso cometió error tan grave. ¿Qué significa una cuestión previa de forma cuando se trata de la vida misma de la nación? Entretanto, esa cuestión se hizo capital, la cuestión de vida o muerte en el Congreso y fuera del Congreso, sirvió de lábaro a los facciosos; y por una palabra, nada más que por una palabra, se encendió la guerra civil. Hay aberraciones inconcebibles en el espíritu de los partidos políticos. ¿No se puede constituir un gobierno sin declarar de antemano su forma? La fórmula en toda las cosas producidas por el hombre, la determina la concepción, el hecho. ¿Tratabais en el Congreso de formas o de concepciones de la inteligencia? ¿Podéis trazarme la línea de demarcación entre un régimen unitario y uno federativo? ¿Hay más diferencia entre uno y otro que la más o menos concentración del poder nacional? Y si esto es cierto ¿no podéis concebir y realizar combinaciones diversas de uno y otro régimen, sin que podáis señalarme Constitución alguna absolutamente unitaria ni federativa? En vuestra Constitución misma ¿no hay combinación de uno y otro régimen? Norteamérica se gobierna por un régimen federativo y se llaman Estados Unidos; luego hay también unidad en el fondo de su gobierno. ¿A qué venís, pues, hombres preocupados, a suscitar como cuestión previa y resolverla   —248→   en vuestro sentido la cuestión que había servido anteriormente de toque de alarma, de anarquía y disolución? ¿A qué venís con una cuestión inútil de palabras a arrojar una nueva tea de discordia entre las pasiones inflamadas? Los federales debieron regocijarse al oíros; pusisteis en su mano la trompeta de reacción formidable.

Todo el texto de vuestro artículo me parece un pleonasmo absurdo. Forma republicana decís. ¿Qué significa republicano? Lacedemonia era una república con dos reyes; Atenas una república democrática; Roma una república aristocrática; Venecia una república oligárquica; y los Estados Unidos y la Suiza apenas se acuerdan de apellidarse repúblicas. ¿A qué un nombre tan vago, significando cosas contradictorias y que no determina la esencia del gobierno?58 No se comprende tampoco qué fin lleva ni lo que quiere decir forma consolidada en unidad de régimen; parece haberse querido sepultar entre ripios el espantajo unitario.

Buscasteis la forma en vez de buscar el fondo. Os comprendería muy bien si hubieseis suscitado como cuestión previa la siguiente: será o no gobernada la nación argentina por un régimen democrático, aristocrático o monárquico; porque resuelta   —249→   esta cuestión, sabríamos si el principio de su gobierno era la soberanía del pueblo realizada por medio del sufragio y la representación como en los Estados Unidos, o la soberanía de una aristocracia, o de un cuerpo privilegiado como en Venecia, o la soberanía conjunta de un monarca, de una aristocracia y un cuerpo electoral, como en Inglaterra y Francia. Todo esto prueba que erais de la familia de los constituyentes a priori, y que estabais empeñados en amoldar a una forma abstracta la nación argentina, es decir, el cuerpo social menos homogéneo, menos maleable y peor dispuesto para semejante operación mecánica.

Pero antes de concluida esta Constitución, ya el localismo en las provincias había alzado bandera facciosa con el nombre de federación; se les presentó al cabo y la mayoría de ellas se negó a aceptarla. El presidente de la República, no pudiendo gobernar, renunció el poder, y poco después se disolvió el Congreso. El partido unitario pudo y debió hacer uso de la fuerza para aniquilar a los facciosos; el uso de la fuerza era santo, era legítimo para escudar el Derecho, la Justicia y el orden público, primera obligación de todo Gobierno; no lo hizo y la Historia lo acriminará por esto. Sacrificó el porvenir, los intereses del país y los suyos propios a su máxima favorita de las vías legales, sapientísima en boca de un partido político, pero absurda en la de un Gobierno como aquél; la legalidad es un principio, no un arma útil para batir a facciosos. Sin embargo,   —250→   es preciso confesar que el partido unitario fue hasta entonces consecuente con sus principios, y los sostuvo hasta el heroísmo. Generalmente hablando, un partido político triunfa o acepta el martirio. El partido unitario resignando el poder, sin haber combatido, aceptó el martirio; por eso, si la Moral y la Justicia lo aplauden, la política lo silba y lo condenará la Historia. No tardó en arrepentirse de su resignación y empezó a atacar por la prensa a sus enemigos. Poco después, despechado y exacerbado en la lucha, apeló al motín y se convirtió en facción. Conoció recién, algo tarde, no era buena su doctrina de las vías legales, y renegó de todo principio y de toda doctrina. Desde entonces fue débil, impotente sin conocer la causa y empezaron sus derrotas; no combatía en su cancha y con sus armas favoritas. Tenía, además, todos los hábitos, todas las preocupaciones de un partido doctrinario; era valiente y temerario a veces, pero demasiado caballeresco, escogitaba los medios para herir, al paso que su enemigo no desechaba ninguno y con su plebeya y semibárbara audacia arremetía por todo y lo hollaba todo.

La lucha, pues, era desigual y se prolongaba. El partido unitario se sobrecogió de terror ante la inmensidad del sacrificio que era preciso exigir a la patria para salvarla y se dejó tomar en la trampa abandonando las armas antes de concluir el combate; éste fue su postrer error. En pago de él llevó impresa en la espalda la marca de faccioso que le estampó su enemigo; la que sólo pudo borrar con una victoria   —251→   y una restauración. Pero desgraciadamente, para conseguirla, era necesario que olvidase lo que había sido, que transformándose se hiciese plebeyo y revolucionario; no lo pudo. No era ni un partido, ni una facción; era algo de sexo híbrido y de carácter ambiguo, que llevaba en sí mismo el principio de la impotencia y de la derrota; al paso que su enemigo vencedor, convirtiendo en sistema el terror, y no desechando medio alguno de triunfo por bárbaro que fuese, centralizó una masa de resistencia formidable. Así el partido unitario en todas las empresas que dirigió o encabezó contra Rosas, fue cayendo de derrota en derrota hasta quedar completamente aniquilado.59

Estamos, pues, conformes, señor editor, en que Lavalle fue el año 29 el jefe de la facción que fusiló a Dorrego, caudillo de otra facción. No me compete examinar ni justificar ese acto; lo hará la Historia, lo harán sus amigos políticos; los que tomaron parte en los sucesos de la época y aceptaron su responsabilidad. Pero sí diré, que el general Lavalle empuñando el año 39 la espada que supo ilustrar en Chacabuco, Maipú, Pichincha, Ituzaingó, para luchar contra el despotismo bárbaro y defender el principio de la Libertad y del progreso, representado por la bandera de Mayo, borró de sus espaldas la mancha   —252→   de faccioso; y al caer al pie de esa misma bandera, herido por el plomo de los tiranos de su patria, conquistó noblemente la palma del martirio y rehabilitó su nombre en la Historia. Otro tanto digo del general Acha, cuyo martirio hicieron más grande, más solemne, sus bárbaros verdugos. Por eso, señor editor, los que conocemos la Historia de nuestro país, los que no vendemos nuestra pluma ni a las facciones ni a los tiranos y podemos hablar con imparcialidad sobre nuestros hombres y nuestras cosas, colocamos a Lavalle y Acha entre los mártires de la patria.

Justo es también reconocer, que don Bernardino Rivadavia, el promotor ilustre de las reformas y fundador de las instituciones de Buenos Aires durante la administración Rodríguez, hombre muy superior a todos los de su partido como organizador, dotado de una inteligencia rara y de una integridad y firmeza de carácter estoicas, desaprobó el movimiento de 1º de diciembre del año 28, y embarcándose inmediatamente para Europa rechazó toda responsabilidad de participación en él; ha muerto, sin embargo, proscripto, pobre y calumniado por Rosas y por usted, señor trompeta de la prensa mazorquera.

Por lo expuesto verá usted, señor editor, si teníamos razones muy poderosas para no aceptar el año 37 la librea de la federación rosina, ni adherirnos a una facción vencida, proscripta y sin porvenir, que se había suicidado como partido político; y calculará también si podría sernos muy mortificante entonces la ojeriza de los primeros, ni el menosprecio de los   —253→   segundos. ¿Qué nos ofrecían los federales? Una infame librea de vasallaje. ¿Qué nos daban los unitarios? Impotencia y la responsabilidad de actos en que no habíamos tomado parte alguna y reprobábamos en conciencia. Teníamos, entretanto, un deber que cumplir para con la patria, y tomamos el único camino que nos quedaba, el que nos aconsejaba el honor y el patriotismo en situación tan difícil. Bien sé yo que hubiera sido más útil especular como usted con la pluma, y hacerse federal de librea; pero no nos hallábamos dispuestos a seguirle en esa carrera de infamias que ha recorrido con tan buen éxito para su bolsa y para su fama.

Concibiendo realizable en lo futuro una regeneración de nuestra patria, nos propusimos entonces, no realizarla por nosotros solos como usted lo supone, sino llevar nuestra porción de labor a esa obra lenta que exigiría el concurso de todos los patriotas. Viendo la anarquía moral, la divagación de los espíritus en cuanto a doctrinas políticas, la falta de unidad de creencias, o más bien, la carencia absoluta de ellas, echamos mano de los principios generales que tienen la sanción de los pueblos libres, de las tradiciones de la revolución y de la enseñanza que ella misma nos había legado; y procuramos formular un Dogma Socialista, que, radicándose en nuestra Historia y en la ciencia, nos iluminase en la nueva carrera que emprendíamos. Para esto, buscamos en la vida de nuestro país la manifestación histórica de la ley del progreso humanitario columbrada   —254→   por Leibniz y formulada por Vico en el siglo XVII, demostrada históricamente por Herder, Turgot y Condorcet en el XVIII, y desentrañada y descubierta no ha mucho por Leroux, en el desarrollo y manifestación de la vida continua de todos los seres de la creación visible y de las sociedades humanas; de esa ley por la cual todas las sociedades están destinadas a desarrollarse y perfeccionarse en el tiempo, según ciertas y determinadas condiciones; y en esa investigación debimos encontrar y encontramos la revolución de Mayo, primera página de la Historia de nuestro país.

Ahora bien: la revolución de Mayo nos ha dejado por todo resultado, por toda tradición y por todo dogma la soberanía del pueblo, es decir, la democracia. ¿Bajo qué condiciones, pues, se desarrollará la democracia en nuestro país o realizará su ley de progreso? En la solución de esta cuestión, estando a la Historia, habían errado a mi entender, todos los hombres y todos los partidos durante la revolución. El centralismo, preocupado exclusivamente de la constitución y centralización del poder social, descuidó, en primer lugar, educar al pueblo, hacerlo apto para el gobierno de sí mismo; en segundo lugar, no supo hallar el medio de satisfacer y aquietar al localismo, que, oponiéndole resistencias, deshacía siempre su obra. Se olvidó de esta máxima de la sabiduría de los siglos: Que no se hacen constituciones para los pueblos, sino se forman pueblos para las constituciones. Vacilando, además, entre el régimen monárquico,   —255→   el aristocrático y el democrático, no pudo constituir ninguno; faltole la fe en un solo dogma social y la fuerza de voluntad que ella inspira para lograr su objeto. Despechado en su impotencia, hubiera querido renegar del dogma de la revolución, de ese dogma salvador que le había dado el triunfo en la guerra de la independencia; pero ese dogma estaba ya encarnado, si no como creencia racional, al menos como sentimiento en el corazón de las masas, y puesto en la necesidad de lisonjear ese sentimiento, nunca tuvo voluntad ni concibió el medio de fundar sobre aquel dogma la organización de la república.

¿Qué ha pretendido, en efecto, el centralismo en sus diversas tentativas de constitución? Reconstruir sobre nueva planta la asociación argentina; crear una autoridad, un poder nacional que la representase, la gobernase y le diese leyes. Ahora bien, ¿a nombra de qué dogma se hizo la revolución de Mayo? ¿Cuál fue su principio de legitimidad, de fuerza y de triunfo? La soberanía del pueblo, es decir, la democracia. La cuestión, pues, capital, previa, en punto a organización, era y es hallar un modo de institución que hiciese poco a poco apta la sociedad argentina para el régimen democrático, y la llevase, sin sacudimientos ni guerra, a la perfección de la institución democrática. Esa institución debía ser, para llenar su fin, educatriz como una escuela, conservadora y protectora como una autoridad social, y eminentemente democrática y popular en su formación. Es obvio que   —256→   para tener estas condiciones, esa institución no podía ser central ni comprender la nación en masa; porque el territorio argentino se divide en provincias separadas por vastos desiertos, y éstas en ciudades y villas etc.; es también claro que sólo podía ser local, y que mayor sería su fuerza, más grande y palpable su utilidad, cuanto mayor fuera el número de localidades en que se ramificase y se extendiese. Ahora bien, ¿cuál es la institución única que en la Historia y en la práctica de las sociedades modernas llena de un modo más completo estas condiciones? La institución municipal. La institución municipal, pues, debió ser el principio, la base sine qua non de la organización de la sociedad argentina; y esto lo desconocieron los centralistas.

Preguntaremos ahora ¿qué quería el localismo? Concurrir como parte a la formación de la autoridad central; pero no reconocer dependencia ni subordinación a esa autoridad y negarle obediencia cuando cuadrase a su interés o a su capricho. Quería aislarse, gobernarse por sí, segregarse de la gran familia toda vez que pudiera convenirle. Se ve que el instinto ciego, individual, egoísta era su móvil. ¿Cómo podían, pues, conciliarse voluntades tan disconformes, ni avenirse a entrar en conciliación y vivir en paz las pretensiones de los centralistas y de los federalistas, o el centralismo y el localismo? Debieron hacerse y se hicieron guerra desde el principio de la revolución, hasta quedar uno y otro completamente   —257→   aniquilados bajo el yugo de fierro del despotismo y del caudillaje.

Resulta evidente, pues, que el centralismo se extravió o no acertó con el medio único de arribar a su apetecida organización, y que el localismo, guiado por instintos vagos, ha obrado casi siempre en la república como principio disolvente y desorganizador; nunca ha sabido comprender bien sus intereses legítimos, hacerlos valer y ponerlos al amparo de la única institución que podía eficazmente protegerlos y promoverlos, la institución municipal.

Para esclarecer mejor este punto, hagamos un retrospecto. El virreinato no era más que una agregación de provincias o de localidades dispuesta en miras de mejor administración y recaudación de rentas; no era una asociación, que sólo existe entre iguales, para el amparo y fomento de intereses comunes. El único vínculo que ligaba a las partes consistía en la autoridad casi toda española. Los intendentes y los cabildos la ejercían en las provincias, y como no había guerras ni complicación de intereses, casi toda la vida social se concentraba en las localidades, o cada una vivía en cierto modo por sí sola y para sí sola. La mayoría, en tanto, de la población erraba por las campañas sin haber cultivado jamás sentimiento alguno de sociabilidad y dominada únicamente por el de la independencia individual. No había en el país aristocracia hereditaria ni radicada en la propiedad, y reinaban en cada hombre no sólo los instintos sino los hábitos de la independencia   —258→   y de la igualdad. La revolución, apelando a las armas para reivindicar la libertad individual y la independencia social, robusteció el primer sentimiento, predominante en el individuo, y el segundo, dominador en la localidad o la provincia, y de este modo fomentó y legitimó sus posteriores extravíos. ¿Con qué derecho, desde entonces, la revolución o la autoridad creada por ella exigiría del individuo obediencia, si le había reconocido de antemano el derecho de no obedecer sino a la autoridad consentida por él? ¿Con qué derecho pretendía mezclarse en el régimen de las provincias ni gobernarlas, si eran independientes y dueñas de sí mismas? Esto precisamente dijo el Paraguay; esto vociferaba Artigas con el nombre de federación; esto murmuraban las provincias desde el principio y esto les sirvió de pretexto para no reconocer pacto alguno de asociación nacional.

Tenemos, pues, por una parte este resultado histórico: ningún vínculo de sociabilidad nacional legado por la colonia; ninguno engendrado por la revolución. Tenemos, por otra parte, dos hechos indestructibles, predominantes, normales, radicados en la costumbre y la tradición: el de la independencia individual y el de la independencia provincial o local, o en otros términos, el individualismo y el localismo. Tenemos, además, ignorancia supina, pobreza suma, hábitos de inercia y desenfreno de todas las pasiones brutales. ¿Qué hacer? ¿Se puede acaso con semejantes elementos socializar pueblo alguno por medio de   —259→   una Constitución o de la dictadura bárbara? ¿Late por ventura sentimiento alguno de nacionalidad en el corazón de ese gigante de catorce cabezas llamado República Argentina? Pensadlo bien, vosotros racionalistas impotentes que creéis saberlo y poderlo todo y habéis erigido un trono a vuestra razón obcecada, desde la cual pretendéis reinar sobre los demás. Pensadlo bien, y arrojad una mirada escrutadora sobre el pasado, si queréis comprender lo que demanda el porvenir.

Quizá en el año 16 hubiera sido fácil el establecimiento de una monarquía; quizá en el año 19 pudo cortarse el vuelo a la democracia, fundando una aristocracia de la riqueza y la ilustración. Yo por mi parte me hubiera adherido de buen grado a cualquiera de ambos sistemas; porque no hay para mí alguno absolutamente malo, sino el despotismo, y porque no soy teorista en política. Pero hoy que las masas tienen completa revelación de su fuerza, que Rosas a nombre de ellas ha nivelado todo y realizado la más absoluta igualdad, pensar en otra cosa que en la democracia, es una quimera, un absurdo; buscar reglas de criterio social fuera de la democracia, una estéril y ridícula parodia de la política del pasado; trabajar por el desarrollo normal de la institución democrática, en todas sus aplicaciones tanto individuales como sociales, es el único modo de hacer algo digno, noble y grande para la patria.

Ésta, señor editor, es la doctrina que profeso desde el año 37; ahí está para mí esa luz de criterio   —260→   socialista que usted no percibe porque es miope de inteligencia y no comprende doctrina alguna fuera de la dictadura. Puede usted entretenerse en descubrir si hay en ella algo de los «delirios de Fourier y Considerant; o si he buscado en las producciones más desatinadas de los colaboradores del P. Enfantin las bases de una nueva organización política».

Ahora bien, si en vista de lo expuesto me preguntasen ¿quiere usted para su país un Congreso y una Constitución? contestaría: no; ¿Y qué quiere usted? Quiero, replicaría, aceptar los hechos consumados, existentes en la República Argentina, los que nos ha legado la Historia y la tradición revolucionaria. Quiero, ante todo, reconocer el hecho dominador, indestructible, radicado en nuestra sociedad, anterior a la revolución de Mayo y robustecido y legitimado por ella, de la existencia del espíritu de localidad; y que todos los patriotas se apliquen a encontrar el medio de hacerle olvidar sus resabios y preocupaciones disolventes, de iluminarlo para la vida social. ¿Cómo se conseguirá ese fin? Por medio de la organización del poder municipal en cada distrito y en toda la provincia, en cada provincia y en toda la república. Quiero que a ese núcleo primitivo de asociación municipal, a esa pequeña patria, se incorporen todas esas individualidades nómadas que vagan por nuestros campos; que dejen la lanza, abran allí su corazón a los efectos simpáticos y sociales y se despojen poco a poco de su selvática rudeza. El distrito municipal será la escuela donde el pueblo   —261→   aprenda a conocer sus intereses y sus derechos, donde adquiera costumbres cívicas y sociales, donde se eduque paulatinamente para el gobierno de sí mismo o la democracia, bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados; en él se derramarán los gérmenes del orden, de la Paz, de la Libertad, del trabajo común encaminado al bienestar común; se cimentará la educación de la niñez, se difundirá el espíritu de asociación, se desarrollarán los sentimientos de patria y se echarán los únicos indestructibles fundamentos de la organización futura de la república. ¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la sociedad argentina una Constitución? Al cabo de veinticinco, de cincuenta años de vida municipal, cuando toda ella la pida a gritos, y pueda salir de su cabeza como la estatua bellísima de la mano del escultor.

Quiero, además, para realizar esa organización municipal la convocatoria de una convención ad hoc, que reasuma toda la autoridad y el poder de la república; que forme las leyes y dicte las disposiciones necesarias para plantificarla; que vigile su ejecución y observancia, que remueva los estorbos que la traben, que reforme en esas leyes lo que la práctica revele irrealizable; y que la autoridad social se delegue jerárquicamente en cada provincia a las municipalidades establecidas. Quiero que todos los patriotas presten su cooperación franca, activa a las disposiciones de esa convención; que la prensa discuta, popularice el sistema municipal, que la religión por el órgano de sus sacerdotes lo predique, lo haga   —262→   conocer al pueblo y lo santifique con su sanción. Quiero en suma, que en los focos municipales se concentre toda la vida intelectual, moral y material de la sociedad argentina. ¿Es acaso tan complicada, tan activa la existencia social de nuestras provincias, que no baste a satisfacerla el poder municipal, y que sean necesarios gobernadores, ministros y generales para gobernarlas y administrarlas de un modo conveniente? ¿Puede hacerse efectiva, realizarse en institución, enfrenarse y gobernarse, por otros medios que los que ofrece el sistema municipal, esa democracia60 ciega y presuntuosa, dominante ya en nuestros hábitos y hasta en nuestras preocupaciones? Desearía, por último, que a todo aquel que gritase unidad o federación, o promoviese la cuestión de las formas gubernativas, lo acogiese la zumba y los silbidos de todo el mundo. No es éste lugar de hablar sobre la duración de esa convención, y sobre las leyes   —263→   que debiera además dictar, tendientes a organización y asociación nacional. He querido solamente marcar de un modo más claro que en la Ojeada el punto cardinal de organización democrática para mi país, y hacer ver cómo concibo realizable su regeneración en lo futuro.

Penetrado de que todo el porvenir de mi patria y los destinos de la revolución de Mayo están entrañados en la democracia; de que no hay otro camino que seguir en política; de que toda doctrina que no tienda al desenvolvimiento de la democracia en el Plata es infecunda y retrógrada; y concibiendo desde luego realizable un desarrollo armónico y completo en el porvenir de todo un sistema social democrático, hice en la Ojeada, con toda la buena fe y el ardor de que soy capaz, un llamamiento a la razón de los patriotas ilustrados, y los interpelé a abandonar de una vez el carril trillado de la vieja, estéril e impotente política del pasado, a alistarse en la bandera democrática de Mayo y a considerar y resolver nuestros problemas sociales en mira del desenvolvimiento normal de la democracia. Debo confesar que casi todos han correspondido a mi llamamiento sincero, y que sólo usted y algunos espíritus preocupados le han negado su simpatía. No lo extraño, señor editor; para usted todo el problema de la sociabilidad argentina consiste en la dictadura; para alguno de esos espíritus preocupados, todo él está refundido en las instituciones del pasado y en las cabezas que las concibieron; para otros lo está   —264→   en no sé qué racionalismo ecléctico, nuevo en su género, infatuado de suficiencia, intolerante, que nada tiene en sí y mendiga cuanto tiene, y que a cada paso no hace sino revelar su impotencia y debilidad. Esos espíritus con menos vanidad, con un poco más de elevación de sentimientos y de miras, examinarían con imparcialidad, pensarían, tomarían en consideración las opiniones concienzudas de los que usan la libertad de pensar en política de diverso modo que ellos, y acabarían por convencerse que se van quedando solos con sus opiniones, aún cuando pretendan poseer la clavícula de Salomón.

Advierto ahora, señor editor, que para usted y esos caballeros que piensan basta para ser doctrinario en política pronunciar la fraseología de la ciencia o adherirse a las opiniones de algún autor europeo de monta, no debía ser fácil comprender la originalidad e importancia del pensamiento dominante en el Dogma Socialista y en la Ojeada. Era preciso supiesen que en nuestra época no tiene la autoridad y el valor de doctrina social, la que no se radica a un tiempo en la ciencia y en la Historia del país donde se propaga. Pero persuadido yo de esto, y en vista de la infecunda cháchara de nuestra prensa, me esforcé en sentar sobre el fundamento histórico, indestructible de la tradición de Mayo, los rudimentos de una doctrina social científica y argentina. Esta tentativa tenía doble objeto: 1º levantar la política entre nosotros a la altura de una verdadera ciencia, tanto en la teoría como en la   —265→   práctica; 2º concluir de una vez con las divagaciones estériles de la vieja política de imitación y de plagios que tanto ha contribuido a anarquizar y extraviar a los espíritus entre nosotros. Explicado el pensamiento de Mayo, o más bien, hallada la clave histórica de la doctrina, no me fue difícil abarcar de un punto de vista único toda la sociabilidad argentina, y ponerme en estado de resolver por medio de ella todas nuestras cuestiones sociales de un modo satisfactorio y con una sola tendencia: partiendo de la tradición revolucionaria de nuestro país, difícilmente podía extraviarme. Así lo hice en la cuestión de enseñanza primaria y otras varias que he tocado en éste y anteriores escritos. Tal vez me haya equivocado; pero me quedará al menos la satisfacción de haber sido entre nosotros el primero en hacer tentativa semejante, y en provocar investigaciones serias sobre este punto capital de filosofía política. Sensible es haya escapado a la penetración de esos espíritus preocupados que mencioné anteriormente, esa tentativa de un compatriota; quizá su racionalismo hubiera disipado mis errores y héchonos la revelación de una doctrina social más profunda, más científica, más nacional que la que podamos concebir. Yo quisiera entretanto preguntarles ¿qué han enseñado al pueblo sobre el pasado, qué luz le dan sobre el presente, qué le guardan para lo futuro?

A pesar de esto, sea cual fuere la táctica que empleen para desconsiderar nuestros escritos esos pregoneros de la política caduca y sin porvenir del   —266→   pasado; ora pretendan reprobarlos con su silencio o herirnos con su ironía entre paredes, me asiste el convencimiento que los irán adoptando poco a poco y que los inteligentes hallarán en cada producción de su pluma rastros del espíritu, de la tendencia y hasta del lenguaje de las doctrinas que predicamos desde el año 37.

Francamente, a quien no pienso ver convertido nunca a las doctrinas democráticas es a usted, señor editor; porque es demasiado viejo y tiene ya el seso saturado de infamia. Sin embargo, espero le será fácil comprender ahora, por qué no soy unitario ni federal; y que así como para Rosas, la federación y la luz del criterio socialista está en el cuchillo y la dictadura y para usted en la propina del dictador, para mí está en el distrito municipal el germen de la organización de mi país y la luz del criterio socialista. ¿Cómo podríamos, pues, entendernos? ¿Cómo era posible que usted concibiese lo que significaba tener reglas locales de criterio socialista? ¿Qué sabe usted tampoco de filosofía política, ni de nuestra Historia, ni de nuestro estado social? Un parodista cínico de Voltaire y de Bentham, ¿cómo podrá comprender la sociabilidad de un pueblo donde vegeta y se arrastra como planta parásita? Para usted la sociedad no tiene un fin de progreso y de perfectibilidad, ni se halla dotada de facultades para realizar ese fin; para usted la sociedad es una máquina de resortes materiales y todo el problema de su vida y de su destino consiste en hacerla andar de cualquier   —267→   modo. Así es que usted jamás ha consagrado su inteligencia y su pluma al servicio de idea o doctrina alguna progresiva, sino a especulaciones infames y a preconizar la habilidad de motores de máquinas sociales como Rosas.

Concluiré esta carta, ya demasiado larga, tocando por encima algunos chistes y linduras más de su artículo sobre el Dogma Socialista. Truncando algunas de mis frases y desfigurando cuanto digo, se ha entretenido usted en hacer una burlesca parodia de la Asociación con el ánimo sin duda de divertir a sus lectores; pero le ha salido tan insípida y tonta, que, lejos de causar risa, da lástima. Se ve por ella, que ha llegado usted a ese punto de degradación mental llamado chochera o imbecilidad, y que cuando quiere decir agudezas se le cae la baba y se mancha con ella; no deja de ser extraño en hombre tan chistoso y decidor como usted. Hace usted, sin embargo, una confesión rara; reconoce que el «club de estudiantes de derecho, inquietos, presumidos, holgazanes y muy aficionados a la literatura romántica», formado en Buenos Aires el año 37, dio no poco que hacer al Restaurador en Córdoba, en Tucumán, Corrientes, Buenos Aires, Montevideo, Chile y Bolivia; lo que equivale a decir, que ha servido dignamente a su patria; gracias, señor editor, no esperábamos de usted semejante elogio.

Citando esta frase de la Ojeada: que el partido unitario no tenía reglas locales de criterio socialista y era algo antipático por sus arranques soberbios   —268→   de exclusivismo y supremacía, agrega usted: «Suponemos que lo que quiere decir es que los salvajes unitarios, a quienes impropiamente califica de partido político, son egoístas y orgullosos», en lo que estamos conformes. «Pero lo que no podemos entender es aquel criterio socialista, que merece ser explicado por ser uno de los rasgos principales de la fisonomía política de estos demagogos». Pero, señor editor, yo no hablo como usted el lenguaje de los pulperos, sino el de la ciencia; tengo además estilo propio, estilo que me ha valido reputación algo sólida entre mis compatriotas; ¡figúrese si me rebajaría a tomar el suyo por modelo, ni a entrar en la tarea de enseñarle nuestro idioma para que pueda comprenderme! Lo que sí haría, escribiendo como usted escribe, es no mortificar jamás al público con producciones de mi pluma. Lo de criterio socialista queda explicado anteriormente, y para mejor comprenderlo puede usted internarse más a fondo en la filosofía política de la Mazorca, donde hallará el cuchillo y la dictadura, claves maestras de todo criterio socialista. «En cuanto a ser el criterio socialista uno de los rasgos principales de la fisonomía política de estos demagogos», puede usted tomarse el trabajo de desembrollar un poco esa trilingüe algarabía.

Digo yo en la Ojeada, hablando sobre la cuestión religiosa: rechazábamos para ser lógicos el pleonasmo político de la religión del Estado proclamado por todas nuestras constituciones, como inconciliable y contradictorio con el principio de la libertad religiosa.   —269→   Y usted exclama con aire de triunfo: «como si la Francia y la Inglaterra no tuviesen una religión propia, y sin comprender que sin esto la tolerancia de los cultos que es una virtud, degeneraría en politeísmo que es un vicio». ¡Gracias, señor editor, por la estupenda revelación! ¡Conque la Francia y la Inglaterra tienen una religión propia! En verdad que yo lo ignoraba. ¡Conque es preciso que toda Constitución diga, tal religión es la del Estado, para que se entienda que ese Estado tiene una religión propia, como la Francia y la Inglaterra! En verdad que no lo sabía.¡Qué piscina de erudición y de ciencia la de usted! Me parece estar oyendo un estudiante de segunda.

Yo creía con todo el mundo que el politeísmo era de origen pagano; usted me enseña que las sectas cristianas son politeístas o adoran diversidad de dioses, y que donde quiera que reina la «virtud de la tolerancia de los cultos», sin la cortapisa de la religión del Estado, el «vicio del politeísmo» invade y contamina todo. Según usted, en los Estados Unidos, donde no hay religión del Estado sino libertad religiosa, el politeísmo debe ser algo más que pagano y se topará en cada hogar y en cada esquina con algún ídolo monstruoso. ¡Soberbio descubrimiento histórico el de usted, señor editor! El politeísmo y el Cristianismo es todo uno. ¡Qué hombre!... ¡Qué cholla mazorquera!

Me refiero a los lectores, en cuanto a los que usted llama «antilogismos» del Dogma Socialista. Era preciso   —270→   que usted concluyese dando esa brillante muestra de su impotencia para refutarlo, y de que no es más que un zurcidor de frases huecas y campanudas, un propalador de vaciedades y un verdadero trasunto del Fadladeen de Moore. Basta por hoy, señor editor; mañana me propongo concluir con usted.

Montevideo, marzo 1847.

(Nota de Echeverría.)

La transformación radical apuntada en la página 235, que experimentaron los cabildos después de la revolución, consistía en la elección. Antes de Mayo, fuera de algunos varas perpetuas, el mismo Cabildo elegía reemplazantes en la renovación anual de capitulares; lo que, perpetuando el cargo concejil en algunos individuos españoles, viciaba la institución y tendía a hacerla oligárquica.

En octubre del año 10 la Junta, a nombre del pueblo y en representación de su soberanía, destituyó a los capitulares que habían firmado las actas de Mayo «por los repetidos ultrajes (dice en el manifiesto) que han inferido a los derechos del pueblo y por exigirlo el orden público», y eligió un cabildo revolucionario.

En agosto del año 12, el Triunvirato decretó la abolición de los oficios de consejo perpetuos, restituyéndolos a su primitivo estado de electivos. Posteriormente la elección de capitulares se hizo por sufragio popular indirecto como lo determina el Estatuto de la Junta de Observación.

La condición requerida por la índole de este escrito, me ha obligado a desechar pormenores y a ceñirme a caracterizar y apreciar brevemente los resultados históricos. Espero que los pocos versados en nuestra Historia me dispensarán ésta que puede ser para ellos una falta, pero tal vez una recomendación para mi trabajo.